REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


UNA ESTILÍSTICA DE LAS BANDERAS[1]

Bernat Castany-Prado

(Georgetown University)

 

 

 

Abstract: "In this paper I study the main characteristics of a new discipline we could call "flag stylistics" which can be considered as a part of a "nationalism stylistics". Following Barthe's idea that any reality can be analyzed as if it was a text, and the basic tenet of stylistics, that affirms that there always exists a complex and reciprocal relation between form and content, I explore what morphology, uses and history of flags can tell us about nationalism as an ideology."

Palabras claves: Posnacionalismo. Nacionalismo. Estilística. Ideología. Globalización.

 

Resumen: En este artículo esbozo los rasgos principales de lo que he dado en llamar una estilística de las banderas, que formaría parte, a su vez, de una estilística del nacionalismo. Partiendo del tópico barthiano que afirma que cualquier cosa puede ser analizada como si fuera un texto; y de la premisa básica de la estilística, según la cual existe una relación –compleja y bilateral- entre forma y contenido; voy a tratar de ver qué es lo que la morfología, uso e historia de las banderas, himnos nacionales, mapas-icono, poemas patrióticos y otros elementos del universo semiótico nacionalista pueden decirnos acerca de dicha ideología.

 

 

I

Para saber hacia qué contenido nos dirigimos desde el análisis de las formas propuestas, cabe aventurar cuál es nuestra idea inicial de nacionalismo. Dejando a un lado que existen diferentes tipos de nacionalismo, trataremos de aventurar una definición mínima y provisional que guíe de forma flexible nuestro análisis.

En un principio, entenderemos que el nacionalismo no es sólo una teoría política que afirma que la única unidad político-social posible es el estado-nación y que debe existir una total congruencia entre la unidad nacional y la unidad política; sino también una cosmovisión, esto es, una manera de intuir y comprender la realidad, que afirma que las fronteras nacionales son relevantes en los ámbitos ético, estético y cultural.

Debemos tener en cuenta que la estilística de las banderas no tiene un carácter meramente descriptivo sino también, quizás sobre todo, destructivo. Con ello no pretendo decir que vaya a realizar un uso sesgado de este tipo de estudio sino que, por un lado, la mera tematización de aquellos elementos que han sido automatizados o naturalizados por la ideología nacionalista, conlleva una erosión y debilitamiento de los mismos; y, por el otro, que la mera descripción comparatista de este tipo de expresiones de la diferencia revela una igualdad profunda tal que resulta ser, por sí misma, una reducción al absurdo de dicha ideología.

El carácter intrínsecamente destructivo de la estilística del nacionalismo nos lleva a reconocer que la estilística de las banderas sólo puede formar parte de lo que autores como Beck, Said o Habermas han dado en llamar giro posnacional o posnacionalismo, esto es, el conjunto de teorías, propuestas y prácticas filosóficas, políticas o artísticas que tratan de desmantelar y/o trascender el nacionalismo desde diversos lugares ideológicos y con diversos resultados.

El posnacionalismo se constituiría de dos momentos: uno destructivo, que trataría de desmantelar la cosmovisión nacionalista, en particular, y el fundamentalismo filosófico, en general, y otro constructivo, más diversificado y endeble, en el que se propondrían alternativas teóricas, políticas y estéticas de corte posnacional. La estilística del nacionalismo pertenecería al momento destructivo del posnacionalismo, resultando ser un verdadero arsenal para las críticas de corte práctico, filosófico y estético que suelen lanzarse contra el nacionalismo[2].

Cabe señalar, asimismo, que el giro posnacional es, a su vez, subconjunto del giro posmoderno ya que, por un lado, el posnacionalismo trata de completar y superar la crisis epistemológica y metafísica del fundamento, que nos ha dejado sin un afuera trascendente –religioso, filosófico o identitario- al que apelar[3]; y, por el otro, el posnacionalismo como expresión de la crisis fáctica e ideológica del estado-nación es uno de los procesos centrales de la posmodernidad por la sencilla razón de que el estado-nación es uno de los elementos centrales de la modernidad (Cf. Polanyi, Kuhn, Lyotard, Beck, Habermas, Toulmin).

Ciertamente ya existe una disciplina que estudia las banderas, estandartes y pendones. Se trata de la vexilología, término usado por primera vez en 1957 por Withney Smith, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale. Dicha disciplina se compone básicamente de dos ramas: la vexilonomía, que estudia el uso conforme a las costumbres, lugares, épocas y legislaciones; y la vexilografía, que estudia tanto la forma de las banderas como sus parámetros de descripción.

Sin embargo, la vexilología no pretende ser más que una disciplina descriptiva y en ningún momento se cuestiona el significado profundo de su objeto de estudio. Por así decirlo, la vexilología sólo estudia el significante -formas, usos y sentidos superficiales-pero no el significado: la ideología nacionalista. Pero, como señalamos más arriba, el carácter descriptivo de las insignias nacionales es, en sí mismo, destructivo, de modo que es mínimo el esfuerzo interpretativo que debemos realizar para ilustrar o generar un gran número de argumentos que debiliten las pretensiones esencialistas de todo nacionalismo. A continuación trato de mostrar qué es lo que el estudio de la historia, la forma y los usos de las banderas pueden enseñarnos acerca del nacionalismo.

 

II

En lo que respecta a la historia de las banderas constatamos que el nacionalismo es un fenómeno muy reciente. Recordemos que una de las tres paradojas con las que Anderson inicia Comunidades imaginadas es aquella que surge de la tensión existente entre el carácter reciente que la nación tiene en opinión de los historiadores y la antigüedad que le atribuyen los nacionalistas. Ciertamente, si no nos dejamos confundir por el hecho de que muchas de las banderas nacionales hayan utilizado elementos de vexiloides, blasones, escudos de armas o marcas primitivas de monedas o sellos, la mayor parte de las banderas nacionales fueron creadas a mediados del siglo XIX[4].

Centrémonos, por ejemplo, en el proceso de formación de la bandera española. A finales del siglo XVIII Carlos III quiso reducir las lamentables confusiones que se producían en las batalles navales por la sencilla razón de que la mayoría de los pendones militares de la época eran de color blanco. Para ello convocó un concurso cuyo objetivo era diseñar una bandera que fuese visible a gran distancia. El diseño ganador fue declarado reglamentario para las Marina de Guerra y Mercante en un Real Decreto de 1785. Sin embargo, en todos los demás ámbitos se siguieron utilizando una enorme variedad de banderas. Aunque durante la guerra de independencia empezó a popularizarse la bandera bicolor, con el objetivo de diferenciarla de las banderas blancas del ejército de José Bonaparte, no fue hasta el reinado de Isabel II que mediante un Real Decreto de 1843 se dispuso la sustitución de todas las enseñas del Ejército por lo que hoy conocemos como la bandera española.

Por otro lado, de un proceso histórico como el aquí descrito podemos reflexionar acerca del carácter contingente –podría haber ganado el concurso otro diseño- e, incluso, ridículo –ganó la bandera más chillona, ergo, la más fea -, de la mayoría de los elementos que conforman todo universo nacional y que tienden a presentarse como eternos y necesarios. Por otro lado, la historia de las banderas también nos ayuda a desmitificar o, como mínimo, a ilustrar el carácter convencional, cuando no arbitrario, de unos símbolos que tratan de ser presentados como una creación divina o una exudación de esencias metafísicas trascendentes.

Asimismo, el mero hecho de que sea posible historiar las banderas implica que hubo una época en la que éstas no existieron. De este modo, quedaría refutado uno de los principales argumentos del nacionalismo: que no pueden existir comunidades sin que las aglutinen símbolos nacionales. Lo cierto es que la premisa mayor de este argumento, estrechamente relacionada con el clásico argumento teológico de la necesidad de creencia universal en dios, es manifiestamente falsa. Razón por la cual, del mismo modo que los jesuitas falsearon su presentación al mundo occidental de la cultura china, presentándola como una cultura teísta, también la historiografía moderna, que como la mayoría de las ciencias sociales se formó como disciplina en una época de hegemonía nacionalista, ha alterado, consciente o inconscientemente, la historia con el objetivo de defender la idea de que es una necesidad universal el sentimiento de pertenencia a una nación.

Por otro lado, el estudio de la génesis de las diversas banderas nacionales nos informa no sólo acerca de las etapas que siguió la expansión y hegemonización del nacionalismo, sino también acerca del modo en como éste se expandió por el mundo, esto es, mediante la conquista y colonización de territorios y mentalidades.

En lo que respecta al primer aspecto podemos constatar que la premisa nacionalista de que a toda nación le corresponde un estado y a todo estado una nación, inició un proceso de constante redefinición de las fronteras y multiplicación de las banderas nacionales que hoy dista mucho de haber acabado ya que son sólo 190[5] las naciones que tienen estado mientras que para que se diese un total cumplimiento de la premisa nacionalista deberían ser, por lo menos, 5000. Este hecho llevará a Hobsbawm a considerar que el nacionalismo es una teoría política que ha fracasado no sólo porque después de dos siglos de guerras de redefinición territorial su premisa básica está lejos de realizarse, sino también porque nuevos fenómenos sociales como la intensificación de los movimientos demográficos o la aparición de las transnacionales han alejado todavía más la posibilidad de que se realice[6].

En lo que respecta al segundo aspecto, puede resultar interesante ver que las diferentes familias en que suelen agruparse las banderas suelen remitirnos –por herencia o reacción- tanto a la existencia de antiguos imperios como a la formación y disgregación de imperios coloniales[7]. Desde este punto de vista, el hall de un hotel de cinco estrellas o la inauguración de unos juegos olímpicos podría ser visto como un esquema de historia mundial.

Más interesante nos parece ver cómo países y culturas (la naturalización del nacionalismo y el culturalismo es tal que estamos obligados a usar los conceptos que ellos nos imponen) ajenos al nacionalismo (lo que no implica decir que los países occidentales estén asociados a él de una forma necesaria, “cultural”) hayan adoptado dicha forma en su lucha contra el imperialismo. Así, pues, del mismo modo que en este párrafo me he visto obligado a hablar de “países” y de “culturas”, la liberación misma de las antiguas colonias implicó una aceptación del sistema político básico de la modernidad occidental: el nacionalismo.

Este hecho llevará a Said a afirmar que el colonialismo exportó el nacionalismo, convirtiendo, de este modo, en una prioridad política, social y psicológica rediseñar las fronteras para que éstas coincidiesen con las naciones recién inventadas. Dicho nacionalismo supuso el “descubrimiento” de un supuesto yo esencial y precolonial, fundamento de conceptos como négritude, indigenismo o arabismo, y aunque cumplió un papel muy importante en la movilización social por la independencia de muchas de estas ex colonias, estableció una relación de dogmatismo complementario con el nacionalismo metropolitano dando lugar a proyectos de construcción nacional que buscaban eliminar toda ambigüedad identitaria y a organizaciones y discursos políticos que facilitaron la aparición de élites sociopolíticas “nacionales” fácilmente cooptables por las dinámicas poscoloniales.

Asimismo, si una de las principales preocupaciones de la Europa del XIX fue justificar el imperialismo orientalizando a los países no europeos, recoger el guante de la apología de la propia esencia nacional o civilizatoria es caer en la trampa orientalizante. Por esta razón, cree Said, sería más interesante desactivar de forma general este tipo de doctrinas esencializantes.

Así, pues, el hecho de que todos los países del mundo tengan banderas de formas y colores parecidos nos remite a una homogeneización forzosa de la morfología de las unidades políticas. Homogeneizacion problemática, de intención más administrativa que política, sorda a las particularidades culturales, sociales y políticas de cada uno de los países en cuestión. No se trata, sin embargo, de afirmar que el estado-nación es una forma natural en “Occidente” y artificial en el resto de países. Las graves tensiones europeas de origen nacionalista –xenofobia, irredentismo, guerras mundiales- parecen sugerir que dicha ideología es igualmente conflictiva para cualquier territorio dado.

 

III

Pasemos a hablar de qué información nos proporciona acerca del nacionalismo la vexilonomía o análisis de los usos de las banderas. Para empezar, todas las banderas tuvieron en un origen una triple función militar: ceremonial (dice a los demás quien es quien), práctica (marca la posición del jefe y sirve de referencia para realizar las maniobras en el combate) y espiritual (en la tela se representan los símbolos de lo que se dice defender).

Este hecho puede servirnos para ilustrar tanto el origen militar del diseño (guerras, tratados, matrimonios) y mantenimiento (policía de inmigración) de las fronteras, como para dar lugar a toda una serie de reflexiones acerca del estado-nación como lugar privilegiado para que se desarrolle la tendencia totalitaria propia de la modernidad.

Por otro lado, tal y como afirma Diedisheim en Les patries, la bandera no es un símbolo estático sino que rápidamente se carga de “alma” o “aura” por el mero hecho de que haya gente que haya muerto por defenderla. Decía Renan en sus textos sobre el nacionalismo que “amamos en proporción de los sacrificios que hemos consentido y de los males que hemos sufrido.” Por su parte, Maurice Barrés afirmaba que “la patria era la tierra y los muertos”.

Nos hallamos ante una especie de síndrome de Estocolmo colectivo en el que la causa y objeto de sufrimiento y sacrificio acaba engendrando un sentimiento de afecto tanto más intenso cuanto mayor haya sido el dolor que haya provocado. Por esta razón la literatura antibélica, que coincide en muchos aspectos con la literatura postnacional, se niega a darle sentido a los horrores de la guerra y se obstina en presentarla como el absurdo que es. Al fin y al cabo cualquier teodicea de la guerra supondría una justificación indirecta de la misma. La bandera es, precisamente, el tótem que en el que se recicla el sufrimiento de la guerra en lealtad nacional.

Asimismo, la legislación y protocolo que suele gestionar el uso y tratamiento de las banderas es tan respetuoso y reverencial que no es posible no notar su carácter sagrado. Dicha legislación puede llegar a invadir derechos como el de libertad de expresión y supone un verdadero agujero negro en el supuesto laicismo de toda democracia[8].

Este hecho nos lleva a reflexionar acerca de la necesidad de ampliar el término secularización para que no sólo afecte a elementos religiosos sino también nacionales. Según Anderson, al debilitar el racionalismo secular ilustrado la religión pero no los sufrimientos que ésta explicaba, esto es, la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte, se necesitó una transformación secular de la muerte en continuidad y de la contingencia en sentido[9]. Esto explicaría algunas de las similitudes existentes entre nacionalismo y religión: ambas hunden sus raíces en un pasado inmemorial; ambas se proyectan en un futuro ilimitado, sea el cielo o la memoria histórica de la nación; y ambas tratan de convertir lo contingente en necesario con mecanismos del tipo “es accidental que yo sea Francés pero Francia es eterna”. Por esta razón para Anderson el nacionalismo no es tanto una ideología política autoconsciente como un sistema cultural que continúa cumpliendo la función que realizaba antes la religión[10].

La afinidad entre nacionalismo y religión parece confirmarse cuando vemos que hoy en día se están utilizando un gran número de expresiones religiosas (converso, tibio, hereje) para referirse a los diferentes grados y procesos de adscripción nacional.

Algunas de las discusiones acerca de la conveniencia o inconveniencia de que los inmigrantes muestren su disposición a “convertirse” o “integrarse” a la nacionalidad del país de acogida mediante rituales como el aprendizaje del himno, la jura o exhibición de la bandera, etc. nos recuerdan inevitablemente a las discusiones acerca de la conveniencia de isomorfismo entre los ciudadanos y sus adscripciones religiosas que durante el siglo XVII desembocaron en interminables guerras de religión que sólo vieron su fin cuando el tratado de Westfalia de 1648 impuso un nuevo tablero de juego: el del estado-nación. Coincido, pues, con Jean Diedisheim en que el estado-nación que en su momento tuvo su función como sustituto de la monarquía, el imperio o la teocracia, hoy no es más que una identidad estratégica fosilizada que está dando lugar a problemas de idéntica naturaleza a los que en su momento vino a solucionar.

Otra característica interesante del uso de las banderas es su fluctuante omnipresencia, determinada tanto por situaciones de anomia, provocadas por un sentimiento generalizado de crisis social y cultural, como por las tensiones y enfrentamientos entre naciones vecinas o interpenetradas.

En lo que respecta al primer caso recordemos las teorías de Raoul Girardet quien, en su libro Mythes et mythologies politiques (1983), afirma que en momentos de crisis en los que se producen rupturas bruscas del entorno cultural o social, una aceleración brutal del proceso de cambio histórico o la desagregación de mecanismos de solidaridad y de complementariedad ordenadoras de la vida colectiva, se dan situaciones de vacío, inquietud, angustia o contestación a las que el imaginario colectivo trata de responder generando nuevos mitos o reavivando aquellos que permanecían latentes. Este aumento de la actividad del imaginario colectivo da lugar a la formación de constelaciones míticas que, en oposición a una sociedad desarticulada en la que el individuo a solas no puede hacer más que constatar y sufrir su impotencia y aislamiento, generan modelos de comunidad fuertemente integradoras en las que se halla el calor y la fuerza de las viejas solidaridades desaparecidas[11]. Para Girardet las cuatro constelaciones míticas básicas serían las de la conspiración, la unidad, la edad de oro y el líder salvador.

Desde este punto de vista, la intensificación del uso y exhibición de las banderas podría ser entendida como síntoma de una situación de anomia. Efectivamente, muchos autores relacionan el actual recrudecimiento del nacionalismo con una situación de anomia mundial. Recordemos, por ejemplo, la interpretación que realiza Habermas, en La constelación posnacional, de la hipótesis central de La gran transformación, de Karl Polanyi, esto es, que el proceso globalizatorio actual podría colapsar, como ya lo hizo durante las dos guerras mundiales, debido a que la situación de anomia causada por los costes sociales provocados por el capitalismo desbocado de la globalización está provocando un endurecimiento de las identidades y un peligroso resurgimiento de las cuatro constelación míticas arriba señaladas.

Existe, a su vez, toda una serie de usos de la bandera como envolver a los muertos con ella o pintársela en la cara que nos remiten a una concepción monolítica de la identidad.[12] Según Maalouf, la identidad es lo que hace que uno no sea idéntico a nadie. (16) Ser francés, por ejemplo, me hace ser “idéntico” a unos cincuenta millones de personas. Si a ello le añado, por ejemplo, que soy mujer, pasaré a ser “idéntico” a unos veinticinco millones de personas. Cada nuevo ingrediente identitario me hará ser “idéntico” a menos personas, hasta que llegue un momento en que no sea “idéntico” a nadie más que a mí mismo. Cabe añadir que cada persona no sólo presenta una lista diferente de ingredientes identitarios, que podemos llamar “identimemas”, sino que, además, éstos nunca se encuentran en la misma cantidad o intensidad ya sea por cuestiones biográficas –un serbio casado con una bosnia tratará de darle menos importancia a su identimema nacional que un serbio casado con una serbia; sociales -en una sociedad racista el identimema “negro” será mucho más importante que en una sociedad igualitaria-; o coyunturales –un irlandés será siempre “más irlandés” ante un inglés que ante otro irlandés -. Una concepción monolítica de la identidad tiende a elegir una sola de esas pertenencias como esencial dando lugar a un “eclipse identitario”, perfectamente simbolizado por el rostro pintado con una bandera.

El eclipse identitario puede tener consecuencias políticas muy graves. Recordemos cómo para el Levinas de Totalidad e infinito el descubrimiento de la humanidad del otro se realiza a partir de su rostro. Perder de vista el rostro de los demás supone deshumanizarlos, con todas las consecuencias políticas y filosóficas que ello conlleva[13]. Se hace necesaria, pues, una nueva concepción de la identidad que nos permita asumir armoniosamente nuestras identidades compuestas.

 

IV

A continuación hablaré de aquellas cosas que la forma de las banderas puede indicarnos acerca del nacionalismo. Para empezar podemos hablar de una falsa variedad. No se trata sólo de que son prácticamente idénticas las banderas de Mónaco, Indonesia, Polonia; Rumanía, Chad, Moldavia y Andorra; México e Italia; Guinea y Mali; o Irlanda y Costa de Marfil; sino también de que todas siguen unos mismos patrones de diseño que nos recuerdan, por un lado, que tanto en éste como en otros ámbitos “culturales” las diferencias nacionales son mínimas y, por el otro, que todas ellas están integradas en una única estructura en la que los elementos no tienen significado en sí sino en relaciones de oposición con los demás elementos del sistema.

No tiene sentido, sin embargo, criticar al nacionalismo por proponer una construcción de la identidad basada en la diferencia respecto a la otredad, ya que parece ser ése el mecanismo básico de toda construcción identitaria. Lo que sí podemos plantearnos si el modo que éste tiene de construir la diferencia es más o menos respetuoso con la irreductible complejidad identitaria de la que todos somos partícipes. Lo cierto es que, frente al nacionalismo o culturalismo, que vería al otro como un alius (un radicalmente otro, tercerizado, no susceptible de ser interlocutor) o el imperialismo y el eurocentrismo, que lo vería como un alter ego (como una copia de la propia cultura), podemos imaginar otra manera más adecuada que lo viese como un alter (un otro no alienado ni asimilado). Sin embargo, las banderas no sólo por sus usos, como vimos más arriba, sino también por su forma, como veremos a continuación, representan y fomentan un tipo de construcción identitaria basada en una diferencia alienante.

Por otro lado, de esa identidad profunda a la que nos remite el patrón vexilográfico surge lo que Freud dio en llamar “narcisismo de las pequeñas diferencias”, esto es, la obsesión por diferenciarse de aquello que nos resulta más familiar y parecido. El narcisismo de las diferencias mínimas ha llegado, en ocasiones, a absurdos como el de pretender que cada carácter nacional tiene una manera radicalmente diferente a la de los demás países a la hora de entender y sentir el mundo. En Les patries, Diedisheim se preguntará si existen realmente 180 maneras para el ser humano de actuar, de sentir, de creer, de amar, de odiar o de morir. Pregunta que nos dejará todavía más perplejos si no incluimos sólo las 180 naciones-estado existentes en la actualidad sino también las 5000 naciones que no tienen todavía su propio estado[14].

Cabe señalar que el hecho de que todos los países del mundo hayan adoptado la forma y organización propias del estado nación no es sólo fruto del colonialismos sino también de una de las principales tendencias de la modernidad tardía: la de romper todos los límites y generar un único sistema económico, político y social[15]. Esta tendencia no sólo afecta al ámbito económico sino también a muchos otros ámbitos como el lingüístico, cultural, social, etc.

Un buen ejemplo sería el hecho de que la aparición de un circuito mundial homogeneizado de expresión científica, política y mediática ha hecho que todas las lenguas del mundo realicen un esfuerzo tan grande de homologación conceptual, que podemos afirmar que las diferencias actuales entre dichas lenguas tienden a ser exclusivamente formales –fonología, sintaxis- pero no conceptuales o cosmovisivas –lo que imposibilitaría todo proyecto de traducción automática-. Existe, pues, una tendencia estructural a que todas las lenguas pasen a ser meras hablas de una sola lengua.

Algo parecido podríamos decir de todas las culturas del mundo, que tienden a ser expresiones regionales de una incipiente cultura mundial. Claro está que dicha tendencia parece ser autodestructiva por la sencilla razón de que es imposible que la identidad se forme sin otredad. Esto explicaría, entre otras razones, algunas de las turbulencias culturalistas de nuestra época. 

Por otro lado, el hecho de que una de las principales exigencias formales de las banderas es que sean clara y distintamente identificables evidencia que dicha forma no es más que la proyección de la idea moderna de identidad, basada en el criterio cartesiano de que la verdad o validez de toda idea –valga identidad- es que ésta se nos aparezca de una forma clara y distinta. Vemos, pues, que el reconocimiento e identificación inmediatos que buscan provocar las banderas -también los mapas-icono de los que habla Anderson- nos remiten a una idea de identidad monolítica y homogénea propia de la modernidad.

Según Stephen Toulmin la modernidad tuvo dos inicios. El primero, de corte humanístico, fue protagonizado por figuras como Erasmo o Montaigne, quienes crearon una cultura marcada por la sensatez y la tolerancia religiosa; el segundo, de corte racionalista, fue protagonizado por Descartes y los demás racionalistas del siglo XVII, que renunciaron a la modestia escéptica de los humanistas y buscaron pruebas “racionales” que apuntalaran sus creencias con una certeza neutral respecto a todas las posturas religiosas. (2001: 124)

Lo que la historia oficial de la modernidad considera como “modernidad” no es más que una reacción contra el escepticismo humanista y la “crisis pirrónica” provocada por los debates teológicos y que había supuesto la desaparición de los fundamentos mismos del conocimiento revelado y natural. (Popkins: 175) Recordemos que Descartes expresó en numerosas ocasiones una gran preocupación por el escepticismo de la época y que, en su obra, la búsqueda de la verdad se presenta como una conquista sobre la duda. (Verdan: 85)

Sólo en este contexto de refundación radical y de voluntad de diálogo interreligioso pueden entenderse los tres sueños racionalistas: formar un método racional, una lengua exacta y una ciencia unificada. Sueños que se unen en el único proyecto de purificar las operaciones de la razón humana descontextualizándolas; esto es, divorciándolas de situaciones históricas y culturales concretas. (Toulmin 2001: 153)

Sin embargo, el triunfo del racionalismo “moderno” sobre el razonabilismo escéptico humanista supuso, según Toulmin, un abandono de los aspectos prácticos de la filosofía. Las matemáticas y la física se convirtieron en el modelo cognoscitivo a seguir de modo que, a partir de 1630, la filosofía dejará en un segundo plano los detalles particulares, concretos, temporales y locales de los asuntos humanos para privilegiar un enfoque más abstracto en el que la naturaleza y la ética deberán adaptarse a teorías atemporales, generales y universales[16]. (2001, 66)

          Según Bauman este proceso supuso la sustitución de un “lenguaje de la contingencia”, caracterizado por la tolerancia a la pluralidad del mundo y a su consiguiente ambigüedad, por un “lenguaje de la necesidad”, caracterizado por su deseo de encerrar la pluralidad del mundo en fórmulas eternas y universales. Este “furor simétrico” lleva en su seno el desprecio de lo particular, lo minoritario, lo excepcional y explica, en parte, muchas de las injusticias que se cometieron durante la modernidad[17].

          La psicología, la sociología, la política, la antropología y muchas otras “humanidades” cayeron en la tentación de vestirse con la librea de la física o las matemáticas y trataron de reducir la inabarcable variedad del mundo a una serie de esquemas rígidos.

          Por otro lado, los rasgos políticos y psicológicos de la modernidad han marcado decisivamente la forma en que la mayoría de los occidentales tienen de concebir su identidad, esto es, como algo coherente, homogéneo, lineal e inmutable. Cosmovisión que, a su vez, se extendió a los no occidentales debido a la conquista territorial –militar, económica o administrativa- y a la colonización mental[18].

          El diseño básico de las banderas nos remitiría a esa concepción monolítica y abstracta de la identidad moderna. Cabe preguntarse, sin embargo, si es posible imaginar una bandera que no le dé la espalda a la irreductible complejidad de lo particular. Podemos pensar, por ejemplo, en la nueva bandera de Bosnia-Erzegovina, que rompe el patrón de las tres barras, que utiliza un triángulo irregular e invertido y que corta por la mitad dos de las diez estrellas que aparecen en ella, con el fin de señalar el carácter provisional e inacabado de su identidad.

Frente al carácter discreto de las banderas nacionales, la bandera gay podría ser un buen ejemplo de voluntad por responder al carácter continuo realidad. Otros intentos de diseñar banderas respetuosas con la irreductible complejidad identitaria existente en el mundo serían las banderas de Human Rights (en cuyo centro se halla un símbolo de igual), del pacifismo (un rectángulo blanco) o de ATTAC (un símbolo de porcentaje de color rojo –que hace referencia a su reivindicación por instaurar la tasa Tobin- sobre un fondo blanco –que remite a su apuesta por el pacifismo-). Asimismo, en la bandera de la ONU vemos un esfuerzo por romper con el eurocentrismo ya que el mapa mundi representado toma como ángulo el polo norte, rompiendo con la dinámica representativa norte/sur. La bandera olímpica, por otro lado, no sólo está formada por cinco aros, que simbolizan los cinco continentes, sino que también utiliza cinco colores (azul, amarillo, negro, verde y rojo), cada uno de los cuales aparece, por lo menos una vez, en la bandera de todas las banderas nacionales[19].

Que dichas banderas caigan en las mismas funciones identificativas y limitativas que las demás banderas no debería ser visto como un problema ya que los problemas tienen solución y el hecho de que nuestras palabras y conceptos simplifiquen hasta cierto punto la realidad es inevitable. Lo que sí podemos intentar es ampliar el ángulo de representación y, en todo caso, estar siempre alerta gracias a un proceso de dialéctica negativa como el que Adorno proponía. Lo que supondría, por lo menos, una constante renovación de todas las insignias identitarias[20]. 

          Finalmente, señalar que la forma de las banderas también nos da información acerca de la pobreza estética de una cosmovisión nacionalista que subordina el criterio estético al geográfico y simplifica y empobrece el mundo en vez de dar cuenta de su irreductible ambigüedad. Ciertamente, existe una relación entre unas banderas compuestas de tres o cuatro manchas de colores básicos combinados con el mero objetivo de ser chillonas y los personajes planos y argumentos alegóricos de la poesía, la novela o el cine patriótico.

 

          Conclusión

          Aunque las banderas, como los himnos nacionales, mapas-iconos o literatura patriótica, no son más que epifenómenos de un proceso cultural, social y político mayor: el nacionalismo; el estudio de su génesis, difusión y morfología nos ofrece una importante cantidad de material empírico para cerrar el proceso hipotético-deductivo con el que intentamos comprender el nacionalismo.

Por otro lado, como me gustaría haber mostrado en este artículo, una estilística comparada de este tipo de expresiones nacionalistas no tiene sólo un carácter descriptivo sino también destructivo ya que, en sí misma, supone una reducción al absurdo de las premisas principales de dicha ideología.

 

 

 

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[1] Presentación leída el 13 de octubre de 2006 en la II Hispanic Conference, Johns Hopkins University, Baltimore, MD.

[2] Entre las críticas prácticas del posnacionalismo nos hallaríamos con argumentos como los que afirmarían que el estado-nación es un espacio privilegiado para que se desarrolle la tendencia totalitaria de la modernidad; que la responsabilidad moral y política tiene un alcance universal que, en ningún caso, debe verse limitado por las fronteras nacionales; que no es posible fundar la legitimidad del poder en la soberanía nacional ya que una buena parte de la población nunca va a poder ser considerada “nacional” en términos culturalistas o identitarios; o que las fronteras nacionales y el nacionalismo no son más que instrumentos de legitimación del status quo mundial. Entre las críticas de tipo estético nos encontraríamos con argumentos como los que afirman que la cosmovisión nacional representa un freno a la renovación y al intercambio de las ideas y de las formas; un empobrecimiento de las capacidades críticas, al subordinar el criterio estético al geográfico; y una simplificación del mundo que empobrece una literatura que debería dar cuenta de su irreductible ambigüedad. Entre las críticas de tipo teórico nos encontraríamos con argumentos como los que afirman que el esencialismo nacionalista no da cuenta de un mundo plural y complejo; o los que consideran que lo que Beck ha dado en llamar “la mirada nacionalista” no presenta la más mínima adecuación con la realidad; o los que acusan al nacionalismo de tratar de resucitar el “dios muerto” de la fundamentación trascendente de los conceptos de verdad, belleza y justicia.

[3] Éste es el más duro golpe que hayan podido sufrir jamás los hombres puesto que no consiste en la negación de un sistema de ideas determinado que, en el peor de los casos puede llegar a ser sustituido por otro, sino en la negación de la posibilidad misma de que exista un solo sistema de ideas mínimamente fundamentado. Es normal que para referirse a un hecho tan grave Nietzsche hablase de “muerte de Dios”.

[4] Según Held el estado-nación se establece como modelo hegemónico europeo en la paz de Westfalia, en 1648. Las guerras de religión habían asolado el continente durante décadas y se sentía la necesidad de superar la idea de que las poblaciones debían ser homogéneas en términos de religión (cuius regio, eius religio) así como aquella forma política según la cual el poder político era local y personal aunque subordinado a una autoridad imperial. Lo cierto es que aunque el modelo westfaliano no acabó inmediatamente con el carácter transnacional de los imperios, sí sentó las bases de una concepción del derecho internacional basada en la soberanía y derecho a la autodeterminación de los estados. Con la Revolución Francesa este modelo dará lugar a un proceso de centralización del poder político, de expansión de la administración estatal, de desarrollo de una diplomacia profesional y de monopolización de los medios de coerción en manos del estado. Según Anderson este proceso se verá completado por la confluencia de la imprenta y el capitalismo, que permitieron la difusión masiva de periódicos y novelas en sectores cerrados de población dando lugar a comunidades imaginadas, esto es, ficciones compartidas de cohesión social, cultural e identitaria. (67)

La colonización y el imperialismo difundirán este modelo por todo el planeta de forma indiscriminada, lo que más tarde dará lugar a todo tipo de disfunciones políticas, hecho sobre el que reflexionarán tanto en sus ensayos como en sus obras literarias autores postnacionales como Maalouf, Rushdie o Soyinka. Pero no será hasta los “Catorce puntos” de Woodrow Wilson, redactados a finales de la Primera Guerra Mundial, que se considere que el sistema moderno de nación-estado halla su expresión más madura. En él se reafirma el principio westfaliano de autodeterminación nacional, aunque ya en coordinación con el internacionalismo de la recién fundada Liga de las Naciones. Según Diedisheim, la resistencia de los países a renunciar a ciertas parcelas de soberanía nacional así como la reacción fascista y comunista contra una primera globalización desbocada que había destruido el tejido social y la capacidad paliativa del estado, tal y como señaló Polanyi en La gran transformación, desembocarán en la Segunda Guerra Mundial.

La Gran Guerra supondrá la total desacreditación del nacionalismo como teoría e ideología política –desacreditación que se materializará en la creación de un nuevo género literario como es el de la literatura antibélica de un Remarque, Céline, Hasek, Vonegut o Trumbo-, y dará lugar a la creación de todo tipo de organizaciones y acuerdos internacionales cuyo objetivo será evitar que vuelva a darse una conflagración mundial. Este proceso de internacionalización de la política unido a la consolidación de mercados internacionales y a la formación de dos bloques mundiales equilibradamente enfrentados, supondrá una fuerte erosión de la capacidad de decisión de los estados-nación.

Hoy en día son muchos los autores que afirman que en las últimas décadas ha acabado de consumarse la desterritorialización de la política y anuncian no tanto la muerte del estado nación como su sometimiento a un orden nuevo, orden político que Negri y Hardt llamarán “imperio”, Zolo “paradigma posmoderno” y Habermas “constelación postnacional”. Cabe señalar, sin embargo, que muchos de los entusiastas de la muerte del estado-nación sólo buscan aplicar la premisa neoliberal de la primacía de la economía sobre la política, tratando de facilitar el advenimiento de un sistema político postnacional en el que no exista más que un orden político minimalista donde todo esté determinado por una difusa red de intercambios económicos. A esto se refiere, precisamente, Stiglitz cuando afirma que el actual rumbo de la globalización nos está llevando hacia un gobierno global sin estado global. (47)

[5] A modo de anécdota destacar que la FIFA cuenta con 207 asociados.

[6] Lo curioso es que esos mismos fenómenos están recrudeciendo la creencia nacionalista, con lo que cada vez se da un mayor desencuentro entre el sistema político hegemónico y la realidad. Este hecho nos lleva a afirmar que nos hallamos en una época de nihilismos nacional.

[7] La inglesa/escocesa: Inglaterra, US...; la tricolor de los Países Bajos: Lituania, Armenia, Hungría, Rusia...; la bandera roja (comuna de París): Unión Soviética, Bielorusia, Vietnam, Mongolia...; la tricolor francesa: Italia, Irlanda, Mexico, Tailandia, Rumanía...; la panafricana: Malawi, Chad, Jamaica, Marcus Garvey...; la cruz escandinava: Dinamarca, Suecia, Finlandia...; la bandera Miranda: Colombia, Venezuela, Ecuador; la bandera Belgrano: Argentina, Uruguay, y paises de Centroamérica; la luna creciente con estrella: Turquía, Túnez, Pakistán...; las naciones unidas: Chipre, Micronesia, Somalia, Eritrea, Cambodja; la bandera de la UE: Bosnia Erzegovina (1998), Cabo Verde (1992).

[8] En muchos países existen leyes que prohíben profanar, manipular e, incluso, tocar la bandera, de modo la sustitución de las mismas debe ser realizada por un representante del estado y siguiendo un protocolo muy estricto. Esto ha provocado que en muchos países cuelguen jirones de banderas en muchas fachadas. Este tipo de absurdo que nos recuerdan tanto a la Revolución Cultural China, cuando no podía profanarse la foto de Mao pero ésta aparecía en todos los periódicos, de modo que éstos se acumulaban en las casas llegando a ocupar habitaciones enteras, como a la prohibición de representar a Mahoma o profanar otro tipo de objetos sagrados. 

[9] Para Gellner y Deutsch los nacionalismos nacen también del choque que vivieron las sociedades agrarias con la modernidad, proceso durante el cual las funciones espirituales, culturales y sociales que hasta entonces cumplía la religión pasaron a ser cumplidas por el nacionalismo.

[10] Bismarck decía que “cualquier nación que quiera asegurar su duración y demostrar su derecho a la existencia, debe descansar sobre una base religiosa”.

[11] También, para Bastide los mitos son respuestas a fenómenos de desequilibrio social, a tensiones en el interior de las estructuras sociales, como pantallas en las cuales el grupo proyecta sus angustias colectivas.

[12] Dirá Montaigne en sus Ensayos: “Lamentable es que así nos engañemos a nosotros mismos con nuestras propias invenciones y niñerías: “Temen lo que ellos mismo inventaron” (Lucano, I, 486) De parecido modo los niños se amedrentan del compañero a quien ellos mismos han tiznado el rostro: “Nadie tan desgraciado como el hombre, dominado por sus ficciones propias”.” (448)

[13] No hace falta decir que el “rostro” del que habla Levinas puede ser entendido de forma literal, como sucede, por ejemplo, en el pasaje de La escritura o la vida, de Semprún, donde el protagonista no puede matar a un soldado enemigo porque le ha visto el rostro y le ha oído cantar una canción que él también conoce; o “simbólico”, esto es cultural, como sucedió, por ejemplo, en las limpiezas étnicas de Ruanda o los Balcanes. 

[14] Cabe añadir que esta misma reducción al absurdo de las diferencias entre naciones puede aplicarse a las diferencias supuestamente inconmensurables que se le atribuyen a las civilizaciones. Dejando a un lado lo difícil que resulta definirlas, todos concederán que hoy en día existen unas 8 o 9 civilizaciones que, sumadas a las que existieron en el pasado, llegan a ser unas 30 o 40 civilizaciones. Nuevamente, no tiene sentido plantear que existan tantas maneras básicas y radicalmente diferentes, de ver, sentir, pensar y actuar. 

[15] La idea de que la globalización es el resultado de las tendencias estructurales del sistema capitalista tiene su origen en las teorías marxistas acerca de la relación intrínseca entre capitalismo y expansión. Dice Marx en los Grundrisse que todo límite es vivido por el capital como una barrera que hay que superar, de modo que es posible afirmar que la creación de un mercado mundial es resultado de una tendencia estructural del capital mismo. Esta idea, que Marx desarrollará en otros muchos de sus textos, será recogida por pensadores marxistas como el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein, quien también se verá influido por Braudel a la hora de elaborar su teoría del moderno sistema mundial, así como por pensadores neoliberales como Fukuyama, quien en un giro hegeliano identificará lo que considera realidad –la supuesta fatalidad de la expansión global del capitalismo- con la razón –su justificación política y moral.

[16] La modernidad supondrá un abandono de los cuatro tipos básicos del saber práctico: el oral; el particular; el local; y el temporal. El primero de estos cambios es el que va de lo oral a lo escrito. Recordemos que antes de 1600 tanto la retórica como la lógica se consideraban ámbitos legítimos de la filosofía. Sin embargo, a partir de Descartes se empieza a valorar la solidez o validez de los “argumentos” como algo referido no a una manifestación pública ante un público concreto sino a una concatenación de afirmaciones escritas cuya validez descansaba en sus relaciones internas. Las cuestiones “retóricas” vuelven a ser concebidas como meros trucos fraudulentos del debate oral que, indirectamente, queda contaminado de irracionalismo. De este modo, la retórica dejará paso a la lógica formal, lo que explica que la filosofía moderna busque eliminar todo rastro de oralidad o dialogismo para tratar de escribir en un estilo apodíctico que recuerde a las demostraciones matemáticas. (Toulmin 2001: 60)

El segundo de estos cambios es el que va de lo particular a lo universal. Ciertamente, los medievales y renacentistas se interesaban por los casos concretos y trataban de hacer caso de la abierta actitud metodológica de un Aristóteles según la cual cada ciencia debía adaptarse al grado de certidumbre que su objeto podía ofrecer así como todo juicio debe ser elaborado teniendo en cuenta las circunstancias particulares de cada caso concreto. En su obsesión por la total certidumbre, el racionalismo cartesiano desprestigió las “ciencias” cuyo objeto no permitiese un elevado grado de generalización. De este modo, en la modernidad los casos concretos dejarán paso a los principios universales. (Toulmin 2001: 62)

El análisis del tercero de estos cambios, que va de lo local a lo general, resulta de especial interés para nuestro trabajo. Los humanistas del siglo XVI encontraron una importante fuente de material en la etnografía, la geografía y la historia, disciplinas en las que tiene sentido utilizar el método de análisis geométrico. Sin embargo, así como a los etnógrafos no les incomodan las inconsistencias descubiertas en las costumbres jurídicas de los diferentes pueblos, los filósofos del XVII sintieron que debían descubrir los principios generales que rigen todas y cada una de las disciplinas, de modo que en el proceso de consolidación de la filosofía moderna la atención por la diversidad concreta dejó paso a la obsesión por los axiomas abstractos. Esta misma desatención por lo local nos permite comprender el desprecio que la modernidad ha mostrado siempre hacia las minorías. Para los pensadores modernos estas “particularidades colectivas” son desviaciones que deben ser reconducidas a la normalidad establecida por unas reglas universales que sólo pueden ser establecidas a priori, esto es, de espaldas a la compleja pluralidad del mundo. (Toulmin 2001: 63-64)

El cuarto de estos cambios va de lo temporal a lo atemporal. Recordemos que los modelos cognoscitivos de los humanistas eran la medicina y el derecho ya que en ellos “el tiempo es esencial” y los casos se dilucidan, tal como decía Aristóteles, pros ton kairon, esto es, “según lo exija la ocasión”. Pensemos, por ejemplo, que el capitán de un barco que quiere girar 10 grados a babor no sólo necesita un conocimiento matemático para efectuar el giro sino también un conocimiento temporal que le permita saber cuándo debe efectuarlo. Sin embargo, a partir de Descartes, la atención se centrará en aquellos principios atemporales que rigen todas las épocas por igual. De modo que lo transitorio dejará paso a lo permanente. (Toulmin 2001: 65) En efecto, la modernidad establecerá un eje temporal lineal y universal en función del cual ordenará jerárquicamente todas las culturas existentes. Como dice Fontana en Europa ante el espejo, “Occidente” se impone como el “fin del tiempo”, esto es, el estadio último al que todas las culturas deben tender si no quieren quedarse “rezagadas”. Este último estadio se convierte en el único calendario válido. Esto supone, de alguna manera, una abolición del tiempo concreto en aras de una eternidad racionalista.

[17] Lo cierto es que aunque esta voluntad de descontextualización y de abstracción respondía en su momento a un intento de hallar una filosofía que no pudiese ser cooptada por ninguna de las facciones religiosas en contienda –desplazando el criterio del ámbito religioso e histórico al ámbito abstracto-, esta voluntaria destención por lo particular acabó teniendo consecuencias muy negativas, tal y como señalan autores como Weber, Adorno, Horkheimer o Bauman.

[18] En la tercera parte de Cultura e imperialismo, Said desarrolla la teoría de que existe una cierta retroalimentación entre el esencialismo imperialista y el nacionalismo antiimperialista. Ciertamente el esencialismo y el etnocentrismo no son inventos exclusivos de “Occidente” aunque sí parece serlo su institucionalización nacionalista.

[19] Más atrevidos aunque no menos interesantes a la hora de reflexionar acerca de otras formas y representaciones vexilológicas de imaginar la identidad son las banderas ficticias como, por ejemplo, Alianza Terrestre, Colonias Unidas de Marte, Rebelión en la Granja, Tomania o Planetas Unidos.

[20] Así como los equipos de fútbol cambian cada cierto tiempo el diseño de su camiseta sin que ello suponga un problema identificativo, también los países podrían renovar el diseño de sus insignias nacionales con el objetivo de que los cambios que puedan haberse producido en dicha sociedad –llegada de inmigrantes, secularización religiosa, nacional o racial- no queden obviados en los procesos de identificación colectiva.