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UNA ESTILÍSTICA DE LAS BANDERAS[1]
Bernat Castany-Prado
(
Abstract:
"In this paper I study the main characteristics of a new discipline
we could call "flag stylistics" which can be considered as a part of
a "nationalism stylistics". Following Barthe's idea that any reality
can be analyzed as if it was a text, and the basic tenet of stylistics, that
affirms that there always exists a complex and reciprocal relation between form
and content, I explore what morphology, uses and history of flags can tell us
about nationalism as an ideology."
Palabras claves:
Posnacionalismo. Nacionalismo. Estilística. Ideología. Globalización.
Resumen: En este artículo esbozo los rasgos principales de lo
que he dado en llamar una estilística de las banderas, que formaría parte, a su
vez, de una estilística del nacionalismo. Partiendo del tópico barthiano que
afirma que cualquier cosa puede ser analizada como si fuera un texto; y de la
premisa básica de la estilística, según la cual existe una relación –compleja y
bilateral- entre forma y contenido; voy a tratar de ver qué es lo que la
morfología, uso e historia de las banderas, himnos nacionales, mapas-icono,
poemas patrióticos y otros elementos del universo semiótico nacionalista pueden
decirnos acerca de dicha ideología.
I
Para saber hacia qué
contenido nos dirigimos desde el análisis de las formas propuestas, cabe
aventurar cuál es nuestra idea inicial de nacionalismo. Dejando a un lado que existen
diferentes tipos de nacionalismo, trataremos de aventurar una definición mínima
y provisional que guíe de forma flexible nuestro análisis.
En un
principio, entenderemos que el nacionalismo no es sólo una teoría política que
afirma que la única unidad político-social posible es el estado-nación y que
debe existir una total congruencia entre la unidad nacional y la unidad
política; sino también una cosmovisión, esto es, una manera de intuir y comprender la realidad, que afirma que las
fronteras nacionales son relevantes en los ámbitos ético, estético y cultural.
Debemos tener
en cuenta que la estilística de las banderas no tiene un carácter meramente descriptivo sino también, quizás
sobre todo, destructivo. Con ello no pretendo decir que vaya a realizar un uso
sesgado de este tipo de estudio sino que, por un lado, la mera tematización de
aquellos elementos que han sido automatizados o naturalizados por la ideología
nacionalista, conlleva una erosión y debilitamiento de los mismos; y, por el
otro, que la mera descripción comparatista de este tipo de expresiones de la
diferencia revela una igualdad profunda tal que resulta ser, por sí misma, una
reducción al absurdo de dicha ideología.
El carácter
intrínsecamente destructivo de la estilística del nacionalismo nos lleva a reconocer
que la estilística de las banderas sólo puede formar parte de lo que autores
como Beck, Said o Habermas han dado en llamar giro posnacional o
posnacionalismo, esto es, el conjunto de teorías, propuestas y prácticas
filosóficas, políticas o artísticas que tratan de desmantelar y/o trascender el
nacionalismo desde diversos lugares ideológicos y con diversos resultados.
El posnacionalismo se constituiría de
dos momentos: uno destructivo, que trataría de desmantelar la cosmovisión
nacionalista, en particular, y el fundamentalismo filosófico, en general, y
otro constructivo, más
diversificado y endeble, en el que se propondrían alternativas teóricas,
políticas y estéticas de corte posnacional. La estilística del nacionalismo pertenecería
al momento destructivo del posnacionalismo, resultando ser un verdadero arsenal
para las críticas de corte práctico, filosófico y estético que suelen lanzarse
contra el nacionalismo[2].
Cabe señalar,
asimismo, que el giro posnacional es, a su vez, subconjunto del giro posmoderno
ya que, por un lado, el posnacionalismo trata de completar y superar la crisis epistemológica y metafísica del
fundamento, que nos ha dejado sin un afuera trascendente –religioso, filosófico
o identitario- al que apelar[3];
y, por el otro, el
posnacionalismo como expresión de la crisis fáctica e ideológica del
estado-nación es uno de los procesos centrales de la posmodernidad por la
sencilla razón de que el estado-nación es uno de los elementos centrales de la
modernidad (Cf. Polanyi, Kuhn,
Lyotard, Beck, Habermas, Toulmin).
Ciertamente ya
existe una disciplina que estudia las banderas, estandartes y pendones. Se
trata de la vexilología, término usado por primera vez en 1957 por Withney
Smith, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale. Dicha
disciplina se compone básicamente de dos ramas: la vexilonomía, que estudia el
uso conforme a las costumbres, lugares, épocas y legislaciones; y la
vexilografía, que estudia tanto la forma de las banderas como sus parámetros de
descripción.
Sin embargo, la
vexilología no pretende ser más que una disciplina descriptiva y en ningún
momento se cuestiona el significado profundo de su objeto de estudio. Por así
decirlo, la vexilología sólo estudia el significante -formas, usos y sentidos
superficiales-pero no el significado: la ideología nacionalista. Pero, como
señalamos más arriba, el carácter descriptivo de las insignias nacionales es,
en sí mismo, destructivo, de modo que es mínimo el esfuerzo interpretativo que
debemos realizar para ilustrar o generar un gran número de argumentos que
debiliten las pretensiones esencialistas de todo nacionalismo. A continuación
trato de mostrar qué es lo que el estudio de la historia, la forma y los usos
de las banderas pueden enseñarnos acerca del nacionalismo.
II
En lo que
respecta a la historia de las banderas constatamos que el nacionalismo es un
fenómeno muy reciente. Recordemos que una de las tres paradojas con las que
Anderson inicia Comunidades imaginadas
es aquella que surge de la
tensión existente entre el carácter reciente que la nación tiene en opinión de
los historiadores y la antigüedad que le atribuyen los nacionalistas. Ciertamente, si no nos dejamos
confundir por el hecho de que muchas de las banderas nacionales hayan utilizado
elementos de vexiloides, blasones, escudos de armas o marcas primitivas de
monedas o sellos, la mayor parte de las banderas nacionales fueron creadas a
mediados del siglo XIX[4].
Centrémonos, por
ejemplo, en el proceso de formación de la bandera española. A finales del siglo
XVIII Carlos III quiso reducir las lamentables confusiones que se producían en
las batalles navales por la sencilla razón de que la mayoría de los pendones
militares de la época eran de color blanco. Para ello convocó un concurso cuyo
objetivo era diseñar una bandera que fuese visible a gran distancia. El diseño
ganador fue declarado reglamentario para las Marina de Guerra y Mercante en un
Real Decreto de 1785. Sin embargo, en todos los demás ámbitos se siguieron
utilizando una enorme variedad de banderas. Aunque durante la guerra de
independencia empezó a popularizarse la bandera bicolor, con el objetivo de
diferenciarla de las banderas blancas del ejército de José Bonaparte, no fue
hasta el reinado de Isabel II que mediante un Real Decreto de 1843 se dispuso
la sustitución de todas las enseñas del Ejército por lo que hoy conocemos como
la bandera española.
Por otro lado, de
un proceso histórico como el aquí descrito podemos reflexionar acerca del
carácter contingente –podría haber ganado el concurso otro diseño- e, incluso,
ridículo –ganó la bandera más chillona, ergo, la más fea -, de la mayoría de
los elementos que conforman todo universo nacional y que tienden a presentarse
como eternos y necesarios. Por otro lado, la historia de las banderas también
nos ayuda a desmitificar o, como mínimo, a ilustrar el carácter convencional,
cuando no arbitrario, de unos símbolos que tratan de ser presentados como una
creación divina o una exudación de esencias metafísicas trascendentes.
Asimismo, el mero
hecho de que sea posible historiar las banderas implica que hubo una época en
la que éstas no existieron. De este modo, quedaría refutado uno de los
principales argumentos del nacionalismo: que no pueden existir comunidades sin
que las aglutinen símbolos nacionales. Lo cierto es que la premisa mayor de
este argumento, estrechamente relacionada con el clásico argumento teológico de
la necesidad de creencia universal en dios, es manifiestamente falsa. Razón por
la cual, del mismo modo que los jesuitas falsearon su presentación al mundo
occidental de la cultura china, presentándola como una cultura teísta, también
la historiografía moderna, que como la mayoría de las ciencias sociales se
formó como disciplina en una época de hegemonía nacionalista, ha alterado,
consciente o inconscientemente, la historia con el objetivo de defender la idea
de que es una necesidad universal el sentimiento de pertenencia a una nación.
Por otro lado, el
estudio de la génesis de las diversas banderas nacionales nos informa no sólo
acerca de las etapas que siguió la expansión y hegemonización del nacionalismo,
sino también acerca del modo en como éste se expandió por el mundo, esto es,
mediante la conquista y colonización de territorios y mentalidades.
En lo que
respecta al primer aspecto podemos constatar que la premisa nacionalista de que
a toda nación le corresponde un estado y a todo estado una nación, inició un
proceso de constante redefinición de las fronteras y multiplicación de las
banderas nacionales que hoy dista mucho de haber acabado ya que son sólo 190[5]
las naciones que tienen estado mientras que para que se diese un total
cumplimiento de la premisa nacionalista deberían ser, por lo menos, 5000. Este
hecho llevará a Hobsbawm a considerar que el nacionalismo es una teoría
política que ha fracasado no sólo porque después de dos siglos de guerras de
redefinición territorial su premisa básica está lejos de realizarse, sino
también porque nuevos fenómenos sociales como la intensificación de los
movimientos demográficos o la aparición de las transnacionales han alejado
todavía más la posibilidad de que se realice[6].
En lo que
respecta al segundo aspecto, puede resultar interesante ver que las diferentes
familias en que suelen agruparse las banderas suelen remitirnos –por herencia o
reacción- tanto a la existencia de antiguos imperios como a la formación y
disgregación de imperios coloniales[7].
Desde este punto de vista, el hall de un hotel de cinco estrellas o la
inauguración de unos juegos olímpicos podría ser visto como un esquema de
historia mundial.
Más interesante
nos parece ver cómo países y culturas (la naturalización del nacionalismo y el
culturalismo es tal que estamos obligados a usar los conceptos que ellos nos
imponen) ajenos al nacionalismo (lo que no implica decir que los países
occidentales estén asociados a él de una forma necesaria, “cultural”) hayan
adoptado dicha forma en su lucha contra el imperialismo. Así, pues, del mismo
modo que en este párrafo me he visto obligado a hablar de “países” y de
“culturas”, la liberación misma de las antiguas colonias implicó una aceptación
del sistema político básico de la modernidad occidental: el nacionalismo.
Este hecho
llevará a Said a afirmar que el colonialismo exportó el
nacionalismo, convirtiendo, de este modo, en una prioridad política, social y
psicológica rediseñar las fronteras para que éstas coincidiesen con las
naciones recién inventadas. Dicho nacionalismo supuso el “descubrimiento” de un
supuesto yo esencial y precolonial, fundamento de conceptos como négritude,
indigenismo o arabismo, y aunque cumplió un papel muy importante en la
movilización social por la independencia de muchas de estas ex colonias,
estableció una relación de dogmatismo complementario con el nacionalismo
metropolitano dando lugar a proyectos de construcción nacional que buscaban
eliminar toda ambigüedad identitaria y a organizaciones y discursos políticos
que facilitaron la aparición de élites sociopolíticas “nacionales” fácilmente
cooptables por las dinámicas poscoloniales.
Asimismo, si una de las principales
preocupaciones de la Europa del XIX fue justificar el imperialismo orientalizando
a los países no europeos, recoger el guante de la apología de la propia esencia
nacional o civilizatoria es caer en la trampa orientalizante. Por esta razón,
cree Said, sería más interesante desactivar de forma general este tipo de
doctrinas esencializantes.
Así, pues, el
hecho de que todos los países del mundo tengan banderas de formas y colores
parecidos nos remite a una homogeneización forzosa de la morfología de las
unidades políticas. Homogeneizacion problemática, de intención más
administrativa que política, sorda a las particularidades culturales, sociales
y políticas de cada uno de los países en cuestión. No se trata, sin embargo, de
afirmar que el estado-nación es una forma natural en “Occidente” y artificial
en el resto de países. Las graves tensiones europeas de origen nacionalista
–xenofobia, irredentismo, guerras mundiales- parecen sugerir que dicha
ideología es igualmente conflictiva para cualquier territorio dado.
III
Pasemos a hablar
de qué información nos proporciona acerca del nacionalismo la vexilonomía o
análisis de los usos de las banderas. Para empezar, todas las banderas tuvieron
en un origen una triple función militar: ceremonial (dice a los demás quien es
quien), práctica (marca la posición del jefe y sirve de referencia para
realizar las maniobras en el combate) y espiritual (en la tela se representan
los símbolos de lo que se dice defender).
Este hecho puede
servirnos para ilustrar tanto el origen militar del diseño (guerras, tratados,
matrimonios) y mantenimiento (policía de inmigración) de las fronteras, como
para dar lugar a toda una serie de reflexiones acerca del estado-nación como
lugar privilegiado para que se desarrolle la tendencia totalitaria propia de la
modernidad.
Por otro lado,
tal y como afirma Diedisheim en Les
patries, la bandera no es un símbolo estático sino que rápidamente se carga
de “alma” o “aura” por el mero hecho de que haya gente que haya muerto por
defenderla. Decía
Renan en sus textos sobre el nacionalismo que “amamos en proporción de los
sacrificios que hemos consentido y de los males que hemos sufrido.” Por su
parte, Maurice Barrés afirmaba que “la patria era la tierra y los muertos”.
Nos hallamos
ante una especie de síndrome de Estocolmo colectivo en el que la causa y objeto
de sufrimiento y sacrificio acaba engendrando un sentimiento de afecto tanto
más intenso cuanto mayor haya sido el dolor que haya provocado. Por esta razón
la literatura antibélica, que coincide en muchos aspectos con la literatura
postnacional, se niega a darle sentido a los horrores de la guerra y se obstina
en presentarla como el absurdo que es. Al fin y al cabo cualquier teodicea de
la guerra supondría una justificación indirecta de la misma. La bandera es,
precisamente, el tótem que en el que se recicla el sufrimiento de la guerra en
lealtad nacional.
Asimismo, la
legislación y protocolo que suele gestionar el uso y tratamiento de las
banderas es tan respetuoso y reverencial que no es posible no notar su carácter
sagrado. Dicha legislación puede llegar a invadir derechos como el de libertad
de expresión y supone un verdadero agujero negro en el supuesto laicismo de
toda democracia[8].
Este hecho nos
lleva a reflexionar acerca de la necesidad de ampliar el término secularización
para que no sólo afecte a elementos religiosos sino también nacionales. Según Anderson, al
debilitar el racionalismo
secular ilustrado la religión pero no los sufrimientos que ésta explicaba, esto
es, la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte, se necesitó una
transformación secular de la muerte en continuidad y de la contingencia en
sentido[9].
Esto explicaría algunas de las similitudes existentes entre nacionalismo y
religión: ambas hunden sus raíces en un pasado inmemorial; ambas se proyectan
en un futuro ilimitado, sea el cielo o la memoria histórica de la nación; y
ambas tratan de convertir lo contingente en necesario con mecanismos del tipo
“es accidental que yo sea Francés pero Francia es eterna”. Por esta razón para
Anderson el nacionalismo no es tanto una ideología política autoconsciente como
un sistema cultural que continúa cumpliendo la función que realizaba antes la
religión[10].
La afinidad entre nacionalismo y
religión parece confirmarse cuando vemos que hoy en día se están utilizando un
gran número de expresiones religiosas (converso, tibio, hereje) para referirse
a los diferentes grados y procesos de adscripción nacional.
Algunas de las discusiones acerca de
la conveniencia o inconveniencia de que los inmigrantes muestren su disposición
a “convertirse” o “integrarse” a la nacionalidad del país de acogida mediante
rituales como el aprendizaje del himno, la jura o exhibición de la bandera,
etc. nos recuerdan inevitablemente a las discusiones acerca de la conveniencia
de isomorfismo entre los ciudadanos y sus adscripciones religiosas que durante
el siglo XVII desembocaron en interminables guerras de religión que sólo vieron
su fin cuando el tratado de Westfalia de 1648 impuso un nuevo tablero de juego:
el del estado-nación. Coincido, pues, con Jean Diedisheim en que el
estado-nación que en su momento tuvo su función como sustituto de la monarquía, el imperio o la
teocracia, hoy no es más que una identidad estratégica fosilizada que está
dando lugar a problemas de idéntica naturaleza a los que en su momento vino a
solucionar.
Otra característica interesante del
uso de las banderas es su fluctuante omnipresencia, determinada tanto por
situaciones de anomia, provocadas por un sentimiento generalizado de crisis
social y cultural, como por las tensiones y enfrentamientos entre naciones
vecinas o interpenetradas.
En lo que respecta al primer caso
recordemos las teorías de Raoul Girardet quien, en su libro Mythes et mythologies
politiques (1983), afirma que en momentos de crisis en los que se producen
rupturas bruscas del entorno cultural o social, una aceleración brutal del
proceso de cambio histórico o la desagregación de mecanismos de solidaridad y
de complementariedad ordenadoras de la vida colectiva, se dan situaciones de
vacío, inquietud, angustia o contestación a las que el imaginario colectivo
trata de responder generando nuevos mitos o reavivando aquellos que permanecían
latentes. Este aumento de la actividad del imaginario colectivo da lugar a la
formación de constelaciones míticas que, en oposición a una sociedad desarticulada
en la que el individuo a solas no puede hacer más que constatar y sufrir su
impotencia y aislamiento, generan modelos de comunidad fuertemente integradoras
en las que se halla el calor y la fuerza de las viejas solidaridades
desaparecidas[11].
Para Girardet las cuatro constelaciones míticas básicas serían las de la
conspiración, la unidad, la edad de oro y el líder salvador.
Desde este
punto de vista, la intensificación del uso y exhibición de las banderas podría
ser entendida como síntoma de una situación de anomia. Efectivamente, muchos
autores relacionan el actual recrudecimiento del nacionalismo con una situación
de anomia mundial. Recordemos, por ejemplo, la interpretación que realiza
Habermas, en La constelación posnacional,
de la hipótesis central de La gran
transformación, de Karl Polanyi, esto es, que el proceso globalizatorio
actual podría colapsar, como ya lo hizo durante las dos guerras mundiales,
debido a que la situación de anomia causada por los costes sociales provocados
por el capitalismo desbocado de la globalización está provocando un
endurecimiento de las identidades y un peligroso resurgimiento de las cuatro
constelación míticas arriba señaladas.
Existe, a su
vez, toda una serie de usos de la bandera como envolver a los muertos con ella
o pintársela en la cara que nos remiten a una concepción monolítica de la
identidad.[12]
Según Maalouf, la identidad es lo que hace que uno no sea idéntico a nadie.
(16) Ser francés, por ejemplo, me hace ser “idéntico” a unos cincuenta millones
de personas. Si a ello le añado, por ejemplo, que soy mujer, pasaré a ser
“idéntico” a unos veinticinco millones de personas. Cada nuevo ingrediente
identitario me hará ser “idéntico” a menos personas, hasta que llegue un
momento en que no sea “idéntico” a nadie más que a mí mismo. Cabe añadir que
cada persona no sólo presenta una lista diferente de ingredientes identitarios,
que podemos llamar “identimemas”, sino que, además, éstos nunca se encuentran
en la misma cantidad o intensidad ya sea por cuestiones biográficas –un serbio
casado con una bosnia tratará de darle menos importancia a su identimema
nacional que un serbio casado con una serbia; sociales -en una sociedad racista
el identimema “negro” será mucho más importante que en una sociedad
igualitaria-; o coyunturales –un irlandés será siempre “más irlandés” ante un
inglés que ante otro irlandés -. Una concepción monolítica de la identidad
tiende a elegir una sola de esas pertenencias como esencial dando lugar a un
“eclipse identitario”, perfectamente simbolizado por el rostro pintado con una
bandera.
El eclipse
identitario puede tener consecuencias políticas muy graves. Recordemos cómo
para el Levinas de Totalidad e infinito el descubrimiento de la
humanidad del otro se realiza a partir de su rostro. Perder de vista el rostro
de los demás supone deshumanizarlos, con todas las consecuencias políticas y
filosóficas que ello conlleva[13].
Se hace necesaria, pues, una nueva concepción de la identidad que nos permita
asumir armoniosamente nuestras identidades compuestas.
IV
A continuación hablaré de aquellas
cosas que la forma de las banderas puede indicarnos acerca del nacionalismo.
Para empezar podemos hablar de una falsa variedad. No se trata sólo de que son
prácticamente idénticas las banderas de Mónaco, Indonesia, Polonia; Rumanía, Chad,
Moldavia y Andorra; México e Italia; Guinea y Mali; o Irlanda y Costa de
Marfil; sino también de que todas siguen unos mismos patrones de diseño que nos
recuerdan, por un lado, que tanto en éste como en otros ámbitos “culturales” las
diferencias nacionales son mínimas y, por el otro, que todas ellas están
integradas en una única estructura en la que los elementos no tienen
significado en sí sino en relaciones de oposición con los demás elementos del
sistema.
No tiene sentido,
sin embargo, criticar al nacionalismo por proponer una construcción de la
identidad basada en la diferencia respecto a la otredad, ya que parece ser ése
el mecanismo básico de toda construcción identitaria. Lo que sí podemos
plantearnos si el modo que éste tiene de construir la diferencia es más o menos
respetuoso con la irreductible complejidad identitaria de la que todos somos
partícipes. Lo cierto es que, frente al nacionalismo o culturalismo, que vería
al otro como un alius (un
radicalmente otro, tercerizado, no susceptible de ser interlocutor) o el
imperialismo y el eurocentrismo, que lo vería como un alter ego (como una copia de la propia cultura), podemos imaginar
otra manera más adecuada que lo viese como un alter (un otro no alienado ni asimilado). Sin embargo, las banderas
no sólo por sus usos, como vimos más arriba, sino también por su forma, como
veremos a continuación, representan y fomentan un tipo de construcción
identitaria basada en una diferencia alienante.
Por otro lado,
de esa identidad
profunda a la que nos remite el patrón vexilográfico surge lo que Freud dio en
llamar “narcisismo
de las pequeñas diferencias”, esto es, la obsesión por diferenciarse de aquello
que nos resulta más familiar y parecido. El narcisismo de las diferencias
mínimas ha llegado, en ocasiones, a absurdos como el de pretender que cada
carácter nacional tiene una manera radicalmente diferente a la de los demás
países a la hora de entender y sentir el mundo. En Les patries, Diedisheim
se preguntará si existen realmente 180 maneras para el ser humano de
actuar, de sentir, de creer, de amar, de odiar o de morir. Pregunta que nos
dejará todavía más perplejos si no incluimos sólo las 180 naciones-estado
existentes en la actualidad sino también las 5000 naciones que no tienen todavía
su propio estado[14].
Cabe señalar
que el hecho de que todos los países del mundo hayan adoptado la forma y
organización propias del estado nación no es sólo fruto del colonialismos sino
también de una de las principales tendencias de la modernidad tardía: la de
romper todos los límites y generar un único sistema económico, político y
social[15].
Esta tendencia no sólo afecta al ámbito económico sino también a muchos otros
ámbitos como el lingüístico, cultural, social, etc.
Un buen ejemplo
sería el hecho de que la aparición de un circuito mundial homogeneizado de
expresión científica, política y mediática ha hecho que todas las lenguas del
mundo realicen un esfuerzo tan grande de homologación conceptual, que podemos
afirmar que las diferencias actuales entre dichas lenguas tienden a ser
exclusivamente formales –fonología, sintaxis- pero no conceptuales o
cosmovisivas –lo que imposibilitaría todo proyecto de traducción automática-.
Existe, pues, una tendencia estructural a que todas las lenguas pasen a ser meras
hablas de una sola lengua.
Algo parecido
podríamos decir de todas las culturas del mundo, que tienden a ser expresiones
regionales de una incipiente cultura mundial. Claro está que dicha tendencia
parece ser autodestructiva por la sencilla razón de que es imposible que la
identidad se forme sin otredad. Esto explicaría, entre otras razones, algunas
de las turbulencias culturalistas de nuestra época.
Por otro lado, el
hecho de que una de las principales exigencias formales de las banderas es que
sean clara y distintamente
identificables evidencia que dicha forma no es más que la proyección de la idea
moderna de identidad, basada en el criterio cartesiano de que la verdad o
validez de toda idea –valga identidad- es que ésta se nos aparezca de una forma
clara y distinta. Vemos, pues, que el reconocimiento e identificación
inmediatos que buscan provocar las banderas -también los mapas-icono de los que
habla Anderson- nos remiten a una idea de identidad monolítica y homogénea
propia de la modernidad.
Según Stephen
Toulmin la modernidad tuvo dos inicios. El primero, de corte humanístico, fue
protagonizado por figuras como Erasmo o Montaigne, quienes crearon una cultura
marcada por la sensatez y la tolerancia religiosa; el segundo, de corte
racionalista, fue protagonizado por Descartes y los demás racionalistas del
siglo XVII, que renunciaron a la modestia escéptica de los humanistas y
buscaron pruebas “racionales” que apuntalaran sus creencias con una certeza
neutral respecto a todas las posturas religiosas. (2001: 124)
Lo que la
historia oficial de la modernidad considera como “modernidad” no es más que una
reacción contra el escepticismo humanista y la “crisis pirrónica” provocada por
los debates teológicos y que había supuesto la desaparición de los fundamentos
mismos del conocimiento revelado y natural. (Popkins: 175) Recordemos
que Descartes expresó en numerosas ocasiones una gran preocupación por el escepticismo de la época y que, en su obra,
la búsqueda de la verdad se presenta como una conquista sobre la duda. (Verdan:
85)
Sólo en este contexto de refundación
radical y de voluntad de diálogo interreligioso pueden entenderse los tres sueños racionalistas:
formar un método racional, una lengua exacta y una ciencia unificada. Sueños
que se unen en el único proyecto de purificar las operaciones de la razón
humana descontextualizándolas; esto es, divorciándolas de situaciones
históricas y culturales concretas. (Toulmin 2001: 153)
Sin embargo, el triunfo del racionalismo “moderno” sobre el razonabilismo
escéptico humanista supuso, según Toulmin, un abandono de los aspectos
prácticos de la filosofía. Las matemáticas y la física se convirtieron en el
modelo cognoscitivo a seguir de modo que, a partir de 1630, la filosofía dejará
en un segundo plano los detalles particulares, concretos, temporales y locales
de los asuntos humanos para privilegiar un enfoque más abstracto en el que la
naturaleza y la ética deberán adaptarse a teorías atemporales, generales y
universales[16].
(2001, 66)
Según
Bauman este proceso supuso la sustitución de un “lenguaje de la contingencia”,
caracterizado por la tolerancia a la pluralidad del mundo y a su consiguiente
ambigüedad, por un “lenguaje de la necesidad”, caracterizado por su deseo de
encerrar la pluralidad del mundo en fórmulas eternas y universales. Este “furor
simétrico” lleva en su seno el desprecio de lo particular, lo minoritario, lo
excepcional y explica, en parte, muchas de las injusticias que se cometieron
durante la modernidad[17].
La
psicología, la sociología, la política, la antropología y muchas otras
“humanidades” cayeron en la tentación de vestirse con la librea de la física o
las matemáticas y trataron de reducir la inabarcable variedad del mundo a una
serie de esquemas rígidos.
Por otro lado, los rasgos políticos y psicológicos de la modernidad han marcado
decisivamente la forma en que la mayoría de los occidentales tienen de concebir
su identidad, esto es, como algo coherente, homogéneo, lineal e inmutable.
Cosmovisión que, a su vez, se extendió a los no occidentales debido a la
conquista territorial –militar, económica o administrativa- y a la colonización
mental[18].
El
diseño básico de las banderas nos remitiría a esa concepción monolítica y
abstracta de la identidad moderna. Cabe preguntarse, sin embargo, si es posible
imaginar una bandera que no le dé la espalda a la irreductible complejidad de
lo particular. Podemos pensar, por ejemplo, en la nueva bandera de
Bosnia-Erzegovina, que rompe el patrón de las tres barras, que utiliza un
triángulo irregular e invertido y que corta por la mitad dos de las diez
estrellas que aparecen en ella, con el fin de señalar el carácter provisional e
inacabado de su identidad.
Frente al
carácter discreto de las banderas nacionales, la bandera gay podría ser un buen
ejemplo de voluntad por responder al carácter continuo realidad. Otros intentos de diseñar banderas respetuosas
con la irreductible complejidad identitaria existente en el mundo serían las
banderas de Human Rights (en cuyo centro se halla un símbolo de igual), del
pacifismo (un rectángulo blanco) o de ATTAC (un símbolo de porcentaje de color
rojo –que hace referencia a su reivindicación por instaurar la tasa Tobin-
sobre un fondo blanco –que remite a su apuesta por el pacifismo-). Asimismo, en
la bandera de la ONU vemos un esfuerzo por romper con el eurocentrismo ya que
el mapa mundi representado toma como ángulo el polo norte, rompiendo con la
dinámica representativa norte/sur. La bandera olímpica, por otro lado, no sólo
está formada por cinco aros, que simbolizan los cinco continentes, sino que
también utiliza cinco colores (azul, amarillo, negro, verde y rojo), cada uno
de los cuales aparece, por lo menos una vez, en la bandera de todas las
banderas nacionales[19].
Que dichas
banderas caigan en las mismas funciones identificativas y limitativas que las
demás banderas no debería ser visto como un problema ya que los problemas
tienen solución y el hecho de que nuestras palabras y conceptos simplifiquen
hasta cierto punto la realidad es inevitable. Lo que sí podemos intentar es ampliar
el ángulo de representación y, en todo caso, estar siempre alerta gracias a un
proceso de dialéctica negativa como el que Adorno proponía. Lo que supondría,
por lo menos, una constante renovación de todas las insignias identitarias[20].
Finalmente,
señalar que la
forma de las banderas también nos da información acerca de la pobreza estética
de una cosmovisión nacionalista que subordina el criterio estético al geográfico y
simplifica y empobrece el mundo en vez de dar cuenta de su irreductible ambigüedad.
Ciertamente, existe una relación entre unas banderas compuestas de tres o
cuatro manchas de colores básicos combinados con el mero objetivo de ser chillonas
y los personajes planos y argumentos alegóricos de la poesía, la novela o el
cine patriótico.
Conclusión
Aunque las banderas, como los
himnos nacionales, mapas-iconos o literatura patriótica, no son más que
epifenómenos de un proceso cultural, social y político mayor: el nacionalismo; el
estudio de su génesis, difusión y morfología nos ofrece una importante cantidad
de material empírico para cerrar el proceso hipotético-deductivo con el que
intentamos comprender el nacionalismo.
Por otro lado,
como me gustaría haber mostrado en este artículo, una estilística comparada de
este tipo de expresiones nacionalistas no tiene sólo un carácter descriptivo
sino también destructivo ya que, en sí misma, supone una reducción al absurdo
de las premisas principales de dicha ideología.
BIBLIOGRAFÍA
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Pre-Textos, 2004.
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[1] Presentación
leída el 13 de octubre de 2006 en
[2] Entre
las críticas prácticas del posnacionalismo nos hallaríamos con argumentos como
los que afirmarían que el estado-nación es un espacio privilegiado para que se
desarrolle la tendencia totalitaria de la modernidad; que la responsabilidad
moral y política tiene un alcance universal que, en ningún caso, debe verse
limitado por las fronteras nacionales; que no es posible fundar la legitimidad
del poder en la soberanía nacional ya que una buena parte de la población nunca
va a poder ser considerada “nacional” en términos culturalistas o identitarios;
o que las fronteras nacionales y el nacionalismo no son más que instrumentos de
legitimación del status quo mundial.
Entre las críticas de tipo estético nos encontraríamos con argumentos como los
que afirman que la cosmovisión nacional representa un freno a la renovación y
al intercambio de las ideas y de las formas; un empobrecimiento de las
capacidades críticas, al subordinar el criterio estético al geográfico; y una
simplificación del mundo que empobrece una literatura que debería dar cuenta de
su irreductible ambigüedad. Entre las críticas de tipo teórico nos
encontraríamos con argumentos como los que afirman que el esencialismo
nacionalista no da cuenta de un mundo plural y complejo; o los que consideran
que lo que Beck ha dado en llamar “la mirada nacionalista” no presenta la más
mínima adecuación con la realidad; o los que acusan al nacionalismo de tratar
de resucitar el “dios muerto” de la fundamentación trascendente de los
conceptos de verdad, belleza y justicia.
[3]
Éste
es el más duro golpe que hayan podido sufrir jamás los hombres puesto que no
consiste en la negación de un sistema de ideas determinado que, en el peor de
los casos puede llegar a ser sustituido por otro, sino en la negación de la
posibilidad misma de que exista un solo sistema de ideas mínimamente
fundamentado. Es normal que para referirse a un hecho tan grave Nietzsche
hablase de “muerte de Dios”.
[4]
Según Held el estado-nación se establece como modelo
hegemónico europeo en la paz de Westfalia, en 1648. Las guerras de religión
habían asolado el continente durante décadas y se sentía la necesidad de
superar la idea de que las poblaciones debían ser homogéneas en términos de
religión (cuius regio, eius religio) así como aquella forma política
según la cual el poder político era local y personal aunque subordinado a una
autoridad imperial. Lo cierto es que aunque el modelo westfaliano no acabó
inmediatamente con el carácter transnacional de los imperios, sí sentó las
bases de una concepción del derecho internacional basada en la soberanía y
derecho a la autodeterminación de los estados. Con la Revolución Francesa este
modelo dará lugar a un proceso de centralización del poder político, de
expansión de la administración estatal, de desarrollo de una diplomacia
profesional y de monopolización de los medios de coerción en manos del estado.
Según Anderson este proceso se verá completado por la confluencia de la
imprenta y el capitalismo, que permitieron la difusión masiva de periódicos y
novelas en sectores cerrados de población dando lugar a comunidades imaginadas,
esto es, ficciones compartidas de cohesión social, cultural e identitaria. (67)
La
colonización y el imperialismo difundirán este modelo por todo el planeta de
forma indiscriminada, lo que más tarde dará lugar a todo tipo de disfunciones
políticas, hecho sobre el que reflexionarán tanto en sus ensayos como en sus
obras literarias autores postnacionales como Maalouf, Rushdie o Soyinka. Pero
no será hasta los “Catorce puntos” de Woodrow Wilson, redactados a finales de
la Primera Guerra Mundial, que se considere que el sistema moderno de
nación-estado halla su expresión más madura. En él se reafirma el principio
westfaliano de autodeterminación nacional, aunque ya en coordinación con el
internacionalismo de la recién fundada Liga de las Naciones. Según Diedisheim,
la resistencia de los países a renunciar a ciertas parcelas de soberanía
nacional así como la reacción fascista y comunista contra una primera
globalización desbocada que había destruido el tejido social y la capacidad
paliativa del estado, tal y como señaló Polanyi en La gran transformación,
desembocarán en la Segunda Guerra Mundial.
La Gran
Guerra supondrá la total desacreditación del nacionalismo como teoría e
ideología política –desacreditación que se materializará en la creación de un
nuevo género literario como es el de la literatura antibélica de un Remarque,
Céline, Hasek, Vonegut o Trumbo-, y dará lugar a la creación de todo tipo de
organizaciones y acuerdos internacionales cuyo objetivo será evitar que vuelva a
darse una conflagración mundial. Este proceso de internacionalización de la
política unido a la consolidación de mercados internacionales y a la formación
de dos bloques mundiales equilibradamente enfrentados, supondrá una fuerte
erosión de la capacidad de decisión de los estados-nación.
Hoy en
día son muchos los autores que afirman que en las últimas décadas ha acabado de
consumarse la desterritorialización de la política y anuncian no tanto la
muerte del estado nación como su sometimiento a un orden nuevo, orden político
que Negri y Hardt llamarán “imperio”, Zolo “paradigma posmoderno” y Habermas
“constelación postnacional”. Cabe señalar, sin embargo, que muchos de los
entusiastas de la muerte del estado-nación sólo buscan aplicar la premisa
neoliberal de la primacía de la economía sobre la política, tratando de
facilitar el advenimiento de un sistema político postnacional en el que no
exista más que un orden político minimalista donde todo esté determinado por
una difusa red de intercambios económicos. A esto se refiere, precisamente,
Stiglitz cuando afirma que el actual rumbo de la globalización nos está
llevando hacia un gobierno global sin estado global. (47)
[5] A modo de
anécdota destacar que la FIFA cuenta con 207 asociados.
[6] Lo curioso es
que esos mismos fenómenos están recrudeciendo la creencia nacionalista, con lo
que cada vez se da un mayor desencuentro entre el sistema político hegemónico y
la realidad. Este hecho nos lleva a afirmar que nos hallamos en una época de
nihilismos nacional.
[7] La
inglesa/escocesa: Inglaterra, US...; la tricolor de los Países Bajos: Lituania,
Armenia, Hungría, Rusia...; la bandera roja (comuna de París): Unión Soviética,
Bielorusia, Vietnam, Mongolia...; la tricolor francesa: Italia, Irlanda,
Mexico, Tailandia, Rumanía...; la panafricana: Malawi, Chad, Jamaica, Marcus
Garvey...; la cruz escandinava: Dinamarca, Suecia, Finlandia...; la bandera
Miranda: Colombia, Venezuela, Ecuador; la bandera Belgrano: Argentina, Uruguay,
y paises de Centroamérica; la luna creciente con estrella: Turquía, Túnez,
Pakistán...; las naciones unidas: Chipre, Micronesia, Somalia, Eritrea,
Cambodja; la bandera de
[8] En
muchos países existen leyes que prohíben profanar, manipular e, incluso, tocar
la bandera, de modo la sustitución de las mismas debe ser realizada por un
representante del estado y siguiendo un protocolo muy estricto. Esto ha
provocado que en muchos países cuelguen jirones de banderas en muchas fachadas.
Este tipo de absurdo que nos recuerdan tanto a la Revolución Cultural China,
cuando no podía profanarse la foto de Mao pero ésta aparecía en todos los
periódicos, de modo que éstos se acumulaban en las casas llegando a ocupar
habitaciones enteras, como a la prohibición de representar a Mahoma o profanar
otro tipo de objetos sagrados.
[9] Para
Gellner y Deutsch los nacionalismos nacen también del
choque que vivieron las sociedades agrarias con la modernidad, proceso durante
el cual las funciones espirituales, culturales y sociales que hasta entonces
cumplía la religión pasaron a ser cumplidas por el nacionalismo.
[10] Bismarck
decía que “cualquier nación que quiera asegurar su duración y demostrar su
derecho a la existencia, debe descansar sobre una base religiosa”.
[11] También,
para Bastide los mitos son respuestas a fenómenos de desequilibrio social, a
tensiones en el interior de las estructuras sociales, como pantallas en las
cuales el grupo proyecta sus angustias colectivas.
[12] Dirá
Montaigne en sus Ensayos: “Lamentable es que así nos engañemos a
nosotros mismos con nuestras propias invenciones y niñerías: “Temen lo que
ellos mismo inventaron” (Lucano, I, 486) De parecido modo los niños se
amedrentan del compañero a quien ellos mismos han tiznado el rostro: “Nadie tan
desgraciado como el hombre, dominado por sus ficciones propias”.” (448)
[13] No
hace falta decir que el “rostro” del que habla Levinas puede ser entendido de
forma literal, como sucede, por ejemplo, en el pasaje de La escritura o la
vida, de Semprún, donde el protagonista no puede matar a un soldado enemigo
porque le ha visto el rostro y le ha oído cantar una canción que él también
conoce; o “simbólico”, esto es cultural, como sucedió, por ejemplo, en las
limpiezas étnicas de Ruanda o los Balcanes.
[14]
Cabe añadir que esta misma reducción al absurdo de las diferencias entre
naciones puede aplicarse a las diferencias supuestamente inconmensurables que
se le atribuyen a las civilizaciones. Dejando a un lado lo difícil que resulta
definirlas, todos concederán que hoy en día existen unas 8 o 9 civilizaciones
que, sumadas a las que existieron en el pasado, llegan a ser unas 30 o 40
civilizaciones. Nuevamente, no tiene sentido plantear que existan tantas
maneras básicas y radicalmente diferentes, de ver, sentir, pensar y actuar.
[15] La
idea de que la globalización es el resultado de las tendencias estructurales
del sistema capitalista tiene su origen en las teorías marxistas acerca de la
relación intrínseca entre capitalismo y expansión. Dice Marx en los Grundrisse
que todo límite es vivido por el capital como una barrera que hay que
superar, de modo que es posible afirmar que la creación de un mercado mundial
es resultado de una tendencia estructural del capital mismo. Esta idea, que
Marx desarrollará en otros muchos de sus textos, será recogida por pensadores
marxistas como el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein, quien también
se verá influido por Braudel a la hora de elaborar su teoría del moderno
sistema mundial, así como por pensadores neoliberales como Fukuyama, quien en un
giro hegeliano identificará lo que considera realidad –la supuesta fatalidad de
la expansión global del capitalismo- con la razón –su justificación política y
moral.
[16] La modernidad
supondrá un abandono de los cuatro tipos básicos del saber práctico: el oral;
el particular; el local; y el temporal. El primero de estos cambios es el que
va de lo oral a lo escrito. Recordemos que antes de 1600 tanto
la retórica como la lógica se consideraban ámbitos legítimos de la filosofía.
Sin embargo, a partir de Descartes se empieza a valorar la solidez o validez de
los “argumentos” como algo referido no a una manifestación pública ante un
público concreto sino a una concatenación de afirmaciones escritas cuya validez
descansaba en sus relaciones internas. Las cuestiones “retóricas” vuelven a ser
concebidas como meros trucos fraudulentos del debate oral que, indirectamente,
queda contaminado de irracionalismo. De este modo, la retórica dejará paso a la
lógica formal, lo que explica que la filosofía moderna busque eliminar todo
rastro de oralidad o dialogismo para tratar de escribir en un estilo apodíctico
que recuerde a las demostraciones matemáticas. (Toulmin 2001: 60)
El
segundo de estos cambios es el que va de lo particular a lo universal.
Ciertamente, los medievales y renacentistas se interesaban por los casos
concretos y trataban de hacer caso de la abierta actitud metodológica de un
Aristóteles según la cual cada ciencia debía adaptarse al grado de certidumbre
que su objeto podía ofrecer así como todo juicio debe ser elaborado teniendo en
cuenta las circunstancias particulares de cada caso concreto. En su obsesión
por la total certidumbre, el racionalismo cartesiano desprestigió las
“ciencias” cuyo objeto no permitiese un elevado grado de generalización. De
este modo, en la modernidad los casos concretos dejarán paso a los principios
universales. (Toulmin 2001: 62)
El
análisis del tercero de estos cambios, que va de lo local a lo general, resulta
de especial interés para nuestro trabajo. Los humanistas del siglo XVI encontraron
una importante fuente de material en la etnografía, la geografía y la historia,
disciplinas en las que tiene sentido utilizar el método de análisis geométrico.
Sin embargo, así como a los etnógrafos no les incomodan las inconsistencias
descubiertas en las costumbres jurídicas de los diferentes pueblos, los
filósofos del XVII sintieron que debían descubrir los principios generales que
rigen todas y cada una de las disciplinas, de modo que en el proceso de
consolidación de la filosofía moderna la atención por la diversidad concreta
dejó paso a la obsesión por los axiomas abstractos. Esta misma desatención por
lo local nos permite comprender el desprecio que la modernidad ha mostrado
siempre hacia las minorías. Para los pensadores modernos estas “particularidades
colectivas” son desviaciones que deben ser reconducidas a la normalidad
establecida por unas reglas universales que sólo pueden ser establecidas a
priori, esto es, de espaldas a la compleja pluralidad del mundo. (Toulmin 2001:
63-64)
El cuarto
de estos cambios va de lo temporal a lo atemporal. Recordemos que los modelos
cognoscitivos de los humanistas eran la medicina y el derecho ya que en ellos
“el tiempo es esencial” y los casos se dilucidan, tal como decía Aristóteles, pros
ton kairon, esto es, “según lo exija la ocasión”. Pensemos, por ejemplo,
que el capitán de un barco que quiere girar 10 grados a babor no sólo necesita
un conocimiento matemático para efectuar el giro sino también un conocimiento
temporal que le permita saber cuándo debe efectuarlo. Sin embargo, a partir de
Descartes, la atención se centrará en aquellos principios atemporales que rigen
todas las épocas por igual. De modo que lo transitorio dejará paso a lo
permanente. (Toulmin 2001: 65) En efecto, la modernidad establecerá un eje
temporal lineal y universal en función del cual ordenará jerárquicamente todas
las culturas existentes. Como dice Fontana en Europa ante el espejo,
“Occidente” se impone como el “fin del tiempo”, esto es, el estadio último al
que todas las culturas deben tender si no quieren quedarse “rezagadas”. Este
último estadio se convierte en el único calendario válido. Esto supone, de
alguna manera, una abolición del tiempo concreto en aras de una eternidad
racionalista.
[17] Lo cierto es
que aunque esta voluntad de descontextualización y de
abstracción respondía en su momento a un intento de hallar una filosofía que no
pudiese ser cooptada por ninguna de las facciones religiosas en contienda
–desplazando el criterio del ámbito religioso e histórico al ámbito abstracto-,
esta voluntaria destención por lo particular acabó teniendo consecuencias muy
negativas, tal y como señalan autores como Weber, Adorno, Horkheimer o Bauman.
[18] En la tercera
parte de Cultura e imperialismo, Said
desarrolla la teoría de que existe una cierta retroalimentación entre el
esencialismo imperialista y el nacionalismo antiimperialista. Ciertamente el
esencialismo y el etnocentrismo no son inventos exclusivos de “Occidente”
aunque sí parece serlo su institucionalización nacionalista.
[19] Más atrevidos
aunque no menos interesantes a la hora de reflexionar acerca de otras formas y
representaciones vexilológicas de imaginar la identidad son las banderas
ficticias como, por ejemplo, Alianza Terrestre, Colonias Unidas de Marte,
Rebelión en
[20] Así como los
equipos de fútbol cambian cada cierto tiempo el diseño de su
camiseta sin que ello suponga un problema identificativo, también los países
podrían renovar el diseño de sus insignias nacionales con
el objetivo de que los cambios que puedan haberse producido en dicha sociedad
–llegada de inmigrantes, secularización religiosa, nacional o racial- no queden
obviados en los procesos de identificación colectiva.
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