Intervenciones: El arte melancólico*

Michael Ann Holly

La melancolía traiciona al mundo y lo hace justamente por el bien del saber. Pero su perseverante ensimismamiento asume en su contemplación las cosas muertas a fin de redimirlas (…) La obstinación que se plasma en la intención del luto nace de su lealtad al mundo de las cosas. (Benjamin, 2006, p. 447)

Algunos pensamientos por alusión, cita, humor y metáfora sobre el duelo, la escritura y la historia del arte

Escribir sobre arte visual, como mirarlo, en ocasiones puede consolar, cautivar y extasiar. El acto de tratar de poner en palabras, habladas o escritas, algo que nunca prometió la posibilidad de una traducción, en momentos excepcionales puede difuminar los límites entre el autor y el trabajo, envolviendo al escritor en un estado mayor de entendimiento mutuo.1 Por lo general, el lenguaje se interpone en el camino. El encanto que se produce entre espectador y obra de arte no tiene nombre porque se resiste a la apropiación lingüística. Por más que lo intenten los filósofos, llamamos resignadamente a este “sentimiento” como lo “estético” y confiamos en que esa sola palabra cubra el atractivo irresistible, invisible, inefable y misterioso de ciertos objetos. Incluso Bernard Berenson (1950), un conocedor seguro de sí mismo, reconoció que había algo más en la contemplación de los objetos visuales que el conocimiento empírico:

En el arte visual, el momento estético es ese instante fugaz, tan breve como casi atemporal, cuando el espectador se identifica con la obra de arte que está mirando (…) Él deja de ser su yo común, y la imagen o edificio, estatua, paisaje o realidad estética ya no está fuera de él. Los dos se convierten en una sola entidad; el tiempo y el espacio son abolidos y el espectador es poseído por una sola conciencia. Cuando recupera la conciencia cotidiana, es como si hubiera sido iniciado en los misterios iluminadores y formativos. (Milner, 1993, p.  27)2

La experiencia de la cautivación visual (cuando los dos se convierten en uno) es transitoria, incluso efímera, por muy poderosos que sean sus efectos posteriores. En la “conciencia cotidiana,” su consuelo perdura, y como las ruinas contempladas en muchas culturas y varios siglos en lugares lejanos, estos objetos materiales provocan un anhelo triste y romántico por algo que ha dejado de existir hace mucho tiempo. Esta sensación no es moderna. Ya en el siglo IV, San Jerónimo escribió: “Los dioses adorados por las naciones están ahora solos en sus nichos con los búhos y las aves nocturnas. El Capitolio dorado languidece en el polvo y todos los templos de Roma están cubiertos de telarañas” (Woodward, 2001, p.  6). A fines del siglo pasado, el fallecido escritor W. G. Sebald reflexionó sobre lo que le preocupaba a Sir Thomas Browne en 1658 al contemplar un tesoro de urnas recientemente descubiertas en Norfolk:

El sol de invierno presagia la presteza con la que se extingue la luz en las cenizas y nos envuelve la noche. Las horas se van hilvanando una tras otra. Incluso el mismo tiempo envejece. Pirámides, arcos de triunfo y obeliscos son columnas de hielo que se derriten (…) Y como la más pesada losa de la melancolía es el miedo al final desesperanzado de nuestra naturaleza. (Sebald, 2000, p.  22)

Luto, melancolía, monumentos perdidos, monumentos encontrados. El deber de cualquier historiador de arte serio es descubrir sus muchas historias y luego convertir estas exploraciones, mediante el acto de escribir, en un corpus de conocimiento visual cada vez mayor. Sin embargo, ¿qué tipo de investigador se siente atraído por ciertos objetos? ¿qué tipo de objetos y por qué? y ¿Qué papel psíquico cumple el acto de escribir sobre obras de arte? Escribir sobre el arte del pasado es un juego mágico, lleno de ilusiones. En la superficie, sugiere que podemos aferrarnos al pasado, dominarlo, obligarlo a conformarse a una narrativa razonable, y esa convicción nos hace seguir adelante. Seguramente eso no es todo lo que hay que hacer. No se necesita mucha información para reconocer que algo más provoca esta apariencia sobria de compromiso profesional. Como dijo una vez Barthes (1982) “Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen síntoma de trastorno” (p.  100).3 El “momento estético,” a falta de una frase mejor, espera tranquilamente en el fondo, y cuando se hace sentir, a menudo duele. ¿Qué es lo que nos aqueja? o, a la inversa, ¿a veces nos empodera?

Voy a presentar un caso para otorgarle un nombre a nuestra compañera disciplinaria: Melancolía. O tal vez su hermana gemela, Duelo. A veces, a pesar de Freud, es difícil diferenciarlos.4 Otros campos de investigación también se ocupan de objetos “muertos,” pero la historia del arte invita a la melancolía a aparecer de una manera claramente concreta. A menos que seamos críticos del arte contemporáneo, las obras de arte con las que tratan los historiadores del arte provienen de mundos que ya pasaron, y nuestro deber es atender estos materiales huérfanos e infundirles nueva vida. Como dijo una vez Martin Heidegger:

El derrumbamiento de un mundo o el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar. Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que han sido. (Heidegger, 1996, p.  29) 

“Las humanidades no se enfrentan a la misión de detener lo que de otro modo se desvanecería,” argumentó el gran historiador del arte Erwin Panofsky en contra de las ciencias, “sino a la de reavivar lo que de otro modo seguiría muerto” (Panofsky, 1987, p.  37). La objetividad del objeto insiste en ello. Una obra de arte se presenta ante nosotros, como diría Heidegger (1996), “de manera tan natural,” ya que “cuelga de la pared como un arma de caza o un sombrero” (p.  12), sin embargo, todos los cordones umbilicales vivos y palpitantes que una vez lo conectaron a un entorno vivo y ajetreado se han marchitado. Ciertamente, el manuscrito original de William Shakespeare de Othello, o un fragmento recientemente descubierto de los manuscritos del Mar Muerto, si pudiéramos tenerlos en nuestras manos, podrían urdir de igual manera hechizos melancólicos a nuestro alrededor. Entonces, también de esta manera, con una partitura de Bach. En su mayor parte, nos encontramos con estos huérfanos solo a través de reproducciones, ediciones, muchas publicaciones sucesivas y actuaciones. Una obra de arte original —una pintura del Renacimiento, por ejemplo— existe en nuestro propio tiempo y espacio (incluso en el ambiente artificial de un museo) y nos impulsa a reaccionar corporalmente a través de su propia presencia física. “El mundo tematizado del pasado,” declara Hans Ulrich Gumbrecht, “está metonímicamente presente en el mundo de los destinatarios a través de ciertos objetos” (Gumbrecht, 1992, p.  60).5 Según este cálculo, un museo —en sí mismo otro tipo de “escritura” del historiador del arte— es un lugar “donde los muertos, a través del tratamiento de los vivos, perpetúan sus vidas posteriores (…)” (Harrison, 2003, p.  39).6 El tipo de trato profesional con el que respondemos como historiadores del arte reside cómodamente en nuestros ensayos y libros, pero en primer lugar ¿de dónde viene el deseo de escribir sobre estas obras? Seguramente la conciencia melancólica del tiempo pasado, el abandono forzoso del lugar por parte de estos materiales desterrados, “agudiza” nuestra competencia profesional y niega un fácil acceso a esta pérdida que nos esforzamos a ignorar.7

Un par de observaciones prolépticas: este ensayo se dirige directamente al compromiso académico de escribir historia del arte y solo de manera indirecta al papel de los objetos históricos evocadores y significativos en nuestros recuerdos, archivos y desvanes. Sin duda, la clave de la Bastilla que descansa silenciosamente en la Asamblea Nacional francesa, o un fragmento de una inscripción de una tumba maya excavada recientemente, o incluso las cartas que mi abuelo le escribió a mi abuela en 1918 muestran ellos mismos un poderoso impulso fenomenológico. La metonimia es el mensaje. Sin embargo, los objetos a los que deseo aludir principalmente son aquellos que están representados a través del género de la escritura reconocido como la disciplina de la historia del arte.  Las obras de arte casi siempre se nos presentan mediadas. Al cruzar el eje de la estética (obras sagradas) con el de la historia (el tiempo transcurrido), los historiadores del arte se han enfrentado, en el siglo pasado, al desafío oximorónico de convertir lo visual en lo verbal. Desde el siglo XVIII, con razón o sin ella, los estudiosos han ennoblecido ciertos objetos con el registro del arte, separando así el reino de los artefactos de los objetos visuales que llevan la impronta de un estado estético especial. Es este género de escritura identificable histórica y epistemológicamente lo que deseo explorar. Y si bien puedo estar empleando algunos de los compromisos críticos y teóricos de los estudios visuales y culturales, reconozco que estas formas contemporáneas de pensamiento decididamente cuentan con sus diferentes tipos de objeto propios. El tema de este ensayo es escribir la historia del arte tal como ha sido o, de hecho, todavía lo es. 

Como nos ha recordado el difunto Maurice Blanchot, la escritura de cualquier tipo impulsa la experiencia fenomenológica pura cada vez más lejos. Es una actividad que promete una tranquilidad acogedora pero ofrece una calma distante. La escritura, incluso la de la erudición “ordinaria,” es producto del temor. “Uno muere con la idea de que cualquier cosa a lo que uno está unido se pierde” (Blanchot, 1981, p.  6). Por supuesto, los historiadores del arte son una raza especial de seres humanos que “sufren.” Parafraseando a Panofsky (1972), los hijos de Saturno nacemos sabios, pero no necesariamente felices (p.  101). Desde el inicio de nuestra disciplina hace más de un siglo, como estudiosos hemos luchado por la objetividad y la distancia crítica cuando se trata de nuestros objetos elegidos. Somos historiadores, después de todo, y nuestro mandato es proceder de acuerdo con ciertos principios establecidos en la  investigación. Berenson, por ejemplo, habría estado completamente convencido de eso. Sin duda, los fundamentos de nuestro credo pueden haber sido sacudidos por una poderosa serie de terremotos postestructurales a finales del siglo pasado, pero la mayoría de nosotros hemos seguido adelante con la esperanza de encontrar algún elemento de certeza, o al menos, comprensión, en un archivo, una referencia, o un análisis. Y tal vez eso sea lo que debería ser, de lo contrario el conocimiento histórico no “progresaría.” Sin embargo, como nos recuerda elocuentemente Georges Didi-Huberman, la angustia y el anhelo pueden emanar de muchas fuentes:

En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira. (Didi-Huberman, 2011, p.  32)

¿No podríamos considerar la melancolía como el tropo central de la escritura de la historia del arte, la presunción que suscribe la estructura profunda de sus textos?8 ¿Cómo puede la melancolía, no como un “humor” medieval o renacentista, sino como una metáfora y un concepto explicativo en el siglo XXI, ayudarnos como profesionales a reconocer la naturaleza elegíaca de nuestras transacciones disciplinarias con el pasado? Considero como axiomático que todas las historias escritas son narrativas de deseo, llenas de necesidades tanto latentes como manifiestas que exceden el mandato profesional de descubrir qué sucedió y cuándo. Dado que el enfoque de los trabajos de la historia del arte es siempre hacia la recuperación de lo que se ha perdido, uno de estos deseos primordiales se debe etiquetar como melancólico. Sin embargo, hay una peculiaridad en esta fácil caracterización, como lo enfaticé anteriormente. La materialidad, la misma fisicalidad de las obras de arte con las que trabajamos es un desafío para considerar el pasado como algo desaparecido y acabado. Existen en el mismo espacio que sus analistas, sin embargo, su sentido del tiempo es apenas congruente con el nuestro —de eso somos muy conscientes. Y entonces trabajamos incesantemente para familiarizarnos con lo desconocido.9 En la escritura plañidera de la historia del arte, tenemos lo que Giorgio Agamben llamaría “una pérdida, pero no un objeto perdido” —una auténtica crisis melancólica— en la cual el objeto “no es ni apropiado ni perdido, sino una y otra cosa al mismo tiempo” (Agamben, 2006, p.  54). Como estudiosos, habitamos una paradoja, una que anima tanto como paraliza. Haciéndose eco de Blanchot, Richard Stamelman declara que “escribir es la pérdida, ya que llega a existir en otra forma (…).” “El lenguaje significa (…) no la cosa, sino la ausencia de la cosa y, por lo tanto, está implicado en la pérdida” (Stamelman, 1990, pp.  20, 39).10

Quiero que se haga una luz oblicua en las ocupadas actividades cotidianas de la historia del arte, como el tipo de luz negra que ilumina el maravilloso mundo de las polillas revoloteando en las noches de verano. Para hacerlo, necesito, sutilmente, pensar en nuestros impulsos disciplinarios colectivos en relación con algunas de las ideas del psicoanálisis: el “inconsciente” de la historia del arte. ¿Hay alguno? ¿Qué tipo de espacios y qué tipo de tiempo podrían ocupar? ¿Es profundo, oculto en los rincones más oscuros de nuestra profesión, o no se trata de profundidad? ¿Es algo que se encuentra implícitamente en los historiadores visuales todo el tiempo, esta conciencia melancólica que ensombrece nuestras actividades?11 ¿Es simplemente la otra cara del cubo Necker de esta disciplina, una apariencia distinta de nuestro compromiso de escribir sobre objetos incandescentes, —objetos, como huérfanos, que llegaron a nosotros desde un pasado desconocido, pero nos imploran atención y tratamiento en el presente?12.

Frank Ankersmit, un filósofo de la historia muy respetado ha escrito recientemente un extenso libro titulado Laexperiencia histórica sublime, en el que hace una demanda sincera de “una rehabilitación del mundo romántico de los estados de ánimo y sentimientos como constitutivo de cómo nos relacionamos con el pasado. Lo que sentimos sobre el pasado,” testifica, “no es menos importante que lo que sabemos al respecto” (Anhersmit, 2005, p.  10). Como Thomas Browne (1964) en el siglo XVII, por no mencionar decenas de pensadores contemporáneos a raíz de la posmodernidad,13 Ankersmit desea reunir los fragmentos del pasado, las ruinas que nos rodean si de verdad nos preocupamos por verlas (¡y las vemos realmente si somos historiadores del arte!), convertidas en pleno significado. Sus significados, irónicamente, residen en su pérdida perpetua de significado. Lo que Browne (1964), Robert Burton (1989) o John Milton (1874) en el pasado llamaron la melancolía,14 o Raymond Klibansky, Panofsky, y Fritz Saxl más tarde lo afinaron como “melancolía poética” y “melancolía generosa” (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964).15 Ankersmit (2005), menciona “la sublimidad de la experiencia histórica” que se origina “de esta unión paradójica de los sentimientos de pérdida y amor, es decir, de la combinación de dolor y placer en la forma en que nos relacionamos con el pasado” (p.  9).

La melancolía, ese “demonio del mediodía,” que adopta múltiples formas, cuando “ella” aparece, dependiendo del período histórico.16La Encyclopaedia Britannica de 1911, anunciada por su editor por ser “una sección transversal del tronco del árbol del conocimiento,” proporciona una definición escueta (en vísperas de la composición de Sigmund Freud de su ensayo citado con frecuencia “Duelo y Melancolía” de 1915 (Freud, 1992c). En el Renacimiento, por ejemplo, en la escritura del neoplatonista florentino Marsilio Ficino (2006), la melancolía fue clasificada como uno de los “humores” (Agamben, 2006),17 “originalmente una condición de la mente o el cuerpo debido a un supuesto exceso de bilis negra,” pero en el siglo XVII, se consideraba que “ella” poseía una etiología más compleja y una gama más amplia de “síntomas” de “dolor abatido.”18 En el siglo XIX, la personificación había trenzado de manera persuasiva atributos aparentemente contradictorios —sufrimiento neurasténico y estallidos de brillantez creativa— (Radden, 2000, pp.  12-13), y por lo tanto sirvió como un estándar codiciado para la sensibilidad Romántica.19 Para muchos pensadores, el tiempo transcurrido entre el siglo XIV y el “final” del modernismo en el siglo XX representa la era de la melancolía,20 una metanarrativa “inaugurada por el Renacimiento, refinada por la Ilustración, ostentada por el Romanticismo, fetichizada por los Decadentes y teorizada por Freud” (Schiesari, 1992, p.  3) antes de su reanimación en la teoría crítica posmoderna.21

Antes de profundizar en las complejidades del pensamiento freudiano y post freudiano sobre el tema, no podríamos hacer otra cosa que prestar atención a dos formidables filósofos de la historia, Friedrich Nietzsche y Alois Riegl. Estos dos pensadores, uno de finales del siglo XIX y el otro de principios del siglo XX —casi al mismo tiempo que el búho de la sabiduría de la historia del arte tomó vuelo en los países de habla alemana— encarna la lamentable obsesión por la historia y sus funestos efectos. Nietzsche comienza su “De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos, para la vida” pidiéndonos que consideremos el rebaño en el campo:

No sabe lo que es ayer ni lo que es hoy; corre de aquí allá, come, descansa y vuelve a correr, y así desde la mañana hasta la noche, un día y otro, ligado inmediatamente a sus placeres y dolores, clavado al momento presente, sin demostrar ni melancolía ni aburrimiento (…) Así es como el animal vive de una manera “no-histórica,” pues se reduce en el tiempo, semejante a un número, sin que quede una extraña fracción. No sabe simular, no oculta nada, y aparece siempre como lo que es, por lo que no puede ser más que sincero. El hombre, por el contrario, se dobla bajo el peso cada vez mayor del pasado (…) Pero se asombró también de sí mismo, porque no podía aprender a olvidar y se sentía ligado siempre al pasado. Haga lo que haga, bien eche a correr, bien apresure el paso, la cadena corre con él. Es asombroso: ahí está el momento, y en un abrir y cerrar de ojos desaparece. Antes, la nada; después, igualmente la nada. Pero el momento vuelve, para turbar el reposo del momento que va a llegar. (Nietzsche, 1932, p.  73)22

Atormentados por el pasado, los humanos recurren a la historia, viven con ella, se matan unos a otros por ella, erigiendo monumentos, incluso anotándola e interpretándola. El peligro es obvio, porque la historia nos da la convicción, según Nietzsche, de que todos somos “mere epigoni,” rezagados, voyeurs viciados ante el panorama que es el pasado. Si se puede remediar esta situación cultural generalizada, es solo percibiendo:

La facultad de olvidar en el momento oportuno, así como de cuándo es necesario recordar el buen momento; dependerá del instinto vigoroso que pongamos en sentir si y cuándo es necesario ver las cosas desde el punto de vista histórico, si y cuándo es necesario ver las cosas desde el punto de vista no-histórico. (Nietzsche, 1932, p.  76)

Un historiador de arte muy particular y precoz intentó precisamente esa hazaña intelectual. Riegl, ese pensador vienés con rostro de dos caras de Jano que volvió una cara hacia los grandes filósofos del siglo XIX y la otra hacia el futuro de la flamante disciplina de la historia del arte, escribió un ensayo justificadamente famoso a principios del siglo XX llamado “El Culto Moderno de los Monumentos” en el que distingue entre “valor histórico” y “valor de antigüedad” en los monumentos sometidos a la mirada del arte histórico. Ambos están implicados en los compromisos incipientes de la historia del arte, sin embargo, es su incapacidad para coexistir lo que proporciona alimento no solo para la batalla sobre el tema de la preservación, sino también para la dirección de la nueva rama de las humanidades:

Frente al valor de antigüedad, que valora el pasado exclusivamente por sí mismo, el valor histórico ya había mostrado la tendencia a entresacar del pasado un momento de la historia evolutiva y a presentarlo ante nuestra vista con tanta claridad como si perteneciera al presente (…) la norma estética fundamental de nuestro tiempo, basada en el valor de la antigüedad, se puede enunciar del siguiente modo: de la mano humana exigimos la creación de obras cerradas como símbolo de génesis necesaria según las leyes de la naturaleza; por el contrario, de la acción de la naturaleza en el tiempo exigimos la destrucción de lo cerrado como símbolo de extinción, igualmente necesaria (…) Lo que complace al hombre contemporáneo de comienzos del siglo XX es más bien el ciclo natural de creación y destrucción (…) No sin razón se califica de histórico al siglo XIX, pues… se complacía en la indagación y amorosa observación del hecho individual. (Riegl, 1929, pp.  37-38, 51, 67)23

El culto a las ruinas, tan importante en anteriores reflexiones sobre las huellas que dejó el pasado, se debilitó a fines del siglo XIX y solo volvió periódicamente a principios del siglo XX como un antídoto contra la pasión por la preservación. “Si bien para el valor de antigüedad se trata simplemente de retardar el proceso de deterioro, mientras que el valor histórico pretende impedirlo totalmente” (Riegl, 1929, p.  64).24 Fue la supresión de la primera reacción fenomenológica, tal vez estética, a las “cosas antiguas” a favor de la comprensión científica de lo que son estas cosas, los que ganaron en materia disciplinar. Desterrada, pero casi desaparecida, la actitud “romántica” hacia el pasado continuó su curso, como una ola subterránea, a través del “inconsciente” de la historia del arte. Con rostro de Jano a este respecto también, el filósofo Riegl sin duda era consciente de esta difícil situación:

El interés que, en nosotros, hombres modernos, despiertan las obras legadas por las generaciones anteriores, no se agota en absoluto con el valor histórico (…)  ante la vieja torre de una iglesia, hemos de distinguir entre los recuerdos históricos de distinto tipo, más o menos localizados, que su imagen despierta en nosotros, y la idea general, no localizada, del tiempo que la torre ha ‘vivido’ y que se pone de manifiesto en las huellas, claramente perceptibles, de su vetustez (…) las huellas de la vejez, de la antigüedad, ejercen sobre él un efecto tranquilizador como testimonio que son del inalterable curso de la naturaleza,  al que todo obra humana está sometida de modo seguro e infalible, (…) [sin mencionar los que sirven] para producir en quien lo contempla aquella impresión anímica que causa en el hombre moderno la idea del ciclo natural de nacimiento y muerte. (Riegl, 1929, pp.  29-30, 31,43) 

En Hamburgo, casi al mismo tiempo, el erudito Aby Warburg (1999) diagnosticó la sociedad occidental como dividida entre compromisos apolíneos y dionisíacos, divididos entre un “polo estático-inspirado” y un “polo racional-consciente” que de repente estallarían, agitando la superficie tranquila de las producciones culturales supremas.25 Obsesionado con los problemas sobre la memoria cultural, Warburg, a principios del siglo XX, dedicó toda su vida a construir una biblioteca que confirmara sus creencias, una colección cuyas pasiones y compromisos continúan intrigando a los pensadores del siglo XXI. Sería difícil imaginar a un erudito de lo visual más diferente en temperamento del conocedor Berenson, con quien comenzamos, que el historiador cultural Warburg. Sin embargo, en sus escritos y conferencias, ambos, de maneras muy diferentes, estaban motivados por las tristezas de la pérdida por lo que no sabemos, lo que no podemos entender: el tipo de actitud histórica satirizada de manera justificada por Nietzsche pero con entendimiento psicológico motivado por Riegl.

Y así hemos regresado a un tiempo propicio, alrededor del año, como afirmaba Virginia Woolf, cuando el entendimiento humano encontró su coincidencia en un mundo que negaba el acceso a sus secretos: “En diciembre de 1910, aproximadamente, el carácter humano cambió” (Woolf, 1966, p.   320).26 “Si la muerte seguía siendo un miembro exótico del pensamiento de fines del siglo XIX,” como señaló Thomas Harrison, “en 1910 había recibido todos los derechos de los ciudadanos” (Harrison, 1996, pp.  8, 97). De ahora en adelante, en esa época torturada, si sus filósofos e historiadores debían explicar algo, tenían que pasar a la clandestinidad, por así decirlo, al mundo inferior de Orfeo y Eurídice, donde operaban tipos muy diferentes de narraciones. En su fascinación por las ruinas, la muerte y el tiempo transcurrido, los románticos habían hecho un gesto hacia la existencia de la melancolía, pero su base científica vino con el trabajo de Freud. En ese momento histórico, el freudismo vienés y la biblioteca de Warburg en Hamburgo27 juntos encarnaban un nuevo campo de investigación cultural (Rose, 2001, p.  25). Sin embargo, no fue fácil para los defensores inteligentes de la nueva “Kunstwissenschaft” seguir adelante con su cargo antes de que se produjera un importante acto de renuncia. Y ahí es donde la Melancolía, de quien se esperaba que saliera al escenario de la historia del arte como ciencia, da entrada a mi argumento una vez más. Este aspecto privilegiado del psicoanálisis freudiano y posfreudiano, espero que pueda ayudarnos a pensar sobre lo que estaba y está en juego en la evolución de nuestra disciplina.

En el umbral de este breve ensayo de la teoría freudiana y el pensamiento de las relaciones objetuales británicas, quiero enfatizar que no intento aplicar el psicoanálisis a la historia del arte. Mi intención es “enlazar los detalles,” como diría Nietzsche (1932, p.  113). Debido a que estos dos campos de conocimiento se desarrollaron al mismo tiempo, y su evolución a lo largo de temas paralelos puede insinuar, si no revelar, las posibles formas de pensar acerca de las interpretaciones compartidas, tiene sentido considerar estos discursos culturales en conjunto. ¿Qué podría decirnos indirectamente el pensamiento psicoanalítico sobre los  impulsos de la melancolía, el duelo y la muerte acerca de leer el corpus del pensamiento histórico artístico que siempre ha estado a la par? Como historiógrafa de la historia del arte, me interesan tanto las renuncias, desvíos, fantasías y olvidos en la disciplina como en su historia intelectual “propia.” Mientras que algunos estudiosos han escrito una historia del arte del psicoanálisis (a través de sus imágenes favoritas y metáforas arqueológicas, por ejemplo)28, el mío no es un ensayo sobre el psicoanálisis de la historia del arte. Incorporar este cuerpo de pensamiento para que funcione como una malla finamente tejida a través de la cual debe pasar la escritura de la historia del arte antes de que sea nítidamente visible en el centro del escenario (tal vez sería más apropiado que viajara en la otra dirección, desde la claridad hasta los misterios ocultos), invoco una variedad particular de psicoanálisis solo para prestarme palabras y conceptos que puedan ayudar a hacer evidentes las fuentes de la poesía, y tal vez las alegrías y las tristezas, de mi propia disciplina.

Desde que escribió “La transitoriedad” en 1915, Freud reconoció que el duelo era el enigma crucial en el que el terapeuta debe adentrarse. 

El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al ego tan natural que lo considera obvio. Para el psicólogo, empero, el duelo es un gran enigma, uno de aquellos fenómenos que uno no explica en sí mismos, pero a los cuales reconduce otras cosas oscuras.” (Freud, 1992e, p.  310)29 

Provocada por la devastación de la guerra, esa meditación habla de manera reconfortante del fin del duelo mundial, el punto donde “nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad” (Freud, 1992e, p.  311).30 Aunque Freud no dudaría en alterar o modificar sus ideas durante su larga carrera, “su interés fundamental en las formas en que el pasado puede causar dolor en el presente fue un componente estable de su psicoanálisis” (Roth, 1994, p.  337).31 No mucho antes de que su amada hija Sophie muriera en una epidemia de gripe, (Gay, 1998, p.  391) escribió “Duelo y Melancolía” (1915, publicado en 1917). En ese ensayo repleto y sugestivo, intenta distinguir dos reacciones a la pérdida del objeto, ya sea en la realidad o en la fantasía. La idea de “Objeto,” por supuesto, se puede conferir a una persona real que ha muerto, pero también puede referirse a una cosa fantasmática, una abstracción en el individuo que sufre: “El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” (Freud, 1992c, p.  241).32 El dolor profundo y generalizado que acompaña al abandono, según Freud, es “normal,” natural, y no patológico.  El sobreviviente de la necesidad “supera” la angustia y emerge del otro lado (donde sea que se encuentre) una persona cambiada y afligida, ciertamente, pero no una auto-torturada. Por otra parte,

La melancolía se singulariza en lo anímico (…) Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconsciente en lo que atañe a la pérdida (…) En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. (Freud, 1992c, pp.  242-243)33

El daño que “el estado abatido de la melancolía” causa en su víctima no puede sino disminuir su vinculación con el mundo exterior (Freud, 1992c, p.  244). Una vez que “La sombra del objeto cayó sobre el yo,” todo está perdido (Freud, 1992c, p.  246). “La persona en melancolía está perdida para sí misma, el trabajo de la melancolía es preservarse como perdido, como no digno de ser encontrado” (Roth, 1994, p.  345).  Según Karl Abraham (1927), el compañero explorador de Freud en el mapeo de esta topografía psíquica inexplorada, la melancolía es un tipo de duelo arcaico. El melancólico ya no es una figura romántica. Encerrado en una regresión narcisista, él o ella se resiste a cualquier consuelo y habita en un entorno sin afecto y sentimiento, aparte del deseo compulsivo de “repetir el trauma de la pérdida” (Wheeler, 1995, p.  81). En muchos sentidos, estos dos estados de duelo se hacen eco de las demandas de la pulsión de la muerte (Thanatos) en lucha con la dinámica de los instintos de la vida (Eros). En el comienzo mismo de la conciencia (cuando uno se convierte en dos) se inscribe en la psique una división permanente y se pone en juego un anhelo eterno:

Uno de los grupos pulsionales [Thanatos] se lanza, impetuoso, hacia adelante, para alcanzar lo más rápido posible la meta final de la vida; el otro [Eros], llegado a cierto lugar de este camino, se lanza hacia atrás para volver a retomarlo desde cierto punto y así prolongar la duración del trayecto.” (Freud, 1992b, p.  40)  

En la teoría freudiana, “el luto sigue a una pérdida realmente acaecida,” afirma Agamben (2006) “en la melancolía no sólo no está claro de hecho qué es lo que se ha perdido [de uno mismo o de otro], sino que ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una pérdida” (p.  52). Como afirma Freud gráficamente y preocupantemente, “El complejo melancólico se comporta como una herida abierta” (Freud, 1992c, p.  250).  

Fuera de los confines del vocabulario freudiano, “las formas puras de cualquier modo de duelo se consideran raras.” Sin duda, tiene sentido hablar de un “continuo” o “superposición,” (Santner, 1990, p.  3) o incluso de una condición híbrida como “duelo melancólico” (Ramazani, 1994, p.  29) tan poderoso y persistente y penetrante que el que sufre se reconoce y no se reconoce. La herida continúa, siempre, sangrando.

El propio Freud lo sabía, porque en otros escritos, incluidas sus cartas, él comprobó y suavizó su “distinción demasiado rígida entre ‘duelo’ y ‘melancolía’ a una cuestión de énfasis en el duelo” (Freud, 1992c, p.  235).34 Por el momento, aquí es el lugar, para dejar a Freud, para aventurarse provisionalmente y temporalmente en la maraña de refinamientos posfreudianos sobre el tema. Como declara Juliet Mitchell en la primera frase de su introducción de Una Selección de Melanie Klein, “El psicoanálisis comienza, pero no termina con Freud” (Mitchell, 1986, p.  9).

Muchos son los refinamientos y desafíos que la doctrina freudiana ha experimentado en su legado de un siglo de antigüedad. El tema de la melancolía, especialmente en relación con las obras de arte visual, me lleva en esta ocasión en un único sentido: a la teoría británica de las relaciones objetales y su “origen” en el trabajo de Melanie Klein. La joven de Viena, primeramente en el análisis con Sandor Ferenczi en Budapest (1912) después de la muerte de su madre, pronto cayó bajo la influencia de su gran mentor y analista, el freudiano Abraham, quien la instó a unirse a la comunidad psicoanalítica de Berlín a principios de la década de 1920, después de lo cual emigró a Londres en 1926. Alcanzó grandes logros en Inglaterra: no solo practicó el análisis sin una certificación analítica o médica formal (algo habitual en una mujer de su tiempo), sino que también adaptó las ideas freudianas en formas novedosas, a menudo estimulantes, y no dudó en publicarlas. En su vida personal, sufrió inmensamente: su hijo murió en un accidente de escalada en 1934, y su hija, también analista, la abandonó para siempre. En última instancia, su compromiso con la comprensión de la psique humana (especialmente la de los niños) en la medida que interactúa con los objetos (juguetes) permitió la fundación de la escuela británica de teóricos de la relación del objeto.35 La afirmación de Klein de que la pérdida del pasado puede ser compensada por la presencia de objetos materiales significativos tiene implicaciones de largo alcance para mi propio argumento, tanto metafórico como material.36

Seis principios convincentes o características de la psicología kleiniana insinúan los vínculos metafóricos entre el complejo de la melancolía y la escritura de la historia del arte que deseo dibujar. Figurativamente, y algunas veces literalmente, describen siempre con insinuaciones, porque obviamente Klein no está hablando de los compromisos profesionales de los historiadores del arte, que los motivos detrás o antes de la escritura de la historia del arte pueden ser con los que este tipo particular de psicoanálisis es claramente resonante.37 (1) El significado de “jugar”: los juguetes u otros objetos cubre “la brecha entre un objeto externo y el mundo interno” y, al hacerlo, representan el objeto de la fantasía. “La fantasía emana desde dentro e imagina lo que está fuera”(Klein y Mitchell, 1986, p.  23).38 (2) El Espacio y no el tiempo: para ella, “el presente y el pasado son uno y el tiempo es espacial, no histórico”; lo que ella “observaba, describía y teorizaba es la misma ausencia de historia y tiempo histórico” (Klein y Mitchell, 1986, p.  28). (3) ElSignificado de Duelo. El dolor, imaginado o real, sobre la muerte de otra persona más tarde en la vida revive todo tipo de miedos infantiles sobre la pérdida inevitable de la “buena madre”: “En el duelo normal, así como en el duelo anormal y en estados maníaco-depresivos [el nombre que Klein proporciona a la melancolía], la posición depresiva infantil se reactiva” (Klein y Mitchell, 1986, p.  173). (4) El Eros y elThanatos: la pulsión de la muerte que Freud había postulado en “Más Allá del Principio de Placer” en 1920 también es crucial para Klein. Según Julia Kristeva, ella describe la pulsión de muerte como “estrechamente mezclada con la pulsión de vida, y no como desintrincada de ella (…)” y afirma que “solo se pone de manifiesto en su relación con el objeto” (Kristeva, 2006, pp.  26, 78). Klein ha observado que, “en los niveles más profundos del psiquismo, una respuesta a esa pulsión bajo la forma de miedo al aniquilamiento de la vida” (Kristeva, 2006, p.  77).39 (5) El Miedo y el dolor: “languidecer” es la palabra elegida por Klein para los “sentimientos de tristeza y preocupación por los objetos amados, los temores de perderlos y el anhelo de recuperarlos (…).” “Languidecer por el objeto amado perdido también implica dependencia de él, pero un tipo de dependencia que se convierte en un incentivo para la reparación y preservación del objeto” (Klein y Mitchell, 1986, pp.  151, 163).40 (6) La Escritura: el acto de la reparación, que vuelve a ser completo, yace en el dominio de las artes creativas. “El dolor de la pérdida, el sufrimiento del duelo, así como las pulsiones reparadoras (…) se encuentran en la base de la creatividad y la sublimación” (Kristeva, 2006, pp.  74-75).41 De hecho, la escritura (y la pintura) proporcionan rutas para “recrear la armonía del mundo interior y (…) mantener en el mundo exterior una relación de tolerancia” (Kristeva, 2006, p.  172).

Puede parecer, en el mejor de los casos, presuntuoso o, en el peor de los casos, ingenuo, equiparar los “juguetes” de Klein con los objetos con los que juegan los historiadores del arte. (nº 1). Aunque pueda ser exagerada esta analogía material, hay sin embargo algo provocativo en la interpretación de las dos prácticas, la historia del arte y el psicoanálisis, una junto a la otra. Klein (1975) enfatizó que “no hay ninguna necesidad instintiva, ninguna situación de angustia, ningún proceso mental que no implique objetos, externos o internos; en otros términos, las relaciones objetales están en el centro de la vida emocional” “Este insight,” dijo, “me ha permitido ver numerosos fenómenos bajo una nueva luz” (Kristeva, 2006, p.  52).42 Su convicción también, creo, ayuda a iluminar la predisposición melancólica que oscurece muchos de los escritos de la historia del arte. Tal fijación en los objetos, la afortunada articulación semántica que conecta las obras de arte con los accesorios de la fascinación de Klein, sugiere las muchas formas en que ciertas obras de arte podrían estar haciendo algo más por nuestra psicología disciplinaria que proporcionar materiales atractivos para la investigación avanzada.

La vida emocional de la historia del arte se basa en la pérdida (de tiempo, de contexto) a pesar de que se refracta a través de objetos, sombras de sus antiguos egos, que continuamente persisten en ocupar un espacio contemporáneo extraño y solitario (n° 2). El miedo a perder lo que siempre ha desaparecido (n.º 3) conduce a una celebración de lo que queda. De hecho, ¿qué otra opción hay (n. ° 4)? El sentimiento de pérdida que es nuestro compañero más fiel, por más que lo reprimamos, es la fuente de un profundo anhelo disciplinario, una necesidad —debido a la constante desaparición del tiempo— que nunca puede ser satisfecha (n° 5). Y así escribimos (n° 6), pero la escritura no satisface nunca, porque cada palabra solo amplía la división fenomenológica entre nuestros objetos y nosotros mismos. En este sentido, la historia del arte, una investigación que se origina con objetos reales de estética fascinante, podría considerarse como el “discurso literario modernista” por excelencia del tipo que Esther Sánchez-Pardo —aunque nunca menciona directamente la disciplina— invoca en un libro reciente sobre Klein y la enfermedad de la modernidad:

Los discursos literarios modernistas están obsesionados por el espectro de la pérdida de objetos: pérdida de un yo coherente y autónomo, pérdida de un orden social en el que reina la estabilidad, pérdida de garantías metafísicas y, en algunos casos, pérdida y fragmentación de un imperio (…) Los textos literarios y visuales modernistas se esfuerzan en muchos niveles para negar la sensación contemporánea de pérdida, para ocultar su tristeza, para marcar y negar su ausencia, para ventilar y contener la ira, y para dudar de cualquier proyecto de reparación (…) ¿Dónde se acaba el trabajo de la melancolía y cómo podemos comenzar el trabajo del duelo?… ¿Hasta qué punto este trabajo melancólico nos habla de una melancolía más profunda que puede tener que ver con la lectura y la escritura como sepulturas, como monumentos conmemorativos de todas las pérdidas culturales y emocionales de nuestro pasado? (Sánchez-Pardo, 2003, pp.  18, 272)43

Palabras cansadas. Espero que haya una forma opuesta de interpretar esta situación para que podamos pensar de manera diferente, incluso de forma no convencional, sobre las pasiones y los compromisos de escribir la historia del arte. Dos analistas de relaciones objetales, D. W. Winnicott de mediados del siglo pasado y Christopher Bollas, que practica y escribe en Inglaterra hoy, nos podrían ayudar.  Lo que hace que sus estudios de relaciones objetales sean sugerentes para los historiadores del arte contemplativos es su dedicación mutua a la noción kleiniana de reparación y su objetivo terapéutico de devolver cierta vitalidad al estado de la melancolía.

En el trabajo del compañero “alegre e irreverente” (Phillips, 1997, p.  27) de Klein, D. W. Winnicott (1896-1977), el primer pediatra en Inglaterra en recibir formación en psicoanálisis, (Phillips, 1997, p.  20) se enfatizó la vida en lugar del sufrimiento. Observado y no de manera menor por James Strachey (editor de Freud: La Edición Estandar) y Joan Riviere, Winnicott (1971) adoptó la fe de Klein en el potencial diagnóstico de jugar a los juegos de fantasía con los niños.44 Su atención se centró en la interacción social entre la madre y el niño (el “ambiente facilitador”), más que con la sensación de soledad del bebé en desarrollo. (Winnicott, 1979, pp.  31-40).45 Su ruptura principal con Klein residió, de hecho, en la concepción de la madre como agente (que siempre tiene que ser “lo suficientemente buena”) (Doane y Hodges, 1992, p.  20).46 En el universo de Winnicott (1968) no hay ira, no hay un impulso decidido hacia la destrucción (“Jamás estuve enamorado del instinto de muerte,” afirmó) (Winnicott, Shepherd y Davis, 2011, p.  288). La desaparición de los “objetos” del bebé, principalmente la madre (tanto el “pecho bueno” como el “pecho malo”), puede desearse, pero inevitablemente hay “alegría ante la supervivencia del objeto” (Winnicott, Shepherd y Davis, 2011, p.  271).47 La constancia es la recompensa, y los objetos y sus “sustitutos transicionales” (Winnicott, 1958) (por ejemplo, la manta del bebé)48 que pasan intactos a través de este valle psíquico de la muerte pueden ser manipulados para los fines propios del niño (y más tarde del adulto). Él o ella crecen casi felices en un mundo de utilización y fabricación de “objetos.” Si es dotado, él o ella puede hacer arte, o incluso escribir sobre ello. La sublimación artística, para Winnicott, es el proceso por el cual los estados internos se vuelven realidad en la forma externa: el arte es “este fragmento del mundo exterior que cobra la forma de la concepción interior. En la pintura, la escritura, la música, etc., un individuo puede hallar islas de paz” (Winnicott, s. f.).49 Escribir sobre obras de arte, en consecuencia, se convierte en un medio no solo para invocar su pasado sino también para encontrar un consuelo profundo para el yo en las formas visuales en el presente.50 Se trata de un intercambio apoyado por un reconocimiento mutuo. Winnicott insinúa, al igual que muchos otros (incluido Kristeva, que proviene de otra tradición distinta del psicoanálisis), que el arte es la encarnación suprema de la imaginación, ya que “permite una sublimación del dolor insoportable causado por la separación del objeto perdido” (Doane y Hodges, 1992, p.  68).51

La pérdida de los objetos y el hallazgo de los objetos. Estos siempre nos hacen retornar a los misterios de la escritura de la historia del arte: un arte en sí mismo, muy similar en muchos aspectos inconscientes, a la creación artística, literaria o visual. Allá donde los artistas representan algo, los historiadores del arte tienden a rechazarlo. En la necesidad de que nuestros relatos históricos funcionen como modelos de conocimiento empírico sólido, a menudo olvidamos que es el deseo de comprendernos a nosotros mismos y nuestra necesidad de crear estas narraciones consoladoras que también podrían incidir en esta forma especial y sostenida de melancolía sublimada. El trabajo de Bollas, entonces, podría tener las implicaciones más directas para aquellos de nosotros interesados en los significados y motivos, así como en los consuelos, de nuestra profesión elegida.

En su libro de 1987 La sombra del objeto: el psicoanálisis de lo sabido no pensado, Bollas está más interesado en “aquella parte de la psique que vive en el mundo sin palabras” (Bollas, 1987, p.  17)52 e ilustra este lugar de quietud mediante las obras de arte y los hechizos con los que encantan a sus espectadores. “Cuando una persona se siente luminosamente abarcada por un objeto.” (sombras del “ambiente facilitador” de Winnicott que una madre “lo bastante buena” brinda a su bebé) (Bollas, 1987, p.  18), tiene mucho que ver con la habilidad de la obra de arte para recrear una memoria preverbal mucho más temprana. Haciéndonos eco de las palabras de Berenson con las que comenzamos, este es el momento estético de profunda compenetración (cuando dos se convierten en uno) con una obra que le da al espectador (historiador del arte, estético, crítico u otro) el sentido “de memorar algo que nunca se aprehendió cognitivamente sino que se supo existencialmente” (Bollas, 1987, p.  33). Esta experiencia, —que recuerda la ruptura del tiempo cronológico o histórico de Klein a favor de la simultaneidad del espacio compartido— ha sido descrita (por Bollas) como “cristalizan[do] [el] tiempo en un espacio donde sujeto y objeto parecen consumar una cita íntima (…) [que] en lo fundamental son ocasiones sin palabras” (Bollas, 1987, p.  50). En un estudio casi una década después, extiende esta analogía evocadora (¿o es una alegoría?) al pasado (un concepto de “cementerio”) y a la historia, escribe:

Al hacer que los eventos pasados sean significativos, el historiador ejerce una capacidad psíquica importante, la de la reflexión: esto no confiere la verdad retrospectiva al pasado —de hecho, casi lo contrario— sino que crea un nuevo significado que no existía antes, uno que no podría existir si no se basara en hechos pasados y no los transformara en un tapiz que los mantiene en un lugar nuevo. Ese nuevo lugar —en la propia historia el texto del historiador (…) es un acto psíquico (…) A diferencia del pasado, que como significante se sitúa en uno mismo [o tal vez en el estante] como una especie de lastre, la historia requiere trabajo, y cuando el trabajo está hecho, la historia es lo suficientemente polisémica para activar muchas elaboraciones inconscientes (…) [El texto histórico] se empapa [sus muchos detalles] con un nuevo significado creado a través del mismo acto de recuperación. (Bollas, pp.  134, 143-145)

Si se lleva a cabo correctamente, la escritura de la historia convoca su propio poder estético, atiende a la llamada de la redención que Benjamín siguió (Benjamín, 1990). Pero ¿y la historia del arte? ¿Qué se pierde exactamente en su propio dominio especial de los muertos? El pasado, pero no los objetos del pasado. Sería fácil si fueran una sola y misma realidad, pero claramente no lo son. La mayoría de nosotros, tanto expertos como legos, sabemos que el pasado es irrecuperable, pero ¿qué hacemos con los materiales huérfanos y reliquias “tan vivas, tan tentadoramente concretas, que no podemos evitar sentirnos despojados” en su presencia? (Lowenthal, 1998, p.  68). Este es el dilema distintivo de la historia del arte del que no podemos escapar, y la melancolía es la clave que nos encierra. ¿Puede ser realmente el caso, como Heidegger señaló obsesivamente, que “quizás sea la vivencia el elemento en el que muere el arte [pero] La muerte avanza tan lentamente que precisa varios siglos para consumarse”? (Heidegger, 1996, p.  57).

Por el bien de la reparación, quiero mantener, por otro lado, la distinción freudiana entre melancolía y duelo cuando se trata de escribir historia del arte y enfatizar que, dentro de nuestra prisión intelectual, la melancolía puede ser tan poderosa intelectualmente como psicológicamente debilitante, un sentimiento más cercano al de los románticos, supongo, de lo que la psicología popular de hoy podría reconocer.53 El problema del duelo es que es un “acto de liberación que expulsa la memoria y la desplaza con una conciencia del aquí y ahora.” (Bollas, 1995, p.  117). En una carta consoladora a un amigo afligido, incluso Freud (1972) borró la distinción entre lo que llamó angustia patológica y no patológica (sobre una persona o una abstracción o incluso un objeto):

Aunque sabemos que después de una pérdida así el estado agudo de pena va aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continuaremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecuadamente el hueco, pues aun en el caso de que llegara a cubrirse totalmente, se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar. (Winnicott, 1989, p.  477)54 

Si no fuera por la herida abierta, todavía sangrando, no habría nada que intentar decir, ningún compromiso con los muertos o con los vivos. Sin historia de arte, sin historia de la estética, sin museos. La melancolía nos mantiene allí, y en el acto del anhelo estético, nos esforzamos por mantener vivas las obras de arte, incluso con la conciencia de que su ser histórico se desvanece cada vez más en el pasado. “La pérdida,” que Stamelman una vez caracterizó con perspicacia, es la “precondición de la interpretación. Pero demasiada escritura reprime esa verdad, y la voluntad de interpretar mucho es una voluntad de olvidar la pérdida” (Stamelman, 1990, p.  31). Los historiadores podrían suavizar su voluntariedad al prestar atención a la voz órfica de los poetas. “Triste, extraña, pero también dulce es la emoción” cultivada por esos escritores. “La pérdida se celebra de la misma manera que se lamenta,” según el crítico Peter Schwenger. “Por lo tanto, la melancolía suele ser la misma cosa (o Cosa) por la que los poetas se esfuerzan por comunicar a sus lectores” (Schwenger, 2006, p.  13).  La conciencia sublime es como Ankersmit (2005) lo llamó, esta poderosa unión paradójica del dolor y el placer difundida por la escritura de la historia. Al instarnos a “sentir” en lugar de solo “saber,” nos urge a regresar al mundo de los estados de ánimo y las pasiones de los románticos: “restauremos nuestro pensamiento sobre la historia y sobre la escritura de la historia (…) algo del corazón humano y de lo que tiene resonancia en lo profundo de nuestras almas” (pp.  9-11).55 De hecho, ¿qué más podemos hacer? Whitney Davis, escribiendo sobre Johann Joachim Winckelmann, ofrece una alternativa:

La historia del arte se pierde, pero la historia del arte todavía está con nosotros; y aunque la historia del arte a menudo intenta devolver el objeto a la vida, finalmente es nuestra posibilidad de dejarlo en el pasado, de ponerlo en su historia y sacarlo de la nuestra, donde hemos sido testigos de su partida. Para tener la historia del arte como historia —reconociendo la pérdida irreparable de los objetos— debemos abandonar la historia del arte como una resucitación, como una negación de la partida. Si no es para ser patológico, la historia del arte debe dejar sus objetos, ya que ya se han ido en cualquier caso. (Davis, 1998, p.  50) 

A pesar de la elocuencia de las palabras de Davis, en este ensayo he estado imaginando una ruta diferente. Los historiadores del arte en sus inclinaciones empiristas pueden esforzarse por hacer que los objetos vuelvan al pasado de donde vinieron reemplazándolos “en contexto histórico,” poniéndolos en su propia historia y sacándolos de la nuestra. Sin embargo, no es de allí de donde proviene el arte de la historia del arte, y como filósofos o poetas, sentimos eso con fuerza. No hay un “final” en la historia del arte. Simplemente no podemos dejar que estas obras de arte solitarias desaparezcan: si esto es “patológico,” que así sea; si es un síntoma de melancolía en lugar de duelo, es sin embargo el único acto reparador “romántico” en el que los guardianes pueden participar, de ese modo “alivia la tristeza de nuestra condición,” como lo expresa Hegel (1993, p.  5). Todavía el arte sigue siendo importante, y las obras de arte, en su silenciosa presencia material, insistentemente nos presionan para que no dejemos que el tiempo los trague de nuevo.

En resumen, la melancolía que recorre la historia del arte es quizás un producto de su conciencia inconsciente en el que las obras que parecen tan presentes en realidad están ausentes. Es la pérdida integrada en esta ambigüedad lo que acecha y anima sus actividades. En lugar de circunscribirlas a la historia, el historiador del arte intenta reparar el deterioro atribuyendo nuevos significados en el presente. Frente a su aparente “falta de sentido,” como sobrevivientes de una tormenta que los ha privado de su autenticidad, nuestro escrito intenta lo que en realidad no se puede hacer —para devolverles esa cualidad que casi, pero no del todo, han perdido. En medio de este acto de recuperación comprometido, sin embargo, los historiadores del arte encuentran algo de sí mismos, o al menos cultivan la exquisita sensibilidad hacia el valor de la antigüedad que Riegl una vez exaltó.

En esta cascada final de citas, hay una opinión determinante que debemos escuchar, la misma melancólica con cuyas palabras comenzamos: Walter Benjamín. Al leer las fantasías de Marcel Proust dando vueltas nebulosamente alrededor del objeto más privilegiado de su pasado —su abuela Madeleine— el propio Benjamín medita sobre las imposibilidades de cualquier recuperación auténtica:

En vano buscaremos conjurarlo [nuestro propio pasado] a nuestra voluntad; todos los esfuerzos de nuestra inteligencia no nos sirven de nada. Por eso Proust no tiene reparo en explicar como resumen que el pretérito se encuentra fuera del ámbito de la inteligencia y de su campo de influencia en cualquier objeto real [o en la sensación que tal objeto despierta en nosotros], Además tampoco sabemos en cuál. Y es cosa del azar que tropecemos con él antes de morir o que no nos lo encontremos jamás. (Benjamín, 1972, p.  126)56

Los historiadores del arte, por supuesto, seleccionan deliberadamente qué objetos “guardar” —o si no, encuentran los objetos que esperamos nos “salven.” Al hacerlo, intensificamos la sensibilidad en los mundos desaparecidos tanto como silenciamos nuestros anhelos incesantes al suponer que podemos recrearlos o “entenderlos.” Mis incursiones en la teoría de las relaciones objetales me proporcionaron los conceptos psicoanalíticos y la prosa empleada a lo largo del siglo pasado —el mismo siglo en que el estudio histórico del arte se convirtió en una disciplina legítimamente reconocida— que intentaron dominar el extraño poder estético que las reliquias del pasado pueden ejercer sobre nosotros. Es la poesía del anhelo, el conocimiento que nunca entenderemos, que lubrica la bilis negra de la melancolía y la convierte alquímicamente en la más oscura de las tintas, como alguna vez señaló Charles Baudelaire de manera evocadora.57

Escribir sobre arte, sobre las obras de arte que están presentes, pero cuyo mundo ha desaparecido hace mucho tiempo, presenta más desafíos de los que un protocolo de investigación desprovisto de poesía puede reconocer. Estos hermosos huérfanos, en otras palabras, estimulan nuestra escritura, por un lado, porque ellos “viven”58 y, por otro, porque llevan mucho tiempo “muertos.” Es la melancolía que nos proporciona un alma disciplinaria.

Mi título, “El Arte melancólico,” tiene resonancias lejanas con Rose, G. (1978). The melancholy science: An introduction to the thought of Theodor W. Adorno. New York: Columbia University Press. Una frase que toma de las primeras palabras de Minima Moralia de Adorno (1944-47) que a su vez se hace eco de The Gay Science (1886) de Friedrich Nietzsche. El trabajo de Adorno pretendía exponer “cómo ‘la ciencia melancólica’ es precisamente un intento de redefinir la relación entre la teoría y la praxis” al “ofrecer la teoría crítica como una alternativa al positivismo en sociología” (p.  143).

l.Equivalente al “sentimiento oceánico” de Sigmund Freud: “Sensación de ‘eternidad,’ un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir ‘oceánico’”? (Freud, 1992d, p.  65).

2. (Berenson, 1950), citado en (Milner, 1952), reimpreso como “The Role of Illusion in Symbol Formation” (Milner, 1993, p.  27). 

3. “Las fotografías antiguas siempre traen consigo la melancolía. ¿De la manera, tal vez, en la que las pinturas no lo hacen?” (Barthes, 1982, p.  100).

4. Más sobre las características individuales de estos dos fantasmas en breve. Y luego está la tercera hermana: Nostalgia. La razón por la que no compite en el concurso de nombres es, según el reciente libro de Svetlana Boym, porque significa algo más que “psicología individual.” “A diferencia de la melancolía, que se limita a los planos de la conciencia individual, la nostalgia nos habla de la relación entre la biografía individual y la biografía de grupos o naciones, entre la memoria personal y colectiva” (Boym, 2001, pp.   xv-xvi). Ver (Lepenies, 1992); y (Stewart, 1993). “El recuerdo puede ser visto como un ejemplo de la nostalgia que toda narración revela —el anhelo de un lugar de origen” (Stewart, 1993, p.  xii).

5.  Su ejemplo es el relato de Jules Michelet sobre la historia de la antigua llave de la Bastilla, tan densa con significados bien guardados, que yace en una caja de hierro en los archivos de la Asamblea Nacional francesa. 

6. De hecho, estos templos del arte de hoy bien podrían “desempeñar el papel de los palacios de memoria de los mnemonistas al destacar el diseño conceptual del pasado recordado” (Hutton, 1993, p.  10).

7. El tema de la pérdida y el duelo se destaca mucho en una cierta tradición posestructuralista francesa: además de Barthes, ver: (Lacan, 1978), originalmente publicado como Les quatres concepts fondamentaux de la Psychanalyse, bk. 11 de Le séminaire de Jacques Lacan, (Lacan, 1973b); (Lacan, 1977), originalmente publicado como Écrits, (Lacan, 1966); y (Lacan, 1992) (originalmente publicado como L’éthique de la psychanalyse. Le séminaire VII (Lacan, 1973a, pp.  129-30): La “Cosa” “siempre estará representada por la vacuidad, precisamente porque no puede ser representada por otra cosa — o, más exactamente, porque solo puede ser representada por otra cosa. Pero en cada forma de sublimación el vacío es determinante (…) Todo arte se caracteriza por un cierto modo de organización en torno a este vacío.” Esta toma de conciencia de “la carencia que inicia el deseo,” según Peter Schwenger, “entonces, también inicia una cierta melancolía” (Schwenger, 2006, pp.  32-33). Ver también (Kristeva, 1989); de Jacques Derrida (1982, pp.  309-330), (1974), (1995); y (2001). Los últimos dos editores, también sugieren (Krell, 2000).  “Mantenerse vivo, dentro de uno mismo: ¿es este el mejor signo de fidelidad?,” preguntó Derrida (2001, p.  9) en su elogio a Roland Barthes, en The Work of Mourning. 

8. El concepto del “tropo” y su poder lo tomo de Hayden White de Tropics of Discourse: Essays in Cultural Criticism “Entender, es un proceso de hacer no familiar, o lo ‘extraño’ en el sentido de Freud de ese término, lo que nos es familiar (…) Este proceso de comprensión solo puede ser de naturaleza tropológica, ya que en la representación de lo no familiar en lo familiar lo que está involucrado es un tropo que generalmente es figurativo” (White, 1978, p.  5). Henry James una vez afirmó que “por supuesto, estamos divididos entre el gusto por sentir el pasado como extraño y el gusto por sentirlo familiar; la gran dificultad es detectarlo en el momento donde el grado de equilibrio sea correcto.” James, Introduction (1888), en (James, 1986, pp.  31-32). Y así las obras de arte hacen efectiva la definición de James del atractivo de los objetos del pasado a solo dos tercios del camino: “la poesía de la cosa sobrevivida, perdida y desaparecida” (Íbid.).

9. La historia del arte desarrollada como una disciplina, Charles Merewether ha argumentado, “que consideraba el arte como la resplandeciente ‘vida después de la muerte’ (Nachleben) del pasado. Visto en el presente, el arte representa la supervivencia y la transmisión del pasado, llevando consigo rastros de otro lugar, tiempo y cultura. La historia del arte se convierte en un camino que nos remonta a ese momento inaugural en el que el objeto cobra existencia, en sí mismo una especie de huella constituida en su separación del artista y de la cultura en que se origina” (Merewether, 1999). Para un estudio fascinante del tiempo inconexo y anacrónico en el arte del Renacimiento (y más allá), ver (Nagel y Wood, 2005b, pp.  403-413). 

10. Para otras tres reflexiones literarias sobre la melancolía ver: (Sacks, 1985); (Ferguson, 1995); y (Chambers, 1993).

11. “Algo del pasado siempre permanece,” según el filósofo de la historia Dominick LaCapra, “al menos como una presencia inquietante o una aparición” (LaCapra, 1999, p.  700).

12. Con la intención de producir un libro, de manera adecuada he escrito varios “estudios de casos” sobre las conexiones entre la melancolía, la historia del arte y la escritura: (Holly, 2002a, pp.  660-669), reimpreso en (Holly, 2003, pp. 156-178); (Holly, 2007); (Holly, 2002b); (Holly, 1998a, pp.  467-478); (Holly, 1998b).

13. Entre los pensadores contemporáneos en las artes visuales, por ejemplo, están Eric L. Santner (1990); Yve-Alain Bois (1986, pp.  29-49); Douglas Crimp (2002); T. J. Clark (1999); y Hans Belting (1987). Todos aluden a lo que Wendy Wheeler llama “la nostalgia posmoderna (una forma de melancolía)” en (Wheeler, 1995, p.  77). Ver también (Starobinski, 1966, pp.  81-103).

14. Robert  Burton,  subraya en The Anatomy of Melancholy, “Escribo acerca de melancolía, para evitar la melancolía y estar ocupado” (Burton, 1989, p.  6); y John Milton, en Il Penseroso) “Estos placeres, la melancolía, dan; / Y yo contigo elegiré vivir” (Milton, 1874, p.  290).

15. “Hay ecos de otro mundo, un mundo sin éxtasis profético ni meditaciones melancólicas, sino de sensibilidad aumentada donde notas suaves, dulces perfumes, sueños y paisajes se mezclan con la oscuridad, la soledad e incluso el dolor mismo, y por esta amarga y dulce contradicción sirven para aumentar la autoconciencia.” Un pasaje sobre Milton citado desde el tratamiento más histórico, pictórico y magistral del tema (Klibansky, Panofsky, y Saxl, 1964, p.  230). Y todos los historiadores del arte reconocen a Rudolf Wittkower and Margot Wittkower (Wittkower y Wittkower, 1963).

16. El género de la melancolía no parece estar en duda, especialmente cuando vemos sus múltiples representaciones visuales a través del tiempo. La melancolía es femenina pero un melancólico puede ser de cualquier sexo. Una prueba pictórica la podemos ver en el maravilloso catálogo de la exposición organizada por el Museo del Louvre, París, Mélancolie: Génie et folie en Occident, (Clair, 2005). Le agradezco a Olivier Meslay el envío de una primera copia y alertarme sobre la sorprendente estadística de que el Louvre tenía tres veces más visitas a esta exposición de las que esperaba. Thomas Gaehtgens me envió el catálogo Melancholie: Genie undWahnsinn in der Kunst (Clair, 2006) de la exposición similar en Alemania. Agradezco a ambos por pensar en mi interés sobre el tema.

17. “La melancolía, o bilis negra es aquel cuyo desorden puede producir las consecuencias más nefastas. En la cosmología humoral medieval, va asociado tradicionalmente a la tierra, al otoño (o al invierno), al elemento seco, al frío, a la tramontana, al color negro, a la vejez (o a la madurez), Y su planeta es Saturno, entre cuyos hijos el melancólico encuentra un lugar junto al ahorcado, al cojo, al labrador, al jugador de juegos de azar, al religioso y al porquero” (Agamben, 2006, pp.  37-38). Para un desarrollo más detallado, ver (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964).

18. The Encyclopaedia Britannica, 11 ed., a menudo llamada la “última gran enciclopedia” antes de que los cambios políticos y sociales provocados por la primera guerra mundial y los inmensos cambios tecnológicos del nuevo siglo hicieron obsoleta la idea de encapsular todo el conocimiento del mundo. (The Encyclopaedia Britannica, 1911, p.   88).

19. Esto no quiere decir que muchos pensadores anteriores en la tradición de Aristóteles no vieron inspiración en la melancolía también. Según Frances Yates, en ese momento “el temperamento de la reminiscencia no es la melancolía ordinaria seca y fría, que confiere buena memoria, sino la melancolía seca y caliente, la intelectual, la melancolía inspirada” (Yates, 2011, p.  90).

20. Agamben, en Estancias, 39 n. 3, dice: “Una puesta al día de la lista de melancólicos citada por Arístóteles en el problema xxx (Heracles, Belerofonte, Heráclito, Demócrito, Maraco) correría el riesgo de ser demasiado larga. Después de una primera reapropiación entre los poetas del amor del siglo XIII, el gran retorno de la melancolía empieza a partir del humanismo. Entre los artistas, siguen siendo ejemplares los casos de Miguel Ángel, de Durero, de Pontormo. Una segunda epidemia tiene lugar en la Inglaterra isabelina; ejemplar es el caso de J. Donne. La tercera edad de la melancolía se encuentra en el siglo XIX; figuran entre las víctimas: Baudelaire, Nenral, De Quincey, Coleridge, Strindberg, Huysmans. En las tres épocas, la melancolía, con una audaz polarización, fue interpretada como algo a la vez positivo y negativo” (Agamben, 2006).

21. Ver también (Doane y Hodges, 1992); (Butler, 2007); y (Kristeva, 1980).

22.  (Nietzsche, 1932, p.   73), primer énfasis mío; originalmente publicado en Unzeitgemässe Betrachtungen (Nietzsche, 1873-76), traducido como “Consideraciones intempestivas.”

23. “Der moderne Denkmalkultus, sein Wesen und seine Entstehung” se publicó por primera vez como una coda legal sobre la conservación en 1903. Fue reeditado en los ensayos recopilados de Riegl, Gesammelte Aufsätze, (Swoboda, 1929, pp.  144-193). Ver (Nelson y Olin, 2003, p.  9).

24.  (Riegl, 1987, p.  64) Cf. este pasaje de Panofsky, “La historia del arte en cuanto disciplina humanística: En lugar de ocuparse de los fenómenos temporales y de hacer que el tiempo se detenga, [las humanidades] penetran en una región donde el tiempo se ha detenido de por sí mismo e intentan reactivarlo” (Panofsky, 1987, p.  37).

25. Ver (Agamben, 2006, p.  12); (Warburg y Forster, 1999); también (Nagel y Wood, 2005a) y las correspondientes respuestas de Charles Dempsey, Michael Cole y Claire Farago (Nagel y Wood, 2005b, pp.  416-429). Ver también (Holly, 1993); (Holly, 2000); y (Holly, 2002b).

26. Gracias a Janet Wolff por esta referencia.

27.  Para el ensayo clásico sobre la relación entre la historia del arte y el psicoanálisis, ver (Ginzburg, 1980, pp.  5-36).

28.  (Pollock, 2006), esp.  el ensayo de Mieke Bal, “Dreaming Art” (Bal, 2006, pp.  30-59); (Rose, 1986); y (Gamwell y Wells, 1989), esp.  el ensayo de Donald Kuspit, “A Mighty Metaphor: The Analogy of Archaeology and Psychoanalysis” (Kuspit, 1989, pp.  133-153).

29. Ver también idem, “A Disturbance of Memory on the Acropolis,” 1936 (Freud, 1966-74, pp.  239-248); también (Rickels, 1988, p.  2).

30. Un libro reciente de Matthew von Unwerth, Freud’s Requiem: Mourning, Memory, and the Invisible History of a Summer Walk (Unwerth, 2005), es una recreación ficticia de los sentimientos de pérdida, fragilidad y recuperación discutidos entre tres amigos en un paseo por los Dolomitas. Unwerth especula que los dos compañeros de Freud, a quienes Freud no identifica en La transitoriedad,  excepto para decir que uno era un “amigo taciturno” y el otro “un poeta joven pero ya famoso,” fueron Lou Andreas-Salomé y Rainer Maria Rilke.

31. Ver también (Lear, 2005, pp.  167-172); y (Rickels, 1988).

32.  (Freud, 1992c, p.  241), el énfasis es mío.

33. Ibid., (Freud, 1992c, pp.  242-243), el énfasis es mío. 

34. Ver la respuesta de Freud al luto del psiquiatra de Warburg, Ludwig Binswanger, en (Freud, 1960, p. 386).

35. Para detalles biográficos ver (Grosskurth, 1986).

36. J. Laplanche y J.-B. Pontalis, The Language of Psycho-Analysis, (Laplanche y Pontalis, 1973, p.  273), hacen hincapié en que la palabra “objeto” no connota, como lo hace en el lenguaje ordinario, una “cosa, un objeto inanimado y manipulable,” pero la palabra es ciertamente sugestiva desde mi punto de vista. Agradezco haber sido invitado a leer este ensayo en el Austen Riggs Center en Stockbridge, Massachusetts, el 30 de noviembre de 2006. La discusión con los analistas y terapeutas del centro sobre la teoría de las relaciones objetales fue de gran ayuda. 

37. Los puntos de vista de Klein sobre las relaciones entre luto, agresión y culpabilidad complican considerablemente la perspectiva freudiana (por no decir la mía), pero me aferro a la resonancia metafórica de estas ideas para la historia del arte en lugar de subrayar su inmenso poder para el diagnóstico clínico. No obstante, según Judith Butler, “para Klein, el objeto que se pierde es ‘introyectado’, donde ‘introyección’ implica una interiorización del objeto como objeto psíquico (…) Para Freud, el acto de ‘internalización’ mediante el cual el otro perdido (objeto o ideal) se presenta como una característica de la psique que también ‘preserva’ el objeto” (Butler, 1998, p.  181). Ver también (Butler, 1997).

38. La ortografía “ph” se utiliza para indicar el proceso inconsciente.

39. Julia Kristeva (Kristeva, 2006, p.   77) citando Klein Developments in Psycho-Analysis (Klein, 1952). Para la elaboración del instinto de muerte, ver (Freud, 1992b).

40. Ver Eli Zaretsky, Secrets of the Soul: A Social and Cultural History of Psychoanalysis: “Basado en el reconocimiento de que la madre está separada, constituye el comienzo de la subjetividad. Dado que, en la concepción de Klein, la subjetividad involucraba la pérdida de objeto, el duelo y la tristeza, ella también lo llamó la ‘situación de la añoranza’” (Zaretsky, 2004, p.  257).

41. La propia Klein, Infantile Anxiety Situations, en (Klein y Mitchell, 1986): “En los análisis de niños, cuando la representación de los deseos destructivos es seguida por una expresión de tendencias reactivas, constantemente encontramos que el dibujo y la pintura se usan como medio para hacer que la gente se renueve” (p.  93).

42. (Klein, 1975, pp.  52-53) citado en (Kristeva, 2006, p.  52) (primera mitad de la primera cita énfasis mío). Hay que reconocer que Klein a menudo habla de objetos externos como algo que también refleja los imaginarios internos.

43. Para consultar dos textos recientes con teorías sugestivas sobre la pérdida, ver (Butler, 2003); y (Horowitz, 2001), que comenta de su libro que es la historia de “los momentos en que la teoría estética sostiene con más fuerza la pérdida del poder de la trascendencia. Y lo que viene después —como siempre lo hace la historia filosófica— lo que viene después no significa redimir lo que ha quedado atrás, es sufrir un fracaso de la historia. Mantener este sufrimiento y no tener fe en la historia es el fondo que motiva este libro” (p.  5)

44. Este texto, publicado en el año de su muerte, es una extensión del trabajo iniciado veinte años antes. Para una biografía intelectual, ver (Rodman, 2003).

45. D. W. Winnicott, “La capacidad para estar a solas, (1958)” una capacidad que primero dependía de estar solo en presencia de la madre (Winnicott, 1979, pp.  31-40).

46. Es el enfoque que da Winnicott a la responsabilidad exclusiva de la madre “lo suficientemente buena” de la década de 1950 que crea un buen hogar (o no), y que fue objeto de escrutinio por parte de las feministas posteriores (Doan y Hodge, 1992, p.  20).

47. Como Clare Winnicott, esposa y editora de D. W., ha señalado (3): “Para él, la destrucción del objeto en la fantasía inconsciente es como un proceso de limpieza, que facilita una y otra vez el descubrimiento del objeto de nuevo. Es un proceso de purificación y renovación” (Winnicott, Shepherd y Davis, 1989, p.  271).

48. Ver también (Volkan, 1981).

49. Marion Milner, “Nota crítica sobre ‘On not being able to paint’” (1951) (Winnicott, s. f.), en http://www.psicoanalisis.org/winnicott/milner.htm.

50. Para una caracterización de este intercambio, ver (Podro, 1998), sobre todo el inquietante último capítulo sobre Jean-Siméon Chardin. Empleando el trabajo de Winnicott para influir en su tema de historia del arte, argumenta, que en la representación “ensayamos una urgencia arcaica dentro de nosotros y su correspondiente satisfacción” (Podro, 1998, p.  149).

51. Para Kristeva, ver sobretodo su estudio de Hans Holbein en Black Sun, (Kistreva, 1989, pp.  106-138).

52. El título está tomado de Freud, “Duelo y melancolía.” “La sombra del objeto cayó sobre el yo” (Freud, 1992c, p. 246).

53. Para un fascinante estudio crítico de las formas contemporáneas de duelo ver (Gilbert, 2006). 

54. Después de las pérdidas de la Gran Guerra, la distinción de Freud entre las dos formas de duelo se vuelve borrosa, y duda si el sufrimiento por la pena es algo que se puede superar. En (Freud, 1992a, pp. 21-29), y cf. n. 34 más arriba.

55. Lo que prefiero limitar a una nota es lo que Ankersmit está escribiendo en contra: el “formalismo gélido” de la teoría contemporánea. Con esta fría caracterización, estaría totalmente en desacuerdo.

56. Sobre la propia melancolía de Benjamin, ver (Comay, 2005). Las meditaciones de Benjamin sobre el poder de los objetos se intercalan a lo largo de sus escritos; por ejemplo, hay que tener en cuenta un último pasaje de Iluminaciones II: “Experimentar el aura de un fenómeno significa dotarle de la capacidad de alzar la vista  (…) No es preciso que subrayemos lo versado que estaba Proust en el problema del aura. Con todo resulta notable que en ocasiones roce conceptos que incluyen su teoría: ‘Algunos, amantes de los misterios, se halagan pensando que en las cosas permanece algo de las miradas que una vez se posaron sobre ellas’. (Naturalmente la capacidad de devolverlas.) ‘Opinan que los monumentos y los cuadros sólo se presentan bajo el delicado velo que el amor y la veneración de tantos admiradores tejieron a su alrededor a lo largo de los siglos’. Y Proust concluye con una digresión: ‘Esa quimera sería verdad si se refiriesen la única realidad presente para el individuo, a saber, a su mundo de sentimientos’” (Benjamín, 1972, pp. 163-164).

57. Ver (Starobinski, 1989). Cf. El deseo de Derrida en, “Circumfession,” The Work of Mourning (Derrida, 2001, p. 7), que algún día podría escribir con una jeringa en lugar de un bolígrafo, “de modo que todo lo que tendría que hacer es encontrar la vena adecuada y dejar que la escritura fluya sola.”

58. He argumentado en Past Looking: Historical Imagination and the Rhetoric of the Image (Holly, 1996) que las obras de historia del arte prefiguran algunas de sus interpretaciones contemporáneas más convincentes, y al hacerlo, manifiestan una considerable evidencia de su presencia animada en nuestro propio mundo.


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* Este texto ha sido publicado previamente en:  Holly, M. A. (January 01, 2007). Interventions: The Melancholy Art. The Art Bulletin, 89, 1, 7-17. Y Holly, M. A. (2013). The Melancholy Art. In The Melancholy Art,  (pp. 1-24). Princeton, New Jersey: Princeton University Press.