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LA DESCRIPCIÓN DEL FIN DEL MUNDO
EN EL AUTO EL HEREDERO
Pedro Correa
(Universidad de Granada)
Resumen: En una viña,
símbolo de la vida cristiana, la Envidia va a contar lo que ocurrirá cuando se
produzca el fin del mundo. Es una glosa poética del Apocalipsis de san Juan. Supone una lección para que el hombre
despierte y permanezca fiel a la viña del Señor.
Palabras clave:
alegoría, doctrina, fe, penitencia.
Abstract:
In a vineyard, symbol of the Christian life, the Envy is going to tell what it
will happen when the end of the world occurs. It is a poetic gloss from
Revelations by Saint John the Evangelist. It means a lesson so that man is
awake and remains loyal to the vineyard of Lord.
Key Words: allegory, doctrine, faith,
penance.
En el auto El
Heredero, Mira de Amescua crea una impresionante antítesis entre lo que es
y será. Lo que es se alegoriza por medio de una viña que va a ser entregada al
hombre para que la cultive y haga méritos que estén en consonancia con la
belleza de la heredad que Dios le ha dado para su solaz, descanso y trabajo.
Por lo tanto la viña es la tierra, un estado transitorio donde el hombre debe
hacer todo lo posible para que esté en las mismas condiciones en que le fue
entregada y, si es posible, mejorarla con su actuación.
Mira
de Amescua tiene abundantes ejemplos tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento en los que la viña adquiere un valor alegórico, pero encontramos
uno en el Evangelio de san Juan que
nos parece definitivo y nos permite entender el sentido que el autor quiso
darle en su auto. Nos referimos a una presentación alegórica de la viña con la
que inicia el capítulo quince:
Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el
viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto lo cortará; y todo el que dé
fruto, lo podará, para que dé más fruto.... Yo soy la vid. Vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin
mí no podéis hacer nada... Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que
deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos.
Nos está diciendo que la salvación se
encuentra en la viña y tanto más segura será si la trabajamos con esmero. Para
san Juan, la vid es Cristo, el viñador es Dios Padre y los sarmientos los
fieles, los llamados a la viña del Señor. Los sarmientos que fructifiquen y den
mucho fruto serán los seguidores de las enseñanzas de Jesús y los que estén
secos, serán cortados y arrojados al fuego. Si las alegorías están claras en el
Evangelio de san Juan, no debe
extrañarnos que en el auto permanezca el valor alegórico, ensanchado por
tratarse de una obra que lo necesita para la comprensión de su verdadero
sentido.
La
presencia constante de alegorías es señal evidente del carácter transicional de los autos de Mira. Supera a Lope por su
complejidad, aunque quizá el gusto por ellos se deba a la ejemplaridad del
maestro; sin embargo da un paso de gigante tanto en el tratamiento del texto cuanto
en la puesta en escena. Está a un paso de los autos calderonianos más logrados.
Le falta, por una parte, la hondura teológica que, al parecer, no estuvo en la
intención del accitano y por otra, el cuidado de la representación que culmina
en la apoteosis final. Mira anuncia esta dirección, pero no profundiza en ella.
En
el punto de partida, el dramaturgo crea un mundo imaginario por medio de la
presentación de un "locus amoenus" hecho
realidad mediante una rica selección léxica y una ordenación de elementos configuradores de un entorno idílico en cuyo centro va a
estar el hombre. Éste se encuentra representado por el judaísmo como
depositario de la fe transmitida por Abraham, y la gentilidad formada por el
resto de los mortales, es decir, todos los no creyentes que también van a ser
llamados al cultivo de la heredad.
Aquí
encontramos definitivamente resuelto el problema que se le planteó a los
primeros dirigentes de la Iglesia. No sólo van a ser llamados y escogidos los
pertenecientes al pueblo de Dios, sino que la redención recayó en todo el
género humano, por lo tanto los gentiles también son merecedores de la gracia.
Se hace realidad la universalidad de la Iglesia tal y como la concibió san
Pablo y vemos no sólo en sus Epístolas
sino en los Hechos de los Apóstoles.
Esta
es, por lo tanto, otra posibilidad temática que el auto posee y adquiere en él
especial relevancia por tocar un punto muy importante en los orígenes del
cristianismo y necesario para comprender el espíritu misionero de la Iglesia.
Toda una doctrina y una tradición secular viven en los entresijos de la obra
teatral, pero no es éste el momento propicio para tratar este contenido.
El
Hijo es el encargado de presentar las excelencias de la viña. Crea un paisaje
eglógico dentro de la tradición consagrada a este tipo de poemas. Por lo
pronto, cuatro elementos se concitan en perfecto equilibrio y crean una armonía
imposible. La tierra, el viento, el fuego y el mar, irreconciliables, bajo la
dirección divina viven en paz. Junto al cielo, el firmamento
¿Qué consonancia tranquila
de
esferas volubles hay?
Y en comunidad con el hombre, el campo
cristalino contemplando el azul del cielo. Los montes están verdecidos. La
primavera "peina el viento", "inunda el prado" y produce en
quien la goza una sensación de "alivio".
No
podía faltar la correspondiente fuente, alegoría de la vida; ni el recuerdo de
la Aurora que supone un renacer del espíritu dormido. Siguiendo la tradición
bíblica de la promesa hecha a su pueblo, la viña es "tierra de Promisión".
En ella se encuentra una colmena donde la abeja trabaja incansable un
"sabroso panal" y a lo lejos un edificio en el cual se alberga un
lagar donde el fruto de la viña se transformará en "cándido humor".
Ante la excelencia del lugar, halago a los sentidos, el Hijo da las gracias al
Padre, pero Éste le dice que lo va a arrendar a unos labradores que un poco más
allá descansan.
Parece
que Mira está recordando los dones de que estaba provista la tierra prometida a
los judíos. Ella manaba miel y, aunque no se haga alusión ninguna, también
estaba abundantemente provista de vides y otros productos anhelados por los
errantes israelitas, que en diversas ocasiones habían podido sobrevivir gracias
a la providencia divina.
Hasta
aquí la visión alegórica de la vida humana. Porque la viña es la tierra
entregada para el trabajo y el solaz del hombre. Pero nada se da gratuitamente
y para siempre. Esta viña tan hermosamente presentada a los espectadores tendrá
su fin y con ella desaparecerá su morador. Hacia la mitad del auto, el Custodio
obligará a la Envidia a que cuente el fin del mundo. Un larguísimo
parlamento de tono apocalíptico se erige en el eje central de la pieza
eucarística. Es una llamada de atención al espectador y un aviso para los
arrendadores de la viña:
CUSTODIO
Tú, Envidia, por penitencia
de
que en el juego has errado,
has
de contar lo que sabes,
di,
en pena de tu pecado,
¿cómo
ha de acabar esta viña
y
los que viven debajo
de
su abrigo? Acaba presto.
ENVIDIA
Eso mandas, un rayo
de
envidia de tu victoria.
CUSTODIO
Yo lo quiero, yo lo mando;
estén
atentos aquéllos
que
esta heredad arrendaron.
Ya
tenemos el decorado en el que van a convivir el judaísmo y la gentilidad, el
creyente y el no creyente. El dramaturgo ha puesto toda la carne en el asador
creando un mundo de ensueño, quizá para que sea más llamativa su destrucción y
haga mella en el espectador. Unos doscientos versos están puestos en boca de la
Envidia con el relato estremecedor del fin del mundo. Parece una especie de
ejercicio espiritual dramático que conlleva con la reflexión sobre la muerte
universal y rechazo al pecado causante de este inevitable trance.
Comienza
el poeta con la aparición de una serie de señales en los cielos; por una parte
la luna perderá la luz reflejada por el sol, una densa capa de nubes cubrirá la
tierra y el astro que nos da la vida se ocultará dejando de dar a la tierra luz
y calor. En consecuencia, los montes se estremecerán, los polos crujirán y los
mares desaparecerán:
harán señales los cielos,
y
los rayos que la luna
de
los tesoros del sol
o
los mendiga o los hurta,
serán
como negras sombras,
porque
la gran hermosura
del
sol tiene de eclipsar
nubes
pardas y confusas.
Estamos ante una descripción del fin de la
vida en la tierra. Su transformación en un planeta muerto, donde las sombras y
el frío reinan por doquier e incluso el elemento indispensable, el agua,
desaparecerá como por ensalmo.
Las
consecuencias se dejan sentir inmediatamente en la tierra que sufrirá un cambio
irremediable:
Los montes más empinados
que
son dóricas columnas
(donde
al parecer estriba)
la
celeste arquitectura,
se
han de estremecer temblando,
y
los dos polos ¿quién duda
que
amagando la ruina
o se
estremezcan o crujan?
Los
mares se encogerán
en
sus entrañas profundas,
sin
osar batir la margen
con
las pálidas espumas.
Parece que al poeta está glosando
determinados aspectos narrados en el Apocalipsis,
especialmente el comienzo de la tercera parte, "Los cuatro primeros de los
siete trompetas", donde leemos, entre otros acontecimientos, lo siguiente:
Tocó el cuarto ángel la trompeta, y fue
herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera
parte de las estrellas, de suerte que se oscureció la tercera parte de la
misma, y el día perdió una tercera parte de su brillo, y asimismo la noche.
En consecuencia, las alteraciones tan
profundas que ocurren en los cielos y en la tierra tienen que gravitar sobre
los seres que la pueblan. Mira de Amescua se acuerda de las aves diurnas, las
fieras y el hombre. Para cada uno de estas especies tiene los versos oportunos,
de profunda significación, de lección estremecedora. Así las aves:
Las avecillas que alegres
los
rayos del sol saludan,
cantarán
tristes endechas
como
las aves nocturnas.
Desaparecerá la alegría desbordante con que
los pájaros saludan la aparición de la luz, comunicando al hombre su propio
gozo. Todo se tornará tristeza. A las fieras, tan orgullosas, les va a ocurrir
otro tanto de lo mismo:
Con las testas inclinadas
andarán
las fieras mudas,
sin
atreverse a bramar,
torpes,
cobardes y mustias.
Finalmente el hombre, ser racional, que
comprenderá como nadie el alcance de cuanto tiene que suceder:
Los hombres, como espantados,
y
atónitos, sin ninguna
política
cortesía
de
las que agora se usan,
bajarán
embelesados,
porque
todas las criaturas
verán
su postrimería,
amenazando
la furia
de
la muerte universal.
Y
así en las ansias y angustias
de
mortales parasismos,
será
la tristeza mucha.
La
consecuencia inmediata de estas alteraciones en la naturaleza dejará su huella
en las estaciones regidoras de la vida. El invierno se hará más duro y las
aguas inundarán la tierra, mientras que durante el verano la sequedad será
extrema. La agricultura desaparecerá en la práctica, porque las tierras se
volverán estériles. Mira de Amescua encuentra a través de la palabra el tono
idóneo para buscar efectividad en sus descripciones y busca en la glosa
constante el arte necesario para causar una influencia directa en el
espectador. Así ve el transcurrir del invierno:
Las estaciones del tiempo,
fuera
de lo que acostumbran,
usarán
de sus rigores,
porque
en la frígida bruma
del
invierno, serán tantos
los
cierzos, nieves y lluvias,
que
siendo todos presagios
de
la cólera futura
de
los cielos, pensarán
que
ya con ira segunda
se
rompen las cataratas,
y
que las aguas usurpan
al
fuego el fin deste mundo
pues
le anegan y le inundan.
Viento, frío, aguas, y finalmente fuego
serán los azotes encargados de poner fin a la heredad dada por Dios al hombre.
Un verso enumerativo con fuerza suficiente para compendiar el sólo el mensaje
de la destrucción anunciada.
Y
la misma influencia negativa ejercerá el verano, pero en sentido contrario.
Quizá no le fuera necesario a Mira recordar las descripciones del Apocalipsis, puesto que en su propia
patria chica, el clima continental provoca unos inviernos muy fríos y unos
veranos muy calurosos. Es de una gran fuerza expresiva la presentación que hace
de esta estación:
El can del ardiente estío
se
beberá las lagunas,
ríos
y fuentes; la tierra
llena
de grietas y arrugas,
mostrará
su faz estéril
como
diciendo: yo nunca
daré
flores, daré yerbas,
porque
mis ojos se turban,
mis
voces se desalientan,
mis
brazos se descoyuntan.
Llegó
mi fin, ya no esperen
que
fructifique y produzca,
no
hay para quien, que aún sin huesos
quedarán
mis sepulturas.
La descripción del verano es impresionante,
queda en el recuerdo del espectador con más fuerza que los estragos del
invierno. Estamos en presencia de una nota objetiva, cercana a la mirada del
autor, y perfectamente comprendida por todos los asistentes, que ven reflejado
en este fragmento el sol de justicia que asola las tierras de España y prodiga
la miseria a sus moradores.
Estamos
en presencia de los signos que precederán al juicio final. Toda la naturaleza y
los seres que la pueblan se verán resentidos por los cambios descritos, sin que
al autor se aparte un ápice de la tradición existente en la Iglesia en torno a
este último acontecimiento. Ya el poeta Berceo en el siglo XIII había sentido
la misma necesidad y la hizo realidad en un poema estremecedor.
A
lo largo de treinta versos, desde el 634 hasta el 667, Mira de Amescua resume
las ideas y motivos que encontramos en la Cuarta parte del Apocalipsis. El propio dramaturgo lo confiesa sin ambages cuando
dice
A este tiempo aquella bestia,
que
Juan, águila de aguda
y de
infatigable vista
remontada
a las alturas,
vio
salir del mar bramando
con
estupendas injurias
y, en efecto, en el capítulo trece,
encontramos la fuente de la narración anterior:
Vi cómo salía del mar una bestia, que tenía
diez cuernos y siete cabezas, y sobre los cuernos diez diademas, y sobre las
cabezas nombres de blasfemia.
Una titánica lucha alegórica va a mantener
la bestia y sus adoradores contra los cristianos. Por permisión de Dios, este
conjunto simbolizador del mal, va a resultar en
principio vencedor e incluso se va a arrogar prerrogativas divinas:
Adoraron al dragón porque había dado poder a
la bestia, y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién como la bestia? ¿Quién
podrá guerrear con ella?
Ideas que se encuentran recogidas en estos
versos:
Dios se fingirá en el Orbe,/hasta que globos
le cubran
de
aquel elevado fuego/que fulmina y que no alumbra.
Para los comentaristas del Apocalipsis, la primera bestia, la que
sale del mar, representa al Imperio Romano en cuanto perseguidor de los
cristianos. Parece que esta obra fue escrita en la época de Domiciano,
muy difícil para el desarrollo del incipiente cristianismo. La segunda bestia,
la salida de la tierra, oculta el sincretismo oriental que amenazaba con
enturbiar doctrinalmente la pureza de la fe cristiana. Estos valores alegóricos
no le interesan a nuestro dramaturgo, ya que su intención es simplemente evangelizadora
y quiere hacer comprender a sus espectadores que sólo dentro de la viña se
encuentra la salvación y el hombre salvado está libre de los horrores descritos
por la Envidia.
Precisamente
la alegoría de la viña y su valor intrínsico aparecen con claridad en estos
versos:
Con su muerte querrá el cielo
que
a esta viña se reduzca
el
mundo, y en un redil
serán
las ovejas una.
Palabras que quizá le vinieran sugeridas al
poeta por estas consideraciones que encontramos en la obra de san Juan:
Arroja la hoz afilada y vendimia los racimos
de la viña de la tierra, porque sus uvas están maduras.
Es indudable que el evangelista al redactar
su obra tiene presente determinados textos de los profetas Ezequiel y Daniel
donde se narran apocalípticamente el fin de los tiempos y e incluso tienen
presente la situación penosa de los judíos en el cautiverio.
Si
hasta ahora todo cuanto se ha contado tiene como telón de fondo el fin del
mundo, en la segunda parte del monólogo se va a narrar el juicio final, en la
misma línea críptica y con idénticas dosis de temor, con la intención de que
arraigue en los espectadores la lección que les quiere comunicar. Comienza
presentando un ser abstracto que al son de una trompeta convocará a su llamada
a todos los hombres, vivos y muertos:
Rasgaráse el cielo, pues,
y
batiendo ricas plumas,
bajará
una inteligencia
sobre
las colores rubias
del
Iris sacro tocando
una
trompeta, de cuya
horrible
voz temblarán
los
ángeles si la escuchan.
La estruendosa música de la trompeta será
oída por todo el mundo y tendrá dominio sobre ángeles y hombres. El poeta
intensifica por medio de la palabra los efectos terribles producidos por el
sonido del instrumento:
Ya parece que retumba
el
eco de la trompeta
en
los cóncavos y grutas
de
los montes, ¡oh voz justa!,
que
tendrá en ángeles y hombres
jurisdicción
absoluta.
Estamos en el preámbulo del juicio final. A
la llamada de Dios, todo ser viviente acudirá para oír el veredicto final. Los
efectos inmediatos van a ser motivo de los versos siguientes.
Lo
primero que acontece va a incidir sobre el hombre. Todos los muertos
resucitarán, estén donde estén, si en lo hondo del mar, si reducidos a cenizas
en sus urnas, si sepultados en tumbas, para oír el veredicto definitivo de su
eterno destino:
A este aliento de metal
se
abrirán luego las tumbas
en
que la tierra y los mares
huesos
humanos sepultan.
Las
cenizas que en los vientos,
en
pirámides y en urnas
estuvieron,
han de verse
vivificadas
y juntas.
Y lo mismo la va a ocurrir a todo hombre que
permanezca vivo sobre la faz de la tierra:
Todo espíritu viviente,
todo
mortal, sin ninguna
excepción,
parecerá
donde
justamente juzgan
Serán juzgados todos aquellos que han estado
dominados por los siete pecados capitales como causantes de tanto mal en las
almas de los hombres. Aparecerán citados seis, porque uno de ellos, la Envidia
es la encargada de la recitación del monólogo, y a ella dedica el poeta un
conjunto de versos de gran ejemplaridad. Cada pecado está alegorizado por medio
de un animal cuya naturaleza puede tener cierta relación con el contenido del
pecado. Quiere Mira dar una lección al espectador acerca del sentido de cada transgresión y la huella que deja impresa en el alma:
los leones de soberbia,
sátiros
de la lujuria;
los
lobos de la avaricia,
y
los perros de la gula,
con
los tigres de la ira,
y
perezosas tortugas
vieran
allí de sus vidas
los
defectos y las culpas.
Ahora
le llega el turno a la Envidia, la cual ruega a Dios le permita no confesar sus
culpas, porque sabe que pesa sobre ella la condenación eterna. Crea el
dramaturgo un ambiente espeso de derrota y miedo, como si la Envidia fuera el
pecado capital por excelencia. Es indudable que por algún motivo se fija en
ésta, aparte de constituir una alegoría transformada en personaje. Quizá
tuviera que ver con la lección que pretende dar a los espectadores de su
tiempo, fustigando un vicio tan español como universal.
En
la exposición sintética del juicio final, sigue una lección evangélica. Los
justos recibirán el premio debido a sus merecimientos:
A los justos de esta viña
de
olorosas vestiduras
llamará
para su gloria,
porque
envidia me consuma
los réprobos serán condenados a vivir
siempre en tinieblas:
Id malditos de mi Padre,
(dirá
a los malos), y a escuras
tinieblas
los cegarán
a
nunca ver luz, a nunca
sosegar
en el tormento.
Es probable que Mira se acordara de la
descripción del Juicio final que encontramos en el Evangelio de san Mateo:
Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión
del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo... Apartaos de
mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles.
Como
colofón a tan largo parlamento funde en unos versos el juicio final con la
desaparición del mundo tal y como lo conocemos. Gran valor adquieren sus
palabras a caballo entre la realidad futura y como se anuncia y la fuerza que
le da por medio de la intensificación dramática de efectos:
Y luego en sombras confusas
caerán
montes sobre montes
que
trastornen y que hundan
tropas
de hombres y demonios.
Y
del orbe de la luna
bajarán
globos de fuego
que
purifiquen y pulan
el
gran cadáver del mundo,
borrada
ya la figura
que
ahora tiene, quedando
años,
edades caducas,
eternidades
de siglos,
siglos
de siglos ocultas
en el centro de la tierra.
Por supuesto que el derroche de energía
desarrollado en tan largo parlamento no es gratuito; no lo hace por un alarde
de conocimientos bíblicos, ni para demostrar el dominio que tiene de la lengua
teatral. El auto sacramental encierra una lección perenne apologética y
doctrinal. Tiene un innegable valor didáctico dentro del saber que quiere
transmitirnos. La divulgación de verdades de fe, de creencias establecidas por
las Escrituras y la tradición de la Iglesia que era conveniente refrescar y
poner al alcance de un público no necesariamente erudito, al que convenía
catequizar por todos los medios posibles.
Por
eso termina el monólogo con una inmensa antítesis bien marcada entre el castigo
y el premio. Los condenados en el juicio tanto particular como final encuentran
este terrible destino:
Las blasfemias, las injurias,
las
envidias, las crueldades,
las
venganzas, las usuras,
las
impaciencias, las iras,
los
tormentos, las angustias,
aquél
nunca ver a Dios
que
es la pena de las culpas;
toda la maldad acumulada por el hombre se
traduce en una realidad; su castigo es quedar privado eternamente de la
contemplación de Dios.
Por
su parte, quienes por su comportamiento han merecido el premio a sus desvelos,
encuentran perenne gozo en la visión permanente de Dios:
pero en el cielo la vida,
el
bien, la paz, la ventura,
la
caridad, la riqueza,
y en
todas las dichas juntas,
aquél
siempre ver a Dios
donde
las dichas se fundan.
La
presencia de largos monólogos en diversos autos evidencia una característica de
las creaciones de Mira de Amescua. Suelen estar muy bien cuidados. Su fuente
fundamental se encuentra en la Biblia
y le permiten no sólo un lucimiento personal sino un medio eficaz para la
difusión de doctrina. Es de agradecer que a pesar del excesivo número de
versos, en concreto el que contemplamos, su interés no decae. En determinados
momentos sabe elevar el estro de su verbo, seleccionar, y conseguir efectos de
rica, sonora y vibrante poesía. La lección doctrinal puesta en boca de la
Envidia armoniza la narración con la descripción. Algún toque lírico llama la
atención, porque en él aparece una idea que le interesa que quede grabada en la
conciencia del espectador.
Los
textos citados proceden de Autos
sacramentales. Con quatro comedias nuevas, y sus loas
y entremeses. Primera parte, Madrid, María de Quiñones, 1655. La lengua
está actualizada según las normas empleadas para la edición de las obras de
Mira de Amescua.
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