Historia del Molinete

El Cerro del Molinete es uno de los cinco promontorios que bordean la ciudad de Cartagena. Pocos enclaves han tenido un protagonismo tan destacado a lo largo de su historia, y pocos pueden presumir de haber sido asiento del primer núcleo urbano conocido en ella. Profundamente cambiado por el paso del tiempo, sobre su cima se levantó un antiguo poblamiento de época ibérica, y allí mismo señalan las fuentes antiguas que se alzaron notables edificios mandados construir por el general cartaginés Asdrúbal, reconocido como fundador de la ciudad.

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De poco sirvieron las murallas cartaginesas que defendían su acrópolis para contener a las tropas romanas mandadas por Escipión, quien ganó la ciudad para Roma en el año 209 a.C. Desde ese momento, y en un lento pero imparable fenómeno de aculturación, la colina del Molinete, la arx Hasdrubalis de la que habla Polibio, comenzó a ser rediseñada bajo los nuevos patrones itálicos. La litología del cerro, integrada por esquistos y filitas poco competentes, siempre se había prestado bien para que en ella se practicaran recortes y aterrazamientos, pero carecía de la piedra de calidad que los nuevos proyectos demandaban. Durante los dos siglos que más intensamente se vivió la edilicia romana, antes y después del cambio de era, las canteras de la periferia se encargarían de suministrar las materias primas necesarias para levantar los importantes edificios religiosos y civiles, públicos y privados que iban a ocupar la cumbre y sus laderas.

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La decidida vocación urbana de esta colina, la menos escarpada y la más cercana al centro, pronto quedaría patente en el diseño de las construcciones más relevantes, que orientaron sus espacios hacia la hondonada como si quisieran seguir de cerca el pálpito de la urbe que se extendía a sus pies. Desde abajo, la cuidada escenografía de la colina ofrecía a sus habitantes un digno exponente de la civitas, concebida al más puro estilo vitrubiano. A ello contribuían los templos capitolinos, que marcaban un suave tránsito desde el piedemonte hasta el foro, o el conjunto religioso de Isis y el populoso barrio de ínsulas, que suturaban mediante empinadas calles los ambientes religiosos de la cumbre con las zonas más bajas cercanas al puerto, haciendo que colina y ciudad quedasen fundidas en una sola trama urbana.

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Sin embargo, las importantes crisis económicas que Carthago Nova padeció a partir del siglo III, terminarían haciendo que muchas de aquellas construcciones quedaran desatendidas cuando no arruinadas. La leve reactivación que se produjo en época tardorromana tras ser designada como capital del convento jurídico, no impidió que la ciudad se viera obligada a convertir las piedras de sus vetustos edificios en improvisadas canteras para levantar nuevos espacios que poco tenían ya que ver con la eficiente planificación urbanística de épocas pasadas. La breve ocupación bizantina, más preocupada en mantener activo el pulso comercial del puerto que en el restablecimiento urbano, no consiguió detener los efectos de una implacable dinámica erosiva, que desde la cumbre del cerro avanzaba hacia los flancos, sepultando terrazas y viejas construcciones con sedimentos y escombros generados por sus propias ruinas.

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Ni siquiera la ocupación islámica se planteó la urbanización de aquel yermo glacis en que había quedado el promontorio, ya ajeno al un pulso urbano que ahora se concentraba en torno a la medina del monte de la Concepción. Tras la conquista castellana, la expansión de la ciudad comenzó a discurrir desde las laderas del castillo hacia el puerto, alcanzando la hondonada en el siglo XVI, y poco después al cerro del Molinete, que se convertía de este modo en su primer ensanche. La muralla con la que ahora volvía a coronarse su cima no sólo protegía este flanco de potenciales amenazas, sino que marcaba una línea de frontera ante la enorme y desprotegida explanada de marjales y aluviones que se extendía a sus pies. La fuerte presión demográfica de una ciudad necesitada de mano de obra para atender la base de galeras, y al comercio que ya empezaba generar su puerto, hicieron que en el cerro creciera un populoso barrio de estrechas y retorcidas calles, que tomaría el nombre de los molinos que coronaban la cumbre, y que alcanzaría fama no tanto por ser el más humilde de Cartagena, sino por albergar entre sus callejuelas algunas casas de citas y locales de diversión nocturna, frecuentados por prostitutas y clientes de una ciudad que a mediados del siglo XIX estaba repleta de cuarteles, con las explotaciones mineras en expansión, y con una creciente actividad portuaria. Aquella vida alegre del arrabal se mantendría activa hasta finales del siglo XX, cuando una decidida intervención municipal permitió la demolición de los sectores más altos, propiciando los primeros trabajos arqueológicos en esta histórica colina.

(Miguel Martínez Andreu)