REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Jaime Campmany. (Foto: EL MUNDO)  

JAIME CAMPMANY, ESCRITOR

Francisco Javier Díez de Revenga

(Universidad de Murcia)

 

 

         Hace unos meses[1], en el pasado otoño, una joven periodista que colabora en uno de los diarios que se reparten gratuitamente por las calles, me preguntó, en el transcurso de una entrevista sobre diferentes aspectos profesionales y universitarios, y conociendo mi relación familiar con Jaime Campmany, por su significación como escritor, como periodista. Conservo en mi ordenador la respuesta que en ese momento le di, y que salió así publicada en el periódico de referencia, y para mayor curiosidad, denominado “Línea”, justamente como el periódico en el que Campmany hizo sus primeras armas periodísticas en la Murcia de la posguerra:

         La pregunta era ¿Qué me dice de la labor periodística y literaria de su primo, recién fallecido, Jaime Campmany?” Y esta mi respuesta, que sigo suscribiendo en su totalidad: Yo, ahora, me acuerdo mucho de Jaime cuando hace bastantes años venía a Murcia, siendo yo niño, y nos deslumbraba con su imaginación, relatando multitud de aventuras de su vida como periodista y viajero, corresponsal por muchos caminos. Era imparable, espléndido, muy informal, pero lleno de amenidad y de sabiduría. Y durante muchos años ha sido siempre así. Un encuentro con él siempre era ocasión para disfrutar y aprender. A mí sus novelas me gustaron mucho. Su lectura era como si él mismo te las estuviera contando. Así de vital era. Como periodista, desde luego la historia de España contará con él como uno de los grandes profesionales del siglo. Fiel a su pensamiento y coherente siempre con sus ideas”.



     Jaime Campmany Díez de Revenga nació en Murcia, en el número 3 de la calle de González Adalid, muy cerca de la catedral, en el barrio de San Bartolomé, el 10 de mayo de 1925. Periodista, escritor y poeta, se dio a conocer al obtener, en 1943, el premio “Polo de Medina”, cuando aún no había cumplido los dieciocho años, con su libro de poesía Alerce.

     El libro, primerizo y adolescente, revela sin embargo, cualidades que ya Campmany poseía en 1943 y de las que luego ha hecho gala como escritor: imaginación, amenidad, riqueza expresiva, lenguaje cuidado, elegante e in­genioso, y sensibilidad. Conservo un ejemplar de este libro de poemas, dedicado por Jaime en 1963, veinte años después de haber sido publicado. En aquellas palabras escritas de su puño y letra Jaime lo denominó “este libro infantil y ruborizante”. Sólo han pasado cuarenta y tres años desde aquella dedicatoria.

     Sin duda el libro tiene influencias, no ya de un romanticismo tardío, sino de la brillantez de lo que en ese momento constituía la modernidad más avan­zada, la mejor poesía simbolista y postsimbolista del mo­mento, desde Rubén Darío y Manuel Machado -éste perceptible so­bre todo en los retratos históricos- a García Lorca, Alberti y al otro Machado, don Antonio. De éstos hereda el gusto por lo popular andaluz, pero hay aciertos más que notables como son las décimas correspondientes al decurso poético del año, escri­tas en número de doce y con dotes más que iniciales de ob­servación, sensibilidad y contenida emoción poética.

         Tras este primer libro, Campmany, estudiante de Derecho y de Filosofía en la Universidad de Murcia, se integra en el grupo de escritores jóvenes, universitarios, que en ese momento suponen en la ciudad la promoción más avanzada y más atrevida del momento, hasta en gestos políticamente incorrectos en la serena Murcia de la posguerra. La literatura de posguerra en Murcia inicia su desarrollo con un lento despertar.

         Los mejores escritores habían desaparecido o habían marchado a Madrid, y la posibilidad de publicar era muy escasa. Por eso, los primeros intentos de crear la literatura nueva han merecido el aplauso de los historiadores. Tal es lo que sucede con la primera empresa colectiva importante de estos años, reunida en torno a la efímera, pero muy valiosa, publicación, la colección Azarbe. Un grupo de escritores, no lo suficientemente valorado hasta ahora, que brilló en la Murcia del medio siglo XX, en la Murcia de los años cuarenta, publicaron unas entregas de poesía, de teatro, narrativa y de ensayo en una quincena de cuadernos bellamente impresos, que hoy constituyen una joya de la literatura regional.

         Eran poetas modernos, inspirados en la más rigurosa expresión natural sin alardes lingüísticos, sin barroquismos innecesarios. Podríamos decir que era un grupo de autores integrado en la modernidad de aquellos años por la vía de la sinceridad. Muchos de ellos, prácticamente todos, figuran hoy con un lugar de honor en la historia de la literatura murciana, y, desde luego, un lugar muy merecido, representando el esplendor de una época difícil, pero no exenta de buen gusto, imaginación y originalidad.

Jaime Campmany

         Azarbe aparece como colección, más que como revista, poética y literaria, y se publica en Murcia entre 1946 y 1948. Fue creada por Salvador Jiménez, Juan García Abellán, Jaime Campmany y José Manuel Díez. Dio a la luz 15 “entregas”, denominación dada a los números de la publicación, que bien podían contener colaboraciones de varios escritores reunidos en torno a un determinado asunto o bien podían editar un libro completo de uno de los escritores del grupo.

 Todos los autores citados, que en este momento comenzaban su obra literaria, alcanzaron posteriormente reconocida fama como escritores, cada uno en su campo. Casi todos los poetas nombrados la lograron inmediatamente con la obtención del Premio “Polo de Medina”, que recayó sucesivamente en aquellos años en sus libros de poesía. Dictinio del Castillo-Elejabeitia, Francisco Alemán Sainz y Francisco Cano Pato publicaron en las entregas de Azarbe libros suyos de poesía y de teatro, mientras que otras entregas se ocuparon de ensayos, entre ellos, páginas memorables de Adolfo Muñoz Alonso, Víctor Sancho y Sanz de Larrea y Manuel Fernández-Delgado Maroto, con recuerdos de su estancia en Rusia con la División Azul. Ángel Valbuena Prat, Antonio de Hoyos, Gonzalo Sobejano, José Luis Castillo-Puche, Fernando Martín Iniesta, José Guillén, José Sánchez Moreno y otros muchos colaborarían en las entregas colectivas dedicadas a la Navidad, al mar o a un recordado Vía Crucis.

Campmany daría a conocer, en 1947, en las entregas de Azarbe su segundo libro de poesía: Lo fugitivo permanece. Bastante más depurada de gestos impersonales, a pesar del poco tiempo transcurrido, es la poesía contenida en este libro, en donde existe una búsqueda de la expre­sión personal al tiempo que un gran entusiasmo ante la na­turaleza y sus objetos, con buen dominio de la expresión y del verso, sobre todo en unos interesantes poemas de trece versos, enlazados en tercetos encadenados.

Estamos ante un poe­mario en el que se siente la imagen huidiza del paso del tiempo y que el poeta declara ya, desde el principio, al evo­car a Quevedo y a Juan Ramón: “Huyó lo que era firme, y, solamente, / lo fugitivo permanece y dura”. O “¡Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente”.

Existe un anhelo notorio por captar las formas, las luces o los colores -sobre todo en la serie de poemas florales, o en los amorosos. En ellos, la imagen huidiza del tiempo trasciende en inquietud poética más que valiosa. Quizá los poemas mejores, los más persona­les, son las tres largas canciones de amor que cierran el li­bro, en las que desaparece el anhelo de condensación para entrar en una distendida y generosa celebración del amor. Se separaba Campmany entonces del virtuosismo formalista que caracte­rizó a su grupo, para iniciarse una poesía que, desgraciada­mente, no tuvo su continuación.

Uno de los poemas en tercetos encadenados, de singular perfección formal, dedicado al eterno, si bien efímero, tema literario de “La rosa” define bien cómo era la poesía de Campmany en aquel 1947:

 

Primitiva prisión de la ternura

donde toda pureza se encadena

y elemental candor se configura.

 

Minúsculo recinto donde estrena

su frescor el rocío, su ala el viento;

envidia del jazmín y la azucena,

 

de eternidad efímero alimento.

Al lado del arroyo, alegoría

demuestras, en el pétalo y aliento,

 

cópula de purísima armonía,

de candor, de perfume. Ruborosa

morada de la gracia y la alegría,

 

oh fugitiva, permanente rosa.

 

    La obra literaria de Campmany tendrá su continuación, por lo menos en lo que a libros publicados se refiere, mucho más tarde con la aparición, en 1977, de la novela Jinojito el Lila (1977), de contenido claramente autobiográfico. Bajo la forma de unos «cuadernos de párvulo», que así se subtitula el libro, tiene como personaje principal a un desvalido niño procedente de un lejano cuento de Campmany y descendiente de “El Señor Cuenca y su sucesor”, un recordado cuento de colegio infantil de Gabriel Miró, recogido en su Libro de Sigüenza.

    En realidad, el verdadero protago­nista del libro, en primera persona, narrador omnisciente y espectador absorto de la realidad circundante, es el propio autor de los cuader­nos que, ante sus ojos infantiles, hace desfilar a todos los personajes retenidos con prodigiosa memoria extraídos directamente de su propia infancia: la familia, el servicio, los compañeros del colegio y, lo que es más, el momento político-social vivido (año 1933) por una familia conservadora. La pluma fértil de Campmany, cuyo oficio de escritor en la prensa cuenta, ya en esos años, con un bien ga­nado prestigio desde los años sesenta como ingenioso y há­bil, se pone ahora al servicio de un niño de ocho años, que describe con ingenuidad, sencillez infantil y expresividad en los detalles, todo lo que ocurre a su alrededor, ya sean las vi­vencias colegiales como las familiares.

El tiempo pasa y la trayectoria literaria de Campmany se detiene de nuevo. Tendrán que pasar algunos años y llegar a la década de los noventa para hallarnos de golpe con el escritor fecundo y maduro que enviará a las librerías numerosos y muy variados libros, muchos de ellos compuestos por textos escogidos. Así, la producción literaria de Campmany se compone de colecciones de artículos periodísticos: Cartas batuecas (1992), Crónica del Guerra (1992), Doy mi palabra (1997), El jardín de las víboras (1996) y El Callejón del Gato (1999) o el último, aparecido, póstumo, en el año de su muerte: Zapatiesta Zapatero (2005); nuevos libros de poesía: El libro de los romances (1995), Segundo libro de romances (1996), El rey en bolas y otros romances (1997) y Romancero de la Historia de España (2004); y por último, en narrativa, la trilogía El pecado de los dioses (1998), La mitad de una mariposa (2000) y El abrazo del agua (2001).

También escribió para el teatro una adaptación de Marta la piadosa de Tirso de Molina (1973) y una traducción, en verso, en colaboración con Laura Campmany, de Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand (2000).

         Estamos hablando ya del Jaime Campmany contemporáneo, al que, según cuentan las crónicas de internet, le seguían gustando los postres dulces, los coches rápidos y la poesía en general y la barroca en concreto, sobre todo su nunca olvidado maestro don Francisco de Quevedo, además de los juegos de azar, el color rojo y el fútbol, en especial si jugaba el Real Madrid. Dicen estas crónicas que pasó con bastante facilidad de la máquina de escribir a los ordenadores, a los que era bastante aficionado, y siempre se le recordará como un gran maestro en el manejo del lenguaje. Sus críticas, siempre aliñadas con humor y picardía, daban los buenos días a sus lectores que le recordarán siempre por su "toma nísperos" o sus versos de cabo roto.

         No podemos cerrar esta sucinta visión de Jaime Campmany escritor sin hacer una detenida reflexión sobre lo que, sin duda, es la culminación de su obra literaria, la trilogía formada por sus últimas novelas, trilogía que podríamos denominar “Europea”, aunque, como señaló el propio Campmany, estamos ante una trilogía “morica y sin bautizar”.

         La primera de las novelas, El pecado de los dioses, aborda el relato detallado de un amor prohibido, de una secreta pasión que va creciendo entre los protagonistas, los hermanos Vittoria y Giacomino, que se enamoran haciendo bueno el principio de que de que la pasión y el amor está por encima de los convencionalismos y a pesar de que ese amor, el incesto, sea el “pecado de los dioses”. 

         La situación se complica porque Vittoria formalizará relaciones con un joven llamado Giorgio, y a las complicaciones anteriores se unirá ahora una difícil relación triangular. Desde el punto de vista estructural y del manejo de los materiales narrativos, nos hallamos ante una historia coral, en la que aparecen multitud de personajes, en el entorno de una decadente familia italiana, los Duchessi, que habitan una mansión llamada Villa Luce en la orilla de un lago italiano.

         La riqueza de las descripciones, el detallismo del ambiente de la villa italiana, la complejidad de los personajes, la originalidad y eficacia en el manejo de episodios y situaciones, revela una madurez estilística que sorprendió a los lectores. Jaime Campmany, a la altura de 1998, irrumpía en el panorama de la novelística contemporánea y arrasaba con un gran éxito editorial multiplicando ediciones en muy pocos meses. Al éxito de la novela contribuía no sólo la personalidad de su autor, sino su lenguaje literario rico y variado, irónico, elegante y preciso, y más aún, la originalidad del argumento y lo atractivo de ambientes y personajes.

         En la segunda novela, aparecida tan sólo dos años después, La mitad de una mariposa, Vittoria y Giorgio viven en Bruselas después de la boda, pero en la capital belga el recién estrenado marido encuentra más atractivo en los ambientes transexuales que en la cama de su mujer. Giacomino, el hermano fiel, acude a visitarlos con la intención de ayudar y que todo vuelva a ser como antes, pero el destino los llevará por otros caminos. El amor entre los dos hermanos florecerá de nuevo con fuerza, mientras Giorgio inicia un camino sin retorno por los vericuetos del placer, buscando cada vez sensaciones más fuertes.

         Con La mitad de una mariposa, Jaime Campmany sorprendió de nuevo a sus lectores, tras el éxito de El pecado de los dioses. El amor-pasión siempre trasgresor es el auténtico protagonista de esta novela, en la que a través de un mosaico de personajes bien definido, Campmany desciende al fondo del sentimiento humano que no se conforma y ansía la totalidad de la entrega, sin importar ni cómo ni a quién se dirige. Como señalaba la presentación de esta novela, se trataba ahora de una pieza de relojería literaria en la que todo está medido para escuchar al corazón.

         De nuevo, el creador de ambientes reaparece, ahora teniendo como escenario Bruselas, sin duda, como el lago italiano de la novela anterior, muy cercanos ambos biográficamente al escritor.

         La tercera novela apareció tan sólo un años después con el título de El abrazo del agua, para cerrar la trilogía innominada, como ya sabemos. De nuevo reaparecen los ambientes ya conocidos y la Villa Luce vuelve a ser escenario de la novela, recuperando personajes y situaciones, enriqueciéndose con nuevos episodios, en los que el amor y la muerte adquieren nuevos protagonismos.

         El abrazo del agua añade a este conjunto nuevos personajes, una intriga que atrapa al lector desde la primera página, y un personaje central, el Oso, comisario de policía belga, digno de figurar entre los grandes investigadores de la literatura del género. Y de nuevo surge el inagotable creador de ambientes, ahora presididos por la intriga del mejor género negro, que ya se había intuido en las dos anteriores novelas.

         Termino estas breves reflexiones haciendo alusión a la última obra literaria que conocimos de Jaime Campmany, publicada en el diario ABC, en una Tercera, a los muy pocos días de su muerte. Un extenso poema, definitivo, crítico y crucial, nos hablaba de la propia muerte del escritor. Verso a verso, palabra tras palabra, iban transcurriendo las estrofas de la pasión y del dolor para alcanzar la meta final.

         Posiblemente pocos poemas en nuestra literatura hayan expresado con una mayor tensión lírica los instantes cercanos a la muerte. Poema definitivo para figurar en todas las antologías, pero sobre todo, para permanecer indeleble, con Jaime Campmany, en nuestra memoria de un hombre singular, que se mantendrá siempre, en su recuerdo y en su palabra, con nosotros.

 



[1] Leído en el Homenaje Recordando a Jaime Campmany, organizado por ABC y La Verdad, Murcia, 1 de febrero de 2006.