Elegía a lo que hemos perdido
Análisis de "Cuentos de Tokio" (Tokio monogatari)
De Yasujirō Ozu, figura clave del cine clásico japonés, empezamos a tener noticias en el viejo continente a partir de 1978 con Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953), quince años después de su muerte. Una encuesta realizada por Sight & Sound, publicada por el British Film Institute (BFI), que propuso a 358 cineastas valorar las diez mejores películas de toda la historia del cine, la ubicó en primer lugar. Por aquel entonces Ozu era bastante popular en su país; fueron motivos políticos y comerciales los que demoraron la distribución de sus films al resto del mundo. En sus más de cincuenta películas construye una filmografía sólida, que retrata el lento declinar de la familia japonesa, uno de los pilares de la identidad nacional. El cine de Ozu es una crónica de cuarenta años sobre la transformación del Japón y la nostalgia por los valores que se perdieron.
En los años cincuenta Europa descubre una cinematografía hasta entonces olvidada. La de un país, Japón, lejano y culturalmente divergente que, tras siglos de aislamiento, había mostrado su rostro más peligroso al expandirse militarmente por Asia y aliarse luego con Alemania e Italia. Tras su sangrante rendición, el orgulloso Imperio de Sol Naciente se vio sometido a Estados Unidos. En este contexto, el cine japonés sorprendió a Occidente por su gran entidad. De la mano de los directores Kinugasa y Kurosawa comenzó a ganar consideración, aunque limitada al ámbito de los grandes festivales y de la crítica especializada. A estos directores le siguieron otros como Mizoguchi, Ozu, Ichikawa, Naruse, Kobayashi, Imamura, Oshima, Teshigahara, etc., corroborando así el gran interés por esta cinematografía. De estos realizadores Akira Kurosawa es el más popular, si bien la historiografía ha prestado más atención a Ozu. La puerta de entrada en Europa del cine japonés fue Rashomon, de Kurosawa, que obtuvo el León de oro de Venecia en 1951. A partir de esa fecha se fue rescatando la filmografía japonesa, que tenía ya una historia tan amplia como la del propio cine. De Ozu, figura clave del cine clásico del país oriental, empezamos a tener noticias en el viejo continente a partir de 1978 con Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, Yasujirō Ozu, 1953), quince años después de su muerte. Una encuesta realizada por Sight & Sound, publicada por el British Film Institute (BFI), que propuso a 358 cineastas de todo valorar las diez mejores películas de toda la historia del cine, la ubicó en primer lugar. Por aquel entonces Ozu era bastante popular en su país; fueron motivos políticos y comerciales, más que artísticos, los que demoraron la distribución de sus films al resto del mundo. En sus más de cincuenta películas construye una filmografía sólida[1], que retrata el lento declinar de la familia japonesa, uno de los pilares de la identidad nacional. El cine de Ozu es una crónica de cuarenta años sobre la transformación del Japón y la nostalgia por los valores que se perdieron. Mark Cousins sostiene que el enfoque tradicional del cine comercial de Hollywood es más romántico que clásico. Para Cousins, son los filmes del maestro japonés Yasujirō Ozu los que deberíamos considerar como verdaderamente clásicos, puesto que dota a sus películas de un equilibrio perfecto, tanto estética como filoso-antropológicamente, de un modo desconocido en el cine occidental. Su cine se acerca a su esencia y función, ofrece una imagen del ser humano con la que identificarse y aprender algo de sí mismo: “Ozu no se casó, no trabajó en ninguna fábrica, no fue a la universidad y, sin embargo, durante más de treinta años dirigió películas sobre la cotidianidad de la vida de los matrimonios, los obreros de las fábricas y los estudiantes” (Cousins, 2005: 125). Tal vez sea el rechazo hacia el tono autobiográfico, el distanciamiento, la aparente desdramatización y la mirada en busca de objetividad, lo que confiere a sus películas ese equilibrio y neutralidad tan característicos. Hijo de un comerciante de fertilizantes, Ozu nació en Tokio en 1903 y a los diez años se fue a vivir al campo con su madre, fue expulsado de la escuela por su rebeldía, a los veinte años ya había visto cientos de películas estadounidenses, tan alejadas de la idea de la mesura y la armonía japonesas. Cuando un tío suyo que era actor le consigue un trabajo en el estudio de cine Shochiku, inicia su carrera cinematográfica como asistente en el departamento de fotografía. En 1927 empezó a dirigir pequeñas comedias silentes que gustaban mucho a la crítica, y en 1932 empezó a se desmarcó de la influencia del cine occidental hasta desarrollar un estilo propio e inconfundible con un universo cinematográfico que todavía hoy sigue siendo único por el fiel retrato de la familia tradicional japonesa, (la relación entre generaciones distintas y la nostalgia o melancolía suscitada por las relaciones humanas en general).
La mayoría de las películas de Ozu abordan las relaciones entre padres e hijos. La temática de sus películas se encuentra en el extremo opuesto del individualismo occidental, en el que los jóvenes están en pleno proceso de cambio y canalizan todas sus energías fuera del ámbito familiar. Ozu, el maestro de la reconciliación, logra reconducir ese espíritu rebelde de los hijos que tratan de entender a sus progenitores. Sus películas se basan en una concepción estática y triste de la vida, mientras que el realismo romántico explotaba las emociones, Ozu, las evitaba (Cousins, 2005: ). Para desdramatizar, el cineasta reduce al mínimo la exteriorización de los sentimientos y el argumento lo focaliza hacia los problemas cotidianos y triviales a los que deben hacer frente los personajes. La melancolía producida por el paso del tiempo es el motivo central en sus películas.
En los años setenta, Wim Wenders, figura clave del resurgimiento del cine alemán, mucho antes de filmar Tokyo Ga[2] en 1985, reconoció que Ozu era el mayor director de cine que había conocido. Definió su estilo como un naturalismo estético que pone orden en la caótica realidad. En efecto, como explica su asistente de cámara en Tokyo Ga, Ozu para filmar el trascurso del tiempo, medía los tiempos en segundos y en fotogramas de forma muy precisa (hizo fabricar incluso un reloj con la correspondencia tiempo-fotogramas). Su cine se ocupa de la vida misma, cuenta lo cotidiano endulzado con un baño de belleza ordenada, de humanidad. Hace un retrato de la familia de clase media-baja reconocible en cualquier lugar del mundo. Comprendemos esas historias tan japonesas porque, aun cuando responden a una gramática propia y profunda, son extrapolables a historias en general, universales (les otorgamos sentido atendiendo a nuestros propios referentes, por ello esa cotidianidad a la que se acerca no nos resulta ajena).
En resumen, Ozu crea una puesta en escena pausada, serena, que evita el sentimentalismo y se centra en la cotidianidad para reflejar la nostalgia por el paso del tiempo. ¿Cómo se traduce en términos formales? Ubica la cámara siempre en ángulo recto al suelo por debajo del nivel de la vista (planos tatami, donde muestra su atención por el detalle, recreándose en objetos y espacios vacíos repletos de melancolía, como la ceremonia del sake), haciendo coincidir el encuadre con los marcos de los paneles o puertas correderas que separan las habitaciones, siempre abiertas, para aprovechar el espacio en una escenografía casi teatral (la acción transcurre en la habitación de delante y en la que sigue con escasos movimientos); por otra parte, los espacios intermedios o secuencias entre escenas crean imágenes neutras desde el punto de vista narrativo, pero puras; colocan los sentidos en una relación directa con el tiempo y con el pensamiento. Tradición y modernidad, campo y ciudad, se contraponen en un relato genuino de los rincones característicos del viejo Tokio, y de su rápida transformación marcada por la industrialización. Wenders en Tokyo Ga compara la estricta disciplina de la educación tradicional japonesa con la modernidad y el bullicio del Tokio actual en el que se han introducido evidentes cambios en las relaciones humanas. La vida es efímera, el tiempo discurre veloz como el paso de un tren, los personajes (sujetos morales que sufren un proceso de acercamiento mutuo por el que cambian su forma de pensar y de ser, a mejor) se enfrentan con la muerte o con su proximidad, pero aceptan este hecho con resignación.
Cuentos de Tokio es el ejemplo por antonomasia de lo hasta aquí explicado: una película ordenada, serena, de estilo zen, donde consigue un soberbio equilibrio entre movimiento y reposo, y retrata al ser humano en el contexto de la vida cotidiana. Prima el orden y el reposo por encima de la acción. Aborda el tema de las relaciones entre padres e hijos y los conflictos que se producen entre las dos generaciones. Ese choque generacional acentúa un aspecto fundamental: el escepticismo de los padres ante el estilo de vida que han escogido los hijos. Al final se produce la reconciliación del ser humano consigo mismo y con lo que le rodea. La película de estructura cíclica, es un doble viaje de ida y vuelta, un tren que llega y otro que se va, el primer viaje lo realizan los padres y representa la oportunidad de ver a todos sus hijos, y el segundo lo realizan los hijos y nuera para ver, quizá por última vez, a sus padres. La profundidad y la trascendencia de la película se observa en momentos clave donde reflexionan acerca del paso del tiempo, como cuando la madre se pregunta dónde estará ella en un futuro próximo (vida después de la muerte), o qué será su nieto de mayor. Como es sabido, Cuentos de Tokio trata de una pareja de ancianos que decide visitar a sus hijos. Los hijos, afanados en sus vidas, están demasiado ocupados como para dedicarles algo de su tiempo. Para ellos, la visita de sus padres supone un trastorno de la rutina habitual, una molestia que tratan de neutralizar alojando a los padres en una residencia, pero es demasiado ruidosa para los ancianos que, acostumbrados a la tranquilidad del pueblo, sienten nostalgia y quieren volver a casa. Se sorprenden de cómo pueden cambiar tanto los hijos, “antes eran más simpáticos, casados son casi unos desconocidos”. De hecho, una de sus hijas que ejerce de peluquera se avergüenza de ellos, negando su parentesco ante la clientela. El padre, en una conversación con antiguos amigos reencontrados, mientras beben sake admite la dificultad de vivir con los hijos, aun cuando tiene la suerte de conservarlos. Los ancianos esperan demasiado de los hijos en un mundo en el que es difícil triunfar. No están satisfechos, se sienten decepcionados por la pérdida de valores que ha traído la modernización y la posguerra: “Hay hijos a los que no les importaría matar a sus padres”. Paralelamente, la madre protagoniza una escena que contrarresta los aspectos negativos de la modernización: alojada en casa de su nuera, Noriko, que perdió a su marido en la guerra, duerme en el lugar de su difunto hijo. Le recomienda a su nuera que vuelva a casarse porque merece una vida mejor, argumentando que los tiempos han cambiado y hoy las viudas pueden volver a casarse. Noriko se despide de su suegra, contribuyendo a su manutención y pidiéndole que venga a visitarla si vuelve a Tokio, a lo que la anciana, en un presentimiento, contesta: “Creo que no volveré”. En efecto, la madre fallece tras regresar a su casa, después de un duro viaje. Es admirable la resignación con que el marido acepta su muerte: “Qué precioso amanecer. A todos nos llega el final”. Los hijos, en cambio, dejan aflorar su egoísmo; presionados por las ocupaciones, reducen el tiempo del duelo al mínimo. De nuevo, se contrapone un futuro americanizado frente a la soledad del padre que representa el pasado. A los hijos les presiona el tiempo; el padre, en cambio, lo ve pasar. El remordimiento tiene una clara moraleja: sé un buen hijo mientras tus padres vivan, cuando estén muertos ya no podrás hacer nada por ellos. Tras el funeral solo Kyoko, la hija menor, que todavía vive en el seno familiar, y Noriko, la nuera, permanecen en el pueblo para cuidar del anciano, que se ha quedado solo. Las dos mujeres que conservan los valores tradicionales, representan las virtudes filiales, en contraposición con el desapego individualista de los demás hermanos independizados. El film concluye con la secuencia del fluir del río, el humo que discurre en el aire, la soledad del hombre mayor que lo ha perdido todo, como metáfora de la fugacidad de la vida.
El personaje más admirable por su ternura es la joven Noriko, viuda del hijo. Para los padres el amargo recuerdo del hijo desaparecido es una clara alusión a la guerra. Se evita hablar de ella, pero está presente. La posguerra se deja notar en las pequeñas mezquindades de la vida en la ciudad, en la escasez y los problemas de espacio por la estrechez de las viviendas. Cuentos de Tokio forma parte de la trilogía que Ozu dedicó al personaje de Noriko junto con Primavera tardía (Banshun, 1949) y Principios de verano (Bakushū, 1951), interpretada por la actriz japonesa Setsuko Hara (1920-2015), un idealizado arquetipo femenino que pone de manifiesto un Japón en transformación. Cabría hacer mención sobre la situación de la mujer en la cultura oriental de ese momento, supeditada a los deseos y los cuidados del hombre. La anciana sirve al marido y luego se sirve ella. Noriko encarna los valores tradicionales en el sentido de amabilidad, de complacencia, entregada a las labores domésticas, pero también profesionales. Noriko y Kyoko son equiparadas visualmente: visten de forma parecida, llevan un peinado semejante y el rostro de las dos actrices es diáfano y virginal. A diferencia de sus hermanos, tratan de reconciliar el doble compromiso de respeto a los padres y fidelidad al cometido profesional. Cuando llega el momento de la partida, Kyoko antes de despedirse, discute a Noriko el mal comportamiento de sus hermanos durante las honras fúnebres. Por el contrario, Noriko es lo suficientemente generosa como para dispensarlos, pues comprende que tienen otras preocupaciones y reconoce que también ellas mismas cambiarán con el tiempo, al tener hijos. Kyoko no quiere resignarse; se enfurece. Noriko, en cambio, acepta con benevolencia el orden natural de la vida: “La vida es triste”. Cuando se despiden, se produce el primer contacto físico entre ambas al cogerse de la mano, una situación excepcional en Ozu que establece un puente afectivo y de continuidad: un vínculo sincero, intenso y perdurable. Tras la muerte de su esposa, el anciano y su nuera han permanecido, junto con Kyoko, recluidos en una casa que, por su construcción y su atmósfera espiritual, se asemeja a un templo. Noriko admite ante su suegro su soledad, pero se muestra reacia a contraer segundas nupcias. El entendimiento entre ambos no parte solo de la común experiencia de viudez: “Es tan extraño. Tengo hijos, y eres tú la que más ha hecho por nosotros; tú, que no eres de nuestra sangre, y qué bien nos atendiste”. Al reconocimiento por la amabilidad de Noriko, se suman los gestos: Noriko custodiará el reloj de la madre, que encierra connotaciones simbólicas (el ritmo del corazón). En el tren que la envía de vuelta a casa, las lágrimas culminan, una ofrenda cordial, un rito de transmisión y de enaltecimiento del personaje positivo del relato.
Posiblemente Ozu conociera el film estadounidense Dejad paso al mañana[3] (Make Way For Tomorrow, Leo McCarey, 1937) sobre las dificultades de la vejez. Cuentos de Tokio coincide en el tiempo con otras dos películas magistrales sobre los mayores: Vivir (Ikiru, Akira Kurosawa, 1952) y Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952), en un momento en que la sociedad está cambiando, la televisión va a desbancar al cine como espectáculo de masas. Japón es un país ocupado, la censura norteamericana prohíbe hacer mención al pasado, a la tradición japonesa; y Ozu pide respeto para con la generación anterior en defensa de los valores tradicionales. Y también tiene en común el planteamiento espiritual y la atmósfera mística de La palabra (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1955), sobre la inseguridad del individuo con las diferentes actitudes ante la fe y el dictamen de la razón. Ozu fue descubierto y difundido en Estados Unidos por historiadores y críticos como Donald Richie y David Bordwell, así como por el guionista y director Paul Schrader (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985). En el documental Talking With Ozu (1993), realizado por Shochiku en el 90 aniversario del nacimiento del director, distinguidas figuras de la cinematografía mundial, como Claire Denis, Hou Hsiao-hsien, Aki Kaurismäki y Wim Wenders, hablan acerca de la importancia e impacto que tiene Ozu en el cine como forma de arte y en sus vidas personales.
Ozu se propone estimular la reflexión en sus espectadores. Sus películas están marcadas por la proximidad de la muerte, por un sentimiento evanescente que es consecuencia de la fugacidad de la vida. Todo es pasajero, temporal. Su cine consigue adaptar la filosofía tradicional del Zen (el concepto de negación y de vacío), a la forma fílmica, y sus películas muestran el ambiente de incomunicación con el otro. En sus finales siempre recurre a la imagen contemplativa mediante planos que nos describen algún paisaje, como un río o una montaña. Con ello disuelve los conflictos planteados en esos silencios y vacíos, hombre y naturaleza se funden al final para transcenderlos. Su cine habla del paso del tiempo sobre nosotros, la huella que nos deja y cómo nos conmueve. Explora el dolor humano cuando se ha consumado una pérdida irreparable. Y nos invita a aceptar con serenidad el inevitable ciclo de la vida.
Notas
[1] En su cine todo te resulta familiar, da la sensación de que todas sus películas son capítulos de una misma historia porque son los mismos actores los que encarnan sus personajes que parece que van envejeciendo.
[2] A modo de diario, el cineasta alemán, filma su viaje, intentando localizar las huellas del maestro en el paisaje contemporáneo. Pero el Japón de Ozu desapareció con él. La cámara solo puede recoger testimonios de su ausencia: el recuerdo de sus amigos y compañeros, que lo mantienen vivo en la memoria.
[3] Un anciano matrimonio reúne a cuatro de sus hijos, ya independizados, para comunicarles que están arruinados y los van a desahuciar en un plazo muy breve. Los hijos deciden entonces repartirse a sus padres: uno se queda con la madre y el otro con el padre, lo que supone un duro golpe para los ancianos, que han vivido toda la vida juntos.
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