Número Actual - Números Anteriores - TonosDigital en OJS - Acerca de Tonos
Revista de estudios filológicos
Nº30 Enero 2016 - ISSN 1577-6921
<Portada
<Volver al índice de peri biblion  

peri biblion

 

 

LA LITERATURA ARGENTINA EN LA OBRA DE MENÉNDEZ PELAYO

 

Adriana Mabel Porta

(Università per Stranieri “Dante Alighieri”. Reggio Calabria, Italia)

adriporta@hotmail.com

 

 

RESUMEN

El objetivo del presente estudio es efectuar un balance sobre la visión general de la Literatura Argentina ofrecida por Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de la Poesía Hispanoamericana[1]. Para ello, además de centrarnos en el capítulo dedicado a la República Argentina, nos basaremos en la lectura de las “Advertencias Generales”, que a modo de introducción, reúnen parte de las ideas del corpus canónico a partir del cual afrontó la selección y crítica de autores y óperas. Desde el punto de vista organizativo, dividiremos el estudio en tres partes: una breve introducción para contextualizar el argumento, seguida por el análisis específico del capítulo destinado a la Literatura Argentina, y por último, las conclusiones finales, donde en breves líneas intentaremos ofrecer una lectura personal sobre el tratamiento que Marcelino Menéndez Pelayo reservó a la producción literaria argentina.

Palabras clave: Menéndez Pelayo; visión personal; Literatura Argentina; Historia de la Poesía; Hispanoamérica.

 

ABSTRACT:

This paper aims at giving an overview of Argentinian Literature as seen by Marcelino Menéndez Pelayo in his Historia de la Poesía Hispanoamericana. We will focus on the chapter on Argentina, specifically on "General Warnings", which by way of introduction, meet some of the ideas of canon corpus from which he carried out the selection of authors and their works. In order to make the paper easier to read, we will divide it into three parts: a brief introduction to contextualize the topic, followed by the specific chapter on the analysis of Argentinian literature, and finally, we will try to offer a personal interpretation about the importance Marcelino Menéndez Pelayo reserved to Argentinian literary production.

Key words: Menéndez Pelayo; personal vision; Argentinian Literature; History of Poetry; Latin America.

 

INTRODUCCIÓN: GÉNESIS DE LA OBRA E IMAGINARIO DEL AUTOR

Consciente de la irreversibilidad de los procesos de independencia de las naciones americanas y bajo los auspicios de un nuevo espíritu reconciliador, España intentó recuperar parte de su dominio interviniendo en aquellos espacios considerados comunes y continuativos: la lengua y la literatura. En esta nueva misión colonizadora denominada “hispanoamericanismo”[2], entendido como la simple reivindicación del derecho natural y exclusivo de la “madre patria” a ejercer su influencia cutural sobre sus territorios de siempre[3], la Real Academia Española desempeñó un rol fundamental. El denodado interés por estimular el nacimiento de instituciones paralelas en América, verdaderas “filiales” de la central castellana, junto a la idea de unificar la producción literaria americana en una antología que recogiese tangiblemente los frutos de siglos de acción civilizadora en el Nuevo Mundo, respondieron a dicho objetivo. Era de esperarse, que en plena fase de construcción y afirmación de las identidades nacionales, la política centralista y verticalizadora de la RAE, no facilitase la aceptación e implantanción de las mismas; las cuales, solo después de un siglo de forcejeos, conquistaron cierta paridad con Madrid gracias al reconocimiento oficial del pluricentrismo normativo.

Sin dudas, siendo su realización planteada en términos colaborativos, menores dificultades tuvo que sortear la publicación de la antología, la cual halló en la conmemoración del IV Cententenario del Descubrimiento de América, una ocasión irrepetible para cristalizar el proyecto y reimpulsar el ideal hispanoamericanista. Iniciativa cultural, que también obedecía a imperativos económicos concretos, como el de reactivar el mercado interno de la editoria española a partir de su insersión en circuitos comerciales más amplios como el de las prósperas repúblicas de habla hispana. Luego de varios tentativos para poner en marcha la realización de la antología, la RAE nombró como director del proyecto a Marcelino Menéndez Pelayo, figura clave dotada de las características requeridas para el tenor de la empresa: prestigio y brillo intelectual, grandes capacidades laborales, afinidad completa con los ideales de la Academia. Animado por el escritor y crítico español Juan Valera, con el cual, además de compartir la misma pasión intelectual lo acomunaba un ideario común, se lanzó con el ímpetu de un cruzado en la publicación de los cuatro volúmenes que vieron la luz en el breve lapso de tres años (1892-1895). Posteriormente, reelaboró el contenido a partir de los prólogos, dando vida a una Historia de la poesía hispanoamericana (1911), destinada junto a la Antología a convertirse en el punto de referencia obligado de los estudios en materia.

¿Cuáles principios metodológicos y conceptuales animaron la realización de su obra? Tanto la Antología de poetas como la Historia de la Poesía Hispanoamericana, intelectualmente concebidas como un continuum, se inscriben en la corriente cultural del regeneracionismo decimonónico, aún anclado en las glorias del pasado e incapaz de saldar sus cuentas con el presente. La idea de ultimar el proceso independencista concediendo autonomía cultural o identidad propia a las “hijas americanas”, constituía una renuncia inadmisible. Don Marcelino personificaba in toto el punto de vista histórico, político e ideológico de aquella España conservadora y católica, nostálgica de su pasado imperial y aparentemente inmune al peso de los acontecimientos que continuaban minando su imagen mental de potencia.

Los hilos conductores de su programa, deducibles entre líneas a lo largo de su obra y explícitamente detallados con énfasis declamatorio en las “Advertencias Generales”, revelan en su retórica ampulosa, la concepción de una tarea que elevaba la simple realización de una labor literaria al estatus de misión patriótica. Fiel a sus ideales juveniles, ya expuestos con firmeza a sólo ventiún años de edad en el Programa de Literatura Española presentado para oposiciones a cátedra, continuó considerando a las literaturas Hispanoamericanas como un apéndice de la española. Con metáforas que recuerdan las empleadas para describir la arquitectura política del absolutismo regio y en nombre de una “renovada alianza hispánica” [4], las incorporó al tesoro de la literatura española en lengua castellana relegándolas a eternas menores de edad, incapaces de romper los lazos con el vínculo materno.

En su concepción genética, universalista y aglutinante del saber humano[5], trazó una línea de desarrollo que conectaba el presente de las únicas dos lenguas romances de linaje imperial y casi excelencia clásica, a las huellas cuidadosamente seleccionadas de un pasado greco-romano, libre e inmaculado del contagio de la barbarie. En su conocida ecuación antropológica, “América es o inglesa o española”, mientras las literaturas norteamericana y australiana asumían el rol activo de caudal enriquecedor de la británica, las restantes americanas sucumbían ante la imagen de una España que como un coloso erguido a ambos lados del Atlántico, cargaba sobre sus espaldas el peso de una misma lengua, una misma literatura, una misma historia. Continuidad, que ni siquiera las “luchas fraticidas”, es decir, las guerras de independencia de las futuras naciones americanas, donde dicho sea de paso se derramó “una misma  sangre”, pudieron interrumpir.

Desde el punto de vista estilístico, Don Marcelino concebía la prosa narrativa como una obra de arte; estética que además incluía la libre interpretación del pasado, cuyos datos reales acomodaba sin preámbulos a su derrotero ideológico. En cuanto a los criterios de selección aplicados para la realización de la antología, se abstuvo estrictamente a los establecidos por la RAE: incluir obras de “buen gusto” y “corrección formal”; poesía a decapito de la prosa, y dentro de ella, a la lírica castellana; ignorando por completo la producción poética en “lenguas primitivas” o aborígenes, para dar únicamente espacio a la que transplantaron en América los colonos españoles y conservaron sus descendientes. Al fin y al cabo, dejaba entender, constituía un esfuerzo inútil, ya que la originalidad de la producción americana residía en las maravillosas ambientaciones naturales de su espacio, en la historia y costumbres criollas y no en las tradiciones de “gentes bárbaras o degeneradas” de las cuales ni los mismos americanos tenían noticias. En cuanto a los autores, por una cuestión de “decoro literario” se optaba por excluir a los poetas vivos, decisición dolorosa para la Academia teniendo en cuenta el momento de gracia que atravesaban las letras americanas, pero necesaria para garantizar la imparcialidad y evitar consagrar a representantes momentáneamente famosos pero sujetos a los avatares del futuro. Por último, en lo que se refiere a las fuentes consultadas, o bien a las antologías de autores americanos que sirvieron como reservorio documental para la elaboración de la propia, liquidó brevemente la cuestión. Sin demasiado reparo, condenó por mediocres a la mayor parte de las mismas y únicamente salvó de las cenizas a la América Poética del argentino Juan María Gutiérrez, al cual tilda de literato refinado pero enceguecido por el fanatismo de su “antiespañolismo furioso”.

Las últimas frases con las cuales concluye las advertencias preliminares constituyen una síntesis ideológica de su pensamiento: además de los poetas americanos que han producido en su tierra natal, también se incluye a los que han transcurrido la mayor parte de su vida en España, aunque generalmente se los considere más peninsulares que criollos; perfecta simbiosis cultural, en la cual resulta imposible discernir dónde termina lo hispano y comienza lo americano.

 

 

MENÉNDEZ PELAYO Y LA  LITERATURA ARGENTINA

El comienzo del capítulo dedicado a la poesía argentina asombra por su inexactitud, pues con la Real Cédula del 1778 las autoridades españolas decretaron el nacimiento del Virreinato del Río de la Plata y no el de Buenos Aires, del que la misma era ciudad “cabecera” o capital. Como para el resto del continente americano, la literatura según Pelayo comienza con la llegada de los conquistadores españoles, silenciando completamente el pasado prehispánico e uniformando una realidad territorial, demográfica y cutural muy diversa. Durante el período colonial, afirma, las “tradiciones literarias son muy escasas” y consisten en las habituales crónicas y relaciones sobre la Conquista, entre las cuales cita a las del bávaro Úlrico Schmidel, que en el 1534 formó parte de la fracasada expedición de Pedro de Mendoza y a los Comentarios del “heroico adelantado” Alvar Núñez Cabeza de Vaca, publicados en 1555. También menciona al poema épico Argentina, y conquista del Río de la Plata ..., del soldado extremeño Martín del Barco Centenera, que integró la expedición de Juan Ortiz de Zárate y acompañó a Juan de Garay en la segunda y definitiva fundación de Buenos Aires. Para el autor, se trata de una composición digna de ser recordada solo por su enorme valor testimonial y escrita por una figura opaca carente de las dotes de un Ercilla; uno de los pocos puntos de vista que comparte con Juan María Gutiérrez. Para Menéndez y Pelayo, el único toque poético de los veintiocho cantos, reside en la presencia de lo maravilloso: detrás de sus mordaces e irónicas apreciaciones sobre la ingenuidad del autor, yace la imposibilidad de ver en la leyenda de El Dorado o del imperio del Paytiti, el cúmulo de expectativas que los españoles proyectaron en la gran aventura que en su tiempo fue la Conquista; enriqueciendo las descripciones con elementos provenientes del fantástico, como también estilaban los clásicos, con figuras mitológicas y escenarios irreales donde trasferían temores y deseos (Antonucci, Tedeschi, 2008). Pese a considerarlo un producto de pésima calidad literaria, dedica varias páginas a su análisis evidenciando la total falta de estructura y coherencia temática, señalando analogías con otros autores, etc.; para concluir reiterando su gran valor documental y el hecho de ser la única composición a la “que está reducida la literatura argentina de los siglos XVI y XVII”. Sucesivamente, nombra a otros dos poetas, un tal Bernardo de la Vega citado por Cervantes en el Quijote y condenado por el mismo en el capítulo VII del Viaje del Parnaso; y a Luis Pardo, a quien Lope en el Laurel de Apolo le dedica unos versos.

Habiendo dado por terminado el análisis de la producción poética de la primera fase del  período colonial, se concentra en la incesante labor cultural de los jesuitas; predicadores, pero también, historiadores, filólogos, naturalistas, cartógrafos, y sobre todo, agentes educadores y promotores de la instrucción pública en Sudamérica. Basándose en una rica documentación bibliográfica, recorre con palabras de elogio la vida de la Compañía de Jesús desde su instalación hasta la fecha del “vandálico decreto del 1767” que ordena su expulsión. A ellos se debe la fundación de colegios y seminarios; de universidades, donde no pierde oportunidad para exaltar el carácter tradicional y conservador de la de Córdoba ante el regalismo anticlerical de la Charcas o Chuquisaca (donde casualmente se habían formado la mayor parte de los hombres de Mayo); para finalizar destacando la importancia indiscutible que la introducción de la imprenta por parte de los misioneros tuvo en la colonia.      Prosigue su recorrido por la vida cultural de la capital virreinal focalizando su análisis en la acción gobernativa de Vértiz, personaje de conocido ímpetu reformista, que apelándose a las disposiciones regias destinó el patrimonio edilicio y material de los jesuitas para la realización de su proyecto ilustrado. Tratándose de un representante de las luces pero de méritos reconocidos, el juicio de nuestro antólogo es moderado. Sostiene que el alcance general de la obra del virrey es limitado: no logra introducir las cátedras de derecho en el flamante Real Colegio de San Carlos ni llega a fundar una universidad, obligando a los estudiantes argentinos a formarse en las subversivas aulas de Charcas. Destaca la figura del padre Maciel, que junto a Labardén y Basavilbaso constituía parte de su entorno, reconociendo al canónico como “uno de los hombres más ilustrados de la colonia” y del que ofrece algunos datos biográficos tomados de la Revista de Buenos Aires de Juan María Gutiérrez. Sucesivamente, es el turno del famoso deán Funes, vencedor de la contienda por la dirección de la Universidad de Córdoba entre la orden franciscana y el clero secular; sobre el cual descarga una generosa ráfiga de epítetos que van desde  “teólogo con ribetes jansenistas” a “orador con pretenciones de pompa ciceroniana”. A este hombre, aclara, que lamentablemente puso la inteligencia al servicio de su “espíritu intrigante”, lo menciona por el simple hecho de haber introducido la literatura en el Plan de estudios de la Universidad de Córdoba, sin detenerse siquiera sobre alguno de los escritos del famoso canónico. Por último, del gobierno de Vértiz, recuerda la inauguración del primer teatro, y sobre todo, el establecimiento de la primera imprenta de la ciudad en la Casa de los Expósitos, que desde el 1796 amplió su tirada imprimiendo libros “de mayor novedad y bulto”, como una traducción del francés realizada por Manuel Belgrano y algunos opúsculos literarios, con los que se introduce en el tema de las contiendas poéticas de sátiras y libelos que circulaban en tiempos de la colonia. Entre las obras más destacadas, cita las Poesías fúnebres, la glosa Miserere y las Poesías Místicas de Fernández de Agüero; al que condena por introducir el utilitarismo en las aulas universitarias, pero redime por haber estimulado el interés por la creación literaria, alentando el surgimiento de asociaciones como la Patriótico-Literaria integrada por Lavardén. 

En este clima de fermento y renovación secular, ya bajo el virreinato del Marqués de Avilés, destaca la aparición del primer periódico de Buenos Aires, el famoso Telégrafo Mercantil, dirigido por el extremeño Cabello y Mesa. De evidentes intenciones patrióticas y declarado corte iluminista, para Menéndez y Pelayo el responsable del periódico no estaba a la altura de las circunstancias, pues si bien su modelo era el Mercurio Peruano, su talento no era el de sus autores y Buenos Aires no era Lima, aquel aristocrático bastión realista de centenaria tradición colonial.  En efecto, para don Marcelino, la “Gran Aldea” no estaba preparada para una empresa de tal magnitud, pese a la ingente labor científica desarrollada por estudiosos españoles, como el conocido Félix de Azara.

De neta inspiración científica, en cambio, según las particulares consideraciones de nuestro autor, es la Oda al Paraná de Manuel José de Lavardén, que apareció en el Telégrafo. Pese a definirla de escaso valor poético, es sin embargo, la primera pieza compuesta en Buenos Aires por una de las personalidades más influyentes del panorama cultural del momento, figura de la cual lamenta los pocos vestigios literarios que se conservan. De Lavardén recuerda el Siripo, una tragedia de tema americano representada en los carnavales del 1789, pero no incluye la Sátira escrita en el 1786, una obra que además de proponer en clave irónica la rivalidad entre Lima y Buenos Aires, cela las primeras manifestaciones de un incipiente espíritu nacional.

Su camino literario prosigue con el triunfo de la Reconquista, aquella epopeya en que los “argentinos” por primera vez tomaron conciencia de su fuerza, y fueron protagonistas de un evento que inspiró un vuelo poético a ambos lados del Atlántico, comparable a los ecos de Trafalgar. El rechazo de las invasiones inglesas del 1806 y 1807, fue ampliamente celebrado con abundantes composiciones de estilo neoclásico, entre las cuales, Pelayo exalta como magnífica la oda A la defensa de Buenos Aires de Juan Nicasio Gallego, limitándose a mencionar las restantes. Sobresale también el romance endecasílabo El triunfo argentino de Vicente López y Planes, quien combatió en la compañía de patricios. Si bien el poema está consagrado a inmortalizar un triunfo todavía español, en el mismo resplandecen notas de claro patriotismo, en el que sin dudas individua “el primer destello de poesía patriótica argentina”. Sobre su autor, Menéndez y Pelayo detalla el cursus honorum revolucionario, evidenciando su fama como compositor del Himno Nacional Argentino, el mejor de los cantados en América durante el período de la independencia, aunque no pueda obviamente ser considerado una “obra maestra”. Calificándolo de “marcha guerrera”, además de encontrarle evidentes errores de acentuación, lo considera una clara imitación de un poema de Jovellanos.

Es significativo observar cómo la fase de transición que va desde la Revolución de Mayo de 1810 hasta la Independencia argentina declarada en julio de 1816, pase completamente inobservada en la recopilación de Menéndez y Pelayo. Se trata de hechos de vital importancia que ya para la historiografía de aquel entonces constituían una línea divisoria de la Historia Argentina, y que sin embargo, nuestro antólogo reduce a frases como “los días de la guerra”. No menos llamativo es el calificativo utilizado para referirse a la producción literaria del período revolucionario, es decir, “poesías patrióticas”, y solo al citar el volumen La lira Argentina, cuyo título especifica o Colección de las piezas Poéticas, dadas a luz en Buenos Ayres durante la guerra de su independencia, caemos en la cuenta de lo que se trata. Las intenciones del autor, capaz de detenerse y pormenorizar composiciones poéticas y autores desconocidos para la Reconquista, son claras: minimizar todos lo fenómenos de ruptura, porque el objetivo de la Antología y de la Historia es reescribir el pasado incorporando lo americano a lo hispano como parte de una evolución continua y natural.  Luego de las pocas líneas dedicadas a dos figuras “que compartieron el oficio de poetas patrióticos en los días de la guerra” (Esteban De Luca Juan Crisóstomo Lafinur) se detiene en Juan Antonio Miralla, aquel “conspirador contra España” fuera de su tierra natal, del que casi no quedan obras originales pero al que estima como el mejor traductor de la elegía En el cementerio de una aldea de Tomás Gray, y con el cual se entretiene en un juego comparativo entre la obra original y  algunas citas de los trabajos de traducción efectuados por otros autores.

      Finalmente llegamos al 1824, el antes y después de la poesía argentina, ya que hasta el momento “se habían hecho en Buenos Aires muchos versos, pero no había aparecido un verdadero poeta”; honor que concede a Juan Cruz Varela, un representante de la escuela clásica al que aclara dedicará un espacio significativo, ya sea por la extensión de su obra que por el espesor de su figura. Basándose en el estudio de Juan María Gutiérrez, recorre la vida, cita fragmentos de sus poesías, establece comparaciones buscando posibles puntos de referencia en autores españoles, hasta individuar en Cienfuegos su verdadera fuente de inspiración. De Varela celebra su formación neoclásica, y más que sus resultados como traductor, sus dotes de imitador, como por ejemplo en la tragedia Dido, una adaptación dramática del libro IV de la Eneida de Virgilio, a la que Menéndez Pelayo considera “la primera tragedia argentina digna de ser citada. Antes de Varela, tampoco el teatro produjo frutos significativos, si bien los juicios son oscilantes en lo que respecta a la calidad de su producción. Por último, se detiene en las Odas, evidenciando la última fase creativa del autor, cuando abandona a Cienfuegos y se concentra en el estilo de Quintana. De Varela exalta abiertamente su credo político: poeta del partido unitario, garante de la continuidad  o introducción de la cultura europea, sostuvo una ecarnizada lucha contra el salvaje impulso de las “hordas casi nómadas” que actuaron sobre la capital imponiendo los hábitos del caudillismo del desiero. Desde esta perspectiva, no podía ser otra que A la libertad de imprenta, la más brillante de sus composiciones, donde en sus versos el autor expresa su “sincero entusiasmo por el progreso humano”. Para terminar, elogia el Triunfo de Ituzaingó, poema lírico que contó con la aprobación de José Joaquín de Mora y de Andrés Bello, del que critica el entusiasmo patriótico, que en sus palabras resume como “aquella hipérbole desaforada y canodorosa de pueblos recién nacidos”.

         Ya en los umbrales del romanticismo y sin esforzarse por cruzar el Atlántico, Menéndez Pelayo introduce a una figura que por sus características personales sintetiza cabalmente su credo: don Ventura de la Vega.  Presentado como un americano-español, interesante inversión del binomio español-americano que en tiempos de la colonia especificaba la condición de los españoles nacidos fuera de la Península, constituye un ejemplo de continuidad simbiótica, casi como las dos caras de una misma moneda. A la persona que simboliza “el perenne lazo espiritual entre las colonias emancipadas[6] y la metrópoli”, ya sea por situarse fuera de la corriente de la literatura argentina como por la haber sido magistralmente retratado por su amigo y actual director de la Academia, decide según sus parámetros, no dedicarle demasiado espacio en su introducción. Solo doce páginas, para detallar la producción del que considera ya un clásico moderno, un excelente traductor e imitador, uno de los mejores poetas dramático del siglo; aproximadamente la mitad de las venticuatro con las que liquida la literatura argentina desde el romanticismo a la gauchesca.

Casi en paralelo y en manera triunfal, cambia escenario presentando a Esteban Echeverría, al que reconoce como fundador de una nueva escuela poética americana, pero sobre todo, como introductor del romanticismo en el Plata; operación que realiza en concomitancia con los primeros ensayos del movimiento en España, y por lo tanto, de neto corte francés y si mediación castellana. Personalidad tan celebrada en su patria pero cuya “intención poética valió más que su ejecución”, según la óptica maniquea de don Marcelino, y que, por lo tanto, va ponderada con atención. Los escasos cinco años que residió en París bastaron para cancelar sus orígenes: cuando regresó a su tierra y se improvisó poeta, se dio cuenta que “ni conocía las reglas más elementales de nuestra versificación” y “apenas sabía escribir en castellano”. Más que poeta o literato lo define un pensador que canaliza en versos su ideario político. Elvira o la novia del Plata, es el “poemita” con el que debuta en el 1832, fecha en la también se publica El Moro Expósito del duque de Rivas, “primera obra importante del romanticismo español”. De mayor envergadura resulta la colección lírica Los Consuelos (1834), en la que al final del primer tomo expone su programa estético, estrofas interesantes por su nota melancólica y subjetiva, pero donde aun tarda en asomarse el color local americano. En realidad, fue el dolor físico el que lo hizo poeta: en la evolución literaria de Echeverría que traza Pelayo, su real condición de cardiopático lo llevó a interiorizar en forma genuina el sufrimiento, pues mientras “otros fueron quejumbrosos por imitación y por escuela”, el mayor representante de la Generación del 37 se quejaba de verdad. Los Consuelos marca el comienzo de su ascención parnasiana. Siguen las Rimas (1837) y sobre todo, La Cautiva, poemas que denotan el crecimiento humano que sucede a la superación del dolor. De este último destaca la novedad de la ambientación, es decir, la “pintura poética del Desierto”, descubrimiento escénico que entra a formar parte del imaginario poético y del vocabulario político sucesivo. La descripción de la pampa, interpretada como una vasta llanura austera, monótona, silenciosa y fundamentalmente vacía, es como un papel en blanco donde la civilización aún puede escribir su historia. Su imponenente belleza es el telón de fondo donde aparecen por primera vez los “bárbaros”, pero su poema apenas supera el “buen gusto” de don Marcelino. Conciente de sus críticas severas, invita al lector argentino a recrearse en el “bello ditirambo” escrito por Gutiérrez, más inspirado en el patriotismo y amistad que lo unía a Echeverría que en todos los “sino” señalados en la composición. A pesar de la severidad de su juicio, el autor de la antología nos informa que La Cautiva fue elogiada en España, donde se agotó su reimpresión, y posteriormente traducida en Alemania. Del vate argentino destaca también su participación política y su rol protagónico en la fundación de la Asociación de Mayo, una sociedad secreta que reunió a figuras como las de Alberti y Gutiérrez y cuyo principal objetivo era preparar la caída de Rosas y emprender la regeneración[7] nacional. Para El dogma socialista, folleto en que exponía los principios de su credo social y manifiesto de los que aspiraban a poner  fin a la tiránica dictadura, tampoco reserva grandes elogios. En su segunda fase, caracterizada por el exilio montevideano y en la que “el político mató miserablemente al poeta”, solo rescata el principio del poema Avellaneda. Echeverría, afirma, no tenía “genio épico” y por lo tanto era incapaz de declamar aquella batalla inedulible y de “proporciones aterradoras” que significó el enfrentamiento entre Unitarios y Federales. Contra El Ángel caído, título que irónicamente utiliza para decretar la defunción poética de Echeverría, descarga lo mejor de su repertorio: al autor de tal “aborto” poético, sugiere despreciar menos a los poetas españoles y pedir prestado un poco de talento a sus contemporáneos Espronceda y  Zorrilla. El balance final que efectúa Pelayo sobre sobre la obra de Echeverría, es una oportunidad más que el autor aprovecha para filtrar su propio punto de vista, estableciendo un paralelismo entre un incapacidad de lectura del pasado histórico nacional y su modo de improvisar una literatura americana, cuestionando su desapego por lo español y castizo al punto de coincidir con Calixto Oyuela en no ser suficientemente americano por su incongruencia al aceptar el legado de la lengua pero rechazar la cultura de la cual es su “alma”; en fin, incluyéndolo en la lista negra de los afrancesados “heteredoxos”. Lo americano se reduce a los poemas La Cautiva y Avellaneda y al relato El Matadero; una de las obras más celebradas de Echeverría y sobre la cual no se detiene.

En lo que respecta a la literatura del exilio, es decir, al conjunto de obras publicadas en Bolivia, Chile y Montevideo durante la “tiranía de aquel demente”, o sea Rosas, destaca las figuras de Vicente Fidel López, Sarmiento, Alberti y Félix Frías; prescinde por su rigor objetivo del contemporáneo Mitre; y exalta la figura de Juan María Gutiérrez, al que considera “el más completo hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del nuevo Continente”.

         En su personalidad, los méritos superan a los “los defectos” (“americanismo indulgente y mal entendido”, exagerado volterianismo y aversión por España). Como crítico, solo pudo ser igualado en fama y calidad por Andrés Bello. Pero al autor de la América Poética, hombre culto  y erudito, diligente bibliógrafo, poeta de no poco precio de gran estilo y buen dominio de la lengua, no le perdona una gran contradicción: el haber influenciado negativamente a una generación al asumir una actitud detractora contra España. A los autores precedentemente mencionados, Pelayo dedica poco espacio en su obra. José Mármol, considerado un ingenio romántico cuya popularidad excedió en su tiempo a la del mismo Echeverría, encuentra un sitial especial en su ‘Parnaso’ por el linaje hispánico de su vena romántica y su abierta emulación de Zorrilla. Sus recreación profunda y melancólica de la naturaleza compensa las “hipérboles desaforadas de venganza y exterminio” de su poesía política contra Rosas y evitan que su estro degenerase en “convulsió epiléptica”. Individua en El Peregrino lo mejor de su producción poética, aunque es su novela Amalia a consagrarlo a la fama, siendo una de las obras más conocidas de la literatura argentina, leída y reimpresa varias veces en Europa. Pese a informarnos que “difícilmente se suelta el libro de las manos”, no la juzga de gran valor literario sino una pieza casi exótica, que llama la atención por los increíbles y crueles sucesos de carácter histórico que relata. Con Mármol se cierra la primera fase del romanticismo argentino, siendo también el último poeta citado en la América Poética de Juan María Gutiérrez. Para esta segunda fase, Menendez Pelayo reserva poco espacio, por su declarada elección de omitir a los vivos, aún tratándose de ilustres figuras como las de Carlos Guido Spano, Ricardo Gutiérrez, Rafael obligado, Calixto Oyuela, Martín Coronado, rindiendo solo tributo a los muertos. Abre su fugaz panorama con Olegario Víctor Andrade, uno de los poetas de “mayor grandielocuencia” que en palabras de don Marcelino, escribió para ser aplaudido “a cañonazos”. Cultor o fanático de Víctor Hugo, con quien compartía algunos aspectos positivos, nunca alcanzó la originalidad del modelo del cual supo imitar lo peor. De Andrade destaca las cualidades de poeta y periodista, que no siempre distingue y lo llevan a contaminar estilos y vulgarizar sus versos, introduciendo elementos que para el canon poético de Pelayo resultan inadmisibles. Superior a la oda Atlántida, de versos excelsos pero demasiada elocuencia política es el Prometeo, una relectura moderna del mito griego, donde el Titán de Andrade se convierte en un orador de club que declama alabanzas al progreso humano. Aunque considerada una copia infiel de su original, es admirable por su forma y la magnificencia de su dicción poética.  Junto a los poemas El Nido de Cóndores, El Arpa Perdida, Paisandú, y a Víctor Hugo, constituyen lo mejor de Andrade, y justifican la grandeza que se le atribuye. Con Carlos Encina, culmina el viaje por la que Menéndez Pelayo denomina poesía culta, un autor al que apenas puede considerarse poeta porque su labor consistió en “una prosa de tratados de filosofía puesta en versos”.

Con los célebres consejos del gaucho Martín Fierro don Marcelino cierra el capítulo destinado a la República Argentina, en cuyas páginas finales se apronta a estudiar un fenómeno único en toda América, el de la literatura gauchesca, denominado en este caso poesía popular o “si se quiere vulgar”[8]. También esta “excepción rara” constituye un fenómeno de continuidad: el gaucho de la pampa, no es “ni más ni menos” que el mismo campesino andaluz o extremeño que se ha adaptado a la vida nómada del desierto y a las faenas del mundo rural, como lo demuestran el uso del lazo y el caballo. Prueba ineludible de las coincidencias culturales son el uso de la guitarra y del canto, como también la presencia de poetas populares o payadores. Dejando de lado este tipo de manifestación oral, de la cual el legendario Santos Vega podría ser un excelso representante, se concentra en la poesía escrita, indicando como precursor al capellán del Fijo de Buenos Aires, un exprofesor del Colegio Carolino que compuso una serie de romances sobre la defensa de la ciudad para ser cantados y acompañados de instrumentos. La precisación es interesante, porque al encontrar semejanzas entre estos “romanzones vulgares” y las jácaras de Francisco Esteban, la originalidad del género queda completamente invalidada[9].  De todas maneras, reconoce al poeta uruguayo Bartolomé Hidalgo como el precursor del género, quien junto a sus imitadores, constituyeron el antecedente inmediato de la literatura gauchesca cuyos mayores exponentes fueron Estanislao del Campo, José Hernández, e Hilario Ascasubi. A “estos ingenios del terruño”, cuyas composiciones nada tienen que ver con Víctor Hugo y otros franceses “que es la plaga del arte argentino”, va el mérito de haber sabido preservar y difundir el pensamiento y sentimiento de aquellos que conservan intactos los valores de la “antigua colonización española”, es decir, las masas rurales. 

Ante la escrupulosa mirada de don Marcelino, ni Estanislao del Campo, ni Hilario Ascasubi, ni el mismo José Hernández, pueden ser catalogados en lo específico como payadores o poetas populares, aspecto deducible por el excesivo diletantismo que detecta en dichos autores. Sobre el Fausto de Estanislao del Campo, conocida obra en la que el gaucho Anastasio El Pollo (definido como “un campesino ingenuo y semisalvaje”) cree realmente de haber visto el diablo durante la representación del Fausto de Goudnod en un teatro de Buenos Aires, destaca, sobre todo, la vivacidad y velocidad del relato. También se detiene en el manejo de los distintos registros lingüísticos, evidenciando su doble polifonía, distinguible en la voz menos poética y natural del gaucho, y la del mismo autor.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   Por último, recuerda entre las composiciones menores de Estanislao del Campo, al Santos Vega, Aniceto el Gallo y Paulino Lucero. Pero la obra maestra del género, afirma don Marcelino, es por confesión unánime de los argentinos (y diríamos hoy, continúa siendo), el Martín Fierro de José Hernández, poema que en sus primeros diez años de vida vendió 60.000 ejemplares y fue publicado en más de doce ediciones. Tampoco para esta piedra fundacional de la literatura argentina faltan críticas, las cuales sucumben ante el juicio de la auctoritas que guía a Menéndez y Pelayo en sus palabras finales. El excesivo entusiasmo con que el poema ha sido recibido, las dudas sobre su esencia popular y la desnudez con que aparecen los sentimientos de denuncia social, en fin, todos los “quizá” sostenidos por el autor, se pliegan ante el excelente opinión de Unamuno. Y así es, como el gaucho matrero que canta al compás de la vigüela, que escapa a la inclemencia de una justicia injusta refugiándose más allá de la frontera, al que imaginamos vestido con poncho y bombacha, facón y un mate en mano, en fin, al gaucho que conocemos, en la óptica hispanizante de don Marcelino, se trasnforma en un “conquistador”, pero de la Pampa.

Las últimas consideraciones del capítulo no constituyen una reflexión final, sino que casi sin advertirlo, el mismo se cierra con una cita textual enriquecida por una nota a pié de página que incluye los famosos Consejos de Martín Fierro. Nuestro locuaz antólogo, por primera vez enmudece cediendo paso a su brillante discípulo Miguel de Unamuno, cuyas palabras, parecen salidas de su propia boca: “Martín Fierro (...) es de todo lo hispano-americano que conozco lo más hondamente español... Cuando el payador pampero, a la sombra del ombú, en la infinita calma del desierto, o en la noche serena a la luz de las estrellas, entone, acompañado de la guitarra española, las monótonas décimas de Martín Fierro, y oigan los gauchos conmovidos la poesía de sus pampas, sentirán, sin saberlo, ni poder de ello darse cuenta, que les brotan del lecho inconsciente del espíritu ecos inextinguibles de la madre España, ecos que con la sangre y el alma les legaron a sus padres... Martín Fierro es el canto del luchador español que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fué a América a servir de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso su canto está impregnado de españolismo, es española su lengua, españoles sus modismos, españolas sus máximas y su sabiduría, española su alma. Es un poema que apenas tiene un sentido alguno, desglosado de nuestra literatura”. Marcelino  Menéndez Pelayo, no podría haber encontrado frases más elocuentes para sintetizar en pleno sus ideas.

 

 

REFLEXIONES FINALES

 

         El balance final de la lectura tan personal que Marcelino Menéndez Pelayo realiza de la Literatura Argentina y por extesión de la Hispanoamericana, corre el riesgo de terminar repitiendo el enfoque que a lo largo de estas páginas hemos cuestionado. Aún así, y con toda la delicadeza que las distancias del tiempo nos imponen, debemos admitir, que al menos en lo que respecta el capítulo destinado al análisis de la Literatura Argentina, nuestro autor no brilla por su realismo, equidad, y, sobre todo, por la metabolización del pasado histórico real. Las heridas aún están abiertas y la frustración por la gloria perdida se manifiesta en la negación de lo nuevo, en el rechazo de lo auténtico. Recorriendo sus páginas, tenemos la impresión de que nada hubiese cambiado, objetivo que guía su itinerario y que intenta alcanzar recurriendo al uso de  mecanismos simples, pero eficaces, que hemos resumido en los siguientes puntos:

 

1. Abundancia informativa y rigor científico: la abrumadora cantidad de datos que maneja descansa sobre una sólida base documental que corrobora al detalle la más inocente de sus afirmaciones, creando la ilusión de que todas las posibilidades alternativas han sido agotadas para ofrecer la única versión posible de todo lo que existe a disposición sobre cada argumento.

 

2. Abandono de las fronteras historiográficas: más que ausencia de periodización histórica, se trata de omitir elementos de ruptura que amenacen la continuidad con el pasado hispánico. El nacimiento de las nuevas naciones pasa completamente desapercibido, porque en el engranaje que crea el autor no hay espacio para la poética de la independencia, y pese a reconocer la formación de una literatura nacional, no se valoriza el acontecimiento.

 

 3. Imprecisión terminológica en el uso de la voz “argentino” o “argentina”: aspecto que llama la atención por la escrupulosidad del autor, y que, sin embargo, podría obedecer a dos causas  fundamentales. La primera es de orden histórico y tiene que ver con el significado que se le atribuía a dicho vocablo en el período, o bien, con las confusiones derivadas del mal uso del término por la historiografía, ambigüedades a las que ya una autoridad en materia dedicó interesantes y dilucidadoras páginas[10]. La segunda es estratégica. Lo “argentino” ya está implícito en el pasado hispánico. Era argentina la literatura colonial, es argentina la literatura gauchesca. Todo pasa, pero nada cambia.

 

4. Tono contundente, juicio severo y autoritario, lógica maniquea: son los pilares del método. Los juicios que emite sobre cada argumento o sobre el valor de la producción literaria de cada autor no admiten réplica. En ningún momento cabe la posibilidad de la mínima duda sobre la exactitud de las propias afirmaciones.

 

5. Aparente objetividad o imparcialidad crítica: las humanas dificultades que impone una visión equa quedan técnicamente resueltas con un hábil juego de contrapesos. El mismo sigue un orden preciso y se articula en tres fases: presentación del autor, elevación y destrucción. Sólo los americanos-españoles superan la prueba, el resto, quien más, quien menos, sucumbe ante su mirada despiadada. Si en algo son merecedores, es porque han tenido modelos españoles en que inspirarse, que, obviamente, no se cuestionan. Esto quita originalidad a lo americano, cuya única novedad, como hemos visto, se reduce a las ambientaciones naturales y costumbristas de las obras. Todo es imitación de lo hispano y lo que no supera su “control de calidad”  viene demolido o considerado una copia defectuosa. Nada tiene sentido fuera de la literatura española.

 

6. Exaltación de la “ortodoxia” nacionalista, clasicista, católica: filtro a partir del cual cataloga la realidad humana y cultural que a su paso va descartando en la medida en que no se ajuste a su molde rígido. Todo lo que no entra en su estrecho mundo hispánico es bárbaro, salvaje, repugnante, digno de ser cancelado. América es concebida como una página en blanco, un desierto donde los conquistadores transplantaron la lengua y la cultura de la civilización hispánica, un espacio sin identidad propia, una realidad inventada por España.

 

7. No efectúa un balance final del capítulo: no predispone el cierre del texto que, sin exagerar, diríamos se presenta deliberadamente en forma desordenada. Se trata de una prosa abultada que incluye detalles abrumadores donde lo esencial se pierde, netamente descriptiva, cuyo único elemento organizador es la simetría ideológica de apertura y cierre: de la Conquista a la Reconquista, de la cruz plantada en Granada a la defensa de la civilización en el desierto americano.

 

Sin dudas, la Historia de la poesía Hispano-Americana marcó una época y a su modo reorganizó la producción literaria de un continente. Más allá de las distancias que podamos tomar con respecto a los juicios del autor, fruto de una postura ideológica asumida y de la visión historiográfica del momento, hay que reconocer que sus páginas son el fruto de un arduo trabajo de erudición. La cantidad de datos impresiona, teniendo en cuenta que hace más de un siglo nadie contaba con los avances de la tecnología actual. Por otro lado, tampoco faltan coraje y determinación. Catalogar, seleccionar, decidir quién queda dentro o fuera, implica riesgos. Don Marcelino, muy seguro de sí, supera sin dificultades el trance de convertirse en blanco de duras críticas. Como un deus ex macchina, aprueba, pero también desprecia e insulta a rajatabla lo que no se ajusta a su lacónica mirada, o, simplemente, lo que no comprende. En fin, virtud de muchos, lujos de pocos.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

ANTONUCCI, F., TEDESCHI, S. (2008). Letteratura Ispanoamericana. Storia e testi dalla Scoperta al Modernismo. Roma: Aracne Editrice.

 

GARCÍA MORALES, A. (comp.) (2007), “Política cultural e historia literaria en la Antología de poetas Hispano-Americanos (1893-1895) de Menédez Pelayo”, en Los museos de la poesía. Antologías poéticas modernas en español, 1892-1941, Sevilla: Ed. Alfar, pp. 41-81.

 

MENÉNDEZ PELAYO, M. (1948). “Advertencias Generales”, en Historia de la Poesía Hispanoamericana, Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, vol. 27. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

 

MOURE. J. L. (2007). Norma nacional y prescrición. Ventajas y prejuicios de lo tácito, en III Congreso Internacional de la Lengua Española. Identidad lingúística y globalización. Centro Virtual Cervantes. En red:

http://www.cervantes.es/obref/congresos/rosario/ponencias/aspectos/moure.

 

OVIEDO, J. M. (1997). Historia de la Literatura Hispanoamericana. Vol. 2 Del romanticismo al modernismo, Madrid: Alianza Editorial.

 

PRIETO, M. (2006), Breve historia de la literatura Argentina. Buenos Aires: Taurus.

 

SABA, M. (2011). ”Cartografía de un imperio metafísico: Menéndez Pelayo, Unamuno y el canon de la literatura argentina”, en Texturas, n° 11 (año 10).

En red: http://bibliotecavirtual.unl.edu.ar:8180/publicaciones/handle/1/5738

 

SÁNCHEZ REYES, E. (comp.) (1948). “Historia de la Poesía Hispanoamericana” en Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, vol. 27, cap. XII República Argentina, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1948, pp. 301-404.



[1] Sánchez Reyes, E. (comp.), “Historia de la Poesía Hispanoamericana” en Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, vol. 27, cap. XII República Argentina, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1948, pp. 301- 404.

[2] Ya el autor de “Pepita Jiménez”, había hipotizado el nacimiento de una “Liga Pacífica” para contrarrestar la influencia anglosajona en el continente americano, o la organización de una “Confederación literaria”, que bajo la tutela de la Academia madrileña alentase la producción de obras inspiradas en modelos hispánicos cuya originalidad vernácula residiese en las ambientaciones naturales, históricas y costumbristas de carácter criollo.

[3] A finales del siglo XIX, y ante la pérdida de las últimas colonias americanas, España tomó cabal conciencia del peligro de la inarrestable avanzada de los imperialismos en el Continente. Al viejo eslogan “América para los americanos”, que sentó las bases de un panamericanismo desigual, siguieron otras reivindicaciones culturales como las de “Latinoamérica”, vocablo con el que se resaltan las raíces latinas de los países americanos; “Iberoamérica”, en la que se señala el carácter luso-hispano del Continente, y mucho más tarde “Indoamérica”, para recordar que antes de la llegada de los españoles, Abya Yala ya se había descubierto a sí misma. El orígen histórico y las implicancias ideológicas de dichas voces continúan siendo ignorados, utlizándose deliberadamente como sinónimos por la mayor parte de los que desconocen el tema; con practicidad en los estudios, por sus capacidades aglutinantes; o con intenciones bien precisas, por los que aún continúan sosteniendo la causa.

                                                                     

[4] En adelante, las palabras incluidas entre comillas, son reproducción textual de las utilizadas por el autor.

[5] Para don Marcelino, la literatura española comprendía a su vez, a las literaturas en lengua castellana y portuguesa (peninsular y extrapeninsular), a las escritas en catalán y al resto de las  hispanolatinas.

 

[6] ¡Sic!, y no nuevas naciones.

[7] La cursiva está en el original.

[8] En realidad, el autor no establece claras diferencias entre la improvisación de las payadas y la poesía gauchesca escrita por autores, basádose para introducir el argumento en obras de Sarmiento. Con respecto a las payadas, también encuentra analogías con la poesía árabe, ya que según sus consideraciones etno-antropológicas, el desierto y el nomadismo crean en todas partes las mismas costumbres.

[9] En nota vuelve a confirmar la falta de originalidad de la payada dados los antecedentes hispánicos en la poesía regional gallega, o en las églogas de Encina.

[10] Chiaramonte, J. C. (1997). Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846). Buenos Aires: Editorial Ariel; (2004). Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias, Buenos Aires: Editorial Sudamericana.