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Revista de estudios filológicos
Nº24 Enero 2013 - ISSN 1577-6921
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estudios

Entre autobiografía y reminiscencias generacionales:

la representación del conflicto espiritual en

El cura de Monleón de Pío Baroja

 

Francesca Crippa

(Dipartimento di Scienze Linguistiche e Letterature Straniere
Università Cattolica del Sacro Cuore – Milano)

 

 

Resumen:

La novela El cura de Monleón fue publicada por primera vez en 1936 como parte de la trilogía titulada La juventud perdida. El protagonista de la obra es un joven sacerdote con dudas progresivas respecto a su fe. Los problemas personales de Javier Olaran, sin embargo, no constituyen el único motivo de contraste dentro de la novela porque el autor usa al personaje como instrumento para reflejar su propia personalidad y pensamientos. Baroja genera así una nueva y más compleja idea de ‘conflicto’ que incluye, por un lado el deseo del autor de descubrir el significado real del ser cristiano, por otro la necesidad de tomar en consideración las reglas impuestas por una Generación inspirada por los preceptos artísticos del Modernismo. La finalidad de este trabajo es la de analizar estas perspectivas a través del análisis del texto, proporcionando un enfoque distinto para la lectura de una novela que ha sido descuidada por mucho tiempo.

Palabras clave: conflicto espiritual; autobiografía; Generación de 1898; El cura de Monleón; Pío Baroja

Abstract:

El cura de Monleón was published for the first time in 1936 as part of the trilogy entitled La juventud perdida. The main character of the novel is a young priest with several doubts regarding his real vocation. Javier Olaran’s personal troubles, however, does not represent the only motif of contrast within the novel. The author, in fact, uses the character to reflect his own personality and thoughts. In this way, he generates a new and more complex idea of ‘conflict’ which involves on the one hand Baroja’s desire to discover the real meaning of Christianity and, on the other one, the necessity to accept the rules imposed by a Generation inspired by the precepts of Modernism. The main purpose of this article is to analyze these perspectives through a detailed reading of the text, in order to provide a new focus for a novel which has been neglected for a long time.

Keywords: spiritual conflict; autobiography; Generation of 1898; El cura de Monleón; Pío Baroja

 

 

La novela El cura de Monleón apareció por primera vez en 1936, dentro de la trilogía que el autor tituló La juventud perdida [1]. Al momento de publicarse y debido a sus contenidos, el texto suscitó cierto revuelo en algunos periódicos de ideología de derechas pero, a pesar de esta primera manifestación de interés, con el pasar del tiempo la obra fue clasificada como una de las menos logradas del autor y el texto quedó casi ignorado por parte de la crítica [2]. Sólo durante el año en que se celebró el primer centenario del nacimiento de Baroja se publicó una nueva edición de la novela que obtuvo bastante éxito, sobre todo en el País Vasco.

El protagonista de El cura de Monleón es un joven sacerdote con muchas perplejidades y dudas progresivas respecto a su fe. Al principio de la narración, el autor nos lo presenta como a un hombre terco y obstinado pero aparentemente tranquilo y disciplinado. Sin embargo, su personalidad evoluciona a lo largo de la narración y sus sueños de rectitud y su idealismo se ven amenazados por el egoísmo y la hipocresía que el ingenuo Javier Olaran experimenta en primera persona a causa de la labor a la que se entrega con su papel de confesor.  

Para encontrar mayores informaciones sobre la vida de los seminaristas y del clero vasco y para conferirle todavía más credibilidad a la historia narrada en su novela, Baroja vivió algunos años en Vitoria [3]. Allí pudo recoger confidencias heteróclitas: entre ellas, las de un guardia de asalto que había estudiado durante muchos años en el seminario, casi hasta profesar. Estos testimonios, junto al deseo barojiano de reconstruir la verdadera historia del cristianismo y a la personal atracción del autor por el tema de la moral cristiana y de la correcta interpretación de los Evangelios, constituyen en parte los fundamentos de los que se origina la crisis espiritual del protagonista [4].

En la novela, sin embargo, los motivos de contraste no se explicitan únicamente a través de la descripción de las dudas existenciales de Javier Olaran porque también el momento histórico que hace de telón de fondo a la narración refleja una realidad insólita y complicada [5]. Estamos, efectivamente, en la época inmediatamente precedente al estallo de la Guerra Civil española, caracterizada por los graves conflictos ideológicos y sociales de la Segunda República. A pesar de esto, como veremos, la política interviene sólo indirectamente en la vida del protagonista a través de las palabras y acciones del joven médico Basterreche, politiquero superficial cuya personalidad se opone claramente al temperamento contemplativo de Javier Olaran.

Lo que, al contrario, influyó más en la composición de la novela fue el acercamiento de Baroja a una generación heterogénea de artistas [6] con los cuales compartió la misma actitud frente a los problemas de España, el inconformismo contra la política del tiempo y el deseo de conocer hondamente su país para buscar los instrumentos necesarios a cambiarlo.

En este contexto, no nos debe sorprender que, alrededor de la fecha de publicación de El cura de Monleón, la ideología política barojiana se acerque a posiciones anárquicas e intransigente que el autor concretizó literariamente por medio de la descripción del conflicto espiritual vivido por el protagonista de su novela. El anarquismo de Javier Olaran, sin embargo, tiene que ser interpretado más como una manifestación de rebeldía a las imposiciones oficiales y de lucha para la autoafirmación individual que como la expresión de una ideología politica organizada. La crisis directa o indirectamente religiosa del personaje, efectivamente, se aleja de la agonía íntima tan característica en los personajes unamunianos y resume la misma posición ideológica adoptada por el autor, como señalado también por Carmen Iglesias (1963): la imposibilidad para el hombre de llegar a explicaciones satisfactorias sólo a través del recurso a la fe y las creencias religiosas.

Dentro de la novela, el único aspecto positivo que quizás Baroja le reconoce a la religión es su capacidad potencial para transformar el mundo. Pero, de hecho, la experiencia directa que había tenido de esta capacidad transformadora de la religión (y en concreto de la católica en la sociedad española de su tiempo) era negativa y ello justifica la postura muy rígida adoptada irrevocablemente frente a muchas cuestiones teológicas. De ahí también que la presencia de lo religioso en la novela se convierta a menudo en una crítica despiadada de las materializaciones morales de la fe en la vida de la iglesia católica y de los cristianos. El cura de Monleón resume, pues, muchos aspectos de la crítica que Baroja proyecta sobre la Iglesia observada, más concretamente, bajo el pontificado de Pío X. Esta perspectiva toma como punto de partida la aceptación que el protagonista hace de las tesis modernistas condenadas por el pontífice [7]. En el desarrollo de su evolución espiritual Javier Olaran vuelve a reflexionar sobre las posiciones que había ido exponiendo el mismo Baroja a lo largo de su obra anterior y, cuando entra en el proceso interior de intentar fundamentar en una base racional y actualizada científicamente las creencias y las enseñanzas recibidas en el seminario, el lector de Baroja ya puede intuir el resultado final, es decir, el desmoronamiento total de los cimientos sobre los que el cura ha ido construyendo el entero edificio de su fe cristiana y de su existencia sacerdotal. El vértigo de una existencia espiritual anclada en el vacío le llevará a renunciar al ejercicio del sacerdocio, en una solución que contrasta abiertamente con el agonismo de la actitud del protagonista de la novela San Manuel Bueno, mártir [8].

Pasando a la estructura formal de la novela, es posible observar que en la primera parte [9] Baroja esboza con pinceladas breves y eficaces el perfil psicológico de Olaran, concentrándose sobre todo en la descripción de la infancia del protagonista y de su carrera de estudios hasta el momento de la ordenación sacerdotal. En estos capítulos, en más de una ocasión, el autor enfatiza el temperamento artístico del cura que contrasta con el ambiente rural y campesino en el que se ve obligado a vivir. Músico de talento, amante de la lectura y ajeno a cualquier preocupación política, en el joven Javier Olaran se notan “ambiciones de grandeza, pero no de santidad” (p. 65), mientras que se hacen repetidas referencias a su escasa vocación para el sacerdocio. Entre los demás estudiantes del Seminario, Javier destaca por tener buen sentido y tratar de aplicar las ideas religiosas del cristianismo a la vida cotidiana. Sin embargo, como puntualizan sus mismos profesores, “le faltan las condiciones de carácter necesarias para poder aspirar a ser un buen cristiano” (p. 51). Efectivamente, el cura muestra escaso interés por las actividades relacionadas con su vocación y descuida a sus fieles para “dar grandes paseos, visitar los caseríos” y “recoger canciones del país con su letra y su música” (p. 85).

La contraposición entre el temperamento apacible y sosegado de Javier Olaran y el estilo de vida de los demás curas del pueblo resulta particularmente significativa [10]. A diferencia de don Mariano, tipo de “pasiones fuertes” (p. 77) y gran aficionado a la caza, don Clemente, cuyos ojos “se le iban detrás de las mujeres” (p. 77), y don Martín, que “cumplía su misión de sacerdote muy estrictamente” (p. 77), el protagonista de la novela se lanza en elogios de la vida “agrícola y arcaica” (p. 79) del pueblo, aborrece todos los placeres de la carne y busca una intimidad casi panteísta [11] con el mundo que lo rodea. Su misticismo, que se armoniza “con el campo y el cielo y con la noche llena de estrellas” (p. 88), refleja muy de cerca el deseo de llegar a vivir una vida simple, en perfecta sintonía con la naturaleza. Anhelo que caracterizó también el pensamiento de Pío Baroja, sobre todo en los últimos años de su existencia.

La segunda parte de la novela está dedicada a la madurez de Javier Olaran y a su actividad de cura en el pequeño pueblo vasco de Monleón [12]. Aquí, a pesar de que lo obliguen a predicar en la iglesia y a cumplir con sus obligaciones sacerdotales en los ritos del confesionario, el cura empieza a desarrollar una actitud desconfiada y hostil. Las víctimas predestinadas de sus frustraciones son la Iglesia oficial y la realidad campesina a la que ha sido destinado y bajo la que se ocultan pasiones y sentimientos que le provocan sensaciones de rabia y repulsión, como las descritas en este significativo pasaje de la novela:

 

No le gustaba confesar y rehuía esta obligación penosa; pero de pronto se encontró con que la mayoría de las mujeres del pueblo aparecieron en su confesionario [...] ¡Qué de cosas terribles llegaron a sus oídos! Adulterios, sensualidad, perversiones. [...] Algo olía a podrido en el pueblo; pero no era el olor a podrido natural, sino la pestilencia mezclada con el olor del incienso y de los polvos de arroz. (pp. 110-116)

 

En esta segunda parte, el tema del conflicto se ve realizado sobre todo a través de la oposición de perspectivas entre el doctor Basterreche y Olaran. Basterreche, extremista en todos los aspectos de su existencia, a lo largo de la narración cambia sus posiciones políticas con absoluta facilidad, pasando de ideas aparentemente cercanas al nazismo para convertirse luego en socialista y, más tarde, en nacionalista. Javier, al contrario, se deja llevar por su índole de hombre tranquilo y reflexivo. Sin embargo, las palabras del amigo contribuyen a despertar en su alma las primeras inquietudes que, en la tercera parte de la novela, desembocarán en una profunda e inacabada crisis de fe. Detrás del sarcasmo con el que el autor nos presenta a Basterreche se esconde, con mucha probabilidad, el guiño irónico de Baroja y la voluntad de dirigir una crítica, no tanto indirecta, al contexto político de su época, en constante pero improductiva evolución.

En estos capítulos centrales de El cura de Monleón, el pensamiento del autor se manifiesta más abiertamente a través de las reflexiones de los personajes. Desde este punto de vista, las cuestiones más importantes que ellos proponen son dos: la visión barojiana de la España de la época y la relación de Baroja con las Vanguardias literarias y, en particular, con el Modernismo [13].

Como los demás miembros de la Generación de 1898, Baroja criticó ásperamente las condiciones de atraso político y cultural en las que vertía la España de finales del siglo XX. En la novela, pues, resulta bastante natural encontrar críticas más o menos explícitas a la actitud resignada de los españoles y a su incapacidad de unirse para encontrar una solución definitiva al llamado ‘problema’ de España. Por otro lado, reflejar un ambiente histórico y plasmarlo en toda su dinámica y realidad fue una de las preocupaciones esenciales del Baroja novelista que, como sostiene Carmen del Moral, “supo captar el ambiente, el medio social, desde fuera, a distancia, como con una cámara fotográfica” (p. 20). De ahí, surgió el interés barojiano por la actualidad y lo contingente junto al deseo de llegar a una correcta interpretación de los acontecimientos históricos a través del instrumento literario. Diferentemente de otros autores contemporáneos, Baroja decidió no huir ni alejarse del contexto en que vivía, para retratarlo con espíritu crítico en muchos de sus cuentos y novelas.  

En El cura de Monleón, mientras que el personaje Basterreche defiende los principios básicos de la revolución proletaria [14] que se está actuando en toda la península, Javier Olaran se acerca inicialmente al socialismo y, después del fracaso de la rebelión en el pueblo, a las posiciones más intransigentes del nacionalismo vasco, aunque sucesivamente las abandonará, desanimado también por ellas. Su única consolación consistiría, quizás, en el hecho de pertenecer a una institución oficial, la Iglesia, contra la cual, sin embargo, el protagonista se dirige con tonos en los que prevalecen la actitud crítica y los matices sarcásticos. Detrás de la evolución del personaje se oculta claramente la personalidad del autor. Una de las razones del declino de España había sido, según Baroja, la hipocresía del catolicismo español, cuyas manifestaciones de vulgaridad e ignorancia están bien representadas en la novela por el comportamiento mezquino, egoísta e indiferente de los curas campesinos con los que el protagonista entra en contacto. A través de la crisis espiritual de Javier Olaran, pues, el autor no escatima una crítica severa sólo a la tendencia de muchos sacerdotes a descuidar las cuestiones espirituales para dedicarse a problemas contingentes sino, más en general, a las interferencias del clero en la vida política y administrativa del país. La solución que Baroja indirectamente propone a través de los razonamientos de Olaran es la de llegar a la constitución de un cristianismo sin disciplina preestablecida y sin ninguna Iglesia organizada. Este movimiento, basado en el respeto de la tradición católica, elemento formativo de la historia y de la nación española y ajeno a todo dogmatismo y a toda teocracia, tendría la finalidad de fomentar una verdadera y sincera religión interna de conciencia, sin manifestaciones externas y superficiales de culto.

También la estructura narrativa de El cura de Monleón, a pesar de alejarse del dinamismo y de la vitalidad de la producción barojiana anterior, proporciona una serie de novedades estilísticas, junto a unos elementos más tradicionales. 

Entre los aspectos originales, las tres cuartas partes del texto están dedicadas a diálogos y soliloquios que permiten reconstruir, paso por paso, la dimensión psicológica del protagonista. El narrador escribe en tercera persona y es externo y omnisciente. Sin embargo, él permite que sean los personajes quienes esbocen su propia identidad y desaparece totalmente en los últimos capítulos de la novela, dejando libertad para las disquisiciones de Javier con el propósito de ir trazando un diario íntimo del hombre. En distintas ocasiones, además, a través de las palabras de los personajes, Baroja alude directamente al Modernismo literario del cual, sin embargo, se aleja polémicamente, subrayando con desprecio el “atrevimiento” (p. 173) y la actitud blanda y decadente de los jóvenes modernistas, que contrastan con la sobriedad del protagonista identificado con el autor. En la novela, pues, Baroja huye claramente de los aspectos más provocativos y llamativos de las Vanguardias literarias y se aleja de las atmósferas sensuales y sombrías típicas del Decadentismo finisecular y del Simbolismo, para refugiarse en un mundo inspirado por la realidad sencilla de su tierra natal y por su propia biografía. El autor prefiere la meditación filosófica a las descripciones suntuosas y rebuscadas, y elige un estilo simple, hecho de frases breves pero incisivas, rechazando todo vacío refinamiento. Su adhesión a los principios generacionales se percibe más bien en la elección de temas y argumentos inspirados por la realidad política y social de su época y que proporcionan a sus creaciones literarias un suelo real en el que asentarse [15].

Por otro lado, la estructura de la novela presenta también rasgos tradicionales en su desarrollo. La narración se abre con un prólogo en el que ya se encuentran delineados el aspecto físico y el carácter de los que serán los protagonistas del relato y se cierra con un epílogo, en el que el autor propone una posible solución para la crisis espiritual del protagonista, dejando al lector libre de escoger la solución que le parezca más oportuna.

En la tercera y última parte del texto, el tema del conflicto se expresa bajo dos formas distintas: el completo cambio de perspectivas por parte de Javier Olaran y el contraste entre su espiritualidad y la religiosidad ingenua y sencilla de la tía Paula. La crisis del cura de Monleón, a la que Baroja dedica aproximadamente las cien últimas páginas de la novela, es expuesta a través de las notas que el personaje mismo va tomando al hilo de las lecturas con las que pretende contrastar los contenidos de su fe. Su relato tiene, por lo tanto, un carácter expositivo y no hay apenas ocasión de asistir al proceso interno del personaje o a su agonía, en el sentido unamuniano del término. De ahí que, en algunos momentos, pueda resultar algo artificioso. Baroja, además, hace leer a su personaje los libros que él mismo había leído. Pero si Baroja, agnóstico convencido, encuentra en esas lecturas argumentos suficientes para reforzar y hacer irrefutable su agnosticismo, el cura de Monleón, creyente convencido, recurre a ellos en un vano intento de verificar su fe a la luz de la razón y de la ciencia.

Trasladado a otro pueblo en “tierra dura y fría” (p. 250) que refleja con su “aire pobre y miserable” (p. 251) la nueva actitud vital del protagonista, en la parte final de la novela Javier desahoga todas sus inquietudes y se vuelve “brusco y malhumorado” (p. 263). A partir de este momento, su búsqueda de respuestas concretas a los problemas de la fe se hace febril y se convierte en un desenfrenado deseo de documentación y en un largo “período de curiosidad crítica” (p. 274). Aislándose del mundo real y huyendo de sus deberes de cura campesino, Javier Olaran inicia entonces a dedicarse a la lectura de textos religiosos y filosóficos pertenecientes a distintas corrientes, hasta llegar a la incredulidad y al escepticismo.

Como anticipado, Baroja construye la crisis espiritual de su personaje en unos capítulos en los que le deja directamente la palabra, transformándolo en el alter ego del autor. Javier, que empieza a percibir cada vez más la pérdida definitiva de la despreocupación juvenil, atraviesa esta etapa de su vida con energía y entusiasmo. A pesar de esto, sin embargo, en las páginas dedicadas a sus reflexiones, el lector inmediatamente se olvida de su presencia porque los temas expuestos en ellas son universales y reflejan las perplejidades y las inquietudes que el ser humano alberga frente a fenómenos que no se pueden explicar sólo a través del recurso a la fe.

El enfrentamiento final con la tía Paula constituye el clímax emotivo de toda la novela. La mujer, que está en punto de muerte, le reprocha a Javier el hecho de haber pensado siempre y únicamente en sí mismo y el cura, agobiado por el remordimiento, abandona definitivamente sus veleidades para reconocer la incapacidad humana de llegar a respuestas resolutorias. Su “angustia de vivir” (p. 391) parece finalmente sincera pero también destinada a no resolverse: Javier Olaran se percibe ahora “frío”, “seco” y “sombrío” (pp. 388-389) y entrevé para él un “porvenir negro” (p. 392), del que piensa no poder huir. A pesar de la negatividad que caracteriza sus últimas elucubraciones, sin embargo, el nacimiento del hijo de su hermana Pepita y el reencuentro con la bella Eustaqui parecen volver a abrir nuevos horizontes y garantizarle la perspectiva de una vida más sosegada y tranquila aunque, a pesar de todo, irremediablemente incompleta.

Gracias al análisis proporcionado, es posible afirmar que para Baroja el género literario de la novela puede ser concebido como un “ancho campo de divagación espontánea” (Elizalde, 1986, p. 34) en el que cada autor puede libremente colocar en boca de los personajes su idearium completo, abarcando los problemas más diversos con preferencia por temas escandalosos y discutibles que reflejan la complejidad y la incoherencia de la vida misma. En El cura de Monleón, además, los personajes aparecen arrastrados por un torbellino de emociones, sin posibilidad de quedar encasillados en imágenes fijas y estereotipadas. Al contrario, crecen y evolucionan siguiendo el proceso narrativo propuesto por su creador.

Según la clasificación que hizo Luis Granjel (1953) con este propósito, Javier Olaran pertenecería al grupo de los personajes espectadores [16], es decir, los personajes “en quienes Baroja quiso encarnar trozos de su personal biografía” (p. 169) [17]. El cura, efectivamente, a pesar de mantener a lo largo de toda la narración una postura esencialmente contemplativa, no desmiente con sus acciones esporádicas el deseo barojiano de crear un conflicto constante entre la dimensión más íntima del individuo y las grandes cuestiones filosóficas y científicas sobre las que cada hombre se interroga a lo largo de su existencia.

El tema de la inquietud religiosa constituye un leitmotiv dentro de la novela y El cura de Monleón se configura indudablemente como la obra barojiana en la que la crítica religiosa aparece con más amplitud, serenidad y eficacia, apoyada en las numerosas lecturas cultivadas por el mismo autor. Baroja, por medio de Javier Olaran, quiere subrayar la diferencia sustancial que hay entre el cristianismo primitivo y el actual, despojado de toda fuerza mística y sinceridad. La incredulidad y el escepticismo en los que cae Olaran al final de la obra resultan ser el reflejo de una realidad nueva pero decepcionante y desagradable que el autor rechaza con espíritu crítico. En El cura de Monléon, pues, asistimos a una crisis de fe personificada por un individuo que, sin embargo, viene a presentarse como la transposición literaria de una crisis más grande de valores e ideales que Baroja vivió personalmente. La actitud agresiva y polémica frente a la vida adoptada por el autor vasco, sin embargo, contribuyó a diferenciar sus escritos de los de sus contemporáneos. Baroja, diferentemente de otros escritores, decidió no aislarse totalmente en un mundo compuesto de perfección técnica y refinamiento estilístico. Al contrario, sintió la necesidad de un cambio radical y trató de realizarlo concretamente a través de la producción de obras cada vez nuevas y originales, en cuya sencillez y espontaneidad sería posible identificar los valores e ideales más profundos de todo un pueblo, junto a su impelente deseo de renovación.  

 

 

Notas

 

[1] Otros títulos que componen la trilogía son Las noches del Buen Retiro y Locuras de carnaval. A pesar de formar parte de una misma trilogía, las novelas presentan y desarrollan temas distintos. En Las noches del Buen Retiro (1934), Baroja ofrece una evocación nostálgica y al mismo tiempo irónica del Madrid de finales de siglo a través de las miradas de un protagonista, Jaime Thierry, alter ego del propio  Baroja, que aspira a hacerse un hombre literario en la corte. Locuras de carnaval (1937), al contrario, no es una novela en el sentido estricto del término sino un conjunto de cuatro narraciones breves, de las que la primera da título al libro entero, que narran las aventuras amorosas y sociales de una serie de personajes pertenecientes a los distintos escalones sociales del Madrid de la época. Lo que acerca las tres novelas es la voluntad del autor de llevar a cabo un proceso de introspección que, en la parte final de la vida de Baroja, se convirtió en una necesidad constante que iba más allá de la simple observación de lo contingente para abrir nuevas perspectivas de reflexión sobre temas universales. También la mirada nostálgica que el autor dirige hacia el pasado de España constituye otro elemento de relación entre las novelas.   

 

[2] El hecho de que el texto haya sido descuidado por la crítica queda demostrado por la falta de una bibliografía específica, contrariamente a cuanto ha pasado con las demás obras del autor. La novela, en cambio, sí aparece mencionada en muchos de los ensayos críticos y de las monografías dedicadas a Baroja pero faltan estudios profundizados y, sobre todo, recientes, que tomen en consideración su estructura narrativa y sus rasgos estilísticos.

 

[3] Parte de la novela se desarrolla en Vitoria, ciudad en la que el protagonista lleva a cabo los estudios de Seminario antes de ser destinado a la parroquia de Monleón.

 

[4] Lo que resulta bastante evidente del análisis de la producción narrativa de esa época es, como anota J. Campos (1983), el interés barojiano hacia los temas religiosos que el autor desarrolló sobre todo en los escritos publicados entre 1925 y 1936.

 

[5] Gran parte de la crítica ha destacado el valor documental de las obras de Baroja, que no sólo supo retratar con extrema habilidad escenarios y contextos de la época, sino también plantear dudas e interrogantes relativos a las angustias y pesares de los hombres que, como él, padecieron esas circunstancias. Véanse, con este propósito, las contribuciones de C. Barja (1964) y C. Blanco Aguinaga (1979). 

   

[6] Aunque Baroja negó la existencia del grupo del 98, sin embargo, reconoció un carácter común a todos ellos y lo identificó con la rebelión política al sistema y con el deseo de innovación. Este mismo deseo se convirtió, en el caso de Baroja, en la adhesión a posiciones anárquicas.

 

[7] La corriente del Modernismo teológico se desarrolló hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX con la finalidad de volver a considerar la figura humana a la luz de los cambios y de las necesidades de la sociedad de la época. Entre las cuestiones más debatidas, la correcta interpretación de los textos sagrados y las discusiones sobre los Dogmas de la fe desempeñaron un papel de fundamental importancia. Las principales tesis de la corriente fueron ásperamente criticadas y rechazadas por la Iglesia oficial. 

 

[8] Baroja no fue el único en adoptar la técnica de la presentación de una crisis de fe como transfiguración simbólica de una más amplia crisis de valores e ideales políticos. Resulta muy interesante, con este propósito, la comparación con San Manuel Bueno, martir de Miguel de Unamuno o Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso de Gabriel Miró. Más informaciones sobre el tema se pueden encontrar en la contribución de J. Dendle (1988), dedicada a una reflexión más amplia sobre el tema de la novela española de tesis religiosa.   

 

[9] La novela está dividida en tres partes más un prólogo y un breve epílogo. La primera parte, titulada El seminario, consta de trece capítulos. La segunda parte, Monleón, es la más extensa y contiene treinta y nueve capítulos y la última, La crítica, veintitrés.  

 

[10] Como confirmado por González Soriano (2011), en mucha narrativa barojiana interesa no sólo el personaje central, sino también la multitud de individuos que pululan a su lado y que muy a menudo concentran la atención del novelista.

 

[11] La importancia del tema panteísta en la producción narrativa de Pío Baroja ha sido subrayada, entre otros, por F. Bello Vázquez (1993).

 

[12] El nombre, de pura fantasía, alude al de Mondragón, pequeño pueblo vasco.

 

[13] Baroja entró en contacto con las principales Vanguardias artísticas europeas pero, diferentemente de otros autores de su Generación, rechazó los aspectos más extravagantes de ellas para concentrarse mayormente en la caracterización del paisaje y de los personajes de sus novelas.

 

[14] La defensa de Basterreche, como él mismo reconocerá más adelante, es puramente teórica porque según el médico los españoles de esta época serían totalmente incapaces de organizar y realizar una verdadera revolución proletaria siendo “gente demasiado petulante” que no “tiene instinto popular como lo tuvo en la guerra de la Independencia y en la primera guerra carlista” (pp. 215-216).

 

[15] Gran parte de la crítica subraya la fuerte compenetración entre los temas de las novelas del autor vasco y la realidad histórica en la que fueron concebidas. Véanse con este propósito las contribuciones de I. Elizalde (1986), J.M. López-Marrón (1985) y J. Campos (1983).

 

[16] Los demás grupos individuados por Granjel son los personajes abúlicos, los personajes nietzscheanos y los personajes aventureros. Cada uno de ellos reflejaría un aspecto distinto de la personalidad del autor.

 

[17] Se trata de una clasificación teórica que ha sido formulada para conferirle algún tipo de orden a la desmesurada gama y variedad de los personajes barojianos. El hecho de que ellos hayan sido divididos en estos grupos, sin embargo, no implica que se trate de personajes monocordes y sin personalidad.

 

 

Bibliografía

 

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