REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Lengua, cosmovisión y mentalidad nacional
José Antonio Díaz Rojo
(Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Valencia, España)

 

 

Introducción

El objetivo de este trabajo es presentar una síntesis de las principales ideas sobre la relación entre lengua y cosmovisión colectiva, así como aportar algunas reflexiones sobre las limitaciones de las teorías que sustentan que una lengua contiene una visión del mundo la cual es reflejo de la cultura y la mentalidad colectiva de un pueblo o comunidad lingüística. El principal desarrollo de esta tesis se alcanza con la antropología lingüística norteamericana surgida en el siglo XX, cuyas ideas básicas se sintetizan en las teorías del determinismo lingüístico y del relativismo lingüístico. El determinismo lingüístico presenta dos versiones: la fuerte o extrema y la débil o moderada. La primera defiende la idea de que la organización cognitiva está constreñida por las categorías lingüísticas, de forma que la lengua actúa como filtro del pensamiento, determinando nuestra forma de pensar y percibir la realidad; las estructuras lingüísticas son paralelas a las estructuras cognitivas extralingüísticas de los hablantes; los conceptos que sobre la realidad se forman los hablantes estarían determinados por la estructura de su lengua particular. Según la versión débil o moderada, la lengua influye en el pensamiento, sin llegar a determinarlo; algunos autores señalan que la lengua moldearía el entendimiento –especialmente el no reflexivo– de los hablantes. La primera versión apenas goza hoy de cierta aceptación, mientras que la segunda es admitida por unos pocos autores. 

El relativismo lingüístico sostiene que cada lengua contiene una peculiar concepción del mundo (para algunos, la compartida por un pueblo, nación o comunidad), ya que sus categorías gramaticales y léxicas reflejan una cosmovisión determinada. Dado que no existen delimitaciones conceptuales a priori, cada lengua poseería sus propias y peculiares distinciones e imágenes codificadas de la realidad, que no se encontrarían en otras lenguas. Existe, pues, una variación de distinciones sin restricciones. Cada lengua es una categorización del mundo externo, ya que sus unidades léxicas y categorías gramaticales recortan la realidad de forma particular por influencia de la cultura, pero no se da una correlación o conexión causal entre lengua y cultura. No existen límites a la diversidad estructural de las lenguas.

Actualmente, el determinismo más radical es una teoría con pocos seguidores, si bien existen lingüistas antropológicos que en los últimos años han retomado las ideas clásicas deterministas, como J. Lucy.[1] Dada la complejidad y diversidad interna de las sociedades y culturas del mundo moderno, los planteamientos de la antropología lingüística clásica resultan insuficientes y limitadas, pues parten del supuesto de que la cultura es un todo homogéneo, esencialista, colectivo e integrador. Se precisa una renovación teórica y metodológica profunda que permita acceder a la compleja diversidad cultural de las sociedades modernas. Para ello pueden ser de gran utilidad otras disciplinas, como la sociología de la cultura, que considera la cultura como una realidad compleja y dinámica, con niveles y contextos diversos.

Además de los estudios propiamente lingüístico-antropológicos, existen trabajos de otras ciencias sociales que incluyen comentarios y notas sobre la relación entre la lengua y la visión del mundo de un pueblo o nación. Son una muestra del peso que aún poseen las ideas sobre la correlación entre lengua y cultura en muchos autores. Como ejemplo, podemos citar un libro de divulgación sociológica de Amando de Miguel, titulado Los españoles. Sociología de la vida cotidiana,[2] que dedica varias páginas a analizar algunos aspectos de la mentalidad española a partir de datos lingüísticos. Afirma el sociólogo metido a lingüista que

 

la vertiente hipócrita de la mentalidad que prevalece en España [...] se muestra también en el lenguaje. Es curiosa la voz «desengaño», de difícil traducción a otros idiomas cercanos. Se emplea para denominar las verdades que uno obtiene de las duras experiencias de la vida. Es el mismo sentido negativo que se da a la palabra «desmentido» para indicar una declaración oficial y solemne que trata de atajar un error de información o un rumor. En ambos casos la verdad se presenta como una negación de la mentira. Una impresión como ésa se encuentra metida en las entretelas de la conciencia española.           

 

Es cierto que las palabras desengaño y desmentido significan etimológicamente ‘negación de la mentira’, porque de hecho, en ambos casos, la idea que se desea expresar es precisamente ésa, el hecho de negar una falsedad. En el primer caso, alguien está engañado bajo una apariencia falsa y en un momento determinado descubre la mentira de la situación en que se halla. En el segundo, alguien difunde una mentira, una calumnia o una información que no se desea que sea hecha pública, lo que obliga al afectado a emitir un mensaje que aclare la verdad. Las dos palabras se han creado con el prefijo negativo des- unido a palabras que denotan la idea de falsedad, -engaño y -mentido (de mentir), utilizando un procedimiento morfológico que expresa la noción de negación de la base. La verdad se presenta aquí como negación, precisamente porque es una verdad a la que se llega tras descubrir una mentira y negarla. La idea que se desea expresar no es simplemente la de ‘verdad’, sino la de ‘negación de la mentira’, que es diferente, y las palabras desengaño y desmentido reflejan perfectamente, por medio de sus componentes morfológicos, esa noción negativa. No se trata de nombrar a la verdad en sí misma, para la que el español dispone de palabras como verdad, veracidad, autenticidad, exactitud, etc., sino de expresar una negación de la mentira. Si poco aceptable es pensar que desengaño y desmentido reflejan la visión de la verdad como negación propia de los hispanohablantes, menos lícita es la idea mantenida por De Miguel de que estas dos palabras son un reflejo de la hipocresía española.

Analiza el autor otro dato lingüístico del que extrae algunas conclusiones sobre la mentalidad española. Es la existencia de las perífrasis verbales deber de + infinitivo, que expresa posibilidad, y deber + infinitivo, que denota obligatoriedad. Para De Miguel, la similitud formal de ambas construcciones y la confusión habitual entre las dos estructuras, que los hablantes suelen intercambiar, reflejan una penuria lingüística que es muestra del escaso interés de los españoles por distinguir dos conceptos muy diferentes, como son el de la moralidad (lo que debe ser) y la posibilidad (lo que puede ser). Aduce De Miguel otro ejemplo en la misma línea de confusionismo semántico. Es el uso polisémico del adverbio seguramente, que posee dos sentidos: probabilidad (‘quizás’, ‘acaso’) y certeza (‘sé con seguridad’). El autor va más lejos al afirmar:[3]

 

Esta mezcla desorganizativa de planos significa mucho. Indica que en la cultura española domina una suerte de voluntarismo fatalista –si cabe la contradicción al hablar de tan contradictorios elementos– por el que confunde el futuro deseable con el probable y a veces con el necesario. Es lógico que una cultura así confíe tanto en la lotería, en los juegos de azar. El español piensa: «El gordo de la lotería debe de ser un número terminado en 9». Espera una probabilidad más o menos sentida y al tiempo un deseo porque, casualmente, el número que juega termina en 9. No sólo un deseo, sino el reconocimiento de una necesidad. Se entiende ahora que para mezclar todos esos sentimientos, le dé lo mismo decir «debe ser» que «debe de ser». La confusión entre la realidad y el deseo es característica de una mente que desvaría, precisamente la enfermedad que aquejaba a don Quijote y cada vez más a Sancho Panza. Por eso son también nuestros héroes nacionales.     

 

A menudo, como en el caso anterior, el empleo que se hace de la lengua para extraer datos sobre la mentalidad colectiva es un tanto abusivo. Por ello, como señalamos arriba, con este trabajo pretendemos aportar algunas ideas en torno a las limitaciones de esta correlación entre lengua y cosmovisión. En primer lugar, señalaremos la diferencia entre los conceptos referidos a la variable extralingüística y que suelen emplearse en los análisis sobre el tema, tales como cultura, ideología, cosmovisión y mentalidad. A continuación, atenderemos al problema de la codificación lingüística de la realidad, como proceso básico según el cual cada lengua es una forma de aprehender, clasificar y ordenar el mundo externo. Revisaremos tres teorías básicas sobre la relación lengua-cultura: la hipótesis de la relatividad lingüística, la teoría del foco cultural y la teoría de las palabras clave. Repasaremos además otras posturas sobre la relación entre lengua y cultura defendidas por distintas corrientes y escuelas. Por último, realizaremos algunas reflexiones sobre las limitaciones de las tesis que defienden que una lengua contiene la visión del mundo de sus hablantes.

 

Cultura, ideología, cosmovisión y mentalidad

 

La cultura es el conjunto de creencias, actitudes, valores y pautas de comportamiento de una comunidad humana, que son transmitidos por aprendizaje social. Las pautas de comportamiento formarían el llamado ethos cultural, que está constituido por los esquemas de conducta. Las creencias y conocimientos forman la cosmovisión o conjunto de esquemas de representación. La ideología es el conjunto sistemático y coherente de creencias, compartidas por un grupo social, que explica y controla la realidad social. Sus características, pues, son: a) se componen de creencias, es decir, principios cognitivos básicos y axiomáticos; b) estas son sociales, esto es, son compartidas por los miembros de un grupo social para defender sus intereses; c) explican y controlan los pensamientos fácticos (lo verdadero y lo falso) y los juicios de valor o evaluaciones (lo bueno y lo malo); d) versan sobre la existencia humana, la naturaleza del hombre y su relación con la sociedad. La ideología es explícita, estructurada y sistemática, constituyendo un programa de acción social. En ocasiones, debido a circunstancias históricas determinadas, como en contextos de contacto intercultural, una cultura, un ethos cultural o una cosmovisión pueden ideologizarse. 

La cosmovisión es el conjunto de representaciones mentales compartidas por un grupo social que pretende explicar la totalidad del universo, esto es, toda la realidad social y natural. En sus contenidos, es más amplia que la ideología, pues sus proposiciones no solo abarcan la realidad social del hombre, sino también el universo físico. La ideología regula y está en la base de la cosmovisión. Por tanto, cultura es todo aquel contenido cognitivo y valorativo, independiente de que sea más o menos compartido, mientras que la ideología y la cosmovisión son compartidas por grupos sociales determinados en defensa de sus intereses. No obstante, generalmente, en la literatura etnolingüística, la palabra cosmovisión se aplica al conjunto de creencias y valores de una comunidad cultural, en un sentido muy próximo al de cultura.

Los grupos sociales son conjuntos de hombres vinculados entre sí por actividades, intereses y fines comunes. Las comunidades culturales son colectividades humanas formadas por individuos que comparten un conjunto de rasgos culturales. Dentro de una misma comunidad cultural, pueden existir diversos grupos sociales que defienden ideologías y cosmovisiones distintas e, igualmente, dentro de un mismo grupo social unido por una ideología o cosmovisión, puede haber individuos con culturas diferentes. A su vez, comunidades culturales y grupos sociales con ideología o cosmovisión propia coexisten dentro una misma sociedad. En el seno de esta, las ideologías, las culturas y las cosmovisiones pueden ser hegemónicas o subordinadas, dependiendo del poder de las agrupaciones humanas que las mantengan. Pueden asimismo entrar en un conflicto entre sí.

La mentalidad es el conjunto de representaciones mentales y actitudes colectivas que provienen del rol del individuo. El rol es el conjunto de pautas de conducta normativamente asignadas a cada actividad social. Así, por ejemplo, existe el rol de padre, de profesor, de esposo o de miembro de un club social. Cada rol consistiría en unos patrones de comportamiento asignados por la sociedad que se espera sean cumplidos por los individuos que ejercen cada actividad. Todos solemos ejercer más de un actividad y, por tanto, desempeñamos normalmente más de un rol. La mentalidad vendría condicionada por el rol o roles del individuo, especialmente por el rol ocupacional (oficio o profesión). Por tanto, una determinada mentalidad estaría compartida por el conjunto de individuos que ejercen un mismo rol. Junto a la sociología, la historia de las mentalidades, como disciplina historiográfica, ha definido el concepto de mentalidad de diversas formas: a) identificándola con la ideología; b) entendida como la cultura popular; c) como la superestructura de las ideas, es decir, el conjunto de contenidos asimilados que constituyen el fondo sobre el que emergen las ideas y las pautas de comportamiento; d) como las manifestaciones del comportamiento colectivo que encuadran las ideologías; e) como imaginario colectivo. Se diferencia de la ideología en que esta es un sistema racional y consciente de creencias, mientras que la mentalidad está formada por representaciones menos reflexivas y más difusas.

 

La codificación lingüística de la realidad

 

Una lengua no es una fotografía perfecta de la realidad. Ninguna lengua puede representar fiel y totalmente el mundo externo, que por su variedad y complejidad ontológica desborda las limitaciones de las lenguas. La aprehensión de la estructura de la realidad por cada lengua implica un proceso de reducción por el que se destacan y abstraen algunos rasgos de las cosas físicas y espirituales, y se codifican en lexemas –y morfemas– que intentar reproducir y retratar parcialmente el mundo, desde determinados puntos de vista o perspectivas. Las innumerables cosas y fenómenos existentes en la realidad se reducen a un número más limitado de lexemas y morfemas. Es sabido que las cosas reales (llamadas en ocasiones realia, tomando la denominación inglesa), que constituyen los referentes (res), son representados por las palabras (verba), pero no de manera isomórfica, pues cada lengua los describe de manera peculiar, sin detrimento de que existan patrones universales en la codificación lingüística del mundo, derivados de los aspectos más objetivables de la misma realidad, de la propia naturaleza psíquica del ser humano o de rasgos culturales comunes a toda la humanidad.

En todas las lenguas, pues, podemos descubrir matices inesperados y sorprendentes, pues cada una de ellas encierra puntos de vista genuinos para trocear la realidad con un detallismo que en ocasiones a los ajenos nos resulta extraño. Así, en náhuatl existen palabras para designar partes del cuerpo de las que otras lenguas carecen; por ejemplo, dispone de un término genérico para designar las fosas nasales, la abertura de la boca, el ano y el resto de los orificios corporales (tlecállot), que significa literalmente ‘humero, chimenea’; posee palabras para nombrar los pelos de cuello (cocotzontli), la cabeza comprendiendo la cara (tzontecomatl) y sin ella (cuaitl), la parte lateral y acanalada de la quijada (camachala) y los pliegues flácidos a los lados de las comisuras de los labios (tentzotzol), entre otros términos.

 

Las entidades de la realidad y su codificación lingüística

Es prácticamente imposible describir y clasificar los tipos de cosas existentes en el mundo que nos rodea mediante unos principios neutrales y válidos para todas las culturas. En la cosmovisión occidental, la realidad compleja y diversa que se sitúa ante el hombre y que cada lengua debe representar para permitir la comunicación, está constituida por distintos elementos: entidades, propiedades, estados, sucesos, condiciones y acciones. Realizaremos algunos comentarios sobre el primer grupo y sus implicaciones en el problema de las relaciones entre lengua y cosmovisión.

Las entidades son los entes de naturaleza material considerados en tu totalidad y en sus partes, es decir, los objetos naturales y artificiales, como las plantas, los animales, el fuego, las montañas, el agua, los artefactos técnicos, etc. Son conocidas y aprehendidas por medio de la experiencia directa, pues tienen un carácter referencial en el mundo real. Son clases de cosas constituidas por un conjunto de propiedades o atributos. Según Givon,[4] se caracterizan por su estabilidad temporal, frente a las acciones y sucesos, caracterizadas por la inestabilidad temporal, y las cualidades, que se sitúan entre ambos extremos. Desde el punto de vista lingüístico, generalmente se expresan mediante sustantivos. Pueden clasificarse en entidades individuales, de masa, de agregados y colectivas.

Las entidades individuales aquellas que son simples, discontinuas, discretas y contables: árbol, pájaro, manzana, hombre, coche, silla, chaqueta. Se contabilizan por medio de cantidades numéricas (tres perros, dos hombres, cuatro caminos) o mediante sustantivos cuantificativos de grupo (racimo de uvas, ristra de ajos, ramo de flores, banda de ladrones, equipo de médicos, montón de papeles, puñado de avellanas, serie de películas). Las entidades de masa son entidades homogéneas y no contables, que carecen de límites precisos: agua, arroz, leche. En nuestra lengua pueden, no obstante, contabilizarse como cantidades no numéricas (mucha leche, poca agua); o como unidades si se recogen en contenedores (un vaso de agua, una cucharada de azúcar), se dividen en porciones (una loncha de jamón, un terrón de azúcar, una pizca de sal, un grano de café, una mota de polvo, un copo de nieve, una gota de agua) o se someten a cuantificación mediante sustantivos de medida (dos kilos de garbanzos, un litro de vino). En español, los nombres que expresan la parte discontinua son los llamados acotadores. Las entidades de agregados pueden estar constituidas por la suma de elementos homogéneos (arena), o formadas por partes heterogéneas (cuerpo, que es la combinación de cabeza, tronco y extremidades). Las entidades colectivas son conjuntos de entidades individuales: ejército, piara, chiquillería, profesorado, rebaño, familia

La adscripción de cada elemento de la realidad a uno de estos grupos depende de cada lengua, y está determinada no solo por las propiedades inherentes de las cosas sino también por la percepción de los hablantes y las convenciones culturales. Por ejemplo, en papago son nombres de masa los sustantivos que designan el agua, la harina, la sal, el polvo, las nubes, la carne y el viento; son nombres individuales los sustantivos empleados para referirse a aves como el águila, el cuervo y la paloma, pero son nombres de agregados los sustantivos con que se denomina a la perdiz, al pollo o al pichón. ¿Cómo explicar esta aparente incongruencia a nuestros ojos? Según M. Mathiot,[5] el criterio de división es la forma de volar. También son nombres de agregados los sustantivos que designan los conceptos de ‘gente’, ‘animal’ u ‘hormiga’, y que se conciben como la suma de elementos diversos.

En ocasiones, en la misma realidad existen discontinuidades o cortes que son percibidos de forma más nítida por los sujetos, ofreciendo objetos visibles que facilitan la fragmentación del mundo externo y su codificación por medio del lenguaje. Estas discontinuidades son las llamadas líneas de fractura por Luque Durán, que las considera como «guías para la vivisección del mundo».[6] Dichas realidades más «objetivas» suelen dar origen a distinciones recurrentes en muchas lenguas, como la oposición humano/no humano, masculino/femenino, joven/adulto, animado/no animado, etc. Para Luque Durán,[7] los ámbitos de la realidad en que se dan este tipo de líneas de fractura –y paralelamente distinciones léxicas o gramaticales en los respectivos campos semánticos de muchas lenguas– son las partes del cuerpo, movimientos, emisión de sonidos, actividades vitales (comer, dormir), vivienda, etc. Este autor enumera varias distinciones basadas en la oposición humano-animal pertenecientes a lenguas distintas: en francés existe jambe (pierna) y pate (pata de un animal), como en español, pero no así en inglés, que solo dispone de leg para ambas realidades. En nuestra lengua se distingue patada (de una persona) y coz (de un animal), y entre manotazo y zarpazo. En lakota se diferencia entre la cópula humana (onzehu) y animal (kiyuha). En alemán existen dos verbos para la acción de comer, essen para humanos, y fresen para animales.

El hecho de que en una lengua se establezca una vinculación entre dos realidades por medio de una conexión léxica refleja una asociación conceptual o cognitiva derivada de la experiencia o el conocimiento del mundo. En azteca,[8] por ejemplo, la palabra con que se designan las pertenencias, tlatqui, no viene del verbo que significa ‘poseer’, sino del verbo itqui ‘portar’, lo que refleja una visión de las cosas que se tienen no como algo que se posee, sino como algo que se transporta, hecho que está relacionado con el nomadismo del pueblo azteca.

En cada lengua, el inventario de elementos de la realidad vistos como entidades es diferente. En inglés, español y otras lenguas indoeuropeas, la luz se concibe como una entidad expresada mediante un sustantivo (luz, light, luce, Licht), derivado de la raíz indoeuropea *leuk- ‘esplendor’; en cambio, en hopi se percibe como un suceso que acaece en la naturaleza, pues designa el hecho con un verbo que significa literalmente *‘(ello) lucea, (ello) brilla’. En las lenguas indoeuropeas, los ciclos temporales se conciben como entidades contables y pluralizables (cuatro días, tres semanas, dos años, cinco minutos), mientras que en otras, como el hopi, se conceptualizan como sucesos.

Dentro de una misma lengua, muchos elementos de la realidad que pertenecen a otras clases distintas a las entidades, como los sucesos, las acciones o las cualidades, pueden ser vistos lingüísticamente como entes mediante el proceso de sustantivación de adjetivos (lo bello), adverbios (el antes y el después, el ahora) y verbos (el amar, el cantar, «el dulce despertar de dos pastores», según reza el verso de Garcilaso de la Vega). Asimismo, se pueden transcategorizar elementos ontológicos que no pertenecen a la categoría de las entidades por medio de los mecanismos lingüísticos de derivación morfológica (bello-belleza, padecer-padecimiento, abrir-abertura, romper-ruptura, llover-lluvia).

Este proceso de transformar sucesos, cualidades y acciones en entidades recibe el nombre de cosificación –o entificación, tomando el término del inglés–. Muchos autores han señalado que este ontologismo es un rasgo constante en la civilización occidental, que en las lenguas indoeuropeas se aprecia en la conversión de verbos en sustantivos o, como ya vimos, en la conceptualización como cosas de los ciclos temporales (por ejemplo, una unidad temporal vista como un entidad contable y alienable: dos días, al final de mis días, no tengo ni un minuto libre, te regalaré toda una tarde).

A. H. Bloom[9] analiza la nominalización lingüística como un proceso de cosificación, es decir, de conversión de propiedades, condiciones y acciones en entidades o cosas. Mediante un estudio comparativo entre el inglés y el chino, lengua en que la nominalización está ausente, considera que este fenómeno lingüístico de transcategorización gramatical cumple una función cognitiva: la descripción del mundo en términos de entes teóricos conceptualmente extraídos del modelo cultural básico del hablante. Las propiedades, condiciones y sucesos adquieren un estatus ontológico independiente de las cosas o personas que las poseen o de los agentes que las realizan. Según Bloom, la nominalización (María es sincera ¾> sinceridad de María) crea unidades conceptuales que facilitan la construcción y manipulación de marcos teóricos. Permite establecer relaciones de subordinación entre conceptos, esto es, expresar un orden causal, temporal o lógico entre las acciones y acontecimientos. Posibilita concebir los hechos no como descripciones de fenómenos del mundo real observables e imaginables, sino como dominios específicos dentro de un discurso global. Bloom cree que este rasgo de la nominalización propio de lenguas como el inglés –también aplicable al español– está ligada a la tendencia occidental a la explicación causal de la realidad, que constituye un patrón cognitivo básico de la cultura de Occidente.

 

Los clasificadores y su función cognitiva

El estudio de los clasificadores es uno de los aspectos que más ha preocupado a los investigadores dada su función categorizadora de la realidad externa. Especialmente durante las tres últimas décadas han sido numerosos los trabajos sobre el tema. Los clasificadores son morfemas que se adjuntan a los sustantivos para precisar su significado. La elección del clasificador adjuntado depende de los rasgos semánticos de los sustantivos. En las lenguas con clasificadores, los nombres son a veces semánticamente vagos y requieren de una marca formal que precise su sentido. Así, por ejemplo, en burmese, el nombre myi?‘río’ necesita de un clasificador para especificar el aspecto del río al que el hablante se refiriere: tân para designar el ‘río como lugar físico’, y pa para designar el ‘río como cosa sagrada’. Los estudiosos que han escogido esta categoría gramatical para analizar las lenguas como visiones del mundo creen que el conjunto de nombres a los que se adjunta un mismo clasificador forma una clase que será percibida como homogénea por los hablantes. Atribuyen a los clasificadores, pues, una función cognitiva y categorizadora de la realidad y un reflejo de la cosmovisión. Son frecuentes en lenguas de África, Asia, América y Oceanía, y apenas existen en las lenguas indoeuropeas, y en ningún momento podemos considerar que las lenguas con clasificadores son primitivas y que sus hablantes se rigen por un pensamiento primitivo. 

Los criterios de clasificación empleados son las propiedades inherentes de las cosas denotadas, como el material, la forma, la consistencia, el tamaño, la localización, la ordenación y la cantidad, además de otros rasgos destacados por la experiencia cultural de los pueblos.[10] La oposición animado-inanimado, como ya señalamos, responde a uno de los rasgos que pueden considerarse como una de las llamadas líneas de fractura, de ahí que se encuentre en la mayoría de las lenguas del mundo. Sin embargo, la categorización de los seres en animados e inanimados es peculiar de cada lengua, y se realiza de acuerdo a patrones culturales, especialmente derivados del pensamiento mítico y mágico, más que a determinantes universales de tipo biológico inherentes a las cosas. Por ejemplo, las lenguas algonquinas distinguen dos morfemas: el afijo -a, que se adjunta a palabras que denotan seres vivos y con capacidad de moverse por sí mismos, y el afijo -i, empleado para el resto de los objetos. El maíz y el tabaco pertenecen el primer grupo.[11] En yucateco, las vacas, caballos y perros se agrupan entre los seres animados, pero las hormigas están incluidas en la categoría de inanimados. En las lenguas bantúes, la enfermedad, el fuego y la luna, concebidas como fuerzas naturales, se agrupan en una clase especial de seres animados, junto a los espíritus que gobiernan al hombre.[12] Según Luque Durán, no existe ninguna lengua en que el color sea un criterio de clasificación de las cosas, y lo atribuye a la escasa utilidad de este rasgo para categorizar la realidad, ya que el color varía a lo largo del día, y por la noche tiene escasa importancia. 

Siguiendo a K. Allan,[13] podemos distinguir los siguientes tipos de clasificadores:

a) numerales, que se adjunta para expresar cantidad, como en tailandés (-ma-sì-tua, literalmente ‘perro cuatro cuerpos’, es decir, ‘cuatro perros’);

b) concordantes, son afijos que generalmente se anteponen a los sustantivos y todos sus modificadores y determinantes (en la lengua bantú tonga, en la frase dos hombres han llegado, se adjunta el clasificador ba-, que denota pluralidad humana, en la palabra que expresa ‘dos’, ‘hombres’ y ‘llegar’ );

c) predicativos: son clasificadores que se adjuntan a verbos según determinadas características del objeto participante en la acción; así, en navajo,[14] existe el verbo ‘estar’, ‘haber’ y el sustantivo béésò ‘dinero’; dependiendo de la forma que presente el dinero, se adjuntará un clasificador al verbo: si el objeto es redondo (moneda), se añade el clasificador ?a; si el objeto es colectivo (dinero suelto), el clasificador nìl, y si el clasificador es flexible y plano (billetes), el morfema es Hsòòz;

d) intralocativos, que son prefijos nominales que se adjuntan a nombres según este denote objeto en proceso de aparición, en proceso de desaparición, fuera del alcance de la vista y a la vista; dentro de estos últimos, existen clasificadores para objetos en posición vertical, en localización horizontal y de forma tridimensional;[15]

predicativos: morfemas que se añaden a los sustantivos según la forma y otras características naturales o convencionales de las cosas denotadas.

 

La inclusión de un nombre concreto en una categoría determinada está sujeta a ciertas vacilaciones, que indican las variaciones culturales y cognitivas dentro de una misma comunidad lingüística. Por otra parte, la vitalidad de los sistemas clasificatorios es variable, pues existen lenguas en que el desgaste semántico de los clasificadores los convierte en puros morfemas desemantizados, como en wolof.[16] En otras lenguas, como ha demostrado Comrie,[17] los clasificadores mantienen viva su fuerza semántica, como en japonés, donde sigue funcionando el sistema aplicado a los neologismos. Por ejemplo, la palabra béisbol se clasifica por la redondez de la pelota, y teléfono se sitúa entre las cosas alargadas, por la forma del cable.

Uno de los tipos más frecuente es el de los clasificadores numerales, que son aquellos que cumplen una función cuantificadora, como en yucateco. En esta lengua, al nombre, que expresa una sustancia, una masa o una realidad genérica, se le antepone un clasificador que denota cantidad para designar así cuerpos contables y específicos:[18] 

 

 

 

clasificador

sustantivo

há’as ‘banana’

 

 

‘banana como fruta’

 

 

 

‘un-ts’íit

‘una dimensión’

 

 

 

‘un-ts’íit há’as

‘una banana concreta’

‘un-wáal

‘tres dimensiones’

‘un-wáal  há’as

 

        

El apache, estudiado por K. Basso,[19] dispone de un complejo sistema de clasificadores que agrupa multitud de elementos de la realidad en trece clases, establecidas con arreglo a criterios como la animacidad (animal/no animal), la inclusión o no en un contenedor, el estado (sólido, plástico y líquido), el número (uno, dos y más de dos), la rigidez, la longitud y la portabilidad (posibilidad de levantar y transportar el objeto). Así, por ejemplo, en la categoría -teeh se incluyen animales ligeros, como el gato, el pavo, la trucha, los gusanos, y también los niños; la categoría -loos está integrada por animales pesados, como la vaca, el toro, el caballo, la mula, y los humanos adultos.   

En algunas lenguas, los clasificadores se emplean para jerarquizar a los seres y cosas, mediante la agrupación de estas en clases superiores e inferiores. En thai,[20] por ejemplo, hay, entre otros, los siguientes clasificadores: a) phrá?on, que se adjunta a los nombres que designan a Buda, a las divinidades y a la realeza; b) rûup, para sacerdotes, monos e ídolos; c) naan, para mujeres; d) chiak, para elefantes; e) tua, para otros animales. En las lenguas bantúes existen diversos clasificadores para agrupar las cosas según la forma, la animacidad, el control y la consistencia física de los objetos.[21] J. P. Denny y C. A. Creider, que han enumerado una larga lista de categorías, han señalado que en las lenguas bantúes existen clasificadores diferentes para personas, para cosas extensas y largas (río, labio, flecha, pierna, día), para sustancias dispersas (arena, lluvia, bostezo), para cosas no extensas, redondas o abultadas (mancha, mano, lágrima, sol), para sustancias viscosas (leche, pus, tiempo frío y húmedo), para animales (serpiente, jefe, ciego, hechicero), etc. Por lo que se refiere a las partes del cuerpo, por ejemplo, la rodilla, la nariz, el ombligo, el estómago, las nalgas, la mejilla, el ojo y los dientes se agrupan bajo la categoría de cosas no extensas y abultadas, mientras que los intestinos reciben el clasificador de las sustancias líquidas y viscosas; el cuello y la ceja pertenecen a la categoría de las figuras no extensas y con contorno.

Estas clasificaciones han merecido la interpretación de algunos antropólogos, que ven en las mismas una forma peculiar de categorizar el mundo y crear una cosmovisión, frente a quienes creen que son clasificaciones convencionales, con una función estrictamente semántica, pero no cognitiva. Denny y Creider[22] atribuyen al sistema clasificador de las lenguas bantúes la función de expresar la cosmovisión de los pueblos que las hablan. Destacan, por ejemplo, que el hechicero, el jefe y las personas ciegas pertenecen a la misma categoría que los animales salvajes. Para dichos autores, esto refleja una visión del mundo peculiar. Los bantúes diferencian entre animales salvajes y domésticos, y los distinguen porque sobre los primeros no se tiene el control. Este rasgo que también poseen los hechiceros, jefes u ciegos sería, según Denny y Creider, el que los asimila a los animales salvajes y hace que se agrupen bajo la misma categoría. Así mismo, Debra Spitulnik[23] defendió la idea de que las lenguas bantúes tienen valores nocionales centrales de carácter cultural basados en la experiencia que los hablantes tienen de las cosas denotadas por los sustantivos. Aduce con relación al hecho anteriormente señalado, por ejemplo, que en la poesía laudatoria de los bantúes, el jefe aparece como un león y que, en su mitología, los espíritus de los jefes viven en los cuerpos de los leones.

Denny y Creider[24] sostienen que los sistemas clasificatorios son el resultado de la adaptación al entorno a la que los pueblos se ven obligados. Las lenguas de las comunidades de cazadores-recolectores que viven en campos abiertos suelen poseer categorías para designar las cosas vistas a largas distancias. Por su parte, los pueblos que habitan zonas de bosques tienen lenguas con categorías para referirse a los objetos alcanzados con la vista desde distancias cortas. Otros autores han señalado que esta división lingüística no siempre se cumple, por lo que no parece que se pueda sostener con fundamento.[25]

Luque Durán,[26] comparando las lenguas europeas y las lenguas mesoamericanas, señala que las segundas son más ricas en morfemas obligatorios que denotan posición, consistencia, disposición, orientación y forma de los objetos, a diferencia de las primeras, que carecen de ellos. El tzeltal, por ejemplo, dispone de más de 250 morfemas para expresar estos conceptos. En esa lengua, al referirse a un objeto situado en un lugar es preciso indicar su forma; así, en la frase «La escudilla está sobre la mesa», para expresar la noción de estar se emplea el adjetivo predicativo pachal, formada por la palabra equivalente a sentada seguida del clasificador que significa ‘contenedor ancho’; si, por el contrario, nos queremos referir a un pote, debemos emplear la forma waxal, que significa literalmente ‘estar de pie un cilindro vertical’. Asimismo, el tzeltal posee una gran abundancia de formas gramaticales para expresar el grado de curvatura de las cosas, que es preciso indicar al referise a un objeto: chotol ‘de pie con el eje principal horizontal’, jukul ‘encogido’, metzel ‘encorvado’, xotil ‘enrollado en forma de muelle largo’. Para Luque Durán, esta diferencia lingüística se debe a que las lenguas mesoamericanas conceden más relevancia a la forma de las cosas, mientras en que las europeas se da más importancia a la función, y esto depende de la visión del mundo de cada cultura. En las lenguas europeas es posible describir la forma, consistencia, posición, tamaño, etc. de los objetos, pero no por medio de morfemas, esto es, codificadamente, sino a través de perífrasis u otros recursos más analíticos. La diferencia, pues, entre unas lenguas y otras radica en que las mesoamericanas han gramaticalizado los conceptos de forma, al contrario que las lenguas de Europa. Este rasgo lingüístico parecería indicar que a los europeos nos interesa saber para qué sirven las cosas, mientras que a los pueblos mesoamericanos les importa más cómo son y cómo están hechas.    

Algunos antropólogos y lingüistas, como J. Lucy, M. Imai y D. Gentner,[27] y los anteriormente citados, han supuesto que hay notables diferencias en la forma de pensar entre los hablantes de una lengua con clasificadores y que posee sustantivos que denotan sustancias, y quienes hablan lenguas sin clasificadores y que tiene nombres para designar cuerpos y objetos. Según esto, las culturas correspondientes a una y otra tipología lingüística poseen diferentes ontologías del mundo, como defendía el filósofo W. Quine. A este respecto, y como ejemplo para argumentar sobre la intraducibilidad de las lenguas, este pensador creía que la palabra inglesa rabbit ‘conejo’ no equivalía a la palabra gavagai, aunque ambas designen un mismo referente. Los contenidos semánticos difieren, pues mientras la primera significa un cuerpo discreto, la segunda expresa una realidad no específica, es decir, denotaría la noción abstracta de «rabbitness» *‘conejidad’.

M. Imai y D. Gentner[28] han descubierto experimentalmente que en los adultos existe un paralelismo entre la ontología de las cosas simples y la existencia o no de clasificadores en la lengua. Parece que la visión como un material de una realidad como el agua, el arroz o el hielo se da más entre hablantes de lenguas con clasificadores. Por otra parte, la concepción de estos elementos como una forma está vinculada a lenguas sin clasificadores, en la que abundan los sustantivos que suelen expresar cuerpos discretos. Junto a esto, los objetos complejos son vistos por todos los hablantes como cosas bien delimitadas u determinadas por la forma, independientemente de la lengua hablada por ellos. Por consiguiente, existen realidades, como las cosas complejas, cuya ontología responde más bien a principios innatos (universalismo ontológico), mientras que otras, como las cosas simples, son percibidas condicionadamente por la cultura y la visión del mundo (relativismo ontológico). Sin embargo, los trabajos de N. Soja, S. Cary y E. Spelke demuestran que entre niños hablantes de lenguas con clasificadores y de lenguas sin clasificadores no se aprecian diferencias en la manera de concebir la realidad.[29] 

Consiguientemente, no disponemos de pruebas concluyentes sobre la posible función cognitiva de expresar una visión del mundo desempeñada por los clasificadores. Se sabe, como ya indicamos, que las lenguas con clasificadores poseen sustantivos poco precisos semánticamente y que, por tanto, necesitan de marcas flexivas que especifiquen el sentido de los nombres. Además, dado que la forma es la propiedad de los cuerpos más relevante, buena parte de las clasificaciones lingüísticas se basan en la forma de los objetos, como ha señalado Denny.[30] Por eso, no es tampoco casual que la forma redondeada o tridimensional sea la no marcada. Todas estas consideraciones conducen a pensar que los clasificadores cumplen más una función comunicativa que representativa. Lejos de emplearse para describir el mundo, es decir, categorizar la realidad con fines cognitivos, dichas marcas se usan más bien como recursos semánticos para comunicar dicha realidad. Afirma W. A. Foley:[31]

 

It must be emphasized that classification of nouns in a particular language through the use of classifier morphemes is specifically linguistic and therefore used as a linguistic resource in various types of speech acts. It does not reflect directly a classification of physical reality, but only one for linguistic purposes. It is, as Becker [...] claims, a «linguistic image of nature», not a mape of nature. Classifier semantics may appeal to perceptually salient features of the typical referents of the nouns they classifies, [...], but this is not their primary function. Rather, it is to provide sufficient descriptive information for the communicative purpose of human speakers in ongoing social discurse.

 

Significados léxicos y conceptos

Así pues, los elementos de la realidad son codificados por cada lengua de forma peculiar, la cual establece y distingue una serie de unidades que constituyen categorías conceptuales (conceptualización) a las que se asigna un nombre (denominación), a través de una motivación –sea fonética (onomatopeya), morfológica (derivación, composición, acronimia) o semántica (metáfora, metonimia)–, derivada de un punto de vista a través del cual se privilegia un rasgo cuando se observa y describe el hecho. Los elementos de la realidad forman un continuo, pero no una masa totalmente amorfa que el lenguaje debe fragmentar arbitrariamente en unidades léxicas. La conceptualización lingüística viene impuesta por dos elementos: la estructura inherente del mundo y la perspectiva a través de la cual se lleva a cabo la fragmentación del mundo en unidades conceptuales. Los conjuntos de propiedades de los objetos existen de forma intrínseca en el mundo externo, pero los conceptos lingüísticos y no lingüísticos referidos a ellos son construidos social y culturalmente. Cada lengua parcela la realidad de manera convencional, pero no arbitraria ni totalmente autónoma del mundo externo. El mundo descrito por la lengua es un mundo percibido, y no un mundo metafísico sin un sujeto cognosciente; pero, a la vez, la configuración de la realidad existe independientemente del sujeto, ya que el objeto posee propiedades intrínsecas que nos son impuestas en el conocimiento, aunque la selección de rasgos semánticos es convencional y está guiada por un determinado paradigma cultural, constituido por pautas culturales y modelos cognitivos. Cada paradigma clasifica el mundo de forma diferente, de forma que una palabra no es una clase natural, sino una categoría mental y cultural, que adquiere su pleno significado en el seno de un determinado modelo taxonómico.

La realidad ontológica (el mundo externo tal como es) existe con independencia de nuestra mente, lengua y ciencia, pero no puede conocerse al margen de nuestro aparato sensorial y conceptual y, por tanto, no puede aprehenderse sin la participación activa del sujeto. La única realidad conocida es la realidad fenomenológica, es decir, el mundo externo tal como es percibido y conceptualizado por nuestros sentidos y nuestro entendimiento. Por consiguiente, la realidad ontológica preexiste a la observación, y la realidad fenomenológica es creada por el sujeto observador. Los paradigmas culturales (esquemas conceptuales, teorías, modelos) dentro de los cuales se crea un concepto desempeñan un papel fundamental en la formación de los mismos. Como afirma H. Putnam, [32]«los objetos no existen independientemente de los esquemas conceptuales. Nosotros cortamos el mundo en objetos cuando introducimos algún esquema o descripción». Así pues, existe una realidad previa que no es totalmente amorfa, pero los objetos de conocimiento –y, por tanto, las palabras– son producto de la conceptualización, que depende del aparato o modelo cultural utilizado para percibir y categorizar la realidad (relativismo conceptual). Dependiendo del paradigma, teoría o modelo cognitivo, obtendremos una determinada visión de la realidad contenida en los conceptos y lexemas (pluralismo fenomenológico).

No existe, pues, una relación biunívoca entre objeto previo a la conceptualización y concepto. Este hecho se puede comprobar analizando la evolución semántica diacrónica de una palabra, cuyo significado va cambiando a lo largo de la historia dependiendo del punto de vista del observador, es decir, del paradigma en cuyo seno se haya reconceptualizado el término. La conceptualización es, según estos principios, la extracción de aquellas propiedades ontológicas de un ser que son pertinentes y relevantes al sistema de cognición con que se observa la realidad. Las propiedades ontológicas preconceptualizadas existen realmente en las cosas, pero se convierten en rasgos semánticos o semas solo en el marco de un modelo o sistema cognitivo. Las categorías lingüísticas, al no ser independientes del resto de los sistemas conceptuales, están inmersas en los mecanismos de percepción, procesamiento, reconocimiento y organización de la información de nuestra mente. Esto supone que no es acertado separar el conocimiento lingüístico (significado) y el enciclopédico (conceptos), como hace, por ejemplo, el estructuralismo.

Cada unidad léxica, pues, expresa una imagen, es decir, encierra una representación mental a través de la cual se concibe un ser, una situación o una acción. Es una conceptualización lingüística de un objeto, proceso o acción, es decir, la interpretación (en inglés, construal) que cada lengua hace de una parcela de la realidad externa (referente). Por ejemplo, el contenido conceptual sentir hambre se expresa semánticamente con imágenes diferentes en español e inglés. En español, se conceptualiza con la expresión tener hambre, mientras que en inglés con to be hungry:

a)En tener hambre, la sensación de hambre se concibe como un objeto poseído; es una entificación del hambre (ontologismo); el hambre es una cosa: el español representa el hambre-objeto.

b)En to be hungry, la misma sensación se concibe como un estado interior; el hambre es un estado: el inglés representa el hambre-estado.

 

Son dos formas diferentes de conceptualizar lingüísticamente una misma realidad, pero que no encierran en sí mismas dos cosmovisiones distintas del hambre. A pesar de que el español y el inglés comuniquen la misma realidad con imágenes distintas, los hablantes de cada lengua no han de poseer por ello necesariamente una visión diferente del hambre. Si esta difiere de un hablante a otro en cada lengua, se debe a las creencias y valores sociales (conocimiento extralingüístico o enciclopédico) que cada cual posee sobre el referente. Actualmente, y por influencia del inglés, en nuestra lengua, en especial en el doblaje de películas y telefilmes americanos, se emplea el calco estar hambriento con el sentido de ‘tener hambre’,[33] sin que por ello se produzca una modificación de nuestra forma de concebir el apetito. Como ya hemos señalado, la conceptualización lingüística (cuyo producto es el significado o contenido semántico) es distinta a la conceptualización no lingüística (manifestada en el concepto extralingüístico o contenido enciclopédico). La primera es una forma de concebir y expresar una realidad para comunicarla, mientras que la segunda es el instrumento por el que construimos una visión de la realidad para representarla. Ambas formas de conceptualización no son autónomas, pues los modelos cognitivos idealizados, más o menos compartidos por los hablantes y que pertenecen a la cultura extralingüística, influyen también en la construcción de los significados puramente semánticos.

A. Gell sostiene:[34]

 

[...] culture consist of concepts, and concepts cannot be understood in terms of the associated linguistic code [...] culture includes language, but consists of much more besides. Concepts are prior to language in so far as they consist for the most part of network of exemplary instances and practical routines connected with them –routines which include appropiate forms of utterance, but also mental imaginery [...] Concepts do not come from language learning, but the experience and practice, and they are not codified as dictionary entries, or as checklists of features.

 

Esta opinión contrasta con la postura linguocentrista de la cultura, según la cual la lengua es la esencia de la cultura, pues aquella contiene todas las creencias y conocimientos de un pueblo o comunidad. Para sus defensores, nada hay fuera de la lengua, pues los significados lingüísticos constituyen el imaginario colectivo del pueblo. Según ellos, lengua y cultura son indisolubles, y no conciben la cultura descontextualizada de la lengua.[35]

En realidad, la lengua no acumula toda la cultura. Junto a los contenidos lingüísticos, los individuos disponemos de un acervo cultural más amplio y situado fuera del léxico, derivado de nuestra experiencia personal, de los saberes científicos adquiridos, del instinto, de la observación de fenómenos, etc., que no están codificados en la lengua mediante lexemas o unidades fraseológicas. Partiendo del ejemplo de Pustejovsky y Boguraev[36] sobre la relación entre conocimiento lingüístico y conocimiento enciclopédico en palabras como cuchillo, hay que distinguir entre la información que nos transmite empíricamente la lengua (el cuchillo sirve para cortar), y la que nos transmite la experiencia cultural (puede servir para matar, apretar un tornillo, etc.).

Conviene, por tanto, distinguir ente concepto y significado. El concepto es una representación mental de las clases de entidades (seres, cosas, sustancias, actos, estados, procesos), que se forma independientemente de su función en la comunicación verbal, si bien puede estar influido por los signos lingüísticos. Los conceptos varían individual y colectivamente, dependiendo de la cultura, la clase social y la mentalidad. Por su parte, los significados léxicos son conceptos codificados en la lengua, esto es, asociados a un significante y más estables cognitivamente que los conceptos extralingüísticos, para permitir la comunicación. El concepto es el conocimiento enciclopédico y el significado es el conocimiento lingüístico. Son dos tipos de construcción mental con funciones distintas, puesto que el concepto cumple un fin puramente cognitivo o de representación, mientras que el significado léxico o semántico desempeña primariamente una función comunicativa y está subordinado a las necesidades de comunicación. Concepto y significado no son totalmente independientes, ya que se influyen mutuamente.

El significado léxico es concebido por H. Putnam[37] como el estereotipo de una palabra, que se compone del conjunto de características de los objetos que designa y que resultan «típicas» para los miembros de una comunidad lingüística. Así, por ejemplo, el oro es típicamente amarillo, y el agua típicamente inodora, transparente y sirve para beber. Son rasgos extraídos de la experiencia vital y del conocimiento precientífico y social del mundo externo, y que cumplen una función primordialmente comunicativa. Putnam empleó el ejemplo de la palabra tigre, cuyo estereotipo incluye rasgos como la crueldad y la ferocidad, que pertenecen a la valoración e imagen social científica del animal, ausentes de su conocimiento científico. Los rasgos estereotípicos son aquellas características de las cosas que son pertinentes socialmente para una comunidad, de ahí que posean un valor normativo.

Para A. Wierzbicka,[38] el significado léxico es compartido por todos los hablantes y es extraído empíricamente de nuestra experiencia y relación con los objetos. El conocimiento científico conduce a otro tipo de saber, adquirido librescamente. En la palabra biclicleta, el rasgo ‘posee radios’ es un rasgo lingüístico que pertenece al significado léxico, mientras que otros datos sobre la invención de este medio de transporte, por ejemplo, formarían parte de su concepto enciclopédico. Los conocimientos sobre el referente bicicleta varían individualmente, pero el significado o concepto lingüístico es socialmente más estable, y comprende aquellos rasgos compartidos o comunes a todos los hablantes.

Por todo ello, es necesario tener en cuenta los siguientes principios:

1)La lengua (y particularmente el léxico) posee algunos componentes que son parte de la cultura, pues las innovaciones léxicas son, entre otras cosas, producto de una opción cultural, rigiéndose por las leyes de la cultura (acto creativo regulado por la voluntad del hablante en el marco de unas creencias y valores compartidos).

2)La cultura posee algunos componentes que son parte de la lengua, ya que los significados semánticos son contenidos compartidos socialmente que se codifican en las unidades léxicas que permiten así la comunicación.  

3)La lengua posee también componentes no culturales, constituida por el conjunto de reglas que rigen las transformaciones sintácticas desde la estructura profunda a la estructura superficial, la cual consta de un componente fonológico y un componente semántico (que es cultura).

4)La cultura asimismo posee una parte no lingüística, formada por los contenidos conceptuales no codificados en la lengua.

5)Existe la cultura lingüística (formada y expresada por las lenguas) y la cultura extralingüística (formada y expresada por otros sistemas conceptuales al margen de las lenguas).

6)Toda unidad léxica posee un contenido semántico o significado, que es diferente al concepto (no lingüístico o de carácter enciclopédico) que de las cosas poseen los hablantes.

7)    El significado y el concepto no son independientes, ya que, aunque forman parte de sistemas cognitivos distintos, se influyen mutuamente.

 

El contenido semántico de una unidad léxica es lingüístico (se rige por las mismas leyes que el resto de la gramática) y cultural (contiene información surgida en el marco de unas creencias y valores). Esto nos conduce a plantear el problema del posible isomorfismo o heteromorfismo entre léxico y cultura. Según los anteriores postulados, el léxico y la cultura son parcialmente isomórficos, pues cada uno de ellos se rige por leyes propias, pero comparten una zona de intersección, que está constituida por: a) los propios contenidos culturales codificados en la semántica de cada lengua, particularmente en el léxico, y b) la influencia de los contenidos extralingüísticos en los significados semánticos y su evolución, y viceversa.

 

Hipótesis de la relatividad lingüística

 

La tesis de que la lengua refleja una cosmovisión de un pueblo o una mentalidad colectiva hunde sus raíces en la filosofía romántica alemana de Herder, cuyas ideas influyen en Humboldt. Uno de sus discípulos, F. Boas, lleva los postulados humboldtianos a Estados Unidos, que son asimilados por E. Sapir y B. L. Whorf, que desarrollan la llamada hipótesis del relativismo lingüístico, ampliamente difundida por la antropología norteamericana. En Europa, el idealismo de Vossler mantiene posiciones similares, si bien el estructuralismo atempera las tesis relativistas. Otras corrientes filosóficas, como el historicismo, son también un freno a los postulados extremos del relativismo.      

 

Antecedentes: J. G. Herder y Wilhelm von Humboldt

Los primeros escritos modernos que abordan el tema de forma explícita arrancan de la filosofía romántica alemana, particularmente de J. G. Herder y, de forma especial, de W. von Humboldt, cuyas ideas surgen al calor de la búsqueda del Zeitgeit o espíritu de la época. Este concepto ejerció una enorme influencia en el nacimiento y desarrollo del nacionalismo político-lingüístico del siglo XIX. Las implicaciones políticas, sociales e ideológicas de las teorías sobre la relación lengua-cultura han marcado los debates científicos sobre el tema desde sus orígenes modernos. Esta vinculación de las teorías relativistas sobre la lengua con movimientos políticos nacionalistas ha sido uno de los motivos por el que dichas tesis lingüísticas son vistas con recelo por algunos estudiosos. No obstante, aunque algunos relativistas hayan defendido ideas particularistas sobre las culturas humanas, en ocasiones con implicaciones políticas y sociales negativas, hay que reconocer que el relativismo lingüístico, en otros casos, es un esfuerzo científico de explicar la lengua, al margen de ideologías políticas.

Herder creía que el lenguaje y el pensamiento mantenían una relación de mutua dependencia y que cada lengua estaba diseñada por una irreductible individualidad espiritual. El filósofo alemán defendía la estrecha vinculación de la lengua y el genio del pueblo o la nación. Negaba la existencia de una lengua perfecta, universal y de pensamiento puro, y sostenía que la única lengua perfecta era la propia de cada individuo. No obstante, y al igual que buena parte de los relativistas, creía en la traducibilidad de las lenguas, si bien pensaba que en todo idioma había palabras que carecían de equivalentes en los demás. Asimismo, defendía la existencia de una ciencia universal del espíritu humano o una simbólica común a todos los hombres, sustrato de toda lengua, que era la semiótica.   

W. Von Humboldt[39] pensaba que cada lengua, configurada por el espíritu de la nación y las circunstancias del mundo externo, constituye toda una imagen peculiar del mundo, en la medida en que implica una completa y particular segmentación de la realidad. Para él, en una lengua está contenida toda la visión del mundo de sus hablantes, pues cada idioma dispone de palabras para todas las representaciones mentales creadas por los miembros de una nación. Los neohumboldtianos han denominado imagen lingüística del mundo a esta concepción del universo contenida en cada lengua. Esta tesis dualista lengua-cultura, que considera que una lengua es el vehículo de una cultura y defiende una relación intrínseca entre lengua y cosmovisión, ha sido recogida por algunos lingüistas seguidores de Von Humboldt que intentaron formalizar la concepción de la lengua como visión del mundo a través de estructuras semánticas. Entre estos, podemos citar a J. Trier y L. Weisberger, que crearon la teoría del campo semántico. El segundo de ellos concebía la lengua como una verbalización del mundo, es decir, una conversión del ser real en ser lingüístico. Postulaba una identificación entre la lengua materna y el espíritu de cada pueblo, lo que conducía, en consecuencia, a una defensa de la intraducibilidad de las lenguas.[40] Asimismo, el neohumboldtianismo consideraba a la lengua como el fundamento de la comunidad étnica o cultural y de la nación, lo que fue tomado por el nazismo como uno de sus principios ideológicos.

Este reduccionismo de la cultura a la lengua está también recogido en el pensamiento del filósofo J. Dewey, quien concebía la cultura como condición y producto del lenguaje. Sostenía que «[...] el lenguaje es el único[41] medio para conservar y transmitir a las generaciones ulteriores las capacidades adquiridas, y las informaciones y los hábitos adquiridos [...]».[42] Creemos que es cierto que la lengua es el sistema simbólico, cognitivo y comunicativo más importante, pero no el único, ya que el hombre dispone también de otros códigos semióticos de representación y comunicación extralingüísticos, como la pintura, la escultura, los lenguajes formales, los sistemas de signos no lingüísticos, etc.  

Pero junto a las anteriores opiniones relativistas sobre la individualidad de cada lengua y sobre el hecho de que la misma está determinada por la nación y la cultura, Von Humboldt mantenía también algunos postulados universalistas. Sostenía que todas las lenguas comparten propiedades universales y son reflejo de una cierta gramática universal. No fue capaz, a pesar de ello, de descubrir que algunas categorías lingüísticas pueden permanecer ocultas o implícitas (las llamados por Whorf criptotipos) en una lengua, ya que creía que «[...] when a grammatical form possesses no designation in a language, it is nevertheless still present as a guiding principle of the understanding of those who speak the language».[43] Con esta afirmación, Von Humboldt adelantaba el determinismo radical según el cual los conceptos no lexicalizados en una lengua no pueden ser pensados ni concebidos por sus hablantes. 

 

Hipótesis de Sapir-Whorf

Es la teoría más importante y elaborada sobre la relación entre lengua y cultura, y se desarrolló en el seno de la antropología norteamericana durante la primera mitad del siglo XX, aunque ha ejercido notable influencia en otros países. Surge no como problema filosófico, sino como necesidad teórica y metodológica para describir las lenguas amerindias de Estados Unidos. En principio, a los antropólogos norteamericanos les interesaba la lengua solo por su valor auxiliar para comunicarse con los nativos, pero después pasó a convertirse en objeto de estudio en sí mismo como sistema cultural, y de ese interés nació la teoría relativista clásica. En realidad, la llamada hipótesis de Sapir-Whorf no fue formulada explícitamente como hipótesis y de forma conjunta por ambos autores. Cada uno de ellos enunció sus postulados por separado, aunque las ideas de Whorf son herederas de la obra de Sapir.

La síntesis de la teoría se halla en el principio de relatividad lingüística formulado por B. L. Whorf, que lo enunció más como un axioma que como una hipótesis que verificar empíricamente, aunque con posterioridad haya sido sometida por otros autores a diversos estudios experimentales de tipo psicolingüístico.  Según este autor,

the «linguistic relativity principle» [...] means [...] that users of marked different grammars are pointed by their toward different types of observations and differents evaluations of externally similar acts of observation, and hence are not equivalent as observers but must arrive at somewhat different views of the world.[44]

 

Como se ve, la formulación de esta teoría por Whorf pretendía establecer una influencia que va de la lengua a los contenidos y procesos del pensamiento, mientras que el objetivo de este libro es analizar la dirección contraria, esto es, la influencia de la cultura en la estructura –concretamente léxica– de la lengua. Por ello, podría parecer que la hipótesis no es válida en nuestro caso. Sin embargo, el enunciado whorfiano, al afirmar que los hablantes de cada lengua llegan a cosmovisiones particulares, implica que una lengua ha de contener una peculiar visión del mundo –o, más bien, fragmentos de varias cosmovisiones, como sostenemos nosotros– y que ha de reflejar, por tanto, valores y creencias culturales. Así pues, el principio puede aplicarse tanto en una como en otra dirección, y así se ha hecho en los estudios sobre el tema.

Sapir sostuvo la siguiente idea:

 

Language is a guide to social reality [...] Human beings do not live in the objetive world alone, nor alone in the world of social activity as ordinarily understood, but are very much at the mercy of the particular language wich has become the medium of expresion for their society [...] the real word is to a large languages unconsciously built up on the the language habits of the group. No two languages are ever sufficiently similar to be considered as representing the same social reality. The words in wich different societies live are distinct worlds, not mereley the same world with different labels attached.[45]  

 

El relativismo sapiriano-whorfiano, pues, defiende la tesis de que las estructuras gramaticales y léxicas de cada lengua expresan la realidad extralingüística de forma distinta y reflejan una cosmovisión colectiva particular. Desde E. Sapir, como se verá, se enfatiza el carácter social de dicha visión del mundo, sosteniendo que esta es compartida por toda la comunidad lingüística. Para el relativismo clásico americano, por tanto, una lengua es reflejo de la cultura de un pueblo o de una comunidad, además de ser expresión sistemática de los valores y creencias compartidas por toda una sociedad. La lengua se convierte así en clave de acceso a la mentalidad de un pueblo.   

El punto de partida del relativismo lingüístico americano se sitúa en Franz Boas, antropólogo alemán discípulo de Von Humboldt y asentado en EE. UU., que desarrolló su labor científica durante las primeras décadas del siglo XX. Para este autor, cada lengua es una particular clasificación de la experiencia, reflejada tanto en su gramática como en su léxico.[46] Observó, por ejemplo, que en inglés se clasifican los verbos de ingestión según el objeto ingerido (eat, drink, smoke), frente al esquimal, que únicamente posee una raíz para cubrir los tres (am-). Por tanto, cada lengua selecciona determinados aspectos de la realidad, de forma que en cada idioma se organiza un mismo campo semántico con criterios selectivos diferentes. Boas adujo el famoso ejemplo de la abundancia de distinciones léxicas del campo nieve en la lengua de los esquimales como reflejo de las necesidades e intereses vitales de pueblo esquimal, ejemplo que ha sido muy utilizado en la literatura sobre el tema.[47] Defendió asimismo la idea del uso automático e inconsciente de la lengua,[48] así como la existencia de elementos comunes a todas las lenguas (universalismo) y de elementos específicos (particularismo).[49] Así pues, creía que las categorías de cada lengua reflejan una diferente experiencia histórica, pero también la unidad psíquica del hombre. Mantenía que la cultura influye en la lengua, pero no de manera determinista, sino libremente, sin poder establecer una correlación entre ambas.[50]

E. Sapir, discípulo de Boas, continuó las investigaciones de su maestro con estudios empíricos. Tomando la idea de que cada lengua contiene su propia clasificación de la experiencia, fue más lejos al afirmar que además dicha clasificación lingüística constituye un sistema completo.[51] Asimismo enfatizó el carácter social de la misma, la cual debe ser aceptada por la comunidad como una identidad.[52] Defendió el carácter inconmensurable de las lenguas:

 

Inasmuch as language differ very widely in therir systematization of fundamental concepts, they tend to be only loosely equivalent to each other as symbolic decives and are, as a matter of fact, incommensurable in the sense in which two systems of points in a plane are, on the whole, incommensurable to each other if they are plotted out with reference to differing systems of coordinates.[53]

 

Sapir analizó la sencilla oración The farmer kills the duckling (El granjero mató al patito), donde encontró 30 conceptos, y la comparó con otras frases tomadas del alemán, el chino, etc., lenguas en las que se expresan otros conceptos diferentes. En esta frase distinguió entre conceptos concretos y conceptos de relación. Entre los primeros incluyó los conceptos radicales (como el verbo to farm, el sustantivo duck y el verbo to kill) y entre los conceptos derivativos (como el agentivo -er y el diminutivo -ling). Los conceptos de relación son la referencia (mediante el artículo the, que define la referencia del sujeto farmer y el objeto duckling), la modalidad (aseveración), relaciones personales (subjetividad de farmer y objetividad de duckling), número (singular) y tiempo (presente).

Formuló su concepción de la lengua como una categorización sistemática de la realidad con las siguientes palabras:

 

Language is not merely a more or less a systematic inventory of the various items of experience which seem relevant to the individual [...] but is also a self-conteined, creative symbolic organization, which not only refers to experience largerly acquired without its help but actually defines experience for us by reason of its formal completeness [...] [Language] categories [...] are, of course, derivative of experience at last analysis, but, once abstracted form experience, they are systematically elaborated in language [...].[54]

 

Para el lingüista americano, por consiguiente, las lenguas son depósitos culturales. Sapir negó que existiera una correlación entre cultura y lengua,[55] aunque subrayó la influencia de la cultura en el vocabulario. Definió la cultura como el qué de lo que piensa una sociedad y la lengua como el cómo del pensamiento, descartando que hubiera una relación causal entre ambas, es decir, entre el inventario de la experiencia (cultura) y la manera peculiar a través de la cual una sociedad expresa dicha experiencia (lengua).[56]

Como hemos señalado, definía la lengua como una guía de la realidad social o una guía simbólica de la cultura. Según Sapir, los hablantes de dos lenguas distintas no viven en un mismo mundo objetivo que nos es dado previamente y que es etiquetado por cada lengua de distinta forma, sino en dos mundos diferentes.[57] Pensaba que cada lengua es, pues, una forma peculiar de construir el mundo, ya que percibe y organiza la realidad de forma específica y refleja particulares creencias acerca de la naturaleza de los objetos. Para ejemplificar estos principios, Sapir comparó la forma de expresar la idea de la caída de una piedra en inglés y en la lengua nootka, hablada por un pueblo indio de Vancouver (Canadá). El inglés construye la noción con el sustantivo stone y el verbo to fall: la piedra cae; la otra lengua carece de un verbo para designar el concepto de ‘caer’, pero dispone de uno para expresar la noción de ‘pedrear’; así pues, debe recurrir a este verbo y al adverbio abajo, y construir una oración que significa literalmente pedrea hacia abajo.

Similares postulados han sido desarrollados por J.-P.Vinay y J. Dabelnet en su estilística comparada de las lenguas.[58] Señalan estos autores que, por ejemplo, existen diferencias en la forma de expresar el movimiento en inglés y francés. En la primera lengua, la dirección de todo tipo de movimiento se expresa con un mismo verbo (to go), al que se añade una preposición para especificar la dirección (to go in ‘entrar’, to go out ‘salir’, to go up ‘subir’, to go down ‘bajar’); en francés se lexicaliza cada dirección con unidades diferentes (entrer, sortir, ascendre, descendre). Sin embargo, en inglés se lexicaliza el medio de transporte en el mismo verbo (to fly ‘ir en avión’), mientras que en francés es preciso recurrir a una perífrasis formada por un verbo más el lexema que indica el medio, traveser en avion. Esto quiere decir que el inglés incorpora la manera al verbo de movimiento, mientras que el francés incorpora la dirección. Se trata, por tanto, de dos formas diferentes de conceptualizar una misma realidad. A nuestro juicio, se trataría de maneras distintas de conceptualizar el mundo externo desde el punto de vista del concepto como concepto semántico (significado lingüístico o semema), y no del concepto entendido como concepto filosófico, metafísico o lógico.

Con relación al problema de la traducibilidad de las lenguas o, en otras palabras, sobre la posibilidad de expresar todos los contenidos en todas los idiomas, Sapir admitió que toda lengua carece de determinadas palabras concretas para algunos conceptos, pero no por un defecto intrínseco de las lenguas, sino porque sus hablantes no han sentido la necesidad de nombrar dichos conceptos o no han mostrado interés por lexicalizarlos.[59] Como ejemplo, analizó el concepto de causa en esquimal. Observó que dicha lengua carece de una palabra para dicha noción, pero descubrió que el concepto de causación existe en el pensamiento de los esquimales. Podemos descubrirlo en recursos morfológicos o sintácticos para expresar la idea de que algo provoca un efecto, tales como la formación de palabras abstractas a partir de un verbo (hablar > habla) o la construcción de oraciones como el fuego derritió el hielo. Esto nos conduce a afirmar que la inexistencia de una palabra para designar un concepto en una lengua no implica que necesariamente en la cultura de sus hablantes no sea relevante dicho concepto. Es grave además deducir de ello supuestos rasgos psicológicos de un pueblo, como, por ejemplo, su imposibilidad intelectual para concebir determinadas ideas.

B. L. Whorf, seguidor de Sapir e ingeniero químico y lingüista aficionado americano, es el autor más importante en el campo de la lingüística antropológica. Comparó la forma de expresar los siguientes conceptos en la lengua hopi y en las lenguas occidentales (que llamó SAE, Standard Average European): la pluralidad y la numeración, la cantidad física, los ciclos, el tiempo, y la duración, la intensidad y la tendencia. Descubrió que las lenguas europeas emplean la estructura número cardinal + nombre plural para dos nociones diferentes: para los conjuntos de cosas (diez manzanas, cincuenta hombres) y para los días (diez días), de forma que los días se perciben metafóricamente como entidades. Frente a este uso analógico que implica la cosificación del tiempo, en hopi la estructura número cardinal + nombre plural solo se emplea para entidades que forman grupos objetivos de cosas, pero no para conjuntos de elementos figurados; así, diez días se dice hasta el décimo día. Asimismo, la concepción del tiempo como secuencia de unidades separables en las lenguas europeas se refleja en el hecho de que conceptos como verano, mañana y hora son sustantivos, de ahí que podamos emplear expresiones como llega el verano, odio el invierno, muchos veranos, como si denotaran nombres objetivos y de los que se pueden expresar cantidades físicas. La misma palabra tiempo es un nombre de masa cuantificable (decimos te daré un ratito de mi tiempo, de la misma forma que empleamos un trocito de papel). En hopi, por el contrario, este tipo de conceptos no pertenecen a la categoría de los nombres, pues para expresar la noción de mañana debemos emplear una expresión que dice literalmente mientras la fase matinal está ocurriendo.

Estableció la distinción entre categorías explícitas (fenotipos) y categorías implícitas (criptotipos),[60] y el concepto de estilos de habla (fashions of speaking). Para Whorf, en la representación de la realidad de cada lengua subyace un estilo integrado semánticamente y omnipresente estructuralmente. El fashion of speaking (estilo de habla) de cada idioma es un patrón propio de representar la realidad que recorre todas las categorías morfológicas, léxicas y sintácticas de la lengua de forma coherente y sistemática. Así, por ejemplo, el fenotipo de la entificación (la concepción de realidades imaginarias como objetos físicos) es un rasgo del inglés que se manifiesta en numerosas categorías gramaticales explícitas, como los morfemas de la formación del plural, la cuantificación o la expresión del tiempo.[61] Esta sistematicidad de la presencia gramatical y léxica de determinados rasgos culturales no creemos que sea total, por lo que debe ser bien matizada, pues las irregularidades, las fosilizaciones, las asimetrías, las analogías y otros factores contribuyen a la asistematicidad parcial de toda lengua.

 

Relativismo norteamericano poswhorfiano

Durante los años 50 y 60 la tesis del relativismo lingüístico es defendida en trabajos de D. D. Lee, M. Mathiot y H. Hoijer. Estos lingüistas-antropólogos pretendían examinar el paralelismo entre lenguas exóticas amerindias y rasgos extralingüísticos de las culturas asociadas a dichas lenguas. Lucy[62] ha señalado que algunas aportaciones de estos autores tienen el defecto de que la variable tomada por ellos como no lingüística es en realidad de naturaleza lingüística, lo que invalida parcialmente sus conclusiones sobre las relaciones entre lengua y cultura.

Lee se propuso extraer datos etnológicos sobre el pueblo wintun, que habita en el norte de California, a partir de rasgos estructurales y textuales de su lengua, pues consideraba que una lengua contiene «in crystalized form the accumulated and accumulating experience, the Weltanschauung of a people».[63] Centró su trabajo en el estudio del número gramatical de los nombres, del artículo definido, de los posesivos y de la nomenclatura del parentesco. Con ese material lingüístico, llegó a la conclusión de que, para los wintun, la «reality –ultimate truth– exists irrespectiva of man».[64] Según Lee, la realidad, tal como se expresa en la lengua wintun, es ilimitada, indeferenciada y atemporal. Para afirmar esto se basa en el hecho de que los sustantivos de la lengua wintun expresan sustancias genéricas y necesitan sufijos para referirse a realidades concretas. Así, por ejemplo, la palabra nop designa genéricamente al ciervo y nopum se refiere a un ciervo concreto.[65] Como veremos al analizar los clasificadores, este fenómeno es común a otras muchas lenguas africanas, alejadas geográfica y culturalmente de los wintun. 

Mathiot toma como dato lingüístico a la gramática y como dato cultural al léxico. Así pues, más que relacionar la lengua y la cultura extralingüística, analizó los paralelismos entre significado gramatical y significado léxico, ambos de naturaleza lingüística, como reflejo del significado referencial, esto es, de la información sobre la visión del mundo contenida en la conducta lingüística.[66] Mathiot distinguía entre contenido semántico y contenido cognitivo de la lengua. Ambos son parte de la visión del mundo de un pueblo, aunque el primero solo sea perceptible a través de la lengua, mientras que el segundo se expresa también a través de otros sistemas de comunicación extralingüísticos. Por tanto, para esta autora, los contenidos semánticos, aunque no se encuentren en otros sistemas, son también parte de la cosmovisión de un pueblo. Trabajó en la lengua papago y trató de establecer una correlación entre la categoría de número gramatical de los nombres y las clases de los sustantivos (de masa, individuales y mixtos).[67]

Hoijer[68]  es quizás el autor más importante en este campo durante la posguerra mundial por sus estudios sobre la lengua y cultura de los navajos. Defiende una concepción sistémica de la cultura, al contrario que Whorf, y considera la lengua como una parte de la cultura, si bien piensa que la cultura cambia más rápidamente que la lengua y que los cambios lingüísticos se deben muchas veces a cambios culturales. Hoijer sostiene la idea de que «the fashions of speaking peculiar to a people, like other aspects of their culture, are indicative of a view of life, a metaphysics [...]».[69]Estableció una correlación entre el concepto de movimiento de los verbos del navajo, y la vida nómada y los viajes de los héroes mitológicos del pueblo navajo. Entre otras pruebas, pensaba Hoijer que el hecho de que los verbos de movimiento exijan que se les adjunte un morfema según la forma del objeto que se mueve, es un reflejo de la importancia de la categoría cultural de movimiento en la visión del mundo de los navajos. La noción de causa-efecto y de actividad no es clara en su cosmovisión, ya que conciben las acciones no de forma abstracta, sino como movimiento de los cuerpos, y perciben la posición como cese del movimiento. Según Hoijer, estos principios reflejados en su lengua tienen correlato en costumbres del pueblo navajo, como su nomadismo, y sus mitos y leyendas sobre dioses que se mueven constantemente, conforme al flujo dinámico del cosmos.

Kluckhohn y Leighton[70] comparten la misma interpretación etnolingüística de los datos gramaticales y léxicos. Afirman que este pueblo amerindio acepta e intenta controlar la naturaleza sin aspirar a dominarla, y se adapta a ella como mejor puede, en la creencia de que su destino depende más de las fuerzas naturales que de sus propias acciones. Young y Morgan[71] han observado que el navajo, que concibe la acción como movimiento, apenas se fija en el agente de las acciones, sino en la forma del objeto y la dirección del movimiento.

 

Relativismo pragmático

D. Hymes[72] ha resaltado que las diferencias culturales entre las lenguas no se dan tanto en su estructura como en su uso. En primer lugar, destaca el autor que la distinta función etnolingüística que cada comunidad cultural atribuye a su lengua hace imposible que podamos comparar dos estructuras gramaticales y léxicas otorgándoles un valor similar como instrumentos portadores de una cosmovisión. Para Hymes, son los modelos de interacción comunicativa de cada lengua los que realmente reflejan una cultura distinta. Esto supone negar el relativismo lingüístico whorfiano y afirmar un relativismo comunicativo, que Hymes enuncia así:[73]

 

[...] people who enact different cultures do to some extent experience distinct communicative systems, not merely the same natural communicative condition with different customs affixed. Cultural values and beliefs are in part constitutive of linguistic reality.

 

Hymes abre una línea de investigación muy fructífera dedicada, desde la pragmática, al análisis del discurso y la etnografía de la comunicación, a analizar más un relativismo funcional que el relativismo formal clásico de Sapir-Whorf, hasta el punto de que este sufre un importante descrédito. Para descubrir diferencias antropológicas, el autor desplaza el foco de interés desde la morfosintaxis y el léxico a la pragmática, esto es, a los hábitos y prácticas discursivas. Cree que las diferencias en los actos de habla entre las lenguas son las que reflejan las diferencias antropológicas de las mismas. Este planteamiento es acertado, ya que los actos de habla, las estrategias conversacionales (turnos de palabra, silencios), la expresión de la cortesía, las formas de deixis, las implicaturas, sobreentendidos y presuposiciones, y otros fenómenos etnocomunicativos son conductas antropológicas en sí mismas. Esto implica que, en realidad, los hábitos pragmalingüísticos no son propios de una lengua, sino de una cultura. No pertenecen al sistema lingüístico, sino al código cultural de una comunidad. Así como la estructura fonológica, morfológica, sintáctica y semántica son intrínsecamente lingüísticos, el código pragmático de un grupo de hablantes es de naturaleza cultural. Al estar ligada a la función comunicativa del lenguaje y formar parte de la acción comunicativa, la expresión del agradecimiento, la condolencia, la solicitud de favores o la cortesía propia de una comunidad de hablantes no pertenece a su lengua, sino a su cultura.

Así pues, cuando, por ejemplo, se dice que «en español» el agradecimiento se expresa de determinada forma, mientras que «en inglés» se expresa de otra, se está haciendo un planteamiento inadecuado del problema. En realidad, debería decirse que una «comunidad cultural» –que no siempre coincide con una comunidad lingüística– expresa de determinada manera el agradecimiento. Dentro del ámbito de la comunidad hispanohablante, no hay una homogeneidad total en sus pautas de conducta relativas al agradecimiento –ni a ningún otro tipo de acto de habla–, pues dichas pautas dependen de la educación, el nivel de instrucción, la posición social y de otros factores de los hablantes, y son independientes de la lengua.

Por ejemplo, el comportamiento de prescindir del agradecimiento dentro del ámbito familiar no es un rasgo propio de la lengua española, sino que es una característica antropológica de un conjunto más o menos extenso de miembros de una determinada comunidad cultural. Los hábitos pragmáticos propios de una cultura no deben confundirse con las fórmulas estereotipadas utilizadas en una lengua para verbalizar dichos hábitos. Las expresiones muchas gracias, muchas gracias por anticipado, muy agradecido y otras son meras fórmulas verbales que sí son propias de una lengua, pero el uso de las mismas –es decir, cómo y cuándo emplearlas– pertenece al código cultural de cada comunidad cultural que habla dicha lengua. Por este hecho, no es raro que entre dos hablantes nativos de un mismo idioma existan malentendidos derivados del hecho de que emplean códigos culturales diferentes. Las diferentes maneras de emplear las distintas fórmulas de encabezamiento de una carta (querido, estimado, mi querido, queridísimo), la forma de solicitar un favor o de hacer una propuesta pueden dar lugar a malentendidos, a pesar de que se use la misma lengua. Cuando esto ocurre entre dos hablantes –sean nativos o no-, es porque su gramática es la misma, pero su pragmática es distinta, pues la segunda pertenece a su cultura particular, y la primera a su lengua común. La pragmática –incluida la pragmática léxica– está compuesta de unas normas o pautas sociales que son parcialmente autónomas de la lengua o del sistema lingüístico empleado. Por este motivo, un hablante tiende a emplear su propio código cultural aunque utilice una lengua que no sea la suya. La lengua y la cultura, por tanto, no son idénticas ni totalmente isomórficas.

A este respecto, C. Hernández Sacristán[74] ha analizado, desde el punto de vista de la pragmática intercultural, los actos de habla, las formas de cortesía, los sobreentendidos e implicaturas, la deixis, el discurso referido y los hábitos conversacionales, en un intento de elaborar unos principios teóricos generales que expliquen el funcionamiento de los códigos pragmáticos como códigos culturales. Según este autor, los actos de habla dependen del contenido expresado en el acto (condolencia, felicitación, amenaza, agradecimiento, promesa, orden, valoración, etc.), de la función desempeñada en el discurso, del tipo de situación interactiva y de la relación social entre los interlocutores. En suma, y al igual que todos los elementos lingüísticos, el empleo del código pragmático depende del registro (tema, canal, intención y usuarios).

Hernández Sacristán señala, por ejemplo, que el agradecimiento está excluido de las relaciones familiares, «en determinados ámbitos culturales».[75] Es importante enfatizar este principio, es decir, que una categoría pragmática es característica de un ámbito cultural, y no de una lengua. Como ya señalamos, en efecto, en España es posible que sea frecuente que se prescinda de expresar verbalmente el agradecimiento a un familiar, ya que se entiende que el acto de agradecer es una deuda social, y esta no se considera propia de ser contraída entre parientes. Pero este hecho no pertenece a la lengua española, sino a algunos ámbitos culturales, ya que hay familias españolas, que, aun poseyendo el mismo código lingüístico –el español–, emplean otro código cultural y pragmático. Aunque Hernández atribuye a las lenguas, y no a la cultura, los rasgos pragmáticos, reconoce la extraordinaria variación de los mismos dependiendo de los distintos ámbitos culturales en que se habla cada lengua. Así, por ejemplo, afirma que «las lenguas[76] pueden diferir no solo en el grado con el que recurren a la expresión indirecta [...]»,[77] para más tarde señalar que, en el caso de inglés, existe una gran variabilidad según los ámbitos culturales en que el inglés es lengua nativa; de alguna forma, está reconociendo que dicha variación oculta el hecho de que no es a la lengua el código al que pertenecen las categorías pragmáticas, sino más bien a la cultura. Hernández señala como ámbitos distintas áreas geográficas, como Gran Bretaña, América, Sudáfrica y Australia. Pero la variación no es solo diatópica, sino también diastrática y diafásica, puesto que los códigos pragmáticos no solo son propios de zonas geográficas, sino también de individuos, estratos sociales, grupos y subgrupos culturales, etc.

Por ello, no nos parece aceptable la opinión de A. Wierzbicka,[78] para quien el carácter más indirecto de los actos de habla supuestamente propios de la lengua inglesa estaría asociado al respeto a la autonomía del otro y al principio de no interferencia en asuntos ajenos, propio de la cultura anglosajona. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el carácter indirecto puede encubrir un mayor interés por inmiscuirse en la vida ajena; por ejemplo, una persona puede intentar sonsacar una información íntima o privada mediante rodeos y preguntas indirectas. Además, las generalizaciones sobre el carácter psicológico de un pueblo no son más que simples estereotipos sociales. A pesar de ello, no ponemos en duda que los actos de habla y los códigos pragmáticos se corresponden con intenciones sociales, con situaciones diversas de interacción social y con valores culturales, pero siempre atribuibles a individuos y a discursos concretos, y no a lenguas y cosmovisiones colectivas.

A este respecto, los análisis de Hernández Sacristán que relacionan principios antropológicos (principio de autonomía, de ceremonialidad, de mostración pudorosa del ego, de solidaridad, etc.) con actos de habla (indirectos, directos, etc.) son lícitos, siempre que se apliquen a códigos culturales propios de comunidades culturales –y no a lenguas o sistemas lingüísticos–, puestos en práctica en situaciones discursivas concretas. Desde el punto de vista teórico y metodológico, no podemos asociar a priori, fuera del discurso y de manera biunívoca una determinada categoría pragmática a un solo rasgo antropológico-funcional, pues la verdadera intención o función sociocultural (distanciamiento, solidaridad, ocultación del yo, acomodación al oyente, encubrimiento del poder, etc.) desempeñada por cada categoría pragmática depende de la situación comunicativa concreta, como el propio Hernández sostiene.[79] No obstante, no negamos tampoco que en algún caso pueda existir una correlación más perfecta entre código pragmático y código lingüístico, especialmente en geolectos, sociolectos o etnolectos hablados por comunidades lingüísticas muy cohesionadas culturalmente.                     

M. J. Cuenca,[80] en un estudio contrastivo español-catalán-inglés sobre el empleo de marcadores reformuladores (es decir, esto es) y ejemplificadores (por ejemplo) en el discurso científico, señala que existe una diferencia entre las tres lenguas que está relacionada con la cultura supuestamente contenida en cada idioma. Para esta autora, existe una correspondencia entre la cultura orientada al contenido, y la preferencia en el uso de la ejemplificación y las formas sintéticas (or, that is, i.e.) propia del inglés, así como hay una correlación entre la cultura orientada a la forma y el mayor empleo de reformuladores y formas analíticas (en otras palabras, formulado en otros términos, ello quiere decir), típica de las lenguas románicas. De esta apreciación se desprendería que cada lengua contiene una cultura, y que las estrategias discursivas son propias de cada lengua. Sin embargo, conviene señalar que las estrategias pragmáticas son antropológicas, y pertenecen al código cultural de los individuos o a los grupos de individuos, y no a su lengua. Por eso, cuando un científico hispanohablante escribe en inglés, tenderá a emplear su propio código, y usará más la reformulación que la ejemplificación –en el caso de que esta preferencia sea característica de todos los hispanohablantes–, a no ser que adquiera la estrategia de la preferencia por la ejemplificación, supuestamente propia de la toda cultura anglosajona. Por una parte, convendría estudiar si dichas preferencias discursivas son comunes a unas comunidades culturales tan amplias; por otra, no deja de ser arriesgado asociar una preferencia pragmática –el mayor empleo de la ejemplificación y de formas sintéticas– con un rasgo de mentalidad o cosmovisión –la orientación epistemológica hacia el contenido más que hacia la forma–. No deben confundirse unas fórmulas estereotipadas, como son los marcadores de reformulación y ejemplificación, que son elementos lingüísticos, con sus diferentes usos para desempeñar determinadas funciones, hecho que pertenece a la pragmática, la cual constituye un código cultural.

Una misma fórmula verbal o patrón morfosintáctico puede ser instrumento discursivo para distintas estrategias pragmáticas. Como ya hemos señalado, el código de esquemas de conducta que constituye la pragmática precisa de la gramática para materializarse lingüísticamente, pero las categorías pragmáticas y las categorías gramaticales están situadas en dos planos diferentes, aunque guarden una estrecha relación. La formulación lingüística de los actos de habla (plano de la cultura) se realiza a través de las estructuras morfosintácticas y léxicas (plano de lengua). Los significados ilocutivos (decir algo para influir en el hablante) de un acto de habla pueden realizarse gramaticalmente por medio de fórmulas codificadas o bien construcciones verbales no codificadas. Las fórmulas codificadas son esquemas lingüísticos estereotipados, que pueden expresar los contenidos ilocutivos de forma explícita o directa (Ordena esa estantería), o bien de manera implícita e indirecta (¿Puedes ordenar la estantería?). En el primer caso, la orden se hace directamente, mientras que en el segundo se realiza indirectamente, a través de una pregunta que mitiga el carácter imperativo de la orden. Las construcciones no codificadas son siempre sintagmas o oraciones libres para cuya interpretación ilocutiva es necesaria siempre la inferencia. En las fórmulas indirectas la inferencia no es precisa, pues su carácter convencional y estereotipado hace que el hablante interprete el tipo de ilocución sin realizar ninguna operación inferencial. Por ejemplo, para la expresión de la petición, en español existen una serie de fórmulas codificadas, como:

–  Te pido que limpies la casa. (directa)

–  ¿Puedes limpiar la casa? (indirecta)

–  ¿Puedes limpiar la casa, por favor? (indirecta)

–  ¿Podrías limpiar la casa? (indirecta)

 

Junto a estas estructuras estereotipadas, existe la posibilidad de expresar la petición mediante un enunciado que exija una inferencia:

–  La casa del vecino está muy limpia, pero la nuestra...

–  Esta casa necesita una buena limpieza.

 

La expresión codificada y no codificada no son categorías con límites precisos, pues en ocasiones existen determinadas construcciones en vías de fijación estereotípica, situadas en medio de ambos tipos. Así, en la expresión Esta casa habría que limpiarla, y no miro a nadie, el sintagma no miro a nadie está codificado parcialmente en español. 

La serie anterior de fórmulas fijadas en la fraseología de la lengua son esquemas morfosintácticos y léxicos determinados por factores gramaticales, como el tipo de verbos (pedir), el tiempo verbal (presente, imperativo, condicional), complementos (por favor), etc. Estos elementos pertenecen al código gramatical de la lengua. Sin embargo, la preferencia de la fórmula adecuada dependiendo del registro (tema, interlocutor, canal e intención), –es decir, saber cómo, cuándo y con quién usar cada fórmula– es una estrategia que pertenece al código pragmático, que es de naturaleza cultural, ya que depende de las normas sociales de cortesía y educación de cada comunidad cultural. Por tanto, la pragmática está constituida por reglas que regulan el uso de los actos de habla, mientras que la gramática está formada por reglas morfosintácticas que rigen las construcciones de oraciones. Las reglas de la pragmática son normas socioculturales que forman parte del ethos cultural, y las reglas de la gramática con esquemas morfológicos, sintácticos y léxicos al margen del ethos cultural.

A pesar del interés que revisten las teorías de la pragmática cultural, las tesis alternativas de Hymes y otros siguen sin resolver el problema de la relatividad, pues este tipo de conductas verbales son conductas culturales en sí mismas. Estas ideas corroboran que el habla es un acto construido culturalmente, pero con este planteamiento sigue en pie el problema de cómo analizar si dichos patrones de comportamiento lingüístico reflejan cosmovisiones diferentes. Es cierto que las tesis pragmaticistas de Hymes y de otros autores posteriores nos pueden descubrir, por ejemplo, diferentes hábitos en la expresión verbal de pedir un favor o dar las gracias en cada lengua o variedad. Pero lo único que estos conocimientos sobre el uso aportan al problema es añadir nuevos datos a los que ya conocíamos sobre la estructura de la lengua, incrementando así el material lingüístico que debe conectarse con las creencias y valores culturales. 

Afirmar como hace Foley[81] que

 

[...] the way language is used in America courtrooms or Ilongot village disputes reflects different beliefs about human nature and how truth and social harmony can be most advantageously arrived at [...]

 

nos parece tan arriegado e impresionista como inferir que el orden de las palabras del bretón refleja el gusto de sus hablantes por lo concreto, o que las palabras desengaño y desmentido son la muestra de la hipocresía española. Estamos, por el contrario, de acuerdo con Foley en que

 

[...] these different linguistic practices reflect different trajectories of lived experience for their speakers and consequently are emblematic and creative of wider cultural practices and beliefs [...],[82]

 

pero atribuir esos patrones de conducta lingüística a creencias compartidas colectivamente por toda una comunidad lingüística sigue siendo igual de arriesgado que conectar las estructuras léxicas y gramaticales a cosmovisiones mantenidas por todo un pueblo. Somos conscientes de que los hábitos lingüísticos en su condición de hábitos culturales están menos sujetos a la desmotivación que las unidades gramaticales y léxicas. Asimismo, es cierto que los patrones de comportamiento reflejan mejor que las palabras la visión cultural, pero no poseen una correspondencia perfecta con el sistema de creencias y valores de la cultura. Los ritos sociales –y en ocasiones los modelos discursivos no son otra cosa– son a veces meros actos repetitivos sin paralelismo con las creencias vigentes. Las fórmulas estereotipadas del español para expresar la condolencia por una muerte, por ejemplo, son unidades fraseológicas que han sufrido el mismo desgaste que otras unidades léxicas no discursivas y que, consiguientemente, apenas reflejan una supuesta concepción colectiva de la muerte o de las relaciones sociales que sea compartida por todos los hablantes del español. Como ocurre con los elementos gramaticales y léxicos, nuevamente surge el problema de distinguir los tipos de elementos discursivos y pragmáticos que son lícitos de relacionar con las cosmovisiones y mentalidades.

A pesar de todo, los trabajos de Hymes aportan una idea interesante en la tarea de descubrir creencias y valores subyacentes a las unidades lingüísticas. Según este autor, los diferentes sectores de la cultura no mantienen con la lengua una relación similar,[83] de forma que cada rasgo cultural no tiene el mismo tipo de implicaciones en su manifestación lingüística. Así, un determinado elemento cultural puede no reflejarse en una lengua o reflejarse de forma diferente a como se manifiesta en otra, sin que de ese hecho pueda deducirse que sus hablantes tienen un modo de pensar diferente. Además, la etnografía de la comunicación ha puesto de manifiesto que no en todas las lenguas el significado de las unidades léxicas se construye de forma idéntica, posee el mismo valor y cumple similar función en la comunicación.

El etnólogo Malinowski,[84] al estudiar la cultura de los trobiandos melanésicos, se ocupó de la lengua como parte del comportamiento humano. Cree que la concepción del lenguaje como simple espejo de la mente no explicaba cabalmente su naturaleza y funcionamiento, ya que, para él, el lenguaje es, ante todo, una conducta. Para el antropólogo polaco-británico, el lenguaje es un instrumento para la acción humana y una actividad social más que un medio de expresión del pensamiento. Defiende que las expresiones lingüísticas surgen y se entienden solo dentro de un contexto compartido, anticipando el concepto de contexto de situación de Firth y las teorías de Holliday. Por consiguiente, sostiene que las palabras están íntimamente ligadas a la cultura de cada comunidad, negando así su universalidad. Esto le llevó a postular la intraducibilidad de las lenguas, dado que estas, según él, son reflejo de una cultura particular y, por tanto, de una manera peculiar de ver el mundo y la realidad.

Esto nos lleva a considerar la tesis según la cual la visión del propio lenguaje mantenida por cada cultura condicionaría la estructura de su lengua o su variante lingüística. Las pautas de codificación léxica típicas de una lengua (lexicalización, significación, extensión semántica, etc.) es posible que dependan también de la visión que de la propia lengua posean sus hablantes. Este hecho nos situaría en una especie de relativismo metalingüístico que influye en el relativismo lingüístico. Según A. Duranti,[85] los samoanos no conciben el lenguaje primariamente como un sistema de representación de la realidad ya existente y definida, sino como acción. En samoano, la palabra uiga significa tanto ‘significado’ como ‘acción’, lo que puede interpretarse como muestra de una visión fenomenológica del lenguaje. Este pueblo  atribuye a la lengua la función no de crear la realidad, sino de hacerla posible.

El significado de las palabras no pretende captar la realidad externa, esto es, ser una imagen mental del mundo, sino permitir la acción humana fruto de la relación entre el objeto y los hablantes. Los significados, producto de la colaboración entre emisor y receptor, no forman un sistema abstracto de contenidos, sino que son elementos constitutivos de la vida social. A nuestro juicio, este modo de significación que Duranti considera característico de los samoanos y opuesto al de las lenguas occidentales, no es exclusivo del samoano. La construcción contextual del significado de las unidades lingüísticas es un hecho que también se da en nuestras lenguas. Las teorías sobre el uso del lenguaje han puesto de manifiesto que el sentido es siempre sensible al contexto y la situación, y es fruto de la interacción social. Constituye una representación mental que va más allá del contenido semántico esencial y convencional almacenado en los diccionarios o en la memoria del hablante.

No obstante, las ideas de Duranti son una útil advertencia teórica y metodológica en los estudios etnolingüísticos sobre la relación lengua-cultura. Su tesis de que hay lenguas que construyen el significado como fruto de una colaboración entre los participantes frente a otras lenguas que no, debe reinterpretarse considerando que más bien hay un tipo de significado «participativo» (llamado contextual) y otro no contextual en las palabras de una misma lengua. Por tanto, los contenidos culturales de las unidades léxicas no están totalmente predefinidos y son acontextualizados, sino que se construyen en el discurso. Este planteamiento es importante en la medida en que evita el riesgo de deducir que un contenido semántico no hallado en el sistema de la lengua no existe en la cultura de sus hablantes, pues puede que esté presente implícitamente y se manifieste en el habla o discurso. La construcción plena del significado es un proceso activo de negociación realizado mediante recursos diversos, entre los que destacan los mecanismos metalingüísticos. Entre ellos, los llamados por Lakoff[86] hedges son medios empleados por el hablante para delimitar el significado de las palabras: estrictamente hablando, en sentido amplio, esto es, es decir, por antonomasia, técnicamente hablando, desde el punto de vista x y otros. Asimismo, la introducción de definiciones en el discurso es otro recurso directo de fijación del significado de una palabra.

 

 

Otras posturas sobre la relación entre lengua y cultura

 

En Europa, las distintas corrientes lingüísticas y filosóficas también abordaron la cuestión de la relación entre lengua, cultura y mentalidad nacional. Repasaremos las ideas básicas del idealismo, el estructuralismo y el historicismo, así como la teoría de las palabras clave.

 

Idealismo lingüístico

El alemán K. Vossler (1872-1949), padre del idealismo lingüístico, influido por el italiano Benedetto Croce –que defendía los aspectos creativos del lenguaje, esto es, la concepción del lenguaje como enérgeia– y por Von Humbdolt, concebía el lenguaje como una actividad espiritual del ser humano, no cerrada ni autónoma. Frente a los neogramáticos de la época, que creían que las lenguas están regidas por leyes mecanicistas y necesarias, Vossler pensaba que aquellas cambian de acuerdo a las necesidades de la comunidad, atribuyendo al hablante el papel de artista creador. Cree que el espíritu es, por tanto, la causa de los cambios lingüísticos, si bien niega que pueda establecerse una relación de causalidad o paralelismo pleno entre lengua y mentalidad. En su libro Lengua y cultura de Francia,[87] el romanista alemán pretende demostrar la interacción lengua-cultura, lo que le lleva a establecer sorprendentes asociaciones entre rasgos lingüísticos y rasgos culturales, como la que relaciona el artículo partitivo de la lengua francesa con el –para nosotros puramente supuesto–, espíritu práctico, mercantil y calculador del pueblo francés, lo que le valió merecidas críticas por sus excesos.

Así, su compatriota Gerhard Rolhfs[88] califica de «inseguros» y «fantásticos» los resultados de sus investigaciones, aunque reconoce el carácter «fascinante»[89] de la síntesis vossleriana. Por ejemplo, critica este lingüista el intento de Vossler de relacionar la aparición del artículo en francés con el desarrollo del intelectualismo típico de la mentalidad francesa, hecho lingüístico al que Rolhfs sitúa antes de la aparición de las lenguas románicas, en plena época latina, al comienzo de nuestra era, cuando aún no había surgido Francia como entidad política ni los franceses como pueblo. Para este autor, muchos de los fenómenos lingüísticos que Vossler atribuye a causas culturales, se pueden explicar por razones estrictamente lingüísticas, como son la influencia del sustrato, los calcos, etc. Esta idea es muy importante en los análisis etnolingüísticos, para evitar atribuciones o interpretaciones falsas o exageradas, como veremos.[90] En etnolingüística, se requiere, pues, un buen conocimiento de lingüística «interna» (recursos morfológicos, técnicas y funciones sintácticas, fenómenos semánticos, etc.), que debe ser muy tenida en cuenta.

A pesar de ello, Rolhfs es partidario de no desatender los factores espirituales y culturales, ya que la lengua, y muy especialmente el vocabulario, es parte de la cultura y de la historia.[91] Esto es lo que le lleva a explorar la relación entre lengua y cultura en un ensayo[92] en el que demuestra que el desarrollo de la vida material y social influye en el vocabulario. Señala Rolhfs diferentes préstamos léxicos germánicos en las lenguas románicas y viceversa, a través de la cuales es posible conocer los ámbitos en los que los pueblos germánicos y latinos más se influyeron mutuamente. Así, por ejemplo, la abundancia de germanismos medievales en francés indica la intensa huella que el feudalismo franco dejó en el arte militar, la caza y la administración.[93] El lingüista alemán considera «cuán fuerte estímulo puede recibir la historia de la cultura gracias a un estudio más exacto de los cambios de significación».[94] Analiza, como muestra, las metáforas animales en las lenguas románicas, es decir, la denominación de herramientas y utensilios del mundo rural con nombres de animales o partes de estos (p. ej. napolitano vrigala ‘taladro grande’ y ‘órgano genital del cerdo’).[95] Rohlfs defiende la «intercomunicación de lengua, cultura y folklore»,[96] pero advierte de los peligros de las «especulaciones aventuradas o construcciones complicadas».[97]    

En general, creemos que los principios teóricos y metodológicos vosslerianos poseen un indudable valor e interés como herramienta de trabajo. Sin embargo, llevados a la práctica de la forma ilícita en que, en ocasiones, lo hizo el lingüista alemán, pueden dar resultados, además de puramente intuitivos e impresionistas, un tanto excesivos. De hecho, la influencia del idealismo ha sido grande en varios lingüistas, algunos de ellos procedentes incluso del estructuralismo (Meillet, Baldinger, Christmann), como veremos en el apartado siguiente. En la filología hispánica, ha sido Amado Alonso el lingüista que ha seguido más de cerca al idealismo. Para este autor, la lengua es una institución social e histórica que encierra una categorización del mundo, esto es, una peculiar manera de agrupar las cosas y poner límites a la masa amorfa que es la realidad. Incluso defiende conceptos humboldtianos, como el de forma interior. Considera, con clara influencia de Von Humboldt y Vossler, que la lengua era expresión colectiva de las experiencias acumuladas generación tras generación.[98]

 

Historicismo

Bajo este término se engloban diversas corrientes de pensamiento no totalmente homogéneas y autores tan diferentes como Dilthey, Mannheim, Marx u Ortega, por citar algunos de sus más destacados representantes. Se trata de una corriente filosófica y no propiamente lingüística, pero el hecho de que sus puntos de vista guardan una estrecha relación con los postulados del relativismo lingüístico y cultural, y de que el problema del significado cultural de la lengua no sea ajeno a algunos de sus defensores, hace que lo incluyamos entre las teorías sobre dicha cuestión. Entre otros postulados, el historicismo defiende las siguientes tesis pertinentes para nuestro tema: 1) la historia es evolución continua; 2) las creencias y valores carecen de validez universal, ya que son contingentes y están condicionadas por el contexto histórico; 3) cada hecho histórico es irrepetible, particular e individual.

Entre los filósofos historicistas que se preocuparon por la lengua como cultura, citaremos a Ortega y Gasset, quien a lo largo de su extensa obra realizó, si bien de forma dispersa, comentarios y análisis relativos al tema. Como es sabido, Ortega creó el concepto de razón histórica, distinta de la razón pura y de la razón práctica, que concibió como la vivencia total de lo que el hombre ha pasado y pasa, es decir, la «realidad radical». Para alcanzar la comprensión de la razón histórica, el filósofo se propone, como una de las vías de acceso, desentrañar el significado de las palabras, pues, en el fondo del mismo, late la historia y el entramado vital de los pueblos. Ortega afirma:

Diríase que no es cosa de monta el hecho cotidiano de modificar una palabra su sentido. Pero la verdad es que los cambios, tan poco importantes en apariencia, proceden de cambios histórico-sociales acontecidos en el país, a veces profundos y graves; en ellos transpira alguna grande experiencia y aventura y vicisitud de la nación, son síntoma abreviado de un trozo de su vida; por tanto, de las secretas ilusiones y las secretas angustias de la vida de un pueblo.[99] 

Para Ortega, una palabra es, en suma, el sedimento de una experiencia colectiva. Es notable la conexión que el filósofo establece entre los cambios semánticos y los cambios sociales, si bien no llega a postular que una lengua en su conjunto refleje completa y sistemáticamente la cosmovisión de todo un pueblo, como lo hizo Von Humboldt y otros de sus seguidores. Ortega atribuye cada cambio lingüístico particular a un cambio social concreto, pero no defiende ningún tipo de causalidad ni correlación perfecta. Por otro lado, parece que de la anterior cita está ajeno el concepto de espíritu del pueblo o del genio nacional (Volkgeist), como entidad orgánica con vida propia, es decir, el ser de la nación, tan grato a los filósofos románticos, que lo definieron como un ente autónomo y regido por sus propias leyes.

Esta idea llevó a Ortega a considerar a las palabras como «algos humanos vivientes»,[100] de ahí que afirmara que «cada palabra reclama [...] una biografía».[101] Es interesante esta propuesta de realizar la historia de las palabras, que no de la lengua, para descubrir su evolución y, a través de la misma, la evolución de la sociedad. Se trata de un estudio perfectamente lícito, como algunas corrientes han demostrado, entre ellas la lexicología sociológica de Matoré o el programa de investigación de ideas y palabras. Julián Marías, discípulo de Ortega, ha insistido en el estudio histórico y etimológico sistemático de las palabras. Para el filósofo, esto nos descubrirá que «la lengua [...] es un todo solidario, en cierto modo previo a todas sus formas particulares»,[102] que Marías entiende como «un fenómeno básico de decir, que es, antes que otra cosa, un temple o tesitura [...] una fisonomía propia de una lengua».[103] Ahora bien, alejado de toda concepción humboldtiana y determinista y de la idea del genio de la lengua como reflejo del espíritu del pueblo, el filósofo aclara que no se trata de una «constante» ni una «determinación natural».[104]

Considera asimismo que el estudio etimológico de las palabras del español permitiría conocer distintas etapas de sociedad correspondiente, y, «sobre todo, marcar ciertos puntos de inflexión que acaso signifiquen desviaciones de la trayectoria histórica, lo que podríamos llamar rectificaciones de la pretensión colectiva de un pueblo».[105] Recuerda Marías que en el caso del español habría que tener en cuenta que se trata de una lengua hablada por «pueblos diversos, con trayectorias hasta cierto punto paralelas, pero parcialmente divergentes».[106] Esta consideración es importante, pues el hecho de que a una misma lengua le correspondan varios pueblos o comunidades culturales, impide relacionar nuestra lengua con una solo mentalidad común. Siguiendo a su maestro, Marías sostiene que «la lengua realmente colectiva y cotidiana no es azarosa, sino que siempre tiene su razón –razón histórica–, conózcase o no. Un fenómeno lingüístico tiene siempre algún sentido histórico, es la consecuencia de fuerzas sociales e históricas operantes [...]».[107] Marías está proclamando la motivación sociocultural de toda palabra, aunque se trate de una palabra opaca, es decir, que haya perdido la transparencia que permite desvelar la razón fonética, morfológica o semántica con que se creó, siempre en unas coordenadas espaciotemporales concretas.

Añade el autor algunos ejemplos, como la sustitución de amar por querer, que deriva del latín quaerere, que significa ‘buscar’, y el desplazamiento de amor por cariño, que deriva de cariñar ‘sentir nostalgia’. Se pregunta Marías si estos fenómenos lingüísticos no revelarán el hecho de que «el hombre de nuestra lengua solo ama cuando carece del objeto amado, cuando lo echa de menos y siente su nostalgia, cuando lo busca y lo quiere».[108] Si en los postulados teóricos el autor se mostraba cauto con relación a la conexión lengua-mentalidad colectiva, en el ejemplo citado es realmente aventurado. Este tipo de análisis es muy arriesgado, ya que los desplazamientos semánticos señalados no permiten inferir una interpretación psicológica como la que lleva a cabo Marías. Es cierto que los cambios léxicos señalados reflejan una concepción del amor basada en la metáfora amar es buscar, pero de ahí a extraer la conclusión de que es el «hombre de nuestra lengua» quien mantiene esa visión hay un gran paso que carece de fundamento. La ilicitud consiste en atribuir un rasgo psicológico a un tipo de hombre inexistente, el supuesto individuo que habla el español, como si existiera una única mentalidad colectiva y común a todos los hablantes del castellano. El mismo Marías se contradice, puesto que anteriormente había advertido que son diversos los pueblos que hablan español, con historias parcialmente divergentes.

Aceptamos que dicha metáfora implica una visión lingüística del mundo, pero, en principio, solo atribuible al hablante que la creó en un contexto social y cultural determinado, y que podía compartirla en mayor o menor medida con más hablantes contempóraneos. El grado de extensión social de la creencia que subyace a la metáfora es un problema difícil de dilucidar, pero admitimos que determinados tipos de palabras pueden ser reflejo de la cultura hegemónica o de los valores imperantes de toda una sociedad. La total opacidad actual de la metáfora impide, además, que por su simple uso, ya desgastado, podamos atribuir ese rasgo de carácter a los hablantes actuales. A excepción de quienes conocen la etimología por sus conocimientos de la lingüística –que no de la lengua–, el hablante medio no es consciente de dicha metáfora y, por tanto, nada puede decirnos ésta acerca de su mentalidad.

 

Estructuralismo europeo

Ferdinand de Saussure, padre del estructuralismo lingüístico europeo, al sentar las bases de la lingüística moderna, excluyó de su objeto de estudio las relaciones de la lengua con factores externos a esta, como la cultura, la historia, la economía, la política, etc. Estableció que la estricta ciencia del lenguaje –la lingüística interna– solo debía ocuparse de la lengua en sí misma. Asimismo, sostuvo que de la relación de esta con otros aspectos situados fuera del sistema de la lengua, debía dedicarse la lingüística externa. Si bien separó nítidamente ambas ramas del estudio del lenguaje, el ginebrino nunca negó la influencia de la cultura y la historia en la lengua, ni consideró a esta una institución totalmente autónoma; tan solo consideró que la lingüística debía preocuparse exclusivamente del estudio interno de la estructura de la lengua, para cuyo conocimiento no es indispensable considerar las circunstancias históricas en que se ha desarrollado.[109] Para Saussure, «[la historia de una lengua y la historia de una raza o una civilización] se mezclan y mantienen relaciones recíprocas [...] Las costumbres de una nación tienen repercusión en su lengua y, por otro lado, en gran medida es la lengua la que hace la nación».[110] Por tanto, conviene tener presente que lo que el ginebrino consideraba autónomo no era la lengua, sino la lingüística, lo que a menudo se olvida por algunos, llevándoles a afirmar erróneamente que el lingüista suizo negaba que entre lengua y cultura existiera alguna relación.

Han sido varios los autores estructuralistas que, al contrario que el padre del estructuralismo, se han ocupado de la relación lengua-cultura, influidos por el idealismo vossleriano. A. Meillet, discípulo de Saussure, aunque se apartara de Vossler en algunas de sus afirmaciones más extremas sobre la conexión entre la estructura del francés y la mentalidad francesa, compartía con el idealismo alemán la idea de la influencia de la cultura en la lengua. Ch. Bally, defensor de la interdependencia lengua-cultura, advierte, no obstante, del peligro de asociar rasgos lingüísticos a supuestos rasgos de civilización; así, por ejemplo, cita el caso de inferir una presunta mentalidad primitiva a partir del uso del verbo francés amer aplicado tanto a una persona como a un alimento, significando tanto ‘amar’ como ‘gustar’.[111] Este tipo de inferencias son, en efecto, arriesgadas e ilegítimas desde un punto de vista científico, pero hay que reconocer que una polisemia de ese tipo, producto de una metáfora, es un indudable signo cultural. Al menos, refleja una forma de percibir una realidad, pues es una muestra de un modo de conceptualizar el mundo. Pero estamos de acuerdo en que deducir de una metáfora un rasgo psicológico –y más aplicado al inexistente carácter psicológico colectivo de todo un pueblo– carece de todo fundamento científico.

Niega también este autor el paralelismo pleno entre lengua y civilización, al afirmar que «el progreso lingüístico no sigue [...] la curva de la cultura».[112] Asimismo, sostiene que en un corte sincrónico o estado de lengua concreto existen palabras heredadas de épocas anteriores, que encierran sensaciones pretéritas, que nada tienen que ver con el presente, aunque el hablante así lo crea. Afirma Bally: «[...] creemos que todo en el lenguaje ocurre como si nada hubiera cambiado, no cambiara ni tuviera que cambiar. Además, todas las asociaciones sobre las cuales reposa nuestro conocimiento de las palabras –como el de todos los fenómenos lingüísticos– están para nosotros en un mismo plano y son coetáneos».[113] Para una justa comprensión de la relación lengua-cultura es necesario no olvidar esta afirmación. Podemos aislar rasgos culturales (creencias y valores) contenidos en palabras actuales que son, en realidad, rasgos que pertenecen a cosmovisiones pasadas sin vigencia alguna, y atribuirles erróneamente el valor de muestra de la cultura actual. Insistiendo en esta idea, Bally cree que en una lengua hay numerosos indicios de esas supervivencias. Aunque alguno de sus ejemplos, como los aducidos sobre el género gramatical, son muy discutibles,[114] otros son más acertados, como el caso de las expresiones que reflejan un «viejo fondo de animismo, de magia, de supersticiones infantiles» (p. ej., el viento sopla, hace frío, cae la noche).[115]   

K. Baldinger,[116] en parte estructuralista, sostenía que entre lengua y cultura existe una relación estrecha, pero no de tipo determinista, pues el hombre es siempre libre en sus actos. Advertía de los peligros de extraer conclusiones prematuras sobre la interdependencia entre ambos aspectos. Baldinger, que pretende reivindicar al mejor Vossler, señala que el léxico es el campo de estudio más apropiado, fecundo y seguro de la relación lengua-cultura. Analiza fenómenos como la sustitución de clerec por savant, la evolución semántica de raison o los usos metafóricos de lumière.

Como prueba del resurgir del programa vossleriano –y específicamente del reconocimiento de la influencia de la cultura sobre el léxico–, incluso entre los estructuralistas, podemos señalar las opiniones de K. Togeby. Si bien defiende la idea de que la lengua es autónoma e independiente de factores culturales, psicológicos y sociales, excluye de esta independencia al léxico, que considera «reflejo de la situación social».[117] Asimismo, H. H. Christmann[118] ha intentado demostrar que los principios vosslerianos no son tan ajenos a la lingüística moderna, recordando que el filólogo alemán no defendió nunca la relación causal entre lengua y cultura, sino una interacción entre ambas, lo que es admisible por la ciencia actual.

El propio E. Coseriu defiende que el lenguaje es parte de la cultura, que la lengua refleja la cultura no lingüística –ya que manifiesta los saberes, ideas y creencias sobre lo conocido– y que la competencia extralingüística –nuestro saber acerca de las cosas– influye en la lengua y es necesaria para la plena comunicación, como complemento de la competencia lingüística –el saber hablar en sentido estricto–.[119] Entre los conocimientos extralingüísticos que intervienen en el lenguaje, el rumano señala el contexto cultural, «que abarca todo aquello que pertenece a la tradición cultural de una comunidad, que puede ser muy limitada o tan amplia como la humanidad entera».[120] Es importante esta dicotomía particularista-universalista, pues pone de manifiesto que muchos rasgos lingüísticos –aunque en unas lenguas estén menos explícitos que en otras– son comunes a muchos idiomas, por estar motivados por rasgos culturales también comunes a muchos o todos los pueblos.[121] Para Coseriu, «las lenguas hablan de las mismas cosas, pero no dicen lo mismo».[122] Esto quiere decir que designan las mismas realidades, pero expresan nociones diferentes. Las lenguas pueden coincidir en la designación (relación signo-referente), pero difieren en la significación (relación significante-significado).

Sostiene que la lengua es estructuración de la experiencia humana y, más concretamente, que las lenguas son «[...] redes distintas de significados que organizan de manera diferente el mundo de la experiencia. Dicho de otro modo, el lenguaje no es comprobación, sino imposición de límites dentro de lo experimentado».[123] Asimismo, y muy cerca de la tradición boasiana-sapiriana, reconoce que «a un distinto universo de experiencia corresponde un distinto universo lingüístico», –y cree que la lingüística puede comprobar y explicar históricamente este hecho–, induciéndonos a pensar que «los distintos universos lingüísticos reflejan distintas mentalidades». No obstante, y siguiendo a Saussure, Coseriu niega que la lingüística precise de las mentalidades para sus objetivos, creyendo que son más bien «las ciencias que se ocupan de la mentalidad las que deben acudir también a datos lingüísticos».[124]

No son muchos los trabajos etnolingüísticos realizados por estructuralistas españoles. Entre ellos, cabe citar a M. Casado Velarde, autor de una de las pocas síntesis de etnolingüística publicadas en nuestro país.[125] Este lingüista sigue de cerca los postulados de Coseriu y considera que es insostenible la tesis fuerte del relativismo lingüístico,[126] aunque defiende que el vocabulario, la toponimia, las expresiones idiomáticas o las metáforas están íntimamente ligados a la cultura y la ideología. Como muestra, Casado analiza la relación entre la mentalidad de la contracultura y su vocabulario.[127] Este tipo de análisis referidos al léxico de personas, movimientos o grupos sociales determinados, es muy fructífero, en la medida en que la categorización semántica contenida en su vocabulario es reflejo, aunque indirecto y parcial, de una mentalidad o visión del mundo mantenida por un individuo o una comunidad más o menos homogénea y cohesionada. No así nos parece tomar globalmente el léxico de una lengua y relacionarlo con una supuesta mentalidad común a todos los hablantes, tomada también globalmente, estableciendo una relación biunívoca. Esta mentalidad o cultura única de toda una comunidad lingüística es, para nosotros, inexistente en lenguas habladas por comunidades culturales en algunos casos muy diferentes, como es el caso del español. 

Las tesis sobre la relación lengua-cultura desarrolladas por casi todos los autores citados en este apartado son una síntesis del estructuralismo y el idealismo. En resumen, sus ideas básicas son: a) la existencia de una relación asistemática y extrínseca entre lengua y cultura; b) el reconocimiento de que una lengua, específicamente el léxico, refleja parcial e irregularmente rasgos culturales; c)  el rechazo de la idea que la lengua sea el vehículo perfecto del espíritu de la nación o de toda la cosmovisión de un pueblo; d) el rechazo de que exista una correlación de tipo causal entre lengua y cultura.    

Esta idea de que la lengua es reflejo de una mentalidad y cosmovisión colectiva sigue fascinando a muchos autores actuales. Por ejemplo, A. Wierzbicka,[128] partidaria de una postura relativista de corte boasiano, intenta hacer compatible esta tesis con su semántica universalista. Sostiene que algunos rasgos lingüísticos peculiares del inglés australiano reflejan el carácter del pueblo australiano. No obstante, advierte que no todos los hechos lingüísticos son culturalmente significativos. Como ejemplo pone el género gramatical, que no tiene ninguna relación con la cosmovisión, a pesar de la tentación que representa extraer de él datos sobre la visión que los hablantes puedan poseer del papel de los sexos en la sociedad. Para Wierzbicka, los hipocorísticos típicamente australianos terminados en -z (Marz-Mary, Baz-Barry, Tez-Terry, Caz-Caroline), que se usan solo para dirigirse afectivamente a otra persona, pero alejándose de la emotividad expresada por los diminutivos estándar del inglés, reflejan la actitud cínica y poco sentimental de los australianos.

En España –por citar otro ejemplo–, Ángel López,[129] basándose en los planteamientos relativistas norteamericanos, ha analizado algunas lenguas amerindias como reflejo de la cosmovisión de sus hablantes. Mantiene que «el español no concibe la colaboración entre personas: existe el hablante yo, el oyente [...] Lo que no ocurre es yo pueda colaborar con tú, que ambos formen una unidad superior enfrentada al mundo, tal vez porque lo propio de nuestra cultura occidental es el individualismo y la egolatría [...]». Sin embargo, en guaraní –y también en quechua y en aymara–, existe el pronombre yané, que integra yo y tú, como expresión de la «solidaridad grupal».

 

Teoría de las palabras clave 

 

La amplitud y organización del léxico perteneciente a la cultura material guarda una relación más directa con los modos de vida y subsistencia de los pueblos. Sin embargo, en el léxico espiritual y moral, las relaciones lengua-cultura son más complejas y no siempre tan directas. Existe un tipo de vocablos, que forman las llamadas palabras clave de una lengua, a través de las cuales algunos lingüistas creen que podría conocerse la cultura espiritual y la mentalidad nacional de un pueblo. A. Wierbizcka[130] ha seleccionado y analizado un conjunto de estas palabras en el inglés australiano con objeto de descubrir los rasgos psicológicos más sobresalientes del «carácter», «ethos» o «mística» nacional de Australia, como la misma autora denomina a esta supuesta mentalidad colectiva del pueblo australiano, que ella considera que son algo más que simples estereotipos falsos.

No hay un método objetivo para identificar este tipo de vocablos, pero, siguiendo a Wierzbicka, existen algunas condiciones que debe cumplir una unidad léxica para ser considerada palabra clave: 1) es una palabra común, y no marginal; 2) posee un uso frecuente en un dominio específico (emociones, juicios morales, etc.); 3) es núcleo de muchas unidades fraseológicas (colocaciones, locuciones, proverbios, etc.); 4) posee capacidad derivativa y asociativa.

Wierzbicka ha escogido para su estudio una serie de verbos de lengua (actos de habla) cuyo contenido semántico reflejaría el comportamiento verbal de los australianos, como parte de los patrones de interacción social típicas de este pueblo. Los verbos son to chiack, to yarn, to shout, to dob in y to whinge. El primero de ellos podría definirse como ‘atacar verbalmente a alguien con quien se mantiene una relación de amistad con intención amable, lúdica y humorística, generalmente entre hombres’. Para la autora, este comportamiento verbal del insulto amistoso refleja algunos de los rasgos típicos de la mentalidad australiana, como son el igualitarismo, la tendencia a ocultar en público los sentimientos y emociones, la solidaridad, la sociabilidad, el estilo de diversión típico masculino y el gusto por los tacos y palabras malsonantes con fines lúdicos. La acción de chiacking cumpliría la función de reforzamiento de los lazos de unión y compenetración masculina. A menudo forma parte de las actividades de ocio, como beber con los amigos, y es una conducta recíproca y colectiva, ligada a la mateship ‘un tipo de amistad’, que analizaremos seguidamente.

Conviene hacer algunas precisiones a la opinión de Wierzbicka. El insulto amistoso o ritual no es exclusivo ni genuino del pueblo australiano y reflejo de los altos valores morales y espirituales de esta escogida nación, sino que es un comportamiento común a muchas culturas y subculturas, con sus matices y peculiaridades. S. O. Murray[131] ha analizado el insulto ritual en algunas subculturas estigmatizadas norteamericanas, como la de los jóvenes negros, los judíos y los homosexuales. Partiendo de sus trabajos y de otros citados por él, podemos enumerar las características de este tipo de conducta verbal: 1) falsedad patente, es decir, el sentido no literal del insulto debe quedar bien captado y descifrado por el oyente; 2) encadenamiento de insultos recíprocos, formando una especie de escalada ascendente en el grado de humor y exageración (ej.: A dice: «Tú eres tonto»; B contesta: «Y tú idiota»; A responde. «Y tú maricón»); 3) estructura rítmica, a menudo con rima (ej: «La cagaste, Burt Lancaster»); 4) exageración metafórica (ej.: «Eres más tonto que Abundio, que asó la manteca en el dedo»); 5) función lúdica, 6) participantes sin distancia social (rito realizado entre iguales). He aquí un ejemplo de insulto ritual:

 

        ¿Es un bigote, o te estás comiendo una rata? 

        Pues tú eres tan feo que tu madre tuvo que darte de comer con un tirachinas.

        Hablando de madres: ¿es verdad que la tuya es tan gorda que tiene su propio código postal?

        ¿Sabes?: yo podría haber sido tu padre, pero el tipo que estaba a mi lado tenía el dinero exacto.

 

El verbo to yarn, que también puede funcionar como sustantivo, significa ‘mantener habitualmente charlas con un confidente, sobre un tema determinado y durante un largo periodo de tiempo’. Aparece en construcciones como to have a yarn with someone y a beer and a yarn. Está ligado a los mismos valores sociales que to chiak. El verbo to shout se define como ‘invitar a consumir bebida, generalmente de forma recíproca’. Es un rito social generalmente masculino. Para Wierzbicka es un índice de la camaradería y generosidad típica de los australianos, así como de su carácter no competitivo e igualitario. Pocos pondrían en duda la existencia de esta costumbre entre buena parte de los españoles y de personas de otras latitudes. Sobre los verbos to dob in ‘chivarse, delatar a alguien ante un superior’ y to whinge ‘ser un llorón, quejarse para obtener un beneficio’, solo podemos decir que poseen correspondencias exactas en nuestra lengua y en el inventario de nuestros valores más extendidos. En español disponemos además de una palabra para designar al agente de la acción: quejica.

Wierzbicka analiza también una palabra perteneciente al campo semántico de la amistad: mateship, que considera específica y genuina del carácter australiano. Podría describirse como una ‘relación de amistad voluntariamente escogida entre hombres que comparten similares condiciones de vida, experiencias y actividades, basada en la igualdad, la solidaridad, la ayuda mutua, la camaradería y la lealtad’. No es una amistad estrecha ni íntima, sino una relación simétrica y recíproca que surge ante el hecho de compartir actividades comunes, de ahí que no se diga *close mates (amigos íntimos), sino good mates. La autora considera la mateship como un componente básico del «ethos» australiano, caracterizado por el antiintelectualismo y el antisentimentalismo cínico. Es un tipo de amistad fruto de las especiales circunstancias históricas y culturales del pueblo australiano. La mateship es consecuencia de las condiciones de vida y la situación económica de los primeros pobladores europeos de Australia, que solían vivir en comunidades de trabajadores asalariados sometidos a duras condiciones de trabajo cooperativo, lo que exigía una relación de lealtad y solidaridad, sin que se abrigara el sueño de establecerse por su cuenta al margen de la colectividad, como es típico del individualismo norteamericano, según defiende Wierzbicka. La palabra mate ‘amigo’ posee otros sentidos derivados de este significado central: ‘colega, compañero de trabajo en un mismo centro laboral’ y ‘amigo surgido en el lugar de trabajo, generalmente bajo duras condiciones de vida (milicia, mina, etc.), pero elegido libremente’.

El análisis de Wierzbicka puede ser parcialmente acertado. En sus orígenes, es posible que existiera una conexión entre las palabras mateship y mate (‘amigo’) y las condiciones de vida de los primeros pobladores europeos de Australia, las cuales exigían unas formas de amistad basadas en los principios y valores recogidos en la palabra. Sin embargo, los cambios sociales y económicos del país desde la época que sirvió para la difusión de las palabras hacen difícil seguir manteniendo actualmente la correlación entre el vocablo y la mentalidad bajo la que apareció. Por otro lado, las condiciones de vida y trabajo que describe la autora se dan en numerosas culturas, y no son ajenas a las que sufren, por ejemplo, los presos, los mineros, los estudiantes de un internado o los soldados de reemplazo que cumplen el servicio militar, con las debidas diferencias entre estas situaciones. Los valores morales que sustentan la relación de mateship son también social y culturalmente relevantes para los citados grupos humanos, a pesar de carecer de una palabra lexicalizada, si bien podemos referirnos a ella con sintagmas del tipo compañero de fatigas, por ejemplo. 

 

Teoría del foco cultural

 

Para explicar la relación entre una lengua y la cultura supuestamente compartida por todos sus hablantes, la antropología norteamericana desarrolló la teoría del foco cultural.[132] El concepto de cultural focus fue creado por M. J. Herskovits. Según esta teoría, la presencia, grado y tipo de estructuración de un campo semántico en una lengua depende de la importancia cultural que sus hablantes concedan a la parcela temática de la realidad representada por dicho campo. Los intereses culturales y preocupaciones vitales de la comunidad lingüística son los determinantes de la cantidad y el tipo de distinciones semánticas que contenga cada campo. Así pues, la abundancia o escasez de distinciones léxicas en una lengua son un reflejo de los intereses y necesidades culturales del pueblo que la habla.

El ejemplo clásico es la abundancia de términos para los distintos tipos de nieve en la lengua de los esquimales, como consecuencia de su necesidad de adaptación al entorno, observación hecha por Boas a principios del siglo XX. Este ejemplo de la abundancia de palabras para la nieve es, según, G. Pullum,[133] el «gran fraude del vocabulario esquimal», pues en dicha lengua tan solo se han descubierto cuatro palabras pertenecientes a este campo semántico, y no las cantidades exageradas que han ido señalando distintos lingüistas que citaban el ejemplo de Boas, inflando descaradamente el número de términos, como descubriera Laura Martin.[134] En opinión de Moreno Cabrera, con este ejemplo se ha creado uno de los mitos de la lingüística antropológica.[135]

En realidad, según el diccionario de S. A. Jacobson,[136] los esquimales disponen de más de cuatro términos para la nieve, ya que distinguen conceptos como aniu (nieve en el suelo), kanevvluk (nieve ligera), murvaneq (nieve suave y profunda), natquik (nieve en remolino), nevluk (nieve pegajosa), qanis, quineq (nieve sobre el agua), nutaryuk (nieve fresca), etc. En la lengua esquimal kangiryuarmiut la abundancia es aún mayor, y disponen de palabras para la ‘nieve caída’, ‘nieve derritiéndose’, ‘nieve en polvo’, ‘nieve cayendo’, etc.[137] En otras lenguas, como en inupiat y yupik, también hay abundancia de términos relativos a la nieve.

Es cierto que otras lenguas no disponen de tantos hipónimos de nieve como los esquimales, pero analizadas más a fondo podemos descubrir que poseen expresiones referidas a la nieve. En español, por ejemplo, no existen en efecto tantas palabras para referirse a distintos tipos de nieve, y solo tenemos nieve en polvo, aguanieve o nevisco; pero distinguimos otros conceptos relativos a pequeñas porciones de nieves que caen (celliscas), a formaciones de nieve (nevero, alud) y a bloques de hielo (iceberg, glaciar); diferenciamos la nieve de otros fenómenos meteorológicos similares, aunque percibidos y conceptualizados como distintos (granizo). Por otra parte, en lenguas habladas por comunidades que habitan zonas cálidas existen escasas palabras para la nieve. En la mayor parte de lenguas indígenas de Colombia, como en inga, paez, waunana, embera, sáliba, uitoto, etc., no se dispone de una palabra para la nieve, y en siona existe un compuesto que literalmente significa ‘el agua tiesa que cae’.[138] Todo esto nos lleva a pensar que existe una cierta relación entre intereses materiales y organización léxica.

No todas las lenguas, por tanto, poseen idéntico número de vocablos en un mismo campo. A menudo se habla de riqueza o pobreza léxica de una lengua en una determinada área semántica, o de que un idioma posee lagunas o vacíos léxicos. Afirmar que una lengua es pobre o rica según la abundancia o escasez de distinciones léxicas, es lícito siempre que el hecho no se tome como índice de desarrollo o primitivismo mental, o como reflejo de un mayor o menor refinamiento intelectual. A lo sumo, como vemos, en algunos campos o ámbitos pueden interpretarse como indicio de los intereses vitales, actividades económicas, estilos de vida y relación con el entorno de una comunidad, pero nunca de superioridad intelectual, y mucho menos de predisposiciones innatas de los pueblos. Todas las lenguas son ricas en algunos campos y pobres en otros, sin que esto signifique ni superioridad ni inferioridad mental.

En navajo, por ejemplo, la palabra ‘ats’o:s se utiliza para todos los conductos corporales por donde circula la sangre, mientras que en español distinguimos entre vena y arteria. En bukidnon, en el campo semántico de mirar, existe un hiperónimo, aha, y numerosos hipónimos que distinguen la dirección de la mirada (lingaha ‘mirar algo hacia arriba’), la dirección de la mirada y distancia del objeto (pantew ‘mirar hacia abajo algo a distancia’/dungul ‘mirar hacia abajo a algo cercano’), la dirección y el modo (ligu ‘mirar hacia atrás por encima del hombro’), la distancia y la duración de la mirada (mehil ‘mirar a algo cercano durante mucho tiempo’), la intensidad de la mirada y el objeto (bantey ‘mirar de pasada hacia donde se realiza una actividad’/ suri ‘mirar intensamente hacia donde se ejecuta una actividad’).      

Whorf defendía que la visión del mundo se reflejaba en la abundancia o escasez de cohipónimos, mientras que Greenfield y Bruner[139] creen que es la carencia o presencia de un término hiperónimo el dato culturalmente relevante que debe tomarse como índice de la cosmovisión de un pueblo. Como han demostrado estos autores, la organización jerárquica no siempre es el único modelo de estructuración del léxico. En wolof, por ejemplo, existe una gran abundancia de palabras para designar distintos tipos de acciones de ver, dependiendo de la intensidad, la dificultad, el objetivo o el modo de la visión, además de existir un verbo más genérico; los hablantes de wolof no reconocen a este verbo como hiperónimo, sino que le otorgan más bien la condición de palabra comodín que utilizan en casos en que no disponen de una palabra específica. Por tanto, los cohipónimos no mantienen siempre una relación de oposición semántica pura, basada en la presencia o ausencia de determinados rasgos distintivos, sino que algunos forman una categoría de rasgos no definidos, aplicable a aquellas situaciones u objetos que no pueden incluirse en el resto de las categorías más definidas.

Según estas tesis, la lengua se convierte así en espejo de la cultura de sus hablantes, de forma que la misma nos informaría de los aspectos que una sociedad considera importantes o relevantes. Para la teoría del foco cultural, si un concepto está lexicalizado en una lengua, se debe a que sus hablantes han sentido la necesidad expresiva de codificarlo lingüísticamente como resultado de sus intereses vitales. De la misma forma, el hecho de que en una lengua no esté lexicalizado un concepto, sería síntoma de que este no es relevante culturalmente para sus hablantes. Esta teoría implica, pues, un cierto determinismo en la relación entre relevancia cultural y lexicalización. 

 


Limitaciones de las teorías relativistas

 

Las tesis relativistas presentan una serie de elementos que conviene matizar, y que analizaremos en los apartados siguientes:

 

1)    comunidad cultural y comunidad lingüística

2)    categorización semántica y categorización conceptual

3)    especificidad cultural

4)    principio de perspectividad

5)    azar lingüístico

6)    proceso de innovación y difusión de las palabras

7)    fosilización lingüística

8)    consciencia lingüística de los hablantes

9)    lexicalización y relevancia cultural

10)               correlación lengua-cultura

11)               diversidad cultural y variación lingüística.

 

Comunidad cultural y comunidad lingüística

Conviene señalar que la cultura no es un hecho abstracto y supraindividual cuya totalidad de elementos afecten por igual a todos los miembros de una comunidad. Por una parte, está formada por un conjunto de rasgos alojados en individuos concretos, es decir, es interindividual; no está por encima del sujeto o al margen de este, como si fuera una entidad independiente con vida autónoma y regulada por leyes propias. Por otra parte, no todos los sujetos de una misma comunidad social o geográfica comparten los mismos rasgos culturales; de hecho, son pocos –o quizás ninguno– los rasgos compartidos por la totalidad de los individuos del grupo; así, lo habitual es que la cultura de una comunidad sea más bien la unión de todos los rasgos de cada individuo (el llamado acervo cultural), algunos de los cuales son comunes o muy extendidos (los que forman la llamada cultura compartida) y otros no tanto. Es importante tener este hecho presente para comprender que los rasgos culturales convencionalmente asignados a una cultura como típicos, no necesariamente son siempre comunes a todos sus miembros. 

De este hecho deriva el problema de delimitar la unidad social que comparte una misma cultura y, por tanto, establecer el grupo humano determinado que se convertirá en el objeto de estudio en un trabajo etnolingüístico. En la literatura sobre el tema, como objeto de estudio a menudo se emplean agrupaciones humanas como el pueblo, la comunidad cultural o la sociedad. Estos términos son vagos e imprecisos, porque, cuando hablamos de la cultura de un pueblo, ¿dónde fijamos los límites geográficos o sociales de dicho pueblo? Cuando nos referimos a la cultura española en concreto, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Existe, como una unidad delimitable, la cultura española, la cultura hispanoamericana o la cultura hispana? En el caso de la comunidad lingüística del español,[140] no existe una homogeneidad cultural entre todos sus hablantes como para que puedan ser tomados como una unidad cultural. Por tanto, debe prescindirse de considerar que existen unos valores y creencias propios de una supuesta cultura compartida por todos los hablantes del español. Con esto no negamos que quizás exista algún rasgo común a toda nuestra comunidad lingüística que pueda estar presente en algunas categorías lingüísticas; más bien rechazamos la idea de que, globalmente considerada, la lengua española de hoy sea el reflejo o la cristalización de una cultura específica (¿hispana, española?), tomada también en su totalidad.

Así pues, no siempre –y este es el caso del español–, existe una superposición perfecta entre comunidad cultural y comunidad lingüística. Ni siquiera es posible fijar con precisión los límites de una comunidad lingüística. No hay consenso entre los autores al definir este concepto.[141] Para J. Lyons, estaría formada por el conjunto de personas que emplean una misma lengua o dialecto, pero no aclara si solo como lengua materna, solo como lengua primera, también como lengua segunda o indistintamente. Según C. Hockett, sería el conjunto de individuos que se comunican entre sí con una misma lengua o dialecto, haciendo énfasis en el hecho de la intercomunicación, no solo en la posesión de la lengua en sí. Quiere esto decir que si dos agrupaciones no se comunican, aunque hablen la misma lengua, no formarían parte de la misma comunidad lingüística. Para J. Gumperz, es un grupo social caracterizado por una interrelación regular y frecuente por medio unos signos verbales comunes, distinguible de otros grupos semejantes. Según este autor, pues, el uso de una sola lengua en el seno de una misma comunidad no es el rasgo definidor, pues en su interior puede hablarse más de una lengua. W. Labov considera que la comunidad lingüística no viene determinada ni por el uso de una misma lengua ni por la interrelación por medio de la misma, sino por el hecho de compartir unas normas y unos modelos abstractos de variación comunes. Es el sentimiento o conciencia del hablante de pertenecer a una comunidad el factor que determina su constitución.

En realidad, las definiciones anteriores no son contradictorias, sino que cada una de ellas se refiere más bien a distintos tipos de comunidad lingüística, dependiendo de si los individuos están unidos por el simple uso de una lengua, por la interacción por medio de la misma, por un comportamiento común o por el sentimiento de autoidentificación. En el caso de español, las situaciones son muy complejas y diversas, y podríamos encontrar comunidades de los cuatro tipos. En Cataluña, por ejemplo, se hablan dos lenguas mayoritarias, el castellano y el catalán: ¿sus hablantes forman una o dos comunidades lingüísticas? Para Gumperz, constituirían una sola comunidad. En el caso de que formen dos, si aplicamos la definición de Lyons, ¿dónde se sitúan los bilingües? Según Labov, serían los propios hablantes quienes delimitarían los grupos, al autoidentificarían como miembros de una u otra comunidad según su sentimiento de pertenencia. Y si tomamos la opinión de Hockett, ¿hasta qué punto españoles e hispanoamericanos formamos una misma comunidad lingüística, si la interrelación es escasa y limitada a pocos hablantes? Dado además que el español es hablado por millones de personas como lengua segunda, ¿incluimos a estos en nuestra comunidad lingüística? ¿Y qué rango conceder a los hablantes de espanglis, por ejemplo?[142]

 

Categorización semántica y categorización conceptual

E. Haugen[143] cree que diferentes culturas hablan de cosas diferentes y que sus lenguas emplean distintas analogías en la expansión de su vocabulario, pero esto no implica que sus hablantes difieran en su modo de pensar. Pretende este autor reinterpretar a Whorf, el cual, según Haugen, solo trató de buscar determinadas tendencias que subyacían a hechos lingüísticos diversos (pluralidad en nombres contables y no contables, temporalidad verbal, etc.). En realidad –mantiene Haugen– lo que Whorf pretendió fue demostrar que un determinado estilo o modo de hablar se puede (y no necesariamente se debe) relacionar con un determinado modo de pensar.

A similares conclusiones llegan algunos trabajos realizados en el marco de la lingüística cognitiva. J. R. Taylor[144] está de acuerdo en que cada lengua ofrece una interpretación diferente de las cosas, la cual está mediatizada por los procesos cognitivos del hablante desde una perspectiva cultural particular. Sin embargo, su trabajo y el resto de la literatura cognitivista abandona la idea del relativismo sapiriano de que cada lengua contiene la cosmovisión de un pueblo, heredera de Von Humboldt.

J. Bohnemeyer[145] ha analizado las diferencias de expresión lingüística del tiempo entre el yucateco y el alemán. Señala este autor que en yucateco no existen los adverbios antes y después –contrariamente a la opinión de A. Wierzbicka, que consideraba que ambos eran primitivos semánticos universales–. En dicha lengua, la expresión de estos conceptos se realiza mediante recursos pragmáticos, no léxicos ni morfológicos. Sin embargo, a pesar de estas diferencias estructurales entre el yucateco y el alemán, Bohnemeyer ha comprobado experimentalmente que los hablantes de ambas lenguas no difieren en su capacidad para identificar, categorizar y comunicar estructuras temporales que exigen dichos conceptos.

Esto parece indicar que la categorización semántica del mundo contenida en cada lengua no implica una categorización conceptual propia y diferente de la realidad. M. J. Cuenca y J. Hilferty[146] señalan que la expresión inglesa car bomb (una bomba colocada en un coche) se corresponde con el compuesto español coche bomba (un coche que lleva una bomba). Aunque cada expresión supone una imagen distinta de una mismo referente (en primer caso, el núcleo es la bomba y en el segundo es el coche), «eso no significa que los hispanohablantes y los anglohablantes tengan diferentes “visiones del mundo” de este artefacto mortífero».

Según este punto de vista, cada lengua expresa el mundo semánticamente de forma distinta y peculiar, de acuerdo a unos principios cognitivos innatos y siempre desde una perspectiva cultural, pero esa representación lingüística de la realidad externa no se corresponde con una cosmovisión determinada. La tipología lingüística ha puesto de manifiesto que cada lengua, para unas mismas funciones (determinación, posesión, deixis, adscripción, participación), emplea técnicas lingüísticas distintas. Entre estas están las técnicas estructurales –que se aplican en el plano sintáctico, como la rección y la concordancia– y formales, que se dividen en verticales –que afectan al plano paradigmático (suplencia léxica, afijación, modificación externa)– y horizontales –que afectan al plano sintagmático (adposición, adjunción, repetición). El uso de una u otra técnica lingüística no implica una visión diferente del mundo externo, sino tan solo un mecanismo formal distinto de conceptualizarlo semánticamente y expresarlo morfosintácticamente, y no de conceptualizarlo ideológicamente.       

M. MacDonald[147] ha criticado la interpretación excesiva llevada a cabo por el nacionalismo bretón de algunos rasgos de su lengua. De la anteposición del verbo en infinitivo en una oración como Voy a la escuela, algunos infieren el carácter franco, directo y tendente a la concreción propio de la psicología bretona. J. Fishman[148] ha matizado el relativismo lingüístico, sosteniendo que el principio de la relatividad es una cuestión de grado. No se cumple sino hasta cierto punto y solo en ciertos niveles de la lengua. Además, para este autor, la existencia de determinadas palabras en una lengua y no en otras es un problema de codificabilidad, que obedece más a pautas lingüísticas diferentes que a modos de pensar distintos. Diríamos que las diferencias estructurales entre los léxicos de las lenguas se deben más a razones pragmalingüísticas que cognitivas. Fishman advierte de las limitaciones metodológicas del aparato analítico aplicado en la investigación del relativismo, que es incapaz de valorar adecuadamente el grado de diferenciación conceptual existente entre las estructuras de lenguas diferentes.

No ha podido demostrarse fehacientemente que la estructura semántica en su totalidad forme parte de la cultura extralingüística, y, aunque ambas puedan mantener una relación de dependencia, no hay pruebas de que exista una correlación perfecta y mucho menos una identificación plena. A este respecto, J. O. Bright y W. Bright afirman:

 

We regard semantic structure as nonlinguistic insofar as it operate independently: thus one may sort out the produce of a garden plot in terms of culturally-defined categories such «fruit» and «vegetables», without any verbal behaviour being involved.[149]

 

Junto a esto, Fishman recuerda que muchos fenómenos lingüísticos (neologismos y desaparición de palabras en sistemas de tratamiento, en nombres de colores, etc.), más que de una cosmovisión, son producto de la planificación lingüística. A este argumento habría que aducir que toda planificación lingüística encierra una ideología o visión del mundo y, que, por tanto, toda innovación léxica promovida planificadamente refleja una cosmovisión, que incluso es más consciente, si cabe, que una innovación espontánea, pues aquella es producto de una meditada reflexión y deliberada imposición de un determinado modelo de lengua.

 

 

El léxico como reflejo de la especificidad cultural

La tesis del foco cultural no puede generalizarse a la totalidad de los aspectos de la realidad, pues no todos ellos funcionan lingüísticamente igual. En líneas generales, en el mundo externo podemos distinguir ente objetos naturales (plantas, animales, alimentos, artefactos, etc.) y conceptos sociales (sentimientos, relaciones humanas, acciones morales, etc.). Entre los aspectos del primer grupo, los modos de vida económica de un pueblo o el entorno natural en que éste habita generan mayor riqueza léxica en los campos semánticos correspondientes, en la medida en que dichas realidades condicionan de forma más directa sus vidas. Es obvio que en zonas donde apenas nieva, como vimos, sus pobladores dispondrán de pocas palabras para nombrar distintos tipos de nieve, y donde no se cultivan cereales, los hablantes apenas necesitarán términos para nombrar variantes de estas plantas.

Por otra parte, la riqueza léxica no afecta por igual a todos los hablantes de una lengua, pues en muchos casos, las palabras de un determinado campo semántico forman parte de un vocabulario de especialidad (tecnolecto o ergolecto) y, por tanto, son solo conocidas por el reducido grupo de los especialistas en la materia correspondiente. Así, la terminología del ganado vacuno es muy rica entre los gallegos que viven de este sector, y un ciudadano medio aficionado al vino conocerá mejor el léxico enológico y vitivinícola que un abstemio. La riqueza del léxico del vino en español no refleja un interés colectivo por el producto, aunque sí es una muestra de que dicha bebida forma parte de nuestra cultura, más o menos compartida, y de nuestra economía. Son abundantes en español, al igual que en otras lenguas romances, los adjetivos para describir las diferentes cualidades de los vinos, tales como vivaz, untuoso, tierno, seco, redondo, pajizo, oloroso, maduro, joven, generoso, fresco, elegante, equilibrado, evolucionado, carnoso, complejo, brillante, abierto, abocado, ácido, alegre, amplio, aterciopelado, etc.

Lejos de nosotros, en la costa pacífica, en la lengua tlingit existen numerosas palabras para designar la acción de pescar, y se distingue con términos específicos la acción de ‘pescar con acero’, ‘pescar con sedal’, ‘pescar con anzuelo’, etc.[150] En ocasiones, el tipo de vida y economía de un pueblo produce una abundancia de palabras pertenecientes a campos semánticos generales, tales como la acción de ver, de cortar, de nadar, etc. Por ejemplo, la riqueza de verbos para la natación en tlingit está directamente relacionada con la importancia del mar en el medio de subsistencia de sus hablantes, que disponen de términos específicos para ‘nadar un ser humano’, ‘nadar un pez grande’, ‘nadar un banco de peces’, ‘nadar un pájaro en la superficie’, ‘nadar un pájaro bajo el agua con la cabeza fuera’, etc.[151] 

Todos estos campos semánticos constituyen el léxico cultural específico de una comunidad, que está formado por las palabras condicionadas culturalmente, es decir, aquellas que designan costumbres, ritos, comidas, técnicas, artilugios, vestidos, vivienda, seres naturales, instituciones sociales, leyes y normas típicas y específicas de un pueblo, que guardan estrecha relación con su peculiar estilo de vida. Son lexemas que poseen una utilidad práctica para la vida de una comunidad, y que no suelen tener correspondencia en otras lenguas, lo que dificulta su traducción. En la cultura judía, existía la obligación de que un hombre se casara con la viuda de su hermano, y recibía el nombre de levirato. Por ello, cuando los referentes que las designan se transmiten a otras culturas, suele atraerse la palabra correspondiente, que se exporta a la lengua receptora en forma de préstamo léxico.

Actualmente el inglés, con su primacía cultural, es fuente de un gran riqueza de términos que se están incorporando al resto de los pueblos que están influidas por la cultura anglosajona, especialmente procedente de EE.UU. Los anglicismos que penetran en español no solo son xenismos (palabras que designan realidades culturales específicas y propias de un pueblo, que son de difícil traducción), sino también palabras referidas a conceptos y objetos no peculiares de la cultura norteamericana que nos han entrado a través del inglés. Entre los xenismos estadounidenses, podemos señalar beatnik, jazz, béisbol, big band, blues, break-dance, brunch, cheer-leader, cow-boy, cow-girl, cricket, crooner, cuáquero, punk, sheriff, etc. Anglicismos del segundo tipo son abstract, aeróbic, airbag, antidoping, antibaby, baby-sitter, bacon, barman, bazooka, behaviorismo, best-seller, bikini, bloc, bol, brainstorming, by-pass, casting, chequear, clip, cluster, cómic, container, cover girl, derby, distrés, disc-jockey, disquete, doping, driblar, estrés, fair play, fanzine, fashion, feeling, ferry, fitness, flash, floppy, freak, on-line, penalty, etc. Existen también los falsos anglicismos, como esmóquin, footing, camping, catering y consulting, que en inglés no se emplean como sustantivos, sino, en algunos casos, como gerundios de los verbos correspondientes.                     

Pero si los modos de subsistencia y el entorno natural en que vive una comunidad cultural exigen en cierto modo que sus hablantes dispongan de mayor riqueza de términos para referirse a ellos, no ocurre necesariamente lo mismo con otros aspectos de la realidad, como son las emociones, las relaciones humanas, la personalidad, etc. La relación entre la relevancia cultural y la lexicalización es más difusa, compleja y no parece tan directa. Como señalaremos más adelante, en una cultura existen realidades relevantes socialmente que carecen de una palabra para designarlas, por los motivos más diversos (eufemismo, falta de difusión, azar). Por ejemplo, en español no disponemos de un término para designar la ‘acción de entrar en la casa de una chica y mantener relaciones sexuales con ella sin el consentimiento de sus padres’, lo que no implica que dicha acción sea irrelevante socialmente para los hablantes del español. Sin embargo, en carolino, lengua del Pacífico, existe para este concepto la palabra tééfál.[152]

No obstante, si bien la existencia o inexistencia de términos pertenecientes a estos ámbitos sociales y morales no es necesariamente un índice de las preocupaciones vitales de un pueblo, hay que admitir que este tipo de palabras poseen una carga cultural, más o menos compartida por todos los hablantes, pues el concepto que designan suele estar teñido de connotaciones en las que intervienen los valores y actitudes sociales. Por ejemplo, palabras como compromiso, soltero o amor poseen contenidos conceptuales que se organizan en forma de estereotipos marcados por la cultura y la sociedad. Más que los significados denotativos, son los valores connotativos los que reflejan especificidades culturales. Así, en España, hace unos años la palabra novio, -a se cargó de connotaciones negativas, por lo que era evitada por muchos jóvenes que rechazan la institución del noviazgo, por considerarla caduca y propia de la mentalidad tradicional y burguesa. La consideración negativa de la soltería se reflejaba hasta hace poco tiempo con el despectivo solterón, y especialmente con el femenino solterona, pero actualmente con la mayor aceptación social de la vida en solitario, las personas solteras se llaman impares

 

Principio de perspectividad

Whorf distinguió también entre categorías implícitas o criptotipos (covert categories o cryptotypes) y categorías explícitas o fenotipos (over categories o phenotypes) Las categorías explícitas son aquellas que poseen marcadores formales patentes, los cuales pueden ser morfemas (afijos, desinencias, etc.), lexemas o estructuras sintácticas. Por ejemplo, el número en inglés es una categoría explícita marcada por el sufijo -s. Los fenotipos son las clásicas categorías morfológicas. Las categorías implícitas son aquellas que no están marcadas por un elemento morfemático, léxico o sintáctico determinado, pero que pueden estar expresadas en una lengua por otros procedimientos libres. La intransitividad en inglés es una categoría de este tipo, porque carece de una marca explícita, pero no por ello ausente en la lengua, como se ve en aquellas oraciones (las intransitivas) que no pueden convertirse en pasivas. Si bien Whorf empleó a menudo los términos phenotype y over categories, por una parte, y covert categories y cryptotypes, por otra, como sinónimos, en algún pasaje de su obra reservó phenotype y cryptotype para designar los significados gramaticales de las respectivas categorías explícita e implícita. La importancia de esta distinción de categorías es fundamental, ya que permite descubrir que determinados contenidos aparentemente ausentes en una lengua por carecer de marca gramaticalizada o lexicalizada, están también expresados en ella, aunque por procedimientos no marcados, por la simple combinación libre de palabras. Con esto se evitan conclusiones falsas acerca de la relevancia o no de algunos contenidos en una lengua como reflejo de los valores o creencias relevantes en la cultura de sus hablantes.

Whorf se preguntó también si las categorías implícitas de una lengua tendrían alguna conexión con un determinado tipo de pensamiento, filosofía o metafísica implícita.[153] Sostenía que

 

the manifestations of these class-distinctions in thinking and the character of the sometimes rather deeply-hidden and seldom-appearing reactances suggests the phenomena associated with the unconscious, subconscious, or foreconscious in psychology, though on a more  socialized and less purely personal plane, and may connect in a significant manner therewith.[154]

 

Por tanto, para Whorf, no solo las categorías explícitas reflejarían la cultura, sino también las implícitas pueden desempeñar un papel importante en la lengua como representación cultural. Como señala J. A. Lucy, «[...] in Whorf’s view, overt morphology is doubley unreliable: it neither accurately reflects the «objetive» nonlinguistic reality (in line with the arguments of Sapir), nor adequately represents the full linguistic reality».[155]A pesar de ello, el lingüista americano, como su maestro, seguía relacionando la lengua con una mentalidad «more socialized», con lo que asignaba a la lengua el carácter de espejo fiel de una mentalidad compartida por toda una sociedad.

Moreno Cabrera ha enunciado así el principio de perspectividad: «Lo que en una lengua es manifiesto puede estar encubierto en otra».[156] Por esta razón, un concepto puede estar expresado en una lengua pero estar más encubierto que en otra, sin que ello signifique que es menos relevante lingüísticamente y, a su vez, culturalmente.

H. M. Sohn y B. Berner[157] han descrito que la lengua ulithio posee diversos clasificadores para expresar distintas facetas de una misma realidad. Al nombre yixi ‘pescado’, se le pueden adjuntar diversos clasificadores que expresan una dimensión o aspecto del pescado, antepuestos al pronombre yi ‘mi’:

 

 

xala-yi yixi

‘pescado que es       cocinado’

pescado como comida

xocaa-yi yixi

‘pescado sin cocinar’

pescado crudo

xolo-yi yixi

‘pescado sacado del mar’

pescado como captura

 

Como se ve, en español se pueden expresar los mismos conceptos que en ulithio por medio de otras técnicas. Las distintas facetas o aspectos del pescado pueden expresarse a través del uso de determinantes adjetivales (crudo) o con la partícula como. Este es el mismo caso, por ejemplo, que las expresiones cine como industria, cine como espectáculo, cine como lenguaje y cine como arte, que expresan los distintos aspectos que presenta la actividad cinematográfica. Las palabras industria, espectáculo, lenguaje y arte funcionarían como auténticos clasificadores, hasta el punto de que, en ocasiones, llega a suprimirse la partícula como: cine industria o cine espectáculo. Esto demuestra que los clasificadores no son tan ajenos en español como nos ha hecho creer la gramática al no tratarlos como categoría explícita. Constituyen más bien un fenotipo que había permanecido oculto en la tradición gramatical del español, heredera de la gramática clásica grecolatina. Moreno Cabrera[158] ha señalado otro ejemplo de empleo de clasificadores en español: las construcciones partitivas, del tipo loncha de jamón. Decimos pizca de sal, mechón de pelo, hoja de papel, gota de agua y viruta de madera pero no *brizna de sal, *gota de carne y *viruta de agua.

Las construcciones partitivas son aquellas que expresan parte o porción de un objeto. Esta exigencia de que cada sustantivo se construya solo con determinadas palabras que indican porción se debe a que sal, agua, pelo o papel pertenecen a clases de objetos diferentes y que, por tanto, solo admiten un clasificador determinado. Una clase sería, por ejemplo, la de cosas planas (papel, parra), que se une solo a hoja; otra sería la clase de los líquidos (agua, sangre, aceite), que se une solo a gota. Moreno Cabrera niega rotundamente que el empleo de clasificadores sea síntoma de primitivismo porque refleje una mayor atención a lo concreto, es decir, al entorno físico y natural, frente al mayor desarrollo mental y lógico de los hablantes de lenguas que carecen de clasificadores, que mostrarían, con su supuesta ausencia, una mayor tendencia a lo abstracto.

 

Azar lingüístico

No es fácil demostrar el determinismo en el funcionamiento de la lengua. En ésta interviene no solo la relevancia cultural en el marco de la libertad del hablante, sino también el azar, como en todo hecho social. Afirma Wandruszka:

 

En las formas de nuestras lenguas hay necesidad y azar [...] Pero la relación de lengua y mundo, de lengua y espíritu, de lengua y sociedad, no es en modo alguno tan coactiva, tan convincente. Las innumerables diferencias de formas y estructuras de una lengua a otra no siempre corresponden a necesidades espirituales. En nuestras lenguas se da la necesidad espiritual y el azar histórico. Nos resulta difícil considerar y aceptar que en nuestras lenguas haya tanta casualidad histórica.[159]

 

Añade más adelante que debemos reconocer

 

[...] la peculiaridad, la singularidad de cada lengua humana, cada uno de esos sistemas asistemáticos tan raros, tan caprichosos, con sus analogías y anomalías, sus polimorfismos y polisemias, con sus redundancias y deficiencias, sus explicaciones e implicaciones [...][160]

 

Innovación y difusión léxicas

Coseriu[161] ha selañado que existen dos fases en el proceso de creación de palabras, en cada una de las cuales opera un tipo distinto de necesidad lingüística: la innovación y la adopción. La innovación corresponde el acto individual de acuñación de la palabra, que consiste en un fenómeno de creación sistemática, es decir, de invención de formas de acuerdo con las posibilidades del sistema. Es un hecho de habla o actuación, en que el hablante elige motivada y libremente, dentro de una determinada estructura lingüística-cultural, un significante para un concepto, sin que exista entre ambos ninguna identidad ni relación previa ni forzosa. En esta fase, es obvio que es necesaria la concurrencia de una expresión y un contenido semántico, pero no existe ninguna necesidad de vincular un significante concreto a un determinado concepto. En la innovación reside el carácter naturalmente arbitrario y culturalmente motivado del signo.

La adopción es la fase posterior, en que se produce, mediante selección, una aceptación de una innovación como modelo para ulteriores expresiones. Es una fase de carácter social, que supone la incorporación al sistema de un signo, por consenso general. En esta fase radica el carácter convencional de la palabra. Una vez aceptado el vocablo por la comunidad, el nexo entre sus dos componentes queda socialmente establecido, de forma que el hablante necesariamente debe asociar los constituyentes elegidos.

La innovación es un acto individual por el que un hablante crea libre y conscientemente una nueva palabra, y la adopción es la aceptación por el resto los hablantes del neologismo como resultado de su difusión. En sentido estricto, la relevancia cultural de un referente existe para el hablante que creó la innovación, mientras que para el resto de los hablantes no es necesario que así sea, y si lo es, no forzosamente con la misma intensidad ni el mismo grado de consciencia. Cabría suponer que si una palabra hace fortuna es porque toda la colectividad siente la misma necesidad que su creador individual, pero esto no siempre es necesariamente así. Hay palabras creadas para cumplir una necesidad de un individuo en un acto de habla concreto que se difunden por simple contagio más o menos inconsciente. Además, toda palabra puede permanecer en la lengua, incluso después de que los factores extralingüísticos que motivaron su creación hayan desaparecido. Es sobradamente conocido que los cambios lingüísticos son más lentos que los cambios sociales y culturales. Por ello, la existencia, abundancia o escasez de distinciones semánticas no es un indicio de las preocupaciones vitales vigentes de un pueblo. Puede existir una relación entre organización léxica de una lengua e intereses vitales de sus hablantes, pero no es causal, determinista y sistemática, sino irregular y asimétrica.

Uno de los campos donde más visible es la relación entre lengua y cultura son las innovaciones lingüísticas, detrás de muchas de las cuales podemos hallar transformaciones culturales. Los actuales cambios sociales en los cánones de belleza se reflejan en la lengua. En una sociedad como la nuestra –obsesionada por la imagen física–, la forma y las dimensiones del cuerpo, y especialmente la obesidad, son objeto de la interdicción lingüística. Son abundantes las expresiones eufemísticas o disfemísticas –dependiendo de la intención del hablante–, referidas al obeso: ballenato, fuerte, hermoso, potente, lustroso, orondo, opulento; diminutivos como gordito, rellenito, regordete; e insultos como cebón, botijo, gordinflón, gordinflas, cebado, amplio, jamona (este último solo para las mujeres). La expresión estar gordo, y especialmente estar gorda, posee también abundantes sinónimos: tener donde agarrarse, estar de buen año, tener unos kilos de más, estar como una vaca, estar como una foca, estar como una ballena, estar como un tonel, estar como un fudre, y otras comparaciones con animales u objetos pesados. Como se ve, la mujer se ve más afectada por los eufemismos y disfemismos sobre la obesidad, dado que la sociedad le exige un mayor cuidado corporal, aunque, en lógica compensación, también recibe mayor recompensa social cuando está delgada. La delgadez también es objeto de interdicción. La persona delgada es llamada escuálido, famélico, escuchimizado, esquelético, lamido, flacucho, seco, consumido

El canon de belleza ha impuesto la delgadez extrema como signo de atractivo física, hasta alcanzar una figura anoréxica.[162] Si antes se aceptaba cierto grado de carne que cubriera los huesos y produjera un redondeamiento y morbidez de las formas (que nunca llevaba a calificar de gorda), hoy se ha puesto de moda un modelo de belleza basada en la ausencia total de grasa y el marcado de los huesos, que hace que se califique de gorda a las personas que antes se hubieran ajustado al modelo de belleza ya superado. Así, algunos adjetivos anteriormente enumerados que tenían un matiz positivo (orondo, rollizo, lustroso, fuerte, opulento) se han cargado de valores peyorativos. Los adjetivos flamenca y flamencota (obsérvese el aumentativo meliorativo, como en morenaza, ojazos, cuerpazo) eran un piropo o halago hace unos años, pues aludían a una mujer fuerte y de buenas carnes, con aspecto sanote. El adjetivo procedía de los cuadros y tablas de pintura flamencos, que representaban a la Virgen gordita y con mejillas sonrosadas, como símbolo de salud y belleza. Hoy día, esa calificación sería mal recibida por una mujer, que interpretaría que se la está llamando simplemente gorda. Estar jamona o tener donde agarrar se aplicaban antes a una mujer sexualmente atractiva, mientras que hoy es mejor que no se utilicen si no es para ofender.

Asimismo, en los adjetivos parece existir una cierta gradación; se parte de rellenito, regordete, gordito, entrado/entradito en carnes, tener unos kilos/kilitos de más, aplicado a personas ligeramente gruesos, y que hoy van perdiendo el carácter atenuador y eufemístico que antes poseían; se pasa a un segundo nivel, formado por estar de buen año, tener donde agarrarse, estar de buen año, hasta llegar al último grado, en que nos encontramos con insultos hirientes: estar como una vaca, estar como una ballena, estar como un ballenato, estar como un tonel, estar como una foca, estar como un fudre, ser un gordo de mierda. Los adjetivos peyorativos para calificar a los delgados (delgaducho, escuálido, famélico, lamido, seco, consumido) van perdiendo su carácter de insulto y en algún caso adquieren un contenido parcialmente meliorativo, como seco, esquelético, consumido. La inversión de las actitudes y los valores sociales van dejando su huella en el léxico, y este es un caso claro de paralelismo entre lengua y sociedad. Es lógico que así sea, puesto que los adjetivos calificativos, por su carácter valorativo, son muy sensibles a la evolución de las actitudes sociales.

Hay matices que la lengua recoge perfectamente. Se distingue entre feo de cara y feo de cuerpo, de forma que una persona puede tener un rostro poco agraciado, pero poseer un buen tipo o un buen tipazo. De ella se dice que es como las gambas, de las que se aprovecha todo menos la cabeza. Al contrario, puede haber guapitos de cara con cuerpos poco bellos. El canon del buen tipo, especialmente femenino, está sometido a cambios constantes dependientes de factores estéticos y sociales, y, de hecho, durante las últimas décadas ha sufrido una importante evolución. En los años 40, 50 y 60, el buen tipo de mujer se asociaba a una figura voluptuosa y exhuberante, con las formas del pecho, las caderas y la cintura bien marcadas (las curvas, que a veces eran peligrosas) y sin apreciarse los huesos. Sofía Loren, Rachel Welch o Liz Taylor eran el prototipo de mujer atractiva y sensual. En los 70 este patrón estético empezó a dar a paso a un nuevo modelo de mujer delgada, que actualmente ha llegado a ser escuálida, sin apenas formas ni pecho –aunque hoy el sujetador Wonderbra, que eleva y aumenta el pecho, sigue estando de moda– y con los huesos visibles a través de la carne. Esther Cañadas es el ideal de toda mujer que pretenda ajustarse al canon vigente.

En el caso del hombre, hasta ahora no pesaba tanto la presión social de ser guapo y bello, e incluso el refranero sentencia que El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso. Pero hoy es cada vez mayor la importancia que la sociedad concede al físico masculino y el viejo refrán se ha transformado en El hombre y el oso, cuanto más feo... peor para él. Se reconoce, pues, que una persona puede ser fea pero a la vez atractiva (si tiene simpatía o encanto personal) o sexi (si despierta el deseo sexual), pero cuando la fealdad es extrema y total, nos ensañamos con la pobre víctima con expresiones insultantes e hirientes como engendro, feto mal parido o aborto, por medio de metáforas embriológicas despectivas. Son términos que en el paso del lenguaje científico al popular sufren un fuerte proceso de connotación peyorativa, convirtiéndose en disfemismos.

El refranero, aunque coincide parcialmente con este discurso, es más comprensivo con los feos –y especialmente con las feas– que el lenguaje actual. Las paremias están sufriendo un proceso de envejecimiento paralelo a los cambios sociales y culturales que acarrean la modernidad y la posmodernidad. A las feas se les niega la alegría (Ni moza fea ni cárcel que alegre sea) o el sexo (Fealdad es castidad, no para la fea, sino para los demás), aunque se reconoce que pueden resultar atractivas o aceptables si se las ve con ojos de interés material (Lo más feo, con interés hermoso es) y que pueden llegar a casarse si gozan de buena fortuna económica (A la fea, el caudal del padre la hermosea). Se llega incluso a creer que la fealdad va siempre acompañada de atractivo personal y que la belleza absoluta no existe (No hay fea sin gracia ni guapa sin falta), lo que supone un consuelo para las feas, por aquello de que La suerte de la fea, la guapa la desea. El refranero, benevolente con las feas, las llega a preferir a las guapas, si poseen otros encantos (Fea con gracia, mejor que guapa). Por tanto, la suerte de poseer riqueza material y gracia puede salvar a las poco agraciadas físicamente del rechazo social y la soltería (quedarse para vestir santos), el mayor temor de tantas mujeres en la sociedad tradicional.

 

  

Categorías conceptuales recurrentes

El establecimiento de conexiones entre datos lingüísticos y datos extralingüísticos es lícito y razonable cuando se observa una relación entre determinadas regularidades lingüísticas prolongadas diacrónicamente y las grandes categorías conceptuales constantes o recurrentes, especialmente dentro de una determinada civilización. Un ejemplo es el concepto de cambio en la civilización occidental y su reflejo lingüístico. En efecto, en nuestra civilización hay una tendencia a que el cambio se entienda como movimiento o desplazamiento locativo, es decir, paso de un lugar a otro. Por eso la palabra alteración procede del latín alter ‘otro’, en que subyace la idea de que cambiar es pasar a ser otro. Igualmente, la visión del cambio como traslado en el espacio de un punto a otro se refleja en la serie de palabras sinónimas o cuasisinónimas formada transformación, transposición, transferencia, transmutación, transfiguración, trastocar, metamorfosis, formadas a partir del prefijo latino trans- ‘al otro lado’, o su equivalente griego meta-, en el último caso.

Asimismo, otros sinónimos como mudar y mutabilidad proceden del latín mutare ‘cambiar de sitio, mover’, que, a su vez, deriva del indoeuropeo *mei- ‘ídem’. Esta raíz es también étimo del latín meo ‘pasar de un lugar a otro’ (>esp. meato ‘conducto’) y permeable, así como del compuesto latino trasmeo ‘atravesar, cruzar’, del que deriva trames ‘senda, vereda’. La riqueza conceptual de esta raíz se aprecia también en su derivado griego ameba ‘animal microscópico de forma cambiante’, y en el derivado latino migro ‘emigrar’. Toda esta serie de palabras y derivaciones etimológicas constituyen una muestra de cierto carácter sistemático –aunque no total– de la organización conceptual de las metáforas, ejemplificada en la analogía el cambio es movimiento de un lugar a otro.

Junto a esta concepción del cambio, éste es visto también como quiebro, giro, desvío, es decir, como modificación de una trayectoria para dirigirse en otra dirección. La misma palabra cambiar se remonta a la raíz indoeuropea *skamb-, que significa ‘doblar, encorvar’, étimo del cual provienen también las palabras cambado ‘patizambo’, o los términos arquitectónicos cambija ‘semicírculo proporcional a la luz del edificio en construcción’ y camón ‘armazón de bóveda’. El cambio se concibe como una ruptura de la línea recta, esto es, como la modificación de una determinada trayectoria. Esta metáfora está presente en la etimología del vocablo variar, que procede de la raíz indoeuropea *wer- ‘doblar’, de la que además derivan el gótico waúrms ‘culebra’; nuestros verter, vértigo, versar ‘dar vueltas’, aversión, pervertir, rebelarse o fruncir; el latín vergo ‘estar inclinado a’ (> español convergencia, divergencia). Asimismo, en vocablos como vuelta, inversión o revolución está presente el rasgo semántico de ‘volver, torcer’. Esta asociación del cambio con la línea curva constituye una de las nociones fundamentales del pensamiento oriental. Como es sabido, en su filosofía, el tiempo es cíclico y la esencia de la realidad y la vida es el cambio constante. Esta noción se desarrolla en el concepto del eterno retorno. Cada cambio es un giro, de forma que los cambios constantes originan giros constantes, hasta trazar un círculo.

Así pues, los datos lingüísticos recogidos en este apartado reflejan la doble concepción del cambio como movimiento: a) movimiento rectilíneo o avance en el eje horizontal, es decir, paso de un punto del espacio a otro; y b) movimiento curvilíneo o giro, esto es, como modificación de un rumbo. Esta segunda imagen del movimiento inspiró a Heráclito su formulación del concepto de cambio en la frase «Todo fluye». En estos usos del lenguaje médico se pone de manifiesto la presencia de algunos principios básicos que quizá puedan forma parte de nuestra cosmovisión en la conceptualización y representación lingüística de la realidad. El pensamiento científico está impregnado de las ideologías, las mentalidades y del resto de las manifestaciones culturales y espirituales.

Otro ejemplo clásico es la visión del alma y la mente como un cuerpo, que es un recurso habitual en nuestra lengua, al igual que en otros idiomas. En español son numerosas las expresiones tanto cultas como populares en que sentimientos, afectos, sensaciones anímicas y facultades intelectuales se describen por medio de metáforas físicas, materiales o corporales: heridas morales, nauseabundo, romper el corazón, tragar ‘aceptar algo no deseado’, ceguera ‘incapacidad mental para percibir o comprender algo’, corazón duro, alimento espiritual, dolor moral, bálsamo ‘algo que alivia una pena’, diarrea mental ‘confusión’, sentimiento que devora, escocer ‘sentir dolor moral’, inspirar, estigma ‘deshonra, mancha moral’, tener tacto ‘tener diplomacia’, tener vista ‘ser perspicaz’, tener olfato ‘ser perspicaz’, tener gusto ‘tener sensibilidad’, tener oído ‘tener predisposición para la música’, gimnasia mental, levantar ampollas ‘causar indignación, enojo o enfado’, estar dolido, visceral ‘sentimiento profundo’, purgar, irritación, denigración (del lat. denigrare ‘poner negro’), limpio de corazón, amargura, dulzura, agrio, vigor, sinsabores.

Dado el carácter abstracto de los fenómenos espirituales y psíquicos, es normal que se acuda a metáforas corporales para describirlos, conforme al principio general de concebir lo abstracto (psiquismo) a través de lo concreto (materia). Sin embargo, no en todas las lenguas se eligen las mismas metáforas corporales para expresar los mismos conceptos anímicos o mentales. Así pues, la metáfora general o básica el alma/la mente es cuerpo es común a muchas lenguas, lo que nos hace pensar que se trata de un principio lingüístico-cultural universal, si bien se manifestará en cada lengua con palabras y expresiones particulares que serán reflejo de creencias e ideas culturales propias.

Para H. Kurath,[163] la razón de estas metáforas corporales para expresar sentimientos y emociones radica en la naturaleza psicosomática de las mismas, es decir, en la indisolubilidad del cuerpo y el alma y la mente. E. Sweetser[164] está de acuerdo en que la correlación entre nuestra experiencia externa y nuestros estados cognitivos y emocionales internos puede contribuir al uso de la metáfora el alma/la mente es cuerpo, si bien este paralelismo por sí solo no explica todos los fenómenos de polisemia y cambio semántico. Este autor advierte que las metáforas son unidireccionales, ya que van desde el dominio cuerpo al dominio mente, y no a la inversa. Basándose en este hecho, Sweetser sostiene que, aunque puedan existir raíces psicosomáticas reales, este paralelismo cuerpo-alma/mente es puramente figurado.

El paralelismo cuerpo-alma/mente manifestado en la lengua se fundamenta en dos principios: a) un principio psicobiológico, es decir, un paralelismo psicosomático según el cual el cuerpo y el alma/la mente están orgánicamente interrelacionados –como se ve en las enfermedades psíquicas producidas por dolencias físicas y viceversa, o en las manifestaciones corporales de los sentimientos (el rubor, por ejemplo)–; y b) un principio antropológico, esto es, una correlación semiótica de rasgos físicos y rasgos morales codificada culturalmente. Por ejemplo, en el código cultural occidental se ha establecido un sistema de equivalencias culturales en el que la verticalidad se asocia a la elevación moral y la espiritualidad, la circularidad a la perfección, etc. El código cultural predominante ha creado un conjunto de categorías cromáticas (claro-oscuro, blanco-negro), topológicas (alto-bajo), geométricas (línea recta-línea curva), etc. que se proyectan sobre la relación cuerpo-alma/mente. Por ejemplo, la cabeza adquiere un significado simbólico derivado no solo de la realidad biológica y psíquica (la cabeza como órgano que aloja el cerebro, sede del pensamiento y la razón), sino también de la convención cultural topológica de lo alto y lo bajo como posiciones de dominio y subordinación respectivamente. El hígado, en la jerarquía de los órganos corporales establecida por el cristianismo, ocupa un lugar degradante, por su posición inferior en el tronco del cuerpo, en el vientre y junto a los genitales, convirtiéndose en sede de la voluptuosidad y la concupiscencia.

La creencia de que los órganos corporales son sede de sentimientos o facultades da origen a una simbología de las partes del cuerpo, que se manifiesta en la fraseología de cada lengua; así, por ejemplo, en español tenemos varios símbolos: la boca como símbolo de la facultad del lenguaje (callar la boca, cerrar la boca, de boca en boca, no decir esta boca es mía, poner en boca, quitar de la boca, tapar la boca); la lengua como símbolo del habla (irse de la lengua, tener algo en la punta de la lengua, tirar de la lengua, darle a la lengua, y palabras como deslenguado, lengüaraz o lengüilargo; el brazo como símbolo de la fuerza (a brazo partido) y símbolo de la acogida fraterna (con los brazos abiertos); la cabeza como símbolo de la inteligencia y el juicio (tener cabeza, cabeza a pájaros, calentarse la cabeza, subirse a la cabeza, perder al cabeza, sentar cabeza, tener la cabeza en su sitio); el ojo como símbolo de la perspicacia (tener ojo, abrir los ojos, estar con cien ojos, estar con los ojos bien abiertos, andar con ojo, mucho ojo); el corazón como símbolo del amor (tener corazón y palabras como corazonada, cordial, cordialidad, discordia).

Existen también algunos casos en que perduran en la lengua creencias o asociaciones perdidas; así, la creencia de que el corazón es sede del entendimiento, como se aprecia en las palabras concordia, discordante, acordar, acorde, acuerdo, discordia (derivadas del latín cor ‘corazón’), así como la idea de que es órgano de la memoria, reflejado en acordarse y recordar. La palabra recordar significa literalmente ‘volver a tener en el corazón’. Su origen está en la creencia de que el corazón es el centro vital que asegura la circulación de la sangre, lo que le convierte en sede de funciones intelectuales, no solo afectivas.

En otras lenguas se establecen otras asociaciones entre órganos corporales y funciones psíquicas y espirituales. Los murrinhpatha, pueblo de Australia, consideran que el estómago (marda) es la sede de las emociones, lo que ha originado toda una serie de designaciones: mardabay (desilusionarse), mardarde (conocer los pensamientos de otros), mardakat (estar enfadado), mardan (estar satisfecho), mardangkardu (conocer los sentimientos de otro; literalmente ‘ver el estómago de otro’).[165] El estómago (ich) es también sede de sentimientos en dholuo, lengua africana, que dispone de palabras como ichwang (ira; literalmente ‘estómago ardiendo’) e ichkuar (maldad, mezquindad; literalmente ‘estómago rojo’). Consideran que la generosidad, los malos deseos, los sentimientos nobles y otros afectos salen del hígado (chuny), órgano de la sabiduría y de las emociones intelectuales y éticas.[166] La relación entre al aire y el alma es común a muchas culturas. En griego, la palabra neumo significa ‘aire’ y ‘alma’, al igual que en hindú, donde atman ‘alma’ procede de la palabra que designa la respiración. 

También son frecuentes las metonimias en que se emplea el gesto por el sentimiento (designación de un sentimiento, acción o actitud por el gesto que lo acompaña) o el órgano por la facultad (se designa la facultad física o psíquica por medio del órgano corporal que se considera su sede). Entre las primeras tenemos enseñar los dientes, frotarse las manos, cruzarse de brazos, con los brazos abiertos, arrimar el hombro, encogerse de hombros, dejar las manos libres, echar una mano. En yoruba,[167] sentirse avergonzado se expresa con la palabra tíju, que literalmente significa ‘cubrirse los ojos’; en japonés,[168] enfurruñarse se traduce por hoo o fukuramaseru ‘inflar los carrillos’.

Son abundantes las hipérboles basadas en la exageración de fenómenos del cuerpo o de alguna de sus partes para referirse a realidades abstractas; así, los estados o sensaciones físicas, como la risa (desternillarse, morirse de risa, descojonarse), el hambre (tener el estómago en los pies), el llanto (llorar a moco tendido); los sentimientos y estados o sensaciones psíquicas, tales como el miedo (morirse de miedo, cagarse de miedo, ser algo espeluznante ‘que revuelve el pelo’, ponerse los pelos de punta); las actitudes, como la insensatez (perder la cabeza), la rapidez o diligencia (perder el culo), la adulación o el servilismo (lamer el culo), el interés o las atenciones hacia alguien (ser todo oídos), la precaución (andar con cien ojos), el esfuerzo (dejar[se] la piel), la religiosidad excesiva (mear agua bendita); y las acciones, como la verborrea (hablar por los codos).

En todos estos casos se aprecia el uso de lo concreto por lo abstracto, que constituye uno de los mecanismos básicos para conceptualizar la realidad mental y espiritual. En las expresiones anteriores podemos establecer una correlación entre realidades abstractas y realidades concretas: jocosamente, la risa se asocia con la ruptura de las ternillas, la dislocación de testículos e incluso la muerte; el hambre, con la caída del estómago; el llanto, con la secreciones mucosas; el miedo, con los excrementos, el erizamiento del vello y la piel, y también con la muerte; la rapidez, con la pérdida de las nalgas; el esfuerzo, con la pérdida de la piel; la precaución, con los ojos abiertos y atentos; la verborrea, con el uso de los codos para el habla; y la religiosidad, con la micción de agua bendita. Algunas de estas expresiones tienen una base real, pues describen de forma hiperbólica sensaciones físicas, como el dolor muscular en la risa, la secreción de mocos en el llanto y la defecación en estados de miedo.   

El paralelismo cuerpo-alma/mente está muy presente en el refranero, que advierte del significado espiritual o moral de los rasgos de la cara y del cuerpo. Los refranes en que se atribuye un valor moral a la apariencia física se basan en la fisiognómica, o ciencia que trata de descubrir el carácter de una persona por medio de sus rasgos corporales. Es una disciplina muy antigua, cuyos primeros testimonios los hallamos en los poemas homéricos, en que, por ejemplo, se describe a Tersites por su cabeza puntiaguda, prototipo de las personas resentidas, frente a los bellos héroes. La literatura clásica española está también plagada de descripciones similares, y la fisiognómica no solo está presente en fuentes literarias, sino también científicas. En el Renacimiento, científicos como Gianbattista della Porta y Juan Huarte de San Juan escribieron tratados en que establecían un paralelismo canónico entre temperamentos y constituciones corporales. Asimismo, la fisiognómica está en la base de la frenología, fundada por F. J. Gale (1758-1828), ciencia que trataba de conocer las cualidades, facultades y defectos psíquicos de las personas mediante el análisis de las formas del cerebro.

Existen refranes sobre la estatura (En cuerpo chico, mucha alma cabe; Hombre chico, vano y presumido; Hombre chico, venenizo), la barba (Lampiño, cara de niño; Quijadas sin barba, no merecen ser honradas), la obesidad (Hombre gordinflón, hombre bonachón), el estrabismo (Con hombre bisojo, ándate con ojo), la boca (Boca ancha, corazón estrecho), el cabello (Cabello largo, meollo corto), la cabeza (Cabeza grande, poco seso y mucho aire), la nariz (Hombre chato, hombre traidor), y la cara (La cara es el espejo del alma; La carita, de santo, y los hechos de diablo).

Todos estos somatismos ponen nuevamente de manifiesto el valor del cuerpo en la conceptualización de nuestras funciones intelectuales, sensaciones y sentimientos, ligados siempre a la realidad física. Son un ejemplo claro de que el fundamento de las clasificaciones lingüísticas de la realidad es doble: a) biológico (el mundo externo en sí, que es impuesto a la mente y a la percepción humanas), y b) cultural (el conjunto de convenciones sociales construidas culturalmente). Biología y cultura mantienen, pues, una relación dialéctica como fuerzas en la construcción lingüística del mundo. A través de la lengua general, coloquial y vulgar es fácil apreciar la visión que en nuestra cultura popular se tiene de la inseparable relación cuerpo-alma/mente. Al margen de las doctrinas filosóficas y científicas, en el pensamiento expresado a través de la lengua cristaliza la constatación de la experiencia del hombre medio de que entre el cuerpo y el alma hay una íntima vinculación.

 

Fosilización lingüística

Afirma M. Wandruszka –al preguntarse si una lengua contiene una «cosmovisión caracterizada y caracterizante»–,[169] que «cada lengua contiene formas y estructuras motivadas y otras sin sentido,[170] que se han vaciado de sentido, puesto que el espíritu vivo ha cambiado y el cambio de las formas y estructuras de la lengua no va al paso de la renovación del espíritu [...] Todas nuestras lenguas están llenas de restos,[171] vivos en otro tiempo, de ideas muertas hace mucho tiempo». Esta afirmación, aunque cierta en muchos casos, debe aplicarse con cautela en otras palabras y expresiones, pues la pérdida de las creencias bajo las que estas se crearon es tan solo aparente, ya que las ideas que subyacen en ellas se conservan en determinadas capas de la sociedad, y, en ocasiones, gracias a las mismas expresiones que las contienen.

Este proceso de pérdida de vigencia de una idea y su mantenimiento inerte en determinadas palabras o locuciones recibe el nombre de fosilización lingüística. Es producto de la desmotivación semántica, que entendemos como la pérdida de la conexión que existe entre el significado de una unidad léxica y el motivo por el que esta se creó. Se trata, por tanto, de una falta de correspondencia entre el sentido etimológico y el sentido convencional de una palabra o expresión. Por ejemplo, átomo, etimológicamente ‘sin corte’, designó originariamente a la partícula mínima de la materia y tomó su nombre de su condición de objeto indivisible. Una vez que los avances técnicos y científicos lograron la división del átomo, la motivación se perdió, si bien el antiguo término siguió designando al nuevo concepto. El átomo dejó de ser indivisible, pero continuó denominándose con una palabra que significa ‘indivisible’. Este hecho es frecuente en la terminología científica, puesto que la reconceptualización de las nociones de la ciencia que es producto de la continua renovación de los conocimientos, no siempre va acompañada de un cambio de denominación. Son los casos de cambio semasiológico sin cambio onomasiológico.    

Sin embargo, es frecuente que algunos elementos o postulados de teorías ya superadas se conserven vivos en palabras y locuciones. Este es el caso de buena parte de las expresiones con la palabra sangre, creadas en el marco de la teoría humoral de la medicina antigua, la cual perdió su vigencia científica durante los siglos XVI y XVII, aunque algunas de sus ideas se conservan en la cultura popular. Las expresiones hervir la sangre, subirse la sangre a la cabeza y hacerse mala sangre han permanecido en la lengua, a pesar de que el principio cultural que las creó no esté vigente, al menos en el pensamiento científico. Son unidades fraseológicas que, tras perder total o parcialmente su sentido originario y literal como consecuencia de los cambios sociales y culturales, han perdurado en el repertorio lingüístico de la comunidad hablante.

La teoría humoral, base del pensamiento fisiológico y patológico del galenismo, sistema médico vigente durante más de dos mil años en la cultura occidental, estaba basada en el concepto de humor. Se entendía por dicho término un elemento secundario, fluido y no descomponible en sustancias más simples, que resultaba de la combinación de los elementos primarios –aire, agua, tierra y fuego–. En cada uno de los humores predominaba un elemento, y cada elemento era portador de un par de cualidades (enantiosis). Las cualidades eran humedad, sequedad, frialdad y calor. El humor sangre, en que predominaba el elemento aire, era caliente y húmedo. El término humor sigue empleándose hoy con el sentido de ‘estado anímico’, y ‘comicidad’, y en expresiones como tener sentido del humor o estar de buen humor.

Algunos autores clásicos de la medicina antigua grecolatina propugnaban que la sangre era la fuente del calor corporal y vehículo de las pasiones. En la fisiología de la teoría hemocéntrica, la sangre era el elemento calórico: humor caliente del que dependen la vida y la muerte; de ahí que ésta no fuera sino la separación del elemento ígneo de la sangre. El fuego-calor de la sangre determina la respiración, principal manifestación de la vida, por lo que su total enfriamiento representa la suspensión del pensamiento y de todas las funciones vitales.

La doctrina hemocéntrica asignaba a la sangre una función orgánica y psíquica –vital, racional y sensorial–. La vida psíquica del hombre dependía de la función de mezcla sanguínea. Según Platón, el aumento de ritmo cardíaco que acompaña a la ira y al sentimiento de peligro tiene su causa en el «fuego», en un aumento de temperatura que determina el «bullir» de la sangre en el corazón. Esta idea hemocéntrica que vincula orgánicamente el calentamiento y bullición de la sangre con el apasionamiento y la ira subyace en expresiones como hervirle a alguien la sangre, y otras sinónimas. Con ellas se expresa el entusiasmo y la fogosidad, pero también la exasperación y la cólera. Cuando un sujeto realiza una acción sin arrebato y serenamente, se dice que ha obrado a sangre fría. De las personas calmosas, que no se alteran por nada, se dice que tienen sangre de horchata, aludiendo a la frescura e inalterabilidad de la bebida. La falta de irritabilidad se expresa también con la locución no tener sangre en las venas, referido al hecho de carecer del calor sanguíneo que produce la ira y el enfado.

En virtud de la ley del equilibrio térmico, el calentamiento iba acompañado de un proceso de enfriamiento. Si la sangre era el principio del calor, el cerebro encarnaba un papel negativo: es el polo opuesto al corazón, la privación de la sangre y la ausencia total de actividad perceptiva. Por eso, frente a la función calórica de la sangre, el cerebro, órgano privado de sangre, cumplía una función refrigerante. Era el órgano frío por naturaleza, encargado de temperar el calor y la ebullición de la sangre y el corazón. Esta polaridad sangre-calor/cerebro-frío, en el contexto de la filosofía aristotélica, representa la idea de medietas, del punto medio, como ideal ético y natural. La lengua coloquial ha recogido también esta idea, cristalizándose en la expresión subírsele a alguien la sangre a la cabeza, para designar el calentamiento del cerebro, órgano frío, por efecto del ofuscamiento mental. En la patología galénica, la enfermedad es concebida como una alteración y desequilibrio de los humores. Entre tales alteraciones, se encontraba la corrupción y putrefacción de la sangre. Esta idea ha llegado hasta nuestros días, fijada en las expresiones pudrírsele a alguien la sangre, revolvérsele a alguien la sangre y hacerse alguien mala sangre, para indicar la alteración del estado anímico como consecuencia de la irritación o la preocupación. En suma, la concepción de la sangre como fuente del calor corporal y origen de los movimientos anímicos del apasionamiento y la ira ha quedado cristalizada en un conjunto de locuciones de nuestra lengua que son una muestra significativa de la perdurabilidad de la tradición.

Junto a estas expresiones sobre los humores y la sangre, aún perduran otras basadas en el naturalismo hipocrático, como cambiar de aires, asociada al ecologismo o ambientalismo hipocratista que consideraba que el aire y el ambiente eran factores determinantes de la salud humana. Asimismo, algunos refranes como Cura al enfermo el tiempo y lo achacan al ungüento encierran también la concepción naturista de Hipócrates, que resumía en la expresión natura vix curatrix, es decir, en su visión de la naturaleza como fuerza curadora. La idea galénica del catarro –y de otros fenómenos fisiológicos como la digestión– concebida como cocción se encuentra en el refrán Resfriado cocido, dalo por ido.

La perduración popular de la teoría humoral del galenismo en el lenguaje general se refleja asimismo en otras palabras y expresiones. El mismo término griego humor ‘elemento secundario del cuerpo que es sustrato material de las cualidades elementales’, se concerva actualmente con el significado de ‘estado anímico’ y de ‘gracia, hilaridad’, así como las palabras que designaban los temperamentos o tipos psicosomáticos: melancólico, bilioso, flemático, atrabiliario, colérico y sanguíneo. La teoría humoral asignaba a determinados órganos la morada o asiento de cada uno de los humores. Así, la bilis amarilla, que era el humor que predominaba en las personas de temperamento bilioso o colérico, tenía su sede en el hígado, de ahí que a este órgano, como morada de las pasiones, se le atribuyera la causa del talante airado o nervioso. Estas ideas hacen que, en nuestra cultura, el hígado esté asociado a la cólera y la bilis a la animosidad, hecho relacionado con el sabor amargo de la bilis. Estas ideas coinciden con el pensamiento árabe y chino. Para la cultura china, el hígado es el generador de las fuerzas, del valor y las virtudes guerreras; en algunas lenguas asiáticas, los conceptos de ‘hígado’ y ‘valor’ se designan con la misma palabra.

Las asociaciones basadas en la antigua doctrina humoral griega se reflejan en las siguientes expresiones actuales: tener hígados ‘poseer coraje, ánimo’, malos hígados ‘mala voluntad’, poner algo a alguien del hígado ‘poner nervioso, irritado’, saltar la hiel ‘exaltarse por la envidia’. Al ser el hígado la sede de la bilis amarilla y causa de la ira, la rabia que produce la envidia produciría la secreción de la hiel, líquido viscoso fabricado por el hígado; así, tenemos, echar bilis ‘exaltarse por la indignación o la ira’, ponerse verde de envidia, por el color entre verdoso y amarillento de la bilis, sede de la envidia, el refrán Ante el hambriento no comas tu miel, para que no se salte la hiel, que se refiere a la secreción de la hiel por el hígado ante el sentimiento de envidia, tragar bilis ‘aguantar la rabia o la indignación’. En algunas zonas de Hispanoamérica son corrientes expresiones similares, como hincharse el hígado, reventar el hígado, caer en la punta del hígado para expresar enfado o disgusto.

En el lenguaje médico popular de algunas zonas del español, se emplean palabras o expresiones como bilis, ataque de bilis, bilis derramada, derramamiento de bilis, regada de bilis o vesícula para referirse a una enfermedad que se manifiesta por transtornos digestivos y el color amarillento de la piel, y que está motivada por la secreción de bilis ante experiencias emotivas críticas, como la ira o el coraje. El mecanismo de la enfermedad sería el calentamiento y la salida de la bilis del hígado y su depósito en el estómago, lo que motivaría el malestar gástrico y la coloración de la piel.

Existen también expresiones referidas a la flema o pituita; este humor poseía su asiento en el cerebro y su predominio en el organismo determinaba el carácter flemático, propio de las personas tranquilas y sosegadas. De ahí procede la expresión flema británica, para referirnos a la impasibilidad, al temperamento frío o la calma excesiva. También recibía el nombre de pituita. Emparentado con este término, tenemos la palabra despepitado ‘sin pituita, nervioso’ y pitañoso, antiguamente definido como ‘el que tiene los ojos blandos y corre el humor pituita por ellos’, y que actualmente significa ‘legañoso, con los ojos tiernos’.

Las expresiones referidas a la bilis negra se basan en la creencia de que este humor es segregado por el bazo y que era la causa de la melancolía. Con este término los griegos designaban el mismo concepto que actualmente designa la palabra depresión. A esta bilis se le atribuía color negro por el color del tejido esplénico que la segregaba. Es importante notar que en la medicina griega el origen de este transtorno era orgánico, anticipándose parcialmente en varios siglos a la psiquiatría actual, que atribuye la causa de la depresión a alteraciones bioquímicas del cerebro. La mencionada asociación explica que la palabra inglesa spleen –derivada del griego esplén(io) ‘bazo’–, que pasó al español esplín ‘depresión’, signifique tanto ‘bazo’ como ‘depresión’.

La desmotivación es un fenómeno que pone de manifiesto la falta de simetría total entre lengua y cultura. Por ejemplo, la palabra actual colérico ‘persona irritable’ procede del griego cholé ‘bilis amarilla’. El concepto original tomó su nombre del hecho de que a las personas con carácter irascible la medicina les atribuía un predominio de la cholé o bilis amarilla en su organismo. La motivación del término nos sitúa en el marco cognitivo de la teoría humoral, que no pertenece al pensamiento científico actual, sino a la doctrina médica galénica, que perdió su plena vigencia en el siglo XVII. Por tanto, la palabra colérico está motivada morfológicamente y es reflejo de una cosmovisión que incluía la creencia de que el temperamento dependía del predominio de un humor, pero en absoluto refleja la cultura o visión científica actual. Consiguientemente, se trata de un dato lingüístico que refleja un dato científico-cultural, pero no vigente y, por lo tanto, poco revelador del pensamiento biomédico actual, aunque pueda estar presente en las creencias populares de algunos hablantes.

La pervivencia lingüística y cultural de ideas aisladas correspondientes a sistemas médicos o científicos ya superados no debe entenderse como una simple fosilización de conceptos muertos, pasivos y estáticos, sino como un producto de la circularidad derivada de la comunicación, la vitalidad y el dinamismo de las ideas y creencias. Alejados de las metáforas geológicas que conciben la cultura de forma estratificada y jerárquica, y que consideran dichas ideas o expresiones como fósiles sin vida, creemos que no deben tomarse estas ideas pervivientes como simples estratos inertes e culturalmente inferiores, sino como creencias mantenidas y renovadas que son fruto de la circularidad dinámica de las ideas y los símbolos.

Esta pervivencia y vitalidad lingüístico-cultural de las ideas galénicas en la lengua general y coloquial actual es una muestra de la relación entre las llamadas alta cultura y cultura popular. Esta visión parte de los planteamientos de M. Bajtin sobre la circularidad de los elementos de la cultura de élite y de la cultura popular en la Edad Moderna. Según este autor, la cultura erudita infiltra sus productos en la cultura popular, y viceversa. Con condicionamientos ideológicos, políticos y sociales, las distintas formas de cultura se influyen mutuamente y se difunden entre los distintos grupos sociales.

Junto a las tesis bajtinianas, hemos de considerar también los postulados sobre las audiencias activas propia de la sociología de la cultura mantenida por el movimiento de los cultural studies. Uno de sus modelos teóricos es el modelo semiótico de encoding/decoding formulado por S. Hall.[172] Según este sociólogo, la producción y la recepción de los mensajes constituyen dos momentos no necesariamente simétricos del proceso de comunicación cultural. La descodificación no es una operación pasiva, sino que constituye un proceso de asimilación desarrollado activamente en el marco de los presupuestos culturales propios del receptor, que, influido por los condicionamientos sociales que le rodean, optará por la asunción, la negociación o el rechazo del mensaje emitido.            

 

 

Consciencia lingüística de los hablantes

Toda unidad léxica posee una motivación (fonética, morfológica o semántica), a través de la cual se pone en conexión lengua y cultura. Esta motivación es más o menos transparente en el momento de la creación, pero con el paso del tiempo puede llegar a ser totalmente opaca para los hablantes. Las metonimias y metáforas lexicalizadas (cabeza de alfiler), las onomatopeyas opacas (garganta), las palabras cuya segmentación no es perceptible (hidalgo < hijo de algo) son formas semánticamente desgastadas que han perdido su transparencia. Desde el punto de vista etnolingüístico, este fenómeno de oscurecimiento de la motivación puede entenderse como la permanencia de una unidad léxica que expresa o denota un contenido semántico relacionado en origen con un rasgo cultural total o parcialmente desgastado. A los cambios culturales no sigue mecánica y causalmente un cambio en la lengua, por lo que no es lícito inferir automáticamente datos culturales a partir de datos lingüísticos.

Los hablantes emplean la lengua más o menos inconscientemente. Cuando una persona usa una palabra, no es necesariamente consciente de su origen, su motivación y el significado cultural que encierra como reflejo de valores sociales o creencias. La consciencia lingüística es la capacidad de advertir y reconocer la motivación, la estructura y el funcionamiento de los hechos lingüísticos. Los estudios de M. Silverstein[173] han puesto de manifiesto que la consciencia lingüística se mide por la capacidad metalingüística del hablante para descubrir y describir la lengua. Esta capacidad puede ser metasemántica (explicaciones o glosas del significado de una palabra) o metapragmática (explicaciones de cuándo y cómo debe emplearse una forma determinada, como, por ejemplo, un tiempo verbal, un determinante, etc.). La consciencia no es homogénea en toda la lengua, sino que cada elemento o aspecto será más o menos transparente dependiendo de sus propiedades semióticas. Estas son:

1)Referencialidad. Los hablantes serán más conscientes de un elemento lingüístico cuanto mayor sea su grado de referencialidad, es decir, de desempeñar la función referencial del lenguaje.      

2)Segmentabilidad. Los hablantes serán más conscientes de los elementos segmentables, esto es, reconocibles como unidades discretas en la cadena hablada. Las marcas de tiempo y aspecto (p. ej. morfema -aba de cantaba) son menos reconocibles que un adjetivo o determinante libre que acompaña a un nombre.

3)Reconocibilidad fuera de contexto. Un elemento es más fácil de reconocer y describir cuanto su uso más ligado esté a factores contextuales verificables independientemente. Los demostrativos este, ese, aquel son más reconocibles en este sentido que el uso de y usted.  

4)Deducibilidad descontextualizada. El hablante es más consciente de aquellas formas que pueden describirse con más facilidad sin recurrir al contexto.

5)Transparencia metapragmática. Una forma es más reconocible cuanto más semejanza formal exista entre la misma y su glosa o explicación metalingüística.      

 

El nivel de consciencia y el grado de transparencia de la motivación están íntimamente ligados, puesto que cuanto más desgastado semánticamente está un elemento lingüístico, más difícil es de reconocer y describir metalingüísticamente. Por tanto, será arriesgado afirmar que una creencia o valor descubierto en una palabra está compartido por todos los hablantes y es típico de su cosmovisión si los hablantes no son conscientes de ello; mucho menos si además la palabra encierra rasgos semánticos desgastados.   

Conviene, pues, tener presente los siguientes hechos:

a)No toda categoría cultural está codificada léxicamente, es decir, conceptualizada semánticamente y expresada mediante un significante.

b)No toda unidad léxica se corresponde con una categoría cultural sentida como relevante por toda la comunidad lingüística.

 

Lexicalización y relevancia cultural

La lexicalización es el proceso por el que un concepto se codifica lingüísticamente en una unidad léxica, la cual une un concepto o contenido semántico (significado) y una expresión verbal (significante). En español y en lenguas tipológicamente afines, este proceso es una cuestión de grado, pues comprende un continuo que va desde la lexicalización total a la lexicalización parcial:

a)lexicalización total o plena:

–  unidades léxicas sintéticas: palabras simples (cuerpo), derivadas (manosear) y compuestas con fusión ortográfica (hidroterapia).

–  unidades léxicas analíticas: compuestos sin fusión ortográfica (fibra muscular).

b)lexicalización parcial, media o semilexicalización, que se da en las unidades fraseológicas (liberar insulina).

c)ausencia de lexicalización: combinaciones sintagmáticas libres, que pueden estar en vías de lexicalización o fijación en forma de unidades fraseológicas

 

Según Whorf,[174] el hecho de que un concepto esté designado por una palabra simple o por una palabra compuesta es índice del grado de integración cultural en un pueblo o comunidad. Se considera que un término primario o simple corresponde a realidades muy arraigadas en una cultura, mientras que los términos secundarios designarían conceptos menos integrados. Por ejemplo, en la mayoría de las lenguas indoeuropeas, la palabra que designa la guerra es simple (guerra, inglés war, alemán Krieg), dado que se trata de un concepto muy antiguo y muy arraigado en la psicología de los pueblos europeos. En cambio, en diversas lenguas amerindias el concepto se nombra con denominaciones compuestas. Los aztecas poseen la palabra yaoyotl, que es un compuesto de yaotl ‘enemigo’. Para Luque Durán, esta diferencia entre indoeuropeos y aztecas se debe a que los segundos son menos belicosos que los primeros.

Sin embargo, no podemos establecer una relación directa entre relevancia cultural y lexicalización, pues se pueden dar las siguientes situaciones:

    1.  Lexicalización plena y relevancia cultural alta: en la sociedad española, el reconocimiento social y administrativo de la existencia de parejas que conviven sin estar unidas legalmente, ha hecho que sea precisa y necesaria la expresión pareja de hecho.

    2.  Lexicalización baja y relevancia cultural alta: en nuestra sociedad, y especialmente en el pasado, el hecho de contraer matrimonio a causa de un embarazo, generalmente no deseado, comporta especial relevancia social, pues supone romper ciertas normas y valores morales tradicionales. Ese hecho relevante no se ha traducido en la existencia de un unidad léxica, sino en expresiones débilmente lexicalizadas, como casarse embarazada o casarse en estado, y casarse de penalti o casarse por el sindicato de las prisas en la lengua coloquial.

    3.  Lexicalización nula y relevancia cultural media o alta: existen conceptos culturales que carecen de una unidad léxica que los expresen: los hijos sin padre se llaman huérfanos, pero las personas sin hijos –la falta de descendencia es una situación amarga para muchas personas y, por tanto, muy relevante en sus vidas– no poseen ningún nombre.

    4.  Lexicalización plena y ausencia de relevancia cultural: hay palabras cuyo referente posee escasa importancia cultural o social para la totalidad de la comunidad hablante. En sí mismo, el hecho de que exista una palabra en una lengua no revela que la cosa denotada sea necesariamente importante en la cultura de sus hablantes. Debe considerarse su frecuencia de uso, el tipo de usuarios que emplean la palabra y el contexto de uso. En español, por ejemplo, se han lexicalizado varios conceptos relativos a la dificultad de pronunciar correctamente, tales como ‘hablar repitiendo los sonidos’ (tartamudear), y sus hipónimos ‘tartamudear cambiando los sonidos’ (tartajear), ‘tartamudear por vacilación’ (trastabillar) y ‘tartamudear por emoción o turbación’ (tartalear).[175] ¿Su simple existencia significa que para todos los hablantes actuales de nuestra lengua es igualmente pertinente desde el punto de vista cultural distinguir y categorizar estas acciones? Si seguimos la tesis del foco cultural, inferiríamos que en la mentalidad española es relevante culturalmente distinguir esas acciones. ¿Realmente los hablantes medios del español sienten la necesidad social y cultural de matizar hasta ese extremo si la pronunciación dificultosa se debe a la emoción o la vacilación? ¿Es tan relevante para el hombre medio señalar ese tipo especial de tartamudeo consistente en cambiar las letras?   

Por tanto, ni todo contenido lexicalizado es relevante culturalmente, ni toda categoría relevante culturalmente está codificada en la lengua. A. Ortony, G. L. Clore y Collins[176] llegan a similar conclusión en su estudio sobre el léxico de las emociones: «La estructura de [este] no es isomórfica con la estructura de las emociones mismas». Para estos autores, las palabras de una lengua reflejan a veces nociones importantes, otras veces reflejan distinciones no tan importantes y en ocasiones establecen distinciones sin importancia alguna. Wandruszka[177] reconoce la tentación de explicar la «psicología nacional», la «psicología cultural» y la «psicología social» a partir de las distinciones léxicas de una lengua. Sin embargo, es partidario de la prudencia, dados los límites de la causalidad y la tensión entre estructura de las vivencias y estructura de la lengua. Según este autor, «las estructuras instrumentales de nuestras lenguas reproducen las estructuras de nuestras vivencia, de nuestro pensamiento, de forma extraña, imperfecta e imprevisible».[178] En su opinión,

 

las estructuras formales de nuestras lenguas no son una imagen fiel de nuestro pensamiento, que tampoco son un sistema autónomo que lleva su fundamento en sí y que pueden aceptarse las más extrañas irregularidades, ocasionadas por los más diversos azares históricos [...].[179]

 

Un ejemplo de esas irregularidades la ofrece el propio Wandruszka al analizar la falta de simetría entre los pares ingleses sky-heaven y charity-love. Heaven era la única palabra, de origen germánico, para designar al cielo. Con la entrada en inglés de la palabra danesa sky, se estableció una distinción semántica entre ‘cielo sobrenatural’ (heaven) y ‘cielo natural’ (sky). Esta necesidad de distinguir dos tipos de cielo no se sintió en el campo del amor. Tras la entrada de la palabra de origen latino charity, no se estableció una distinción paralela ‘amor divino’-’amor humano’ con la palabra germánica ya existente love. Wandruszka afirma que «[...] hay que constatar la incoherencia de esta imagen del mundo propia de la lengua, que para el cielo cristiano emplea un nombre propio, pero no para el amor celestial [...]».[180] Para este autor, el «carácter asistemático y accidental del polimorfismo en nuestras lenguas» obedece al hecho de que están «condicionadas históricamente de forma heterogénea».[181]  

Existe además la idea de que la riqueza de una lengua depende de la abundancia de palabras y que la pobreza léxica de un idioma es indicio de pobreza mental y cultural de sus hablantes. Según esta opinión, actualmente el español está sufriendo un empobrecimiento léxico que es causa y consecuencia del empobrecimiento intelectual de sus hablantes. En realidad, de las miles de palabras que posee una lengua, cada hablante dispone de aquellas que conoce y le son útiles, ignorando el resto. Es posible que el vocabulario de muchos jóvenes haya disminuido, pero el nivel de disponibilidad léxica de un hablante no guarda correlación con su nivel de inteligencia ni con su capacidad discursiva, aunque obviamente sí con su nivel de conocimientos: cuantas más palabras se conocen, más cosas se conocen. Dado, pues, que no todas las palabras son disponibles para todos los hablantes de una misma lengua, no podemos considerar a todas las unidades léxicas por igual como índice de los intereses y preocupaciones del pueblo, sin antes considerar su nivel de uso y extensión social. Así, en una lengua podemos distinguir el acervo léxico y el léxico compartido. El primero es el conjunto formado por la suma de todas las palabras empleados por toda la comunidad lingüística (conjunto formado por la unión de palabras). El léxico compartido es el conjunto de palabras más comunes a todos los hablantes (conjunto formado por la intersección de palabras). Cuanto mayor sea una comunidad lingüística, mayor será su acervo léxico y menor su léxico compartido.           

Algunos autores han puesto de manifiesto la importancia de la lexicalización, como E. H. Lenneberg,[182] si bien no como reflejo del grado de relevancia cultural de una parcela de la realidad (cultura —> lengua), sino desde el punto de vista de sus efectos sobre la cognición (lengua —> pensamiento). Aunque reconoce que todo concepto puede ser expresado en cualquier lengua, matiza que cada una lo expresará de forma diferente, y que precisamente esta manera peculiar de formalizar los conceptos es lo realmente pertinente en los procesos cognitivos. Afirma Lenneberg que «[...] the only pertinent linguistic data [...] is the how of communication and not the what. This how I call the codification; the what I call the message».[183]Este autor llama codificabilidad (codability) al grado de desarrollo expresivo que presenta un domino en una lengua, pero que, como hemos señalado, no es analizado como índice del grado de importancia cultural de un área temática.

Además de las razones anteriormente expuestas sobre la falta de correspondencia entre lexicalización y relevancia cultural, la tipología lingüística ha puesto de manifiesto algunos datos que constituyen también argumentos a favor de esta ausencia de correlación entre lengua y cultura. Basándose en Whorf y otros autores, la tipología nos ha enseñado que la lexicalización no es el único procedimiento para codificar un concepto. Una de las técnicas lingüísticas por la que se lexicaliza un contenido es, en efecto, la suplencia léxica (distinción boy/girl). Pero junto a esta, existen otras técnicas, como la afijación (niño/niña) o la adjunción de complementos. Tal como ya expusimos, según el principio de perspectividad enunciado por Moreno Cabrera, «lo que en una lengua es manifiesto puede estar encubierto en otra».[184] Por esta razón, un concepto puede estar expresado más explítamente en una lengua y estar más encubierto en otra, sin que ello implique que sea menos relevante lingüística y culturalmente.

A pesar de mantener la idea de que una lengua no refleja la cosmovisión de un pueblo, es decir, todos valores vigentes y compartidos por la totalidad de la comunidad lingüística, creemos que determinados fenómenos lingüísticos pueden ser espejo de valores predominantes, y, a su vez, grandes categorías conceptuales o cognitivas tienen una larga pervivencia en la lengua. En el primer caso tendríamos a los neologismos, que suelen reflejar más fielmente las actitudes del momento en que se crearon. Asimismo, los cambios de significación denotativa o connotativa que sufren algunos campos semánticos muy sensibles a los valores sociales, como los adjetivos referidos a la gordura y la delgadez, que se han visto afectados por el nuevo canon de belleza corporal, tal como ya analizamos. Junto a esto, debemos señalar también que las categorías cognitivas constantes en una cultura más o menos definida pueden estar subyacentes y vivas en el léxico; así, por ejemplo, hemos señalado la noción del cambio y la analogía cuerpo-alma, que pueden tomarse como categorías constantes del pensamiento occidental que se reflejan en numerosos fenómenos léxicos y gramaticales. No obstante, todas estas correspondencias nunca son totalmente sistemáticas, pues encontramos irregularidades y asimetrías, fruto de la ausencia de determinismo y causalidad en los hechos lingüísticos.

 

Correlación lengua-cultura

Whorf planteó la siguiente pregunta: «Are there traceable affinities between (a) cultural and behavioral norms and (b) large-scale linguistic pattern?».[185]A pesar de ser considerado como un relativista dogmático y extremo en algunos aspectos, el lingüista americano afirma:

I should be the last to pretend that there is anything so definite as «correlation» between culture and language, and especially between ethnological rubrics such as ‘agricultural, hungting’, etc. and linguistic ones like ‘inflected’, ‘synthetic’, or ‘isolating’.[186]

Como Boas y Sapir, Whorf rechazó la existencia de una correlación entre lengua y cultura, negando que hubiera una relación predictiva entre rasgos concretos de una lengua y de una cultura, al igual que entre una característica general o global de una y de otra. Defendió una «conexión indirecta» de «afinidad» o de «coordinación» entre lengua y cultura, pero nunca una interacción necesaria y causal. Pero Whorf se interrogó: «Which the first: the language patterns or the cultural norms?». Partía para responder de la consideración de la lengua como una «sistema», no como un «conjunto de normas», caracterizado, como toda compleja construcción sistémica, por la lentitud de sus cambios. Frente a la lengua, situaba a la cultura extralingüística –considerada por Whorf como menos sistémica, en contraposición con las ideas que ya empezaban a estar vigentes en su época sobre el carácter sistemático de la cultura– a la que atribuía cambios más rápidos. La respuesta a la pregunta anterior era, para Whorf, que «[...] the nature of language is the factor that limits free plasticity and rigidifies channels of development in the mode autocratic way».[187]

H. Hoijer[188] ha intentado establecer el grado de correlación entre lengua y cultura de un pueblo desde el punto de vista geolingüístico. Mediante el estudio de lenguas indígenas del suroeste de EE. UU., ha comprobado que existen culturas similares con lenguas diferentes, y así como culturas diferentes con lenguas semejantes, como es el caso de los hopi y los navajos. A nuestro juicio, culturas semejantes pueden dar como resultado lenguas distintas y viceversa. El grado de similaridad lingüística y cultural entre dos comunidades depende de razones genéticas y del tipo y dirección de sus contactos, así como de la evolución cultural sufrida por dichas comunidades lingüísticas.

El historicismo de Dilthey atempera algunos postulados del relativismo extremo, el cual establece una relación causal o determinista entre lengua y cultura. Tomando la antinomia kantiana entre voluntad y causalidad, Dilthey[189] consideraba que los hechos sociales no se explican por el mismo tipo de causas externas que actúan en la naturaleza. Dadas las incoherencias, contradicciones y multiplicidad de objetivos de las acciones humanas, estas deben obedecer a fuerzas no causales. Así, hay que distinguir los fenómenos naturales, que se producen necesaria y regularmente por causas eficientes, y los fenómenos sociales y culturales, acaecidos libre e irregularmente por motivos, esto es, por intenciones o fines a los que el hombre dirige, con su libre albedrío –aunque en ocasiones coaccionado–, su actuación. Estos motivos solo pueden ser conocidos subjetivamente, pues se hallan en el interior del ser humano, como también señaló Dilthey al afirmar que «los hechos humanos nos son comprensibles desde el interior».[190]

Al igual que Whorf, casi todos los autores –excepto algunos, como Marr, que sostenía que la lengua estaba determinada por la sociedad– coinciden en afirmar que no existe correlación entre lengua y realidad extralingüística. Si consideramos el léxico y la cultura extralingüística como dos variables, el primer elemento (L) es la variable dependiente y el segundo, la variable independiente (C). En esta relación, no hay correlación bivariada (C —> L) ni correlación múltiple (C + otra variable —> L) ni correlación parcial (C —> L, si concurre otra variable recurrente). Por tanto, debe excluirse que la cultura (variable independiente) determine el léxico, esto es, que existe una relación de causalidad entre cultura extralingüística y léxico. No hay pruebas de que la aparición de un hecho cultural determine forzosamente un fenómeno lingüístico, estableciendo una relación de causa-efecto. Este tipo de relación es:

si x, entonces y

En este caso, un fenómeno produce necesariamente un efecto siempre que aquel aparece, estableciéndose, pues, una relación necesaria entre ambos. En la lengua, al contrario, un fenómeno cultural no produce necesariamente un efecto en su estructura. Por ejemplo, hoy el paro laboral es en España una realidad que ha provocado cambios en la sociedad y nuevos valores y actitudes hacia los trabajadores y parados. Sin embargo, no se han creado palabras eufemísticas ni disfemísticas referidas al paro y los desempleados, al menos en la lengua general. En el lenguaje técnico existe la expresión temporalmente desocupado, que podría funcionar como eufemismo, pero que no ha pasado a la lengua general. Desempleado o sin empleo son sinónimos con un valor similar a parado. Esto demuestra la ausencia de causalidad o correlación entre lengua y cultura. Es el propio hablante, quien haciendo uso de su libertad y voluntad, el que produce los cambios en la lengua, condicionado por factores lingüísticos y extralingüísticos. Nunca está predeterminado o sometido ciegamente a fuerzas externas que actúan como un motor situado fuera de él y sobre el que no hay control.

La cultura extralingüística (creencias, valores, actitudes) influye en el léxico, pero no lo determina. La aparición de un neologismo de forma, un desplazamiento semántico (el significado de una palabra sufre un cambio en sus semas), una extensión semántica (una palabra adquiere un nuevo significado que añade a los que ya posee) o la sustitución de una palabra por otra para designar un mismo concepto son fenómenos en que la cultura extralingüística puede influir, pero nunca sistemáticamente y muchas veces de forma paradójica. Existen algunos usos antisexistas contradictorios que pretenden evitar el ocultamiento de la mujer: unos hablantes proponen emplear el doble género (el médico-la médico/a), y otros aconsejan usar y promover la forma andrógina el médico para referirse a ambos sexos, basándose en el caso de la víctima, por ejemplo.

Coseriu[191] afirma que la lengua no pertenece al orden causal, sino final, es decir, al tipo de hechos que se determina por su función. Todo cambio lingüístico no se debe a una causa externa, sino a una motivación dirigida a cumplir o satisfacer un fin. En la lengua, pues, no hay causas activas ajenas a la misma, como en la naturaleza, sino condiciones, circunstancias o determinaciones históricas por las que la lengua cambia, como señala Coseriu.[192] Este autor distingue dos tipos de factores del cambio: los de primer grado, que son los factores «internos», es decir, relativos a la «configuración del saber lingüístico» (divididos en sistemáticos y extrasistemáticos), y los de segundo grado, que son los factores «externos», sociales y culturales. Según Coseriu, estos últimos factores

 

no determinan directamente la actividad lingüística: lo que ellos determinan es la configuración del saber lingüístico, que, a su vez, es condición del hablar [...] Lo mismo cabe decir de las «modificaciones en la estructura de las sociedad» invocadas, sobre todo por A. Meillet, como razón última del cambio lingüístico. Las modificaciones en la estructura de la sociedad no pueden reflejarse como tales en la estructura interna de la lengua, pues no se trata de estructuras paralelas [...] Lo social es, sin duda, un importante factor indirecto en la «evolución» lingüística [...][193]

 

Por tanto, un hecho cultural no puede ser una causa directa de un fenómeno lingüístico, sino una condición o determinación histórica de segundo orden que interviene en la actividad lingüística indirectamente, a través de lo que Coseriu denomina configuración del saber lingüístico. El lingüista rumano entiende por este concepto el saber hablar, es decir, la dimensión de dynamis (actividad en potencia) que posee una lengua –a la que añade la lengua como energéia (el hablar o actividad en sí) y como érgon (lo hablado o producto realizado)–. En el saber hablar, por tanto, se distinguen tres niveles: a) nivel universal (saber elocucional o saber hablar en general), b) nivel histórico (saber idiomático o saber hablar una lengua concreta) y c) nivel individual (saber expresivo). La influencia que la cultura extralingüística ejerce sobre el léxico, como ya señaló Coseriu, se produce de forma directa en el saber hablar (actividad en potencia) y, a través de este, indirectamente en el hablar (actividad en acto). Según Coseriu[194], los hechos lingüísticos siempre acontecen de forma libre y producidos por el hablante, que está movido por fines concretos, aunque pueda estar influido, nunca predeterminado ciegamente, por los conocimientos, las creencias y los valores propios de su cultura. El lenguaje no está, pues, regido por la necesidad, sino por la libertad.

 

 

Diversidad cultural y variación lingüística

La idea de que una lengua es reflejo de una cosmovisión o mentalidad nacional se basa en un concepto esencialista y colectivista de la cultura, la cual se concibe como un todo homogéneo y uniforme. Sin embargo, en el seno de una misma comunidad lingüística existen distintas culturas y subculturas, que dan origen a una diversidad que tiene su correlato más o menos perfecto en la variación intralingüística, manifestada en los distintos geolectos, sociolectos, etnolectos, ergolectos, tecnolectos y otras variedades de habla, así como en los diferentes registros o variantes estilísticas, que están determinadas por el contexto, la intención, la distancia social de los participantes y el campo temático de cada acto comunicativo. Estas subculturales o unidades culturales específicas formadas por comunidades o grupos humanos cohesionados por algún factor social, son más susceptibles de constituir agrupaciones cuyos rasgos lingüísticos propios o diferenciadores reflejen rasgos culturales colectivos, comunes o compartidos.

Así, por ejemplo, en el lenguaje de los estudiantes españoles[195] podemos observar algunas características lingüísticas que son un espejo de su mentalidad como estudiantes. Los motes o apodos hirientes a los profesores (p. ej., el Hueso), las denominaciones peyorativas a las asignaturas (matracas para llamar a las matemáticas) y los verbos despectivos para denominar a la acción de estudiar (chapar, quemar cejas, quemar neuronas, chupar flexo) son algunos rasgos que contienen una visión del estudio determinada por la rebeldía ante una situación vivida como represión por la disciplina escolar.       

R. Morant y sus colaboradores han realizado diversos estudios etnolingüísticos centrados en algunas variedades geográficas (Comunidad Valenciana, junto a M. Peñarroya;[196] en solitario, habla del valle de Benasque[197]) y sociales (habla de los soldados, con Peñarroya;[198] habla de las mujeres, en colaboración con Peñarroya y con J. Tornal[199]), así como dedicados a áreas conceptuales de actualidad (junto a M. A. Verdejo, lenguaje sobre la anorexia;[200] y, en solitario, lenguaje sobre el tabaco[201]). El hecho de que los soldados formen un grupo social bastante cohesionado en su actitud hacia el servicio militar garantiza la validez de inferir una mentalidad a partir de su lenguaje. Asimismo, discursos sobre aspectos sociales de actualidad –como la anorexia y el tabaco–, construidos con un lenguaje sobre el que no pesa la desmotivación semántica, son susceptibles de análisis encaminados a extraer datos sobre la mentalidad viva y dominante que subyace a su lenguaje.

En su estudio sobre la relación entre la lengua y la cultura valenciana, Morant y Peñarroya han analizado abundante material lingüístico (refranes, palabras, adivinanzas, dichos, cantares, nombres propios, apodos, motes, apellidos, eslóganes, frases hechas, grafitis, insultos, bromas, fórmulas mágicas, etc.) como muestra de la cultura de dicha comunidad autónoma. El corpus analizado es un conjunto de manifestaciones lingüísticas que reflejan la cultura material y espiritual de un pueblo, ordenado temáticamente conforme a las etapas del desarrollo evolutivo y a la realidad biológica y social de la persona: nacimiento, infancia, noviazgo, casamiento, madurez, enfermedad, vejez y muerte. Analizan para ello no solo el léxico, la fraseología y el discurso repetido, sino también diversos géneros y fórmulas estereotipadas, tales como los textos lapidarios, las invitaciones y felicitaciones de boda, la expresión del pésame, las esquelas y otros géneros. Su estudio pretende ser un análisis etnográfíco-lingüístico de la conducta verbal de una comunidad territorial, sin perseguir una caracterización global de la supuesta cosmovisión de los valencianos, lo que, a nuestro juicio, confiere un mayor valor al estudio, ya que describe e interpreta sin excederse de los límites razonables. 

Asimismo, estos autores, junto con G. López, han analizado los rasgos lingüístico-culturales de la variedad de habla de los soldados de reemplazo en España,[202] puesto que consideran que su lenguaje refleja la mentalidad, la visión y la actitud social mantenida por los jóvenes hacia el servicio militar obligatorio, a punto ya de desaparecer. Para Morant, Peñarroya y López, las dos ideas que subyacen en este lenguaje son la obsesión por el tiempo que queda para terminar el servicio y la actitud de rechazo hacia las obligaciones impuestas. A través del léxico, la fraseología y el discurso repetido en que predomina la función emotiva y la connotación (palabras, pintadas, acertijos, ripios y otros recursos verbales y no verbales), los soldados expresan su actitud contraria al servicio militar. Así, se dan juegos verbales que indentifican realidades negativas de la mili con títulos de películas (imaginaria = Solo ante el peligro; pelo = Lo que el viento se llevó) o parodias de algunos textos, como el Padre Nuestro, que comienza: «Blanca[203] nuestra/ que estás en el aire,/ ven a nosotros tus dueños,/ hágase tu voluntad [...]». De acuerdo con J. Gómez Capuz y F. Rodríguez,[204] en España, la rebeldía ante la reclusión y dureza de la disciplina militar se manifiesta mediante una serie de rasgos lingüísticos, tales como la manipulación ortográfica: paraka (paracaidista), comandaka (comandante), baska, enkanta, etc.; y los despectivos: brigui (brigada), sargi (sargento), lejía (legionario), follar (arrestrar), chupar guardias, pelar guardias, capador (zapador), calimero (policia secreta). 

Junto a la rebeldía de estudiantes y soldados de reemplazo, otras variedades de habla reflejan más bien una conformidad con el mundo y una visión despreocupada, frívola y superficial de la vida. Es el caso del lenguaje de los «pijos», conocida tribu urbana formada por jóvenes de clase alta. Los rasgos de su habla reflejan una de las caras de su mentalidad, aquella derivada de su acomodada situación económica, sin detrimento de que su visión del mundo contenga más caras o facetas derivadas de otros factores sociales y culturales. Estos rasgos son el énfasis positivo (guay, mogollón, súper, mazo, a tope, flipante, alucinante, superchachi, supermolón, que alucinas); los apelativos cariñosos (chiqui, churri, my friend, peque, cari); los anglicismos lúdicos (fashion, qué heavy, porfaplis, formado por redundancia a partir de por favor y el inglés please); los juramentos humorísticos (te lo juro por Snoope, te lo juro por la cobertura de mi móvil, te lo juro por el caballito de Ralph Lauren).[205] Muchos de estos rasgos lingüísticos han penetrado en la lengua general, perdiendo parte de las connotaciones sociales que las asociaban a los «pijos».

 

Universalismo

Creemos que las teorías universalistas y las tesis relativistas que defienden la conmensurabilidad –tratándose de lenguas, esta es equivalente a la traducibilidad– son perfectamente compatibles. A nuestro juicio, los universales lingüísticos no han de explicarse exclusivamente por propiedades innatas del organismo humano. La existencia de rasgos comunes a todas las lenguas se explica en términos socioculturales de fines de la comunicación y de situaciones lingüísticas, además de por rasgos psicológicos y biológicos propios de la condición humana. Por supuesto, el universalismo es opuesto al relativismo exagerado que defiende una inconmensurabilidad lingüística total. Esta implica que cada lengua representa una visión del mundo única e incompatible con las demás cosmovisiones, sin que exista una base de comparación entre ellas y, por tanto, la posibilidad de establecer equivalencias entre las mismas. Esta postura extrema, sostenida por Quine, no es defendida por algunos de los relativistas más importantes, como Herder o Von Humboldt, padres del relativismo lingüístico, o el propio Whorf, figura central de dicha doctrina.

Uno de los primeros proyectos de Whorf fue descubrir el fundamento primitivo que subyace a todas las lenguas, mediante la búsqueda de un mundo de «noemas» formado por un conjunto de relaciones estructuradas, múltiple pero dotado de una afinidad con la rica y sistemática organización del lenguaje.[206] En su estudio sobre la composición en la lengua shawnee, quiso evitar el uso de categorías gramaticales propias de las lenguas indoeuropeas, inadecuadas para la descripción de lenguas de otras familias. Whorf empleó un metalenguaje descriptivo basado en la psicología de la Gestalt. Para él, las categorías de fondo y figura eran independientes de cualquier lengua y podían explicar el funcionamiento de todo idioma. Asimismo, creía en la existencia de similitudes translingüísticas y pensaba que solo parcialmente la lengua representa una cultura única e incompatible con las demás. Así, por ejemplo, para explicar las categorías cosmológicas de la cultura hopi recurrió a conceptos occidentales presentes en inglés que guardan semejanza con la lengua amerindia.

Al igual que algunos filósofos románticos, Whorf defendió un relativismo con implicaciones éticas, al considerar que la diversidad de las lenguas, como reflejo de la relatividad lingüística, es una lección de hermandad que nos ha de permitir transcender los límites impuestos por la cultura propia.[207] Esta idea es la que Fishman considera como un «tercer tipo» de whorfianismo, tras el determinismo y el relativismo.[208] La inconmensurabilidad parcial –nunca total– de las lenguas no es una consecuencia negativa del principio de relatividad, sino solo la constatación de un obstáculo superable mediante el conocimiento de lenguas extranjeras, la traducción y la interlingüística. El relativismo ha de ser, pues, no la negación del universalismo, sino el punto de partida de la búsqueda de principios comunes y universales que permiten la comunicación y comprensión de lenguas y culturas distintas. Los resultados aparentemente contradictorios de los distintos trabajos sobre el problema de la relación lengua-cultura nos llevan a defender una síntesis de universalismo y relativismo. Siguiendo la postura ecléctica de Kant, que intentó una síntesis entre racionalismo platónico y empirismo, creemos que el conocimiento lingüístico no es reducible a principios innatos (universalismo), pero tampoco es solo reflejo de la experiencia vital peculiar y propia de cada cultura (relativismo).  

 

 

 

Consideraciones finales

 

La lengua refleja la cultura, es decir, las creencias, los valores y las actitudes culturales propias de mentalidades, visiones del mundo e ideologías diversas. Una lengua no contiene una sola cosmovisión o cultura correspondiente a un único grupo o colectividad humana. Una lengua es el sedimento histórico de la influencia que sobre la conceptualización semántica del mundo externo ejerce la cosmovisión de las distintas generaciones y de los distintos grupos sociales y comunidades culturales que hablan dicha lengua. El vocabulario puede ser reflejo, aunque indirecto y parcial, de una mentalidad o visión del mundo mantenida por una comunidad más o menos homogénea y cohesionada. No creemos que pueda tomarse globalmente el léxico de una lengua y relacionarlo con una supuesta mentalidad común a todos los hablantes, considerada también globalmente, estableciendo una relación biunívoca.

Esta mentalidad o cultura única de toda una comunidad lingüística es, para nosotros, inexistente en lenguas habladas por comunidades culturales muy extensas geográficamente, heterogéneas y diferentes, como es el caso del español. Existe la tentación de explicar la «psicología nacional», la «psicología cultural» o la «psicología social» a partir de las distinciones léxicas de una lengua. El hecho de que en la terminología del parentesco del español general o estándar no exista una palabra para designar al tío político y sí exista para el padre político (suegro) –por escoger un campo semántico muy utilizado en lingüística antropológica–, no implica que un labrador castellano, una profesora chilena, un obrero argentino, un dependiente peruano, un pintor colombiano, una ejecutiva mexicana, un funcionario uruguayo o un escritor dominicano compartan necesariamente una misma visión de la familia y de las relaciones sociales. 

No existe una correlación o conexión causal entre lengua y cultura. Entre ambas existe una relación estrecha, pero no de tipo determinista, pues el hombre es siempre libre en sus actos. Los hechos lingüísticos siempre acontecen de forma libre y son producidos por el hablante, que está movido por fines concretos, aunque pueda estar influido, nunca predeterminado ciegamente, por los conocimientos, las creencias y los valores propios de su cultura. El lenguaje no está, pues, regido por la necesidad, sino por la libertad y el azar.

La lengua es un sistema simbólico, cognitivo y comunicativo muy importante, pero no el único, ya que el hombre dispone también de otros códigos semióticos de representación y comunicación extralingüísticos, como la pintura, la escultura, los lenguajes formales, los sistemas de signos no lingüísticos, etc. No estamos de acuerdo con un linguocentrismo extremo, para el que la lengua es la esencia de la cultura y según el cual la cultura es inexistente descontextualizada lingüísticamente.  

Muchos de los fenómenos lingüísticos que pueden atribuirse a causas culturales se pueden explicar por razones estrictamente lingüísticas, como son la influencia del sustrato, los calcos, la analogía gramatical, la deixis, la concordancia, etc. Así, los pronombres posesivos del español no reflejan nuestra supuesta mentalidad posesiva de la naturaleza (el hombre como dueño y señor del mundo). No expresan la idea de ‘propiedad’ sino que se trata de simples morfemas deícticos que expresan la noción de ‘relativo a una persona’. El hecho de que podamos aplicar mi a nuestra esposa (mi mujer) no significa que necesariamente todos los hablantes del español poseamos una visión de la mujer como objeto de nuestra propiedad, sino simplemente estamos marcando la idea de ‘la mujer relativa a mí’. 

En un corte sincrónico o estado de lengua concreto existen palabras heredadas de épocas anteriores, que encierran vivencias, creencias y valores pretéritos, que nada tienen que ver con el presente. Podemos aislar rasgos culturales contenidos en palabras actuales que son, en realidad, rasgos que pertenecen a cosmovisiones pasadas sin vigencia alguna, y atribuirles erróneamente el valor de muestra de la cultura actual. Existen, pues, palabras y expresiones conservadas incluso después de que las creencias culturales por las que se crearon han perdido vigencia.

Toda lengua carece de determinadas palabras concretas para algunos conceptos, pero no por un defecto intrínseco de las lenguas, sino porque sus hablantes no han sentido la necesidad de nombrar dichos conceptos, no han mostrado interés por lexicalizarlos o porque el azar no ha contribuido a crear palabras para designar dichos conceptos. La inexistencia de una palabra para designar un concepto en una lengua no implica que necesariamente en la cultura de sus hablantes no sea relevante dicho concepto y mucho menos que sean incapaces de concebirlo.

La necesidad o relevancia cultural es solo un factor determinante más en la lexicalización o establecimiento de categorías lingüísticas que designan referentes para la vida social y cultural de una comunidad. Lo relevante etnolingüísticamente es el origen de cada distinción léxica, que reflejaría la mentalidad del individuo que la creó, así como el proceso de difusión, que sería un signo del contexto cultural y social. Para extraer algún dato etnolingüístico de la existencia de un campo semántico, debemos analizar los valores culturales que subyacen a la creación de cada palabra. Así como la innovación y difusión de una palabra reflejan hechos culturales más bien conscientes, su conservación es un mero acto de imitación inconsciente sin significado etnolingüístico preciso. Por su parte, la desaparición de una palabra o la pérdida de una distinción semántica, como nuevo hecho de innovación léxica, vuelven a ser reflejo de valores culturales o sociales. Además debe tenerse en cuenta el grado de conocimiento y la frecuencia de uso de las palabras del campo léxico. Aunque estas se encuentren en el diccionario como vivas y estén disponibles para el hablante, si se usan con poca frecuencia, las distinciones semánticas puede que sean aún menos relevantes culturalmente.

La lengua no es un producto de las clases sociales que cambia de manera determinista e inexorable con las transformaciones sociales y políticas. Las categorías lingüísticas no están determinadas por las categorías ideológicas, gracias a una unidad dialéctica entre lengua y pensamiento. No pueden aplicarse al funcionamiento del lenguaje las leyes históricas del materialismo, según las cuales los cambios de las estructuras sociales y económicas producen cambios en la estructura de las lenguas. Así pues, a cada período histórico o estadio (esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo) no le corresponde un tipo lingüístico distinto. Por tanto, dos lenguas tipológicamente afines no corresponden a dos sociedades que se encuentran en el mismo estadio de desarrollo social y están organizadas conforme a un similar modo de producción. La lengua refleja las transformaciones sociales de la época, pero de manera muy compleja y a veces paradójica.

 

 


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[28] cit. por Foley, W. A. (1997), pp. 243-244

[29]ídem, pp. 241-242

[30]ídem, p. 235

[31] Foley, W. A. (1997), p. 233

[32] Putnam, H. (1988), p. 52

[33] En español, estar hambriento significa ‘estar deseoso (de algo)’; por ejemplo: «Los hombres están hambrientos de paz».

[34] Gell, A. (1996), p. 164

[35] Parkin, D. (1996)

[36] Pustejovsky J.; Boguraev, B. (1995)

[37] Putnam, H. (1975).

[38] Wierzbicka, A. (1985).

[39] Humboldt, W. von (1988)

[40] Weisgerber, L. (1962-71); cit. por Ebneter, T. (1982), p. 73

[41] Las cursivas son nuestras.

[42] Dewey, J. (1950), p. 72; cit. por Casado, M. (1988), p. 28-29

[43] cit. por Manchester, M. (1985), p. 77

[44] Whorf, B. L. (1956a), p. 221

[45] Sapir, E. (1949), p. 162

[46] Boas, F. (1966), p. 20

[47] ídem, p. 21-22

[48] ídem, p. 63-64 y p. 145

[49]ídem, p. 67

[50]ídem, p. 63

[51] Sapir, E. (1949), p. 153

[52]ídem (1949), p. 12-13

[53] Sapir, E. (1964), p. 128

[54]ídem, p. 128

[55] Sapir, E. (1949), p. 97

[56]ídem, p. 218

[57]ídem, p. 162

[58] Vinay, J.-P.; Darbelnet, P. (1958)

[59]ídem, pp. 507-509

[60] Whorf. B. L. (1956a); Whorf, B. L. (1956b). V. más adelente el apartado dedicado al principio de perspectiva.

[61] Whorf, B. L. (1956a), p. 134-159

[62] Lucy, J. (1992a), p. 70

[63] Lee, D. D. (1938), p. 89

[64]ídem (1959), p. 121

[65]ídem, p. 121-123

[66] Mathiot, M. (1979), p. 318

[67]ídem (1964)

[68] Hoijer, H. (1953), (1954), (1964a), (1964b).

[69]ídem (1953), p. 561

[70] Kluckhohn, C.; Leighton, D. (1962)

[71] Young, R. W.; Morgan, W. (1994)

[72] Hymes, D. (1966)

[73] ídem, p. 128

[74] Hernández Sacristán, C. (1999)

[75] ídem, p. 71

[76] La cursiva es nuestra

[77] Hernández Sacristán, C. (1999), p. 83

[78] Wierzbicka, A. (1991), p. 47 y ss.

[79] Hernández Sacristán, C. (1999), p. 79

[80] Cuenca, M. J. (2001)

[81] Foley, W. A. (1997), p. 259

[82]ídem

[83]ídem, pp. 122-123

[84] Malinowski, B. (1935); Malinowski, B. (1923)

[85] Duranti, A. (1992)

[86] Lakoff, G. (1972)

[87] Vossler, K. (1921)

[88] Rolhfs, G. (1979), p. 18

[89]ídem, p. 19

[90] Un ejemplo es la interpretación de los usos de los posesivos en español. De forma simplista y superficial, el empleo de estos determinantes (p. ej., mi mujer, mi perro) a veces es explicado por una etnolingüística poco rigurosa y atrevida como un reflejo de nuestras supuestas concepciones occidentales sobre la propiedad y la posesión de las personas y las cosas; en realidad, a través de la sintaxis y la tipología sintáctica se explican como simples usos deícticos, sin mayores implicaciones ideológicas o antropológicas. Los llamados posesivos son deícticos que no expresan posesión, sino indican la idea de ‘relativo a la persona a la que nos referimos’. Así, mi colegio no significa necesariamente ‘colegio de mi propiedad’, sino ‘colegio referido a mí’. El sentido deriva del contexto, que, en este caso, podrá ser ‘colegio de mi propiedad’, si el enunciado lo construye el propietario, o ‘colegio donde estudio’, si la oración es emitida por un estudiante.      

[91] Rolhfs, G. (1979), p. 24

[92] Rolhfs, G. (1979)

[93] ídem, p. 30

[94] ídem, p. 45

[95] ídem, p. 50

[96] ídem, p. 121

[97] ídem, p. 121

[98] A nuestro juicio, esta idea de la lengua como acumulación histórica de la experiencia colectiva debe ser debidamente desarrollada, como haremos más adelante. Una lengua puede ser reflejo de la experiencia colectiva, pero no de una sola colectividad, sino de la totalidad de colectividades que, sucediéndose a lo largo de la historia, han hablado dicha lengua. Así pues, la concepción colectivista de la lengua como reflejo de la cultura debe ser debidamente matizada.    

[99] Ortega y Gasset. J. (1946), 193. Las cursivas son nuestras.

[100]ídem, pp. 12-13

[101]ídem, p. 388

[102] Marías, J. (1968), p. 151

[103] ídem

[104] ídem

[105] ídem

[106] ídem, p. 152

[107]ídem

[108]ídem, p. 153

[109] Saussure, F. de (1983), pp. 87-89

[110] Saussure, F. de (1995), pp. 48-49

[111] Bally, C. (1941), p. 76

[112]ídem

[113]ídem, p. 90

[114]ídem

[115] Bally, C. (1941), p. 184. 

[116] Baldinger, K. (1985), pp. 275-276

[117] cit.  por Christmann, H. H. (1985), p. 93

[118] Christmann, H. H. (1985)

[119] Coseriu, E. (1981), p. 17

[120] Coseriu, E. (1982), p. 317

[121] Este reconocimiento de la existencia de cierto grado de universalismo cultural debe ser tenido muy cuenta para evitar los excesos a los que el particularismo puede llevar. Muchas creencias o patrones de conducta, bien por difusión cultural (aculturación), bien por génesis independiente, son comunes a muchas comunidades culturales y son una muestra de la unidad psíquica de la especie humana. El descubrimiento de peculiaridades etnolingüísticas de un idioma llevado al extremo es una tarea que puede conducir a la exaltación de la cultura genuina de un pueblo como una creación única y pura, con los peligros que ello puede acarrear.  

[122] Coseriu, E. (1978a), p. 193

[123] Coseriu, E. (1991), p. 39

[124] ídem, p. 109

[125] Casado Velarde, M. (1988)

[126]ídem, p. 55

[127]ídem, p. 101-110

[128] Wierzbicka, A. (1986)

[129] López García, A. (1993)

[130] Wierzbicka, A. (1997)

[131] Murray, S. O. (1983)

[132] Herskovits, M. J. (1950); Hymes, D. (1964)

[133] Pullum, G. K. (1991)

[134] Martin, L. (1986)

[135] Moreno Cabrera, J. C. (2000), p. 186-87.

[136] Jacobson, S. A. (1984)

[137] Lowe, R.; Guillaume, F. G. (1983)

[138] González de Pérez, M. S.; Rodríguez de Montes, M. L. (2000).

[139] Greenfield, P. M.; Bruner, J. S. (1966).

[140] Entendemos aquí la comunidad lingüística como conjunto de hablantes que usan la misma lengua.

[141] Las definiciones señaladas a continuación están tomadas de Hudson, R. A. (1981), pp. 35-40.

[142] Estos interrogantes hacen más difícil la consideración del lengua española como reflejo de la cultura de un pueblo. Es casi imposible delimitar la agrupación humana que forma su comunidad lingüística, dada la diversidad de situaciones sociolingüísticas del español. No negamos que las lenguas habladas por colectividades más reducidas y cohesionadas culturalmente –que constituyen un pueblo en sentido clásico– estén más cerca de reflejar una sola cosmovisión. 

[143] Haugen, E. (1977)

[144] Taylor, J. R.; MacLaury, R. E. (eds.) (1995)

[145] Bohnemeyer, J. (1998)

[146] Cuenca, M. J.; Hilferty, J. (1999), p. 81

[147] MacDonald, M. (1989)

[148] Fishman, J. (1960), (1980), (1982)

[149] Bright, J. O.; Bright, W. (1970), p. 76. Conviene tener presente que, en el trabajo citado, estos autores toman a la gramática como variable lingüística y al léxico como variable cultural. Pero no por ello su afirmación pierde total validez.

[150] Story, G. L.; Naish, C. M. (1973).

[151] Hohulin, E. L. (1986)

[152] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 578

[153] Whorf, B L. (1956b), p. 5

[154] ídem

[155] Lucy J. A. (1992a), p. 31

[156] Moreno Cabrera, J. C. (1987), p. 122

[157] Sohn, H. M.; Berner, B. (1973), p. 270

[158] Moreno Cabrera, J. C. (2000), pp. 106-112

[159] Wandruszka, M. (1976), p. 12

[160] ídem, p. 14

[161] Coseriu (1978b)

[162] Las dietas estrictas e incontroladas para alcanzar la figura delgada que exige este canon de belleza han provocado graves problemas de salud, como anorexia y bulimia, especialmente en mujeres jóvenes y adolescentes. Ante la extensión del problema y su impacto social, el Parlamento español ha puesto en marcha una comisión para estudiar el asunto, y tratar de evitar que las modelos de pasarela ofrezcan esa imagen de extrema delgadez, y que los fabricantes de ropa cambien el tallaje de las prendas. Asimismo, los médicos defienden que no existe el peso ideal aplicable a todas las personas, sino que cada individuo posee su propio peso ideal, según su constitución física y sus hábitos.

[163] Kurath, H. (1921)

[164] Sweeter, E. (1990), p. 30

[165] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 513

[166] ídem

[167] Johson, S. (1921), p. XIV

[168] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 76

[169] Wandruszka, M. (1976), p. 11

[170] En realidad, no existen palabras motivadas y no motivadas, pues todas las expresiones están motivadas, sino palabras transparentes y no transparentes (que han perdido la transparencia de su motivación). A esta pérdida es a lo que Wandruszka «[palabras] sin sentido».

[171] Las cursivas son nuestras. 

[172] citado por Ariño, A. (2000), p. 190

[173] Silverstein, M. (1981)

[174] Luque Durán, J. de D. (2001), p. 93

[175] Jiménez Hurtado, C. (1997), p. 198

[176] Ortony, A.; Clore, G. L., Collins, A. (1996), p. 11

[177] Wandruszka, M. (1976), p. 143

[178] ídem, p. 174

[179] ídem, p. 267

[180] ídem, p. 57

[181]ídem, p. 111

[182] Lenneberg, E. H. (1953)

[183] ídem, p. 467

[184] Moreno Cabrera, J. C. (1987), p. 122

[185] Whorf, B. L. (1956a), p. 138

[186]ídem, pp. 138-139

[187]ídem, p. 156

[188] Hoijer, H. (1954)

[189] Dilthey, W. (1980)

[190]ídem, p. 83

[191] Coseriu, E. (1978b), pp. 29-30

[192]ídem, p. 114

[193]ídem, pp. 114-115

[194] Coseriu, E. (1978b)

[195] Morant, R. (2002)

[196] Morant, R.; Peñarroya, M. (1995)

[197] Morant, R. (1995)

[198] Morant, R.; Peñarroya, M.; López, G. (1997-98)

[199] Morant, R.; Peñarroya, M.; Tornal, J. (1997)

[200] Morant, R.; Verdejo, M. A. (en prensa)

[201] Morant, R. (en prensa)

[202] Morant, R.; Peñarroya, M.; López, G. (1997-98)

[203] La blanca es la cartilla militar, y alude al color de las tapas.

[204] Gómez Capuz, J; Rodríguez, F. (2002)

[205] Vigara Tauste, A. M. (2002)

[206] Whorf, B. L. (1956a)

[207] ídem

[208] Fishman, J. A. (1982)