REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LA LENGUA DE LA LITERATURA:
LA INSTITUCIONALIZACIÓN POR LA MEDIACIÓN DEL DISCURSO[1]
 


José Lambert

(K.U.Leuven)

Reine Meylaerts

(K.U.Leuven)

Michael Boyden

(K.U.Leuven)


 

 

Cualquier persona que quisiera informarse sobre los programas literarios de una universidad ubicada bien en Argentina, bien en Italia o en Sudáfrica, tendría la intuición de buscarlos en el entorno de los programas de lengua, denominados “las letras”, al menos en los países de tradición francófona: donde quiera que sea enseñada la literatura, parece que se aloja bajo el mismo techo que la lengua, máxime en las universidades donde sobrevive la filología de siempre. En efecto, el principio lingüístico es explotado, además de referirse a las lenguas, como una de las principales estructuraciones del universo de las letras. Esto parece la vía lógica, como una especie de necesidad. Trátese de “lengua y literatura francesas”, “lengua y literatura italianas”, “lengua y literatura alemanas” o “griegas”, la lengua y la literatura tienden a estar indisolublemente ligadas. En realidad, mínimamente se han producido fluctuaciones y titubeos desde la proliferación de las teorías literarias, que por otra parte siempre han ido a la par, como ya se verá con el culto de la lingüística como ciencia piloto. España, Italia, Portugal y también Francia, han optado menos por separar la lingüística y la lengua, unidas en el seno del célebre modelo filológico desde el siglo XIX al menos, que los países del Norte de Europa: Los Países Bajos, Flandes (mucho más que la Bélgica francófona), los países escandinavos, germanófonos y anglófonos han optado al menos por crear departamentos autónomos para la lingüística general y los estudios literarios, bajo denominaciones que reflejan la innovación en su variedad. Las colecciones de publicaciones han seguido la evolución reservando colecciones especializadas a la lingüística y, en consecuencia, a los estudios literarios. Lo cual no impide que el emparejamiento entre la lengua y la literatura ha permanecido hasta en los países que han sido los primeros en experimentar con las variaciones en cuestión (es generalmente el caso de los programas reservados a las lenguas y las literaturas más “exóticas”, tales son la lengua y la literatura chinas en Bélgica, y con más motivo las lenguas antiguas, mientras la lengua y literatura alemanas, solidarias en tiempos pasados bajo la bandera de “estudios germánicos” y en “Germanistik”, no han faltado en reunirse con los hermanos lingüistas o literarios especializados en el campo del inglés, el neerlandés, o hasta el italiano). Podría creerse que hay una lógica en la base de los emparejamientos, ¿pero  de dónde puede proceder? ¿El emparejamiento tendría orígenes teóricos, históricos, didácticos, políticos?

 

La respuesta no es realmente sencilla, en la medida en que la mencionada proliferación de teorías parece una coincidencia, si no es un indicio. Veremos que las sorpresas no cesarán de manifestarse: raras son las  teorías de la literatura, los manuales o las teorías del lenguaje que nos indican el camino, mientras los componentes lingüísticos en los estilos, en las obras literarias han sido destacadas hace siglos, aunque en términos de elementos y de componentes más que de forma fundamental. ¿Las tradiciones literarias podrían ser susceptibles de circular más allá de las lenguas? Parece ser que sí, ¿pero cómo ocurre? El emparejamiento tradicional sigue vigoroso, queda muy bien establecido en múltiples circunstancias, pero se carece de las demostraciones globales en buena y debida forma. ¿Ocultarían los árboles al bosque?

 

Sea como sea, la regla dominante sigue siendo que, hasta en términos académicos, las lenguas permiten distinguir, no sólo entre diferentes comunidades lingüísticas, sino también entre comunidades y tradiciones literarias. Podría decirse que la evidencia de la coincidencia de las fronteras literarias con las fronteras lingüísticas no cabe duda. ¿Pero de dónde procede y cómo justificarla? Raras son las discusiones teóricas que abordan el tema, mientras la cuestión de las lenguas está tratada bajo un número de ángulos más o menos ilimitados, desde el nacimiento de la filología (en el análisis de textos, en la filología de la edición crítica, en el aprendizaje de las lenguas, etc. etc.) hasta nuestros días.

 

El mundo académico no está aislado, ni por asomo, en el emparejamiento “lengua y literatura”: la escuela secundaria refleja globalmente una visión análoga sobre las lenguas y las literaturas: las lenguas clásicas: el latín y el griego, canónicos por excelencia, pueden ser considerados como uno de los focos de unión estimados como lógicos entre lo lingüístico y lo literario. Durante decenios (si no siglos), el mundo occidental se ha iniciado a la cultura de los Clásicos declinando primero “rosa, rosa, rosae...”, para pasar progresivamente a los secretos más sutiles del latín de Julio César, de Plinio el joven, para terminar “las humanidades” en unas estancias superiores llamadas Virgilio, Tácito, y otras Cicerón. En nuestros días, la escuela secundaria tiende a separar los elementos del binomio en cuanto se trata de las lenguas modernas: sea en España, en Francia, en los Países Bajos o en Flandes, la iniciación a la segunda lengua y a las demás lenguas “extranjeras” no ignora la lengua de la literatura como medio de cultivar el aprendizaje de las lenguas (los niños más jóvenes memorizan poemas, rimas y hasta cuentos), pero la necesidad de combinar los dos objetivos en el seno de una misma clase se ha hecho menos evidente que hace veinticinco o cuarenta años (en las clases de lengua, ya no está bien visto el impartir literatura). En la mayor parte de los países, la literatura acaba siendo sacrificada más y más a favor de otros campos del conocimiento de las lenguas, tales como los medios de comunicación, el correo y la terminología electrónica, etc., y la iniciación a las literaturas extranjeras como trampolín hacia el dominio de las lenguas extranjeras no es un capítulo indispensable de los programas didácticos. ¿Puede ser esto el anuncio de un divorcio en el cual el miembro expulsado se conoce por adelantado? La lengua tiene en todos los casos menos dificultades en mantener su lugar que la literatura. Pero en la medida en que un divorcio parece posible, parece más notorio en la enseñanza secundaria que en la enseñanza universitaria, y ciertamente no ha sido pronunciado para el conjunto de las Ciencias Humanas, y menos aún para la cultura en general. Recordemos que los lingüistas siguen hospedados en las facultades de “Letras”, de “Artes”, o de “Geisteswissenschaften”- what´s in a name?- a pesar de algunos flirteos con las nuevas tecnologías y con las ciencias del comportamiento donde, por otra parte, no detentan ya el monopolio.

 

Hubo un tiempo en el que la gramática y los diccionarios obtenían una parte de su prestigio y del prestigio de la “Lengua” recurriendo a los textos de los grandes escritores. Expresiones del estilo “la belle amour!” y otros solecismos eran aplaudidos por los intelectuales en cuanto era evocado algún ejemplo famoso de cierto François Mauriac u otros de Víctor Hugo: hasta los abogados y los obispos veneraban a los maestros de la lengua que fueron los escritores. Los “diccionarios de dificultades gramaticales y lexicológicas” al estilo de Joseph Hanse, así como el Précis de grammaire de Maurice Grevisse ofrecen una verdadera antología de este culto a los grandes maestros por la mediación de los escritores. En nuestros días, es cierto que tales ídolos resisten más bien mal al culto del ordenador, porque los censos lingüísticos, los de los diccionarios de nuevo estilo (tal como el Trésor de la langue française) se han dirigido más hacia el universo de algún modo ilimitado de la prensa y de los media, lo que por fuerza mayor, ha tenido por efecto, y de forma casi imperceptible, el descrédito del “corpus literario”. ¿Estarán amenazadas las academias de la lengua y de la literatura, los departamentos de los ministros encargados del  desarrollo de las Bellas Artes, de los Teatros y en consecuencia de las Letras?

 

Sigue siendo sorprendente que, independientemente de los divorcios evocados y descritos anteriormente, los de los tiempos modernos, la unión en apariencia evidente y natural entre lengua y literatura no ha sido, sin duda, celebrada oficialmente, y aún menos discutida y justificada en términos racionales.

 

De ahí, la legítima (auto)pregunta fundamental: ¿el vínculo entre la lengua y la literatura, tácitamente aceptado en la enseñanza, en la investigación y  en la política cultural (gubernamental) de nuestras sociedades constituiría una necesidad de algún modo natural (vinculo innato, en la jerga de los sicólogos), o habría nacido de una confluencia de circunstancias históricas (vínculo adquirido, según los mismos sicólogos) y sería posible considerar que fuese un día anulado o hasta puesto en cuestión. Recordemos una vez más que no es en absoluto la intervención de elementos lingüísticos en el seno de las obras/los textos lo que nos sorprende, sino más bien la cuestión de saber cuál es en realidad el concepto de lengua que anima a las literaturas (o a las tradiciones literarias) y a sus representantes, desde el autor hasta el lector pasando por el crítico, el ministro y el redactor en jefe de revistas o el gerente de una editorial: ¿la lengua sería técnica u ornamento (concepción instrumental/ornamental), o sería concepción/ sustancia cultural? Más que la cuestión de los elementos lingüísticos, es su funcionamiento lo que nos resulta embarazoso, incluso la función global de la lengua presentada como la lengua literaria de una comunidad. Nuestra conclusión será que no se trata nunca aparentemente de la lengua de toda una comunidad, sino siempre de una lengua atribuida a una comunidad en su conjunto, y esto para otorgarle más prestigio y más fuerza.

 

¿Los teóricos tienen la palabra? ¿O la tienen los investigadores?

 

A partir del momento en que es cuestión de investigación, las relaciones entre lengua y literatura merecerían ser ahondadas y discutidas de manera explícita, en lugar de ser abandonadas a evidencias o a tradiciones llegadas de no se sabe dónde. Tales verdades no tienen en principio nada que merezca asustar a nuestro mundo ávido de conocimientos, y que es el de los especialistas. Veamos un poco.

 

 No faltan las discusiones, ni las tomas de posición, hasta entre personas de alto rango: la bibliografía relativa a la lengua de las tradiciones literarias es rica, impresionante, y también inagotable. Una de las decepciones a este propósito, es el silencio por parte de las teorías literarias modernas y de las obras teóricas y sintéticas en literatura comparada (la responsabilidad de la literatura comparada es evidente) a propósito de sus concepciones sociolingüísticas o culturales en materia de lengua. Así es difícil no darse cuenta del culto por las lenguas nacionales y un especial horror ante los dialectos a través de los libros maestros de la disciplina en su conjunto. Cierto es que algunas universidades, algunos centros de investigación a través del mundo se han especializado en el análisis de las literaturas empleadas en el seno de comunidades lingüísticas minoritarias (su número se va acrecentando, con el “dominio de la word literature”, según Google). ¿Pero dónde está la diferencia entre dialecto y lengua (nacional) estándar en las discusiones sobre las literaturas? En los escasos estudios que- sobre todo- los comparatistas han consagrado a la cuestión de “la lengua de la literatura”, la debilidad de los marcos conceptuales (teóricos y metodológicos) es generalmente flagrante, y la seducción de la política hace dudar de la naturaleza de la discusión. Los marcos tampoco se serenan cuando la discusión se manifiesta al interior de una literatura “nacional”. Convendría preguntarse si la solución pudiera (alguna vez) ser proporcionada del lado de los “literarios”, es decir dentro de las teorías e investigaciones “literarias”. El recurso a la interdisciplinariedad parece ser indispensable, ¿pero qué interdisciplinariedad necesitamos?

 

Uno de los textos más explícitos que se pueda citar a este propósito refleja el punto de vista típico de cierto país, a saber Bélgica (o mejor dicho: una de sus comunidades lingüística), cuando fue presentado en un congreso de literatura comparada (Hanse 1964). La literatura comparada ciertamente no ha ignorado nunca las raíces de las literaturas nacionales: durante más de medio siglo, ha insistido siempre sobre el papel de las literaturas nacionales, y muy raramente sobre otros parámetros. Como por azar, es el Bulletin de l´Académie de la langue et la Littérature française de Belgique quien ha querido publicar “Langue, Littérature, Nation”, una discusión firmada por uno de los grandes nombres de la filología belga, reputado a la vez como lingüista y como experto en letras, a saber Joseph Hanse. En Bélgica al menos, ha figurado durante varios decenios sobre la mesa de trabajo de escritores, de los críticos y también de los investigadores, y sólo es en nuestros días cuando ha sido remplazada, más bien discretamente, por tratados y conceptos nuevos. Las posiciones sostenidas por el futuro secretario de la Académie no han sido nunca realmente rebatidas de forma explícita, al menos a propósito de las letras (francesas) de Bélgica, y apenas lo han sido sobre el plano de las teorías, a propósito de otras situaciones culturales. Los puntos de vista sobre la nación, la lengua y las letras que se han sostenido para la ocasión marcan una ruptura entre las tradiciones “belgas”, principalmente representadas por los francófonos, y una voluntad de acercamiento- ¿de integración?- con respecto a Francia: un paso en el sentido de una federalización literaria, en el nombre de la lengua y de la cultura, siendo la comunidad de los bienes culturales presuntamente garantizada sobre la base de la lengua y no de las comunidades políticas y /o institucionales. Poco importa para la ocasión cómo las opciones en la materia se han mantenido hasta nuestros días, ni cómo sobreviven a la época de la internacionalización, o de la federalización política del país, que se han hecho efectivas más tarde.

 

A pesar de todo, se mide la distancia que separa a un joven suizo de hoy con el lingüista belga de antaño, a pesar de que sus orígenes paralelos en la periferia del hexágono podían haberles aproximado: desde hace tiempo, Jérôme Meizoz analiza las orientaciones deliberadamente marginales promovidas por una serie de escritores y de tendencias literarias en el seno de su país, y esto bajo títulos que despejan toda duda  (“Le Droit de mal écrire: quand les écrivains romands déjouent le français de Paris”, “Ramuz: un Passager clandestin des lettres françaises”, “La littérature se fait dans la bouche: la représentation de la langue parlée dans les littératures romanes de XXe siècle”). El conflicto subyacente reside menos en los objetivos considerados (Hanse se propone ser abogado de una causa, de forma apasionada, mientras Meizoz, transforma a una serie de abogados análogos en objeto de estudio) que en el trato del binomio lengua-literatura. Una vez más, la vitalidad del binomio es confirmada, pero un tercer elemento aparece, a saber la nación y la función ocupada por la lengua y las letras con relación a una o (al menos) dos naciones, Francia y Bélgica por una parte, y Francia y Suiza por otra. Al proclamar la lengua como valor supremo de las letras, Joseph Hanse no duda en desnacionalizar la literatura y en orientarla hacia París, notablemente en vista de apartarla de la “región” y de su particularismo lingüístico y cultural. Suiza (romance) y los casos observados por Meizoz ponen de manifiesto cómo cierta literatura puede renunciar (o buscar recurso) a la canonización lingüística y literaria otorgada por un gran país vecino y su capital (parisina), y esto en nombre de una identidad cultural periférica: en su caso el binomio lengua-literatura permanece bajo el techo cultural de la unión nacional.

 

Tales situaciones son el indicio inequívoco de polémicas más amplias.

 

El sueño de un refuerzo del prestigio nacional (o nacionalista) por medio de un incremento de defensores de una lengua dada puede ser fácilmente ilustrado, sea en los periódicos contemporáneos, sea en los movimientos nacionalistas de hace dos siglos. Lo particular se liga pronto a las comunidades limitadas en número, mientras las sociedades más numerosas estiman que está más representada una universalidad que de todas maneras sigue siendo imaginaria, independientemente de los criterios cuantitativos. En resumen, el conflicto entre lo particular y lo universal no es privilegio de los países bilingües.

 

En el caso de Bélgica (no exclusivamente francófona: ¡los flamencos, los francófonos y otros permanecen entre bastidores!), los antagonistas pertenecen tanto al pasado como al presente. Por definición, Hanse prefiere ciertas prácticas lingüísticas, literarias y culturales (en realidad las ensalza) a otras prácticas que pretende por otra parte ignorar o excluir. Su nueva Bélgica (francófona) de las letras está fundada en una construcción jerárquica, donde regiones y particularidades permanecen en el peldaño más bajo, mientras París representa el mundo internacional y en consecuencia, la amplitud de miras. En el caso de Suiza (y otras periferias; ver posteriormente), el antagonismo se refiere a los defensores y a los críticos de la lengua del hexágono, pero su jerarquía se halla invertida en la medida en que la fidelidad a la nación (o a su cultura), colocada en segundo lugar por Hanse, ocupa esta vez el primer puesto.

 

La significación profunda de las tomas de posición registradas viene a ser en realidad que el conjunto de las concepciones sostenidas en nombre de la lengua y de otros valores resulta ser engañosa, tan engañosa como toda concepción política: la lengua de la literatura sostenida por unos y otros no puede en principio coincidir con la lengua de la nación o del ciudadano, dado que algunos ciudadanos ( y su lengua) son colocados en primer plano, y los otros en segundo, si al menos se les concede el derecho de ciudadanía   (la expulsión en nombre de la lengua, hasta en literatura, parece ser un crimen bastante grave, mientras el conjunto del paisaje literario mundial no cesa de practicarlo, incluso Bélgica, Suiza o Canadá, países que pretenden distinguirse de otros, y exactamente bajo el ángulo de la elección de la lengua, entendemos la de la literatura). Se trata en efecto, en los dos casos, de concepciones normativas y exclusivas de la lengua. La lengua de la literatura, en las diferentes concepciones vistas (cabe, en efecto, dudar que bien Bélgica, bien Suiza hayan debido conformarse alguna vez con sólo dos concepciones en materia de lengua), no puede pues ser la lengua de todos mientras la conversión a la nueva ortodoxia no tenga lugar. La lengua de la literatura no existe (aún) verdaderamente, queda por hacer, por realizarse, como es inevitablemente el caso de las (auto)definiciones normativas.

 

En  las polémicas sobre las orientaciones a seguir en vista del futuro (de las letras, de la lengua, de un país dado), es humano, muy y demasiado humano, perder de vista las realidades culturales e históricas. Los escritores suizos y belgas no tienen idea, diríamos, y ciertamente ninguna responsabilidad frente a las prácticas muy diversas de la lengua francesa exhibida a lo largo de su historia. Visto de lejos, visto más allá de la frontera, el emparejamiento lingüístico de Francia parece apacible y plácido, al menos en las letras: el gramático Hanse no tenía motivo alguno para errar a este propósito, pero como literato tenía motivos para cerrar los ojos. Es evidente que Francia no se ha librado de diferencias del mismo tipo, no ha escapado a las disensiones lingüísticas y literarias (o culturales, y notablemente políticas) ¿no es el país de la Revolución el que debió consentir a traducir “en dialecto” la Declaración de los Derechos del Hombre para hacerla asequible al Pueblo? Lo que es más relevante a nuestro propósito, es que los conflictos en materia de lengua y sus consecuencias, a saber la construcción de una “lengua para la literatura”, se desarrollan más allá de las fronteras lingüísticas, como un modelo que ya no tiene nada específico a una lengua llamada nacional. Es al menos una de las conclusiones resultante de nuestras exploraciones en otras tradiciones literarias y culturales.

 

Las lenguas de la literatura constituidas y discutidas dentro de “países pequeños” han sido tratadas generalmente como “excepciones”, tanto por los grandes teóricos como por los comparatistas: los “grandes países” han sido, claro está, la norma en el momento de dar forma a las definiciones, pero parece que nuestros grandes maestros, teóricos e historiadores, han simplificado las concepciones lingüísticas y culturales de los “grandes países” a partir de concepciones normativas, es decir a partir de posiciones establecidas sobre el modelo nacional(ista). Los grandes países han sido ellos también pequeños y divididos antes de crecer, y su lengua también ha sido tan histórica -y dinámica, por lo cual heterogénea- como la de los países pequeños. El mito de la homogeneidad parece hacerse fuerte, lo que lleva a los belgas a cultivarlo aún más que otros países institucionalizándolo como un eslogan nacional (La Unión hace la fuerza).

 

Antes de entrar en las construcciones lingüísticas de países menos periféricos, que despejaremos del mismo modo, veamos primero si únicamente ciertas provincias de la Europa moderna se debaten en las incertidumbres de paisajes variopintos.

 

¿La particularidad (lingüística y literaria),  cuestión internacional?

 

Estaríamos tentados en efecto de imputar a los resquicios de un colonialismo anticuado, la lucha en virtud de una lengua literaria (más o menos nacional, en el sentido fuerte de las palabras) que se desarrollan en la Bélgica de los escritores flamencos, y esto desde el principio del siglo XX, en parte bajo la batuta de Vermeylen (“Vlaming zijn om Europeër te worden”: “Ser Flamenco para hacerse Europeo”). Una de las celebridades de Flandes de finales del siglo XX, Hugo Claus, conecta su Chagrin des  Belges (Het verdriet van België) a la cuestión de la lengua, incluso a la cuestión de la lengua de las letras de su país, y las oposiciones lingüísticas y culturales que marcan el universo de sus personajes están en armonía con la historiografía literaria comentada por los personajes dentro de su novela: La Flandes literaria habría tenido sus particularistas en las letras, incompatibles con el progreso y la apertura internacional, sería el país literario de la particularidad, de lo cual procedería el culto del dialecto. Nuestros lingüistas (Geerts 1987) han demostrado que Claus en persona- del mismo modo que los predecesores que examina, los Streuvels y Gezelle- no utiliza de ningún modo una lengua preexistente, ha creado su propia lengua, lo que equivale a una exclusión de otros lenguajes y modelos culturales. A su modo, el traductor del Chagrin des Belges, Alasin van Crugten, ha optado por concepciones lingüístico-literarias que ocupan su lugar en la historia de las letras francesas (de Bélgica, y del mundo entero) (ver Meylaerts 2004). A decir verdad, su traducción es todo salvo compatible con los esquemas de Joseph Hanse, lo que no le ha impedido preparar un best-seller para el mercado francófono. En definitiva, basta con reexaminar a partir de bases nuevas, las luchas relativas a la lengua de la literatura para observar que no se detienen de ningún modo ante las fronteras lingüísticas, y aún menos ante las fronteras políticas. Los conflictos que atañen a Suiza son los mismos que los de la Bélgica francófona o flamenca, o al menos unos retos similares los orientan. Las particularidades de los países pequeños se sostienen y hasta condicionan por el predominio de los grandes vecinos, y parece difícil explicar lo uno sin lo otro. Tampoco es difícil poner en evidencia que las tensiones internas dentro de las letras francesas (inglesas, alemanas) se refieren y se han referido siempre a la lengua que se usa.

 

Parece ser que a través de todo el mundo, las diferentes comunidades lingüísticas- y no sólo las comunidades francófonas- han conquistado sus territorios -a menudo imaginarios- de las letras definiendo su ideal de la lengua literaria. Casi por definición, cualquier elección posible ha sido una elección política en la medida en que las lenguas posibles, aquellas que estaban disponibles y reales en un momento dado, estaban ya  tomadas... Las comunidades literarias nuevas, por definición no podían tener la primera elección en la reserva de las lenguas disponibles. Por ello podían difícilmente forjarse lenguas ideales, por entero, y sólo la lógica ha proporcionado una diversidad de soluciones diferenciales. Al elegir una lengua para la literatura, los escritores, los críticos (y los profesores) tenían interés en no conformarse con lenguas (literarias) de otros, y en preferir lenguas específicas. El dilema entre la lengua política dominante y la lengua “particularista” o regional que parece marcar a Suiza y a Bélgica no es más que la punta de un iceberg de las tradiciones lingüísticas que se han puesto a prueba. ¿Signo de  desamparo o de miseria? El hecho es que la historia de la conquista de las lenguas literarias ha sido ignorada por parte de los investigadores, mayormente en los “grandes países”, precisamente porque los historiadores y los teóricos de las letras, tales como Joseph Hanse, son los hijos del modelo nacional en el seno del cual funciona la literatura. ¿La unión lingüística de una literatura podría hacer su fuerza?

 

Señalemos en efecto que la historiografía de las letras, aquellas de las literaturas nacionales como la de los comparatistas, nos deja casi totalmente insatisfechos. La historia de nuestras lenguas (creadas) para la literatura no ha sido aún iniciada, queda por escribir. Queda por saber qué modelos (de explicación) podrá supuestamente utilizar. Nuestras exploraciones a través de la bibliografía no han sido nada halagüeñas hasta la fecha. Sigamos un poco nuestras verificaciones a través de las disciplinas. Una constatación preocupante conserva por el momento su validez: no parece que las investigaciones literarias teóricas hayan dejado mucha inspiración en la materia.

 

Lo que pudiera enseñarnos lo social y lo cultural

 

Aunque sea manifiesto que la lingüística y sus manuales no tienen muchos argumentos para resolver los problemas claves de la literatura, convendría sin embargo en esta ocasión, interrogar a la sociolingüística que tiene al menos, en cuanto a ella, por tarea la de ahondar en las diferentes concepciones de las lenguas. En principio, la cuestión de la lengua, en el momento de tratarse de diferentes lenguas, e incluyendo la cuestión de la literatura es de su incumbencia. La lengua de la literatura merecería ser tomada tan en serio como “die Sprache der Massenmedien” (Buger 1984), las múltiples formas de jergas y de argot, etc.

Un simple vistazo a los manuales importantes de sociolingüística, por ejemplo a los Handbücher zur Sprach- und Kommunikationswissenschaft de la casa de Gruyter, es motivo suficiente para tranquilizarnos. Es a partir de una concepción particular del mundo, a saber a partir del mundo marxista de los años 1980, que Erika Ising (Ising 1987) distingue así entre los distintos rangos que puede ocupar la lengua (las lenguas) dentro de la nación, bien sea en un estado “burgués” o  bien sea en un estado socialista. En sus esquemas designa al mismo tiempo los diferentes tipos de lengua (nacional) y sus posiciones jerárquicas. Sin embargo, sabemos desde hace mucho, que para el sociolingüista, la existencia o la no existencia de una tradición literaria es siempre significativa: ayuda a determinar el prestigio de una lengua (nacional) dada. A partir de las mismas concepciones marxistas, la interacción entre lenguas nacionales e internacionales (“Weltsprache”)  es, en cuanto a ella, también tomada en consideración. En resumen, ni las lenguas nacionales, ni las lenguas literarias, nacionales, locales o internacionales, son ignoradas, y es evidente que no pueden existir o desarrollarse (o desaparecer) en el aislamiento. Llama la atención que, entre las fuentes y los conceptos explotados en el artículo, las tradiciones del formalismo, del estructuralismo y del conjunto de las investigaciones humanas desde los formalistas, no cesa de orientar la mencionada sociolingüística moderna, de Jakobson hasta Lotman.

 

La simple intervención de tal esquema en un manual de prestigio reconocido, basta para demostrar que la sociolingüística no ha sido consultada hasta ahora por los especialistas de las literaturas. Está claro que la infraestructura dada, en este caso una concepción marxista de cierto tipo, a la organización mundial de las sociedades no coincidirá necesariamente con las otras tradiciones sociolingüísticas. Un cosa parece en adelante indispensable: la consulta de los trabajos sociolingüísticos a propósito de la (lengua de la) literatura. Reconozcamos que no está muy extendida en nuestros días, y la timidez de los literatos ante la sociolingüística es a menudo compartida del lado de la lingüística general.

 

En realidad, la oportunidad del procedimiento sociolingüístico refuerza los argumentos de una historiografía muy particular y nueva, aquélla que se ubica tras la estela de Benedict  Anderson (Anderson 1983) y tras la estela de Eric John Hobsbawm o de Fernand Braudel. El reciente libro que Anne-Marie Thiesse ha consagrado a La Création des identités nationales. Europe XVIIIe-XIXe siècle (Thiesse 2001) ofrece nada menos que un panorama de la “fabricación” de las naciones y del sentimiento de las identidades a través de los países europeos. Nos remite sin cesar a los trabajos de Anderson y de Hobsbawm (“The Invention of Tradition”), y la “fabricación” de la lengua literaria no aparece de ningún modo como el monopolio de los “pequeños Belgas”, sino más bien como una constante en el establecimiento de los estados-naciones. Por otra parte, en su bibliografía figura un libro reciente, consagrado explícitamente, no a las naciones o a sus literaturas, sino a la “República mundial de las letras” (Casanova 1999), siendo la hipótesis fundamental que la “literatura mundial” ha nacido al mismo tiempo y de la misma cuna que la literatura “nacional”.

 

Numerosos trabajos mencionados anteriormente nos llevan a otra sociología, que es bien conocida y fácil de identificar, la de Pierre Bourdieu: Jérôme Meizoz se inspira de ella, del mismo modo que Anne-Marie Thiesse y Pascale Casanova: Es de sobra sabido que, ya desde el final de los años 60, Bourdieu ha desvelado los mecanismos de oposición y de exclusión que orientan hacia los valores simbólicos, notablemente en materia de lengua y en materia de literatura. De los reproches dirigidos- a justo título, nos consta- al sociólogo francés, destaquemos sus orígenes y orientaciones, sin duda, demasiado “franceses”: parece, en efecto, que sociedades centralizadas de forma diferente al Estado francés son fáciles de imaginar (la contribución marxista de la República Democrática Alemana viene a ilustrarlo). Se entiende sin duda que una visión del mundo, indispensable en las teorías sociológicas, pueda difícilmente ser concebida y formulada in vitro. 

 

Es cierto que las visiones sobre la lengua y la cultura desarrolladas por Bourdieu han llevado sólo muy tardíamente hacia un descubrimiento de la interacción entre lo nacional y lo internacional: gracias a este descubrimiento al menos, varios números recientes de las Actes de la recherche en Sciences sociales han hecho de la traducción, y hasta de la traducción literaria, un lugar privilegiado de la investigación sociológica. Y la combinación de las literaturas con las traducciones es una de las tesis  mayores del libro de Casanova.

 

Investigaciones sistémicas, investigaciones sobre la traducción (Translation Studies)

 

La unión entre la cuestión de las lenguas, los estilos y su función en las normas estéticas de una cultura dada, puede difícilmente pasar inadvertida a cualquiera que se esfuerce por interrogar a traductores y a sus empresas. Es cierto que el universo de las traducciones es tan inmenso como el universo de las literaturas o el universo de las lenguas. Lo cual nos devuelve de nuevo a nuestra metáfora del árbol y del bosque. Numerosos son en efecto los trabajos sobre la traducción, en los que no trasciende nunca la cuestión de las relaciones entre las opciones en materia de traducción, por una parte, y las prioridades en la lengua y el estilo literarios por otra.

 

El hecho inverso es cuanto más manifiesto, y hasta podemos decir: cuanto más flagrante, y la palabra se justifica por la ausencia de curiosidad que los especialistas de la literatura han manifestado ante una de las actividades lingüísticas más elementares de los literatos a través de los tiempos. Si la cuestión de la función sociocultural ha podido pasar inadvertida a los especialistas de las literaturas, al estar encerrados en una disciplina que se ha vuelto hermética, ¿cómo explicar su ceguera ante el fenómeno de las traducciones, si no es por un auténtico rechazo, o por  tabúes? En resumen, el tabú ante las traducciones podría ser el indicio más sólido de la tenacidad del mito de la lengua y la literatura nacionales, y del carácter colectivo e inconsciente de los muros que rodean nuestros conceptos relativos a la literatura. La interpretación colectiva propuesta por Anderson (como por Bourdieu), a saber el carácter ideológico de las bases académicas destinadas a sostener la bóveda de los valores nacionales- las instituciones de la literatura y de la lengua- gana así considerablemente en credibilidad.

 

Basta con consultar Poetics Today y varias publicaciones históricas, distribuidas sobre todo en medios de la AILC, para encontrar las huellas de modelos teóricos llamados  a insertar el fenómeno de las traducciones en la dinámica de las culturas, las lenguas y las literaturas. Desde principios de los años 1970 un teórico israelí, hoy muy conocido por cierto, ha lanzado sus hipótesis sobre el tema del Polisistema. El mismo Itamar Evev-Zomar ha concebido sus discusiones como una contribución a numerosas disciplinas. Su discípulo Gidon Toury (Toury 1980; Toury 1995) ha prolongado sus esfuerzos ayudando a institucionalizar las investigaciones sobre la traducción como una disciplina nueva, “Translation Studies”. Un grupo al completo de investigadores diseminados a través del mundo ha sostenido lo que puede ser considerado como un “movimiento” (y no como una escuela), lo que confirma por otro lado la revista Target (John Benjamins, 1989).

 

Más que pasar revista a las múltiples publicaciones relativas a las literaturas (y a sus lenguas) distribuidas a partir de estos conceptos   “(poli)sistémicos”, limitemos la identificación de los fundamentos teóricos a la discusión de las “lenguas” y de las “institucionalizaciones” de las literaturas que se pueden leer principalmente en Even-Zohar, y esto ya desde los años 1970. Basta con consultar su bibliografía en Internet para observar que “the language of literature” (en Israel) ha constituido un artículo desde 1970. A parte de varias contribuciones donde la lengua de la literatura interviene de paso (como el famoso artículo sobre “The Position  of Translated Literature”, reeditado numerosas veces desde 1975), es sobre todo durante los años 1990 cuando el semiótico israelí se ha interesado por “el papel desempeñado por las literaturas (y sus lenguas) en la creación de Europa”.

 

A decir verdad, el conjunto de las hipótesis desarrolladas en el cuadro del polisistema juega un papel sustancial en una serie de carreras de comparatistas que se han hecho especialistas en la traducción. Y numerosos proyectos de investigación así como libros (Littératures en Belgique; ver De Geet y Meylaerts 2003) deben tanto a Even-Zohar como a Bourdieu y otros  a Anderson.

 

Lo que cuenta mucho más que la paternidad y las filiaciones de los modelos teóricos, es la posibilidad de explotarlos como elemento generador de investigaciones culturales propiamente dichas. Es por esta razón que Toury ha lanzado los “Descriptive Translation Studies” destinados a establecer puentes entre las teorías (a menudo tratadas como meta en sí) y las investigaciones históricas (antaño consideradas como incompatibles con las teorías). Es obvio que sobre numerosos puntos los principios de explicación  considerados por diferentes “teóricos”- cuyo número es aún más rico del que se sobreentiende en nuestro artículo- deberían ser corregidos, revisados, precisados o sometidos a tests .Pero es principalmente gracias a estos principios que la exploración y la explicación -interdisciplinar- de las culturas, de las lenguas, de las literaturas puede ser iniciada y que la posición de las investigaciones literarias tiene posibilidades de ser tomada en serio en otras disciplinas. Digamos que el éxito y el progreso de las disciplinas dependen notablemente de la necesidad que sienten las otras disciplinas de pedirles auxilio. ¿En que aspectos exactamente las investigaciones literarias podrían ser indispensables para las disciplinas vecinas?  Parece que la pregunta no es nada inocente.

 

Un primer resultado (aún teórico): la construcción-fabricación de la lengua en el seno de las tradiciones literarias

 

A falta de construcciones materiales, en piedras, hormigón o cristal, las literaturas parecen vanagloriarse de deber su existencia a unos Textos Fundadores: en el principio fue el Verbo. La canonización parece tanto más fuerte al ser de orden simbólico. No se trata de “la” lengua, sino de una lengua dada que las comunidades se han construido. No se trata de “la” lengua sino de una lengua  “de alguien” o “de algunos”, y no se trata de “la” lengua, sino de su lengua, la de ellos (mi lengua, la mía), mientras tienen (y yo tengo) mucho interés en presentarla como un dato objetivo, ajeno a sus (mis) decisiones (más allá de pequeñas preferencias, por lo tanto dependientes de valores seguros: lejos de los “likes” o de los “dislikes”...).

 

Está claro que la lengua de la literatura es una de las instituciones que funcionan dentro de las literaturas, y que no tenemos por ahora ninguna razón para admitir que su papel sea tal únicamente y exclusivamente desde que existen literaturas nacionales (y simultáneamente, una literatura “mundial”, según Casanova 1999), mientras la estrategia institucional parece haber sido netamente reforzada desde la era de los nacionalismos. Parece confirmarse que la lengua de la literatura se carga de los recursos teóricos imputados (desde Anderson 1983 ) al nacionalismo en cuanto a las manipulaciones de la historia, notablemente su ilusionismo carente de historia (la lengua de la literatura se presenta como la única norma imaginable), es decir como una realidad externa e inmutable, mientras que,  por definición, ha tenido competencia, defensores y adversarios, momentos culminantes y gloriosos y/o dóciles, y el porvenir de las lenguas está por definición amenazado (en principio) en cuanto que la importación de obras extranjeras se sistematiza (como en la época de la globalización) o en cuanto que una corriente arcaizante (y de autenticidad) se reanima. La lengua de la literatura no es nunca la lengua “de la nación”, sino una lengua que se impone a toda la nación en el nombre de la nación, de la literatura, del arte. No se trata pues de la lengua del “ciudadano” (Klinkenbers 2001) o de  todos  los ciudadanos. En la medida en que se trata de una construcción (“fabricación” según Thiesse 2001), la lengua en cuestión no existe realmente, y los escritores que la inventan tendrían buenas razones para aprenderla, como Manzoni. El “capital” acumulado está por otra parte en función de las relaciones con los vecinos, internas y externas, de lo cual la unión inevitable con las otras lenguas literarias, aquellas de los vecinos, de lo cual también las consecuencias de las relaciones no literarias (políticas, económicas), de la tecnología de la comunicación, y hasta de la exportación hacia otros grupos. Pascale Casanova, después de los discípulos de Bourdieu, insiste a este propósito más unilateralmente sobre el prestigio resultante de la exportación, mientras la tradición de las investigaciones de la traducción, la de Toury y de Even-Zohar, está más atenta a los fenómenos de importación, y mientras, sin lugar a duda, es en esta ocasión cuestión de movimientos y orientaciones complementarios, pero de ningún modo contradictorios. El hecho de que el capital de la literatura y de la lengua literaria pueda ser más o menos autónomo según el caso, y, sobre todo, en función del prestigio específicamente artístico o literario es lógico, de la misma manera que lo son las relaciones con otros valores simbólicos, los del pasado más o menos lejano por ejemplo.

 

Como la lengua de la literatura merece ser aceptada como una institución (al lado de las otras instituciones), conviene situarla en el nivel y en las jerarquías que merece en función de las circunstancias. Esto implica notablemente que la obra muy interesante consagrada por el equipo Klinkenberg a L´Institution littéraire, donde cabe destacar una entrevista de Bourdieu, comete una desdichada simplificación al no tratar la lengua como institución en un libro que es de concepción casi monolingüe: la lengua como institución tendría de esta forma unos efectos de cese cultural, en la jerga de Pascale Casanova.

 

Entre las cuestiones capitales en las que hay que ahondar y sistematizar, nos quedamos con la formación, la puesta en cuestión, la canonización y el declive de las estabilidades que las políticas literarias en materia de lengua pretenden institucionalizar, del mismo modo que la distinción entre teorías y práctica. Todo el mundo conoce los momentos pintorescos en el discurso literario, desde “J´irai cracher sur vos tombes” (donde la amenaza del escupitajo añade prestigio al universo del verbo) hasta los políglotas y los pequeños habitantes de Bruxelas multilingües y pillastres de Michel de Ghelderodes, sin olvidar los diálogos d´Anthony Burgess o de Zazie (aquel del metro). ¿Observan que las parodias se refieren a menudo a la lengua de la literatura? Esto confirma que esta no hace la unanimidad. Sin embargo el relieve que confieren las parodias y otros juegos verbales se pierde cuando se ignora el llano terreno de los discursos rutinarios. En resumen, la pregunta se ha planteado de forma intermitente.

 

En pro de una historiografía de la lengua de las literaturas.

 

Sobre la base de los dossier tratados con anterioridad y sobre la base de las posiciones teóricas indicadas -y más bien ignoradas sistemáticamente en la mayoría de las investigaciones literarias-, es preciso iniciar una historiografía de un tipo nuevo, a saber un estudio historiográfico de las lenguas literarias, y unirlo explícitamente a las hipótesis relativas a la institucionalización de las lenguas. Es cierto que para la mayor parte de las tradiciones literarias, elementos nuevos y momentos privilegiados ya han sido puestos en evidencia, pero raramente  en sus relaciones polémicas con los otros modelos (construcciones) considerados, es decir aquellos (aquellas) que han sido rechazadas: Los historiadores de literatura tratan las lenguas en extinción como a los autores en extinción, y es haciéndolas desaparecer. Pero es precisamente esto lo que queremos que ya no ocurra: que los historiadores se mantengan al lado de los escritores conservando sólo las opciones históricas (en materia de lengua) que la lengua y en consecuencia el poder han canonizado.

 

Contentémonos de pasar rápidamente revista a una serie de situaciones culturales que ilustran de forma privilegiada la construcción de las lenguas literarias.

 

El dossier de Francia del siglo XIX ofrece la ventaja de indicar hasta que punto la concepción de la lengua y la concepción de la traducción van unidos. Parece que es cosa típica de la época romántica..., y nos resistimos a la idea de una influencia-internacional- profundamente romántica por parte del siglo XVIII alemán, de Herder hasta los románticos, pasando por la “Weltliteratur” de Goethe (para la cual se puede consultar también a Casanova 1999).

 

Emile Littré ha entrado en la historia de la lengua, y en la historia simplemente, como autor de uno de los grandes diccionarios de los tiempos modernos, hasta el punto que es difícil tratar la lengua francesa sin encontrar su nombre. Es tanto que la posteridad ha perdido de vista la preparación de esta gran carrera lingüística, y sobre todo las etapas histórico culturales en la formación del lingüista. Es en particular la célebre Revue des Deux Mondes, la que ha permitido a Littré soltarse la mano, a la vez que el espíritu. Tras emprender ediciones y traducciones (Hipócrates, l´Histoire naturelle de Plinio el joven), publicó en 1847 (Littré 1847) un “ensayo de traducción” de la Odisea que seguía en realidad una introducción programática sobre “una única manera” posible de traducir a Homero, poeta del pueblo por excelencia .Y trata de explicar como el conjunto de los versos utilizados en la traducción en cuestión constituía una combinación de citas de poetas franceses de la Edad Media: Homero leído y visto bajo el prisma de poetas “primitivos” y “naturales” anteriores a la época clásica, la era de Louis XIV que era todo menos cultura del pueblo. Y el padre de la lengua francesa denuncia sin reservas el carácter elitista de las generaciones clásicas. Homero, este poeta de quien no se ha conseguido nunca trazar la  individualidad, aparece en efecto, como la cumbre de la inspiración colectiva popular, como el poeta por encima de todo o el arquetipo de los Cantos del pueblo, lo que impediría terminantemente leerlo en la lengua de una casta. Sin embargo, Littré no era el primero en denunciar el carácter elitista de la lengua francesa, y no lo oculta. Al principio de los años 1820, Paul-Louis Courier había publicado una serie de traducciones de los Clásicos, pero alineándose deliberadamente al lado de los Clásicos no “clásicos” (L´Ane d´Or; Daphne et Chloé) y reaccionando- en sus prólogos como en sus escritos- contra la manía institucionalizada en el siglo XVII de poner en boca de los Clásicos todas las fórmulas y los giros de la corte de Louis XIV: Courier prefiere, de lejos, la lengua  de los “campesinos de Marivaux” a los discursos de Racine y de Corneille. Y el estilo, verdaderamente- “petit nêgre” de Paul-Louis Courier ha entrado por la puerta grande en la historia de la lengua francesa, por ejemplo en algunos volúmenes que contienen obras maestras antiguas, en la colección de La Pléiade. La relación explícita entre Courier y Littré se ha mantenido más tarde en otras traducciones del gran lingüista, como en las traducciones de los Griegos en el caso de Leconte de Lisle. No se trata de un sobresalto individual de un intelectual, sino de reacciones en serie ante la lengua de un tiempo, y la traducción está destinada a revolucionar tanto la lengua como la literatura: durante los años 1830, Désiré Nisard  también ha pretendido revisar las bases de la inspiración literaria volviendo a los Clásicos por la mediación de la traducción (ver la Revue de Paris, fin de 1833- principio de 1834). ¿Curiosidades? Sí, sin duda, en la medida en que los historiadores tienden a tratar de curiosidades  las tendencias que han excluido.

 

Está claro que el conjunto de las traducciones, a través de las literaturas, no tiene nunca como única función la de repasar los principios de la lengua literaria. Pero se puede aceptar la idea según la cual pocas tradiciones literarias han renunciado a esta función de las traducciones, que en momentos particulares del repaso de las normas literarias siempre es susceptible de cumplir una función de desautomatización y, por lo tanto, de rejuvenecimiento: el renacimiento de la función estética del lenguaje, como lo hubiera dicho Roman Jakobson.

 

Las crisis de la lengua literaria “nacional” / “internacional” / traducida:

 

El dossier Littré o los dossier Courier-Nisard ubican las crisis en materia de discurso de las traducciones en el  centro de la cultura, de la sociedad y de la traducción francesa. Ocurre que la tradición nacional, con o sin modernización, ocupa funciones rejuvenecedoras análogas. El más famoso ejemplo, bien conocido, pero raramente formulado en estos términos, es el de los Chants de MacPherson/Ossian. El famoso concepto de la “Weltliteratur” es una maravillosa ilustración del conjunto de los aspectos de valor simbólicos que se podrían imaginar a este propósito (ver sobre todo a Casanova 1999). Las literaturas llamadas emergentes tienen sin duda una historia particularmente apasionante y apasionada a nivel de la lengua, que permanece por fundar por definición, como la lengua “flamenca” que cambiará por otra parte de nombre cuando se integre en la literatura llamada ‘neerlandesa’.

 

La separación de las opciones en cuestión, es decir la obsesión de los investigadores por separar rigurosamente “las literaturas extranjeras” de “las literaturas nacionales”, o a la inversa, extendida tanto en los comparatistas como en los expertos de las literaturas nacionales, constituye por una parte el peor de los anacronismos posibles (cómo podría explicarse un arte que está siempre por definición en lucha por la autonomía, y nunca es autónomo), y por otra parte un argumento de peso a favor de las teorías a propósito del nacionalismo (en el seno del mundo académico de la investigación).

 

En nuestro esbozo de un proyecto de historiografía, la vieja Europa  ha sido privilegiada hasta ahora. Sin embargo, no necesita en absoluto privilegios bajo tal ángulo. Se ha puesto de manifiesto, en el transcurso de numerosos simposios organizados por el Human Research Council de África del Sur, que el purismo y por ende la normatividad de la África literaria moderna son netamente más estrictos que en el continente europeo. Las tradiciones literarias de América del Norte (de los Estados Unidos) parecen haber sido divulgadas mediante traducciones de una forma análoga (George Sandys tradujo a Ovidio, el mundo clásico, en 1626 dedicándolo a Carlos I, pero en nombre de un mundo nuevo en el seno del Nuevo Mundo) a las innovaciones de  la Francia medieval (recordemos las novelas de Wace y de Geoffroi de Monmouth). La América canadiense ha sido estudiada bajo el ángulo de sus  mestizajes lingüísticos por un belga que había primero producido “Babel en Belgique” (Grutman 1997; Meylaerts 2004): el derecho de escribir mal y de hablar mal, visto desde Canadá. En nuestros días, mestizajes análogos están dispersos a través de las tradiciones de América Latina y a través del mundo entero como una de las marcas de la descolonización. ¿Son también procedimientos de origen europeo? La pregunta es menos importante en este momento que la posibilidad de detectar políticas en materia de lengua literaria a través el mundo: si la literatura mundial existe o no, es preciso estudiarlo. Las novelas de Alice Walker y las del Black Americain recuerdan aquellas de una surafricana (Elsa Joubert) en su construcción de valores literarios a partir de trozos de discursos cotidianos, a partir de una lengua imaginaria nueva. A decir verdad, la tematización de “Babel en Belgique” permite descubrir una pista que los estudios literarios no han explotado aparentemente nunca: el bilingüismo de la Bélgica (Flamenca) del siglo XIX y de la primera mitad del siglo ha dado raramente lugar a un bilingüismo verdaderamente literario, en la medida en que las actividades literarias y su identidad han favorecido siempre prioridades (los “Flamencos francófonos” del tipo Maerterlinck siempre han optado por una de las dos identidades). ¿Cuáles podrían haber sido los esquemas y las tendencias a través de múltiples zonas del bilingüismo y del multilingüismo mundial, a este propósito? ¿Qué nos enseñan exactamente las fluctuaciones culturales y literarias en los mundos que los comparatistas han, hasta  aquí, ampliamente sacrificado a favor de zonas más canónicas del monolingüismo? La historia de las literaturas, que no merece por otra parte ser reconocida como historia de las World literatures, ha sido restringida de algún modo a las literaturas monolingües a través de los siglos y de los continentes, como si hubiese confusión entre las literaturas y las Naciones Unidas: muy diferentes historias quedan por ser escritas.

 

Al interior de cada tradición literaria, la construcción de los discursos literarios y la deconstrucción del discurso canónico se presentan aparentemente a través de los tiempos. Esto no impide que su historia, su función, sus consecuencias, sus sustentos y logros no han dejado hasta aquí mucha huella en la investigación sobre la cultura literaria.

 

¿Teníamos, quizás, algo más importante que hacer?

 

 

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[1] TRADUCCIÓN REALIZADA POR JOSEFA EMILIA GONZÁLEZ GARCÍA.