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LA GÉNESIS DEL HÉROE BASTARDO
Francisco Domínguez González
(Facultad
de Ciencias Humanas y de la Educación de Huesca
Universidad
de Zaragoza)
Summary:
This
article tries to comment how political changes wich began at the end of the
XVIIIth Century and continue all along of the XIXth settled the bases of
contemporary individualism. The defection of the Ancien Régime, the arrival of
Napoleon to the head of the State and the writing of the new Civil Code
accelerated the family’s erosion process –paternity was especially concerned–
as the institution on wich the society was based.
Unable to
count on neither his family nor its patrimony, the person depends only on his
own effort in order to reach a more confortable position in society. The
responsibility of his success is on his own: it is here where the individualism
of contemporary society finds its sources.
Key words:
Resumen:
En este trabajo pretendemos
comentar cómo los cambios políticos que comenzaron a finales del siglo XVIII y
continuaron a lo largo del XIX sentaron las bases del individualismo
contemporáneo. La defección del Antiguo Régimen, la llegada de Napoleón a la
dirección del Estado y la redacción del nuevo Código Civil aceleraron el
proceso de erosión de la familia –y, más concretamente, de la paternidad– como
institución sobre la que reposaba la sociedad hasta la Era Moderna.
No pudiendo ya contar ni con la
familia ni con el patrimonio familiar, el individuo depende exclusivamente de
su propio esfuerzo para medrar y alcanzar una posición socioeconómica más
cómoda. La responsabilidad de su triunfo es únicamente suya: el individualismo
propio de la sociedad contemporánea halla aquí su germen.
Para ilustrar estas
hipótesis de estudio hemos recurrido a varios de los autores franceses de
ficción que, en el siglo XIX, escenificaron el desarrollo del individualismo en
sus novelas: Hugo, Stendhal y, sobre todo, Balzac. Por otra parte, hemos intentado
contrastar sus ideas con las conclusiones de historiógrafos, sociólogos y
psicólogos, con el fin de proporcionar una visión múltiple y lo más detallada
posible.
Palabras-clave:
Francia siglo XIX - orfandad simbólica – negación del nombre y del patrimonio
paternos – responsabilidad individual
1. El sentimiento de orfandad institucional
La historia del siglo XIX es en todo
deudora del convulso panorama del final del siglo que le precede.
El detonante de la gran revuelta
popular de 1789 fue el malestar del pueblo al observar cómo los privilegios de
la aristocracia cargaban sobre aquel el peso del Estado francés. El sistema de
pensiones concedidas por el gobierno a las grandes familias de la nobleza y al
clero no se veía contrarrestado por una fiscalidad equitativa: ambos estamentos
estaban eximidos de pagar impuestos. El proletariado y la burguesía emergente
eran los únicos contribuyentes de una estructura impositiva altamente desigual.
Este hecho, unido a las hambrunas sobrevenidas tras los rigurosos inviernos,
creó una conciencia en el pueblo llano
apta para la denuncia y la exigencia –que Robespierre, Danton y Marat tan bien
supieron aprovechar en su escalada terrorista.
El pueblo, en definitiva, se sentía
desvalido ante todos los vaivenes políticos que se producían en las altas
instancias del poder parisino. Fueran cuales fuesen las circunstancias en que
un nuevo gobierno hubiese advenido, el pueblo obrero –al que se dio el
sobrenombre de classes dangereuses
durante largo tiempo- sufría las consecuencias de su opresión en varios
frentes: hambrunas como consecuencia de las malas cosechas y de los crudísimos
inviernos; inmolación en el altar napoleónico que fueron los numerosos campos
de batalla en que el emperador mostró su poderío; durísimas condiciones de
trabajo, pagadas con salarios ínfimos cuya continuidad dependía de la
convulsionada y cambiante economía.
Todo un sistema de gobierno, el Ancien Régime, se desmoronaba con el
acontecimiento de
Porque para Francia, el rey fue siempre
un padre déspota: un soberano que no estuviese al servicio del pueblo, sino que
se sirviera de él para lograr sus altos designios. Incluso cuando Louis XVI es
llevado, en julio de 1789, al ayuntamiento parisién para hacerle renegar de la
bandera fleurdelisée y acoger la cocarde tricolor, fue saludado allí
mismo y a voz en grito como «honnête homme, père des Français,
roi d’un peuple libre» –según refiere Chateubriand en sus
Memorias (Chateaubriand, 2000, p. 113). Esta paternidad atribuida al rey revela
la profunda psicología servil del pueblo francés, que le hacía dependiente y le
ponía a merced de cualesquiera decisiones venidas de un soberano que él
considerase legítimo.
El monarca moriría guillotinado meses
más tarde, lo que no dejó de suscitar ciertas dudas acerca del pretendido
carácter divino e inmutable de la monarquía. La desmistificación de la
institución se completó en alto grado cuando Louis-Napoléon Bonaparte participó
en las elecciones de 1848 y tuvo que salir a la calle en busca de votos... El
mismo Chateaubriand, defensor a ultranza de la monarquía, dudaba sobre la
legitimidad de la institución. «Qui conserve la
moindre illusion sur la couronne?» –dice en sus Memorias (Chateaubriand,
2000, p. 329)–, «depuis que sur une place publique
un souverain, les cheveux coupés, les mains liées derrière le dos, a abaissé sa
tête sous le glaive, au son du tambour; depuis qu’un autre souverain, environné
de la plèbe, est allé mendier des votes pour son élection, au bruit du même tambour, sous une autre place publique».
El pueblo francés se
podría decir huérfano sin su rey, de ahí que fuera tan ardua y continuada la
búsqueda de un nuevo soberano-padre a quien entregarle el poder en masa.
Búsqueda que parecía haber dado con su objetivo en la persona de un
general señalado durante las refriegas revolucionarias: Napoléon Bonaparte, «le seul roi dont le peuple ait gardé la mémoire» –como dice Julien Sorel en un momento de
su estancia en el seminario de Besançon (Stendhal, 1972, p. 204)–. Su ascensión
supuso para el pueblo llano francés una imperturbable esperanza de promoción social;
su defección significó motivo de nostalgia permanente. Con la pérdida
definitiva del general corso, Francia perdía de nuevo a su padre, quedando
huérfano –otra vez– de un cabeza de estado suficientemente poderoso y
convincente.
La figura del padre se iba desmoronando
poco a poco en el imaginario francés. En primer lugar, las numerosísimas
guerras a que Napoleón sometió a su pueblo provocaron la orfandad de muchos
niños; una política de natalidad acorde a la dinámica bélica del Estado
napoleónico repoblaba los campos de nuevos niños, quienes se convertían en
huérfanos a su vez por la imparable máquina de la guerra (Kertzer y Barbagli,
2003, p. 11).
En segundo lugar, tanto las
expropiaciones forzosas de
Por último, la creciente Revolución
Industrial –que en Francia no arrancaría en verdad hasta bien mediado el siglo
XIX– modificó por completo los antiguos modos de producción. La
industrialización urbana atrajo a cantidades ingentes de pequeños agricultores,
que abandonaron tierras, cultura y, en muchas ocasiones, familia. En todos los
casos, los extenuantes horarios industriales impedían una presencia continuada
de los padres en los hogares -con su correspondiente incidencia sobre la
educación de los niños. El padre proletario o pequeño burgués era un verdadero
ausente para su descendencia, ocupado como estaba en ascender social y
económicamente.
Ya
por orfandad, por pérdida del patrimonio o por ausencia continuada, el padre
dejó de ser esa figura providente y magnánima que la educación clásica había
inculcado. Las ideologías de la virilidad se vieron resentidas por este hecho.
2. Napoleón
El papel de Napoleón en la historia
posterior a
Tras su nombramiento, Napoleón dictó
los 95 artículos de una Constitución que cambiaba de arriba abajo todo el
sistema de gobierno francés. Los Códigos civil y penal fueron transformados
profundamente, llegando hasta la actualidad salvo modificaciones; la
administración del territorio en regiones y departamentos fue obra suya. En
resumen, toda la obra del popular personaje ha marcado de manera tenaz el
imaginario francés, de tal manera que sus obras, sus batallas y las gentes que
junto a él transformaron la historia de Francia en esos convulsos tiempos de
cambio de siglo nombran la toponimia urbana del país galo.
Tanta actividad bélica como desplegó el
emperador coronado en 1804, dejó el campo francés lleno de antiguos
combatientes –que fueron quienes debieron de extender la «leyenda imperial”
tras la derrota de Waterloo (Miquel, 1976, p. 301)–. La necesidad de nuevas
tropas se traducía en continuados llamamientos a filas, pero con diferencias
con respecto a llamamientos precedentes. Mientras las posibilidades de promoción
de los jóvenes agricultores en el ejército fueron muy limitadas en el pasado
–sólo adquirían el grado de oficiales los hijos de familias notables–, la
armada napoleónica abrió el acceso a todo el mundo. Se aseguraba así la llegada
masiva de jóvenes a cada nuevo llamamiento. Rompiendo de esta manera con un
injusto determinismo social, el ejército contribuyó no poco a engrandecer el
mito de Napoleón. Parecía evidente que el corso era un hijo del pueblo que
permitía a sus hermanos de clase acceder a los más altos puestos de
responsabilidad. Así lo evidenció Stendhal en la conversación que sorprende
Julien Sorel entre dos seminaristas de Besançon, quienes aseguran que un simple
albañil puede convertirse en general a las órdenes del Otro:
- Eh bien! y faut partir, v’là une nouvelle
conscription.
- Dans le temps de l’autre, à la bonne heure! un maçon y
devenait officier, y devenait général, on a vu ça.
- Va t’en voir maintenant! il
n’y a que les gueux qui partent. Celui qui a de quoi reste au pays..
- Qui est
né misérable, reste misérable, et v’là.
- Ah ça, est-ce bien vrai, ce
qu’ils disent, que l’autre est mort? reprit un troisième maçon.
- Ce sont
les gros qui disent ça, vois-tu! l’autre leur faisait peur..
- Quelle différence, comme
l’oeuvre allait de son temps! Et dire qu’il a été trahi par ses maréchaux! Faut-y être traître! (Stendhal, 1972, p. 204)
El ejemplo de Napoleón, pues, fue
válido para toda una juventud ávida de promoción social y de gloria. Su figura
imprimió a la novela del siglo XIX el más formidable impulso que la literatura
puede recibir de un hecho histórico, abriendo terrenos de acción ilimitados
para la imaginación novelesca. El siglo se puebla de arribistas seductores, de
héroes inteligentes que ansían la libertad y el poder que su clase no les
permitiría en condiciones normales. Marthe Robert, en su
Roman des origines, origines du roman,
señala una serie de características «napoleónicas” de la novela del XIX, de las
cuales la más importante es el violento deseo de promoción del protagonista «...
par les femmes naturellement, et aussi rapidement que possible, afin de changer
en supériorité sociable incontestable une médiocrité native ressentie comme une
malédiction » (Robert, 1972, p. 243).
Esta descripción se cumple perfectamente en los héroes juveniles
stendhalianos, de los cuales Julien Sorel centra nuestra atención como
paradigma del admirador napoleónico. El joven guarda en su habitación un
retrato del emperador, con todo el peligro que conlleva tal hecho en la mansión
de un hombre, M. de Renal, que hacía semejante profesión de odio hacia el
usurpador (Stendhal, 1972, p. 72). Y es que la figura del general y su ascenso
desde la nada consuelan al joven Sorel de sus inalcanzables aspiraciones a la
gloria:
depuis
bien des années, Julien ne passait peut-être pas une heure de sa vie sans se
dire que Bonaparte, lieutenant obscur et sans fortune, s’était fait le maître
du monde avec son épée. Cette idée le consolait de ses malheurs qu’il croyait
grands, et redoublait sa joie quand il en avait. (Stendhal, 1972, p. 39)
Era pues Napoléon
una especie de hombre enviado de Dios, que permitía soñar a los jóvenes
franceses con la posibilidad del éxito y de la gloria, pero cuyo ejemplo,
difícilmente igualable, les sumía en la imposible emulación. Así se exclama de nuevo Julien Sorel en Le Rouge et le noir –título que
simboliza los colores del uniforme napoleónico–: «ah!, que Napoléon était bien
l’homme envoyé de Dieu pour les jeunes Français!... Quoi qu’on fasse,
ajouta-t-il avec un profond soupir, ce souvenir fatal nous empêchera à jamais
d’être heureux! » (Stendhal,
1972, p. 104) Ejemplo de difícil seguimiento que mina la esperanza de los
jóvenes y les imposibilita un desarrollo armónico con su propia personalidad.
Así lo ve el sacerdote español Carlos Herrera de Illusions perdues cuando se detiene en Angulema y evita el suidicio
de Lucien Chardon de Rubempré: «c’est le défaut des Français dans votre époque. Ils ont été gâtés tous par l’exemple de Napoléon »
(Balzac, 1974, p. 628). Y como Lucien,
aparentemente, toda la juventud francesa nacida y/o crecida en el primer cuarto
de siglo. Balzac lo expresa de nuevo, desde su óptica de narrador que se
permite un comentario ilustrativo en
Fuerza de la naturaleza inaccesible e inigualable, Napoleón ha
supuesto un referente, un ejemplo y, a la vez, una quimera. Su papel en la
historia europea ha sido, como hemos venido diciendo, crucial para la formación
del individuo en la grandeur
francesa. Su rol de usurpador –que le atribuye, por ejemplo, el M. de Renal
stendhaliano– no lo es tanto si se tiene en cuenta que su función política
empezó a la cabeza de un triunvirato y que todos sus ascensos en el gobierno
del Estado vinieron refrendados por la mayoría de la clase dirigente francesa
(1). Tal vez en un alarde de megalomanía –y para alimentar el imaginario de sus
súbditos– se proclamó y coronó emperador por encima del poder del Papa; pero,
hecha esta salvedad, el camino que llevó a Napoleón al imperio fue consecuencia
de la evolución de la política en
Asunción Valero Gancedo
traza un curioso paralelismo entre la figura de emperador que asumió el destino
del Estado francés y el asesinato del padre por parte de la freudiana horda
primigenia (3). Según esta pensadora, sólo quien se atreviera a llevar con mano
férrea la política del país sería asimilado a la paternal idea del rey que se hacían
los franceses del Ancien Régime. Y en
base a esa convicción, establece este cuadro de semejanzas entre ese tramo de
la historia francesa y el asesinato inaugurador de la civilización por parte de
los primates primigenios. Obsérvese este cuadro comparativo (Valero, 1997, pp.
pp. 277-292):
Totemismo |
Antiguo Régimen |
Tótem |
Rey absoluto |
Muerte del Tótem por la comunidad de los hijos |
Ejecución de Luis XVI |
Desaparición del Totemismo |
Abolición M. absoluta |
Comunidad de Hermanos |
Revolución |
Paso hacia el monoteísmo |
Consulado |
Monoteísmo |
Imperio |
Héroe, Gran Hombre, director de multitudes, reencarnación del Padre, surgido de comunidad de hermanos |
Napoléon Bonaparte |
Tabla 1:
analogía entre asesinato del macho dominador por parte de la horda primigenia y
el paso del Ancien Régime al advenimiento de Napoleón.
Su
figura es, pues, la del valeroso hermano, salido de la misma casta de
oprimidos, que ha osado levantarse contra la figura de ese padre autoritario
que ponía coto a las aspiraciones de libertad del pueblo. Con ese asesinato
simbólico, Napoleón pasó a encarnar la figura del padre, pero no por herencia,
sino por méritos propios. De ahí que su poder sólo fuera posible contemplarlo
desde la autoproclamación: nada debía a nadie este prodigio del coraje y del
arrojo militares. De ahí que, según Chaptal –quien formara parte de su entorno
en el destierro de Santa Helena– refiriera que al emperador le diera en
momentos por exclamar con rabia «que je suis malheureux de n’être pas
bâtard! » (Robert, 1972, p. 240).
«Desdichado por no haber nacido bastardo”. Un
bastardo que no tuviera que rendir cuentas de sus propios logros a ninguna
instancia ajena a sí mismo, porque fue él el único autor de la gloria de sus
días. El padre de Napoleón, de cuyas circunstancias tan apenas se conoce nada,
es un personaje silenciado por la historia, para mayor alcance de las gestas de
su hijo. Porque el mérito de alguien tan autosuficiente como el emperador no
debía ser atribuido a los desvelos de un padre –abuelo por consiguiente de la
patria– por procurarle la mejor educación o darle los mejores consejos.
En relación con la poética del bastardo, Marthe Robert
afirma que sólo existen dos formas de construir una novela –entendida esta como
necesario exutorio de las obsesiones del autor, lo que le da inevitablemente el
carácter de novela familiar en el sentido freudiano– y las dos desde la
perspectiva del hijo-sin-padre: una sería la del hijo pródigo o del enfant trouvé, quien esquivaría el
combate contra el mundo por falta de medios para ello; otra, la del bastardo
realista, quien secundaría al mundo mientras no dejaría de atacarlo de frente. Napoleón encarnaría esta última, siendo «le rénégat
parfait qui bouleverse le monde en accomplissant sans scrupules ni remords ce
que ses parents osent à peine rêver » (Robert, 1972, p. 238). De allí que para sus contemporáneos, Napoleón sea el ídolo
inspirador, autosuficiente y capaz de acometer todo tipo de empresa sin el
concurso de nadie. Únicos responsables de sus acciones, a veces los personajes
salidos del molde napoleónico construirán complicadas defensas de sí mismos, pues
tienden a sentirse culpables de esa negación de un pasado que les haya guiado a
ellos mismos, formado o, incluso aconsejado.
El ejemplo más claro de
esta negación de un principio formador-informador del personaje napoleoniano,
del self-made-man que luego veremos
como fruto de la modificación en los modos de producción por la revolución
industrial, se halla sin lugar a dudas en la obra de Balzac. Se trata, en su
caso, de la negación del nombre del padre –que tan interesante podría haber
sido para Lacan.
Toda la evolución del personaje de
Lucien Chardon de Rubempré en Illusions
perdues y su continuación Splendeurs
et misères des courtisanes no es sino el intento desesperado de deshacerse
de su pasado burgués –que él sitúa en el apellido de su padre. Una vez ido de
Angulema gracias a la ayuda de Mme de Bargeton, Lucien hace todo lo posible por
eliminar ese estigma nominal: cambia de amistades, renuncia a la gloria
adquirida en el periodismo junto a los radicales, enamora a las grandes damas
del boulevard Saint-Germain, se alinea con los ultras... Cualquier cosa con tal
de que ese «maldito” Chardon
desaparezca y le permita utilizar el apellido de su madre –perteneciente a un
antiguo linaje meridional–.
De esta manera, no son pocas las
ocasiones en que el orgullo del joven y ambicioso Lucien se ve comprometido
ante el insulto de quien le interpela por el nombre de su padre. Así, cuando
Michel Chrestien, uno de los periodistas que más tarde serían amigos y
compañeros de francachelas, se dirige a
él, le dice: «vous êtes monsieur Chardon? lui dit Michel d’un ton qui fit
résonner les entrailles de Lucien comme des cordes” (Balzac, 1974, p. 460).
Finalmente,
Lucien consigue que el rey le dé derecho al uso del título de su madre –que
incluye blasón nobiliario– llenándole de orgullo. Su evolución a partir de
entonces pasa por eliminar la herencia de su padre quien, arruinado en mil y
una investigaciones farmacéuticas, sólo le pudo dejar su apellido. Cuando, en
una ocasión, vuelve a Angulema y pasa delante de la antigua farmacia de su
padre, ocupada ahora por otro boticario, en Houmeau, «il vit avec plaisir (tant
sa vanité conservait de force) le nom de son père effacé” (Balzac, 1974, p.
572). O, en una de las ocasiones en que, gracias a sus relaciones, entra en el
palacio de la influyente familia de los Granlieu, Lucien se dice, en un acto de
rebeldía retrospectiva: «quoique mon père ait été simple pharmacien à
l’Houmeau, j’entre pourtant là...” (Balzac, 1968, p. 134) ¿Cómo no ver en todos
estos reniegos del nombre paterno otros tantos actos de venganza sobre un
patrimonio desestimado y/o venido a menos? Lucien, cuya imaginación romántica y
novelesca le hace soñar con altos destinos, habría deseado (o necesitado)
fortuna familiar y buen nombre para acceder a la gloria destinada únicamente
para la antigua nobleza.
Sin
embargo, pobre, aislado del gran mundo en su provincia recóndita, y sin nombre,
Lucien sólo puede optar a ser reconocido por sus acciones en un ambiente en el
que su soberbia necesita brillar. La
negación del estrecho patrimonio del padre abre las posibilidades de ascenso
social al advenedizo muchacho. ¿No significa eso negar por completo la impronta
familiar para deberse y ser deudor solamente de sus propias obras?
La ideología del hombre-que-se-hace-a-sí-mismo que más tarde consagraría el
capitalismo empieza a dar sus primeros pasos en estas novelas de iniciación. La
ideología del bastardo conlleva renegar de unos orígenes demasiado humildes
para su ambición, así como romper con un marco infantil tal vez opresor pero
innegablemente vivo en el inconsciente del individuo –como afirmaba Freud en «La
novela familiar del neurótico”–.
El mismo Balzac fue testigo de una
época en que el pasado podía contar muy poco en el futuro de un individuo. Las
fortunas se perdían, un golpe de Estado repentino podía dar al traste con toda
una fortuna familiar amasada desde siglos. Así lo expresa en Illusions perdues:
époque où le
rapetissement général des choses et des hommes atteint tout, jusqu’à leurs
habitations. A Paris, les grands hôtels, les grands appartements seront tôt ou
tard démolis; il n’y aura bientôt plus de fortune en harmonie avec les
constructions de nos pères (Balzac, 1974, p. 131)
O incluso en ese
pasaje, más violento todavía, de
El legado del
cabeza de familia, que se esfuerza toda su vida por amasar un patrimonio digno
del nombre que heredan sus hijos, deja de tener importancia. La movilidad de
los individuos que permiten y alientan los nuevos modos de producción hace que
cada uno sea dueño de su destino. Y para ir a buscarlo se alejan del hogar
paterno, perdiendo con ello todo interés por la tierra y la hacienda
familiares. El triunfo personal pasa a ser la nueva medida del futuro que
espera a cada uno, y el desarraigo del individuo una constante de la nueva
sociedad industrial.
¿Por qué nos hemos de llamar
príncipes? Príncipes de nacimiento, sí; pero, en realidad, ¿dónde está nuestro
principado? No somos singularmente ricos, y la riqueza es lo primordial; en
nuestros días, el príncipe de los príncipes es Rothschild
-dice Aliocha a
su padre, el príncipe Valkovski, en Humillados
y ofendidos (Dostoyevski, 2002, 143).
El éxito, en esta incipiente sociedad
industrial, depende más de unos saberes que el padre ya no domina –anclada como
sigue la institución paterna en sus viejos privilegios. A ello también
contribuye el cambio en la vida de las personas que supuso el florecimiento del
capitalismo. La casa paterna ya no es el centro de producción como lo había
sido durante la sociedad pre-capitalista. Para alimentar a los suyos, el padre
debe dejar el hogar, provocando una importante disociación en el imaginario de
los hijos entre la vida profesional y la vida familiar. Por ello mismo, su
labor se torna invisible para los descendientes, quienes ya no pueden apreciar
ni los méritos ni los resultados de la labor paterna. El hijo decimonónico
aparece, pues, como un huérfano en su trayectoria vital, al no depender en el
aspecto simbólico de los logros del padre.
4. El Código civil y el nuevo régimen de sucesiones
Uno de los mayores golpes que asestó
Con este escenario se encontró el
período revolucionario de 1789. La primera medida que tomó
Esta medida modificaba el imaginario
social en torno a la figura del padre, contribuyendo en gran medida a su
decadencia. El heredero del siglo XIX ya no recibía, en función de su posición
primogénita, el grueso del patrimonio legado por su padre, sino una porción
alícuota a la de sus hermanos. Por consiguiente, a menos que la herencia
paterna fuera de enorme importancia, la muerte del progenitor no cambiaba de
manera determinante el estatus socioeconómico del heredero: tan sólo el nombre
y, en todo caso, un título nobiliario, permitían al hijo una promoción en la
escala social. Ya hemos observado algunos ejemplos en los que se hacía patente
el poco valor concedido al nombre del padre, sintomáticos de la situación de la
familia en el siglo XIX.
El
concepto de la institución paterna se vio herido, con esta transformación del
régimen sucesorio, en sus propios cimientos, puesto que uno de estos reside en
la transmisión de bienes tanto simbólicos como materiales. La herencia, como
sostiene el sociólogo Bourdieu, es un proceso en el que se produce una
superación de la figura del padre mediante su negación; el hijo, al aceptar el
legado, acepta convertirse en el instrumento del proyecto paterno de
conservación de su figura. Esto no deja de ser,
en opinión del sociólogo, sino el «meurtre du père accompli sur l’injonction du
père, un dépassement du père destiné à le conserver” (Bourdieu, 1993, p. 1093).
Con lo cual el heredero se convierte, simbólicamente, en un asesino
que saca provecho de la muerte de su padre. «Est-ce que nous ne vivons pas des
morts? Qu’est-ce donc que les successions? » –llegará a afirmar el
avaricioso tonelero padre de Eugénie Grandet (Balzac, 2002, p. 75)–.
Si
aceptamos como válidas estas aseveraciones, no podemos sino constatar la
perturbación del ideal de la figura paterna tendente a perpetuar el sistema de
herencias. Al heredar, es posible que el hijo acepte la inmolación del padre
para asegurarle un futuro más próspero, y que se haga a sí mismo agente de la
transmisión de sus valores. No obstante, si es escaso el patrimonio
transmitido, la imagen del padre como proveedor queda puesta en entredicho. Lo
único que deja es su nombre –tan devaluado en algunos ejemplos pero tan rico de
consonancias en otros, como el de Marius, el hijo de un teniente napoleónico,
quien acepta el título de barón de Pontmercy y lo lleva con tierno orgullo en Les Misérables.
Encontramos,
empero, otro ejemplo en esta misma novela de Victor Hugo en que se rechaza el
legado de un importante personaje, Jean Valjean. Recordemos cuando, tras la
boda de Marius y Cosette –la hija de Fantine recogida por el forçat Jean Valjean, a quien cedería
toda su fortuna acumulada durante su período como Sr. Madeleine, alcalde de Montreuil
y esforzado industrial–, el origen incierto del ex-presidiario lleva al joven
esposo a rechazar su enorme herencia. Siendo producto de su propio esfuerzo, el
legado de Jean Valjean no puede sino poseer oscuras cualidades que lo hacen
inaprovechable para quien ya ha contraído, como Marius, los oropeles de la
nobleza napoleónica. «Cosette, nous avons trente mille
livres de rente. Vingt-sept que tu as, trois que me fait mon grand-père. J’ai
répondu: Cela fait trente. Il a repris: Aurais-tu le courage de vivre avec les
trois mille?” (Hugo, 2002, III, p. 489)
–le dice Marius a su esposa. El lector de Les Misérables no deja de removerse en su asiento al asistir a la
falta de reconocimiento que se inflige a la vida del abnegado ex-presidiario:
por este rechazo, la existencia completa del legatario queda reducida a la
nada, completamente desposeída de su sentido y finalidad. La revelación, in extremis, de un disfrazado Thénardier
permite descubrir a Marius la calidad personal de quien le salvara de una
muerte segura en las barricadas de París; en un último esfuerzo, la joven
pareja acepta el legado del padre, quien muere en paz sabiendo a sus hijos
felices.
En cualquier caso, sea escasa o
abundante en términos económicos, la herencia supone para el heredero la
asunción de un capital simbólico que no es siempre grato recibir. Se trata,
como ya hemos señalado a través de Bourdieu, de aceptar continuar la obra del
padre, lo que conlleva, en caso de aceptar la herencia simbólica y/o económica,
abandono de los propios proyectos personales. En este sentido, Stendhal se
quejaba amargamente de su padre, de quien decía ver en él un simple y funcional
continuador de su linaje: «No me amaba como individuo sino como el hijo que
había de continuar la familia” (Perrot,
1991, p. 154). Flaubert, en la misma línea, expresaría la liberación que sintió
a la muerte de su progenitor de las aspiraciones que éste había puesto en él:
‘Todo esto ha hecho el efecto de una quemadura que hubiese acabado con una verruga
(...) ¡Por fin! ¡Por fin voy a trabajar!” (Perrot, 1991, p. 137)
A medida que el siglo iba avanzando y
se extendía el industrialismo, la individualización a la que sometía al
capitalismo al trabajador se convertía en asunto de preocupación de algunos
filántropos franceses. Una sociedad basada en la producción y consumo de bienes
debía aspirar, como la historia ha mostrado, a que todo ciudadano y toda
ciudadana se convirtiesen en unidades de consumo autónomos. De ahí que al poder
económico le haya interesado que el mismo dinero que pagaba a sus obreros le
fuera devuelto mediante la compra de los productos generados por la industria.
Tan evidente se hacía este afán consumista en ese período protocapitalista que
observadores como el conde Alban de Villeneuve-Bargemont, en su Economie politique chrétienne,
lamentaran la degradación del obrero industrial que «si tiene una familia, la
descuida o abandona como una pesada carga (...) Sus hijos no le prestan los
servicios que él no consiguió prestar a sus padres” (Lynch, 1998, p. 34). La continuidad de la
institución familiar quedaba afectada por el mismo industrialismo, que en
principio debía proporcionarle una mejora de su calidad de vida. Otros
escritores se hicieron eco de su decepción, subrayando concretamente el papel
de la transmisión intergeneracional de la propiedad en la consolidación de los
lazos entre padres e hijos:
Es imposible concebir la propiedad
sin la familia, y también la familia sin propiedad. Es tal la fuerza de los
lazos (...) que las une (...) (Sin propiedad que se pueda heredar) no hay
familia –y el nombre es una prueba
(...) Los hijos se dispersan, pronto las sucesivas generaciones olvidan sus
nombres. No tienen nombres. Pregunta a un hombre pobre por su genealogía.
Pensará que bromeas. La familia no es nada (Lynch, 1998, p. 37).
Esto quiere decir
que, en ausencia de un legado económico, la herencia simbólica significaba muy
poco tanto para los obreros como para los pensadores de la época del conde
Alban de Villeneuve-Bargemont. En una época erosionada por el mercantilismo y
el economicismo a ultranza, sólo el capital pecuniario se convertía en cimiento
necesario e insoslayable de la transmisión intergeneracional. En pocas
palabras, sin dinero no hay familia, pues los valores que esta había
transmitido hasta la época precapitalista habían sido completamente erosionados
por el capitalismo. Este y no otro fue la principal hipótesis de investigación
del sociólogo francés Frédéric Le Play, quien indagó los efectos del Código
civil napoleónico así como los de la nueva economía en las familias de la
Francia decimonónica.
Durante la segunda mitad del siglo XIX,
la estabilidad del orden patriarcal se vio amenazada por el avance de la
modernización y los impulsos individualistas que ésta trajo consigo. Como
señala el historiador Ben Eklof, la emancipación disparó el resentimiento,
ampliamente difundido, contra la autoridad patriarcal, contribuyendo a que la
familia fuera considerada como una fuente de ingresos económicos para el
individuo ávido de separarse de su campo simbólico (Eklof, 1993, pp. 95-97).
Como apuntara Loftur Guttormsson, la emancipación promovida por el capitalismo
aceleró el proceso de escisión del hogar, por el cual el hogar original dio
lugar a dos o más unidades conyugales. Anteriormente, este tipo de escisión
implicaba el reparto de las propiedades del hogar entre los hermanos;
normalmente se posponía hasta la muerte del patriarca, pero de ahora en
adelante se ejecutaba más a menudo mientras vivía el patriarca, jefe del hogar
(escisión pre mortem). Las razones
más comunes para la escisión eran los conflictos entre padres e hijos, así como
entre nueras y suegras. Sin embargo, si la escisión pre mortem era ejecutada contra la voluntad del padre, un hijo
impaciente corría el riesgo de perder el derecho sobre la parte del patrimonio
que le correspondía de acuerdo con el principio de la herencia indivisible
(Guttormsson, 2003, p. 405).
Esto significa que la herencia fuera
utilizada frecuentemente por el poder paterno como cortapisa a las ambiciones
emancipadoras de los hijos. La herencia no era un hecho de consecución natural,
sino que, según el Código civil francés, se concedía mediante el respeto a una
serie de normas familiares. Sin embargo, la promoción económica que procuraba y
prometía la sociedad industrial empujaba a muchos hijos a la separación de su
familia, en un impulso auto-referencial en el que el individuo pudiera
considerarse a sí mismo como responsable de su propio futuro: el self-made-man de los tiempos modernos.
En el ámbito familiar, esto supuso una difuminación constante de la autoridad
del pater familias como proveedor de
todos los bienes de la familia, tanto económicos como simbólicos.
5. Normas de respetabilidad
En ese mismo tiempo, y según refiere
también Guttormsson, la emancipación económica provocó otro fenómeno de
importancia no menor en la dinámica familiar, como se verifica en la progresiva
implantación de las normas de respetabilidad en la clase media. A medida que se
incrementaban los sectores de la clase trabajadora que se beneficiaban del
aumento de los ingresos, la promoción social se convirtió en motivo de
distinción entre clases: la familia trabajadora que había ascendido al escalón
de familia burguesa o de clase media deseaba mostrarlo a sus convecinos. La
respetabilidad devino un síntoma de ascensión, cuya demostración pasaba por la
adopción de unas costumbres determinadas como medio para distinguirse de los
sectores que seguían manteniendo un comportamiento «rudo” (Guttormsson, 2003,
p. 398).
Parte de ese nuevo comportamiento
consistía por la atribución a la mujer, a la esposa, a la madre, de la
responsabilidad de mantener la respetabilidad del hogar. La competencia del
hombre pasaba por su capacidad para aportar pecunio a casa, lo que permitía que
la mujer permaneciera en el hogar –en el que estaría recluida en lo sucesivo
para mayor gloria de la institución familiar, con la consiguiente separación de
las esferas masculina-pública y femenina-privada–. La mujer casada que no
realizaba un trabajo remunerado personificaba, así, la respetabilidad con su
competencia doméstica. Se sentía orgullosa de la casa y la familia y adquiría
autoestima demostrando que era capaz de llevar la economía familiar, cuidar
debidamente de sus hijos y cerciorarse de que asistían regularmente a clase.
Como refiere Mary Jo Maynes, la
separación entre lo público y lo privado proporcionó también un medio adecuado
para abordar la esquizofrenia moral creada por el capitalismo industrial
(Maynes, 2003, 306). Esta escisión provenía del componente de amoralidad
existente en la actividad económico-industrial desde las postrimerías del siglo
XVIII. Según Maynes, la moralidad burguesa necesitó buscar refugio en otro
lugar que no fuera el ámbito de los negocios –refugio que encontró en el seno
de la familia. Como recomedaba Sarah Ellis en su exitoso manual de gestión
hogareña publicado en 1839, el objetivo del hogar era proporcionar un «luminoso,
sereno, tranquilo y jubiloso retazo del cielo en un mundo que no tiene nada de
celestial” (Maynes, 2003, 306). De ahí que la domesticidad y su primorosa
gestión cobraran tanta importancia en el imaginario de la clase media –de lo
que la respetabilidad era un elemento más. Su implantación y exaltación, como
señala de nuevo Maynes, estuvieron determinadas por el cambio económico.
A
medida que las mujeres casadas abandonaban el trabajo remunerado, aumentaban
las exigencias impuestas a los maridos en su papel de sustentadores y
proveedores de la familia. La dignidad y el respeto debidos al padre a veces
podía hacer de él un miembro de la familia ajeno a ella –excepto en la mesa, a
la hora de comer, y en los paseos del domingo por la tarde. «Mostrándote apenas
una vez al día creabas en mí una impresión tanto más profunda en la medida en
que era excepcional...” –decía Franz Kafka en su Carta al padre (Badinter, 1993, p. 179).
Este
fenómeno comenzó a operar la separación entre los progenitores y sus hijos,
quienes vieron a partir de esa segunda mitad de siglo XIX a su padre como un
ser extraño al que jamás se llegaría a conocer en profundidad. Es el «padre
ausente” de la sociedad industrial del que habla Robert Bly: que se va de casa
temprano por la mañana y no vuelve hasta muy tarde por la noche, dejando una
impresión de desamparo en el niño (Bly, 1991, p. 120). Según historiadores,
psicólogos y psicoanalistas, este abandono paterno de sus responsabilidades
afectivas provoca fantasmas y obsesiones en el hijo desprovisto de modelo
masculino –de ahí que se le haga culpable de su desvirilización paulatina. El psicoanalista
estadounidense Samuel Osherson habla de un profundo «dolor de padre» que se da
en los hijos de la era industrial (Osherson, 1987, p. 233). La ausencia del
progenitor provocaría en sus vástagos una curiosa ambivalencia polarizada en la
nostalgia y el odio, entre el miedo y el desprecio. Miedo a la aplicación de su
autoridad: latente en todas las normas silenciosas que rigen la vida del hogar
y de la sociedad; visible de manera demasiado patente cuando, a su tardía
vuelta a casa, debe someter al niño mediante castigo al dictado de su poder.
Nostalgia, en su constante ausencia. «La profunda necesidad que siente el hijo
de que su padre le reconozca y confirme como tal choca con la ley del silencio”,
dice Badinter. «Su masculinidad, que necesita un refuerzo constante, queda
inacabada debido a la huida paterna” (Badinter, 1993, p. 181).
Todo indica que la erosión de la figura
del padre produjo una huella indeleble en el imaginario del niño. Desprovisto
de modelo, de atenciones afectivas de su progenitor, el infante crece en una
total desorientación que, finalmente, el mercado se encargará de encauzar en la
vía del consumo. El padre pierde, por ello, su función simbólica, deja la
familia a la deriva y, a sus miembros, a merced de las potentes corrientes
económicas. El legado del hijo del capitalismo, industrialismo y economicismo
del siglo XIX es, como señala Roudinesco, «haber recibido en herencia la gran
figura destruida de un patriarca mutilado” (Roudinesco, 2004, p. 84) –y que el
psicoanálisis intentará desentrañar con su método.
Balzac supo plasmar a la perfección los
intentos de un padre por contrarrestar este inevitable impulso social en contra
de la paternidad. El Père Goriot –en
la novela homónima de Balzac, de 1834– se esfuerza lo indecible por hacerse
responsable de los éxitos de su hija, Delphine, posteriormente Mme de Nucingen.
Antiguo fabricante de pasta italiana y de almidón, el Père Goriot se desvive por procurarle a su hija los vestidos,
carruajes y demás accesorios necesarios para su esplendor como hija casadera
–digna de los mejores partidos cuanto mejor aparezca en sociedad. La misma
defección de la institución se comprueba en la progresiva decadencia del Père Goriot.
Ante este fenómeno de rarefacción de la
presencia e influencia paternas, el centro de gravedad en la familia se
desplaza hacia la madre –quien asume responsabilidades progresivamente mayores,
incluso en el caso de los varones. Es en este contexto de declive de la familia
tradicional, de «umbral de la familia edípica” –como señala Yvonne Knibiehler
(Knibiehler, 1996, pp. 95-118)– en el que Freud crea sus teorías psicosexuales
(5).
Una escenificación estupenda de la
asunción de estas responsabilidades, mediante la competición entre padre y
madre, se da en El Padre, de August
Strindberg (Strindberg, 1979, p. 208) –una «escenificación violenta de la
‘guerra de los sexos’ “, como dirá Silvia Tubert (Tubert, 2001, p. 194).
Preocupado por los avances del feminismo, cuyas reivindicaciones defendían
también algunos hombres como Ibsen, Strindberg presenta una imagen apocalíptica
de los estragos que habría de producir una modificación de las relaciones de
poder entre los sexos (en este caso, en lo que respecta a la patria potestad)
que él sólo puede concebir como inversión de los términos, es decir, como la
imposición del dominio de las mujeres sobre los hombres. La obsesión, la
locura, el derrumbe, se originan en la duda acerca de la paternidad: «un hombre
no tiene hijos. Sólo las mujeres los tienen, por eso el futuro les pertenece, mientras
que nosotros morimos sin hijos”. La locura del capitán es una metáfora de la
destrucción de la paternidad y de la masculinidad que, según Strindberg, sería
el corolario del triunfo de la reivindicación de los derechos de las mujeres y
de las madres.
La consecuencia socio-política de esta
destrucción simbólica de la omnipotente paternidad es la promulgación en
Francia de la ley sobre la inhabilitación de la patria potestad cuando se
reconoce la indignidad del padre. Con esta ley se derrumba un principio sacrosanto: el poder del padre sobre sus
hijos dejó de ser algo intocable y pasó a estar sometido a criterios de
seguridad y utilidad pública bajo el control de la colectividad. Françoise
Hurtel glosa la importancia de este hecho como la «escena inaugural” de la
paternidad contemporánea (Tubert, 2001, p. 193).
El caso del abandono de la
responsabilidad paterna en su crianza y
su educación se hace de nuevo manifiesto en Stendhal. Cuánto sufre
Julien ante la iniquidad a la que le somete su padre. Comparado con sus dos
hermanos, musculosos trabajadores que hacen las delicias del patrón de la
serrería familiar, Julien no es más que un gañán inútil, que pasa su tiempo
leyendo estúpidas novelas en lugar de ejercitarse en los juegos viriles. «Je
vais être délivré de toi; et ma scie n’en ira que mieux » (Stendhal, 1972,
p. 34), le dice su padre al anunciarle que le ha encontrado un empleo de
preceptor en casa del M de Renal. El padre se libra de él, pues su presencia no
deja de ser una molestia –o, lo que es más, un gasto superfluo en la dinámica
familiar, únicamente basada en el afán de lucro y en la productividad. Criar un
hijo, alimentarlo y proporcionarle una educación –basada, eso sí, en los
designios paternos– sólo se puede concebir si con ello se proporciona un nuevo
obrero a la economía familiar. Julien, improductivo desde el punto de vista
paterno, le es costoso a su padre, quien no ve el momento de desembarazarse de
él y de terminar así con el pago de su alimentación. Una obligación que, como
progenitor, acepta el padre siempre y cuando le sea devuelta en capital de
trabajo; de lo contrario, no será sino un suma y sigue consignado en el debe de
la contabilidad paterno-filial: «Dieu sait, maudit
paresseux, lui dit son père, si tu auras jamais assez d’honneur pour me payer
le prix de ta nourriture, que j’avance depuis tant d’années” (Stendhal,
1972, p. 37).
Ante la cuantificación
–o mercantilización– de los cuidados que el padre dispensa al hijo, este no
puede sino huir en busca de un prestigio que le devolviera la consideración del
padre. Lo que el padre no ha podido hacer de su hijo, este deberá hacerlo de sí
mismo para mostrarse digno de su afecto. De ahí que el empleo en la casa
señorial sea una liberación para Julien así como una posibilidad de promoción.
Pero, lejos de volver para mostrar sus triunfos al padre cuando se halla de
regreso en Verrières, Julien olvida a toda su familia como si fuera el objeto
de un mal sueño: «la jalousie de ses frères, la présence d’un père despote et
rempli d’humeur avaient gâté aux yeux de Julien les campagnes des environs de
Verrières” (Stendhal, 1972, p. 65).
Julien
no sólo es el bastardo por excelencia, sino, casi se podría decir, hijo de una
generación necesariamente espontánea. Expulsado, casi repudiado por su padre,
el héroe de Le Rouge et le noir debe
re-hacerse a sí mismo a partir de una generación indeseable y claramente
obviable, digna de ser relegada al olvido.
No es de extrañar, por todo ello, que
cualquier influencia positiva sobre su futuro –pues se supone, que el padre
forme al hijo para ser un hombre autónomo e independiente– sea recibida por
Julien con la alegría del hijo pródigo. Y así se da cuando, en el seminario de
Besançon, el abate Pirard promete ayudarle en su carrera eclesiástica. La
posibilidad de que un hombre de tamaña autoridad se muestre dispuesto a
compartir los beneficios de su curia, o incluso a cedérsela en caso de que su
nuevo empleo –esta vez en la parisina casa del marqués de
6. Responsabilidad individual del triunfo
El reto que se hace a sí mismo el hijo
que niega al padre es de gran magnitud. Una vez descontado el patrimonio, una
vez olvidada la posibilidad de heredar algo –un cargo, una renta, una suma
importante– la responsabilidad del triunfo recae exclusivamente sobre este hombre-que-se-hace-a-sí-mismo. Su futuro
le pertenece porque sólo depende de él medrar o empeorar (7). Sin embargo, en
algunas ocasiones en que la influencia del padre proveedor falta, la
responsabilidad personal del triunfo se ve cargada con las esperanzas de
bienestar que otras personas, dependientes de la evolución del héroe bastardo,
depositan en él. La adquisición de un nuevo patrimonio se encomienda al joven
que parte a la capital en busca de las aventuras y de los negocios que le
permitan medrar; de ello se beneficiará la familia que se quedó en la profunda
provincia, cuyos miembros hacen todos los esfuerzos posibles para dotar al
héroe de lo necesario en su ascensión. «Le Français aime le péril, parce qu’il y
trouve la gloire, a dit monsieur de Chateaubriand...” (Balzac, 1983, p. 146) –refiere el
Rastignac de Le Père Goriot a Mme de
Béauséant. Un peligro que consiste no sólo en arriesgar su propia
vida y su propio porvenir, sino el de toda la familia. Y es que este dandi en
ciernes que es Rastignac se instala provisionalmente en la pensión de la señora
Vauquer, venido de su Angulema natal a París para estudiar derecho; su familia,
para financiar sus estudios, «se soumettait aux plus dures
privations afin de lui envoyer douze cents francs par an” (Balzac, 1983, p.
14). Privaciones de todo tipo que pasaban por el ahorro
inmoderado en los vestidos de las hermanas –quienes esperaban días mejores para
lucir sus encantos y encontrar un buen marido; en las necesarias reparaciones
de la antigua y desvencijada mansión familiar; en los caprichos que sus padres,
ya mayores, se habían acostumbrado a permitirse. Todo se detiene a la espera de
que el hermano, el hijo varón, consiga esos éxitos que devuelvan la perdida
prestancia a la familia –de la misma manera que espera la familia de Lucien
Chardon de Rubempré, el héroe de Illusions
perdues:
La stricte
économie de ce mariage rendait à peine suffisante cette somme, presque
entièrement absorbée par Lucien. Mme Chardon et sa fille Ève croyaient en
Lucien comme la femme de Mahomet crut en son mari; leur dévouement à son avenir
était sans bornes (Balzac, 1974, p. 47).
Lucien, el otro
paradigma del héore bastardo, viste sus noches angoumoises de gala para gustar a la bella Mme de Bargeton, cuyo
amor le conducirá finalmente a París. Y aunque al llegar a la capital
proveedora de todas las fortunas por crearse, Lucien sea abandonado a su
suerte, no ceja por ello en su empeño de escalar. Y lo hace no sólo porque de
su escalada más o menos rápida depende su soñado futuro de éxitos y gloria,
sino también el de su familia. Por eso, sus deseos de triunfar pasan por encima
de todo, de sus estudios, de su dignidad –en ocasiones por encima de su familia
incluso. Lucien traiciona finalmente la confianza que en él deposita su familia
por atender las cuestiones del honor de un dandi que conoció las mieles del
éxito social y se ve sometido de repente a la amargura de la pobreza. Cómo no
sentir el peso de la ignominia cuando se sabe que se ha gastado alegremente el
dinero que la familia, allá en Angulema (el mismo país que Rastignac), amasa
día a día para satisfacer sus deudas de jeune
désoeuvré.
Triste condición la del deudor, quien
se ve siempre cargado con la obligación de pagar –de una manera u otra– el
depósito que en él hicieron. Cómo no soñar –como el Napoleón de Santa Helena–
con el estado de hijo bastardo, de niño expósito a todos los niveles,
únicamente dependiente de su suerte y de su trabajo –únicamente dependiente de
sí mismo.
Hijo
de una generación necesariamente espontánea, el héroe bastardo reniega de
padre y de familia para sentirse, por una parte, únicamente deudor de su propio
esfuerzo; por la otra, sólo responsable de sí mismo. «Tout tend dans ce siècle à jeter de l’odieux sur l’autorité légitime. Pauvre France!”,
exclama airado el señor de Renal (Stendhal, 1972, p. 153). Y no protesta únicamente
ante la ascensión del ilegítimo,
del bastardo Napoleón; también ante
la autoridad que, como padre, él mismo va perdiendo ante sus hijos. Ya no
son los valores patrimoniales, la figura de autoridad indiscutible y legítima
que debería significar el padre ante sus hijos: cualquier advenedizo es capaz
de ganarle la partida a ese pater familias
huidizo y ausente, cuya figura se difumina como modelo en el camino que lleva
al éxito social. Todo cambia, la época está llamada a la transformación social.
La posibilidad de éxito lo mina todo, ofreciendo a los jóvenes franceses («gâtés
tous par l’exemple de Napoléon”) el espejismo de nada deber al pasado y todo
a su propio esfuerzo. Ni el patrimonio, ni el nombre, ni los hechos que merecieron
un escudo nobiliario valen lo que procura una gloria arrancada al porvenir
con el duro esfuerzo, con la puesta a prueba de la propia valía, con el propio
carácter. El viejo mundo se derrumba para dejar paso al mundo de los méritos
en constante evolución. El padre, como consecuencia de ello, ve bascular su
papel de autoridad hasta hace poco innegable: «moeurs de voisinage, habitudes
religieuses, fidélités traditionnelles se sont effritées devant l’exaltation
de la ‘réussite’” -como señala André Rauch en su estudio sobre la historia
de la masculinidad (Rauch, 2000, p. 256). La tierra pierde gran parte de su
importancia con el desarrollo de la civilización industrial, para pasar a
ser las propiedades inmobiliarias las que cobren una presencia otrora impensable
en
El
nuevo orden de ciudadanos alejados de las expectativas sucesorias o
hereditarias, reunidos en torno a la expresión de las hazañas militares (¿qué
mejor manera de forjarse un futuro que mediante el ejercicio de las armas en la
bélica época de Napoleón?) crea un nuevo código masculino basado en el honor,
en el que el mérito ya no proviene de la ciudadanía ni de la opinión pública.
Esta nueva clase de hombres que necesitan construirse a sí mismos se reúne en
círculos de iniciados, cuya fidelidad se basa en los valores viriles. Las
hazañas, el valor y el código de honor del héroe son monopolio exclusivo del
hombre.
Sin
embargo, no todos los hombres participan de esta nueva virilidad
auto-realizada. La difuminación de la imagen del padre también da nacimiento a
otra clase de hombres, que supone la transgresión del código de honor viril. Como señala André Rauch, « la transgression de ce
code passe pour effémination, et provoque mépris ou dédain. La mysoginie peut
ici servir de paradigme à la virilité » (Rauch, 2000, p.
255). Esto explica en parte la gran
corriente de misoginia que se produjo en
No
es la misoginia decimonónica un tema que este artículo busque someter a
análisis: requeriría tratamiento específico y un espacio propio para hacerlo.
Sin embargo, el rechazo masculino hacia lo femenino conforma en parte la
identidad del héroe bastardo, del hombre-hecho-a-sí-mismo de la sociedad
capitalista. La familia es, en gran medida, obstáculo y prueba para el éxito
del solitario héroe de la industrialización; obstáculo, pues le impide la
consecución de sus intereses más estrictamente personales: recordemos al Vernou
de Illusions perdues, limitado por su
mujer y sus dos hijos (Balzac, 1974, p. 350); prueba del éxito, pues la
constitución de una buena y respetable familia dará fe del poder de quien
ostenta su capitalidad.
El
héroe bastardo ha sido perfilado por la obra de numerosos autores del XIX
francés: Julien Sorel, Rastignac, Lucien de Rubempré…, quienes tenían en
Napoleón Bonaparte el gran ejemplo a seguir, el gran héroe bastardo de la
historia europea. Con casi total certeza, la redacción del nuevo Code civil y la mercantilización masiva
de la sociedad aceleraron el proceso de erosión de la familia para que de sus
vestigios se elevase el héroe individual, dueño y responsable de su destino.
Individuo y familia encontraron el siglo XIX las bases de su cisma definitivo:
la sociedad impediría, en lo sucesivo, la reunión de esa comunidad de carácter
primitivo –lo que podría contribuir a separar al individuo del mercado, medida
y razón de todos los sistemas políticos posteriores. Tras la defección de la
familia vendría, ya en el siglo XX y según Michel Houellebecq, la defección del
concepto ‘pareja’: «le couple et la famille représentaient le dernier îlot de
communisme primitif au sein de la communauté libérale. La libération sexuelle
eut pour effet la destruction de ces communautés intermédiaires, les dernières
à séparer l'individu du marché. Ce processus de
destruction se poursuit de nos jours” (Houellebecq, 1999, p.144).
NOTAS
(1) Henri
Guillemin (Guillemin, 1969) desmonta el gran fiasco napoleónico, señalando que
el rápido ascenso del corso fue objetivo principal de su vida. Su capacidad
para salir triunfante de todas las situaciones se debió antes a su habilidad
para cambiar de chaqueta que a su actitud heroica. Su pretendido amor a la
patria queda en entredicho cuando se sabe que, por una parte, se ausentó de su
batallón siendo joven tanto como le permitían las ordenanzas; y por la otra, que
sus expresiones de amor a Francia dependían del tono de la política corsa. Su
indiscutible autoridad una vez que se hubo coronado emperador se construyó
acallando y reprimiendo cualquier crítica a sus decisiones. Jamás la prensa
estuvo más oprimida que bajo su imperio. Consideraciones históricas que
Guillemin creyó necesario puntualizar para deshacer de una vez por todas un
mito injustamente construido.
(2)
Heinrich Heine, en el contexto alemán, también se hace eco del efecto de
deslumbramiento que Napoleón produjo en su generación y en él mismo (Heine,
2003, pp. 184 et ss). Véase especialmente
(3) Este
concepto de «horda primigenia» proviene de la obra Tótem y tabú (Freud, 2000). En ella, el psicoanalista retoma una
hipótesis del antropólogo británico Atkinson que trata de explicar el origen de
la sociedad civilizada. Esta tendría sus cimientos en el asesinato del macho
dominante por parte de un grupo de primates jóvenes sin satisfacción sexual
dentro de la manada. A consecuencia del mismo, los jóvenes habrían comenzado a
albergar sentimientos de culpa por el crimen cometido, donde estaría el origen
de las comidas totémicas, los rituales de ensalzamiento paterno de las
religiones monoteístas y del tabú del incesto; es decir, del sistema patriarcal
en que se asienta ideológicamente nuestra civilización.
(4) Esta
diferencia no fue subsanada hasta dos siglos después, momento en el que se
impuso la partición igualitaria en todo el país (Brissaud, 1912, pp. 342-350).
(5) Ver
un ejemplo de este desplazamiento progresivo del polo de atención hacia la
mujer, hacia la madre, en la balzaciana Eugénie Grandet, en particular en el
pasaje en que la madre de Eugénie está en su lecho de muerte: el Père Grandet
se da cuenta, alertado por su abogado, de que tiene bienes gananciales con su
mujer. Su patrimonio depende, en adelante, de la decisión de su hija, símbolo
patente del avance femenino en las decisiones patrimoniales (Balzac, 2002, p. 179).
(6) Así es como define Stendhal, una de tantas veces, la
sensibilidad de Fabrizio del Dongo: «c’était un de ces coeurs de taille trop fine qui ont besoin de
l’amitié de ce qui les entoure» (Stendhal, 1983, p. 124).
(7) Alain
de Botton señala una serie de textos que él considera precursores en la
filosofía del «hombre-que-se-hace-a-sí-mismo»: Autobiografía, de Benjamin Franklin (incompleta tras su muerte en
1790); Progresar en el mundo, de
William Matthews (1874); De camino a la riqueza,
de William Maher (1876); El secreto del
éxito en la vida, de Edwin T. Freedley (1881); Cómo triunfar, de Lyman Abbott (1882); La ley del éxito, de William Speer (1885); El problema del éxito para el hombre joven y cómo solucionarlo, de
Samuel Fallows (1903). (Botton, 2004, p. 67).
(8) Así lo expresa Simone de Beauvoir en su Deuxième Sexe: «Par suite du rapide développement
de la civilisation industrielle, la propiété foncière se trouve en recul par
rapport à la propiété mobilière: le principe de l’unité du groupe familial
perd de sa force. La mobilité du capital permet à son détenteur au lieu d’être
possédé par sa fortune de la posséder sans réciprocité et de pouvoir en disposer»
(Beauvoir, 1949, I, p. 209).
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