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EZIO
RAIMONDI: UNA SEMBLANZA (*)
Andrés
Soria Olmedo
(Universidad
de Granada)
Éstas, ponderaba, son las preciosas alhajas de los
entendidos. ¿Qué jardín del Abril, qué Aranjuez del Mayo, como una librería
selecta? ¿Qué convite más delicioso pata el gusto de un discreto, como un culto
museo, donde se recrea el entendimiento se enriquece la memoria, se alimenta la
voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja, no
hay fullería para un ingenio, como un libro nuevo cada día.
(Baltasar Gracián, El
Criticón I, Crisi IV).
Antes de todo se impone
una imagen a la memoria. Estamos en la Universidad de Bolonia, con el orgullo
de haber obtenido una beca para el Real Colegio de España. Inquietos, un poco a
tientas, repasando el saber de que disponemos, inseguros de nuestro italiano y
sin haber leído aún lo que escribió Antonio de Nebrija, el más ilustre de los
Colegiales, aunque con indudable voluntad de aprender, en la medida de nuestras
fuerzas: «Y teniendo yo ingenio y también doctrina para ganar dineros y
alcanzar honores, no me contenté con ir por aquel común y muy hollado camino;
mas por una vereda que a mi sólo de los nuestros me fue divinamente demostrada,
venir a la fuente: de donde hartase a mí primero, después a todos mis españoles.
Así que en edad de 19 años yo fui a Italia: no por la causa que otros van: o
para ganar rentas de iglesia, o para traer fórmulas del derecho civil o
canónico, o para trocar mercancías: mas que por la ley de la tornada, después
de luengo tiempo restituyese en la posesión de su tierra perdida los autores
del latín: que estaban muchos siglos había desterrados de España».
El aula de via Zamboni está repleta de estudiantes de los
cuatro cursos de la Licenciatura en Lettere Moderne.
El profesor es alto,
delgado, de cabeza no muy grande, pelo ralo, gafas y mirada intensa. Habla muy
bien. Los españoles desconfiamos al principio de la retórica del profesor.
Hemos conocido a sofistas verbosos que no decían gran cosa, después de todo.
Esto es diferente. Todo
lo que dice tiene sentido y sugiere más sentidos. Las digresiones son tan
significativas como el discurso principal, que se despliega en una arquitectura
completa, de los detalles a las líneas maestras, con igual tensión razonadora y
persuasiva en invención, disposición, estilo, memoria, acción y pronunciación
(suele extender un brazo desde la altura de la barbilla hacia afuera y
despliega una mano larga para subrayar sus palabras, mientras se apoya la otra
en los riñones. En un momento dado saca libros de una gran bolsa a sus pies).
Más adelante iremos
sabiendo que una de las líneas de su indagación se ha encaminado, con otras
voces de la escena europea de este siglo (Curtius, Paulhan, Fumaroli, García
Berrio, Genette), a reivindicar la retórica y situarla en su lugar central en
la conciencia literaria del pasado y del presente, más allá de la restricción
a repertorio de figuras.
Aquel curso (1981)
trataba del mundo de la emblemática en el XVI y el XVII. Había arrancado de las
palabras de Nietzsche sobre la necesidad de poner la historia al servicio de la
vida, y se detenía en el pensamiento simbólico medieval, en la especialización
de competencias simbólicas en el XVI, en Alciato y Giovio, en Ramus y el
predominio de la visualidad, en la teatralización de la palabra en el Barroco,
con advertencias al «homo ludens» de Huizinga y al alcance filosófico del ingenio
y menciones de Bachelard o Gombrich, Maquiavelo, Ripa, Walter Ong, Wittkower,
Marino, Tesauro y Gracián. Al hilo de
esos y otros nombres se desgranaban minuciosamente los mecanismos de la
civilización de corte, las categorías de manierismo y barroco, la presencia de
la ciencia nueva y decenas de temas y motivos y matices relacionados con el
objeto del curso. Varios de sus cursos monográficos han sido recogidos e
impresos en volúmenes, y dan la medida —pálida— de la retórica en acto del
docente.
El segundo capítulo
corresponde al joven investigador, que se le acerca con una idea confusa de lo
que quiere hacer. El profesor replica con un chorro de indicaciones
bibliográficas, que al principio despistan, porque dejan a un lado la erudición
de segundo grado para centrarse en los libros de alcance, relativos al conjunto
de los problemas con que va a encontrarse el principiante, en los libros que
resuelven y al mismo tiempo despiertan otros intereses. En la fase de
redacción, el trabajo será devuelto con muchas otras sugerencias al margen,
correcciones de estilo, peticiones de mayor claridad o mayor precisión.
Y así durante cincuenta
años, con el mismo entusiasmo riguroso, la misma disciplina nutrida de
curiosidad ejemplar que los lectores comprueban en sus escritos. No hay
solución de continuidad entre las labores del profesor (“excitator Italiae»
como Unamuno fue «excitator hispaniae» según E. R. Curtius) y la tarea
abundantísima del investigador y el crítico, porque todo el conjunto surge de
una extraordinaria condición de lector. No es en absoluto ocioso que los tres
poderosos volúmenes de sus escritos, publicados en 1994 por Andrea Battistini,
su alumno y sucesor en la cátedra de Bolonia, se titulen I sentieri del
lettore (Bolonia, Il Mulino), los
senderos del lector.
En la superficie del curriculum
público, Ezio Raimondi (Lizzano in Belvedere, Bolonia, 1924) es hoy
catedrático emérito de Literatura italiana en la Universidad de Bolonia,
presidente del Istituto per i Beni Artistici Culturali Naturali della regione
Emilia Romagna y (desde 1967) del Consejo Editorial de Il Mulino, además de
codirigir la revista Intersezioni,
publicada por esa editorial desde 1981.
En el plano de la
escritura, los senderos que este lector ha recorrido cruzan todo el torso de la
literatura italiana, desde Dante hasta Renato Serra y Carlo Emilio Gadda,
deteniéndose en todas las estaciones principales: Maquiavelo, Tasso, Alfieri,
Leopardi, Manzoni sobre todo, D‘Annunzio. La palabra «estación» nos lleva al
vocabulario del ferrocarril, lo cual no es del todo exacto, pues más que la
marcha implacable del tren, Raimondi preferiría el sudor y el vigor de los puertos
de montaña coronados en bicicleta. Su «giro d’Italia» cuenta con títulos como Codro
e l´Umanesimo a Bologna (1950, reedición en 1987, con prólogo de Andrea
Emiliani), la edición crítica de los Dialoghi de Tasso (1958), la de Trattatisti
e narratori del Seicento (1960), Letteratura barocca. Studi sul
Seicento italiano (1961, reeditado en 1982 con el añadido que aquí se
presenta, Il lettore di provincia.
Renato Serra (1964), reeditado con
modificaciones en 1993), Rinascimento inquieto (1965, reimpreso con
añadidos en 1994), Anatomie secentesche (1966), Tecniche della
critica letteraria (1967, edición, ampliada en 1983 y reestampada en 1985),
Metafora e storia. Studi su Dante e Petrarca (1970, reedición 1977, 1982
y 1983), Politica e commedia. Da Beroaldo al Machiavelli (1972), Il
romanzo senza idillio. Saggio sui “Promessi sposi» (1974, 1984), Scienzati
e letteratura (1978), Il concerto interrotto (1979), Poesia come
retorica y Il silenzio della Gorgone (1980), Retoriche e poetiche
dominanti (1984, con Andrea Battistini, reaparecido en 1990 con el título Le
figure della retorica, Una storia letteraria italiana), Le pietre del
sogno. Il
moderno dopo il sublime (1985), Il volto nelle parole (1988) I lumi dell´erudizione. Saggi sul Settecento italiano (1989), La
dissimulazione romanzesca. Antropologia manzoniana (1990), Ermeneutica e
commento. Teoria e pratica dell´interpretazione del testo letterario y Le
poetiche della modernità in Italia
(1990).
Todavía queda fuera
algún título (**) además de treinta o cuarenta artículos no incluidos en estos
volúmenes y de un par de centenares de reseñas publicadas anónimas en la
revista Il Mulino (desde siempre su criterio ha estado detrás del
catálogo espléndido de esa editorial).
Cyril Connolly daba por
bueno un libro de crítica si resistía diez años; las reediciones de los libros
de Raimondi indican que su reconocimiento público no deriva sólo de la edad,
sino también de un planteamiento crítico, resistente a las sucesivas modas
teóricas, que se ha hecho más visible en los últimos años del siglo.
¿Raimondi postmoderno?
Sería una simplificación. Pero no hay duda de que la hora de su recepción ha
venido después de la crisis de lo que Lyotard llamó «los grandes relatos», que
en crítica literaria se llamaron formalismo estructuralista, semiótica o teoría
del reflejo, más o menos marxista. Y no porque haya dejado de tenerlos en
cuenta —al contrario, en muchos casos fue el introductor en Italia— sino porque
tras los varios intentos por reducir la explicación de las obras de arte
literarias a una clave única, con sus pretensiones de totalización homogénea y
teleológica, se ha abierto una grieta para la multiplicidad, para el respeto a
la complejidad. Un crítico francés, de los educados en la arrogancia del
vanguardismo teoricista de los sesenta y setenta, tras constatar la institucionalización
y la conversión en «pequeña técnica pedagógica» de lo que se presentaba como
«combate feroz y vivificante» contra las «ideas recibidas» en los estudios
literarios y comprobar lo correoso de las viejas preguntas que el sentido
común hace a la literatura, concluía no hace mucho que «la perplexité est la
seule morale littéraire»[1].
Quizá siga siendo una
instancia frágil y hasta inactual, pero ahí están las llamadas de George Steiner
al valor de la lectura responsable de los textos, las de Harold Bloom a la
productividad de ciertos escritos centrales del Canon occidental, el alegato
de Claudio Guillén en favor de una inteligencia de lo múltiple que haga honor a
la literatura.
En ese concierto, en
absoluto unánime por otro lado, la voz de Raimondi aparece movida por una
curiosidad inextinguible. No hay modo de rehuir este concepto, analizado por el
autor respecto del universo mental de Galileo en un ensayo incluido en este
volumen. De hecho, la estimación positiva de la «curiositas» tiene en su caso
una raíz biográfica. En distintas ocasiones se ha referido al ansia de
modernidad que encarnó su generación. Crecida en los últimos años de la Segunda
Guerra Mundial y en la posguerra, y necesitada de una moralidad pública a
espaldas del fascismo, sólo podía adquirirla mediante la apertura a horizontes
más amplios (una apertura más factible para ellos que para los españoles de
esa edad).
Excéntrico respecto del
idealismo croceano, el alumno de la erudición viva de Carlo Calcaterra y de la
estilística conceptista de Gianfranco Contini, compartida con la agudeza visual
de Roberto Longhi (pues el arte ha estado siempre dentro de sus horizontes), el
joven estudioso «provinciano, de clase subalterna» descubre los ensayos de
Curtius, con su propuesta de europeísmo, la filología de la Weltliteratur
de Auerbach y sobre todo Rabelais et le problème de l´incroyance au XVI
siècle y Combats pour l´histoire de Lucien Febvre. En el prólogo a Politica
e commedia (Bolonia, Il Mulino, 1972), una de sus escasas concesiones a la
autobiografía, Raimondi rememora la «lección
inolvidable» de este último, recibida en un contexto en el que convivían
«Croce, Dewey y Heidegger, Longhi, Wölfflin y Focillon, Spitzer y Curtius,
Auerbach y Contini» (más las «lecturas corsarias», como diría Pasolini, que
acogió algún articulo suyo en su revista Officina, en 1950, de Kafka,
Rilke, Faulkner y F. Scott Fitgerald).
Según su testimonio, la
incitación de Febvre le conducía a «una crítica literaria deseosa de tomar
contacto con el frente en movimiento de las ciencias humanas”, a una «filología
semántica de los instrumentos mentales, de los estados de ánimo
individualizados históricamente». En todo caso, de lo que se trataba era de
«percibir la necesidad de negociar acuerdos e intercambios entre disciplinas
contiguas, de reconocer la concordancia entre métodos en las fronteras de ciencias
diferentes, hasta convencerse de que el espíritu científico consiste en la
actitud sistemática de encontrar correlaciones y de que en resumen el mejor
método suele ser el de complicar lo que parece demasiado simple».
En consecuencia,
continúa, cuando llegaron los años del estructuralismo, la idea de una
oposición insuperable entre sincronía y diacronía tenía que parecerle
insuficiente, «a costa de parecer ecléctico». Ni el ejemplo de los formalistas
rusos ni el de sus herederos bohemios —leídos con detención— conducía a
inmovilizar el texto «en el presente absoluto de una duración que anula lo
múltiple y lo diverso». Al contrario, el estudio de los procedimientos
empleados para construir un texto, sin renunciar a la erudición —entendida no
como imposición de una «reificación positivista» sino en sus «caracteres
originales de espíritu crítico y ejercicio científico»- podía llevar «el
estatuto de las formas y los modelos de la praxis poética al interior de una
totalidad diacrónica».
La filología, como
intervención respetuosa en la «empiria delicada» (Goethe) de los fenómenos, en
su sucesión necesaria de observatio, inspectio, cognitio
y extimatio, servía para aprehender la estructura de un texto —un
tejido, un cañamazo— como «partitura múltiple en secuencias discontinuas,
ligadas a la funcionalidad variable de un desorden que reiterándose se
convierte en orden, juego aleatorio de coincidencias y confrontaciones».
El texto, en la
historia, se convierte en intertexto, no de modo automático (en la
generalización de Julia Kristeva «todo texto es un intertexto»), sino porque
deja de ser un precipitado de las «fuentes o las «influencias» para convertirse
«en el espacio de varias dimensiones de la escritura… el conjunto de las
lecturas que lo reproducen y lo modifican». De la mano de Lotman, la obra
literaria se presenta como algo más complejo, «más imprevisible y móvil, en
virtud de las estructuras extratextuales que entran en su sistema». A su vez,
esas estructuras extra-textuales, dependientes de “causas sociales, históricas
y antropológicas”, han de ser reconstruidas por el lector, de manera que «tras
las estructuras de las formas lingüísticas, es necesario sacar a la luz las
estructuras del contenido y del código cultural, el estilo de la ideología».
Quince años después, en
el recorrido por la «ciencia imperfecta» que constituye la teoría literaria en
el siglo XX, Raimondi vuelve a comprobar que «la dialéctica de producción y
recepción del texto la lleva necesariamente a una sociología de la cultura
donde los niveles de significado y los sistemas semióticos se intersecan y se
cruzan”. Para enfrentarse con ella, el crítico no dispone de la certeza, sino
sólo de una probabilidad “cuyo control depende del rigor del conocimiento
específico, de la actitud alerta a sumergirse en el detalle, de la pericia en
poner en relación los fenómenos según los mecanismos que regulan sus entramados».
De nuevo el saber filológico, que Raimondi ha repensado a la luz de la
dicotomía complementaria de Walter Benjamin, constituye la condición necesaria,
aunque no suficiente, de la mirada al texto. Benjamin, en su ensayo sobre Las
afinidades electivas de Goethe, sostenía que para entrar en contacto con
un texto era necesario percibirlo en su historicidad, conocer su génesis, las
condiciones exactas de su lugar en el mundo en el momento de su aparición, lo
que llamaba su «contenido de hecho», pero que esa vía imprescindible abría el
paso para el conocimiento de su «contenido de verdad», lo que el texto le dice
al lector en el presente de la lectura, en función de sus intereses vivos.
Por otro lado, «si el
acontecimiento literario forma parte de una praxis social, es necesario saber
leer además los sistemas simbólicos de esta última, así como seguir la lógica de
las situaciones históricas, el desarrollo de las fuerzas y los conflictos
humanos, sin reducir la complejidad de lo real, cuyo arquetipo en última
instancia es el mundo cotidiano, a un simple mapa ideológico con instrumentos
de exploración demasiado unívocos y rígidos respecto del pluralismo íntimamente
dramático de un sistema abierto.»
Como operación cuyo
observador no sale del escenario de su observación, la cientificidad de la
crítica es sólo «aproximada y provisional», porque se pone al servicio «de un
fenómeno individual, o sea de un texto que, aunque remita a otros, dentro de
las tramas de una memoria colectiva en continuo crecimiento, siempre sigue
siendo él mismo, irreductible a toda tentativa de equivalencia que no sea la
bajtiniana del diálogo”.
El texto como mónada
cerrada que arroja un punto de vista sobre el universo y la realidad como suma
de perspectivas aproxima las Ideas sobre la novela orteguianas, «a la óptica de la experiencia
novelesca y a la función perceptiva de la lectura» y a la teoría “polifónica y
policéntrica» de Bajtin en el ensayo que abre este tomo, quizá como preludio
simultáneo de su interés por lo español y su orientación metodológica, del brillo
y el vigor de su estilo (que hubiéramos querido traducir con menos torpeza) y
de su imaginación crítica.
El resto de los
trabajos aquí vertidos se ha escogido del torso de su obra con el designio
suplementario de que resulte de utilidad para los lectores españoles, por el
punto de vista o por enfrentarse con zonas historiográficas menos frecuentadas
entre nosotros.
Los expertos reconocen
en Raimondi a una de las figuras que ha
reconstruido el espacio del Barroco italiano en su complejidad, corrigiendo
los agudos desdenes de Croce sobre el «Seicentismo», y en ese sentido, la
lectura cuidadosa del Cannocchiale aristotelico, con su previo y atento
estado de la cuestión[2]
hasta 1981, expone la trama de itinerarios mentales de la agudeza y la
retórica en Emmanuele Tesauro, paradójica desde el título de su tratado. El Telescopio
aristotélico, de inmediata resonancia galileana, alinea a Tesauro del lado de los modernos. Tesauro
expone la vieja retórica de Aristóteles a la «claridad sensata» del método, y
de esa operación resulta «una dilatación del aristotelismo retórico» que por
una parte obedece a la cultura estética del Seiscientos y se inscribe dentro de
los rituales prestigiosos de la sociedad cortesana, pero por otra se abre a un
neto «espíritu científico». Aunque se diferencie de su compañero de orden Baltasar
Gracián por un gusto más cercano a Cervantes que a Quevedo, el programa del Cannocchiale
resulta análogo al de la Agudeza y arte de ingenio, hasta el punto de
poder comentarse mutuamente.
Siguiendo el hilo de la
metáfora, centro y “unidad de medida» de todo el sistema y persiguiendo la
lógica de sus reacciones en cadena, la lectura de Raimondi pone al descubierto la
morfología de un universo literario completo, género por género, y la red de
relaciones que lo delimitan.
El elemento más
original de la construcción de Tesauro es la presencia activa de la nueva
mentalidad científica, y esa presencia es la que ilustra Raimondi en «La nueva
ciencia y la visión de los objetos». Tras el anclaje crítico en un espacio que
arranca de Lucien Febvre y comprende a Bachelard y Foucault, McLuhan y Walter
Ong (o sea, el paso de la mentalidad
gobernada por el oído y el gusto a la «perspectiva intelectual» deducida de la
vista, la superación del realismo sustancialista, la formación de la idea de
estructura frente a la armonía preestablecida entre las palabras y las cosas,
los efectos de la percepción visual en el libro impreso), el autor se sumerge
en una sucesión de espléndidos textos concretos de Galileo y sus primeros
discípulos, Castelli y Torricelli, aprendices de la lección paradigmática del
maestro sobre el nuevo modo de leer el libro de la naturaleza (escribe Torricelli:
«Ne’libri della geometria vedete in ogni foglio, anzi in ogni linea la verità
ignuda, la quale vi discuopre nelle figure geometriche le richezze della natura
e i teatri della meraviglia»), en las descripciones de las ilustraciones
botánicas del Tesoro mexicano o de una abeja vista al microscopio por
parte de los académicos linceos, en las excursiones espeleológicas de
Athanasius Kircher, hasta llegar a la “óptica existencial» en la prosa de Los
novios. De su análisis, que abrocha la estilística con el conocimiento
profundo de la retórica demostrativa se desprende un camino que proyecta la
dialéctica de mirada y pensamiento del realismo galileano hacia el futuro,
hacia el presente inmediato en la gran novela de Manzoni (leída magistralmente
por Raimondi en sus claves polifónicas y trágicas).
«El barómetro del
erudito» es un trabajo que se mueve en un terreno predilecto de Raimondi, la
investigación de las implicaciones generales, de alcance europeo, en un
terreno próximo, provinciano. A través de las relaciones entre el padre
Benedetto Bacchini, editor de un Giornale de´ letterati (Módena,
1692—1697) y la figura, mucho más conocida e influyente —aunque igualmente
instalada en Módena— de Ludovico Antonio Muratori (1672—1750) se exponen los
elementos del “método erudito» que resuelto en «filosofía general del saber»
configuran el «espacio internacional» de la «República de las Letras de raigambre
seiscientista» sin la que no se concibe el «cosmopolitismo literario
ilustrado” del XVIII avanzado[3]
.
Si el católico Bacchini
no se reconoce ya en la filosofía escolástica y accede a la ciencia nueva a
través de la historia eclesiástica basada en la comprobación crítica de los
hechos, según el ejemplo de los Maurinos y los Bolandistas, y a la vez reinterpreta
el método de la erudición sacra francesa «según la lógica de la tradición
apologética italiana y con el espíritu de un positivismo enciclopédico en el
que se reencuentran juntamente Bacon, Galileo y Descartes, Malpighi y Leibniz,
los hombres de la razón apoyada en una profunda meditación de la naturaleza”,
su discípulo Muratori, siempre dentro de un «mundo intelectual» de “matriz seiscentista»
también coloca «su eje de rotación en el Seiscientos de Galileo, de Leibniz y
de Malebranche, en la recherche de la
vérité de una Aufklärung católica, que transmuta al erudito en filósofo
y lo lleva a dialogar con el nuevo siglo».
«El camino hacia
Xanadu» es un ambicioso y detenido repaso de las relaciones entre literatura y
ciencia, uno de los espacios menos accesibles al saber usual de los críticos
literarios, normalmente legos en «la otra» de las «dos culturas». El propósito
conclusivo es la tesis de que «la crítica literaria no puede seguir manteniendo
el problema de la ciencia en la periferia de sus intereses profesionales: no
sólo porque le atañe en el aspecto historiográfico, sino porque dilata la idea
de literatura y lleva a ella una dialéctica policéntrica de formas y de códigos
culturales, sin lo que parece difícil dar cuenta hoy de la misma literariedad
en su concreta dimensión pragmática».
La discusión arranca
del momento, un siglo atrás, en que el desarrollo de la ciencia experimental
obliga a la tradición literaria a abrirse «a la cultura científica en cuanto
fundamento crítico de la vida moderna. En la época victoriana, Matthew Arnold
propugna una síntesis en la que los descubrimientos de la ciencia alcanzarán
«su pleno cumplimiento en la verdad de la poesía”, y desde entonces, la
cuestión de las relaciones entre pensamiento científico y literatura se instala
en la crítica inglesa como un «paradigma problemático» marcado por la figura
doble de la antítesis y la integración de lenguaje poético y lenguaje
científico, con el cual se enfrenta I. A. Richards en el siglo XX, advirtiendo
que las experiencias que el poeta ordena han de dialogar con las obtenidas por
la ciencia si la poesía quiere salvaguardar su papel terapéutico de guardián de
los mitos.
Fuera del ámbito
anglosajón, el problema se detecta en la experiencia de los escritores. Así
Robert Musil busca la confluencia de poesía y ciencia «en una única aventura
del pensamiento», conjuntando los dos polos de la «univocidad» y la «analogía»,
de la lucidez y la emoción, y para Hermann Broch poesía y ciencia aparecen como
«los dos momentos de una misma búsqueda gnoseológica» en la que la literatura
se presenta como «disciplina racional de la vida irracional», intentando colmar
la escisión entre fantasía e intelecto que produce la civilización de la razón
burguesa.
En opinión de Raimondi,
el «nexo polivalente de literatura y ciencia» ha de afrontarse como «un
problema historiográfico de larga duración». Entendida la ciencia como «un
campo de la historia», la indagación ha de contar con la integración de la
historia de las prácticas científicas en una cultura general. Avanzado el siglo
XX, ciencia y literatura progresan por vías simétricas en su función
cognoscitiva y en la transformación gradual de la imagen del mundo: «La
dialéctica del “todavía no” une... la Aufklärung de la ciencia y la Aufklärung
de la literatura: la primera avanza hacia lo ignoto, la segunda abre nuevas
perspectivas porque le revela el hombre al hombre en un espacio sin mitos».
De nuevo entre los
anglosajones, reseña Raimondi diversos trabajos históricos que se han ocupado
de la incidencia del pensamiento científico «en los territorios de la
imaginación literaria”, sean las respuestas de los poetas a los descubrimientos
científicos —de los isabelinos a Auden—, en la historia espiritualista de la
cultura de Douglas Bush y Basil Willey («sólidos y minuciosos», aunque
lastrados por la antítesis irreductible de lo orgánico y lo mecánico, resuelta
de antemano a favor del primer término), sea en la versión de Marjorie
Nicolson, mucho más centrada en la modificación de los hábitos mentales que el
acontecimiento científico introduce en la imaginación literaria, generando
«formas lingüísticas, temas poéticos, escenografías cósmicas nuevas, bajo el
doble registro del entusiasmo y del lamento o la desolación».
Por otro lado, sigue
advirtiendo Raimondi, el análisis de la interacción entre ciencia y literatura
no puede quedarse «en el atomismo idealista de la historia de las ideas», sino
presuponer que «las estructuras cognoscitivas se correlacionan siempre con las
estructuras de la praxis”. A título de ejemplo esboza el modo en que el
«principio de la perfectibilidad y de la razón científica» penetra en
instituciones como el periódico Il Caffè, en un clima de modernización
de sus «élites» intelectuales, para unirlo a la «ciencia del hombre» de Beccaria
y los enciclopedistas franceses, del que participan los románticos Berchet y Di
Breme. Según este último, la imaginación más desmesurada no tiene por qué
quejarse del «carácter eminentemente razonable» que configura «la expresión
general en nuestros días», mientras el discurso técnico se abre a las
elegancias de la literatura. En esta coyuntura, la poesía presupone la ciencia
y al mismo tiempo la pone entre paréntesis al asimilarla a la «verdad analógica
del universo intersubjetivo de la comunicación” y aunque Leopardi critique el
optimismo espiritualista de un proyecto que pasa por alto la enemistad entre
el intelecto y la naturaleza, reconoce estar condicionado por el «lazo
genético» que ata la poesía con la «lógica moderna del saber positivo”.
De vuelta al examen de
los fenómenos del lenguaje, Raimondi da cuenta, entre otros, de trabajos
seminales como los de Hans Blumenberg, quien aisló e interpretó una serie de
«metáforas absolutas”, irreductibles al lenguaje lógico, como una parte determinante
de la historia del pensamiento. Tales metáforas forman parte del lenguaje
científico, cuyos «procesos generativos» debe conocer el historiador de la
literatura para conjurar el peligro de una «estilística de la totalidad
analógica». Las reflexiones de diversos científicos y epistemólogos lo harán
consciente, por ejemplo, de que «la observación de un objeto no depende sólo de
los conocimientos que orientan el acto mismo de ver, sino también de la forma
lingüística en la que se expresa». La teoría proporciona unos modelos dentro de
los cuales se libra una batalla conceptual para adaptar «cada nuevo relieve
del fenómeno» a su forma intelectual.
Por otro lado, dado que
lo nuevo nace de la interacción de viejos conceptos y situaciones nuevas, cada
descubrimiento implica un desplazamiento de conceptos «con un recorrido
semejante al de una transposición metafórica”. De ese modo, «el lenguaje
científico se transforma en un sistema dinámico que crece constantemente por
extensión metafórica del lenguaje natural y que cambia con el cambiar de la
teoría y con la reinterpretación de ciertos conceptos del mismo lenguaje
natural», por lo que cabe «verificar los modos de la estrategia inventiva» de
la lengua científica con las formas del conocimiento poético. Así Della Volpe
sostuvo que el discurso científico no se distingue del poético por su
racionalidad sino por su diversa organización semántica, mientras Giulio Preti
absolutizaba la antinomia entre cultura humanística y cultura científica,
retórica y ciencia, infravalorando la «fuerza inventiva» de la palabra, pues la
retórica no es ajena a una estética “del acto creativo» como la que corresponde
a la escritura científica. Ensayistas como Elizabeth Sewell y científicos como
Bronowski han trazado el cuadro de una correlación entre el lenguaje como
ciencia y el lenguaje como poesía. La primera instala el equilibrio momentáneo
de la función poética entre los dos sistemas cerrados y opuestos del orden y el
desorden, o la lógica y el delirio onírico, y el segundo observa que la
oposición entre la plurivalencia del «acto cognitivo» de la literatura y la
monosemia del de la ciencia no se resuelve en oposición entre lenguaje ambiguo
y lenguaje exacto, puesto que el lenguaje, del pensamiento o de la poesía, no
puede prescindir de la imaginación, aunque la someta a un «ejercicio ascético”,
ni del cálculo combinatorio de la metáfora. El científico, inmerso en el
comportamiento que describe, se proyecta en la lengua común, con la que ha de
medirse todo lenguaje especializado aun cuando en ocasiones aquella pueda
representar un obstáculo de que hay que distanciarse para traducir un
descubrimiento en discurso comunicativo.
Sir Peter Medawar ha
escrito que el razonamiento de la ciencia es «el relato de una historia» escrupulosamente
verificada «para comprobar si tiene por argumento la realidad» y diferente de
la que cuenta la literatura, si no en el origen, «en los fines que se piensa
deben alcanzar y en los tipos de valoración a los que se someten». Sólo que a
esa valoración no escapa la presencia del código literario y su funcionalidad
expresiva en el interior del discurso científico escrito. El científico
escritor no se sustrae a las normas de un sistema literario y su orden
institucional, y se sirve de una «topografía de géneros contiguos» que suelen
quedarse en las formas más estables del sistema, porque como es de prever, la
«exigencia de seguridad» prevalece sobre la «búsqueda estilística».
Lo cual no excluye que
se pueda leer un texto científico «con la pauta de un texto literario», no
porque se olvide su estatuto fundamental, sino porque se perciba en él «un
código concomitante de la imaginación», ni que no sea necesario concebir una
historia literaria «donde los textos de la ciencia no tengan un papel
ocasional» «y que asocie más estrechamente la historia de la cultura con la del
pensamiento científico en sus implicaciones epistemológicas y sociológicas, en
la historicidad de su lenguaje múltiple».
Esta idea de la
historia literaria, basada en las fecundas indicaciones de Tinianov, hace
cuentas con el concepto de paradigma científico de Thomas Kuhn, regulador de la
«ciencia normal» consensuada por la comunidad científica hasta que un
descubrimiento extraordinario lo sustituye por otro y “modifica su código lingüístico
poniendo en nuevas relaciones los viejos términos y los viejos conceptos».
Aunque lo que sucede en la ciencia sea más evidente que lo que sucede en otros
campos creativos de comunidad menos reconocible, el paradigma puede servir de
«unidad de medida» para estudiar el cambio de un sistema y de sus modelos de
representación, y aplicarse al sistema literario, de un modo semejante a los
modelos de semiótica de la cultura de Lotman y Uspenski.
Sin embargo, y de nuevo
frente a la seducción de la analogía, llámese «paradigma» o «matriz», la
última advertencia nos recuerda que «el orden no representa la norma, sino la
excepción” y que «un esquema conceptual es... un sistema flexible que se adapta
a la complejidad de los datos, un orden que no excluye el desorden y que, al
contrario, necesita de la anarquía: es un principio constructivo en el que
confluyen la necesidad y el acaso asumiendo la forma de una relación no contingente
entre hechos contingentes». De ese modo, el artículo se cierra con una declaración
crítica de inconformidad «con el código cultural del idealismo o del humanismo
historicista”.
Raimondi gusta de
repetir la definición de Elías Canetti: el escritor es el guardián de las
metamorfosis. Ezio Raimondi, profesor, crítico, lector, es escritor.
Andrés Soria Olmedo
Junio de 1999.
(*) Publicado como prólogo de
El museo del discreto. Ensayos sobre la curiosidad y la experiencia en
literatura. Edición de Manuel Garrido Palazón y Andrés Soria Olmedo,
Madrid, Akal, 2002.
(**) Sin ánimo de exhaustividad,
después de las fechas en que se redactó este texto contamos con Il colore eloquente. Letteratura e arte barocca (1995), Romanticismo
italiano e romanticismo europeo (1997), La retorica d´oggi (2002), La
metamorfosi della parola. Da Dante a Montale (2004), así como ha dirigido
los manuales de historia literaria Tempi e immagini della letteratura
italiana (pensado para la Enseñanza Media, y extraordinario) y La
letteratura italiana. Il Novecento, editada por Gabriella Fenocchio (2004).
También es de interés biográfico Ezio Raimondi Conversación. Una speranza
contesa, al cuidado de Davide Rondoni, Rimini, Guaraldi, 1988.
[1] Antoine
Compagnon, Le démon de la théorie. Littérature et sens commun, París,
Seuil, 1998.
[2] Añadamos, «for further reading», el libro de
Mercedes Blanco, Les Rhétoriques de la pointe. Baltasar Gracián et le
Conceptisme en Europe, Ginebra. 1992.
[3] Estas expresiones, aplicadas a la obra de Juan Andrés, son de Manuel Garrido Palazón, en Historia literaria, enciclopedia y ciencia en el literato jesuita Juan Andrés. En torno a “Del origen, progresos y estado actual de toda literatura». Alicante, Instituto de Cultura ‘Gil—Albert/Diputación Provincial, 1995, p. 17.
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