REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


SECRETA SOFÍA

José Luis García Martín

(Director de El Clarín de Oviedo)

 

El azar, que es siempre el mejor guía, me hace llegar a esta ciudad, que para mí era sólo un hermoso nombre en el mapa, el 24 de mayo, día de la cultura búlgara, que hasta entonces apenas si había entrevisto tras su cirílico alfabeto.

         Salgo a la calle cuando la ciudad se despereza y lo primero que veo, en la tibieza del aire primaveral, es el grisáceo monumento a Vassil Levski,  patriota y mártir. “Si gano, gana el pueblo entero; si pierdo, sólo soy yo el que pierde”, dijo al arrojar el hábito de monje y tomar la espada del guerrero. Perdió: fue torturado por los turcos para que delatara a sus cómplices; no delató a nadie y lo colgaron en este mismo lugar. Pero también ganó: pocos años después de su muerte en 1873 se conseguía la independencia efectiva de Bulgaria, aunque oficialmente no llegaría hasta 1908.

         Doy unos pocos pasos y a la tristeza funeral del monolito le sucede el oro de las cúpulas de la catedral Alexandre Nevski, construida precisamente para conmemorar la victoria. Unos pasos más allá, Cirilo y Metodio, los dos monjes hermanos que inventaron un nuevo alfabeto, se alzan frente a la columnata neoclásica de la biblioteca nacional.

Este es un país a la vez muy antiguo –el país de los tracios mencionados por Homero– y casi de ayer mismo: la catedral, de tan milenaria apariencia, se terminó en los años veinte; la biblioteca, una década después.

         Pero los más hermosos monumentos de Sofía son sus parques boscosos e inmensos, los infinitos árboles que sombrean las calles. Muchos de ellos son castaños de indias y ahora toda la ciudad está invadida de blancos vilanos, en una rara nevada primaveral.

         Los estudiantes bullen en torno a la universidad de San Clemente de Ojrida y las aceras se llenan de puestos de libros enmarañados y de flores diminutas. En el parque de los Médicos, entre la biblioteca y la universidad, me sorprenden de pronto, junto a los toboganes y columpios en que juegan los niños, mármoles romanos dispersos en la yerba: son columnas rotas, estelas funerarias, hermosos capiteles, restos del tiempo en que Serdika –el nombre romano de Sofía– quería emular a Roma. Cerca se alza el monumento a los médicos rusos que murieron en la guerra de la independencia, una pirámide trunca con todas las piedras que la forman –bloques que se amontonan unos sobre otros sin argamasa– llenos de nombres y de fechas.

         Basta un primer paseo para que Sofía se nos entregue entera: la iglesia de Santa Sofía, que da nombre a la ciudad, con la llama del soldado desconocido ardiendo en un costado, y dentro de sus sobrios muros los asistentes a un funeral que comen y beben en un cotidiano rito; la iglesia rusa, esbelta, azul y blanca; edificios con mansardas y cariátides que quieren evocar a París o Viena; la iglesia de San Jorge, la más antigua, escondida entre aparatosos edificios de la época soviética, que alza su cabeza sobre las ruinas romanas; sinagogas, mezquitas, unas fuentes públicas de agua mineral donde la gente llena inmensos botellones...

         Paseo por Sofía y no puedo dejar de ver los innumerables casinos, los locales de lujo ostentoso, la garra neoliberal que quiere entrar a saco en esta ciudad que aún no ha cambiado del todo de piel. “La libertad no hace a los hombre felices; los hace, simplemente, hombres”, dijo Azaña. Esperemos que la libertad no haga a esta gente –a la mayoría de esta gente– más infeliz.

En el mamotrético Palacio Nacional de la Cultura, herencia del anterior régimen, se celebra un pequeño homenaje a la poesía española. Yo quiero comenzarlo recitando un viejo poema, que escuché por primera vez de labios de mi abuela cuando aún no sabía leer, y que antes que yo lo escucharon y cantaron Garcilaso y Cervantes y gentes de todo saber y condición. Habla de un conde que salió a cazar la mañana de San Juan y vio una mágica galera de seda y oro, de plata y de coral. En ella un marinero cantaba y los peces y las aves se acercaban para escucharle. El conde, a gritos desde la orilla, dijo: “Marinero, por tu vida, dime ahora mismo ese cantar”. Y el marinero, sonriente, respondió: “Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”.

         Tras los poemas salimos a la terraza del edificio. Toda la ciudad se desparrama en torno nuestro, protegida por la mole totémica del monte Vitocha que hunde su cabeza entre las nubes: cúpulas, minaretes, arboladas avenidas, el manchón verde de los parques. También Sofía, florecida y desconchada, secreta y milenaria, sólo dice su canción a quien con ella va. Pero a mí ha querido susurrármela ya la primera mañana, junto a los niños que juegan y el esplendor en la hierba de los mármoles rotos.

 

 

FILIPÓPOLIS

 

Tuvo un hijo y fundó una ciudad. Nada han podido los siglos de historia y de muerte contra ninguno de ellos. Por la ciudad paseo yo una tranquila tarde de primavera, desconocido entre desconocidos, dejando que los pasos sin rumbo me lleven de sorpresa en sorpresa. Al hijo me lo encuentro, con el rostro irlandés y algo macarra de Colin Farrel, sobre un desconchado muro.

         ¿Fundó una ciudad? Cuando Filipo de Macedonia llegó a este lugar, allá por el año 342 antes de Cristo, ya era una población vieja de siglos: se llamaba Eumolpia y de la fama de sus habitantes, los tracios, se había hecho eco Homero. ¿Tuvo un hijo? Cuentan que fue el propio Zeus quien en forma de rayo bajó del cielo para fecundar a Olimpiade, madre de Alejandro.

         Esta ciudad que ahora se desparrama indolente por las calles peatonales fue luego cambiando de nombre como quien cambia de camisa –los romanos la llamaron Trimontium, los otomanos Filibe– hasta quedarse, quizá cansada de tanta probatura, con el nombre menos eufónico a nuestros oídos occidentales: Plovdiv.

         Paseo por Alexandre I, una bulliciosa calle peatonal, me detengo ante los escaparates de las joyerías y las tiendas de moda, no para contemplar la lujosa mercancía, sino a las jóvenes parejas que la admira tan inalcanzable como para mí su radiante felicidad, idéntica hoy que hace mil años, idéntica aquí que en cualquier parte.

Si me distraigo un poco, y me fijo sólo en los letreros en inglés, tan abundantes, pienso que estoy en Oviedo, en Montpellier o en cualquier ciudad italiana o portuguesa. Sí: esa casona desconchada la he visto yo en Coimbra.

Pero, de pronto, caminando distraído me encuentro con los restos del Foro romano. Puedo pasear entre ellos, subirme al pequeño escenario que custodian rotas columnas de mármol. Aquí pronunciarían discursos, pregonarían mercancías diversas, quizá también recitarían a Homero. Entre el cercano rumor de los automóviles, creo oír un murmullo de hexámetros: la esposa de Héctor, el de broncíneo casco, le sale al paso acompañada de una sirviente que lleva en brazos al hijo que aún no sabe hablar y con suplicantes palabras trata de impedirle que vaya a encontrarse con Aquiles. Y el llanto del niño cuando su padre trata de besarlo, asustado del penacho de crines de caballo que llevaba en el casco.

Hay una tinaja rota entre las ruinas y yerbas descuidadas y rojas amapolas: recuerdo los versos a Itálica de Rodrigo Caro, pero éste no es un campo de soledad, ni un mustio collado: una mujer tiende la ropa sobre la ventana que da al Foro, puestos de libros de espinoso alfabeto lo rodean.      

En Plovdiv toda la milenaria historia de la ciudad está a flor de piel, ni siquiera hace falta rascar un poco para que aflore. En la plaza Stamboliiski, el punzante minarete de la mezquita del Viernes mira las graderías del estadio que se hunden en la tierra rodeadas de los puestos de flores y de cuadros y de las bulliciosas terrazas de las cafeterías. Sobre una columna de hierro, un emperador romano, que no acierto a identificar, señala con el dedo lo que fueron sus dominios.

         La ciudad se hace todavía más melancólicamente portuguesa en la calla Raiko Daskalov, arbolada, a ratos repintada, casi siempre desportillada, que lleva hasta el río Maritza. Me llama la atención una colorida librería de viejo que es también papelería, y el vendedor me dice en mal inglés, animándome a entrar, que tiene libros en francés. En francés y en inglés: poco más de una docena de manoseadas novelas abandonadas por algún turista. Entre ellas, me sorprende un tomito de la Comedia Humana editado en los años treinta. Al hojearlo cae al suelo un quebradizo recorte periódico: “La edición presente todo como la precedente fue consagrada en grande parte a las fiestas de Tichri. La abondancia de matieras que consacrimos a estas fiestas, nos obliga a dejar para nuestros proximos numeros la publicacion de una revista sovre la situacion del judaismo mundial en el anio pasado, un raportage sovre los judios de Moussoul y de Beyrouth asi que la continuacion de nuestro esseso sovre los Nombre Judios”.

         Sí, también los judíos estuvieron por aquí, judios de habla española en su mayor parte, y cuando la gran catástrofe salieron algo mejor librados que sus compañeros de centroeuropa. 

         Plovdiv: tracia, griega, romana, bizantina, turca... Con qué indolente sabiduría lleva sobre los hombros el peso de tanta historia, de tanta sangre. Vassil Levski, ahorcado en una plaza de Sofía, fue aquí donde inició la revolución, pero Plovdiv siguió siendo parte del imperio otomano cuando en 1878 se creó el Principado de Bulgaria.

         Ahora, como cualquier ciudad de Europa, parece una capital de provincia del Imperio Americano. Cerca del Foro, un feo centro comercial acristalado no deja lugar a dudas. Lo rodeo, sin entrar en él, y cruzo la autopista por un paso de peatones subterráneo, también galería comercial. Y me encuentro entonces con algo que sólo puedo hallar en Provdiv. Entre los rutilantes escaparates, los apresurados transeúntes pisan las desgastadadas losas de la calle que unía el Foro con la basílica. Y en el suelo de una de las tiendas, se pueden ver los mosaicos de la lujosa mansión que en este lugar se levantaba. Y a la entrada de una floristería se alza una estela con una hermosa inscripción que nadie se entretiene en descifrar.

Sí, aquí los restos romanos no están en un museo, se tropieza uno con ellos, se entremezclan con las lujosas franquicias de ese otro imperio que es ahora el dueño del mundo. Pero a Plovdiv –milenaria adolescente– no se le cae encima tanta historia. Y pasa erguida y seductora ante nuestros ojos “con el fuego de Vesta entre las manos”, como en el poema de Víctor Botas que una y otra vez me viene a la memoria.

 

 

 

UNA CUEVA EN LA MONTAÑA

 

¿Toda patria tiene una patraña, o mito, fundacional? Mientras asciendo hasta el monasterio de Rila por saltarinas carreteras imposibles pienso en el soneto de Quevedo que resume la historia de España: “Un godo que una cueva en la montaña / guardó pudo cobrar las dos Castillas, / del Betis y Genil las dos orillas / los herederos de tan grande hazaña”.

         ¿Existe Bulgaria porque hace más de mil años, un joven aristócrata, Ivan Rilski, se refugió en estas montañas cansado de la corrupción cortesana? Pero en la cueva en que se refugió no se inició ninguna reconquista, como en Covadonga, sino que se fue acumulando una minuciosa cultura cirílica y cristiana capaz de resistir los largos siglos de la dominación turca.

         “El monasterio de Rila –me dicen– fue el arca de Noé en el que Bulgaria se refugió durante el diluvio musulmán, que duró bastante más que cuarenta días y cuarenta noches”.

         Poco después de salir de Sofía, cruzamos por Pernik, industrial y desmantelada, que a mí me trae recuerdos del Avilés siderúrgico de mi infancia. Luego, casi en cada cruce, el monumento a un monje o a un guerrillero, casas junto a la carretera en las que nunca faltan el pequeño huerto y el primoroso macizo de rosas, la ligera niebla que lo envuelve todo y el verdor entenebrecido de las montañas.

         Hay un especial placer en estar de paso, en ser extranjero, en no cargar con el peso de la historia, siempre un fardo de mugre y sangre.

         Nada en el santuario de Rila es original. El monasterio que crearon los seguidores de Ivan Rilski estaba unos quilómetros más allá. Queda, sí, una torre del siglo XIV, pero sucesivos incendios fueron destruyendo todas las otras construcciones; el último ocurrió en 1833.

Como casi todos los monumentos más emblemáticos de este país milenario, el monasterio de Rila es, como el país, de ayer mismo: de finales del XIX, de principios del XX.  Algo de tibetano y de fantástico, de neogótico cuento de hadas, tiene el patio, que podría servir de escenario a algún episodio de Harry Potter o de El señor de los anillos. En su centro está la iglesia de la Asunción, tan decorada por dentro y por fuera que resulta, sin duda, el más monumental libro ilustrado que haya existido nunca. Arca del tesoro, enciclopedia de todas las cosas, a partir de ella podría reconstruirse toda una manera ingenua y bizantina de ver el mundo. ¿Cuántas arcaicas pinturas de brillantes colores llenan sus techos, sus paredes interiores y exteriores, el churrigueresco iconostasio? Cientos y cientos, quizá miles. Uno no se cansa de admirar tantos diablos y diablillos, arcángeles, vírgenes, monjes, fantasmagóricas escenas cotidianas.

Sé que todo es falso, pintado y repintado ayer mismo, copiado, reconstruido, envejecido, rejuvenecido. “Toda historia es ficción, / sólo como ficción la historia existe”, escribió un escéptico poeta.

Sé también que todo es verdadero, como el hermoso cerco de montañas que se asoma sobre los muros, como el arroyo que acaricia torrencial las paredes del monasterio. Su estruendo vale por la mejor música. Iván Rilski no vio estos muros que levantaron la piedad y el patriotismo y ahora profana la curiosidad turística, pero se admiró de estas cumbres, todavía con nieve, se dejó acompañar, como yo, por el fragor cristalino de estas aguas.

Algo me dicen, que no entiendo. O sí. De otro mundo llego a Rila, que mucho tiene de bizantina Covadonga, y de pronto, junto al torrente, estoy en el centro del mundo. Caen los imperios, a tierra vienen las más firmes torres, quedan en pie los sueños de los hombres. Y los ríos que van a dar a la mar. “Iván Rilski, cuando se apartó de la corte, no sabía que llevaba con él las semillas del futuro”, leo en la guía. Toda historia es ficción, toda patria se hace con sangre y con patrañas. Y por eso cierro los ojos, me desentiendo de la solemnidad de estos muros, y escucho al impetuoso arroyo adolescente recitar a Garcilaso: “Corrientes aguas, puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas”. O a Quevedo: “Lo fugitivo permanece y dura”.