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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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teselas

Todo está perdonado, Rafael Reig

(Maxi Tusquets, Barcelona, 2012)

 

          Cuando alcanzó la calle ya tenía la piel azulada y le costaba esfuerzo respirar.

          - Menuda merluza lleva. De campeonato –comentó Arturo–. ¿Te pongo otra?

          - Sí, pero deja la botella. Y vete llamando a una ambulancia.

          Se oyó cómo caía al suelo el santo bebedor.

          - Gebe Gott uns allen, uns Trinkern, einen so leichten und schönen Tod –rezó el primer marinero que entraba en la taberna, un tipo alto y rubio como la cerveza.

          - Que nos dé Dios a todos nosotros, nosotros los bebedores, una muerte tan ligera y tan hermosa –repitió Arturo en español.

          - Amén –susurraron los clientes santiguándose.

(pág. 39)

 

          Las mujeres le intimidaban. A los quince años, su padre le había enviado «a por un alfiler» al cuarto de la chacha, a la que previamente había dado una propina para que «el chaval se estrenara». Ella se llamaba Piedad, era de una aldea asturiana, de Parres, tenía veinticinco años y le faltaban dos dientes, lo que le hacía hablar con silbidos y multitud de zetas que remplazaban a la mayoría de las eses.

          Gonzalo nunca había entrado en aquella habitación en la que sólo cabía una cama pequeña, un armario y una mesita de noche.

          - Mi padre necesita un alfiler.

          - Ya lo zabía –dijo Piedad, le hizo pasar y, a su espalda, Gonzalo la oyó cerrar la puerta.

          Piedad estaba despeinada, en camisón, descalza y de mal humor. Era una mujer triste, de mirada tenue y pasado tenebroso.

          Le ordenó que se tumbara en la cama, pero él sólo se atrevió a sentarse.

          Piedad apartó los tirantes del camisón, sacó los brazos y dejó caer la prenda, ayudando con las caderas para que resbalara hasta el suelo.

          Estaba desnuda.

          Como si saliera de un pozo, dio un paso fuera del círculo del camisón y se acercó a él.

          Gonzalo nunca había sentido tanto miedo. Cerró los ojos, convencido de que iba a morir en esa habitación que ni siquiera tenía ventanas. Ella le desabrochó el pantalón.

          - Azí no vaz a poder –dijo.

          Entonces se arrodilló y se puso a chupársela. El filo del hueco de su dentadura le arañaba sin hacerle daño, pero él sentía una raspadura dentro del pecho y un temblor incontrolable en las rodillas. Ella le empujó en los hombros para que se tendiera boca arriba y se subió a horcajadas sobre él.

          Fueron quizá unos minutos, un intervalo de tiempo sombrío, atravesado por el vuelo de los pájaros, y cuya duración midió Gonzalo por el latido furioso del temor y el de la humillación, más amortiguado, pero más duradero.

          Todo terminó sin que Gonzalo se hubiera quitado ni siquiera los zapatos y sin decir palabra. Piedad se limpió con una esquina de la sábana, Gonzalo se abrochó los pantalones y abrió la puerta, aún tembloroso y pálido.

          - Por lo menoz tú no pegaz –fue lo único que dijo ella.

(págs. 69-70)

 

          Esa noche Madrid fue una fiesta. Hubo naumaquias en el Canal Castellana, comas etílicos, cópulas inverosímiles, y se agotaron los suministros eucarísticos en todas las máquinas expendedoras. Por la calle, en los puentes y malecones, se cantaban las asturianadas de mi infancia:

 

Axuntabense, axuntabense

con una xiblata al pie de un tonel

puestu nun barrancu y tapau con llaurel.

Axuntabense, axuntabense

mozos bien gayasperos

que a más de beber

cantaben, bailaben y animabense.

 

          Todos querían estar lo más cerca posible unos de otros y axuntabense, se juntaban para gritar con una sola garganta. Oé, , . Podíamos, podíamos.

(pág. 100)

 

          En 1978 las circunstancias jugaron a favor de la ambición de Gamazo: el cónclave vaticano eligió Papa a un alpinista polaco, Karol Wojtyla.

          El Santo Padre sólo tardó seis años en expresar su deseo en primera persona del plural.

          - Nos tenemos una grande idea –afirmó, mayestático, en 1984–. Hay que tocar el cielo con las manos. En homenaje al Creador, hay que llegar al techo del mundo.

          - ¿Se refiere Su Santidad al Everest? –palideció Joaquín Navarro-Valls, el director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, que era español y del Opus Dei.

          - ¿Everest? –se asombró el Santo Padre enfurecido–. Eso es para turistas. ¿A quién le importa el Everest? Manca finneza, manca finneza. Nos queremos decir el Nanga Parbat.

          - Claro, claro, Santidad –respondió Navarro-Valls, que debía de haber recordado el Ananga Ranga.

          - La Montaña Desnuda: eso es lo que significa Nanga Parbat en sánscrito –el vicario de Cristo parecía confirmar las sospechas de Navarro-Valls: desnuda, faltaría más–. Il monstro Hitler trató de conquistarla, pero la molto formidabile roca resistió. Los nazistas la llamaban Schicksalberg: la Montaña del Destino.

          Aquello era tan alemán, pensó Navarro-Valls, que había estudiado en la Deutsche Schule de Cartagena. La desnudez convertida en destino. Casi le parecía oír el estrépito de Wagner.

          - Comprendo –afirmó–. Y Su Santidad se propone escalar eso, ¿verdad?

          - ¿Nos? No diga disparates. Será una muy católica cordada, en representación de la Iglesia peregrina en la tierra.

          No hubo mucho más que hablar: a los seis meses la expedición «In Hoc Signo Vinces» estaba lista y en el campamento base. Cuatro sacerdotes y tres monjas-sherpa hicieron cima y se fotografiaron con la bandera papal clavada en el hielo.

(pág. 126)

 

 

          La Camocha es la única mina de litoral, con galerías por debajo del nivel del mar. Según la tradición, los mineros, a oscuras, oyen el oleaje; y los marineros, desde sus barcos, oyen las explosiones de grisú.

          Sienten compasión unos de otros, o quizá solidaridad, y cantan. Los marineros, conmovidos por los mineros, que mueren solos, en la oscuridad. Los mineros, conmovidos por los marineros, que mueren solos, en la inmensidad.

 

La mina de La Camocha,

dicen que va baxo’l mar,

y que a veces los mineros,

sienten les oles bramar.

 

Por eso en el tayu,

se oye esti cantar.

 

Probe del marineru,

nel su barcu velero,

frente a la tempestad.

 

Probe del marineru,

que muere siempre solu,

en la inmensidad.

 

La mina de La Camocha,

dicen que va baxo’l mar,

y que a veces los marineros

sienten el grisú explotar.

 

Por eso en la proa,

se oye esti cantar.

 

Probe de aquel mineru,

que trabaya en sin mieo,

a la quiebra y el gas.

 

Probe de aquel mineru,

que muere siempre solu,

en la oscuridad.

 

Así ye la mina,

y el mar.

(pp. 149-150)