TINTERO DE TONOS


LA GIGANTA
Pedro Bosch Giral

 

 

                                                              I

                 DE CÓMO VINO FITO AL MUNDO Y ACABÓ EN CASA DE JUANITA

 

 

(...)un gran gigante que había matado, asesinado y devorado a mucha gente del país, y llevaba siete años sustentándose con los hijos de la gente de aquella tierra, "a tal extremo que todos los niños han sido muertos y destruidos (...)".

(Malory, La muerte de Arturo)

 

 

- ¡Ay! ¡Uf! ¡Ay!- gritaba La  Giganta, señora de aquellas tierras.

 

-¡Uf! ¡Ay! ¡Ay!

 

Nunca en la historia  de aquel valle, se había gritado de tal modo.

 

-¡Ay! ¡No puedo más! ¡No puedo más!-gemía, mientras las comadronas corrían de un lado a otro de la inmensa habitación.

 

La Giganta era tan grande que las mujeres se vieron obligadas a traer de sus casas varios taburetes, sillas y mesas. Colocaron las sillas junto a las mesas y encima de éstas los taburetes. Así se encaramaron  hasta el borde de la enorme cama. Dando saltitos sobre la sábana empapada de sudor, llegaban, jadeantes, a la frente de La Giganta. Servilletas y servilletas, todas las servilletas del pueblo, y las toallas también, se fueron mojando en tan amplia y augusta frente. Cuanto barreño, cuanto cubo o cuanto cazo había en aquel caserío aislado se usó para ayudarle a La Giganta a bien parir.

 

-¡Uf! ¡Uf!-se lamentaba, cuando una de las parteras gritó, asomándose entre las dos enormes piernas: 

 

-¡¡¡Aaaagh!!! Ya lo veo, ya viene. Es... es una cabecita- y se calló haciéndole señas a las demás para que fuesen testigos del nacimiento del hijo de La Giganta. No les dio tiempo de ir desde la cabeza a la entrepierna de la parturienta. Cuando llegaron, ya la comadrona sostenía al bebé.

 

- Salió como tapón de vino espumoso - dijo riéndose- parece mentira que algo tan pequeño haga sufrir tanto.

 

No había acabado de decirlo y ya La Giganta reclamaba a su hijo.

 

- ¡Quiero verlo! ¿Es niño? ¿Es niña? ¿Qué es?

 

Felices, las mujeres, con el recién nacido en brazos, recorrieron otra vez la distancia que separaba las piernas de  la cabeza de la madre.

 

- Pero ¿cómo?  Es del tamaño de un garbanzo ¡No, no puede ser, no puede ser...! ¡Este boniato no es mi hijo! -  maldijo con la voz aú n ronca La Giganta.

 

- Es niño, es vuestro  hijo.- le contestaron tímidamente las mujeres.

 

- ¿Eso? ¡Eso no es un hijo! ¡Un escupitajo es lo que es, y nada más! No lo quiero, no es mío, me  estáis engañando.

 

- Señora, sólo es un enano, también la Angustias, la de Melquiades el jardinero,  tuvo uno y le salió muy bueno  y tan generoso...

 

La Giganta enfurecida rugió:

 

- Que no, que no lo quiero. Largo de aquí con todo y enano que yo ya veré la forma de tener otro hijo y… de que sea gigante, desde luego.

 

Las mujeres salieron huyendo del castillo. Corrían alrededor de las sillas y de los arcones enormes, se tropezaban con las gigantescas migas de pan que por allí había y se pasaban unas a otras al pequeño, pequeñísimo, hijo de La Giganta, tratando de arroparlo. Ninguna lo dijo en voz alta pero, mientras trataban de escabullirse, todas se preguntaban quién había podido ser el padre de tan diminuta criatura. Se movían hacia la derecha, hacia la izquierda o al azar, como hormigas atolondradas hasta que, por casualidad, encontraban la puerta abierta y escapaban. El susto no les impedía cuchichear. Tanto susurraban que el ruido era el de un enjambre de avispas saliendo a toda prisa del panal.

 

- ¡Fuera!- vociferaba La Giganta cuando la última, cargada con cubetas y toallas cruzó el amplio umbral del portón del castillo. Corrieron y corrieron, resoplando y resbalándose con el fango del camino que bajaba hasta el pueblo. Era un torrente de mujeres harapientas que abajo se bifurcaba tantas veces como para llevar a cada una a su choza. Envueltas en chales, bufandas y guantes rotos, a cual más pardo, agitaban, todas, las manos y los brazos; todas menos una, la que abrazaba al recién nacido. Se llamaba Juanita y era la esposa del panadero. Como las demás, sin pensárselo dos veces, corrió a su casa y no fue más que al entrar, sofocada, cuando se dió cuenta de que era ella quien se había quedado con el niño. Entre aspiraciones y expiraciones profundas, temblándole los gelatinosos senos, susurró, delante de  su marido:

 

- ¿Y yo qué hago con esto? ¡Me lo he traido sin darme cuenta!

 

- ¿Que te has traido qué?- le gruñó el  hombre malencarado.

 

- Pues al escupitajo.

 

- ¿Qué?

 

- Ahora, ahora mismo lo devuelvo. Es que no me di cuenta. Pero no, devolverlo no puedo, su madre no lo quiere ¡Qué barbaridad, cómo ha podido pasarme esto!- dijo ella  preocupada pero también complacida pues el niño le gustaba y sabía que "sin querer queriendo" se las había arreglado para quedarse con él. El panadero lo percibió y por eso insistió:

 

- Eso me da igual, devuélvelo de inmediato, no se vaya a enfriar. Corre, mujer, corre y entrégaselo a quién lo quiera. Ya se ha quedado demasiado tiempo en esta casa.

 

Y Juanita salió con el niño en brazos y se fue a ver, la primera, a Angustias, la de Melquiades, que, seguramente, como ya tenía un hijo enano, no tendría empacho en cuidar otro. Por desgracia  Angustias debía de estar cansada porque no lo aceptó. Tampoco lo quisieron la Pilar, ni la Gertrudis, ni la Antonia, ni ninguna. Las unas tenían ya demasiados hijos y las otras, si no los tenían era porque no los querían.  Sólo Jesusa lo dudó, pero el marido, al instante, se interpuso para evitar la entrega. De un modo o de otro,  las amigas acababan  diciéndole a la panadera:

 

- Por bruta, ¿Por qué tenías que salirte con él en brazos?- o si no:

 

- Corre a devolverlo,  que lo cuide su madre, que para eso es una madre.

 

Pero no, Juanita no quería regresar al castillo y menos aún presentarse ante La Giganta, a la que todavía se oía gemir.

 

- Pero es que es tan pequeñito, tan gracioso ¡lo que sufriría con esa madre! - se decía a sí misma mientras el niño lloraba entre sus opulentos pechos. La mujer volvió a su choza a regañar  con el marido panadero, más contenta que triste por el rechazo de las demás mujeres.

 

- Mira, panadero, aunque te enfades: el enano no tiene con quién quedarse, así que por lo pronto va a vivir con nosotros, ¡por lo menos que el pan no le falte!

 

- Juanita, por Dios y por La Virgen, tú siempre tan ofrecida, ¡es una boca más!- replicó el marido que, al verla tan decidida, no quiso enfrentársele.

 

- Boca sí, pero enana, panadero, enana- repondió ella, segura de sí.

 

¡Quién podía imaginarse que aquél niño tan diminuto tenía los deseos, las  necesidades y los gustos de un gigante! En la sangre lo llevaba. Juanita vino a descubrirlo bien pronto, al darle su primera leche. Fueron baldes y baldes y, así todo, parecía que se había quedado con hambre. Peor fue cambiarle los pañales pues, también, fueron baldes y baldes los que salían a borbotones de aquel ojetito cerrado y apretado como el de una paloma. El panadero gruñía  y no ayudaba.

 

- Panadero, qué voy a hacerle, el chico ha salido cagón- murmuraba la pobre Juanita cada vez que salía con los canastos rebosantes de pañalitos improvisados que iba a  lavar contra las piedras del arroyo. Por la noche, el llanto del pequeño era tan sonoro y tan amplio que, como cuando nació, nadie podía pegar un ojo pues nunca en aquel valle, ningún niño había llorado de tal modo. Los amaneceres eran lánguidos, ni las ojerosas lavanderas ni los albañiles desvelados tenían ganas de empezar la jornada. El panadero estaba tan cansado que solamente alcanzaba a reprochar de cuando en cuando:

 

- Juanita, esto es inaguantable. Devuélvelo de una buena vez, devuélvelo, colócaselo a la fresca de su madre ...

 

Pero la mujer, por alguna extraña razón, ya sentía que el niño que La Giganta había parido era suyo y cuanto mayores eran las dificultades, más se aferraba a la criatura, y no era para menos pues el enanito encarnaba, según ella, al Jesús que había en la iglesia catedral del pueblo, el de madera, que ponían en un pesebre cuando se acercaba la  Navidad. Como era  tan pequeño, tan pesado y tan gritón se corrió la voz de que  algo tenía de sobrenatural. El panadero lo expresaba así:

 

- Oye, Juana, ¿Y si fuese hijo del párroco? Aquel hombre es santo y anda siempre entre las faldas de La Giganta. Bueno,  y ya ves la estatura que tiene.

 

- Déjate de historias, mejor échale un vistazo y límpiale los mocos.- contestaba Juanita una y otra vez, indignada, mientras bordaba con finos cabellos el ropón que le había destinado al pequeñísimo retoño. Iba apareciendo toda una primavera otoñal, salida de sus rústicas manos:  florecitas negras y guirnaldas castañas sobre un fondo inmaculadamente blanco.

 

- Mejor acércate  y ayúdame a encontrarle un nombre - continuaba la mujer.

 

- ¿Un nombre? Ponle el de su padre...  no, qué animal, que no lo hubo. Ponle el del  abuelo. O mejor... el del día en el que nació - dijo el panadero.

 

- Ay marido, nunca aciertas. Ya sé como vamos a ponerle. ¡Adivina! Este niño tiene que llamarse como tú. – zanjó la decidida mujer,  y muy sonriente agregó - Así vas a quererlo  más.

 

Juanita era una mujer rolliza, de piel tirante y muy blanca, que solía envolverse en vestidos y blusas tan escotadas que, en más de una ocasión, se le habían salido los pechos para gran regocijo de los hombres. Sus ojos almendrados irradiaban bondad y con esa mirada amable, la misma que usaba cuando tenía ganas de acostarse con algún arriero de paso por el pueblo, contempló a su marido.

 

- Que caprichosa eres, no te das cuenta de que ese niño me importa un bledo. Pero... bueno... haz lo que te dé la gana… Y no me mires así que me pones nervioso. Siempre has de salirte con la tuya. Por lo menos, esta noche, date una vuelta por mi cama.- gruñó el panadero mientras en su cara ancha y oscura se alisó el ceño que permanentemente estaba fruncido, y que le había valido el apodo de "el marrano". Sentía, por adelantado, las marejadas de placer que preveía y que seguramente retorcerían lo más hondo de sus entrañas: ¡así era con Juanita! La risa lúbrica, porcina y hueca, resonó en la estancia asustando al niño que estaba en la cuna. La panadera, en cambio, entornó los ojos para que no se le notase que preveía una velada de sensaciones desmirriadas y  escuálidas: ¡así era con "su jabalí"!, como prefería llamarlo.

 

Ya muy tarde, se oyeron en el valle, no sólo los llantos ensordecedores del enano, llantos a los cuales el pueblo se acostumbró rápidamente, sino que también retumbaron contra las paredes montañosas los gemidos de placer de los panaderos. Y luego fueron los gritos orgiásticos de un grupo en casa del zapatero y vinieron después los del carnicero y de su amasia. Fue una noche en la que no hubo manera de pegar un ojo. Desde que había nacido el niño ya no había quién contuviera un chillido; en el pueblo todos estaban convencidos de que los llantos del hijo de La Giganta los cubriría y le daban rienda suelta a sus cuerdas vocales, así fuese para pelear, para bramar de placer o para ayudar en los esfuerzos del estreñimiento. 

 

Mientras tanto, La Giganta daba vueltas por los salones de su castillo. Lo único que le importaba, por ahora, era tener un gigantito, y no sabía con quién. Para distraerse, sacó la falda que estaba  bordando. Eran grandes lienzos de brocado que con sumo cuidado cubría de grecas tan severas como su carácter. Su labor, sin duda, parecía avanzar más rápido que la de Juanita pues ella bordaba con agujas proporcionadas a sus manos: se las habían hecho de fémur de buey los escultores que labraban la piedra de la fuente. Sin embargo, eran muchos los largos que La Giganta tendría que bordar para estrenar en el día del bautizo. Ese maldito bautizo al que la obligaban a asistir las costumbres de lugar. El monótono entrar y salir de la aguja la fue arrimando hacia un monólogo en el que el despecho se alternaba con la tristeza.

 

- Ni siquiera supo darme un hijo digno de mí, digno de él - se decía, furiosa, para luego compadecerse - ¡Creo que no lo merezco! No entiendo porqué recibo este castigo.

 

Y encadenaba entonces preguntándose cuál iba a ser su destino:

 

- ¿Qué puedo  hacer? ¿Es éste el momento de lanzarse por nuevos caminos?

 

Y retomaba:

 

-  Yo sólo quería un gigante, un hijo, y me deja con un enano. ¡Un enano!, ¡Un enano! ¡Nada menos y nada más que un enano!... ¡Malhadado! - repetía enfurecida.

 

Los gruesos muros del castillo, que eran los únicos testigos de la escena, y que habían presenciado asesinatos, usurpaciones, robos viles y hasta violaciones, no salían de su asombro. Era ésta la primera vez que un miembro de la familia tenía un hijo enano y lo despachaba,  recién nacido, sin haberlo tenido en brazos.

 

Las dos mujeres, entre quejas y suspiros, la una en su choza y la otra en su castillo, acabaron a la vez sus bordados, como si se hubiesen puesto de acuerdo.

 

- Coincidencia harto curiosa - comentó un sabio que por allí pasaba.

 

-  La Providencia - corrigió el párroco.

 

Rumores iban y chismes venían, pues no había quién no estuviera pendiente de Juanita y de La Giganta hasta que llegó el día del bautizo. No hubo habitante de las villas o del campo en diez leguas a la redonda que no participase en el festejo. La iglesia estaba decorada con flores. La frescura de los pétalos, casi todos blancos, rejuvenecía al pueblo, ese pueblo en donde las calles eran fangales y las fachadas habían quedado ennegrecidas por el tizne de los años. Las nubes grises, fofas y revueltas, se reflejaban en los estanques, asustando a  los pocos gansos que  chapoteaban torpemente. Más no por eso, el centro de atención de cuanto ser viviente rondaba por allí dejaba de ser Juanita. Las mujeres envidiaban su tez de mazapán, pero olvidaban lo mucho que la habían visto sufrir lavando pañales y sacándole hasta la última gota de leche a la vaca: ella era la primera figura de la fiesta, más que el mismísimo enano. Los hombres se felicitaban de que, por ser día tan significado, el escote de Juanita fuese más profundo. No había perro que, con  el rabo entre las patas, no buscara un reconfortante cariño de las suaves manos de la mujer. Las gallinas y los gallos presumidos rodeaban al grupo cacareando con la esperanza de picotear algo del mucho pan que ya chupeteaba el niño. Las moscas no podían faltar, volaban en espiral, como buitres, y de cuando en cuando se lanzaban en picada sobre las pústulas, las llagas y las heridas que marcaban las carnes de mucha de la gente de aquel lugar.

 

Ya no faltaba más que la madrina y -dicho sea de paso pues nunca está por demás insistir en ello-  madre del pequeño que por fin se presentó, espléndida, cubierta con el traje que  había bordado. Aunque le hubiese regalado el infante a Juanita, algo le decía que este bautizo era más grande que los demás pues, a pesar de que fuera el de un "escupitajo", el escupitajo era suyo.

 

A medida que La Giganta avanzaba, la tierra temblaba. Los aldeanos, temerosos de que les quebrara un hueso de un  pisotón, se arrinconaban y se pegaban a las paredes confundiéndose con el moho que cubría los muros. No entró a la iglesia pues la puerta le resultaba estrecha. El cura, resolvió el asunto, como en otras ocasiones, sacando la pila bautismal al atrio. Reunidos todos alrededor del pequeñísimo pero ruidoso niño y de la enorme y silenciosa Giganta, del cura amenazador y de la ensimismada Juanita, la ceremonia dio comienzo. En el momento crucial, cuando la roma mirada del representante de Dios se dirigió a Juanita, luego a La Giganta y finalmente al panadero, sólo se miraron unos a otros sin contestar. Al cabo de unos incómodos momentos de duda, Juanita atinó a decir a media voz:

 

- Ataulfo, como su padre.

 

- Ataulfo - repitió la madrina.

 

A nadie se le escapó la sonrisa leve, levísima, que se dibujó en las alturas, allí donde estaba, entre las brumas, la cara de la enorme mujer que pensaba que luego le dirían "Ataulfito" por ser tan poca cosa, y luego sólo "Fito".

 

La ceremonia no fue ni más larga, ni más rumbosa de lo que suele ser en otras partes del mundo: allí había padrinos, velas, ropón, un pueblo endomingado y un niño al que mojaron y que protestó bebiéndose a grandes tragos el agua que le caía encima mientras el cura rompía en un chorro de latines.

 

Los vocablos le eran tan ajenos a la altísima mujer que, sin querer, como un barco a la deriva, rodeado de bruma espesa, fue sumergiéndose, poco a poco, en sus ensoñaciones. Recordó primero a los de su raza, aquellos que, al contrario de Ataulfo, al que hoy bautizaban, habían nacido y muerto gigantes. Los primeros fueron hijos de Gaia y de Urano, de la Tierra y del Cielo. Fueron monstruos de aspecto aterrador que Zeus y sus aliados vencieron cuando los gigantes atacaron a los habitantes del Olimpo. A Sansón lo traicionó la vil, y desde luego pequeña, Dalila. Otro derrotado fue Goliat el que se enfrentó con David. A Anteo, hijo de Poseidón y de Gaia, aquél que recuperaba sus fuerzas cada vez que tocaba  tierra, lo ahogó de un abrazo manteniéndolo en el aire, Heracles. Heracles fue también el que acabó con Gerión, el de las tres cabezas y de los tres cuerpos.

 

- Claro está que, por canijo, este enano será un peligro para mí como han sido siempre los pequeños para lo grandes. Si fuese previsora, si fuese precavida y aprendiera de la historia, debería acabar con él de un pisotón, ahora que ya es criatura de Dios.- meditaba.

 

La conclusión era difícil de aceptar, el remedio era imposible de ejecutar pues, aunque La Giganta fuese dura al grado de expulsar de su cercanía al niño, no era una asesina. En su interior se levantaron tormentas y nubarrones comparables a los que la rodeaban. Quizá estos pensamientos le venían por el dolor y luego el odio que sentía hacia el hombre que la había dejado: el que se va, se ahoga, si acaso, en el remordimiento o en una  lástima infinita hacia el otro, pero en cambio odio y sólo odio le provoca el abandono al que se queda. Recordó cómo el padre de Ataulfo la había despojado de todos los recuerdos y los regalos que con el tiempo resultan anclas para recuperar un pasado feliz. Si el muy canalla hubiera podido, habría recuperado hasta el trino de los pájaros que tantas veces habían disfrutado y el gusto del  vino que habían compartido. Si el muy egoista hubiera podido, se habría ido cargando con la memoria de los dos para tirarla en un pozo o en un río turbio. Pero ella no era así, para ella la vida era una, sin páginas que se borran, que se corrigen o que sencillamente se arrancan. Tanto pensaba y tanto le dolía lo que recordaba y lo que preveía que un lagrimón se fue abriendo paso en el ojo derecho. Se nubló primero el café del enorme iris, el agua en exceso resbaló por el párpado y formó una gota que se deslizó cada vez más rápidamente por la cara hasta desprenderse y caer ruidosamente junto a un perro que salió huyendo. La gota salpicó de lodo a toda la concurrencia que no se atrevió a reclamar, sólo se sacudieron, de mal humor, la ropa de vestir.

 

- Perdón, perdón – murmuró roncamente, desde sus alturas, la mujer, secándose los ojos con un pañuelo que, por su tamaño  y el viento, más parecía una vela que el coqueto trapito que sirve para limpiarse las narices.

 

Por fin el delgado hombre investido por Dios se dirigió hacia Juanita, luego hacia La Giganta, y dió por terminado el bautizo con un "¡y ahora, todos a comer cuanto queráis, que la madrina invita!".

 

En procesión, andando con cuidado entre los charcos, y riéndose a carcajadas cuando alguno se resbalaba, pero enfureciéndose si era propio el patinazo, los invitados formaron una oruga humana de la iglesia a los prados altos de la hacienda, oruga que avanzaba apresurada y torpe como si le doliera una pata. Poco a poco, la gente se fue juntando alrededor de los corderos y de las terneras que se asaban sobre las brasas, vuelta tras vuelta, pero que aún no estaban listos. La grasa brillante chorreaba por las extremidades de los animales como lágrimas de oro y al caer en el carbón enrojecido chisporroteaba alegremente. Crujían y se retraían los pellejos achicharrados para dejar ver, con coquetería, los tiernos y rosados filetes. Mientras tanto, para ir haciendo boca, la muchedumbre se entretenía comiendo frituras y trozos de queso. El populacho, alegre como nunca, le gritaba a los cocineros que se negaban a cortar si la carne no estaba en su  punto:

 

- ¡Tenemos hambre, queremos comer!

 

Cuando, por fin, se inició la distribución,  hombres y  mujeres se peleaban por ser los primeros en probar el manjar, quizá la única carne que comerían en el año. Se la metían en los morros a puñados, dejando que la grasa y el jugo les escurriera por los brazos y por las comisuras de aquello que más parecían fauces que bocas humanas. Para poder tragar se bebían a grandes sorbos, de las jarras o de los toneles, el vino que ellos mismos, con su trabajo, habían fabricado durante el año para La Giganta.

 

- ¡Qué bueno que ha quedado! - comentaban unos y otros. Se oyeron, entonces, las primeras notas de un harpa, de una mandolina y de un laúd. No lo dudó nadie: al instante se formó el corro y se inició el baile. Los alegres comensales chapoteaban en el lodo gris y aceitoso, sin recelo, olvidados de sus ropas, del chipichipi, del enano y hasta de la mismísima Giganta.

 

Era el atardecer y ya Juanita y el pequeño, medio borrachos ambos, se habían acostado a esperar el regreso del panadero. Para el bebé había sido un bautizo no sólo religioso, sino también etílico. La Giganta, en cambio no había querido beber ni comer. Melancólica, se había metido en su castillo con la tristeza de no haber procreado un gigantito, uno como ella, de paquidérmico andar y estatura descomunal.

 

- Si no es para que los hijos se parezcan a uno ¿para qué tenerlos? - se preguntaba a sí misma mientras se frotaba los ojos con los puños como un niño. Le lloraban, creía, por el calor y el chisporroteo de los troncos que ardían en la monumental chimenea.

 

- ¡Un día como éste y no tener con quién conversar, con quién compartir los sentimientos más íntimos!- se lamentaba. La Giganta hubiese querido, en ese momento, acurrucarse entre los brazos de un hombre, el que fuera, y contarle el miedo que le inspiraba ese enano, seguramente resentido porque resentido iba a serlo. Se sentía acorralada y, como animal herido, decidió enfrentarse al enemigo: un destino que parecía no quererla. Fue una de esas horrendas ocasiones, pocas en la vida de cada quién, en la que se decide el futuro. Tan duro es el trance que hasta la sensibilidad cambia. 

 

Mientras meditaba, fue desabotonándose poco a poco el elegante traje de brocado. Aparecieron reflejados en el espejo de la habitación sus carnes tersas y encendidas. Las coloreaba de anaranjado el fuego de la chimenea, haciéndolas más apetecibles para quien las hubiera visto. A medida que se quitaba las ropas, La Giganta se acordaba del padre de Ataulfito. Aunque era alto- pues era de  Alemania- a ella no le llegaba ni a las rodillas. En su memoria y en sus sentidos tenía grabado cómo se le colgaba de los pezones, cómo corría por su vientre, gateando, cubriéndola de besitos redondos que le hacían cosquillas, abrazándola sin lograr abarcarla. Recordaba cómo, lamiéndola, le producía ese delicioso escalofrío que alguna mosca le había provocado de niña al posársele sobre los labios, estando ella sudada y al sol. Aquel hombrecillo le había sabido procurar más placer que cualquier otro ser. Lo sentía aún, metido entre sus piernas moviéndose como un renacuajo mientras ella resoplaba convertida en volcán. Y de repente, plín, el macho, una y otra vez, depositaba una simiente que se perdía en los abismos de su gigante organismo  y que seguramente era lo que había dado origen al Ataulfito de mala muerte. Y de repente, plaf, El Alemán se fue. Y allí quedó el enano. Aunque quiso saber por qué su amante la desechaba como si fuera un trapo viejo, no logró sacar agua en claro: que si no era de su estirpe, que si la diferencia de estatura, o que necesitaba ver mundo. Comprendió que había dejado de quererla y que, como había llegado, se iba. Fue entonces cuando comprobó, en carne propia, que no por no correspondido el amor es menos. Tenía la impresión de que sin aquel ser no podía seguir viviendo.

 

El cansancio trajo la molicie y el despecho. Estaba triste y había decidido escapar.  Le ardían los ojos como arden cuando el aire caliente se ha secado y los leños no son ya más que unas brasas rojas.  Con la parsimonia de un gato que se aburre, se acercó a una mesa  y del cajón del centro sacó un papel y un tintero diminutos. Cuando se sentó, los muebles crujieron bajo el descomunal peso.

 

- ¡Mal hechos, cómo no, si los pinos con los que los construyen son de su tamaño y no del mío!-refunfuño la mujer.

 

Solemne, como sólo los gigantes saben serlo, cogió con la punta de los dedos una pluma, el correspondiente cortaplumas y se puso a escribir. Ella hubiera preferido, sin duda, haber dibujado las letras en un papel y con una pluma acordes con su estatura pero sabía que,  por desgracia,  para entenderse con lo pequeño hay que hacerse pequeño uno mismo. También sabía -y por eso condescendía a tales florituras - que los pequeños  no pueden,  no  logran crecer, por mucho que así lo quieran.

 

- ¡De una camisa chica no sale una grande, pero al revés sí! Además, en este pueblo, todavía no hay correo o mensajero que  pueda con un papel normal para mí - murmuró.

 

Tratando de sujetar firmemente aquella pluma sin romperla, La Giganta se aplicaba para que la letra fuese clara. Se mordía  la lengua mientras escribía, como cuando era niña y apenas se sabía las siete letras de su sonoro nombre. ¡Cómo resonaban, recordó, aquellos nombres de los otros niños gigantes: Briareo, Sansón, Anteo, Gerión, Goliat, Efialtes, Cíclope, Pantagruel, Moldagog, Urgano el Velludo, y tantos otros! Confundida por lo involuntario y pegajoso de la  memoria, suspiraba y volvía a suspirar. Poco a poco pudo, sin embargo,  ir plasmando sobre el papelito lo que deseaba transmitirle a Juanita y a Fito:

 

"Queridos Juanita y Fito:

Me voy en busca de mi gente, y sólo a tí, Juanita, te lo digo para que, cuando el que ahora es hijo tuyo sea mayor, puedas explicarle lo que fue de su verdadera madre. Esta madre defraudada, hoy, y me temo que siempre, no quiere ni querrá saber de él. Necesito probar otros aires, y muchos amantes, con la esperanza de quedar preñada y de dar a luz al gigante o a la giganta -me da igual- que será entonces señor de estas tierras. Tú, que no has tenido hijos, entenderás mejor que nadie mis ganas, mi necesidad, mi empeño por tener uno. No merezco este primero así que te lo dejo. Mi disgusto es absoluto y, como todo lo absoluto, lleva a la condena total, a la muerte. Disfrútalo en mi ausencia...

Volveré, sí, volveré para que mi segundo hijo mande. Ocúpate de Ataulfito, como es debido y, si lo quieres, insisto, haz que desaparezca  antes de que yo vuelva.

Tu  señora agradecida,

La Giganta."

 

Leyó nuevamente  la carta poniéndole los acentos y repasando algunas letras que le habían salido mal.  La  mujer levantó la vista y contempló, uno tras otro, los lujosos muebles que la rodeaban. Había bargueños enconchados, cristos de marfil y soberbios arcones encerados en los que estaban guardados la plata y los linos de las grandes celebraciones. Era un juego de brillos y de reflejos ténues que la sabia distribución de las luces propiciaba. El familiar, pero no por eso menos exquisito, marco de su vida la distrajo unos segundos, los suficientes para distanciarse de lo que acababa de escribir y para condenar el exceso de sensiblería. La Juanita, alimentada a punta de pan y de garbanzos, entregándose al panadero y a cuanto arriero pasaba, viviendo en aquella choza inhóspita, jamás la entendería. ¿Qué sabía de nombres de gigantes? ¡De seguro no había aprendido a leer y alguién le tendría que descifrar la nota! No lo dudó y arrugó el papelito aplastándolo entre las uñas del pulgar y del índice. Sacó una hoja  más y sólo escribió:

 

"Juanita:

Me voy, exijo que cuando yo regrese el corazón de Fito sea mío.

La Giganta"

 

Roció el papel con polvo de cartas, y satisfecha con el tono austero y autoritario de esta segunda nota se la entregó a un mozo que salió a toda prisa por las calles del pueblo. Simultáneamente La Giganta echó a andar en dirección opuesta. Se había vuelto a vestir y salió con las mismas ropas con las que había asistido al bautizo. Además, se echó encima una capa negra. Ya había dejado atrás las últimas casas cuando Juanita, después de leer la carta- pues Juanita sí sabía leer- se asomó a la ventana, todavía amodorrada por tan larga siesta, y vió que era de noche y que la lluvia y las nubes le habían cedido el cielo a una blanquísima luna llena. Tanta era la luz que las estrellas palidecían y que la silueta de La Giganta se dibujaba nítida contra el cielo color acero. Parecía que La Giganta se deslizaba sobre un mar de hierbas, esquivando hábilmente los árboles y las peñas. Era un buque que se abría paso por el campo triste sembrado de centeno. La capa, que caía de sus hombros, era tan pesada que ni aquel viento húmedo del norte conseguía hacerla ondear. Era un triángulo macizo lo que se hundía en el aullido de los perros ¿o eran lobos? 

 

Por fin desapareció entre los pliegues de las montañas la forma negra que, lenta y decidida, se disolvía en la noche. Distantes y cansadas se oían las risas de los que el alcohol aún no había derribado.

 

 

 

 

 

 

                                                             II

                 DE LO MUCHO QUE LA GIGANTA SE ACORDABA DE EL ALEMAN

 

Dame graçia, Señora de todos los señores,

tira de mí tu saña, tira de mí rencores,

faz que todo se torne sobre los mezcladores:

¡ayúdame!, Glo(or)iosa, Madre de pecado(res).

(e. 10,I,5) edición del "Libro de Buen Amor"

por Jacques Joset.

 

A pesar del frío, La Giganta pudo avanzar sin necesidad de guarecerse. El ritmo lento de sus enormes pasos y los sucesos tristes del día la llevaron a recordar cómo le habían contado que era ella a la edad de Fito, y cómo había sido su bautizo. Su madre, que además de giganta era gorda y rubicunda, se lo había relatado muchas veces:

 

"Ay, hija, cuando naciste tanto me costó y tanto me dolió echarte para afuera que juré no volver a tener hijos, y así ha sido. En cambio, tu padre se desbordaba de felicidad, así que, para compartirla con todos los nuestros, organizó un gran bautizo.

 

Yo te llevaba envuelta en una manta blanca de la que sólo asomaba tu carota, carita de niña gigante. Cuando, después de atravesar el pueblo, todos en procesión, llegamos a la iglesia, nos encontramos con que el padre no era un gigante como hubiera sido lo lógico. A ninguno se nos olvidará jamás la cara de terror de aquel hombre al vernos llegar. Uno de tus tíos soltó tal carcajada que provocó la huida de aquellas sotanas, pero tu padre, en dos zancadas lo alcanzó y lo levantó por los aires. Así supo que, miedo o no miedo, tenía que cumplir con sus obligaciones y, resignado y temblando, inició, por fin, la ceremonia. Imagínate que el curita no tenía fuerzas bastantes para cargarte así que tuve que pasarme la misa contigo en brazos y en cuclillas para oír lo que se decía. Tu  padrino, que siempre fue colérico, desde el principio se puso de mal humor y no consintió en agacharse pero, cuando vió que con una concha diminuta te echaban el agua bendita sobre la frente y que tú no llorabas, porque ni lo notabas, dijo:

 

- ¡A mi ahijada me la bautizan bien!

 

Y sin más echó mano de la pila bautismal y virtió el contenido sobre tu cabecita. Ahí, sí que lloraste. El padre se quedó salpicado de agua bendita y tan sobrecogido que terminó la ceremonia tartamudeando, como pudo,  y a toda prisa."

 

La Giganta recordaba con ternura cómo su madre, después, se eternizaba describiendo la fiesta: que si los abuelos se fueron apenas se acabó la comida, que si no había manera de deshacerse del tío soltero, que si la felicitaban al irse porque la niña era grande, bien rolliza y hermosota. Nunca, de eso estaba segura, se pudo dudar de que ella no fuese gigante. Pertenecía por los rasgos, por las actitudes, por el carácter y por los ademanes a su grey, era esa una satisfacción que en su familia no habían sabido aquilatar. ¿Qué hubiera sucedido si ella hubiese sido como el canijo con el que se había quedado Juanita? La Giganta se limpió entonces los ojos con el dorso de la mano y  siguió con la gota que le escurría de la nariz.

 

Mientras caminaba, con los ojos tristes fijos en el horizonte, La Giganta, huérfana desde muy joven, revivía una juventud desgraciada. Quizá por haber estado tan aislada se había aferrado a El Alemán con tanta pasión. Es más, en ese momento, cuando la luna perdía su brillo, cuando ya casi era de día, no sabía, a ciencia cierta, si escapaba del hijo monstruoso que acababa de tener, si había salido trás El Alemán o si sencillamente deseaba alejarse de su historia familiar y de aquel valle en el que siempre había vivido. Por lo pronto seguía andando, mecánicamente, siempre de frente,  con la esperanza de que el azar decidiese por ella. La fatiga la rindió cuando ya era de mañana, sólo entonces se acostó. Aplastó un par de pinos olorosos y se los colocó debajo de la cabeza como almohada. Se  extendió sobre la hierba, y, en ese primer descanso fuera del castillo, no echó de menos su palaciego lecho aunque, como siempre, al cerrar  los ojos tuvo miedo del sueño. No le gustaba soñar y menos aún cuando el sopor profundo la hundía en mares y mundos de los que, al despertar, difícilmente se acordaría.

 

En el pueblo, atenuadas las risotadas de los borrachos, Juanita se había metido en su modesta cama junto al panadero que dormía a pierna suelta. Igual que La Giganta, se había quedado empantanada en los recuerdos.

 

- ¡El Alemán, El Alemán!- repetía en voz baja Juanita - Este niño es hijo de El Alemán y por eso lo quiero para mí. El muy canalla se me fue pero con este niño es como si algo me hubiera dejado -  se decía.

 

Y recordó cómo había conocido al amante de La Giganta y lo mucho que le había gustado. Si pudiera saldría en ese instante trás él, como la arrastrada de La Giganta - porque eso no se lo iban a contar a ella - la señora se había ido tras las huellas del germano.

 

- La gente dice que se va para tener un gigantito ¡Vamos! ¡Qué cuentos! Hasta en eso, los poderosos tienen las de ganar - pensó- ¿Cuándo voy yo a poder dejarlo todo tirado para salir tras el rastro de un fulano? ¡Jamás! - masculló entredientes.

 

A decir verdad, Juanita no podía más que refugiarse en los recuerdos, así que, mirando el techo salitroso de la habitación, revivió cada uno de los episodios de su propio romance con El Alemán.

 

- Mmmm - suspiraba una y otra vez, cuando con la  mente viajaba, como ahora, hasta el día aquel en el que intentaba ponerse los pies detrás de la nuca: 

 

- Uuuum, uuum- se esforzaba.

 

- Juanita, van ya varias semanas y no lo logras. Vuelve mejor a hacer de malabarista y desaparece platos, eso te sale estupendamente - le había dicho el panadero al verla intentando tan difícil suerte.

 

Juanita, que siempre había tenido afición por las acrobacias, picada en su amor propio, se había entercado más que de costumbre:

 

- Uuuum, uuuum, ¿Cómo que no lo logro?- se afanaba la mujer tirando del pie derecho, sin muchos resultados, hasta que, desesperada, lanzó con toda el alma un "¡Uuuum!" y después un "¡Ay Dios!" tan sonoro que los vecinos acudieron  a ayudarla oliendo el desastre. Y encontraron a una Juanita, sí, con el pie derecho detrás de la nuca, pero avergonzada. El panadero no podía hablar de la risa.

 

- Ayudadme a sacarme este pie de detrás de la cabeza porque con el esfuerzo... ¡se me ha salido!

 

- ¿Se te ha  salido? ¿Qué se te ha desencajado? ¿De dónde?- replicaron los amigos.

 

- ¡Pues qué sé yo!

 

- ¿Qué se te ha salido? - insistían y volvían a insistir, entre azorados y divertidos.

 

- ¡Con el esfuerzo me he cagado!

 

Por fin, un hombre rubio de evidente procedencia germánica sentenció:

 

- Pero y eso qué más da. Hay que ayudarla.

 

La hilaridad del panadero se le contagió a los vecinos al grado de que les impedía hacer fuerza para tirar de la pierna. Se caían unos sobre otros, hacían gestos de asco por el reconocible mal olor, se quedaban guangos de tanto reírse mientras Juanita se desesperaba de tener el pie detrás de la nuca. Sólo uno de ellos, concienzudo como buen teutón que era, logró "desanudarla". Así Juanita pudo salir corriendo, medio en cuclillas, sujetándose la falda.

 

Había empezado un amor equilibrista que a ambos satisfacía plenamente. No era la primera vez que Juanita engañaba a su marido, pero sí la primera que lo disfrutaba tanto. Se veían cada vez en un sitio diferente y fornicaban subidos en un alambre o dando marometas, abrazados, entre perros supuestamente amaestrados. A Juanita la excitaba que El Alemán la besara y que, después, echara fuego por la boca. Disfrutaba mucho, también, cuando se encadenaban, espalda contra espalda. El primero en liberarse (casi siempre ella) se tiraba sobre el otro. A él, en cambio, le encantaba colgarse de un trapecio improvisado para caer entre las piernas carnosas de Juanita. Cuando atinaba, es decir que desde semejante altura "clavaba el estoque sin hacer correcciones" según sus propias palabras, se la pasaba repitiendo por el pueblo:

 

- ¡Hoy dí en el blanco, dí en el blanco!

 

Desde luego, esta frase era un enigma que ninguno de los simples habitantes del lugar logró descifrar pues El Alemán nunca dió más detalles. Era un caballero y no hubiese consentido en manchar el nombre de su querida. Sin embargo, lo traicionó la vanidad de buen arquero. Juanita se enteró de que su adorado gozaba de los favores de La Giganta porque El Alemán le dijo un día, en plena euforia, un día de esos en los que daba en el blanco:

 

- Atiné,  no sabes cuánto me emociona porque contigo no es nada fácil.

 

Había sido suficiente para que Juanita sospechara. Sólo había tenido que espiarlo un par de días para verlo resbalar por las piernas recogidas de La Giganta y dar también en el blanco. No había duda, tenía razón, era más fácil con La Giganta. ¡Aquello no era blanco, lo dificil era no darle! Juanita, que era cazurra, supo callar pues ¿quién era ella, casada, para reclamarle nada a nadie? Siguió tan contenta como siempre disfrutando del amor poniéndose un pie detrás de la nuca -sucediera lo que sucediera- o aumentando los grados de dificultad del "tiro al blanco". Los ummm, los uuuf, los aaah eran el colofón lógico de los puf-puf, los ay o los brrr,  hasta que ¡plín!, El Alemán depositaba su simiente. Y un día ¡plaf!, desapareció. Las dejó, ¡plaf! y ¡plaf!, a La Giganta y a ella.

 

- Está  visto que ha  decidido ser  una vara seca, como tantos, irredento e inservible - había dicho, dolida,  alguna vez La Giganta.

 

- ¡Menudo fresco!- gruñó, de repente, en voz alta Juanita que, como La Giganta, nunca supo por qué El Alemán se había ido.

 

Interrumpió, enrabietada, su ensoñación, sin darse cuenta de que el panadero podía despertarse- ¡Aprovechado! - murmuraba entredientes mientras apretaba los ojos decidida a dormirse de inmediato. Por fin lo logró y soñó mucho, soñó que era una princesa de altos vuelos y además cirquera, y que vivía en en un castillo con El Alemán. Los hijos, innumerables, iban y venían rodeados de nodrizas y de un sinfin de profesores a cual más apuesto. Soñó que la miseria y el trabajo no formaban parte de su vida, soñó que Fito crecía y que se transformaba en  un niño hablador alto, fuerte y, sobre todo, muy  simpático. 

 

La Giganta, por su lado, se despertó desazonada, con el cuerpo hecho trizas, sintiendo el cansancio de tanto pensar y de tanto andar. Ahora dudaba: 

 

- ¿Debería de renunciar a su empresa y volver al castillo?

 

- No, eso no - se contestaba a sí misma.

 

- Pero ¿adónde dirigirse? ¿Al sur? Pocos gigantes debe de haber por allí, y si los hay serán barbicerrados y oscuros, - se dijo - ¿al este?, ¿para rodearme de mongoles bárbaros y de ojos rasgados?

 

- ¡De ningún modo! -  continuó.

 

- Mejor, me voy adonde pululan los que, como mi Alemán, han de estremecerme, además de darme el hijo que quiero. ¿Por qué no unir lo útil con lo placentero? - concluyó la mujer y emprendió suavemente la marcha. El inconsciente se lo había dictado. La Giganta iba, sin darse cuenta, como lo había adivinado Juanita, tras El Alemán que, según le habían contado, se escondía en las nórdicas y espesas brumas de Sajonia.

 

Luchando contra el cuerpo, tratando de cumplir con un destino inexorable, la mujer siguió moviéndose por los campos y montes desolados que se abrían hacia el norte. Sembraba en algunos pueblos el terror, en otros cuantos, la decepción ante un portento anunciado que no resultaba tan terrible como se lo esperaban. En la comarca  se había corrido la voz de su presencia y se esperaba la aparición, entre las líneas de las montañas, de la enorme mujer, aparición que provocaba en la gran mayoría "la risa unánime" como lo llamó un viejo pueblerino, una risa nerviosa, quizá asombrada, una risa que escondía el miedo también "unánime".

 

Sucedía casi siempre lo mismo. Un labrador olía a La Giganta, cuyos hedores eran, lógicamente, descomunales, y corría a dar la voz de alarma en el caserío más cercano. Repicaban las campanas de la iglesia de la zona y los peones en harapos acudían, salidos de los surcos de la tierra cultivada, como escarabajos torpes. Unos tras otros se enfilaban hacia las casitas apiñadas. A medida que el olor rancio a sobaco y a entrepierna se acentuaba, los villanos se organizaban rápidamente. Aparecía, entonces, a lo lejos la silueta de la mujer, primero el pelo, los ojos luego y, por fin, la cabeza entera, poco a poco surgía todo el cuerpo, era como un sol rojo que emerge entre las dunas doradas del desierto. Muy poco tiempo transcurría antes de que se formara una delegación para recibir a la recién llegada. El alcalde o el notable del lugar, cubierto con una armadura mal soldada y empuñando un espadón, solía encabezar  el  grupo y  sobresalir,  no por alto, sino por ir a caballo.  Se adelantaban un poco y en un terreno que les parecía propicio, en general un llano a medio camino entre el pueblo y la intrusa, esperaban. Cuando la distancia era la adecuada, el hombre montado le daba la bienvenida a La Giganta, a gritos, mientras amenizaba el acto un grupo de tambores. Ella mal oía sus vocecitas debajo del bum-bum, bum-bum, tam-tam:

 

- Señora Giganta, os recibimos y os deseamos una agradable estancia entre nosotros. Os prometemos mucho respeto y trataremos de satisfaceros en cuanto capricho tengáis, pero, desde ahora, quiero deciros que no tenemos cama grande así que veo difícil vuestra permanencia aquí. 

 

Al final del discurso La Giganta  sonreía  y daba las gracias con una voz tan grave como podía:

 

- Gracias, gracias, por tanta hospitalidad. Estoy de paso, - aquí todos suspiraban aliviados, sin ningún recato - únicamente me importa saber si  vive algún gigante en esta región.

 

Se daban codazos unos a otros, cuchicheaban hasta que ponían en primera fila a un pobre siervo ligeramente más alto que los demás.

 

- Este no es gigante pero salió grandecito, señora. Le decimos "El Pequeñajo".

 

El hombre se adelantaba entre empujones y risas, y se ofrecía, mirando para arriba:

 

- ¿Para  qué soy bueno?, señora.

 

- No, tú no me sirves. Estoy buscando a uno que me procure grandes placeres, placeres como los que ya he probado. Busco a uno que pueda ser padre de mi hijo -replicaba  siempre La Giganta.

 

- ¡Cómo que no sirve, cómo que no es bueno! Enséñale, enséñale... No se vaya a enfurecer.

 

Los gritos, las bromas y los guiños al  supuesto gigante solían tapar el resto de la conversación hasta que el hombre ofendido se bajaba el calzón, un calzón tan sucio y renegrido por dentro como por fuera. La Giganta miraba siempre de reojo, no lo podía evitar, y, displicente, fruncía el ceño.

 

- No, no me sirve.

 

- Pues pruebe al menos - le respondían. Ella, complaciente, levantaba al "gigantón" del lugar que, durante la ascensión, no podía evitar mirar, con la boca abierta, el escote de la extranjera. Cuando la mujer lo tenía a la altura de la boca, le pedía un beso que resultaba siempre un mal remedo de las cosquillitas sabrosas que había sabido prodigarle El Alemán.

 

- No, francamente,  no me sirve - repetía.

 

El hombre, descalzonado, devuelto a la tierra firme, presumía entonces de haber visto las tetas más grandes del mundo.

 

- ¡Unas tetas! ¡Unas ubres, como no os las imagináis!

 

Otro hacía notar el tamaño de las huellas que La Giganta había dejado en la tierra seca al irse. Entre bromas, el pueblo entero, para reponerse del susto, se metía en la taberna. Uno a uno iban contando su miedo y se asombraban de lo gigante que era La Giganta hasta que estallaban todos en un ataque de risa, ¡unánime!

     

En alguna ocasión cuando La Giganta había preguntado si vivía por allí un gigante, le habían contestado que sí, que cerca de las montañas, que uno tan grande como ella. No muy segura de que fuese cierto pues más de una vez la habían mandado adonde fuera con tal de verla emprender de nuevo la marcha, se lanzaba a la búsqueda de su media naranja. Se la oía entonces respirar hondo: uuf, uuf, mientras se encaramaba a las altísimas peñas de la zona o cuando bajaba por las barrancas hasta dar con el refugio del hombre enorme. Ni qué decir tiene que los gigantes, al verla por primera vez, se asustaban: ¡como andaba tanto y como el sol y el polvo le daban en plena cara, como no tenía casi ropa y como casi no se aseaba, La Giganta se había convertido en un ogro! Pasaban años sin que esos gigantes se topasen con alguna de sus congéneres, así que, cuando sucedía, lógico era que, por lo menos, se sorprendieran. A La Giganta no le era fácil acercarse a estos hombres pues a menudo le repugnaban con la agravante de que ellos, creyendo halagarla, antes de darle los buenos días ya le estaban declarando un amor apasionado:

 

-Ay, ay, Giganta, Giganta de mi vida, sólo he necesitado verte para quererte- y  caían de rodillas a sus pies.  Como osos amaestrados le lamían  entonces las manos y algo más.

 

Cuanto más empeño ponían en demostrar su devoción, más crecía la repugnancia de la mujer, pues La Giganta sabía con sólo husmear, con sólo ver o con sólo rozar al gigante de turno si se iba a entender con él. Hubo uno con el que logró permanecer largas temporadas pero nunca alcanzó su propósito: quedar preñada.

 

Los años pasaron y La Giganta, que, al principio, cuando llegaba a los pueblos sólo preguntaba por la existencia de un gigante, empezó a indagar, además, si vivía por allí El Alemán, hasta que la única pregunta que hacía era:

 

- ¿Y  mi  Alemán?

 

El rencor, que como una avalancha había cubierto y silenciado los años compartidos con El Alemán, se derretía, se fundía, para que volviera a emerger el recuerdo pertinaz de la felicidad compartida.

 

 

III

                   DE COMO LOS PANADEROS NO MATARON A FITO Y HUYERON

Mis ojuelos, madre,

tanto son de veros,

cada vez que los alzo

merecen dineros.

 

Dineros, mi madre.

Valen una ciudade.

 

No tengo cabellos, madre,

mas tengo bonico donaire.

Anónimo.

 

Mientras La Giganta viajaba por el continente, Fito fue cumpliendo años entre los brazos protectores de Juanita; aunque cumplir años en aquellos parajes y en aquel tiempo era más lento, más laborioso, que en otras épocas de la historia o en otros señoríos, incluso del mismo reino.  Allí los días empezaban con una aurora indecisa cuyos rayos en abanico se abrían paso, entre los resquicios de las nubes siempre oscuras; la jornada se alargaba en el tedio de la llovizna, hasta que, por fin, la noche se anunciaba con los resplandores amoratados de un crepúsculo aparentemente interminable. Aquella era la hora que Fito prefería. Se quedaba mirando el horizonte, con la vista puesta en el sol y, cuando el astro rey se escondía entre las brumas rosadas de las montañas, el niño daba un alarido que en el pueblo era ya tan habitual y tan esperado como los mugidos de las vacas a la hora del encierro o los campanazos del cura para llamar a misa.

 

El hijo de La Giganta, en tan lenta atmósfera, había acabado por transformarse en un niño de enormes ojos oscuros, exageradamente separados. Los pelos siempre en alto, gruesos como crines, el cuello corto y la enorme papaba lo asemejaban a una iguana de cresta negra y no faltaba quien se lo recordara en el momento más inadecuado, provocando la risa de los demás y, desde luego, la ira de Juanita:

 

- ¡Dejadlo ya! Que, además de enano, es feo: eso ya lo sabemos, a la vista está. Un poco de caridad, por favor, basta, basta ya.

 

-  No es para tanto, Juanita, no te lo tomes así - le contestaban invariablemente.

 

- ¡Pues cómo no va a ser para tanto!- replicaba enfurruñada, sobre todo porque Fito era el opuesto de su padre. Era cetrino, y  de seductor o de simpático no tenía nada.

 

Cuando oía estas disputas, el niño que ya estaba en edad de razonar, se iba andando torpemente por la choza y salía al huerto. La hierba crecida lo cubría por completo y, convertido en una alimaña  más, olvidaba los comentarios que, por el tono y por la reacción de Juanita, adivinaba despectivos. Su natural inquieto lo llevaba a cazar lo que sabía que en aquel jardín abundaba. A gatas, chiquitito, se deslizaba sobre el barro y sobre las hojas mojadas. Los ojos saltones examinaban el terreno y cuando reconocían  la traza brillante, seguían el rastro inequívoco hasta dar con la presa. Era igual lo que le saliera al paso, gusano, babosa o caracol, aunque las preferencias de Fito iban más hacia  las orugas verdes. Con sus deditos diminutos cogía y tiraba del animal hasta separarlo del tallo al que se encontraba prendido. Entonces, abriendo el puñito colocaba al repugnante ser, cuidadosamente, en el centro de la palma y cerraba, sin violencia, la mano hasta que, entre los dedos, le chorreaba la pasta verde de la oruga aplastada o la baba y los trozos de concha del caracol. A veces el escurrimiento aquel lo refrescaba. En otras ocasiones, las más,  le resultaba tibio. Con la frialdad de un verdugo, ejecutaba oruga tras oruga, babosas, caracoles,  gusanos.  En el huerto Fito era un animal de rapiña, se movía con la rapidez de los alacranes a los que, a cuatro patas se les parecía, aunque careciera de cola venenosa. Alzaba las manos como si fuesen pinzas y no había araña, cucaracha o cigarra que fuera más veloz que él. Con la edad había adquirido un vigor inesperado en tan pequeño ser. Aplastaba en sus manos, siempre maltratadas, de dedos gordos y cortos, hasta ratoncillos de campo. Quizá su fuerza se debía a que se había atrevido a ir probando, con la punta de la lengua, al principio, y luego, a lamer con fruición,  la densa papilla que le resbalaba hasta los codos. 

 

- ¡Asqueroso, es un asqueroso! - vociferaba el panadero cada vez que lo veía regresar con las manos y los brazos manchados de "sangre verde", como él decía.

 

Juanita sólo atinaba a contestar mientras lo enjuagaba:

 

- ¡Claro,  nadie lo deja  en paz! De algún modo  tiene que desahogarse.

 

Fito la miraba, serio, como si la aniquilación de los bichos lo hubiera llevado a un estado más allá de las miserias de aquel valle, como si se encontrara en las puertas del Paraíso. Era un niño de expresión  impenetrable y demasiado adusta para su edad. Fito se aislaba del mundo tratando de entender por qué su madre, La Giganta, lo había rechazado y por qué Juanita que no era nada suyo lo quería y, todavía más, por qué la gente no le permitía olvidar su origen y sin falta le recordaba de quién era hijo y de quién era sólo un "protegido". Fito observaba los gestos de Juanita y los ademanes del panadero para parecérseles lo más posible, para ser tan hijo de ellos como se pudiera y tan ajeno a La Giganta como la Naturaleza lo permitiera. Por eso aquella boca, sonrosada, de labios muy delgados, no se movía más que para masticar, prefería permanecer muda y no revelar que el tono, la pronunciación y la potencia eran las de un gigante. Era una raja larga con las comisuras siempre orientadas hacia abajo y no había día en el que Juanita, al contemplar semejante cara, no se lamentara:

 

- Ay Dios, y yo ¿cómo voy a matar a este monstruo indefenso? ¿Adónde me lo llevo? ¡Apenas si habla! ¡Y  La Giganta quiere que le entregue su  corazón! La muy salvaje me está pidiendo que lo mate, porque sin corazón ni las bestias viven.

 

El niño la miraba, la oía y salía otra vez al huerto de cacería. Nadie lo detenía porque su ausencia, a decir verdad, se agradecía.  Desde los cuatro años, Fito había adquirido los rasgos típicos de los enanos: un cabezón malformado, brazos y piernas vigorosos como si a los músculos les hubiesen quedado chicos los huesos, un cuerpo ancho sin cintura y, desde luego, la inevitable jorobita en la espalda.

 

- Escupitajo- le gritaban por la calle,  igual que lo hizo su propia madre cuando nació.

 

Fito no contestaba, no hablaba, no entendía por qué, en unos casos, se enfurecía la gente contra él o en otros iba de aquí para allá tan alegre también con él. Su cara era inexpresiva, no por disimulo, sino porque no padecía emociones, no sabía de tristezas o de regocijos, es más, no acababa de distinguir lo uno de lo otro. Su inteligencia y toda su alma estaban concentradas en desentrañar las causas de su estancia en casa de los panaderos y no le quedaba ni tiempo ni interés para los demás. Juanita se había dado muy bien cuenta de tal característica así que se lamentaba una y otra vez:

 

-Pero ¿cómo  voy a arrancarle el corazón?...  Además, a lo mejor no tiene y yo ¿qué le entrego a  La Giganta?  ¡Por lo menos que aprenda a hacerse el muerto!

 

El enano la miraba desconcertado mientras masticaba una docena de chorizos como tenía por costumbre a la hora de la cena junto con los cazos de leche que se empinaba. Los ojos inexpresivos y de pupilas ligeramente alargadas daban miedo, parecían mirar hacia adentro, y acabaron por cohibir a los amigos de los panaderos que, en silencio, pasaban por su casa sin entrar. Juanita aprovechaba ahora el tiempo para practicar, día tras día, con una cucharita de metal y un melón. Estaba convencida de que con ese instrumento, igual que sacaba trocitos de fruta perfectamente redondos, podría sacarle el corazón al niño sin estropear demasiado el resto del cuerpo. No quería arrancárselo con unos alicates como proponía el panadero o reventárselo con un cuchillo, o quemárselo con un hierro de marcar ganado. Una y otra vez le daba vuelta a la cucharilla y sacaba bocados de fruta perfectos, de forma alargada como debía de ser un pequeño corazón, pero no se atrevía aún a colocar la cucharilla en el pecho de Fito y darle vuelta, no, no podía, lo quería  demasiado.

 

- Hijo, si cuando venga tu madre no te he sacado el corazón nos va a castigar a todos. Trata, por lo menos, de hacerte el muerto, de no respirar de cuando en cuando - le suplicaba Juanita. -A ver si la engañamos.

 

El niño permanecía mudo, daba media vuelta y se iba al huerto arrastrando los pies, pensando que, quizá, un día, podría oír las palabras "gigante" o "escupitajo" sin temblar, y sin miedo. Un día, quizá, lograría satisfacer el inevitable afecto y la curiosidad hacia una madre que sólo conocía "de oidas" y sobre la que no se atrevía a preguntar. Le asustaba ver definirse una personalidad que, en todo, parecía serle adversa o que, seguramente, no encajaría con lo que él ya se había construido. Era mejor quedarse sin voz. 

 

- Es en serio, Fito, tú no sabes cómo es La Giganta- recalcaba el panadero persiguiéndolo hasta que el niño se les perdía en la maleza.

 

El matrimonio, desencantado, se ponía a practicar, marido y mujer, uno frente al otro, cada uno con una cucharilla y medio melón delante.

 

- Además no aprende. Bastaría con que se hiciera el muerto - se quejaba con amargura el hombre.

 

Dentro de la más pura lógica y ya que, todavía, no se atrevían a romperle el pecho a Fito, los panaderos se animaron a poner en práctica su recién adquirida destreza en un ser vivo. Decidieron así llevar a cabo una extirpación cardiaca, mediante cucharilla, en la gallina que habían criado para comérsela en Navidad. Esta vez no le asestaron el clásico y mortal golpe en la nuca: mientras el panadero sujetaba firmemente el ave agarrando los alones y las patas, Juanita  metía la cuchara por un lado de la obesa pechuga tratándo de alcanzar las costillas y el preciado corazón. La sangre, que brotaba a borbotones, pintaba de un rojo vivísimo el plumaje de la gallina y escurría por las manazas del panadero así como por los brazos blancos de Juanita, hasta caer en el lodo helado de aquel traspatio pardo y sucio que, saciado de agua, le consentía correr impoluta. El animal se dejaba hacer. Sólo los ojos desencajados y la lengua que se movía agitadamente dentro del pico abierto eran el indicio de lo mucho que sufría. Pero, no fue tanto por compasión o por el horror a la carnicería y al batiburrillo que se había armado por lo que Juanita y su marido abandonaron el método de la cucharilla cirujana, fue porque así se perdía toda la sangre del animal, que a  Juanita le gustaba comerse en la cena, frita, que es como está mejor. Al no practicar con otros seres vivos, los panaderos, por un lado, abandonaron el proyecto de sacarle el corazón a Fito con una cucharilla, y, por otro, ya no se les vió comer melones. Durante estos experimentos, al contrario de lo que uno pudiera pensar, el niño, que presenciaba, impertérrito, cómo se frustraban los intentos de seguir dignamente las órdenes de La Giganta, no se regocijaba, tampoco se entristecía, sólo arramblaba con lo que quedaba de los melones o de la gallina. Los panaderos lo miraban entonces enternecidos, felices en su fuero interno de que los experimentos fracasaran uno tras otro, hasta que Juanita proclamó a voz en grito para que todos la oyeran:

 

- Somos una familia, nos queremos los tres, y aquí no se le saca el corazón a nadie.  ¡Y no quiero oír una imbecilidad más, que con las que hace  Fito tengo bastante!

 

Desde aquel día, el niño no salió más al patio y prefirió sacarle las pulgas y los piojos a quienes tan generosamente le procuraban comida, casa y afecto. Esta nueva armonía doméstica era aparente cuando los tres iban por la calle, Fito dándole una mano a Juanita y la otra al panadero, multiplicando los pasos de sus mayores. Los dos adultos se movían con zancadas firmes mientras el niño, enano, daba pasitos al por mayor, muchos de ellos en el aire, casi en vilo, colgando de los dedos con uñas negras de sus padres adoptivos. El grupo era francamente conmovedor y la gente, siempre perspicaz, percibía esta dicha. Por eso, con gusto, más de uno les daba un par de palmadas de aprobación afectuosa en las espaldas  cuando los veía  pasar.

 

- Que cariñosos son- solía comentar entonces Juanita.

 

-  Mal asunto, mujer- murmuraba casi siempre el socarrón de su  marido- cuando la gente se acerca, amable y condescendiente, como ahora, es porque huelen la desgracia.  Yo preferiría verlos enfurruñados y que tú les dijeras "envidiosos", como les gruñiste cuando empezó a dejar dinero la panadería...

 

- Ay,  cuanta razón tienes - reconocía siempre la panadera.

 

Y después de un rato el marido,  insidioso,  proseguía:

 

- Tenemos que hacer algo con Fito. Imagínate los beneficios y los privilegios que  vamos a perder por no darle gusto a  La Giganta. Quién sabe si hasta unas tierras...

 

La escena se reproducía domingo a domingo cuando el trío recorría las callejuelas del pueblo para asistir a misa. Fito no los oía, tampoco miraba alrededor, iba con la vista perdida pensando en su destino, no veía  las  gesticulaciones de sus padres, ni percibía su angustia. Cuando se venía  a dar cuenta, estaban ya en la iglesia, en la sacristía, conversando con el mismo cura que lo había bautizado años atrás.

 

Juanita, durante la misa, sólo atinaba a suspirar previendo lo mucho que aquel niño iba a sufrir, de eso estaba  segura, a menos de que por un capricho de la Fortuna, sin saber por qué, Fito se muriera. Pero eso era equivalente a creer que Fito podía crecer o que La Giganta podía empequeñecerse. Después de haber pensado que el enano desaparecía para bien de todos, la culpa que sentía era tal que, atormentada, llegaba a imaginarse a sí misma devorando a grandes dentelladas al niño, tal y como cuentan que lo hizo Saturno con sus hijos. Y Juanita recapacitaba y volvía a suspirar porque sabía que tal crimen ella no lo cometería jamás. A una pastora, amiga antigua, le contó sus penas y ella  le propuso:       

 

- Ay Juanita, mira, si tanto te preocupa Fito, si no puedes matarlo, escóndelo y engaña a La Giganta. Cuando vuelva preséntale otro enano, uno que puedes alquilar o comprar en la feria y que se haga el muerto. Entrégale un corazón de cerdo, ella no sabrá reconocerlo. Francamente estas cosas te pasan por haber salido del castillo con él en brazos y, peor aún, por quererlo.

 

- Calla, no sigas - dijo Juanita- ¿Te das cuenta de lo que dices?

 

Aunque descabellada, la idea se le quedó dando volteretas en la cabezas no tanto a Juanita sino al panadero que quería sacar raja, a como diera lugar, de las órdenes de La Giganta.

 

- ¡Otro enano! De la misma edad, desde luego, y que grite al atardecer como el nuestro y que coma como Heliogábalo... va a ser difícil encontrarlo. ¡Otro enano igual y muerto o que se haga el muerto! Mmmmh...               

 

La idea de la sustitución o, mejor dicho, del impostor fue tomando cuerpo. Quizá ni siquiera era necesario que fuera enano. Bastaba explicarle a La Giganta que su hijo, que había nacido enano, por fin, algo había crecido.

 

- Mira, Juanita, a mí tampoco me gusta que, a cucharadas, como lo hemos practicado, acabemos con el niño. La proposición de la pastora me parece sabia así que corramos de una buena vez las ferias y al mejor cómico que encontremos nos lo traemos aquí. Le prometemos las bondades de La Giganta así como las nuestras si logra engañar a nuestra señora - concedió de buena gana el padre adoptivo de Fito.

 

- Panadero, no, de ningún modo. Nadie ocupará el lugar, que por sangre, por herencia y porque así lo quiere La Giganta, le corresponde a Fito. No lo podemos desaparecer para poner otro. Sencillamente, tenemos que convencer a La Giganta de que el niño tiene que vivir o ¿qué te parece si escapamos, sin más?.

 

- Juanita, por Dios, no se trata de eso. ¿No lo entiendes? Nadie puede huir de La Giganta. Se trata de salvarle la vida a Fito consiguiéndole lo que podríamos llamar un hermanito.

 

- Panadero, panadero, tú a mí no me vas a hacer ningún hijo, si no quise de joven, menos ahora- respondió Juanita mientras se le ponía muy colorada la carnosa pechuga, como si la proposición hubiese sido osada.

 

 - ¡Pero qué bruta eres, mujer! Diremos que Fito es hijo nuestro y que el alquilado es el escupitajo que le nació a La Giganta.

 

- Bueno, bueno, eso lo veo más claro.

 

- Entonces, mañana mismo nos marchamos a la feria de aquí cerca, a la de los miércoles, y, si no encontramos lo que buscamos, por lo menos nos orientarán cómo hacerlo. Prepárate porque si allí no damos con la solución seguiremos adelante.

 

Juanita, poco convencida, recorriendo de un lado al otro la habitación insistía en que aunque Fito estuviera de acuerdo no iba a ser fácil engañar a La Giganta.

 

- Ni que fuera idiota - repetía una y otra vez mientras movía la cabeza con reprobación - Por todos los santos, es que ni yo me lo creería.

 

Pero la insistencia del panadero y la cara inocente de Fito la hicieron dudar. Vinieron después la pastora y sus hermanas que entre bromas y codazos alentadores en las costillas acabaron por envolverla.

 

- Ya verás cómo te gusta la gente de la ciudad - le decían.

 

Al día siguiente ya estaba Juanita muy atareada y animosa preparando los bultos del viaje. Colgó de los lados de la carreta jamones, morcillas, nabos, coles y cuanto comestible se le ocurrió para que Fito no fuera a pasar hambre. Hasta unas calabazas secas y viejas enganchó pues "nunca se sabe". Con ayuda del panadero, fue amontonando las ropas y los utensilios que creyó que podían servirle durante el viaje: unas cuantas mudas para cada uno, unos peroles, unas mantas y muchas bolsas con los ahorros que había reunido con su marido. Por fin, cerraron la casa y la panadería y, cuando se habían trepado en lo más alto del carromato, ni con tres gritos, ni luego con otros tres, ni siquiera con otros tres, el panadero logró que el buey echara a andar. Tuvo que ser Fito -que ya era casi adolescente- el que, con sus potentes alaridos, consiguiera que el animal se moviera y tirara de la carreta. Bamboleándose, lentos, entre las ovaciones de la gente, la familia se alejó de las casas.

 

Aunque era de madrugada, el pueblo entero los siguió un buen trecho. Corrían los hombres delante, detrás las mujeres y, alrededor, el chiquillerío, gritando y gesticulando, metiéndose entre las ruedas y las patas del buey. Tenían  la esperanza de volver a verlos algún día; tenían la ilusión de ser ellos los que salieran de tan ancestral aislamiento, decían:

 

- Siempre es mejor irse.

 

Y luego insistían:

 

- Pobres  los que se quedan.

 

Eran las ganas de romper con la modorra secular, de escaparse de los dominios de La Giganta, de incumplir sus órdenes, de salir del fango, era la envidia lo que a los vecinos, enfundados en andrajos amarillentos cubiertos de lamparones, los convertía en hienas que enseñaban los dientes en una sonrisa forzada. A esa hora, la luz iluminaba las ropas hechas jirones de los labradores hasta hacerlas parecer pelaje de fiera, así como transformaba en dorados matorrales los tristes arbustos que se encontraban al borde del sendero.

 

- Que volváis pronto- repetían al unísono, los muy mezquinos y falsos paisanos, cuando lo justo hubiera sido  desearles  lo contrario.

 

Sólo cuando se les acababa la voz o cuando los tobillos se les torcían, los alborotados vecinos se sentaban  sobre las hierbas crecidas y podridas, derrotados, resignados a volver a sus chozas. Uno a uno fueron cayendo en una batalla innecesaria contra la naturaleza: la mole del carromato con sus pasajeros se movía lenta pero inexorablemente al paso tranquilo del buey.

 

Fueron muchas jornadas de camino, durante las cuales los tres viajeros se asombraron de ver tanta montaña, tanta planta rara y hasta tanto cielo, un cielo que fue tornándose azul a medida que salían del valle, más azul cada día. Al pasar un puerto divisaron, por fin, la ciudad grande, en donde se celebraban las ferias. Desde allí era posible apreciar el orden geométrico de las calles, la blancura de las casas y en el centro, junto a las torres de la descomunal catedral, un hacinamiento de toldos, de carros, de ganado y, desde luego, de muchísima gente. El buey olió el pienso fresco así que apresuró la marcha tanto como sus menguadas fuerzas se lo permitieron. Entraron, pues, en la población a paso airoso, llamando el enano la atención por enano y los mayores por sucios y por forasteros.

 

- Parece que no hubieran visto gente- repetía de mal talante el panadero mientras Juanita le atusaba el pelo a Fito y ella se colocaba una cinta de colores alrededor del talle.

 

El niño, sentado en lo más alto de los bultos, contemplaba, azorado, a los tragadores de fuego. Se asombraba de que los barberos lo mismo cortaran barbas que sangraran enfermos. Abundaban los hechiceros, los brujos y los boticarios, había tantos como verduleros. Se vendían untos contra las liendres y las ladillas, lo mismo que para sacarse las pulgas. Por allí se hablaba del elixir divino, de la calamina y del azófar. Mientras unos prometían curar cualquier mal de amores sin dolor, otros contaban, señalando retablos pintados de colores vivísimos, historias tan pavorosas como la de la Arpía Americana que murió en Constantinopla o la del cristiano viejo que estaba de amores con una diabla y acabó convertido en lustroso cuervo. A Fito la vista se le iba del juglar al pregonero, de las putas a los soldados, de la taberna a los sacristanes, sin saber qué seguir, sin saber qué mirar. El asombro y la alegría se le metían dentro sin  traslucirse en sus ojos silenciosos ni en su expresión,  tan pétrea como siempre.

 

Juanita dejó resbalar con coquetería los cabos de la cinta de colores por un lado de la pierna derecha, se recogió el pelo y se apretó el corpiño. Ya sus ojos se recreaban con un grupo de soldados pelirrojos, velludos y procaces que estaban en tratos con unas mozas arrabaleras de brazos blancos como de miga de pan. Mientras se componía el escote le sonreía indistintamente a un bragado capitán de casco de plata incrustada con oro y a un cura esbelto y ágil de rica casulla. Experta en amores, medía la belleza y la fogosidad de los más jóvenes y se extasiaba con lo sosegado de los más viejos.

 

De los tres, sólo el panadero se cohibió; él hubiese querido piropear a las mujeres sabrosas que andaban a los lados de las calles, unas con cantaros, otras con canastos, o sólo con abanicos moviendo, todas, las generosas caderas de hembras bien comidas. No se atrevía a clavar los ojitos porcinos en pleno escote, no se atrevía a disfrutarlas, una a una, con la imaginación, y menos aún se atrevía a mostrarles descaradamente la lengua ensalivada y obscena. Sólo era capaz de sentir cómo el deseo se le subía por el cuerpo; y la cara y las orejas se le enrojecían. Miraba entonces hacía el horizonte y levantando las cejas hilvanaba frase tras frase:

 

- Caramba, todavía es de día. Hemos llegado a muy buena hora... Así que esto es la ciudad... Hemos caído en plena feria... Hay que buscar un sitio en donde acampar... Y que no nos roben...  ¿Hacia dónde será bueno dirigirse? ...

 

Sus compañeros de viaje, mudos, sólo atentos al espectáculo citadino, lo dejaron elegir cuanto quiso. Ellos soñaban ya con las aventuras que en aquel gentío podían tener

 

 

IV

                           DE CUANDO LA GIGANTA SE HIZO DE UN ESPEJO

 

Un villano que se parecía a un Moro por su monstruosa y desmedida fealdad,criatura más fea de lo que se podría decir con palabras, estaba sentado encima de un tronco con un gran mazo en la mano. Al acercarme al villano, vi que tenía la cabeza muy gruesa, más que la de un rocín u otro animal de mala traza, el pelo hirsuto, la frente pelada, de más de dos palmos de ancha, enormes orejas velludas, como las de un elefante, cejas espesas y cara plana, ojos de búho y nariz de gato, boca hendida como la de un lobo, colmillos afilados y rojos, como los de un jabalí, roja la barba y torcidos los bigotes, la barbilla hundida en el pecho y una larga espalda, encorvada y gibosa. Apoyado en el mazo, iba vestido de un sayo tan extraño, que no era de lino ni de lana, sino que llevaba, atadas al cuello, dos pieles de dos toros o bueyes recién desollados.

El Caballero del León, 6.

 

Instintivamente, La Giganta huía de sus amantes casuales. Estaba decidida a no volverse a enamorar aunque uno tras otro los gigantes quedaban prendados de sus encantos y de las artes amatorias tan bien aprendidas de El Alemán. Como se lo enseñó El Alemán, sin compasión, al cabo de unas cuantas semanas, les reviraba la frase con la que había acabado la aventura de su vida: "me voy", sin más explicaciones, no tenía caso.

 

La lucha por conseguir la pareja indispensable para procrear al gigantito la llevó a descubrir, en lo más hondo de sí, a un ser frágil y vulnerable. No podía evitar que aquellos encuentros -temporales porque ella así lo quería- la entristecieran. Sentía que se rebajaba al entregarse a quién no la apasionaba. Era como cumplir con una tarea impuesta tanto por su mente como por su cuerpo porque, era cierto, el cuerpo también se lo pedía. Y, después, los sentimientos la hacían sufrir sobre todo al recordar la emoción que le producía la simple vista de El Alemán. Las dudas la atormentaban:

 

- ¿Y si El Alemán había sentido lo mismo? ¿Si en realidad no la quería y simplemente disfrutaba de ella para satisfacer el cuerpo?

 

Deambulaba, entonces, por la geografía nórdica con la esperanza de que el proverbio de los franceses fuese cierto: "el amor hace que el tiempo pase, el tiempo hace que pase el amor". Pero no, no podía remediarlo, francesa no era, en vez de olvidar rememoraba, es más, ¡tenía que encontrarse con El Alemán! Día a día, La Giganta evocaba las tardes pasadas en  compañía del apuesto galán.

 

- ¡El muy fresco de El Alemán que se creía que podía engañarla! ¡Ella sabía que se entendía con la asquerosa de la Juanita!- pensaba una y otra vez.

 

Recordaba, segundo a segundo, cómo el amante indiscreto y torpe le había dicho, un día, después de resbalar por sus gigantescos muslos y deslizarse hasta lo más profundo de su cuerpo, hasta ese cuerpo desmesurado que era su prisión y el causante de sus infortunios:

 

- Giganta: qué distinto es contigo, con cuanta facilidad lo hago, con cuanto gusto, aunque el mérito sea poco...

 

La suspicacia de La Giganta estaba acorde con su tamaño, y por eso decidió espiarlo. Ella, desde luego, no podía cumplir con tan delicada misión: inadvertida no iba a pasar, así que tuvo que confiar en uno de sus devotos e incondicionales sirvientes. Salió el fiel empleado, disfrazado, corriendo por los campos, confundiéndose entre los perros amaestrados y mirando hacia los trapecios que poblaban los equilibrios amatorios de Juanita y de El Alemán. Disfrutó con la pareja, con sólo contemplarla. Se emocionó al ver a Juanita y a El Alemán intentar las suertes más difíciles. Acababan,  ellos, después de múltiples esfuerzos, confundidos en un sonoro uuuf - aaah y él, sudando a chorros, en otro aaah escondido y apenas perceptible.

 

El hombre había vuelto al castillo, muy a su pesar, a rendir cuentas de la misión, después de haberse descubierto vocación de mirón. Había tenido la torpeza de confesárselo a La Giganta. ¡Era una nueva afición y a alguien tenía que contárselo!  Se había recreado tanto narrando los detalles de los dos amantes revolcándose como si estuviera contemplándolos que La Giganta lo había mirado de reojo y había comprendido que aquel hombre no cesaría hasta poder observarla a ella misma en amores con El Alemán. Se lo había imaginado, excitado, describiendo en el pueblo el color de sus vellos y la fuerza de sus espasmos.

 

- Eso no - dijo, y de un manotazo aplastó al hombre que, como hubiera sucedido con un mosquito hastiado de sangre, sólo dejó un goterón reventado y rojo en uno de los altísimos muros del castillo.

 

- De todos modos, has cumplido con tu propósito - concluyó la mujer - tratando de raspar la mancha con la uña del dedo gordo.

 

Así fue como La Giganta había decidido no darse por enterada del asunto, pues de gran señora ha sido siempre dejar que sus hombres se refocilen sin freno con aldeanas pringosas. Sin embargo, a pesar de esta determinación no había podido evitar que el rencor, insidioso, se le colara entre pecho y espalda. De las entrañas le había salido la necesidad de hacerle daño a la rival y de verla sufrir pero, curiosamente, no quería acabar con ella como había hecho con el sirviente. Por eso había tolerado el bautizo, por eso había propiciado que Juanita se encariñara con el hijo de El Alemán y por eso volvería, para dejarla sin Fito.

 

Recordaba un episodio tras otro como si, rescatando lo que en la memoria guardaba,  volvieran los gozos y las dichas de ayer, como si con eso fuese a ser feliz nuevamente, tanto como lo había sido. Se quedaba con la vista fija, suspirando, esperanzada en que el pasado reviviría tal cual.

 

En esta ocasión se encontraba sentada con las piernas cruzadas, junto al brocal de un pozo. Aunque estaba rodeada por altísimos y delgados abedules, su silueta maciza, con los pelos hirsutos y grasientos, se dibujaba a contraluz entre los árboles. Así, embebida en sus pensamientos, se la encontró un grupo de astrónomos y de astrólogos, envuelta en una bruma, casi verde. Eran tres carros repletos de hombres, de telescopios de bronce, de lentes de vidrio, y de bolas de cristal. De lejos la habían atisbado y, picados por la curiosidad, con mucha cautela y en silencio, se le habían ido acercando; la respiración agitada de la mujer sentada en medio del campo les indicaba que tan enorme ser vivía. El encargado de las mulas, sin consultar a los demás,  exclamó en cuanto creyó estar suficientemente cerca:

 

- Eha, señora, si vuestro olor es fuerte aún mayor es vuestro tamaño. ¿Puede saberse quién sois y de dónde venís?

 

La Giganta no reparó en la falta de respeto porque no le oyó así que permaneció en la misma posición y tan ensimismada como antes. Fue entonces cuando la rodearon, moviéndose de puntitas, siguiendo las órdenes que, en voz baja y con gestos desordenados, les daba un hombre más gordo y más limpio que los demás. Aquel mismo sabio se dirigió a La Giganta colocándose un cono de cartón delante de la boca para que se le oyera mejor:

 

- Vade retro, vade retro, giganta o lo que seas, vade retro - repetía en tono  agudo y desagradable. Era una voz que se quería autoritaria pero que  el miedo sofocaba - déjanos pasar que somos gente de bien.

 

La Giganta permanecía divisando el horizonte, sin sentir siquiera a los fieles servidores del conocimiento, que del susto habían pasado a la curiosidad y ahora a la indignación de sentirse menospreciados y hasta ignorados ¿Cómo era posible tal ninguneo si a ellos hasta las estrellas, resbalando por el firmamento, les hablaban? Para llamar la atención, a uno de los estudiantes se le ocurrió hacerle cosquillas en un pie con una rama. La Giganta se sonrió primero y luego se rió, hacía mucho que no se reía, empezó con un chillido tenue, como gime el laúd al afinarlo, y estalló en una descomunal carcajada. Iba a empezar a retorcerse cuando, de un salto, se incorporó y  gritó:

 

- Las cosquillas es algo que no puedo soportar, ¿Quién ha sido el atrevido?

 

Estaba de pie, como un oso, en el centro del círculo formado por la impedimenta de los científicos que, inteligentemente, echaron a correr. Unos trataron de esconderse detrás de los troncos, otros se treparon a lo más alto de los árboles, otros se encogían en el suelo, entre los helechos, pero la mayoría daba saltos desordenados como si fuesen un rebaño de ovejas espantadas.

 

- Ja, ja, ja. ¿Pero y estos de dónde han salido?- se carcajeaba la mujer, sujetando los harapos que apenas la cubrían. Algunos astrólogos tuvieron tiempo de subirse a sus carros, entre mapas y libros, entre brújulas y compases. A toda prisa arrearon con vigor a los animales para escapar cuanto antes. Vano intento, pues La Giganta, en tres pasos les dió alcance cerrándoles la huida.

 

- Habéis interrumpido mis pensamientos, me habeís hecho cosquillas y ahora pretendéis escapar como si tal cosa. Me debéis más de una explicación y la primera va a ser por qué os acompañan tantos y tan extraños aparatos.

 

Los sabios, ante tal autoridad, se miraron unos a otros hasta que todos los ojos apuntaron hacia el hombre gordo y sonrosado que se vio obligado a tomar la palabra en nombre del grupo y con voz temblorosa explicó:

 

- Ay, señora Giganta, ¡cuantas desgracias desde que un navegante oriental nos trajo el espejo que hemos escondido en el fondo de una de las carretas! Era un hombre de gran cultura que se inspiraba en los trabajos de los antiguos Ptolomeos, de los babilonios y quizá hasta en los del maharajá Jai Singh II, de Jaipur. "Es un espejo maravilloso pues no sólo refleja sino que cambia, arregla, compone el mundo. Miradme cuán pequeño soy. Pues en el pasado no cabía yo por las puertas y gracias al espejo me he vuelto más que normal: bajito, bajito para siempre ¡Es cosa de magia!", nos decía. Le creimos, ¿cómo no creerle?, y le compramos el artefacto. Es un espejo curvo montado en un lujoso marco de madera. Lo pusimos frente a la luna y no sólo pudimos abarcar la Constelación del Cisne con su Deneb sino que la bóveda celeste entera, con estrellas pequeñitas, apareció en el espejo como en una miniatura persa: Andrómeda, Casiopea, el Lince, La Corona Bóreal, Tauro y La Lira, entre otras. Era el más preciso de los mapas celestes. Después lo pusimos frente a un ejército enemigo que viéndose empequeñecido no libró batalla y salió huyendo aterrado. Pero no todo fueron beneficios, tuvimos, por desgracia, la mala fortuna de que nuestro señor se viese en él,  convertido en un hombrecillo, aún más pequeño de lo que de por sí es. Y, en este caso, al retirar el espejo, no recuperó su tamaño. ¿Cómo explicárselo, cómo animarlo y convencerlo de que aquella  era  su verdadera dimensión?  "Largo de aquí antes de que os mande decapitar", sentenció nuestro amo. Así que ahora somos nosotros los que buscamos refugio en un convento en donde esta historia no se sepa.

 

- Pero ¿qué es lo que dices? - interrumpió La Giganta - ¿que con un espejo, colocado en el sitio adecuado, puede engañarse la gente sobre el tamaño de las cosas?  ¡Y, es más, a menudo la transformación permanece! Si he entendido bien, este espejo, a veces, logra devolverle a los seres humanos su justa dimensión.

 

- Eso mismo, señora.

 

La Giganta, naturalmente, pensó en Fito:

 

- ¿Y si su pequeñez sólo hubiese sido un engaño óptico? No, no era posible, pues de ser así, ¿cómo habría podido cargar con él la Juanita? ¡Quizá su propia estatura fuese el resultado de un truco! No, no, allí estaba esa gente para probar lo opuesto. Pero quizá, ambas desgracias tuviesen remedio, y, como tantas construcciones del espíritu, se derrumbasen y todos se transformarían en seres de tamaño común y corriente.

 

Exigió, entonces, que le enseñaran el espejo. Con gran parsimonia, los sabios fueron sacando lentes, tubos, dibujos y una gran cantidad de libros. Salieron después las enormes carpetas de las cartas astrales junto con los candelabros y las velas. Los más jóvenes colocaban los objetos sobre el suelo, con devoción religiosa, procurando que no se fuesen a manchar de tierra. El verde de la hierba realzaba el brillo dorado de tantos aparatos de bronce. En medio del campo, regularmente dispuestos, brillaban las maderas de los tripiés, la laca negra de los atriles y los lentes ávidos de luz, la luz que, tamizada, sorteaba las hojas móviles de los abedules. Por fin, de una caja más grande que las demás salió el espejo cubierto con un terciopelo rojo del que, poco a poco y con un cuidado extremo, el hombre gordo fue tirando hasta que la superficie plateada quedó completamente expuesta ¡Cual no fue la sorpresa de La Giganta al verse empequeñecida, tanto que, en la superficie curva de aquel instrumento, era como cualquier otra mujer! Al principio, La Giganta se asombró y hasta se asustó. Su primera reacción fue dar un paso atrás y desconocerse en la imagen reflejada. Luego, se acostumbró, y como si aquello fuese otra persona le dijo:

 

- Pero y tú, adefesio, con ese aspecto, ¿adonde crees que vas? Esa falda que alguna vez fue elegante está destrozada, pero y la capa, porque capa parece eso que te cuelga de los hombros, son jirones ¡Qué pelos! ¡Cuánto desaliño! ¡Qué repugnancia! 

En voz baja, los astrónomos así como los astrólogos añadieron:

 

- ¡Y qué pestilencia! ¡Y lo que le chorrea de las narices! ¡Y qué costras! ¡Y, toda,  qué  guarra!

 

- Quiero el espejo. Si me diera la gana de quedármelo, así, sin más, podría hacerlo gracias a  mi tamaño y a mi fuerza, pero voy a tener la gentileza de pagarlo - presumió la mujer.

 

- Señora, la oferta es justa, sobre todo viniendo de dama tan grande, aunque, dicho sea de paso, no sepamos a cuanto asciende el valor del aparato. Sin embargo, sea cual sea el monto que usted proponga, no será suficiente porque este espejo no se vende- le replicaron en tono untuoso los sabios más viejos.

 

- Pues si no se vende es un regalo que acepto con gusto- concluyó, augusta, la mujer que, muy oronda, echó mano del espejo apartando el trapo rojo y la caja y se lo llevó dejando petrificados a los negociadores. Atónitos, todos ellos vieron cómo el mejor instrumento de los que disponían se les esfumaba sólidamente sujeto bajo el brazo de aquel esperpento que, a paso ligero, se perdía entre los matorrales. En la opresión del anochecer, incapaces de reaccionar, los pulcros seguidores de Seth, únicamente supieron guardar cuanto aparato, cuanto instrumento y cuanto libro habían sacado. A diferencia de la algarabía con la que los habían dispuesto en el campo para que La Giganta los viera, ahora, acarreaban las cosas en un silencio sepulcral. Antes, cada objeto había merecido una explicación sesuda sobre su muy particular diseño, ahora, simplemente lo que importaba era que quedara firmemente asegurado, entre trapos y muebles, para que no fuera a dañarse. Los sabios, por fin, se treparon a los carros calando sus huesos entre las cajas como si ellos también fuesen lupas frágiles y delicadas. La caravana inició de nuevo la marcha y sólo el hombre gordo se permitió la siguiente reflexión:

 

-  ¿Cual será la culpa que nos obliga a nosotros, científicos y sabios, a tratar de justificar nuestra pasión por este trabajo, aún más, de demostrarle lo maravilloso de nuestro quehacer a quien sea? Por ejemplo, a este  monstruo ¡Qué imbéciles! De ahora en adelante, viva el esoterismo.

 

- Un placer compartido es más placentero- le susurró un estudiante que le ofrecía media manzana.

 

Paso a pasito, cuando ya la noche había caído, prosiguieron los ilustres hombres su camino con la esperanza de encontrar un refugio en donde dedicarse a sus tareas plácidamente.

 

La Giganta, andando en dirección opuesta, también necesitaba un lugar tranquilo para contemplarse disminuida y a sus anchas. Iba caminando de prisa y sonreía acariciando la superficie lisa que no tardó en quedar untada con la grasa espesa de sus dedos. En el espejo, los reflejos tenues de aquella hora se adornaron con las luces violeta y opalescentes, propias de las delgadas capas de sebo. Atrás quedó el bosque, y cuando sintió el olor del mar, cuando las plantas de sus interminables pies sintieron el cosquilleo de la arena y la frescura del agua salada que le lavaba las heridas, La Giganta buscó una guarida. Se echó en el suelo, abrazada a su tesoro, y durmió hasta hartarse. Al día siguiente, escondió el espejo entre unas matas y se bañó en el mar. Como una morsa se dejó llevar por las olas, como una sirena se hundió hasta lo más profundo y salió del baño, como una medusa, limpia, oliendo a mar, lustrosa y respirando hondo. Corriendo fue a mirarse y en el espejo apareció una mujer de un tamaño acorde con la altura de los árboles y con el furor de las olas.

 

Mucho tiempo estuvo contemplándose. Se acercaba, se alejaba, se inclinaba y en algunos momentos llegó a esbozar unos pasos de baile que su natural torpeza no le permitió continuar. Se arregló el pelo hacia arriba para dejárselo resbalar y recogérselo en forma de cola del lado derecho. Se lo soltó y volvió a empezar. Una y otra vez levantaba los brazos y se tejía una trenza o se hacía una raya hasta que se le iba la sangre y tenía que bajarlos un buen rato. Por la falta de destreza natural en quién no se había peinado en años desconocía el largo de su propia melena. Estas coqueterías la entretuvieron toda la mañana, hasta que le vinieron unos retortijones en el estómago. Sintió cómo un aire le subía por el esófago hasta formar una burbuja que, llegada a los labios, estalló en un sonoro eructo, eructo enorme, que rompió el encanto creado por el espejo. La Giganta volvió a tomar consciencia de su tamaño, de su desnudez y de dónde estaba. Rumió unas cuantas malas palabras y se dijo:

 

- Quizá lo primero sea conseguir un poco de ropa porque, por lo menos, este espejo, además de haberme ilusionado con el mundo de los demás, me ha mostrado lo desnuda que estoy.

 

Como pudo, se envolvió en los harapos y los trapos que le quedaban. A cualquiera le habría dado miedo verla pasar con semejante atavío, pero, por si ese aspecto no fuese suficiente, La Giganta recogió unas algas y una raíces retorcidas. Se las distribuyó por el cuerpo sujetándoselas con los hilachos que la cubrían y por añadidura se untó de sardinas muertas hechas papilla. Convertida en tritón y rugiendo como una fiera de ultratumba se dirigió hacia el poblado más cercano.

 

Era un puerto apacible en el que, de cuando en cuando, atracaba un buque cargado de ultramarinos comprados en los paises más lejanos. Los pescadores que allí vivían, además de comerciar con las exquisitas mercancias, sacaban del mar ostras duras  y pulpos viboreantes. A fuerza de adentrarse en los recovecos del relieve marino, de hurgar entre las rocas, y de ser devorados por las morenas, habían aprendido a respetar a los fieros dioses del mar así que no es de extrañar que cuando La Giganta apareció convertida en un monstruo, el pueblo entero cayera de rodillas pidiendo clemencia. La Giganta que desconocía el idioma de la zona, a pesar de ser gran erudita, tuvo que expresarse a fuerza de gestos, violentos muchos de ellos, para hacerles entender que si deseaban seguir viviendo  tenían que pagarle un tributo.

 

- ¿Un tributo? ¡Un tributo sí, siempre y cuando no sean nuestros niños!- afirmó el más valiente e imprudente de los pescadores.

 

La Giganta le echó un grito, entre rebuzno y bramido, ruido aterrador, que puso punto final a cualquier regateo, tanto más que, al contrario de lo que se imaginaban aquellos hombres, no era comida lo que La Giganta requería con sus mímicas, eran grandes lonas, telas finas o gruesas, algodones o sedas, linos y yutes, lo mismo daba, sólo exigía grandes extensiones de tejido viniesen de donde viniesen. La escena se repitió en cuanta población había en la costa de tan remota región del planeta. No hubo quién no se viese obligado a trabajar para satisfacer a La Giganta que a los pocos días dispuso de tantas y tan variadas telas que hubiese podido hacerse un guardarropa principesco. La mujer se arrancó del pelo las algas y los corales, se dió un baño digno de Susana y, como si emergiese de una crisálida, dejó de ser tritón y se escondió para coser. Para unir los lienzos requisados, usaba una espina de pescado, como si fuera aguja, añorando aquella sacada del fémur de un buey. Estaba irreconocible, con la vista baja, tan humilde y tan ensimismada como quizá lo estuvo Penélope. Apenas había hilvanado una prenda se la ponía y se miraba en el espejo que la transformaba en un ser de este mundo. Estiraba la tela otra vez, la doblaba, la prendía con grandes astillas que fungían de alfileres, cortaba, cosía y volvía a probarse. La playa  se fue cubriendo de larguísimos hilos de colores y de retazos cortados en punta que ondeaban con el viento, convertidos en banderas vencidas. Eran como esas insignias que serpentean y que aún se mueven a pesar de la derrota.

 

Pero aquí derrota no la había, era un renacer de buenas y viejas costumbres: La Giganta volvía a ser una señora y como tal salió a pasear por la playa. Contemplaba cómo el cielo gris se rompía para dejar pasar, de cuando en cuando, la luz del sol. Era una luz recta la que se escabullía entre las nubes iluminándolas de blanco para caer como la lluvia que dibujan los niños, en forma de haces, sobre el agua plomiza. La superficie del mar oscuro reproducía aquellas manchas claras con tanto esmero que era del agua de donde parecían salir los rayos plateados al rescate del Astro Rey atrapado tras los velos grises del firmamento. Emocionada, respiró muy hondo y, cuando cerró los ojos con la esperanza de que tan dramático paisaje permaneciera grabado en su memoria para siempre sintió como si le cayera encima el cielo: una telaraña suave pero firme la envolvió.

 

Mientras La Giganta se había estado cortando el traje que llevaba puesto, los pescadores también habían estado cosiendo. Habían juntado todas las redes de la comarca  para atrapar a la intrusa que, a fuerza de cobrar tributos y de pasearse por la zona, los había empobrecido. El miedo había ahuyentado a los antiguos y fieles mercaderes que venían a comprar el pescado o a canjear productos de la ciudad por los ultramarinos entregados con una regularidad comparable con  la de las mareas.

 

Enfurecidos, roncos de tanto gritar y moviéndose con gran habilidad, como si pescaran una enorme foca, los hombres rodearon a la mujer y lograron atraparla con la intención de arrastrarla hasta el mar y devolvérsela a las profundidades de las que creían que había salido, muerta o viva, lo mismo daba.

 

En la maniobra, difícil por tratarse de un ser de tal tamaño, La Giganta tuvo tiempo de meter varios dedos por los agujeros del tejido y, tomando aire, gritando con toda su alma, tiró de ellos, una vez sin resultado. Las palpitaciones de las aletas de la nariz,  las sienes enrojecidas, los miembros tensos y la mirada asesina eran un reflejo tenue de su ira. Volvió a intentarlo:

 

- ¡Aaaah! - rugió cuando sintió que el fino enredijo de hilos, aquella gasa resbalosa, se abría, oyéndose un largo, un prolongadísimo "Riiiiip".

 

De arriba a abajo, el envoltorio que iba a ser su mortaja se rasgó, dejando libre a la presa. Como proyectil salió disparado por los aires, arrancado por el esfuerzo, el botón central del corpiño nuevo y fue a caer en medio del mar levantando tales olas que no se pudo pescar en semanas.

 

Ya sin rabia, sin mirar siquiera a los pescadores, La Giganta echó a un lado la red y, con el escote desabotonado, salió andando. Durante la batalla, al sentir la muerta cerca, en su mente, se habían abierto paso nuevos pensamientos. Repentinamente, como si la coraza dura de su sensibilidad se hubiese roto con el mismo "riiiip" que el de la tela, recordó con cariño el pueblo del que había huido. En un instante, como dicen que sucede cuando la gente se encuentra a punto de fallecer, desfilaron los paisajes que habían acompañado todas sus edades. Las estaciones se sucedían, unas más frías que otras, había otoños de mucha lluvia y otros muy dorados. Las primaveras, los inviernos, los veranos habían sido tan variados que tenía la impresión de haber vivido en un constante viaje por lo mucho que las montañas y los cielos cambiaban. Entre aquellas hojas, entre aquellos riachuelos y aquellos picos había sucedido lo mejor de su vida y le pareció que había llegado el momento de volver. Necesitaba oler el romero de sus bosques, pisotear las hojas secas de los arces y resbalarse en el lodo de las calles del pueblo. No lo dudó más y, después de recoger el espejo que tanto le gustaba, echó a andar. Pesada y constante, inició el viaje a través de las tierras por las que hacía tanto tiempo había pasado. Tenía ganas de llegar a casa, de instalarse en su castillo, entre sus muebles y sus criados, de deleitarse con los guisos de siempre y de pasearse por aquellas montañas tristes y húmedas.

 

V

                       DE COMO JUANITA Y FITO CONOCIERON AL TITIRITERO

Íbame yo, mi madre,

a vender pan a la villa,

y todos me decían:

"¡Qué panadera garrida!"

Garrida era yo,

que la flor de la villa era yo.

 

Que yo, mi madre, yo,

que la flor de la villa era yo.

 

Que de noche soy seguida

y más de día.

Anónimo.

 

Emprendía La Giganta el camino de regreso cuando todavía Juanita y su marido no habían resuelto el modo de darle la vuelta a sus órdenes. El primer día en la ciudad no había dado mucho de sí. Apenas si habían logrado echarle un vistazo al lugar al pasar por la calle principal e ir a instalarse con todos sus cachivaches en un terreno baldío, allá por los lavaderos. Habían extendido sus mantas en el suelo y de los canastos habían salido los víveres. Aquella noche, como todas, cenaron abundantemente pues había que saciar el descomunal apetito de Fito que era el mismo,  estuviera donde estuviera.

 

Al día siguiente, Juanita y Fito ya estaban listos y dispuestos antes de que el gallo se desgañitara en quíquiriquís, convencido de que sólo con su canto aparece el sol. El panadero, en cambio, se hacía el remolón quejándose del frío:

 

- ¿Frío? ¿Cual frío? Frío te has quedado a fuerza de no hacer nada. Anda y come para que nos vayamos al pueblo que nosotros ya hemos desayunado.

 

- Mujer, ya voy - musitó el hombre quitándose las legañas.

 

Cogidos los tres de la mano, como cuando, en el pueblo, iban a misa, salieron a descubrir la vida de la ciudad. Se movían por la calle principal, asombrándose, como los pueblerinos que eran, del tamaño de las casas y del ancho de las calzadas. Se asustaban del trasiego de los coches, de la gente y de los caballos que desde aquella hora entorpecían la circulación. Enfurruñados, desconfiaban de cuanto mercachifles, pordiosero o predicador les hablaba.

 

- Déjenos, que somos gente buena - insistía el panadero determinado a  ahuyentarlos.  Al notar su acento serrano los pegosteosos vivales daban la media vuelta con un despectivo:

 

- Pero si está recién bajado de las montañas, este no suelta ni un céntimo - le daban la espalda.

 

- ¡Claro, que no lo suelto! ¿Pero y por qué había yo de andar soltando céntimos? - refunfuñaba el panadero envalentonado.

 

- Calla, ¿No te das cuenta de que esto es lo que les divierte? - Lo reprimía Juanita tirándole de la manga.

 

- ¿Esto?

 

- Pues sí, verte hecho un basilisco. Oirte decir tonterías. Mira, mira cómo se ríen, así que a ver si cierras el pico de una vez por todas, te digan lo que te digan.

 

El marido de Juanita no contestaba, únicamente apretaba la boca y los ojos, como si fuese un marrano de verdad, y, en cuanto pudo, se separó de su familia alegando estar cansado. Cuando perdió de vista a la panadera con el pequeño, se metió en la taberna más oscura y lóbrega.

 

-Será la menos cara porque en esta villa, caray ¡cómo corre el dinero!- se dijo.

 

Era un refugio de bandoleros, desertores y truhanes que al verlo aparecer, en apariencia tan simple y tan campirano, se dispusieron a sacar tajada, unos invitándole a jugar, otros pretendiendo cruzar apuestas y los más tratando de arrebatarle, a las malas, la bolsa del dinero. Dieron en piedra, estaban menospreciando a un hombre en el que la desconfianza era regla tanto como su avaricia que, por cierto, era mucha, ambas muy por encima de su proverbial hosquedad.

 

- Quietooooo- le gruñía a los unos y a los otros como si fuese un perro que defiende un hueso - quietooooo, ahí - insistía enseñando los colmillos.

 

- Quietooooo-repetían los parroquianos en son de burla, pero no hubo uno que pudiera birlarle ni un centavo. Es más, el primer día el panadero intentó escabullirse sin pagar, como quien no quiere la cosa, aprovechando un descuido de los taberneros que, indignados, se asombraban:

 

- Pero y a este ¿de dónde lo han sacado? Que se lo lleven y que se lo devuelvan a la madre que lo parió, por favor. Fresco, además de roñoso, ¡que se vaya! ¡Hijo de su madre!-maldecían entredientes.

 

Muy distinta fue la acogida que la gran urbe le prodigó a Juanita. Ayudaron, desde luego, su mejor disposición y mejor estampa. Aunque ya no era una pollita, Juanita se había despojado con los años de la piel tirante a punto de tambor y de los colores frescos, colores de manzanas rojas, que no a todas favorecen. Sus carnes se habían hecho tiernas, suaves, la piel pálida, ahora mucho más fina, las envolvía con delicadeza. De la fiera y musculosa silueta de antaño había quedado una figura reposada que hubiera podido calificarse de distinguida de no ser por el atuendo. Por dárselas de elegante, Juanita había rescatado viejas prendas cortadas de las faldas de La Giganta y, tirando de aquí, frunciendo allá, manejando la aguja con una maña envidiable, se había puesto como para ir de boda. Naturalmente, y por fortuna para Juanita, nadie reparaba en el envoltorio siendo el contenido un fruto tan jugoso. A su paso, la multitud se abría para volverse a cerrar, dándose el gusto de contemplarla por delante y luego por detrás, que lo uno no desmerecía de lo otro.

 

A paso lento, al paso del río humano del que formaban parte, contemplando las mercancías expuestas en la calle, deambulaban ella y Fito que, para estas fechas era ya un adolescente y se le notaba. La cara se le había vuelto grasienta y más de una roncha le abultaba la barbilla. Aunque no había crecido, tenía la torpeza propia de la edad, tanto en los movimientos como en los sentimientos. Se le subían los colores sin razón y le daban ataques de timidez que ni las cacerías de orugas, que practicaba en el pasado, hubiesen logrado mitigar. Cómo nadie le había oído no se supo si la voz le había cambiado y menos si le brincoteaba con los gallos típicos de la edad.

 

En la calle por la que iban, las tiendas estaban tapizadas de platos de cobre. Del techo colgaban cazos, escalfadores y bandejas. En el suelo estorbaban, arrumbados, almireces y braseros, y, sobre pequeñas mesas, erguidos y tiesos, los velones y los candelabros eran los únicos objetos que parecían estar en su sitio. A la entrada de cada uno de aquellos negocios, un hombre, armado de cincel y martillo, labraba un plato mientras, entre golpe y golpe, invitaba:

 

- Guapa, pase usted, que nuestros precios son los mejores.

 

- Ande, ande, eso lo dicen todos - respondía Juanita sin precisar si lo que rechazaba era el piropo o la presunción del vendedor. Parecía que se le subía el color pero, a decir verdad, era la luz tamizada a través de los toldos, la que se reflejaba en los cobres y pintaba con fuego su cara y su escote.

 

Para Fito, que por su estatura y por el gentío, no podía ver el cielo, la visión era la de la hora del lobo. Sólo alcanzaba a atisbar el interior rojo de los talleres, una boca encendida, que no lo maravillaba, al revés, lo asustaba, así que fue tirando de Juanita, poco a poco, hasta hacerle dar la vuelta y encontrarse, de repente, en la calle de los libreros, como si hubiesen cambiado de capítulo. Poco les interesaron a ambos tantos volúmenes y tantas letras, pero notaron que aquí la gente era más tranquila, no se oían los cantos de los herreros o de los orfebres al son del martillo, tampoco los invitaban a entrar ni les proponían la mercancía en la puerta.

 

- ¡Orgullosos!, más sé yo de la vida que todos estos embrutecidos, aunque lea poco y no escriba - murmuró Juanita y encadenó en voz alta y muy airada, levantándose los pechos con las dos manos:

 

- Fito, vámonos, que aquí no parece interesarles nuestra conversación.

 

No hubo nadie que levantara la vista, no para contestar, sino para identificar, al menos, a la majadera que se atrevía a gritar así.

 

- Vaaaamos, lo que hay que ver - alcanzó todavía a pronunciar Juanita antes de que Fito la arrastrara a toda prisa tras un grupo de niños que corrían. Bajaron por una calle muy empinada y, por seguir a la velocidad de los demás, Juanita daba unos pasos tan grandes que fue un milagro no verla desbarrancarse y caer de boca rompiéndose el cráneo contra el empedrado. Fito, en cambio, movía las piernas a tal velocidad que podía darse el lujo de avanzar a pasitos, como debe hacerse, para no descalabrarse. A los pocos minutos de tan desenfrenada carrera avistaron un pequeño teatro.

 

Por primera vez en su vida, Juanita y Fito se encontraban frente a un escenario. Lo vieron como una ventana cortada en el aire de la tarde y que se abría a la noche,  morada de tan negra, del telón de fondo, pintado con una luna  creciente rodeada de estrellas plateadas. En pleno día era un trozo de noche oriental ya que un poco más adelante, se dibujaba el minarete rojo de una mezquita de cartón. Al frente se hallaba extendida sobre un diván una princesa cubierta con velos rebordados en oro cuyos dibujos representaban las constelaciones del zodiaco. Estaba inmóvil, dormía, mientras se le acercaba un hombre vestido modestamente que le decía:

 

- Princesa, soy tu hijo, me abandonaste y he crecido lejos de tí. He sufrido y por eso tomo venganza ¡Morirás!

 

Fito miraba, asombrado de ver personajes enanos que parecían flotar y que hablaban con una voz que no salía de sus gargantas. Era una voz que retumbaba detrás del teatrillo, como salida del cielo, es más como debe oirse la voz de los santos. Fito ni siquiera chistaba, únicamente se soltó de la mano de Juanita para dirigirse a pasos lentos, embobado, hasta la primera fila mientras el público vitoreaba al títere como si a quien el títere le fuese a quitar la vida fuese a todos los poderosos del mundo.

 

- Son como yo - pensó Fito y, fascinado no por la acción sino por el tamaño de los títeres, creyó que ellos también eran hijos rechazados de La Giganta. Aún cuando el telón se había cerrado y cuando las bancas se habían quedado solas, Fito permanecía clavado en el suelo, de pie, en espera de que se volvieran a abrir las cortinillas. Juanita tiraba de él pero no tenía fuerza suficiente para arrastrarlo.

 

- Fito, por Dios y por la Vírgen, vámonos. Todos se han marchado.

 

Y otra vez:

 

- Fito, por favor, muévete.

 

El niño la miraba, desconsolado, apretando los puños como cuando reventaba en sus manos orugas y ratoncillos. A Juanita se le rompía el corazón de verlo así, hasta que, enfurecida, soltó:

 

- Cortina, o te abres o te abro a palos y que salgan la princesa y el hijo porque, si no, subo y los cates que voy a repartir van a ser bastantes más que los que acabamos de ver.

 

La potencia de su voz cimbró el teatro, hasta que un titiritero salió asustado a darle una explicación:

 

- Mujer, a qué tanto escándalo. La función se ha acabado.

 

- ¿La función? - Preguntó con timidez Juanita interpretando la miraba de Fito.

 

- Sí, la función, es decir que, día a día, pasa aquí lo mismo cuando se abre el telón.  Vuelve mañana.

 

- ¿Y todas las veces lloran y patalean igual? Pero, y esos hombrecillos ¿en donde están?, ¿en qué jaulas los guardas? Queremos hablar con ellos.

 

- ¿Hombrecillos?

 

- La princesa, esa, y el hijo que le daba su merecido. Y muy bien que está eso, pues los hijos también deben castigar.

 

- ¡Pero si son títeres! ¿Es que nunca los has visto?

 

El hombre corrió y de un gran canasto en donde un montón de muñecos yacían fláccidos y sin vida, revueltos, como si se encontraran en una fosa común, sacó uno. Desenredó los hilos y sin darle tiempo a Juanita de compadecerse lo puso en pie  de un tirón.

 

- ¡Lázaro, es un Lázaro que revive!

 

- Es mi hermano, es mi gente - pensó  Fito que se aproximó y que, al principio con miedo, alargó la mano para tocar uno de los brazos del muñeco. Rápidamente la retiró al comprobar que dentro de las mangas y del vestido no había carne, ni siquiera un poco de calor. Los palos indispensables para procurarle la rigidez a aquel Lázaro, le parecieron a Fito huesos fríos cuya dureza le repelía. Juanita, viva como era, encontró el truco al ver que las piernas del títere se movían al ritmo de la muñeca del hombre.

 

- Mira Fito, no te asustes, son muñecos que se mueven con estos hilos- explicaba Juanita mientras recordaba el propósito del viaje: conseguir un voluntario para engañar a La Giganta.

 

- Son de verdad interesantes, y si yo los creí vivos lo mismo puede pasarle a ella -  pensaba.

 

Aprovechando la concentración de ambos visitantes el titiritero se arrimó a Juanita y le pasó por el talle, suave y cariñosamente, sin asustarla, la mano que le quedaba libre. Cuando la mujer del panadero vino a darse cuenta estaba ya rodeada por el brazo fuerte de un hombre que no le desagradaba así que, con ternura, le dijo:

 

- Por lo que siento alrededor de mi cintura, basta una mano para mover al títere. Según parece, mientras la derecha trabaja, la izquierda, traviesa, se propasa. Buen asunto ha de resultar ser titiritero, pero en este caso se ha equivocado su merced porque estoy casada y muy bien casada.

 

Lo último se lo susurró en el oído haciéndole cosquillas y más que un reproche era una invitación a continuar. Así lo entendió el hombre que repuso:

 

- Señora casada, sólo un títere quiero enseñarle yo, uno que se levanta con otros hilos pero invisibles.

 

- Ah, eso, que se lo crea otro - contestó Juanita.

 

- Sí, mujer, sí, trae la mano y tienta por aquí, lo llevo puesto entre las piernas.

 

- Ja, ja, ja, anda, menudo fresco eres. Pero si de esos títeres se trata yo soy la mejor titiritera - le murmuró Juanita accediendo a darle gusto a su nuevo amigo.

 

Fito, mientras tanto, le perdía el miedo a los muñecos y comprendía que la vida de los títeres pendía de los hilos que manejaba aquel individuo que se ahogaba en suspiros. Examinó con cuidado sus propios brazos, aterrado de encontrar los hilos que, quizás, a él lo movían igual. Todavía pensaba en ello cuando llegaron al campamento en donde los esperaba, muy orondo, el panadero:

 

- Este sitio me gusta, mujer - fue su frase de recibimiento.

 

- Y a mí también - contestó Juanita.

 

Las mañanas siguientes, las escenas del despertar se repitieron iguales hasta que lograban separarse, por un lado el panadero y, por el otro, Juanita y Fito. El uno se iba a la taberna y los otros dos se colocaban en primera fila, frente al escenario, para disfrutar el espectáculo. Desde el segundo día, apenas abierto el telón, sin que nadie pudiera impedirlo, el enano hijo de La Giganta conseguía encaramarse por un costado del teatrito y se metía en la escena. Miraba, escondido detrás del minarete, el ir y venir de la princesa. Cuando la acción sucedía al frente, corría para cambiar de posición y colocarse entre unas rocas simuladas causando la hilaridad de la asistencia, más pendiente de sus movimientos que de la intriga. Su actitud era la de un soldado que se prepara para el asalto y así lo percibía el público que en cada una de sus carreras "estratégicas" aplaudía con gran regocijo advirtiéndole:

 

- Ahora, corre, que no te ven, escóndete detrás de la roca.

 

Y Fito acataba las indicaciones y el titiritero le seguía el juego hasta la escena final:

 

- Princesa, soy tu hijo, me abandonaste y he crecido lejos de tí - le decía el hombre mal vestido a la mujer dormida -  He sufrido y por eso me vengaré. Te condeno a muerte.

 

Fito, en ese momento salía de su guarida, se plantaba entre los dos personajes, y con mímicas intentaba convencer al hijo de que:

 

- ¡No se mata a una madre... aunque esté dormida! - hasta que, exasperado, descargaba un puñetazo con toda su alma en el títere justiciero que no atendía a razones. Su brazo poderoso no encontraba resistencia en el muñeco de trapo y de madera. Una y otra vez, como en una lidia interminable, Fito arremetía sin encontrar el cuerpo. La gente se reía a mandíbula batiente hasta que, por fin, se cerraba el telón. Los aplausos eran atronadores y al cabo de tres funciones Fito salía a saludar con el resto de la compañía.

 

- Es curioso que este niño, aunque sepa que se trata de un guiñol, se deje confundir por la trama. ¡Bueno, hay entre el público más de uno que se suelta a llorar y están cansados de ver comedias! - reflexionaba Juanita.

 

Entre más tiempo transcurría más le gustaba la ciudad a toda la familia y muy pocas ganas tenían los tres de irse o de cerrar el asunto que allí los había llevado. El panadero se había convertido, en unos cuantos días, en el tahúr más experimentado de la taberna y, entre aquella clientela peligrosa, era el rey. Fito, adolescente soñador, estaba convencido de salvarle la vida todas las noches a la princesa enana y mala madre, pero dueña de sus fantasías. Y para Juanita, el titiritero lo justificaba todo.

 

Sin embargo, entre los mayores, a medida que los días pasaban, el malestar por la tarea pendiente crecía hasta que el panadero decidió hacerle frente:

 

- Juanita, ¿A qué demonios hemos venido? O lo resolvemos o nos largamos de aquí.

 

- Panadero de mi alma, después de mucho pensarlo, creo que tengo la solución. Podríamos-dijo ruborizándose- llevarnos al titiritero con sus muñecos para que engañe a La Giganta.

 

- Mujer, no sé por qué te sonrojas, no es mala la idea. A ver cuanto dinero quiere-le respondió el marido.

 

- Si estás de acuerdo, puedo convencerlo de que no cobre - se atrevió a proponer Juanita.

 

- Vaya, eso sería una maravilla. A ver si lo logras -  aceptó el panadero.

 

Al día siguiente, temblando de gusto, Juanita le propuso a su amante que se fuera con ellos al pueblo, que allí nunca habían visto títeres y, desde luego, que tenía que engañar a la Giganta. Juanita no sólo le explicó cómo había nacido Fito y por qué habían tenido que viajar hasta la ciudad, sino que, como si lo recordara para sí misma, se alargó evocando a los gigantes que habían vivido en el castillo, describiendo los olores podridos de aquel valle siempre bajo la lluvia. El hombre se sintió, de repente, incorporado a un cuento que le gustaba aún más que cualquiera de los que él había escrito ¡Iba a ser protagonista, al fin! Juanita recostada en el pajar, estaba a su lado desnuda. Mientras ella hablaba, los ojos del titiritero se hacían grandes, dejando ver las pupilas dilatadas por la imaginación o por el deseo, sólo él lo supo. Lo cierto es que a partir de esa tarde, Juanita tuvo que contarle alguna de las leyendas del pueblo para verlo encenderse de pies a cabeza, los poros dilatados, las sienes palpitantes y la mente desbocada.

 

- Pero, y eso, pasó de verdad-alcanzaba a tartamudear alguna vez viviendo un sueño que no se acababa nunca, como si estuviera en el edén hasta que una mañana, rodeando con los brazos y las piernas el cuerpo blanco de Juanita, se le acercó al oido y, haciéndole cosquillas, murmuró:

 

- ¿Cuándo nos vamos, Juanita?

 

 

 

 

 

 

VI

    DE LO QUE LLEVÓ A LA GIGANTA A VOLVER AL CASTILLO Y A BUSCAR A FITO

 

Garridica soy en el yermo,

¿y para qué?

pues que tan mal me emplée.

Anónimo

 

Un mal ventezuelo

me alzó las haldas:

¡Tira allá, mal viento,

que me las alzas!

Salazar, "Espejo"

 

 

La Giganta había desechado la idea de volverse a encontrar con El Alemán pues el tiempo parecía haber hecho que el amor pasase, así que inició el viaje de regreso al pueblo. Apenas decidió el retorno, echó marcha atrás en sus recuerdos y volvió a pensar en el hijo que quería y que no tenía, en el amante germano y esquivo, en los gigantes con los que se había tropezado ("ogros más que gigantes" se dijo) y en la sentencia de muerte que le había dictado a su propio hijo, a aquél que sí había tenido y que había repudiado por enano. Trataba, así, de entender mejor el impulso que la arrastraba hacia su castillo. En su andar, paso tras paso, reflexionaba:

 

- Pero, animal, ¿a qué vas? Te detestan y tú los aborreces. Si te fuiste por algo debió de ser...

 

Perdida en tales cavilaciones no se dio cuenta, más que cuando estaba casi dentro, de que le cerraba el paso una catedral gótica inmensa, una casa de Dios, que por sus dimensiones intentaba contener el cielo para adornarlo con sus vitrales. Pudo traspasar el portal enmarcado por reinas orientales sin necesidad, siquiera, de agachar la cabeza. El recinto parecía estar vacío. Avanzó por la nave central y comprobó que, más allá, en el centro de uno de los altares, había una pintura de la Vírgen dándole de mamar al Niño. Se la veía tan plácida y tan sonriente, curvándose alrededor del hijo, tan redonda toda ella, que La Giganta la envidió. Entre más la miraba más se le revolvían las tripas. Sentía que le escocía el alma y le dolía el corazón. No sabía si era por la culpa de haber vivido tan libre, por haberle entregado el enano a Juanita o por haber querido tanto al Alemán. Quizás fuese por no haber tenido a nadie en los brazos como la Vírgen de la pintura. En su enorme cabeza las dudas eran aún mayores, se confundía tratando de justificarse pero los intentos fueron vanos, es más, a  fuerza de interrogarse, se convenció de que ser madre era la meta de una mujer como ella. Enfurecida contra sí misma, sintió cómo le temblaban las venas ante la verdad: ella había tenido un hijo y lo había abandonado. Por eso, se había ido del pueblo pero, por eso mismo, ahora volvería en busca de Fito. La Giganta quería hacer de madre y tener colgado, como escapulario, a un ser humano, no dejarlo alejarse a más de tres pies de ella,  y  ese sólo podía ser Fito.

 

Cuando levantó la vista, se encontró con dos largos y entornados ojos a la altura de los suyos, dos ojos inmensos. Siguió con la mirada la nariz recta que los separaba, delineó la boca y el ancho cuello. Se desvió hacia la derecha y pudo contemplar al niño que sobre los hombros llevaba San Cristobal. Era un fresco de colores vivos en el que las dos piernas musculosas del santo hacían gala de una fuerza desproporcionada para la carga que sostenían sus hombros. Llevaba al pequeño Dios con la misma gallardía con la que ella pensaba pasear a su hijo.

 

- ¡Qué imbécil soy! - pensó - ¡Qué diantres me llevaron a buscar otro hijo teniendo uno! Con los años aquel garbancito, quizá, se haya convertido en uno de los de mi raza - pero su mente de repente reparó -  ¿Y si está muerto?

 

La posibilidad, nada remota, de que sus órdenes se hubiesen cumplido al pie de la letra empezó a  preocuparle más que la culpa de habérselo dejado a los panaderos.

 

- ¡Son capaces de haber acabado con él! Ignorantes, asesinos, estoy segura de que pueden hacerlo - gruñó - Claro, por algo no lo maté yo misma, claro, claro - se repitió varias veces convenciéndose, con su propio discurso:

 

- Asesinos, claro, por eso no lo hice yo misma. Aquello era figurado. "Que me entreguen su corazón" es "que me entreguen su cariño".

 

Y cuando se preparaba a salir, descubrió junto a la puerta una estatua, un gran Moisés que enarbolaba los Diez Mandamientos.

 

- ¡Doble señal! El mandamiento "No matarás" y además Moisés sobrevivió - gritó e inició una danza absurda, entre pantomima y ronda de salvajes. El suelo retumbaba mientras ella emitía chilliditos de madre colmada.

 

- Cuchi, gu-gu-gup, rurri, purrrr...

 

El ruido despertó a un cura que dormitaba en uno de los confesionarios. El sacerdote abrió, perezoso, los ojos a la misma velocidad que la cortinilla y, con el malhumor creciente de quien, una vez más, tiene que imponer el orden, brotó la voz cascada de detrás de una dentadura con forma de peineta rota.

 

- ¿Qué pasa? Silencio, más respeto en la casa de Dios.

 

Cuando se espabiló un poco más, vió en todo su tamaño a La Giganta, bamboleándose en medio de la iglesia. Se asustó y, despachando al sueño más rápido de lo que solía hacerlo, aulló:

 

- ¡Satanás! ¡Visiones de Satán!

 

La Gigante se detuvo de inmediato y, dócilmente, salió de la iglesia pues no quería que el Santo Padre fuese a cambiarle las señales y, menos aún, fuese a disgustarse con ella por ese mequetrefe medio dormido. Muy contenta y con las ideas por fin claras, convencida de que Fito vivía, emprendió nuevamente la marcha. Los pasos que la acercaban a su castillo le imponían un ritmo constante y monótono a sus pensamientos. Hablaba sola, preparando las explicaciones con las que pretendía justificar su huida dejando a Juanita y al pueblo entero olvidados. Antes que nada, se fijó como meta convencerlos uno a uno de que era una madre entera y verdadera. Estaba segura de que no era tarea fácil ya que muy mal visto está eso de abandonar a los hijos, se confesó a sí misma, sonriendo mientras se quitaba una astilla que se le había clavado en el talón.

 

Sentada, retorciéndose el tobillo para ver mejor en donde se había incrustado la espina, se imaginó lo pequeño que debía de ser el pie de Fito.

 

- ¡Le pondré zapatos! - se dijo - Je, je, entre compartir una vida descalza con Juanita o formar parte de mi muy palaciego andar, no lo dudará ¡Voy a hacer de madre, qué felicidad!

 

Y sin embargo, cuando llegaba a lo más hondo de su ser, a pesar de la recién descubierta vocación materna que la invadía, La Giganta sentía aún la nostalgia del impulso, fortísimo, ahora adormecido, que la había llevado a salir en busca de El Alemán. No lograba conciliar lo uno con lo otro o, quizá, fuesen lo mismo. Su conciencia logró eliminar al primero en beneficio del actual así como en el pasado había conseguido convencerla de que antes que madre era una mujer enamorada. Seguramente el niño haría que El Alemán volviera, del mismo modo que ella había regresado.

 

- ¿Qué padre no quiere a sus hijos?  Y  ¿Qué hijo no quiere a su padre? Seremos una familia encantadora: yo tan grande, él tan normal y Fito tan enano - ironizó, muy satisfecha.

 

A medida que atravesaba los campos y que el paisaje se hacía más angosto, a medida que el sol se escondía detrás de las nubes y que las montañas crecían, La Giganta se sentía más fuerte y más segura. Su alma no podía ser más vigorosa, más dadivosa ni más santa así que, para demostrarlo, apretó el paso y se  dirigió hacia un bosque que a lo lejos ardía. En unas cuantas zancadas, llegó hasta las llamas y, sin reflexionar, se arrojó al fuego. Pisaba las brasas, rodeada de un humo blanco y muy caliente. Sus glándulas  acaloradas expulsaban un sudor espeso y acre. Cuando el calor le resultó demasiado fuerte, cuando ni un puntito negro le quedaba en la nariz, cuando su cara era ya una ciruela roja de piel tirante y le palpitaban tanto las sienes como las uñas, La Giganta se quitó los primorosos calzones que había bordado en el mar, abrió las piernas y dejó salir un generoso chorro de meados, una catarata, que acabó con el desastre natural.

 

- Haz el bien y no mires a quién - se felicitó.

 

El fuego se transformó en cenizas incandescentes que, en el humo y con el viento, más parecían estrellas fugaces. El fluido salvador, rico en amoniaco, se esparció por aquella geografía de villas que, como verrugas, se pegaban a los riachuelos. Con vivas a La Giganta celebraron el fin del incendio los pocos labradores de por allí. Cuando nada más quedaban unas cuantas fumarolas, la mujer, muy orgullosa, se cambió de ropas, se arregló el pelo y siguió andando para entrar limpia y pura al castillo que la había visto nacer. Ya podía ver las montañas que rodeaban el valle y, también, percibía la pestilencia grasa y rancia de sus paisanos.

 

¿Los odiaba? La palabra le pareció floja. Eran caníbales contra los que había tenido que defender, siempre, sus propias carnes. Estaba ya tan cerca que creía oir el ruido de las gotas de lluvia que escurrían encarriladas entre las hebras de los techos de paja hasta alcanzar el borde de los aleros. Sabía que, redondas como esferas de espejo, las gotas seguían su camino hacia el abismo y caían hasta que se estrellaban y reventaban contra el charco sucio y turbio del suelo: un chasquido nítido, agua que cae en agua.

 

Un par de zancadas más y su silueta se perfiló por el mismo puerto por donde había desaparecido hacía tantos años. Ladraron los perros, cacarearon las gallinas y los asnos rebuznaron ante tan imponente presencia. La gente quiso fingir indiferencia aunque el cura le dijo al alcalde lo que le contó el albañil que le había susurrado el carnicero que, a su vez, lo tenía de la lavandera:

 

- ¡Vaya! Lo único que nos faltaba. Y dicen que viene a buscar a Fito... ¿Será?

 

- ¡Ja! - y ese "ja" era la mejor contestación pues los panaderos y Fito no habían vuelto todavía. Cuando La Giganta se hubo instalado en sus aposentos y le preguntó a los pocos criados náufragos que por allí merodeaban, curiosos y recelosos de tener que volver a trabajar:

 

- ¿Siguen viviendo los panaderos en la misma choza?

 

obtuvo la respuesta burlona:

 

- Pero, ¿no está usted enterada? Los panaderos viven en la ciudad y se dice que viven bien... - y añadían con mucho retintín - ...con Fito.

 

A La Giganta no le quedó más que decir "¡Ah!" aunque ese "viven bien con Fito" no cayó en oídos sordos.

 

- Fito no está muerto - pensó, así que despachó a un fiel espía, hijo de aquel antiguo servidor que había corrido a comprobar si Juanita y El Alemán se entendían.

 

- Localízalos y cuéntame sus planes, cuanto antes.

 

Salió el mozo a toda prisa, orgulloso de la confianza de su señora. Mientras tanto La Giganta dió por hecho el encuentro con el niño. Se dedicó, entonces, a preparar en voz alta la frase que, en un momento tan crítico de su vida, debería pronunciar y de la que, con seguridad, la gente estaría pendiente.

 

- Hijo, hijo mío, por fin te encuentro - diría para, luego, romper en llantos. O, quizá, fuese mejor el tono displicente:

 

- Hijo, ¡cuanto has crecido! - y abrazarlo con ternura materna después. No, eso, precisamente, era lo único que no se le debe decir a un enano.

 

- ¡Cuanto habrás sufrido sin mí! Perdóname, pero la vida nos juega, a veces, muy malas tretas.

 

Ante tanta fantasía La Giganta se reprendió a sí misma, estaba  fuera de lugar.

 

- Lo más seguro - se dijo - será esperar el informe del espía, tan vicioso como su padre, y por lo mismo, eficaz.

 

Pero el tiempo pasaba y la desesperación la había puesto nerviosa. Pasado el deleite engañoso de los hábitos recobrados, tenía que reconocer que no le agradaba estar allí, en el castillo, con tantos recuerdos. No le gustaba la gente y menos aún sentirse encerrada en espera de una familia mugrienta y desagradable que "le había quitado a su hijo". Porque, ahora, es de lo que estaba convencida: "Juanita ha huido con mi hijo".

 

La Giganta vociferaba a tontas y a locas y descargaba su mal humor en cuanto ser viviente se cruzaba por su camino. De una patada murió el mastín asmático y viejo que la había esperado llorando todas las noches a los pies de la cama. A gritos le rompió los timpanos a los nocturnos ruiseñores que, sordos, ya no pudieron cantar, y, le bastó  una rabieta para pisotear los árboles chinos coleccionados por sus abuelos, los jazmines de oriente y los naranjos que atesoraba la familia en el invernadero. Era tal su cólera y su ira que a punto estuvo de volver a emprender viaje y, esta vez sí, recuperar a El Alemán junto con Fito y los panaderos, a fuerzas, sin preguntarles siquiera. Pudo conformarse, sin embargo, con asomarse durante horas al  balcón de la torre, a ese en el que, de tan alto, ya no se oía ni el ruido de las chicharras, ni el croar de los sapos, a ese en el que ni los colibríes, ni los murciélagos se posaban.

 

- Pero no, no perdamos los estribos, a El Alemán después. Ahora quiero a Fito que me será muy útil precisamente para convencerlo.

 

Mientras La Giganta daba vueltas y revueltas, el espía atravesaba convexos y lejanos llanos, a todo galope, preguntando por una pareja de panaderos acompañada por un enano. La gente, bruta como sólo la gente puede serlo, respondía:

 

- ¿Una pareja acompañando un niño?, no.

 

Y era, en cierto sentido, verdad, lo único que por allí había pasado era un titiritero siguiendo a unos panaderos y un adolescente enano. Y, si no preguntaban por ellos, a cuenta de qué había de mencionárseles.

 

El espía no dudó y siguió su camino, recto, sin encontrarlos nunca, se perdió como una flecha que, al no alcanzar el blanco, sigue cruzando el cielo, suspendida en el aire.

 

 

 

                                                            VII

      DEL REGRESO DE FITO AL PUEBLO Y DE COMO TRES HECHIZOS SE DIERON EN

                                                    UN MISMO DIA

 

Se quitó el cinto que ceñía su cintura sobre el vestido, por debajo del precioso manto. Era de seda verde y estaba adornado con hilo de oro, y bordado con hábiles dedos.

"Sir Gawain y el Caballero Verde"

 

Juanita, el panadero y Fito, subidos en lo más alto de los cachivaches que atestaban  la carreta, avanzaban lentamente, al paso de los bueyes. El titiritero los seguía, montado sobre un caballo blanco cargado con los trastos del teatro. Su colorido y garbo admiraban a Fito que le envidiaba el chaleco húngaro de seda amarilla y la camisa morada. Atravesaban vastos campos de olivos, el uno igual al anterior. Los árboles dispuestos con regularidad, como los motivos de una tela estampada, delimitaban calles de un color a veces ocre a veces rosa. Cruzaba el panorama, de punta a punta, como una costura abultada, un acueducto cuyos arcos rompían la perfección matemática del paisaje. Los cambios en la naturaleza que rodeaba a los viajeros eran imperceptibles, como cuando los niños crecen.

 

- Uy, ya nos vamos acercando, reconozco esos cerros - dijo el panadero para acabar con el silencio religioso que mantenían desde el inicio del regreso. Nadie le respondió. El movimiento de la carreta los aislaba del resto del mundo así como a unos de otros. Por separado se  hundieron en sus pensamientos.

 

Juanita preparaba el golpe con el que tendría que engañar a La Giganta. Le preocupaba también el modo de incrustar al titiritero en la vida del pueblo. Con el bamboleo arrullador pensaba por ráfagas  y, a menudo, perdía el hilo, quedándose entre la ensoñación y el vacío. Caían las ideas, una sobre otra, tapándose, como hojas de otoño que poco a poco cubren la tierra helada. Juanita reflexionaba y contemplaba a Fito a quién parecían haberle madurado antes los morros y la nariz que el resto de la cara. Se le habían hinchado, poniéndosele pinta de ciruela vieja como a todos los adolescentes. Con la modorra del viaje este defecto se le acentuaba aún más  así que, visto de perfil, Fito parecía tener belfos más que labios.

 

Fito sabía que, estratagema de Juanita o no, él tendría que enfrentarse a su madre La Giganta. Por un lado lo deseaba, quería saber cómo era y qué tanto se parecía a él. No es que se sintiera atado por lazos de sangre a quién ni siquiera conocía sino que la gente le recordaba, sin falta y sin motivo, de quién era hijo. Por otro lado temía el encuentro: le habían contado, con lujo de detalles, los mismos panaderos, lo cruel y despiadada que podía ser aquella mujer. ¿No lo había demostrado, precisamente, con él al nacer? Bastaba recordar el famoso "escupitajo" del que la gente del pueblo - su propio pueblo - se había adueñado y que le echaría a la cara en cuanto pudiera.

 

Junto a Fito, el panadero, la mente en blanco, guiaba a los bueyes y se volvía para señalarle el camino al titiritero que observaba al trío, desde detrás, intrigado por los vínculos afectivos que los unían y que los empujaban a regresar. El titiritero no entendía el cariño innegable que existía entre Juanita y el panadero así como el amor que le profesaban a aquel enano. ¿Cómo podía explicárselo él que nunca había tenido familia? Y Fito, Juanita y el panadero, sin lugar a dudas, eran una.

 

- De buena gana me llevaría yo a la Juanita y dejaría al par de acompañantes cuasimodos trepados en la carreta...  pero no quiere la muy terca - se quejaba.

 

Y el paisaje había dejado ya de ser amplio. El horizonte estaba dado por una cordillera, en forma de muralla almenada, detrás de la cual palpitaba el pueblo seguramente sumido en la bruma. Lentamente, los animales tiraron del grupo por veredas que nadie transitaba hasta el mismo puerto por el que había llegado La Giganta. Desde allí se podía adivinar el perfil del castillo y de las chozas que lo rodeaban.

 

- Nada ha cambiado - murmuró Juanita.

 

- Es un decorado para novelas de caballerías - se entusiasmó el titiritero.

 

- Mira, mira, aquella es nuestra casa y la de al lado es la panadería - insistía el marido de Juanita mientras Fito, mudo como siempre, contemplaba el lugar, impertérrito, hasta que emitió uno de sus gritos,  grito que Juanita logró apagar poniéndole la mano en la boca.

 

- Calla, lelo, que con eso te van a reconocer.

 

Fito le mordió un dedo y fue entonces Juanita la que aulló.

 

- ¡Pedazo de alcornoque! - tronó el titiritero, soltándole un mandoble al niño.

 

- Pero, y tú ¿qué te has creido? - saltó Juanita, devolviéndole la bofetada.

 

- Basta, basta ya, ¡menuda entrada! - intervino el panadero callando y separándolos a los tres.  Sin embargo, el altercado dió aviso de su llegada y ya corría la gente por los senderos empinados a darles la bienvenida, a tocarlos, a verlos y, ante todo, a decirles que La Giganta los esperaba.

 

- Llegó ya, ya llegó La Giganta - les decían unos en secreto, otros, en cambio, a voz en grito:

 

- Más os vale haber desaparecido al Fito ese, porque aquí está su madre.

 

- Su madre soy yo, y desaparecido está - replicaba al instante Juanita.

 

- Pero y ese que va contigo ¿no es Fito?

 

- No, es otro... y el titiritero es nuevo - repondía de mal modo Juanita, pero, rápidamente, proseguía enfática - el titiritero viene con un teatro, algo que nunca hemos tenido en nuestro pueblo. Y este muchacho que me acompaña forma parte del espectáculo. Os asombraréis.

 

- Ja, ja, ja, vamos, Juanita, ¿qué nos cuentas? Ver, lo que se dice ver, lo tenemos todo visto. Se te olvida que convivimos con  una  Giganta. Te crees que porque vienes de un pueblo grande...

 

Entre  gritos y risas llegó la caravana a la casa del panadero que, después de tantos años, echó mano de la llave que llevaba colgada del cuello desde el día en que salió. Abrió. Cuando bajaron de la carreta, y, mientras se abrazaban con los vecinos y con el cura, no hubo quién no se fijara en que, con la ausencia, con los viajes y con las comidas nuevas, a los forasteros se les habían separado un poco, muy poco, los ojos, lo suficiente para darles una visión más ancha del mundo y para procurarles un aire más afable, que confirmaba la permanente sonrisa que lucían. Contaban sus aventuras del mismo modo que en el pasado explicaban cuantos panes había que preparar para una boda o cómo se amasaba y luego se dejaba reposar la mezcla de harina, agua y levadura.

 

- Juanita, de verdad, ¿hay tanta gente, como dicen, en las calles de las ciudades?

 

- Sí que la hay, y además vienen cada uno de un sitio; cada uno con su idioma, con sus ropas, con sus ademanes. ¡Qué sé yo! Algo digno de verse.

 

No hubo quién pegara un ojo esa noche, el pueblo entero rodeaba a los viajeros recién llegados. Ya amanecía cuando un jinete paró frente a la choza y, después de preguntar cuando se abriría nuevamente la panadería, dijo:

 

- Mi señora, La Giganta, desea ser la primera en ver el teatro y, además exige la presencia de los panaderos.

 

Se hizo un silencio que Juanita rompió:

 

- Es un honor,  allí estaremos esta tarde.

 

Apenas salió el mensajero, uno tras otro, en orden, silenciosos como si alguien se hubiese muerto, los visitantes se escabulleron. Cuando ya no quedaba nadie, el titiritero exclamó:

 

- ¡La que se va a armar! Dios nos pille confesados - y calló ante la mirada disgustada de Juanita que, entonces, se dirigió a Fito:

 

- Sólo tienes que actuar como lo hacías en la ciudad, como un títere sin hilos - apenas había pronunciado esto último, le entró una risita nerviosa - en fin, quiero decir, bueno, ya no sé lo que digo, tú me entiendes.

 

Fito movió la cabeza afirmativamente aunque estaba decidido a enfrentarse a La Giganta como lo que era, su hijo, y no como un muñeco. Después de comer, el trío, que ahora era cuarteto, subió la cuesta que llevaba al castillo ante los ojos intrigados y distantes de los demás habitantes del pueblo. Los animales, como seres humanos, presenciaban la escena en silencio respetuoso, atentos sólo al ruido que hacían los cascos del caballo blanco golpeando el empedrado a contratiempo con el roce suave de las pezuñas de los bueyes.

 

Faltando unos cuantos metros para llegar al foso que rodeaba el castillo, cayó el enorme puente levadizo. El grupo entró por el mismo portón que Juanita había cruzado con el niño en brazos después de aquél parto difícil. Cuando llegaron al patio interior encontraron a La Giganta, de pie y vestida de ceremonia. Tanto la falda como el corpiño eran de brocado rojo y de los hombros le caía una elegante capa negra, de terciopelo, ricamente bordada con hilos de plata representando las constelaciones del zodiaco. En la cara de La Giganta no se movía ni un músculo, era como una cabeza esculpida en mármol, un mármol en el cual se hubieran aprovechado las vetas grises para figurar las ojeras, las arrugas y los infinitos pliegues de una piel vieja y fría.

 

Fito la analizaba de arriba a abajo para encontrar cuáles eran los rasgos que deberían unirlos. Su corazón latía con violencia, azuzado por el interés, la curiosidad y la angustia. Habría querido encontrarse solo con ella y que la mujer que lo había parido lo abrazara maternalmente. No sabía cómo ponerse, era un sueño, era recobrar su historia. Esperaba muy tieso la ocasión de decir "mamá" y así olvidarlo todo cuando oyó al titiritero murmurar al recuperarse de la sorpresa:

 

- ¡Santo Dios!

 

La Giganta prefirió no darse por aludida y se dirigió a Juanita y al panadero:

 

- Seguidme, tenemos mucho de qué hablar.

 

En silencio y cabizbajos, los dos, con Fito trotando detrás como si fuese un perro fiel, se encaminaron al salón del que La Giganta abrió la puerta.

 

- Doy por sentado que se han seguido mis órdenes al pie de la letra y que habrá pruebas de ello - empezó a decir la enorme mujer, pero se interrumpió bruscamente al ver a Fito - ... ¿Y qué hace aquí este escupitajo?

 

- Es, es un títere sin hilos que forma parte del espectáculo - tartamudeó Juanita - vete de aquí muchacho, vete - continuó.

 

Fito permaneció inmóvil, absorto en la contemplación de aquel ser que lo llamaba escupitajo.

 

- ¿Pero qué le pasa? ¿Estás pasmado? Fuera de aquí - se indignó la voz ronca.

 

- Sí, vete. Vete a preparar la función - insistió Juanita angustiada viendo que los párpados de La Giganta se cerraban ligeramente espoloneados por la  sospecha.

 

Fito obedeció de mala gana y, cuando iba a cruzar el umbral de la puerta, la Giganta, ladina, que lo había seguido con el rabillo del ojo, lo llamó:

 

- Fito, Fito.

 

No fue tanto por puro reflejo, ni por la candidez propia de su edad, sino porque deseaba que su madre lo reconociese por lo que Fito volvió la cabeza con gran solicitud.

 

- ¡Tú eres Fito! - gruñó La Giganta mientras el adolescente sonreía - Ven aquí, que soy tu madre.

 

- Si alguien es madre de este niño soy yo, señora, no sea usted cara dura - y Juanita se plantó, los brazos en jarras, frente a La Giganta.

 

- Y yo su padre - la imitó el panadero, haciendo de su mirada dos dardos que fueron a clavar su rabia en el centro de las pupilas del adversario. Tan preciso fue el gesto que La Giganta se acobardó y para evadirse se agachó: así podría hablar mejor con Fito. A medida que su esqueleto se plegaba armoniosamente gracias a la fuerza de sus músculos, su cerebro se sobresaltaba. La Giganta no lograba entender cómo Juanita sentía tanto cariño por aquel muchacho deforme y además hijo del hombre que las había plantado a ambas. Despecho y asco era lo primero que a ella le inspiraba semejante monstruo.

 

- ¡Qué difícil es medio entender y medir los afectos que existen entre los demás! - se dijo.

 

Este pensamiento fugaz, como vino se fue, rechazado por la conciencia que se abría paso trayendo consigo el recuerdo de la madona, del San Cristobal y de las frases aprendidas.

 

- Hijo, hijo de mi alma y de mi vida, desde que naciste no he hecho más que preocuparme por tí, no he dormido, no he vivido. Pero tú, tú nunca me buscaste, nunca me seguiste, nunca preguntaste por mí. Una palabra, un susurro me hubiesen bastado para  urgar hasta en el fin del mundo.

 

- ¡Cara dura! - repitieron los panaderos - y, además no se ha dado cuenta de que el niño no habla.

 

Fito la miraba atónito, mientras ella proseguía en tono creciente:

 

- Hijo, ahora, tú y yo, juntos, iremos en busca de tu padre que, también, debe de estar desesperado sin noticias tuyas.

 

- ¡Habrase visto! - se asombraron los panaderos.

 

- Hijo, hijo mío, ven a mí. Lo primero va a ser mandarte hacer un buen par de zapatos porque vas hecho un miserable. Lo segundo, será dejar de comer tanta marranería como comes, ahora mamarás de mi pecho aunque estés ya mayorcito, y, desde luego, a esta gentuza la mandaremos a su casa - concluyó La Giganta.

 

Fito se dió cuenta de que La Giganta lo había arrinconado, que ya ordenaba su vida y que lo obligaba a escoger entre los panaderos y ella, es más, ella ya había elegido por él. Fito que nunca en su imaginación había previsto la escena y, menos aún, había pensado que tal dilema pudiese planteársele, se adelantó con lágrimas en los ojos, unas lágrimas que le ardían y habló por primera vez en su vida:

 

- Madre, -dijo y, después de un rato, asombrado él mismo de oír su voz joven y desafinada, prosiguió - No tienes vergüenza, pretender que abandone a mis padres... como tú misma te separaste de mí...

 

Se encontraban ambos de espaldas a los panaderos y frente al espejo que La Giganta le había robado a los sabios. En aquella superficie plateada aparecieron los dos como seres normales: ella, tan bien vestida que perecía una dama de la corte acompañada por un paje: él, cuyas deformidades se habían perdido en el azogue, él, convertido en un joven apuesto de estatura corriente y de sonrisa fácil. Por fin, los dos, madre e hijo, se veían físicamente normales. Callaron al darse cuenta de lo que el espejo les ofrecía. Pero, mientras ellos, fascinados, se contemplaban como los dos seres que hubieran querido ser y mientras dialogaban de igual a igual, un ruido sordo se abrió paso entre la tierra, era un gruñido salido de las entrañas del valle que, como un biombo sonoro se interpuso entre ellos dos y los panaderos. Nadie pudo oír ni se supo nunca lo que se dijeron madre e hijo en aquel enfrentamiento moral, enfrentamiento de calidades humanas y no ya de tamaños, de fuerzas o de obligaciones dictadas por la costumbre.

 

Entre más gesticulaban, más rugía la tierra, vinieron entonces los rayos y los temblores que derribaron casas y movieron montañas. El valle se abrió. El sol pudo entonces calentar las calles del pueblo, la luz dorada iluminó las sombras de los rincones, coloreó los reflejos del agua y el verde tierno de los helechos. ¡Con cuanto gusto los gatos abandonaron el calor de las chimeneas para tirarse al rayo del sol, con cuanto gusto cantaban ahora los pájaros en un mundo transformado para siempre!

 

Fue entonces cuando el último de los prodigios se dió. El espejo se cegó y, por arte de magia, Fito creció reventando la ropa que llevaba puesta. Se convirtió, de repente, en un adolescente común que se erguía medio desnudo y desafiante frente a La Giganta.

 

- Cría cuervos y te sacarán los ojos - concluyó la enfurecida Giganta mirando a Fito.

 

El hechizo se volvió a dar pero al revés, La Giganta se hizo pequeña hasta transformarse en una de tantas mujeres, ni alta ni baja, envuelta por abundantes ropajes que estorbaban sus movimientos. Ambos, madre e hijo, se dieron la espalda y salieron por puertas opuestas del salón, el uno libre y ágil, la otra arrastrando telas cuajadas de estrellas bordadas, símbolos de sus pasadas grandezas, símbolos a los que se aferraría hasta la muerte. Sola se hubiese quedado para siempre a no ser por una lágrima que, compadecida, se negó a abandonarla. Quedó la gota pegada al lagrimal del ojo, como un velo, nublándole la vista para siempre.

 

Los panaderos, testigos mudos de las metamorfosis, corrieron a alcanzar a Fito y, mientras el  marido de Juanita le daba tres palmadas en la espalda al chico, dijo:

 

- ¡Hijo, estás hecho un hombre!-, mientras ella le colocaba sobre los hombros su mantón diciéndole:

 

- A ver si ahora que te nos has puesto tan guapo vas a pescar un resfriado.

 

- Mamá, por Dios. - contestó el chico conmovido y satisfecho.

 

Cuando llegaron al patio, el titiritero tenía ya dispuesto el teatro y al verlos insistió:

 

- Venga, venga; a trabajar - sin darse cuenta de la nueva estatura de Fito.

 

El tercer hechizo del día se produjo, entonces. Los títeres echaron a andar, sin necesidad de hilos, se bajaron del teatro y salieron por la puerta del castillo. Juanita, mirando al titiritero le dijo con tono de pillina:

 

- Todo se tergiversa, a ver si ahora lo que funcionaba sin hilos los va a necesitar. - y continuó - Mejor recoge de prisa lo que queda de tu tinglado, que aquí ya no va a haber función.

 

 

                                                            FIN