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LA INFLUENCIA SOCIAL EN LA CONCEPCIÓN
DE LO RIDÍCULO-CÓMICO A TRAVÉS DE LA COMEDIA
Fátima Coca Ramírez
(Universidad
de Cádiz)
Podría decirse
que la risa, lo risible, ha estado siempre ligado a la vida del hombre, dado
que es uno de los rasgos que lo distingue de los demás seres vivientes –como
afirmara Aristóteles (Sobre el alma, t. III, cap. X). Preguntarse qué
formas expresivas adquiere y qué manifiestan dichas formas viene a desembocar
en el intento de algunos teóricos y críticos por aproximarse a una definición
de la risa, atendiendo a las diferentes concepciones que ha podido tener a lo
largo de la historia. Buen ejemplo de ello nos ofrece el estudio de Bajtin
sobre La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento.
Quisiera plantear una de las cuestiones que me parece clave para
su definición, estudiar la influencia que puede ejercer el aspecto social y
cultural en nuestra comprensión de la risa y de lo risible. Detengámonos unos
instantes en considerar cómo la valoración
–infravaloración o desvalorización, incluso “supervaloración”- de la risa en
nuestra cultura, en nuestra Historia, condiciona nuestra forma de comprenderla
y, en consecuencia, está delimitando o limitando nuestra forma de actuar, de
reír o no reír en una situación determinada, al igual que limita las formas
expresivas que puede adquirir, dentro o fuera de la vida oficial. De la misma
forma puede decirse que nuestro entorno nos coacciona a la hora de elegir un
tipo de risa, políticamente correcta, que mantenga el decoro, reprimiendo
nuestras ganas de reír en determinadas situaciones y contextos. A veces
quisiéramos reír, pero el decoro o el respeto a situaciones y personas nos lo
impiden, o nos lo impiden determinadas normas o leyes políticas, sociales o
religiosas.
En este trabajo
pretendo acercarme a ese aspecto social y cultural que influye en la comprensión
de la risa y de lo risible, desde el ámbito de la literatura, desde uno de sus
géneros canónicos: la comedia.
Nuestro análisis
tiene como objeto de estudio las reflexiones que hallamos en algunos tratados de teoría literaria del siglo
XIX sobre la risa, lo ridículo y lo cómico, que surgen al contemplar la
importancia que tiene ese elemento en la comedia. Las ideas analizadas pueden
agruparse en torno a su definición, su
objeto, las causas que origina la risa o el ridículo, su función, sus modos y
tipos, así como su tratamiento como categoría estética. Cabría añadir, además,
el intento de diferenciar entre lo ridículo y lo cómico que hacen algunos
preceptistas.
Lo ridículo
cómico se define en las preceptivas del siglo XIX como un defecto que causa
vergüenza, pero sin dolor, como un delirio que trae funestas consecuencias. La
idea de que alguien pudiera estar realmente en peligro o pudiera resultar
dañado se estima contraria a la excitación de la risa, pues suscitaría la
compasión. El sentimiento de compasión o de lástima queda en las preceptivas
claramente opuesto al que produce la risa[1].
Esta idea del
ridículo es semejante a la que diera Aristóteles sobre la risa en su Poética
(1449a, 31-36), o también Cicerón para quien el terreno de lo ridículo se abona
con la fealdad moral o la deformidad física (De Oratore, II, 236). Dicha
idea se ha ido manteniendo y transmitiendo a lo largo de la tradición, como
muestran los tratados sobre lo ridículo escritos durante el Renacimiento
italiano, emparentándose siempre con lo deforme, con lo feo.
La risa, a su
vez, es definida como uno de los fenómenos más naturales y más agradables, cuya
naturaleza es comunicativa y benéfica. Se distingue de otras formas expresivas
como la sonrisa de la ironía, la mueca del hipócrita y la carcajada histérica[2].
Los preceptistas
se detienen en explicar el objeto de lo ridículo en la comedia. La respuesta
más general que se nos da a esta pregunta es la siguiente: nos reímos de los
defectos de nuestros semejantes. Esto nos lleva inmediatamente a plantear si la
semejanza es un requisito esencial para que se produzca la risa. Realmente en
esta idea no profundizan los preceptistas, pero nos parece interesante subrayar
la importancia que puede tener la identificación que puede experimentar el
espectador o el receptor con el personaje ridiculizado.
El objeto de lo
ridículo en la comedia queda relegado al ámbito de lo cotidiano. Sobre una
acción doméstica o civil se recogen defectos morales o vicios comunes al
hombre. Los personajes ridiculizados pertenecen a una escala social media o
inferior. La afirmación recogida arriba de que “nos reímos de nuestros semejantes”
no es sino una restricción de lo que puede ser objeto de risa. El hecho de que
los personajes de una escala social superior no puedan ser ridiculizados, la
aristocracia, los monarcas, aquellos que ostentan el poder, viene a reflejar unos
rígidos esquemas políticos y sociales que no se deben transgredir. A la risa no
se lo otorga el poder de romper ese sistema, toda fuerza liberadora le ha sido
desterrada.
Siendo el objeto
de lo ridículo los defectos corporales, las aberraciones de la moda y del gusto
reflejadas en el traje, en el lenguaje, y en los usos y costumbres, las claves
por las cuales nos reímos habrán de buscarse dentro del contexto social que
representa la comedia. Por medio del ridículo se hace crítica de las costumbres
de una sociedad. Pero esta crítica puede tender hacia la particularización de
los defectos o hacia la generalización de los mismos.
En los
preceptistas hallamos opiniones encontradas en relación con la conveniencia de
presentar en la comedia la crítica de costumbres particulares o generales.
Algunos abogan por la presentación de los defectos generales, comunes a todos
los siglos y países, e independientes de la opinión. Será censurable en la
comedia, en este sentido, todo aquello que pueda pasar en la vida civil
contrario a la buena moral, a la decencia, al bien parecer, como sucede con el
amor propio, el orgullo, la vanidad, la avaricia, la hipocresía, la adulación,
la bajeza, la mala fe, los celos, la mala educación, etc.
En algún caso,
como vemos en Mata y Araujo (1839: 310-311), se intenta justificar la falta de
eficacia que puede tener la presentación de vicios particulares. En su opinión,
la comedia dejará de agradar o hacer reír con el paso del tiempo, en tanto que
la modificación de los usos y las costumbres hará que lo que resultaba ridículo
en un momento determinado, deje de serlo en una etapa posterior. La comedia, en
su opinión, no debe fundar su mérito principal en satirizar trajes y modas,
manías y extravagancias particulares. En esta misma línea se expresa Claudio
Polo (1877: 202-203), para quien la comedia ha de desvincularse de la
individualización propia de la sátira. La comedia, a su juicio, sólo habría de
atender a aquellos vicios reprensibles que sirvan para corregir la conducta, y
presentarlos en un ente imaginario a la burla del público.
De forma similar,
Manuel de la Revilla y Pedro de Alcántara (1872: 189) consideran apropiado para
la comedia una caracterización de los personajes que tienda a la
generalización, hacia la tipificación de cualidades y vicios comunes en la
sociedad. En el modo de dibujarlos, muestran su preferencia por la conjunción
de lo ideal y de lo real en el tipo cómico. Por un lado, consideran que se debe
de huir del realismo que muestra la vida sin idealizarla, y, por otro, del idealismo
que hace de los personajes entidades abstractas y carentes de vida.
En contraste con
la opinión que defiende la crítica de vicios generales, encontramos la de Gómez
Hermosilla (1826: 208-209). Este autor defiende la ridiculización en la comedia
de usos y costumbres particulares del país y la época a la que pertenece el
público a que va destinada la obra, de los caprichos que impone una moda
determinada, de las extravagancias en las que incurren ciertos personajes
públicos. A pesar de ello, reconoce este autor que todos esos elementos que varían
de un siglo a otro, y que se muestran diferentes en las distintas naciones, no
podrán nunca ser tan bien percibidos por espectadores extranjeros como por
aquellos que sean naturales del país en cuestión. Apuesta, en definitiva, por
la ubicación espacio temporal coetánea al espectador:
Lloramos pues los infortunios de los héroes
griegos y romanos, y aun por los de personajes fabulosos, tan amargamente, como
por los de nuestros compatriotas; pero solamente nos divierte la censura de
aquellos defectos y aquellas extravagancias que estamos viendo en nuestro
tiempo y en nuestro país. Por eso el poeta cómico, cuyo oficio es corregir a
los hombres de sus faltas y ridiculeces, debe presentar en la escena las
dominantes en su siglo y en su nación. Su encargo no es divertir con un cuento
del siglo pasado, o con un enredo inglés o francés, sino satirizar los vicios
reinantes en su tiempo y en la nación para la cual escribe.
Gil de Zárate
(1842: 318-319) se muestra igualmente partidario de esta opción. Argumenta su
defensa al indicar que tanto la comprensión como el provecho que el público
recibirá de la ridiculización de vicios llevada a la escena están en deuda
directa con la contemporaneidad de su tratamiento. No obstante, este autor
muestra los inconvenientes que presenta este tipo de comedia, aun reconociendo
el mayor efecto y agrado que ha de producir en el público. Estas comedias –nos
dice-, al presentar las ridiculeces del día, dejarán inevitablemente de ser
entendidas en la posteridad, es decir, perderán su eficacia con el paso del
tiempo. Esto le lleva a aconsejar a los poetas cómicos la ridiculización de
vicios generales, de todos los tiempos y para todos los hombres, sin que ello
obste para colocar la escena en su propio país y en su tiempo.
El procedimiento
que tiende a la generalización, a la tipificación, se ha ido imponiendo en la
creación artística desde el siglo XVII, alcanzando su máximo apogeo en el siglo
XVIII. El campo de la risa ha perdido el universalismo al quedarse relegado al
ámbito de lo cotidiano.
La discusión
entre la conveniencia de presentar vicios generales o particulares en la
comedia muestra, en última instancia, la dependencia de lo risible, de lo
ridículo, de los aspectos sociales y
culturales. La eficacia de la comedia que censura costumbres particulares, o su
ineficacia con el paso del tiempo, nos dice que nos reímos de aquello que se
considera defectuoso en relación con las normas y usos sociales y culturales
que hemos aprendido y asimilado en nuestro entorno.
La ridiculización
de vicios particulares vincula la eficacia de la comedia a un espacio y a un
tiempo determinados. Con la ridiculización de vicios generales, la comedia
puede trascender el espacio y el tiempo en el que ha sido creada.
La ridiculización
de modas y costumbres de una época, de un país, hace depender su efecto risible
del conocimiento de la misma; y será tanto más eficaz cuanto el espectador se
halle más cercano a la misma, siempre que éste sea capaz de comprender –descifrar-
el código utilizado en la comedia, la técnica, los recursos, los modos del
ridículo. Por otro lado, la ridiculización de defectos generales, que va más
allá de un espacio y un tiempo determinados, sólo será compresible en relación
con unas costumbres sociales y una cultura determinada. Pero su eficacia ya no
se hace depender de la cercanía del espectador a la ubicación espacial y
temporal de la comedia, sino que dependerá de la comprensión y asimilación de
unos determinados valores sociales, culturales, éticos y religiosos. A pesar de
todo, podría añadirse, siguiendo la reflexión de Bajtin, que una verdadera
imagen cómica no ha de peder su fuerza ni su importancia porque las alusiones
concretas hayan caído en el olvido y hayan sido reemplazadas por otras[3].
La crítica de un defecto vinculado a una sociedad determinada podrá tener
fuerza cómica si gracias a la buena construcción del objeto ridiculizado el
espectador busca otras analogías referidas a su propio entorno social.
Algunos
preceptistas intentan explicar la causa por la que nos reímos. En este sentido
observamos cómo coinciden diversas opiniones al fundar la causa de la risa en
cierta malignidad natural humana, a partir de la cual nos recreamos en tildar, con
una complacencia mezclada de desprecio, los defectos ligeros de nuestros
semejantes, y en reírnos a sus expensas. Consideran estos preceptistas que la
comedia se funda en esta propensión natural humana para herir con las armas del
ridículo[4].
Como causas que explican
la comicidad señalan principalmente la contradicción: la contradicción de los
pensamientos de un hombre, de sus sentimientos, de sus maneras y de su modo de
obrar, con la naturaleza, con las costumbres, con los usos y con lo que parece
exigir la situación presente de aquel en quien advertimos la deformidad. En
este sentido, como ejemplos de asuntos ridículos son recurrentes los amores en
un viejo en contradicción con su edad en virtud de una convención social, la
gravedad estoica en un niño en contradicción con su edad por la educación que debe
haber recibido, y la teología en una hilandera en contradicción con el saber
que le corresponde por su profesión y por su condición femenina –según la
concepción de la mujer en el siglo XIX. Todos ellos entran en contradicción con
el decoro, el uso recibido, la educación y la moral que corresponde al mundo refinado de
la sociedad burguesa del siglo XIX.
La novedad y la
extrañeza son consideradas asimismo fuentes de la comicidad. Como explica
Masdeu (1801: 161-163), el descubrimiento ingenioso de relaciones muy
apartadas, imprevisibles, sorprende al ánimo por su novedad, lo cual sumado a
la extrañeza de verlas reunidas en un solo objeto, provoca la risa. La novedad
unida a la falta de regularidad o proporción es tenida como fuente de lo
ridículo. Como señala Rafael Cano (1875: 33-34), los movimientos y acciones de
los hombres que se salen del tipo o forma que es propia en la mayoría de las
personas, ofreciendo una novedad irregular y extraña de mal gusto, mueve a
risa.
Observamos que
los tres elementos considerados como causantes de la comicidad: la
contradicción, la novedad y la extrañeza toman como punto de referencia un
modelo social que impone unas leyes, unas normas de decoro, moral y buen gusto.
La trasgresión de dichas normas es el principio motor de esos tres elementos
que sirven de fuente para la comicidad.
La ridiculización
es entendida como un arma útil para la comedia, capaz de corregir las
costumbres. Es concebida como un modo eficaz para presentar las debilidades humanas
con el fin de que nos avergoncemos de ellas. Su función última, por tanto, es
moralizar al espectador. Se considera que ejerce una poderosa influencia sobre
todas las esferas sociales. A juicio de nuestros preceptistas, puede corregir y
limpiar los vicios, purificar las costumbres, inspirar temor al mal y a la
mentira, y afición a todo aquello que realza la dignidad humana. Se le concede,
en definitiva, un fin catártico, que conlleva un aprendizaje moral para la vida
civil.
Sobre los
diferentes modos de lograr el ridículo encontramos una explicación clara
tempranamente en uno de nuestros preceptistas. Masdeu (1801: 161-163) distingue
básicamente tres modos: por medio de dichos agudos, por medio de personas
ridículas, y mediante hechos graciosos. Esta clasificación es
similar a la que encontramos en la Retórica clásica de la mano de Quintiliano,
quien defendía que el orador había de suscitar la risa no sólo a través de las
palabras, sino también por medio de las acciones y cierto aire del cuerpo.
Añadía el rétor calagurritano este último modo a los dos que distinguiera
Cicerón, que los limitaba a las palabras y a las cosas[5].
En la preceptiva
de Masdeu se nos explica en qué consiste cada uno de ellos. Entre los dichos
agudos se encuentra: la palabra equívoca o desfigurada, que aparenta decir
una cosa, pero realmente dice otra; la mezcla en un mismo discurso de lenguajes
diferentes, o bien de dialectos de una misma lengua; el engrandecimiento de algo
infame con palabras majestuosas, o a la inversa, el envilecimiento de un objeto
noble con palabras bajas; el tratar un asunto baladí con expresiones elevadas,
o bien con fórmulas de desprecio hablar de un negocio de suma importancia;
contestar a quien pregunta para saber algo lo que ya sabe, a quien desea salir
de una duda aumentársela, aparentando quitársela; y a quien espera por fin una
respuesta darle la que no espera.
El ridículo de
persona consiste en representar con fórmulas exageradas los defectos físicos
de un individuo. En este sentido se traen a colación distintos ejemplos: el
describir unos ojos grandes como ventanas góticas, una boca ancha como un horno
abierto, una larga nariz como un cañón de chimenea, una barba de vieja como una
cuchara de sopas, una pierna torcida como una guadaña de muerte, un cuerpo sin
barriga como un asador sin asado. A partir de comparaciones entre distintos
objetos que guardan alguna semejanza, se advierte que pueden hacerse infinidad
de burlas, sin apartarse nunca de la relación descubierta entre los dos
objetos.
Los hechos
ridículos se ocupan principalmente de resaltar los vicios y las flaquezas
de los hombres. Este es el modo más propio de la sátira. Se trata de la
exageración de los objetos a partir de la acción propiamente dicha. Ante la
posibilidad de que se pueda caer en la bufonada o en lo grotesco, Mata y Araujo
(1839: 308-309) advierte la necesidad de guardar el decoro, y respetar la buena
educación y las buenas costumbres de la sociedad culta. Este modo de
ridiculizar a un personaje mediante la exageración de sus rasgos de carácter,
dibuja de forma realzada su avaricia, vanidad, estupidez, etc., a través de su
comportamiento fundamentalmente. Esta caracterización del personaje podrá verse
incrementada al mismo tiempo a través de lo que dice el mismo personaje o de lo
que otros personajes dicen de él, así como mediante objetos que forman parte
del decorado, del espacio escénico.
Si por un lado se
contemplan estos tres modos de lograr el ridículo, por otro lado se distinguen
dos tipos diferentes de lo cómico. Sánchez Barbero (1805: 238-239), a quien
siguieron preceptistas posteriores[6],
los denomina alto y bajo cómico. Por alto cómico se
entiende aquél que combate caracteres generales y vicios comunes a todos siglos
y países. La exageración en que incurre el ridículo ha de ser agradable y
delicada, según conviene a la gravedad, al decoro, a la fina educación y a las
buenas costumbres. El bajo cómico se identifica con el ridículo de opinión.
Este tipo de comicidad se funda en la sátira de trajes y modas, de
extravagancias y manías particulares. Pinta las costumbres del “populacho” y
usa de bufonadas y de lances grotescos. Es el tipo que emplean los sainetes y
las comedias de figurón. En la definición de ambos tipos podemos notar la
preferencia por el alto cómico, unida a la idea de mantener siempre cierta
moderación y decoro en la comedia.
Encontramos de
esta forma tipificadas las dos tendencias reconocidas en el objeto de lo
ridículo hacia lo general y hacia lo particular.
La distinción de
alto y bajo cómico trata de situar ciertas formas de lo cómico en la alta
cultura, y diferenciarlas de otras que quedan relegadas a la baja cultura o
cultura popular. Así el alto cómico está asociado al decoro, a las buenas
costumbres y a la buena educación, incluso a lo grave. El bajo cómico, por el
contrario, se asocia despectivamente a lo bufonesco y a lo grotesco, y se
emparenta con las costumbres del que se denomina intencionadamente “populacho”.
Vemos ahora cómo
los valores sociales y culturales influyen no sólo en la comprensión de lo
risible, sino que también trasladan sus propios esquemas determinando una
jerarquía de valores en relación con la comicidad. De esta forma se nos
presenta el alto cómico como una categoría superior, y se infravalora e
incluso se desprecia el bajo cómico. No se está hablando solamente de
dos tipos de comicidad, sino que se está estableciendo una categorización en
dos niveles: uno superior y otro inferior, que se traslada directamente a los
subtipos genéricos que crea la comedia. Así puede verse el prestigio de que
gozó la denominada “alta comedia” en el siglo XIX, y la falta de estima que
muchos teóricos y críticos mostraron hacia el sainete.
El desprecio
hacia lo bufonesco, hacia lo grotesco intenta repudiar o desprestigiar a
aquellos géneros que lo practiquen. Tras esta negación, que parece sustentarse
en el terreno de lo moral, puede quizás esconderse cierto temor hacia el poder
de la risa. Estas formas hacen uso de imitaciones burlescas, de inversiones en
el orden social, político, religioso, de degradaciones, llevándolas al campo de
lo inferior material y corporal[7].
Son formas que atentan contra los esquemas establecidos, dotando a la risa de
una fuerza liberadora. La valoración despectiva que merecen en la preceptiva
del siglo XIX lo bufonesco y lo grotesco intenta limitar la risa a una función
moral y educativa, y apuesta por una risa controlada, bajo el ropaje de la
moderación y el decoro.
Lo ridículo es
explicado por algunos preceptistas como una categoría estética, al mismo nivel
que explican la belleza o la sublimidad. Hemos de advertir la novedad de este
tratamiento, dado que a lo largo de la tradición se ha mantenido siempre fuera
de toda consideración estética. La vinculación de la estética a la idea de
belleza, y la asociación de lo cómico o lo ridículo a lo feo y a lo deforme, ha
dejado a éste totalmente desplazado. Por otra parte, la unión indisoluble entre
la belleza y el bien ha contribuido a asociar lo cómico a lo moralmente bajo,
lo que también ayuda a explicar su exclusión como categoría estética.
Álvarez Espino y
Antonio de Góngora (1870: 88-89) consideran que lo ridículo emana de lo feo, de
la oposición entre el pensamiento y la forma. La afinidad entre ambas
categorías, según explica Hipólito Casas (1882: 62), se halla en estar ambos
originados por la perturbación o el desorden en la armonía del objeto.
Principalmente se distingue lo ridículo de lo feo porque jamás excita la
repugnancia, ni afectos como la piedad, el odio o la tristeza, sino que produce
únicamente risa. Se distingue, además, en la inteligencia que requiere su
percepción, necesaria para que la contraposición entre la idea y la forma sea entendida,
y en su carácter transitorio frente al permanente de la fealdad (Muñoz y Peña,
1881: 39-42).
Encontramos la
explicación de lo ridículo basada en el contraste de sus principios
constitutivos. Se distingue un contraste sensible y un contraste intelectual o
moral. El sensible es aquel que aparece a primera vista entre los elementos
mismos del objeto, y resulta de las relaciones discordantes que se perciben por
la intuición inmediata del objeto o personaje. El contraste intelectual o moral
aparece cuando se percibe un antagonismo disparatado entre los medios y el fin,
o bien la intención y la ejecución del actor resultan incongruentes. El
ridículo es visto siempre como resultado de combinaciones raras y extravagantes
de elementos y de ideas, que pueden llegar a ser contrarias e inconciliables.
Se distingue
asimismo un contraste objetivo y otro subjetivo. El objetivo emana del marcado
antagonismo entre la situación o la acción de los personajes y el contraste
sensible. El subjetivo se establece en relación con los espectadores. Nace de
la relación del espectador con el objeto ridículo, de la independencia en que
nos vemos con respecto a él como meros espectadores, y del conocimiento exacto
de la realidad de las cosas. Este contraste subjetivo, que supone el
distanciamiento del receptor y su pleno conocimiento o complicidad con todo lo
que se nos cuenta o representa, es necesario para que se produzca el efecto
risible.
Como ejemplo se
nos expone la situación de Sancho en el Quijote, que permanece toda la noche
suspendido sobre una zanja, creyendo tener bajo sus pies un abismo profundo
(contraste sensible). Este ridículo crece con el conocimiento inmediato del
lugar por parte de los espectadores y el aspecto del mismo Sancho, a lo que se
añade la idea de su candidez y de su miedo, que se unen a su vez al contraste
de su poltronería y de su violenta posición.
Lo ridículo o lo
cómico se explica a su vez como antítesis de lo sublime. Ambos parten de una
relación sin medida, desproporcionada, entre la forma y la idea. En lo sublime,
la grandeza de la idea obliga a adaptarse a la forma, la cual ha de agrandarse,
agitarse o conmoverse. En lo ridículo, la forma, de grandes dimensiones,
arrincona una idea pequeña. La comparación entre ambas hace que la idea resulte
mezquina, provocando la risa.
Se señala todavía
otra diferencia entre lo sublime y lo ridículo. La sublimidad, como la belleza,
ha de apoyarse, según la entienden estos preceptistas, en la verdad y el bien.
En el ridículo, el sujeto no tiene que poseer necesariamente estas cualidades,
sino que solamente ha de creerse en posesión de las mismas[8].
Algunos
preceptistas intentan marcar diferencias entre lo ridículo y lo cómico. Vemos
por primera vez un intento de establecer una distinción conceptual entre dichas
categorías. La falta de reflexión teórica sobre lo cómico a lo largo de la
tradición –más allá del ámbito de la Retórica- ha provocado ambigüedades
conceptuales entre los conceptos de lo cómico, lo ridículo, lo humorístico,
etc. Como afirmábamos más arriba, esta falta de reflexión se ha debido a su
falta de consideración estética y a su asociación con lo bajo y lo vulgar.
Algunos
preceptistas del siglo XIX –aunque no pueda afirmarse que lo hagan de forma
generalizada- presentan distinciones
entre lo ridículo y lo cómico. Lo ridículo se hace extensible a todo lo que
mueve a risa, sin exceptuar lo bajo, lo chocarrero o lo grotesco. La risa que
produce, no queda restringida a la deformidad sin dolor y sin daño, sino que
puede surgir sin un porqué, por contagio, por la embriaguez que produce la
alegría. Lo cómico, por su parte, produce una risa moderada, que deja un efecto
placentero y moral en el ánimo. Esta es la risa que se considera propia de la
comedia, cuyo objeto son los defectos morales, los caprichos, los errores y los
vicios del hombre[9].
Lo ridículo,
además, se diferencia por residir en los objetos, siendo lo cómico obra humana.
Se hace resultar de un error o de una exageración de juicio, y no produce tanta
hilaridad como lo ridículo. Lo cómico, en general, se hace descansar en una
contradicción, en contrastes, bien sea entre fines opuestos, o entre el fin y
los medios, o entre la verdad considerada en sí misma y los caracteres o los
medios. Esta contradicción ha de ser descubierta al espectador, lo que sucede
en el desenlace de la comedia, quedando aniquilados los desvaríos y necedades
representadas[10].
En suma, a través
de las reflexiones que encontramos en las preceptivas literarias del siglo XIX,
hemos podido ver cómo la risa y lo ridículo son comprendidos siempre en
estrecha relación de dependencia con los aspectos sociales y culturales.
La comedia, que
busca provocar la risa utilizando el ridículo, se nos revela como un indicativo
del peso que la influencia social y cultural ejerce en nuestra comprensión de
dichas categorías. La misma concepción de lo ridículo nos lo muestra con suma
claridad, al estar basado en los defectos corporales y en las aberraciones de
la moda y del gusto que se reflejan en el traje, en el lenguaje y en los usos y
costumbres.
El objeto de lo
ridículo, la crítica de vicios o defectos comunes en la sociedad, o de
costumbres particulares de un determinado siglo y país, siguen poniendo de
manifiesto dicha influencia social. El espectador ríe de aquello que según las
normas de su propia sociedad y cultura se considera defectuoso o aberrante. El
fin catártico y moral que se le concede a la risa en la comedia, es un
exponente más de esta relación, que ya empezamos a ver como indisoluble, entre
lo ridículo y lo social y cultural.
Cabe añadir aún
la distinción del alto y bajo cómico, que responde a una diferenciación social
y cultural. La asociación de lo cómico con lo bajo y lo vulgar ha provocado su
desvalorización cultural y social. Este ha sido el pensamiento clasicista del
siglo XVIII en España, que desde el tono serio y autoritario que le es afín a
un régimen monárquico absoluto, ha desvalorizado la cultura de lo cómico ligándolo
a los aspectos más bajos del hombre. En los preceptistas del siglo XIX vemos un
intento de diferenciar un tipo de cómico más elevado, asociado a la alta
cultura y a una sociedad refinada. Aunque continúan desechando ciertas formas
de lo cómico emparentadas con lo grotesco. La consideración de una forma
elevada de lo cómico les ha llevado a una reflexión teórica sobre la categoría
de lo cómico y de lo ridículo, así como a su tratamiento como categoría
estética.
En definitiva, a
través del análisis de las reflexiones que los preceptistas del siglo XIX nos
han dejado sobre la risa, lo ridículo y lo cómico, llegamos a la conclusión de
que nos hallamos ante categorías sólo comprensibles desde su relación
indisoluble con los aspectos sociales y culturales. La comprensión del ridículo
exige el conocimiento del entorno social y cultural que es objeto de crítica en
la comedia. En consecuencia, sólo nos reiremos de aquello que somos capaces de
reconocer dentro de esa sociedad y dentro de esa cultura.
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[1]
Esta definición de lo ridículo cómico puede verse en los tratados de Mata y
Araujo (1839: 308) y de Sánchez Barbero (1805: 237-238).
[2]
Véase el tratado de Álvarez Espino y Antonio de Góngora, 1870: 88-89.
[3] Véase Bajtin,
La cultura popular…, p. 106.
[4]
Véanse los tratados de Sánchez Barbero (1805: 237), Mata y Araujo (1839: 308) y
Raimundo de Miguel (1857: 155).
[5]
Véase Cicerón, De oratote, II, 58 y Quintiliano, Institutio Oratoria,
lib. VI, cap. 3, 372. Las ideas de Quintiliano no fueron ajenas a la Poética
clasicista. Puede verse cómo Luzán reconoce dicho esquema, aunque sólo
profundiza en el modo que procede con las palabras. Véase al respecto Fátima
Coca Ramírez, “La poética de la risa…”, 1998. La teoría de la risa de
Quintiliano ha seguido aún influyendo en teóricos posteriores. Véase el trabajo
de Isabel Paraíso Almansa, “Psicoanálisis y Retórica…”, 1998. Ese esquema
tripartito de los modos de lo ridículo es similar a las tres clases de cómico
que posteriormente distinguiera Henri Bergson en su tratado sobre La risa.
Bergson nos habla del cómico de situación, del cómico de carácter y del cómico
verbal. Véase su tratado Le rire (1924), capítulos II y III.
[6]
Véase Raimundo de Miguel (1857: 156) y Mata y Araujo (1839).
[7] Lo bufonesco
y lo grotesco son fórmulas propias de los festejos medievales, como la
denominada fiesta de los locos, que consistía en degradaciones de símbolos y
mitos religiosos transferidos al plano de lo material y corporal. Se trataba de
una inversión paródica del culto oficial, acompañado de disfraces, mascaradas y
danzas obscenas. Véase Bajtin, La cultura popular…, pp. 71-73.
[8]
Véase el tratado de Álvarez Espino y Antonio de Góngora, 1870: 88-97.
[9]
Véase Coll y Vehí, 1856: 289, y Francisco Holgado, 1879: 197.
[10]
Véase Félix Sánchez Casado, 1828: 310.
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