teselas
Todo está perdonado, Rafael
Reig
(Maxi Tusquets, Barcelona, 2012)
Cuando
alcanzó la calle ya tenía la piel azulada y le costaba esfuerzo respirar.
-
Menuda merluza lleva. De campeonato –comentó Arturo–.
¿Te pongo otra?
-
Sí, pero deja la botella. Y vete llamando a una ambulancia.
Se
oyó cómo caía al suelo el santo bebedor.
- Gebe Gott uns allen,
uns Trinkern, einen so leichten und schönen Tod
–rezó el primer
marinero que entraba en la taberna, un tipo alto y rubio como la cerveza.
-
Que nos dé Dios a todos nosotros, nosotros los bebedores, una muerte tan ligera
y tan hermosa –repitió Arturo en español.
-
Amén –susurraron los clientes santiguándose.
(pág. 39)
Las
mujeres le intimidaban. A los quince años, su padre le había enviado «a por un
alfiler» al cuarto de la chacha, a la que previamente había dado una propina
para que «el chaval se estrenara». Ella se llamaba Piedad, era de una aldea
asturiana, de Parres, tenía veinticinco años y le
faltaban dos dientes, lo que le hacía hablar con silbidos y multitud de zetas
que remplazaban a la mayoría de las eses.
Gonzalo
nunca había entrado en aquella habitación en la que sólo cabía una cama
pequeña, un armario y una mesita de noche.
-
Mi padre necesita un alfiler.
-
Ya lo zabía –dijo Piedad, le hizo pasar y, a su
espalda, Gonzalo la oyó cerrar la puerta.
Piedad
estaba despeinada, en camisón, descalza y de mal humor. Era una mujer triste,
de mirada tenue y pasado tenebroso.
Le
ordenó que se tumbara en la cama, pero él sólo se atrevió a sentarse.
Piedad
apartó los tirantes del camisón, sacó los brazos y dejó caer la prenda,
ayudando con las caderas para que resbalara hasta el suelo.
Estaba
desnuda.
Como
si saliera de un pozo, dio un paso fuera del círculo del camisón y se acercó a
él.
Gonzalo
nunca había sentido tanto miedo. Cerró los ojos, convencido de que iba a morir
en esa habitación que ni siquiera tenía ventanas. Ella le desabrochó el
pantalón.
-
Azí no vaz a poder –dijo.
Entonces
se arrodilló y se puso a chupársela. El filo del hueco de su dentadura le
arañaba sin hacerle daño, pero él sentía una raspadura dentro del pecho y un
temblor incontrolable en las rodillas. Ella le empujó en los hombros para que
se tendiera boca arriba y se subió a horcajadas sobre él.
Fueron
quizá unos minutos, un intervalo de tiempo sombrío, atravesado por el vuelo de
los pájaros, y cuya duración midió Gonzalo por el latido furioso del temor y el
de la humillación, más amortiguado, pero más duradero.
Todo
terminó sin que Gonzalo se hubiera quitado ni siquiera los zapatos y sin decir
palabra. Piedad se limpió con una esquina de la sábana, Gonzalo se abrochó los
pantalones y abrió la puerta, aún tembloroso y pálido.
-
Por lo menoz tú no pegaz
–fue lo único que dijo ella.
(págs.
69-70)
Esa
noche Madrid fue una fiesta. Hubo naumaquias en el Canal Castellana, comas
etílicos, cópulas inverosímiles, y se agotaron los suministros eucarísticos en
todas las máquinas expendedoras. Por la calle, en los puentes y malecones, se
cantaban las asturianadas de mi infancia:
Axuntabense, axuntabense
con una xiblata
al pie de un tonel
puestu nun barrancu y tapau con llaurel.
Axuntabense, axuntabense
mozos bien gayasperos
que a más de beber
cantaben, bailaben
y animabense.
Todos
querían estar lo más cerca posible unos de otros y axuntabense, se juntaban para
gritar con una sola garganta. Oé, oé, oé. Podíamos, podíamos.
(pág. 100)
En
1978 las circunstancias jugaron a favor de la ambición de Gamazo: el cónclave
vaticano eligió Papa a un alpinista polaco, Karol Wojtyla.
El
Santo Padre sólo tardó seis años en expresar su deseo en primera persona del
plural.
-
Nos tenemos una grande idea –afirmó, mayestático, en 1984–. Hay que tocar el
cielo con las manos. En homenaje al Creador, hay que llegar al techo del mundo.
-
¿Se refiere Su Santidad al Everest? –palideció Joaquín Navarro-Valls, el
director de
-
¿Everest? –se asombró el Santo Padre enfurecido–. Eso
es para turistas. ¿A quién le importa el Everest? Manca finneza,
manca finneza. Nos queremos decir el Nanga Parbat.
-
Claro, claro, Santidad –respondió Navarro-Valls, que debía de haber recordado
el Ananga Ranga.
-
Aquello
era tan alemán, pensó Navarro-Valls, que había estudiado en
-
Comprendo –afirmó–. Y Su Santidad se propone escalar
eso, ¿verdad?
-
¿Nos? No diga disparates. Será una muy católica cordada, en representación de
No
hubo mucho más que hablar: a los seis meses la expedición «In Hoc Signo Vinces» estaba lista y en el campamento base.
Cuatro sacerdotes y tres monjas-sherpa hicieron cima y se fotografiaron con la
bandera papal clavada en el hielo.
(pág. 126)
Sienten
compasión unos de otros, o quizá solidaridad, y cantan. Los marineros,
conmovidos por los mineros, que mueren solos, en la oscuridad. Los mineros,
conmovidos por los marineros, que mueren solos, en la inmensidad.
La mina de
dicen que va baxo’l mar,
y que a veces los
mineros,
sienten les oles bramar.
Por eso en el tayu,
se oye esti cantar.
Probe del marineru,
nel su barcu
velero,
frente a la tempestad.
Probe del marineru,
que muere siempre solu,
en la inmensidad.
La mina de
dicen que va baxo’l mar,
y que a veces los
marineros
sienten el grisú
explotar.
Por eso en la proa,
se oye esti cantar.
Probe de aquel mineru,
que trabaya
en sin mieo,
a la quiebra y el gas.
Probe de aquel mineru,
que muere siempre solu,
en la oscuridad.
Así ye la mina,
y el mar.
(pp. 149-150)