|
El vecino de abajo, Mercedes Abad
(Punto de Lectura, Madrid, 2008)
Empecé a registrar febrilmente la casa
y en una caja de zapatos llena de mecheros, velas y bolígrafos encontré por fin
un paquete de Winston con siete cigarrillos. Encendí
uno, aspiré y dejé que el humo me llenara los pulmones por primera vez en un
año y tres meses. Me lo fumé de pie, sin hacer ninguna otra cosa, con la mente
casi en blanco y concentrada en el acto de fumar, con un sentido casi litúrgico
del momento, y sólo después de acabármelo me serví otra copa de whisky. Junto cuando encendía el segundo cigarrillo, el
campanario de la iglesia dio las once campanadas. Yo saludé la ironía sin
inmutarme demasiado. Bebía y fumaba y pensaba en Aubet.
Le dedicaba epítetos, muchos epítetos, primero para mis adentros, pero
enseguida descubrí que me gustaba pronunciarlos y empecé a soltar toda una
retahíla, en voz flojita, casi entre susurros. Eran epítetos especiales y muy
variados (siempre he tenido un vocabulario muy amplio) a los que no tardé en
añadir unos cuantos sustantivos. Me gustaban especialmente piltrafa y guarro,
con la erre que hacía vibrar la lengua y el paladar
con un sonido que evocaba el de un martillo neumático. Pero también me gustaba hijoputa, porque pese a su excesivo clasicismo sentía que
me llenaba bien la boca y era sabroso y contundente. Si además arrastraba
durante mucho rato la jota, sonaba como la asquerosa expectoración previa a un
gargajo, lo que aún me resultaba más gratificante. Me pregunté cómo era posible
que una palabra tan pronunciada por tanta gente a lo largo de tantos siglos no
hubiera perdido en el camino ni un ápice de su fuerza expresiva y su sabor.
¿Había alguna que pudiera jactarse de haber sido pronunciada más veces que hijoputa? No, no debía de haber muchas palabras que
pudieran enorgullecerse de haber mantenido tanto tiempo su reinado en lo más
alto del hit parade
lingüístico. Hijo de puta sonaba más fino, melodioso y descafeinado, porque la
suavidad de la de atenuaba en cierto modo el áspero y súbito esputo de la jota
y también el estallido final de la te. Hijoputa sabía
a ajo y a sudor, a puchero, a guiso fuerte y muy especiado derramando su denso
aroma e impregnándolo todo, a carne de caza colgando sobre mis narices al borde
de la putrefacción. Sólo de repetirla una y otra vez y amasarla en la boca con
voluptuosidad sentía que mi aliento se espesaba y se hacía más acre y ácido, y
esa evolución hacia la fetidez me llenó de un extraño placer. Me gustaba pensar
que la palabra hijoputa tenía el poder de provocarme
halitosis. ¿Quién sabe qué otros procesos químicos podía desatar en el interior
de mi cuerpo? Al mismo tiempo, me parecía que nunca había significado tanto lo
que significaba y que gracias a mí su carga semántica crecía segundo a segundo.
Era un proceso simbiótico no exento de cierto erotismo: yo la humedecía en mi
boca, la preñaba de contenido, le daba vida con mi aliento y mi saliva y ella,
más bella y vívida que nunca, resplandeciente de significado, me envolvía y me
poseía y me redefinía a mí. Llegó incluso un momento en que los límites entre
ella y yo se difuminaron, y yo no era más que un jirón de lenguaje, una burbuja
de significado, un grumo lingüístico en el magma espeso y humeante de la
realidad, que tampoco era ya exactamente realidad, sino relato.
(pp. 59-60)
- Así que Agnus Ranequieri
ha ganado el Premio Nobel en el peor momento posible,
cuando las cosas te van fatal porque en tu casa el suelo ha dejado de ser un
valor firme y, para colmo de males, el vecino de abajo te ha tirado el
ordenador al suelo de una patada –fue el delirante resumen de mi madre.
- Mamááá, por
favor. El vecino no me ha tirado el ordenador.
- ¿No me has dicho que todo es culpa
del vecino de abajo y que el ordenador está roto?
- Pero el ordenador se cayó solo, fue
un accidente doméstico.
- Un accidente doméstico por culpa de
las obras del vecino de abajo, eso es lo que has dicho. Yo me limito a repetir
tus palabras. ¿Ves como es un infundio sin fundamento
que tu hermana y tú os paséis la vida diciendo que nunca os escucho?
- Es mi hermana la que siempre se queja
de que nunca la escuches. Yo no me quejo de ti. Sólo me quejo de las obras del
vecino de abajo. Pero ningún infundio tiene
fundamento, mamá.
- ¿Qué dices?
- Que por definición los infundios no tienen fundamento. Y tú has dicho un infundio sin
fundamento sin darte cuenta de que es un pleonasmo.
- ¿Un pleonasmo? Por el amor de Dios,
estoy un poco harta ya de tus leccioncitas de vocabulario. Acéptame un consejo:
no hables de pleonasmos con los hombres si quieres retenerlos. No suelen
gustarles las sabihondas.
(pp. 81-82)
|