Número Actual - Números Anteriores - TonosDigital en OJS - Acerca de Tonos
Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
<Portada
<Volver al índice de reseñas  

reseñas

La literatura y sus demonios. Leer la poesía social, de Miguel Ángel García, Madrid, Castalia (Literatura y Sociedad), 2012, 426 págs. ISBN: 978-84-9740-484-6

 

 

 

Félix Martín Gijón

(Universidad de Granada)

 

«En espacios en blanco, o incluso en los que están escritos, a veces se escribe con tinta invisible». La cita pertenece a la novela de Raymond Chandler Adiós, muñeca y quizá no resulte del todo arbitraria ya que puede darnos una de las claves desde donde Miguel Ángel García ha leído la llamada «poesía social». En efecto, La literatura y sus demonios, como las novelas negras, es una interrogación y una aventura («marxista», por recordar aquel sugestivo título de Marshall Berman) a través de los espacios blancos o escritos, a través de «la tinta invisible de la(s) ideología(s)» con la que se ha ido escribiendo el nombre (a veces para «robarlo» como advertía López Pacheco) de poesía social. Si la «invisibilidad» de la ideología resulta fascinante, o incluso siniestra, es por la cercanía que presenta con la imagen del «fantasma» y Derrida escribió un libro fundamental sobre el tema a partir de Hamlet y La ideología alemana, un texto donde Marx aún no era «marxista». Por eso la cuestión se nos desdobla adquiriendo otro matiz: las relaciones ideológicas, las relaciones sociales en general, actúan de forma invisible, se viven de forma inconsciente, pero sus resultados son visibles (desde la explotación cotidiana hasta el último verso tachado) y ahí sí que el fantasma toma forma, se convierte en espectro, en una «corporeidad concreta» como diría Foucault. Nos interesa la imagen del fantasma porque, junto a la de los demonios, es una de las metáforas básicas que aparecen entre las líneas del libro de Miguel Ángel García (ya desde los inquietantes trazos de Workers Returnig Home que aparecen en la cubierta del libro). Pero ¿qué fantasmas y qué demonios? Intentaremos verlo más abajo.

          La literatura y sus demonios se estructura en tres núcleos básicos: «Poética del compromiso social de posguerra (Teoría de la literatura e Historia)», «Tentativas sobre cinco poetas sociales (Historia de la literatura e Historia)» y «Leer la poesía social (Crítica literaria e Historia)». La división entre «Teoría de la literatura/Historia de la literatura/Crítica literaria» viene siendo usual (por ejemplo, en el clásico libro de Wellek y Warren), pero interesa mucho más lo que añade Miguel Ángel García: esa «Historia» escrita con mayúscula, en el sentido fuerte del materialismo histórico y tomada completamente en serio, desde donde atentamente se rastrean las ideologías literarias que han configurado, tanto en la práctica poética como en la práctica teórica, nuestra poesía social, sabiendo «que los discursos literarios son indisociables de los mecanismos de producción ideológica y que esta cuenta con estructuras de historicidad específicas» (pág. 177). Sin embargo, escribir «desde el centro de la Historia», en palabras de Ángel González, producir una auténtica escritura materialista (teórica o poética) se convirtió en un viaje imposible que sólo los poetas sociales más alerta llegaron a intuir. «Salvaje, y triste, y solo, te escribo abandonado» leemos en un poema que Celaya dedicara a Neruda porque, efectivamente, no era fácil ser poeta «social», es decir, ser poeta frente a todos, frente a uno mismo, frente a la Poesía. De ahí que no deba pasarse por alto la importante labor poética que realizaron nuestros sociales y la meditada reflexión que sustentaba su escritura; dice Miguel Ángel García: «Quienes han despreciado los pobres resultados literarios de la poesía social o la han desacreditado por su contenidismo ideológico no han reparado en la compleja teoría que […] amparaba esa práctica» (pág. 39).

          El primer capítulo del libro se ocupa precisamente de rastrear minuciosamente esta «compleja teoría» a través de las poéticas que aparecen en las antologías más significativas (dentro de lo social) durante la posguerra —la Antología consultada de Ribes y Poesía social de Leopoldo de Luis (pasando por la de Batlló del 68, o la Poesía última también de Ribes)— con una «insidiosa» pregunta al fondo; la planteó Ángel González de la siguiente forma: «¿Qué niegan o defienden, en el fondo, los que con tanto énfasis dicen “no” a la poesía social?» (pág. 15). Si, como decíamos más arriba, La literatura y sus demonios es una interrogación, lo es precisamente en torno a esta pregunta: al «no», como un zarpazo oscuro, que habita en la piel de la poesía social. Siguiendo el hilo de las poéticas que aparecen en la antología de Ribes, Miguel Ángel García analiza las imágenes propias de lo social —aquí solo apuntamos unas cuantas: la poesía concebida como compromiso (en la línea del engagement sartreano), como trabajo, como arma para transformar la sociedad (aunque algunos poetas vieron que la revolución poética exigía previamente una revolución social); el realismo, la comunicación (frente al conocimiento), el cuidado de los contenidos (frente la forma), el prosaísmo para llegar a esa mayoría pretendida como inmensa pues se trataba, desde el humanismo, de cantar la realidad social del Hombre, etc.— hasta llegar a una cuestión de fondo (ya se encargó de señalarla la crítica coetánea a la propia antología: Gullón, González Alegre, Aquilino Duque): el riesgo de la poesía social a no ser buena (auténtica) poesía, a estar mal escrita; y empiezan a aparecer los demonios: «Lo social, que se hace rozar con lo ideológico, lo político, lo panfletario y propagandístico, supone de entrada una amenaza para lo poético. Es quizás el primer aspecto que debe subrayarse si queremos comprender la demonización a la que, desde el principio, se vio sometida la poesía social» (pág. 43). El miedo a escribir un tipo de poesía que no fuese tomada como tal se convertirá en obsesivo y no sólo para lo que podría llamarse un primer momento de lo social. En efecto, los del Cincuenta, afanados en escribir «buena» poesía, marcan sus distancias con los poetas anteriores y así lo señala la crítica (José Olivio Jiménez, Lanz) distinguiendo entre una poesía «social» y otra poesía «realista» o «crítica» —y aquí Miguel Ángel se acuerda de Adorno y Lukács para situar a los poetas del realismo crítico en la órbita estética del primero (pág. 84), y del Barthes que distingue écrivain de écrivant: los sociales estarían más cerca del tipo écrivain mientras que los críticos sería un híbrido écrivain-écrivant (pág. 88)—; por no hablar, en este sentido, de los Novísimos: «La suya era, como mínimo, una obsesión lingüístico/estética por lo social» (pág. 161).  

          Mediante el análisis de las poéticas recogidas en la antología de Leopoldo de Luis, que ocupan el resto del primer capítulo, Miguel Ángel García constata la «huida de las filas sociales a las del realismo crítico» (pág. 89). De cualquier modo las obsesiones y miedos, los fantasmas, seguirán siendo una constante. También para los críticos (y no sólo para los detractores): en los capítulos II y III, «Materiales para una historia crítica de la poesía social» —que deberían leerse muy seriamente para elaborar «esa historia crítica de la poesía social que aún está por escribir de una forma sistemática» (pág. 167)—, se analizan trabajos tan fundamentales para la poesía social como pueden ser (sin ánimo de agotar la nómina) los de Leopoldo de Luis, Manrique de Lara, Julia Uceda, Barrow, Fox, Ascunce, Daydí-Tolson, Acillona, Guillermo Carnero, Juan Carlos Rodríguez, Sastre, Carriedo Castro, Provencio, Chicharro, Sánchez Torre o Scarano. Con lucidez dialéctica Miguel Ángel García titula estos capítulos distinguiendo entre «el fantasma social de lo poético» y «el fantasma poético de lo social»; obviamente: «No hace falta decir que este encono con lo social va más allá de un simple debate literario. La demonización de la poesía social no es únicamente una cuestión literaria, estética, sino también política e ideológica» (pág. 109), y es que «el fantasma del marxismo o de la revolución parecía estar amenazando a cada paso bajo el concepto de poesía social» (pág. 31). Aquí queríamos llegar: el «no» que advertía Ángel González, los demonios que arrastraba la poesía social, se lanzaba contra la revolución y la Historia, sobre ese marxismo que como un fantasma recorría Europa desde el Manifiesto y latía en los versos de los sociales: los fantasmas no eran sólo poéticos, el problema no podía plantearse atendiendo sólo a cuestiones meramente formales o literarias, porque la Literatura está más cerca y más lejos de todo eso: «Más que a las luchas sociales y políticas, que a menudo sólo se mencionan para contextualizarla, conviene remitir la poesía a las luchas ideológicas» (pág. 129).

          La dialéctica apuntada es compleja y habría que matizarla puesto que el escollo de la Forma, el fantasma de lo poético, impidió una poesía auténticamente materialista: «En el fondo los poetas sociales, y hablamos de los más lúcidos, nunca dejaron de establecer una línea divisoria entre la poesía en sí, cuestión de formas y calidades estéticas, y lo social como cuestión de contenidos y claudicaciones responsables ante las urgencias o las circunstancias históricas. No imbricaron verdaderamente la poesía en la Historia» (pág. 47). Siguiendo a Juan Carlos Rodríguez, quien advierte el «riesgo de una poética esencial», Miguel Ángel García explica «el miedo de la poesía social a no ser considerada poesía, a ser demonizada como lenguaje poético no esencial o en sí» (pág. 48): los poetas tienen miedo a no ser tenidos como poetas, creen que de algún modo están «traicionando» a la poesía; el ejemplo es flagrante: Sartre no contempla la poesía dentro del compromiso, y el kantismo (hegemónico) de base es obvio (lo político, lo empírico, lo impuro, no puede ser poético, trascendental, puro). Por otro lado es también Sartre quien considera el existencialismo como un «humanismo»: si hablábamos de la ideología de la Forma como uno de los fantasmas propios de la poesía social el humanismo será otro no menos importante. El humanismo burgués de posguerra, desde el que escribieron neorrománticos, existencialistas, desarraigados y tremendistas, «va a seguir funcionando aún en la poética social […]; sin el compromiso humano no se hubiese podido llegar (así lo requerían las nuevas coordenadas poéticas surgidas tras la guerra) al compromiso social posterior. Más aún: ese compromiso humano o humanista no dejó de actuar en el “grado máximo” de compromiso que fue la poética social» (pág. 141). El fantasma estaba ahí y Althusser se encargaría de señalarlo: «En realidad, el humanismo más o menos marxista, e incluso liberal burgués, atraviesa de lado a lado nuestra poesía social, sin atisbar apenas lo que a mitad de los años sesenta iba a poner de relieve Althusser: que cualquier humanismo real, cualquier lucha revolucionaria, pasaba por asumir el antihumanismo teórico del Marx que ya era marxista» (págs. 383-384); de ahí que «la lectura humanista del marxismo adoptada por la poesía social nunca fue un “discurso de ruptura” con la ideología burguesa humanista» (pág. 188).

          Quizá la cuestión de fondo, donde cabe situar a los fantasmas de la Forma y el Humanismo, fue el modo que tuvieron los sociales de entender el «compromiso», es decir, como una urgencia exigida por el momento histórico, como una lucha contra el franquismo entendiéndolo como algo exterior y no como algo interior: los poetas sociales «no rompieron desde dentro, al fin y al cabo, con el inconsciente ideológico hegemónico de aquel sistema establecido» (pág. 140) (por eso, más que del compromiso —ya estamos comprometidos con el sistema, a priori— Juan Carlos Rodríguez habla del «descompromiso»). Pero el inconsciente hegemónico no era sino el de preguerra, del que «la poesía social se nos muestra otra vez como heredera […]. No ya porque tuviera en ella sus precedentes en lo que se refiere al compromiso, sino porque nunca consigue romper con la infraestructura ideológica diseñada previamente. Todo lo más, lo que hace es invertirla» (pág. 397); y así las polarizaciones básicas: minoría/mayoría, deshumanización/rehumanización, pureza/impureza, evasión/compromiso, yo/nosotros, lírica-simbolista/narrativa-realista, formas puras (desinterés estético: finalidad sin fin kantiana)/contenidos impuros (interés social, político, ideológico), etc. De este modo se advierte cómo «el abanico de posibilidades poéticas, una cosa o su contraria, ya había sido establecido por los poetas del Veintisiete que, a golpes de Historia, cumplen la transición de la vanguardia al compromiso, de la pureza a la revolución […] O por mejor decir, de la revolución en el arte al arte en la revolución. No hay ruptura epistemológica, a pesar de la enorme brecha que a todos los niveles supuso la guerra civil, entre la poesía de una ladera cronológica y la de la otra» (pág. 398).

          Aparte de las demonizaciones que sufrió la poesía social, ella misma arrastraba sus propios fantasmas (la Forma y el Humanismo, ese inconsciente hegemónico heredado de los años veinte) volviendo así imposible una escritura materialista, aunque sí llegó a funcionar como marxista o revolucionaria: no es poco; del mismo modo que no es poco el mérito que tuvieron los poetas sociales al señalar los «deberes» («elementales») de la poesía; para terminar la primera parte del libro (aquí apenas esbozada y haciéndola dialogar con el resto de la obra) Miguel Ángel García lo escribe así: «En la inquietante paradoja que encerraba el concepto de “poesía social”, también para quienes la practicaron y la hicieron tropezar con sus límites, la poesía nunca perdió sus derechos expresivos, individuales y privados, frente a sus deberes sociales, colectivos y públicos. Que esos derechos expresivos hoy nos parezcan insuficientes, o coartados por los deberes que los acompañaban; que muchos poetas sociales, pero no los más lúcidos, confundieran la buena poesía con los nobles sentimientos, como apunta José Agustín Goytisolo, ya es harina de otro costal» (pág. 217).

En la segunda parte de La literatura y sus demonios se aborda una serie de cuestiones fundamentales para la poesía social (algunas ya tratadas en la primera parte del libro) a través de «tentativas», de aproximaciones a cinco poetas «sociales» desde los años anteriores a la guerra hasta el Cincuenta. Este ejercicio de historia literaria sabe aunar el análisis concreto de cada poeta con las problemáticas más amplias en las que se inscriben. A partir de esta doble mirada, las cinco tentativas consiguen trazar un atinado panorama de la poesía social, perfilando algunas de sus líneas más significativas. De ahí que el primer capítulo se interese por Miguel Hernández y su «compromiso feroz»: no es Hernández entendido aquí como un precedente o modelo para los sociales de posguerra, sino como un «animal poético» que frente a la ferocidad de los explotadores opone «una cólera o una ferocidad ideológica sin igual en la poesía española de los años treinta», un compromiso desde abajo, a través de imágenes concretas (corazón, sangre, tierra, hambre), trabajado a partir del marxismo y sus dialécticas (explotador/explotado, etc.) con las que piensa la Historia (existe en Hernández más práctica teórica marxista que la señalada usualmente por la crítica).

Desde el marxismo y un compromiso asumido de modo feroz (no sólo como «urgencia») Miguel Hernández llegó a escribir esa poesía altamente «revolucionaria» (también Alberti, a pesar de la bofetada) que persiguieron los poetas sociales de posguerra. Pero el «obstáculo teórico» al que se enfrentaron (o no supieron enfrentarse) resultó demasiado grande. En el capítulo dedicado a Celaya, Miguel Ángel García ahonda en ese «humanismo» que empapa tanto la primera escritura «existencialista» del poeta, como la pretendida «marxista»: de ahí que no haya una auténtica coupure entre ambas, cuando, efectivamente, Althusser señalaba el «antihumanismo teórico» de Marx. De cualquier modo, los textos de Celaya sí llegaron a funcionar como marxistas, al igual que los de Otero, a quien se dedica el tercer capítulo de esta parte. Tras apuntar hacia el humanismo existencialista/marxista, se señala a «otro Otero», el revolucionario, el que lee «la cartilla a la poesía española de entonces»: la poesía tiene su «derecho» a ser Poesía, pero también tiene su «deber» (elemental): «la conciencia / de estar / en esta clase o en la otra».

La «Cartilla (poética)» de Otero tal vez cifre las paradójicas «posiciones», entre la ideología de la Forma poética (con la que no pudieron romper) y el compromiso marxista (ese deber exigido por el momento histórico), de los poetas sociales de posguerra. El desgarro llegará hasta el Cincuenta, aunque los poetas llamados «críticos» lo afrontarán de un modo distinto: atentos a otras voces, es aquí donde encontramos el magisterio de Antonio Machado (otro lugar común), quien, como explica Miguel Ángel García en el cuarto capítulo dedicado a José Agustín Goytisolo (especialmente a Salmos al viento y Claridad, libro que más interés tiene en enseñar la huella machadiana), se convertirá en «un arma de dos filos», ya que don Antonio «ofrecía muchos más caminos para la poesía social y el marxismo de los que, reduciéndolo para uso propagandístico a símbolo ético y político, le asignó el realismo de medio siglo con Castellet al frente» (pág. 322). Por último, la quinta tentativa sobre un poeta se ocupa precisamente de un texto en prosa: el diario del año 56 que escribiera Jaime Gil de Biedma. Entre sus páginas, donde consigue romperse con la práctica romántica del diario, Miguel Ángel García analiza tanto el retrato privado que Gil de Biedma dejó de sí, como el retrato público de aquella España «normalizada» bajo el franquismo donde el poeta logró «transformar la poesía en resistencia mediante su conexión con la experiencia diaria, cotidianizar la poesía para mostrar las contradicciones de la Historia (de la propia y la de todos, o mejor, de la Historia de todos a través de la historia propia): no hubo otra salida para el poeta social que también fue Gil de Biedma» (pág. 357). Definitivamente la voz de Gil de Biedma ofrece una de las lecciones más válidas de la poesía social. Con ella termina la segunda parte de La literatura y sus demonios y llegamos al final del libro: el principio de nuestra historia, toda una aventura, como decíamos.

          A través de los «radiotextos» que configuran el Panorama poético español, Gerardo Diego tomó el pulso a la literatura española desde la posguerra a los novísimos, «normalizando» asimismo las letras durante el franquismo e instaurando un nuevo canon. Sólo que el ejercicio crítico de Diego es inseparable del inconsciente esteticista propio de los años 20: el mismo inconsciente (o su inversión) que sigue actuando en los poetas sociales. De ahí que la labor crítica de Gerardo Diego, aún sin ser un acérrimo detractor, condense y ejemplifique algunos de los postulados desde los que se «demonizó» a la poesía social, desde los que se le dijo que «no»: a partir de la separación irreconciliable entre poesía y política, Diego afronta lo social, el prosaísmo, la cuestión de la mayoría/minoría, la rehumanización, garcilasistas/tremendistas, Juan Ramón/Neruda, Panero/Neruda, García Nieto/Crémer, etc. y, cómo no, a Otero y Celaya (también a Hierro, que asimismo analizará la influencia de Diego como poeta, crítico y antólogo). Los juicios de Gerardo Diego sobre los poetas sociales más importantes no serán negativamente simplistas, pero ya en su poética del año 32 (aunque el planteamiento aparecerá en otros lugares) escribe: «La Poesía es el sí y el no: el sí en ella y el no en nosotros. El que prescinda de ella —el del qué sé yo— vive entregado a  todo linaje de sustitutivos y supercherías, al demonio de la Literatura, que es solo el rebelde y sucio ángel caído de la Poesía». Como concluye Miguel Ángel García: «en consonancia con esta zanja entre poesía y literatura, la poesía social caía del lado de la literatura y sus demonios» (pág. 418).

          Frente a esta imagen, es fácil recordar al «ángel» de la historia de Benjamin, con los ojos desorbitados entre las ruinas, pero quizás resulten más significativas las palabras de Brecht al mismo Benjamin: «Hemos pagado mucho por nuestras posiciones, estamos cubiertos de cicatrices». Por eso, a pesar de sus sueños y fracasos, conviene no olvidar la Historia de nuestros sociales, saber leer la poesía social, y por eso, como dicen las palabras que Miguel Ángel García coloca al frente de su necesario libro, sigue siendo bello «combatir unidos».