reseñas
La literatura y sus demonios. Leer la poesía social, de Miguel Ángel
García, Madrid, Castalia (Literatura y Sociedad), 2012, 426 págs. ISBN:
978-84-9740-484-6
Félix Martín
Gijón
(Universidad de Granada)
«En espacios en blanco, o incluso en los que están escritos, a veces se
escribe con tinta invisible». La cita pertenece a la novela de Raymond Chandler
Adiós, muñeca y quizá no resulte del todo arbitraria ya que puede darnos
una de las claves desde donde Miguel Ángel García ha leído la llamada «poesía
social». En efecto, La literatura y sus demonios, como las novelas
negras, es una interrogación y una aventura («marxista», por recordar aquel
sugestivo título de Marshall Berman) a través de los espacios blancos o
escritos, a través de «la tinta invisible de la(s) ideología(s)» con la que se
ha ido escribiendo el nombre (a veces para «robarlo» como advertía López
Pacheco) de poesía social. Si la «invisibilidad» de la ideología resulta
fascinante, o incluso siniestra, es por la cercanía que presenta con la imagen
del «fantasma» y Derrida escribió un libro
fundamental sobre el tema a partir de Hamlet y La ideología alemana,
un texto donde Marx aún no era «marxista». Por eso la cuestión se nos desdobla
adquiriendo otro matiz: las relaciones ideológicas, las relaciones sociales en
general, actúan de forma invisible, se viven de forma inconsciente, pero sus
resultados son visibles (desde la explotación cotidiana hasta el último verso
tachado) y ahí sí que el fantasma toma forma, se convierte en espectro, en una
«corporeidad concreta» como diría Foucault. Nos interesa la imagen del fantasma
porque, junto a la de los demonios, es una de las metáforas básicas que
aparecen entre las líneas del libro de Miguel Ángel García (ya desde los
inquietantes trazos de Workers Returnig Home que aparecen en la cubierta del libro).
Pero ¿qué fantasmas y qué demonios? Intentaremos verlo más abajo.
La literatura y sus
demonios se estructura en tres núcleos básicos: «Poética del compromiso
social de posguerra (Teoría de la literatura e Historia)», «Tentativas sobre
cinco poetas sociales (Historia de la literatura e Historia)» y «Leer la poesía
social (Crítica literaria e Historia)». La división entre «Teoría de la
literatura/Historia de la literatura/Crítica literaria» viene siendo usual (por
ejemplo, en el clásico libro de Wellek y Warren),
pero interesa mucho más lo que añade Miguel Ángel García: esa «Historia»
escrita con mayúscula, en el sentido fuerte del materialismo histórico y tomada
completamente en serio, desde donde atentamente se rastrean las ideologías
literarias que han configurado, tanto en la práctica poética como en la
práctica teórica, nuestra poesía social, sabiendo «que los discursos literarios
son indisociables de los mecanismos de producción ideológica y que esta cuenta
con estructuras de historicidad específicas» (pág. 177). Sin embargo, escribir
«desde el centro de la Historia», en palabras de Ángel González, producir una
auténtica escritura materialista (teórica o poética) se convirtió en un viaje
imposible que sólo los poetas sociales más alerta llegaron a intuir. «Salvaje,
y triste, y solo, te escribo abandonado» leemos en un poema que Celaya dedicara
a Neruda porque, efectivamente, no era fácil ser poeta «social», es decir, ser
poeta frente a todos, frente a uno mismo, frente a la Poesía. De ahí que no
deba pasarse por alto la importante labor poética que realizaron nuestros
sociales y la meditada reflexión que sustentaba su escritura; dice Miguel Ángel
García: «Quienes han despreciado los pobres resultados literarios de la poesía
social o la han desacreditado por su contenidismo
ideológico no han reparado en la compleja teoría que […] amparaba esa práctica»
(pág. 39).
El primer capítulo del libro
se ocupa precisamente de rastrear minuciosamente esta «compleja teoría» a
través de las poéticas que aparecen en las antologías más significativas
(dentro de lo social) durante la posguerra —la Antología consultada de Ribes y Poesía social de Leopoldo de Luis (pasando
por la de Batlló del 68, o la Poesía última
también de Ribes)— con una «insidiosa» pregunta al
fondo; la planteó Ángel González de la siguiente forma: «¿Qué niegan o
defienden, en el fondo, los que con tanto énfasis dicen “no” a la poesía
social?» (pág. 15). Si, como decíamos más arriba, La literatura y sus demonios
es una interrogación, lo es precisamente en torno a esta pregunta: al «no»,
como un zarpazo oscuro, que habita en la piel de la poesía social. Siguiendo el
hilo de las poéticas que aparecen en la antología de Ribes,
Miguel Ángel García analiza las imágenes propias de lo social —aquí solo
apuntamos unas cuantas: la poesía concebida como compromiso (en la línea del engagement sartreano), como trabajo, como arma para
transformar la sociedad (aunque algunos poetas vieron que la revolución poética
exigía previamente una revolución social); el realismo, la comunicación (frente
al conocimiento), el cuidado de los contenidos (frente la forma), el prosaísmo
para llegar a esa mayoría pretendida como inmensa pues se trataba, desde el
humanismo, de cantar la realidad social del Hombre, etc.— hasta llegar a una
cuestión de fondo (ya se encargó de señalarla la crítica coetánea a la propia
antología: Gullón, González Alegre, Aquilino Duque): el riesgo de la poesía
social a no ser buena (auténtica) poesía, a estar mal escrita; y empiezan a
aparecer los demonios: «Lo social, que se hace rozar con lo ideológico, lo
político, lo panfletario y propagandístico, supone de entrada una amenaza para
lo poético. Es quizás el primer aspecto que debe subrayarse si queremos comprender
la demonización a la que, desde el principio, se vio sometida la poesía
social» (pág. 43). El miedo a escribir un tipo de poesía que no fuese tomada
como tal se convertirá en obsesivo y no sólo para lo que podría llamarse un
primer momento de lo social. En efecto, los del Cincuenta, afanados en escribir
«buena» poesía, marcan sus distancias con los poetas anteriores y así lo señala
la crítica (José Olivio Jiménez, Lanz)
distinguiendo entre una poesía «social» y otra poesía «realista» o «crítica» —y
aquí Miguel Ángel se acuerda de Adorno y Lukács para situar a los poetas del
realismo crítico en la órbita estética del primero (pág. 84), y del Barthes que distingue écrivain
de écrivant: los sociales estarían más cerca
del tipo écrivain mientras que los críticos
sería un híbrido écrivain-écrivant (pág. 88)—;
por no hablar, en este sentido, de los Novísimos: «La suya era, como mínimo,
una obsesión lingüístico/estética por lo social» (pág. 161).
Mediante el análisis de las
poéticas recogidas en la antología de Leopoldo de Luis, que ocupan el resto del
primer capítulo, Miguel Ángel García constata la «huida de las filas sociales a
las del realismo crítico» (pág. 89). De cualquier modo las obsesiones y miedos,
los fantasmas, seguirán siendo una constante. También para los críticos (y no
sólo para los detractores): en los capítulos II y III, «Materiales para una
historia crítica de la poesía social» —que deberían leerse muy seriamente para
elaborar «esa historia crítica de la poesía social que aún está por escribir de
una forma sistemática» (pág. 167)—, se analizan trabajos tan fundamentales para
la poesía social como pueden ser (sin ánimo de agotar la nómina) los de
Leopoldo de Luis, Manrique de Lara, Julia Uceda, Barrow, Fox, Ascunce, Daydí-Tolson, Acillona, Guillermo Carnero, Juan Carlos Rodríguez, Sastre,
Carriedo Castro, Provencio,
Chicharro, Sánchez Torre o Scarano. Con lucidez
dialéctica Miguel Ángel García titula estos capítulos distinguiendo entre «el
fantasma social de lo poético» y «el fantasma poético de lo social»;
obviamente: «No hace falta decir que este encono con lo social va más allá de
un simple debate literario. La demonización de la poesía social no es
únicamente una cuestión literaria, estética, sino también política e
ideológica» (pág. 109), y es que «el fantasma del marxismo o de la revolución
parecía estar amenazando a cada paso bajo el concepto de poesía social» (pág.
31). Aquí queríamos llegar: el «no» que advertía Ángel González, los demonios
que arrastraba la poesía social, se lanzaba contra la revolución y la Historia,
sobre ese marxismo que como un fantasma recorría Europa desde el Manifiesto
y latía en los versos de los sociales: los fantasmas no eran sólo poéticos, el
problema no podía plantearse atendiendo sólo a cuestiones meramente formales o
literarias, porque la Literatura está más cerca y más lejos de todo eso: «Más
que a las luchas sociales y políticas, que a menudo sólo se mencionan para
contextualizarla, conviene remitir la poesía a las luchas ideológicas» (pág.
129).
La dialéctica apuntada es
compleja y habría que matizarla puesto que el escollo de la Forma, el fantasma
de lo poético, impidió una poesía auténticamente materialista: «En el fondo los
poetas sociales, y hablamos de los más lúcidos, nunca dejaron de establecer una
línea divisoria entre la poesía en sí, cuestión de formas y calidades
estéticas, y lo social como cuestión de contenidos y claudicaciones
responsables ante las urgencias o las circunstancias históricas. No imbricaron
verdaderamente la poesía en la Historia» (pág. 47). Siguiendo a Juan Carlos
Rodríguez, quien advierte el «riesgo de una poética esencial», Miguel Ángel
García explica «el miedo de la poesía social a no ser considerada poesía, a ser
demonizada como lenguaje poético no esencial o en sí» (pág. 48): los poetas
tienen miedo a no ser tenidos como poetas, creen que de algún modo están
«traicionando» a la poesía; el ejemplo es flagrante: Sartre no contempla la
poesía dentro del compromiso, y el kantismo (hegemónico) de base es obvio (lo
político, lo empírico, lo impuro, no puede ser poético, trascendental, puro).
Por otro lado es también Sartre quien considera el existencialismo como un
«humanismo»: si hablábamos de la ideología de la Forma como uno de los
fantasmas propios de la poesía social el humanismo será otro no menos
importante. El humanismo burgués de posguerra, desde el que escribieron
neorrománticos, existencialistas, desarraigados y tremendistas, «va a seguir
funcionando aún en la poética social […]; sin el compromiso humano no se
hubiese podido llegar (así lo requerían las nuevas coordenadas poéticas
surgidas tras la guerra) al compromiso social posterior. Más aún: ese
compromiso humano o humanista no dejó de actuar en el “grado máximo” de
compromiso que fue la poética social» (pág. 141). El fantasma estaba ahí y Althusser se encargaría de señalarlo: «En realidad, el
humanismo más o menos marxista, e incluso liberal burgués, atraviesa de lado a
lado nuestra poesía social, sin atisbar apenas lo que a mitad de los años
sesenta iba a poner de relieve Althusser: que
cualquier humanismo real, cualquier lucha revolucionaria, pasaba por asumir el antihumanismo teórico del Marx que ya era
marxista» (págs. 383-384); de ahí que «la lectura humanista del marxismo
adoptada por la poesía social nunca fue un “discurso de ruptura” con la
ideología burguesa humanista» (pág. 188).
Quizá la cuestión de fondo,
donde cabe situar a los fantasmas de la Forma y el Humanismo, fue el modo que
tuvieron los sociales de entender el «compromiso», es decir, como una urgencia
exigida por el momento histórico, como una lucha contra el franquismo
entendiéndolo como algo exterior y no como algo interior: los poetas sociales
«no rompieron desde dentro, al fin y al cabo, con el inconsciente ideológico
hegemónico de aquel sistema establecido» (pág. 140) (por eso, más que del
compromiso —ya estamos comprometidos con el sistema, a priori— Juan Carlos
Rodríguez habla del «descompromiso»). Pero el inconsciente hegemónico no era
sino el de preguerra, del que «la poesía social se nos muestra otra vez como
heredera […]. No ya porque tuviera en ella sus precedentes en lo que se refiere
al compromiso, sino porque nunca consigue romper con la infraestructura
ideológica diseñada previamente. Todo lo más, lo que hace es invertirla» (pág.
397); y así las polarizaciones básicas: minoría/mayoría,
deshumanización/rehumanización, pureza/impureza, evasión/compromiso,
yo/nosotros, lírica-simbolista/narrativa-realista, formas puras (desinterés
estético: finalidad sin fin kantiana)/contenidos impuros (interés social,
político, ideológico), etc. De este modo se advierte cómo «el abanico de
posibilidades poéticas, una cosa o su contraria, ya había sido establecido por
los poetas del Veintisiete que, a golpes de Historia, cumplen la transición de
la vanguardia al compromiso, de la pureza a la revolución […] O por mejor
decir, de la revolución en el arte al arte en la revolución. No hay ruptura
epistemológica, a pesar de la enorme brecha que a todos los niveles supuso
la guerra civil, entre la poesía de una ladera cronológica y la de la otra»
(pág. 398).
Aparte de las demonizaciones
que sufrió la poesía social, ella misma arrastraba sus propios fantasmas (la
Forma y el Humanismo, ese inconsciente hegemónico heredado de los años veinte)
volviendo así imposible una escritura materialista, aunque sí llegó a funcionar
como marxista o revolucionaria: no es poco; del mismo modo que no es poco el
mérito que tuvieron los poetas sociales al señalar los «deberes»
(«elementales») de la poesía; para terminar la primera parte del libro (aquí
apenas esbozada y haciéndola dialogar con el resto de la obra) Miguel Ángel
García lo escribe así: «En la inquietante paradoja que encerraba el concepto de
“poesía social”, también para quienes la practicaron y la hicieron tropezar con
sus límites, la poesía nunca perdió sus derechos expresivos, individuales y
privados, frente a sus deberes sociales, colectivos y públicos. Que esos
derechos expresivos hoy nos parezcan insuficientes, o coartados por los deberes
que los acompañaban; que muchos poetas sociales, pero no los más lúcidos,
confundieran la buena poesía con los nobles sentimientos, como apunta José
Agustín Goytisolo, ya es harina de otro costal» (pág. 217).
En la segunda parte de La literatura y sus demonios
se aborda una serie de cuestiones fundamentales para la poesía social (algunas
ya tratadas en la primera parte del libro) a través de «tentativas», de
aproximaciones a cinco poetas «sociales» desde los años anteriores a la guerra
hasta el Cincuenta. Este ejercicio de historia literaria sabe aunar el análisis
concreto de cada poeta con las problemáticas más amplias en las que se
inscriben. A partir de esta doble mirada, las cinco tentativas consiguen trazar
un atinado panorama de la poesía social, perfilando algunas de sus líneas más
significativas. De ahí que el primer capítulo se interese por Miguel Hernández
y su «compromiso feroz»: no es Hernández entendido aquí como un precedente o
modelo para los sociales de posguerra, sino como un «animal poético» que frente
a la ferocidad de los explotadores opone «una cólera o una ferocidad ideológica
sin igual en la poesía española de los años treinta», un compromiso desde
abajo, a través de imágenes concretas (corazón, sangre, tierra, hambre),
trabajado a partir del marxismo y sus dialécticas (explotador/explotado, etc.)
con las que piensa la Historia (existe en Hernández más práctica teórica
marxista que la señalada usualmente por la crítica).
Desde el marxismo y un compromiso asumido de modo feroz
(no sólo como «urgencia») Miguel Hernández llegó a escribir esa poesía
altamente «revolucionaria» (también Alberti, a pesar de la bofetada) que
persiguieron los poetas sociales de posguerra. Pero el «obstáculo teórico» al
que se enfrentaron (o no supieron enfrentarse) resultó demasiado grande. En el
capítulo dedicado a Celaya, Miguel Ángel García ahonda en ese «humanismo» que
empapa tanto la primera escritura «existencialista» del poeta, como la
pretendida «marxista»: de ahí que no haya una auténtica coupure entre ambas, cuando,
efectivamente, Althusser señalaba el «antihumanismo teórico» de Marx. De cualquier modo, los
textos de Celaya sí llegaron a funcionar como marxistas, al igual que los de
Otero, a quien se dedica el tercer capítulo de esta parte. Tras apuntar hacia
el humanismo existencialista/marxista, se señala a «otro Otero», el
revolucionario, el que lee «la cartilla a la poesía española de entonces»: la
poesía tiene su «derecho» a ser Poesía, pero también tiene su «deber»
(elemental): «la conciencia / de estar / en esta clase o en la otra».
La «Cartilla (poética)» de Otero tal vez cifre las
paradójicas «posiciones», entre la ideología de la Forma poética (con la que no
pudieron romper) y el compromiso marxista (ese deber exigido por el momento
histórico), de los poetas sociales de posguerra. El desgarro llegará hasta el
Cincuenta, aunque los poetas llamados «críticos» lo afrontarán de un modo
distinto: atentos a otras voces, es aquí donde encontramos el magisterio de
Antonio Machado (otro lugar común), quien, como explica Miguel Ángel García en
el cuarto capítulo dedicado a José Agustín Goytisolo (especialmente a Salmos
al viento y Claridad, libro que más interés tiene en enseñar la
huella machadiana), se convertirá en «un arma de dos filos», ya que don Antonio
«ofrecía muchos más caminos para la poesía social y el marxismo de los que,
reduciéndolo para uso propagandístico a símbolo ético y político, le asignó el
realismo de medio siglo con Castellet al frente»
(pág. 322). Por último, la quinta tentativa sobre un poeta se ocupa precisamente
de un texto en prosa: el diario del año 56 que escribiera Jaime Gil de Biedma.
Entre sus páginas, donde consigue romperse con la práctica romántica del
diario, Miguel Ángel García analiza tanto el retrato privado que Gil de Biedma
dejó de sí, como el retrato público de aquella España «normalizada» bajo el
franquismo donde el poeta logró «transformar la poesía en resistencia mediante
su conexión con la experiencia diaria, cotidianizar
la poesía para mostrar las contradicciones de la Historia (de la propia y la de
todos, o mejor, de la Historia de todos a través de la historia propia): no
hubo otra salida para el poeta social que también fue Gil de Biedma» (pág.
357). Definitivamente la voz de Gil de Biedma ofrece una de las lecciones más
válidas de la poesía social. Con ella termina la segunda parte de La
literatura y sus demonios y llegamos al final del libro: el principio de
nuestra historia, toda una aventura, como decíamos.
A través de los «radiotextos» que configuran el Panorama poético español,
Gerardo Diego tomó el pulso a la literatura española desde la posguerra a los
novísimos, «normalizando» asimismo las letras durante el franquismo e
instaurando un nuevo canon. Sólo que el ejercicio crítico de Diego es
inseparable del inconsciente esteticista propio de los años 20: el mismo
inconsciente (o su inversión) que sigue actuando en los poetas sociales. De ahí
que la labor crítica de Gerardo Diego, aún sin ser un acérrimo detractor,
condense y ejemplifique algunos de los postulados desde los que se «demonizó» a
la poesía social, desde los que se le dijo que «no»: a partir de la separación
irreconciliable entre poesía y política, Diego afronta lo social, el prosaísmo,
la cuestión de la mayoría/minoría, la rehumanización,
garcilasistas/tremendistas, Juan Ramón/Neruda, Panero/Neruda, García Nieto/Crémer, etc. y, cómo no, a Otero y Celaya (también a Hierro,
que asimismo analizará la influencia de Diego como poeta, crítico y antólogo).
Los juicios de Gerardo Diego sobre los poetas sociales más importantes no serán
negativamente simplistas, pero ya en su poética del año 32 (aunque el
planteamiento aparecerá en otros lugares) escribe: «La Poesía es el sí y el no:
el sí en ella y el no en nosotros. El que prescinda de ella —el del qué sé yo—
vive entregado a todo linaje de
sustitutivos y supercherías, al demonio de la Literatura, que es solo el
rebelde y sucio ángel caído de la Poesía». Como concluye Miguel Ángel García:
«en consonancia con esta zanja entre poesía y literatura, la poesía social caía
del lado de la literatura y sus demonios» (pág. 418).
Frente a esta imagen, es
fácil recordar al «ángel» de la historia de Benjamin,
con los ojos desorbitados entre las ruinas, pero quizás resulten más
significativas las palabras de Brecht al mismo Benjamin:
«Hemos pagado mucho por nuestras posiciones, estamos cubiertos de cicatrices».
Por eso, a pesar de sus sueños y fracasos, conviene no olvidar la Historia de
nuestros sociales, saber leer la poesía social, y por eso, como dicen las
palabras que Miguel Ángel García coloca al frente de su necesario libro, sigue
siendo bello «combatir unidos».