La Verdad, 16 de diciembre de 1999
PEDRO GUERRERO
Rafael Alberti era todo alegría, una alegría desbordante.
Podría contar muchísimas anécdotas de su desenfado,
de
su clara inteligencia para utilizar el doble sentido y la
ironía. Ya en su obra «Yo era un tonto y lo que he visto
me ha hecho dos tontos» (tomando el título de unos
versos de Calderón), los juegos poéticos sobre los
cómicos del cine, Buster Keaton, Charles Chaplin o
Harold Lloyd, contienen innumerables registros de humor,
de una inocencia desafiante, denunciante, que nos anuncia
a un poeta tierno y amable, pero consciente de la realidad
social que vive y que la convierte en legado literario, en
registros de lo que Buñuel llamaba «nueva poesía».
Rafael Alberti se llamó en un autorretrato poético El tonto
de Rafael, y se reía cuando alguien le comentaba que la
gente, alguna gente, le señalaba como un viejo con
camisas estentóreas que se quedaba durmiendo en
cualquier parte. Y decía: «Sí, sí...»,
señalando sus viajes,
sus amores, el siglo, casi, de vida que tuvo para mayor
gloria de la poesía en lengua castellana, y siempre
sonriendo. Pero ya no es posible que Rafael se burle y se
alce contra el gallinero de quien mal le quiere se llamen
amigos o enemigos. Y por eso hay tanta gresca en un
corral que él no tenía previsto: gallos y gallinas de sus
últimos años en España.
Cuántas veces, con nuestro querido amigo Paco Rabal
nos hemos burlado del toro de la envidia. Y le gustaba
que le dijera aquellos versos de Antonio Machado de que
«la envidia de la virtud hizo a Caín criminal. ¡Gloria
a
Caín!, hoy el vicio es lo que se envidia más». Envidia,
envidia sobre Rafael. Miedo de que hubiese barrido con
su pluma a los renombrones escritorcillos, miedo de que
se hubiese comercializado con su nombre. Envidia de
Rafael y miedo de Rafael quien hoy dice su nombre en
vano.
Por eso ahora, cuando somos testigos silenciosos de una
tremenda y pedigüeña manera de nombrarle, a pocas
jornadas de su muerte –no quería decirlo pero tengo que
hacerlo–, cuando todo se mezcla, se inflama, se
desorienta y se maldice a expensas de su nombre, a él,
que era el más generoso, el más tierno, el más alegre
y
desenfadado de todos los poetas, se le maldice en envidia
y en burla escritural testamentaria. Y nadie, absolutamente
nadie les dice a cuantas fueron sus amantes virtuales, sus
mancebos de callejero, sus nuevos enemigos o sus
familiares pesadillas desterradas: ¡basta! Nadie dice a esta
miseria desbordada que sólo hay lugar para la poesía de
un desterrado ya muerto en su Puerto, cerca de su
memoria melancólica que es tanto como decir de su
poesía.
Rafael Alberti cumple el 16 de diciembre 97 años.
Sabemos que hizo diez testamentos en cinco años, que ya
su nombre está acuñado como marca mercantil, y que sus
amigos de estos últimos años debieran estar en la
arboleda porque Rafael era muy generoso, y sólo por
ello. Sabremos que el «poderoso caballero, don dinero»
convive con la envidia; y que el miedo a su enorme
personalidad detuvo tanta mezquindad por las esquinas de
la estulticia. Cuántos lazarillos tiene ahora Rafael, cuánta
venganza para que nadie se acuerde de sus versos
alegres, de su encantadora poesía, que nos llevaba a
todos contentos como la flauta de Hamelin; de aquellos
años de Vía Caribaldi, más cercanos a su verdadera
Ora
Marítima, de recuerdos entre Antonio Espina, Pedro Ruiz,
Gabriel Batán, Pepe Ortega, Gabriel Celaya, Bodini,
Gasman o los cien mil ojos de Picasso, entre la belleza de
María Teresa León, las liricografías de la Galería
Rondanini y las meadas de los gatos trasteverinos. Quién
le iba a decir que acabaría así su alegre gallinero de La
Pájara Pinta con estos pollitos de tres al cuarto.
Yo también, como Blas de Otero, «pido la paz y la
palabra», más la palabra que la paz, sabiendo que me
será difícil lograr silencio cuantas más voces se
confiesan
sus amantes, sus novísimos amigos o los caines
audiovisuales sempiternos. «¡Y una leche!», –gritaría
Rafael–, cómicos y amantes disfrazados; griterío
inconsciente, asunto del mercado, que en el amor y en la
poesía nunca fueron menester.
Por eso yo me acuerdo de sus registros irónicos, audaces,
de su alegría constante, de su voz lírica de pura geometría
andaluza: «¡Qué revuelo! Ángeles con cascabeles
arman
la marimorena...». Y a todo esto, sin cumplir con lo que él
quería, sin que puedan trepar sus cenizas por los cabellos
de una sirenita en el mar. ¡Vaya un revuelo que habéis
montado, unos y otros, ahora que está muerto,
precisamente ahora!
Pero podéis seguir en el corral publicitado, porque ni su
sombra os dará fama, ni podréis quitarnos su alegría,
ni
nunca podrá ser vuestra su poesía. Una cosa se os exige
en medio de esta gallinácea tempestad pasajera: llevad ya
sus cenizas al nivel del mar, para que sepamos que nada
os queda de él, y termine así, como en la inacabada
comedia burlesca-bufo-bailable de La Pájara Pinta, este
patético prólogo de vodevil, que no tenía previsto
Rafael
para cuando se adentrara definitivamente en la bahía
gaditana.
En el nombre de Rafael pido la palabra, ya molesto y
harto del ruido. Y como en su poema El mendigo: ¿Es
que nadie quiere echarme una mano «para este pobre
viejo que se muere de frío, para este pobre viejo..., para
este pobre...? ¡leche!, ¡cuánto hijo de puta hay en
el
mundo!» (y aquí, mientras siga en la escena la bufo-noticia
no callaremos ni Giorgina, que es una verdadera vaca, ni
el mendigo, que se muere de frío, ni yo mismo).
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