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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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teselas

El hombre que se enamoró de la luna, Tom Spanbauer

(El Aleph, Barcelona, 2007, 2ª ed.)

 

          Si tú eres el diablo, no soy yo quien cuenta esta historia. Ni soy Afuera-en-el-Cobertizo. Ése es el nombre que ella me dio sin siquiera saberlo. Ella es Ida Richilieu, la misma a quien años más tarde, tras lo sucedido en el Paso del Diablo, llamaban Ida Pata-palo.

          Yo también creía que Eh-tú y Ven-Aquí-Chaval eran mis nombres. Hasta que tuve más o menos diez años, yo pensaba que esas palabras tybo se referían a mí. Tybo significa «hombre blanco» en mi lengua. Mi lengua está compuesta por unas cuantas palabras que todavía recuerdo.

          Mi madre era una bannock y trabajaba para Ida, limpiando y satisfaciendo a los hombres. Así es como fui concebido… o eso al menos pensaba yo. Mi madre me llamaba Duivichi-un-Dua, lo que significaba algo, lo que significa que yo era alguien que se merecía un nombre semejante: no uno como Afuera-en-el-Cobertizo.

          Tardé mucho en saber lo que significa mi nombre indio. Una de las razones de ello es que mi nombre no es bannock sino shoshone, y ningún bannock podía explicármelo cuando se lo preguntaba. Siempre creí que mi madre era una bannock. Supongo que debía de ser shoshone. ¿Por qué si no me puso un nombre shoshone?

(pág. 13)

 

          Después de la noche que Ida no pudo dormir, y después de ver mi polla dura –bueno, y de conocer el resto de mi historia– a pesar incluso de que no tenía más de doce años… Ida supuso que me gustaría el trabajo. O sea que acabé asumiendo el resto de los deberes de mi madre: satisfacer a los hombres en la cama.

          En indio eso se llama berdaje. La primera vez que oí la palabra berdaje fue cuando conocí a Dellwood Barker. Me dijo la palabra y me explicó la historia del berdaje conocido como Mujer Loca, cómo Mujer Loca había curado a Dellwood Barker para luego enseñarle a follar.

          No sé si berdaje es una palabra bannock, shoshone o simplemente india. He oído que es una palabra francesa, pero como yo no sé francés no podría afirmarlo.

          Lo importante es que ésa es la palabra: berdaje.

          - B… E… R… D… A… J… E… - deletreó Dellwood Barker– significa hombre santo que folla con otros hombres.

          Las únicas palabras tybo que conozco para afuera en el cobertizo, para cómo soy, para follar con otros hombres, son palabras que ahora no utilizo. Pero solía utilizarlas. Creía que eran otros nombres para definir quién era yo.

          Pero Dellwood Barker lo cambió todo. Volvió a entrar en mi vida tras dos años de no estar en mi vida y cambió todo eso: mi nombre, quién creía yo que era. Llamó a la puerta del cobertizo. Dio un paso dentro. Ahí estaba, Dellwood Barker, el hombre que yo creía que era mi padre. Todo era diferente. Yo era diferente. Yo era alguien que se había enamorado.

          Me enamoré de él profunda y rápidamente, desde ese instante y para siempre.

          Siempre era una de las palabras de Ida. Fue una de las primeras palabras que me hizo aprender.

          - S… I… E… M… P… R… E… -me había deletreado Ida–. Significa eternamente –añadió.

          En cuanto a mí, nunca creí que me enamoraría de alguien, menos aún de un hombre blanco, menos aún de mi padre, y menos aún para siempre.

(págs. 15-16)

 

          Y otra diferencia era que ahora que Ida sabía que yo podía hablar, empezó a enseñarme a leer palabras y a escribir palabras, y a deletrear palabras. Palabras tybo. Cada día de la semana, después de la una del mediodía y antes de su baño de las tres, Ida Richilieu se sentaba conmigo en su habitación con uno de sus cuatro libros.

          Cuando empezó a enseñarme, Ida me leía. Más tarde me puse a leer con ella. Y luego, al final, era yo quien le leía a ella. Tardé dos años en aprender a leer y escribir, y a deletrear.

          Yo tenía una buena cabeza sobre los hombros.

          Leíamos los siguientes libros: Paul Bunyan y su buey azul, Mártires católicos, Pecadores a manos de un Dios airado y Apóyate en mí; pero la mayoría de las veces sólo leíamos el de Paul Bunyan y Apóyate en mí.

          Cuando leíamos el que trataba de los santos católicos, Ida me decía que prestara atención a las palabras… no a lo que decían. Lo que más me gustaba del libro eran las ilustraciones de esa gente con círculos de luz en torno a sus cabezas, esos hombres que hablaban a los animales y morían asaeteados o colgados de los árboles boca abajo.

          Leíamos el libro sobre los pecadores y el del Dios airado fundamentalmente porque incluían buenas palabras. Ida también decía que era bueno que yo supiera que la gente puede pensar así.

          - Saber quiénes son tus enemigos –decía Ida.

          Apóyate en mí no era tybo común, era poesía.

          - Tiene más de pintura que de historia –decía Ida.

          En Apóyate en mí se pintaba a hombres y mujeres que, acosados por su trayectoria sexual, llevaban una vida solitaria en las montañas.

          Ése era mi favorito.

          Cuando aprendí a leer y a escribir, Ida dio por concluidas nuestras lecciones de sobremesa. Dijo que ya sabía lo suficiente y que si quería seguir adelante era cosa mía. Pero seguimos deletreando.

          Llegamos hasta el punto de que día y noche me gritaba palabras a través de la habitación, a través, a través del pueblo.

          - ¡Rendezvous! –gritaba.

          - ¡Candelabro! –gritaba.

          - ¡Rinoceronte! –gritaba.

          Así era ella.

(págs. 71-72)