REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LA GÉNESIS DEL HÉROE BASTARDO

 

Francisco Domínguez González

(Facultad de Ciencias Humanas y de la Educación de Huesca

Universidad de Zaragoza)

 

 

Summary:

 

This article tries to comment how political changes wich began at the end of the XVIIIth Century and continue all along of the XIXth settled the bases of contemporary individualism. The defection of the Ancien Régime, the arrival of Napoleon to the head of the State and the writing of the new Civil Code accelerated the family’s erosion process –paternity was especially concerned– as the institution on wich the society was based.

Unable to count on neither his family nor its patrimony, the person depends only on his own effort in order to reach a more confortable position in society. The responsibility of his success is on his own: it is here where the individualism of contemporary society finds its sources.

 

Key words: France XIXth century – symbolic orphanage – denial of father’s name and patrimony – individual responsibility

 

 

Resumen:

 

En este trabajo pretendemos comentar cómo los cambios políticos que comenzaron a finales del siglo XVIII y continuaron a lo largo del XIX sentaron las bases del individualismo contemporáneo. La defección del Antiguo Régimen, la llegada de Napoleón a la dirección del Estado y la redacción del nuevo Código Civil aceleraron el proceso de erosión de la familia –y, más concretamente, de la paternidad– como institución sobre la que reposaba la sociedad hasta la Era Moderna.

No pudiendo ya contar ni con la familia ni con el patrimonio familiar, el individuo depende exclusivamente de su propio esfuerzo para medrar y alcanzar una posición socioeconómica más cómoda. La responsabilidad de su triunfo es únicamente suya: el individualismo propio de la sociedad contemporánea halla aquí su germen.

         Para ilustrar estas hipótesis de estudio hemos recurrido a varios de los autores franceses de ficción que, en el siglo XIX, escenificaron el desarrollo del individualismo en sus novelas: Hugo, Stendhal y, sobre todo, Balzac. Por otra parte, hemos intentado contrastar sus ideas con las conclusiones de historiógrafos, sociólogos y psicólogos, con el fin de proporcionar una visión múltiple y lo más detallada posible.

 

Palabras-clave: Francia siglo XIX - orfandad simbólica – negación del nombre y del patrimonio paternos – responsabilidad individual

 

 

 

 

1. El sentimiento de orfandad institucional

         La historia del siglo XIX es en todo deudora del convulso panorama del final del siglo que le precede. La Revolución de 1789 marcó de manera indeleble los acontecimientos políticos, sociales y económicos que se produjeron en Francia durante el siglo por venir. En el tema que nos interesa, la decapitación de Louis XVI el 21 de enero de 1793 fue decisiva.

         El detonante de la gran revuelta popular de 1789 fue el malestar del pueblo al observar cómo los privilegios de la aristocracia cargaban sobre aquel el peso del Estado francés. El sistema de pensiones concedidas por el gobierno a las grandes familias de la nobleza y al clero no se veía contrarrestado por una fiscalidad equitativa: ambos estamentos estaban eximidos de pagar impuestos. El proletariado y la burguesía emergente eran los únicos contribuyentes de una estructura impositiva altamente desigual. Este hecho, unido a las hambrunas sobrevenidas tras los rigurosos inviernos, creó una conciencia  en el pueblo llano apta para la denuncia y la exigencia –que Robespierre, Danton y Marat tan bien supieron aprovechar en su escalada terrorista.

         El pueblo, en definitiva, se sentía desvalido ante todos los vaivenes políticos que se producían en las altas instancias del poder parisino. Fueran cuales fuesen las circunstancias en que un nuevo gobierno hubiese advenido, el pueblo obrero –al que se dio el sobrenombre de classes dangereuses durante largo tiempo- sufría las consecuencias de su opresión en varios frentes: hambrunas como consecuencia de las malas cosechas y de los crudísimos inviernos; inmolación en el altar napoleónico que fueron los numerosos campos de batalla en que el emperador mostró su poderío; durísimas condiciones de trabajo, pagadas con salarios ínfimos cuya continuidad dependía de la convulsionada y cambiante economía.

         Todo un sistema de gobierno, el Ancien Régime, se desmoronaba con el acontecimiento de la Bastilla. Un sistema que giraba en torno a la indiscutible figura del rey, bajo cuya luz trabajaba, crecía y se multiplicaba la totalidad de la población francesa. Se puede decir que el pueblo francés quedó huérfano con la muerte violenta de Louis XVI en la guillotina, y que el signo de la historia de las décadas siguientes no fue sino la búsqueda desesperada de un monarca –coronado o no- en quien recayese la completa responsabilidad del Estado.

         Porque para Francia, el rey fue siempre un padre déspota: un soberano que no estuviese al servicio del pueblo, sino que se sirviera de él para lograr sus altos designios. Incluso cuando Louis XVI es llevado, en julio de 1789, al ayuntamiento parisién para hacerle renegar de la bandera fleurdelisée y acoger la cocarde tricolor, fue saludado allí mismo y a voz en grito como «honnête homme, père des Français, roi d’un peuple libre» –según refiere Chateubriand en sus Memorias (Chateaubriand, 2000, p. 113). Esta paternidad atribuida al rey revela la profunda psicología servil del pueblo francés, que le hacía dependiente y le ponía a merced de cualesquiera decisiones venidas de un soberano que él considerase legítimo.

         El monarca moriría guillotinado meses más tarde, lo que no dejó de suscitar ciertas dudas acerca del pretendido carácter divino e inmutable de la monarquía. La desmistificación de la institución se completó en alto grado cuando Louis-Napoléon Bonaparte participó en las elecciones de 1848 y tuvo que salir a la calle en busca de votos... El mismo Chateaubriand, defensor a ultranza de la monarquía, dudaba sobre la legitimidad de la institución. «Qui conserve la moindre illusion sur la couronne?» –dice en sus Memorias (Chateaubriand, 2000, p. 329)–, «depuis que sur une place publique un souverain, les cheveux coupés, les mains liées derrière le dos, a abaissé sa tête sous le glaive, au son du tambour; depuis qu’un autre souverain, environné de la plèbe, est allé mendier des votes pour son élection, au bruit du même tambour, sous une autre place publique».

         El pueblo francés se podría decir huérfano sin su rey, de ahí que fuera tan ardua y continuada la búsqueda de un nuevo soberano-padre a quien entregarle el poder en masa. Búsqueda que parecía haber dado con su objetivo en la persona de un general señalado durante las refriegas revolucionarias: Napoléon Bonaparte, «le seul roi dont le peuple ait gardé la mémoire»como dice Julien Sorel en un momento de su estancia en el seminario de Besançon (Stendhal, 1972, p. 204)–. Su ascensión supuso para el pueblo llano francés una imperturbable esperanza de promoción social; su defección significó motivo de nostalgia permanente. Con la pérdida definitiva del general corso, Francia perdía de nuevo a su padre, quedando huérfano –otra vez– de un cabeza de estado suficientemente poderoso y convincente.

         La figura del padre se iba desmoronando poco a poco en el imaginario francés. En primer lugar, las numerosísimas guerras a que Napoleón sometió a su pueblo provocaron la orfandad de muchos niños; una política de natalidad acorde a la dinámica bélica del Estado napoleónico repoblaba los campos de nuevos niños, quienes se convertían en huérfanos a su vez por la imparable máquina de la guerra (Kertzer y Barbagli, 2003, p. 11).

         En segundo lugar, tanto las expropiaciones forzosas de la Revolución de la Bastilla –sólo compensadas durante el reinado de Charles X– como las continuadas crisis financieras agotaron el patrimonio de muchas familias francesas. Eso significaba que los hijos de dichas familias ya no gozarían de los privilegios de sus antecesores, sino que deberían ser hijos de sus propios éxitos. En tercer lugar, la Revolución cambiaría la legislación sobre la herencia, de manera a obstaculizar, mediante el fin de la primogenitura, el modelo de herencia de las haciendas que ayudaba a la nobleza a mantener su hegemonía económica.

         Por último, la creciente Revolución Industrial –que en Francia no arrancaría en verdad hasta bien mediado el siglo XIX– modificó por completo los antiguos modos de producción. La industrialización urbana atrajo a cantidades ingentes de pequeños agricultores, que abandonaron tierras, cultura y, en muchas ocasiones, familia. En todos los casos, los extenuantes horarios industriales impedían una presencia continuada de los padres en los hogares -con su correspondiente incidencia sobre la educación de los niños. El padre proletario o pequeño burgués era un verdadero ausente para su descendencia, ocupado como estaba en ascender social y económicamente.

Ya por orfandad, por pérdida del patrimonio o por ausencia continuada, el padre dejó de ser esa figura providente y magnánima que la educación clásica había inculcado. Las ideologías de la virilidad se vieron resentidas por este hecho.

 

2. Napoleón

         El papel de Napoleón en la historia posterior a la Revolución francesa fue inmenso, sobre todo a nivel simbólico. Del general de artillería que fue, caído en desgracia tras ayudar a Dugommier a liberar Toulon, se convirtió en salvador de la República al atajar la insurrección realista del 13 vendémiaire (5 de octubre de 1795). Dos años más tarde volvería a asegurar la continuidad republicana desbaratando la tentativa realista del 18 fructidor (4 de septiembre de 1797). Posteriormente, el éxito de sus campañas italianas le hizo merecer un recibimiento de vuelta a París con todos los honores. Señaladísimo y popular, Napoléon entró a formar parte, como Cónsul, de la Comission consulaire exécutive que gobernaría el país a partir de 1799. Sin embargo, su popularidad haría olvidar a los otros dos cónsules, Moreau y Jourdan. El general corso era objeto de adoración, por aquel entonces, de sus soldados, quienes extendían la leyenda de su invencibilidad. Su entrega al trabajo, su temible carácter, su asombrosa memoria que le permitía reconocer a un soldado en medio de un inmenso batallón, su arrojo, su suerte en definitiva, que le permitió escapar del ejército inglés cuando volvía de Egipto, todo ello contribuía a hacer de Napoleón el inesperado salvador de la patria, en contraste con el gran desprecio que el pueblo profesaba a los elegantes miembros del Directoire.

         Tras su nombramiento, Napoleón dictó los 95 artículos de una Constitución que cambiaba de arriba abajo todo el sistema de gobierno francés. Los Códigos civil y penal fueron transformados profundamente, llegando hasta la actualidad salvo modificaciones; la administración del territorio en regiones y departamentos fue obra suya. En resumen, toda la obra del popular personaje ha marcado de manera tenaz el imaginario francés, de tal manera que sus obras, sus batallas y las gentes que junto a él transformaron la historia de Francia en esos convulsos tiempos de cambio de siglo nombran la toponimia urbana del país galo.

         Tanta actividad bélica como desplegó el emperador coronado en 1804, dejó el campo francés lleno de antiguos combatientes –que fueron quienes debieron de extender la «leyenda imperial” tras la derrota de Waterloo (Miquel, 1976, p. 301)–. La necesidad de nuevas tropas se traducía en continuados llamamientos a filas, pero con diferencias con respecto a llamamientos precedentes. Mientras las posibilidades de promoción de los jóvenes agricultores en el ejército fueron muy limitadas en el pasado –sólo adquirían el grado de oficiales los hijos de familias notables–, la armada napoleónica abrió el acceso a todo el mundo. Se aseguraba así la llegada masiva de jóvenes a cada nuevo llamamiento. Rompiendo de esta manera con un injusto determinismo social, el ejército contribuyó no poco a engrandecer el mito de Napoleón. Parecía evidente que el corso era un hijo del pueblo que permitía a sus hermanos de clase acceder a los más altos puestos de responsabilidad. Así lo evidenció Stendhal en la conversación que sorprende Julien Sorel entre dos seminaristas de Besançon, quienes aseguran que un simple albañil puede convertirse en general a las órdenes del Otro:

 

         -  Eh bien! y faut partir, v’là une nouvelle conscription.

- Dans le temps de l’autre, à la bonne heure! un maçon y devenait officier, y devenait général, on a vu ça.

- Va t’en voir maintenant! il n’y a que les gueux qui partent. Celui qui a de quoi reste au pays..

         - Qui est né misérable, reste misérable, et v’là.

- Ah ça, est-ce bien vrai, ce qu’ils disent, que l’autre est mort? reprit un troisième maçon.

         - Ce sont les gros qui disent ça, vois-tu! l’autre leur faisait peur..

- Quelle différence, comme l’oeuvre allait de son temps! Et dire qu’il a été trahi par ses maréchaux! Faut-y être traître! (Stendhal, 1972, p. 204)

 

         El ejemplo de Napoleón, pues, fue válido para toda una juventud ávida de promoción social y de gloria. Su figura imprimió a la novela del siglo XIX el más formidable impulso que la literatura puede recibir de un hecho histórico, abriendo terrenos de acción ilimitados para la imaginación novelesca. El siglo se puebla de arribistas seductores, de héroes inteligentes que ansían la libertad y el poder que su clase no les permitiría en condiciones normales. Marthe Robert, en su Roman des origines, origines du roman, señala una serie de características «napoleónicas” de la novela del XIX, de las cuales la más importante es el violento deseo de promoción del protagonista «... par les femmes naturellement, et aussi rapidement que possible, afin de changer en supériorité sociable incontestable une médiocrité native ressentie comme une malédiction » (Robert, 1972, p. 243).

         Esta descripción se cumple perfectamente en los héroes juveniles stendhalianos, de los cuales Julien Sorel centra nuestra atención como paradigma del admirador napoleónico. El joven guarda en su habitación un retrato del emperador, con todo el peligro que conlleva tal hecho en la mansión de un hombre, M. de Renal, que hacía semejante profesión de odio hacia el usurpador (Stendhal, 1972, p. 72). Y es que la figura del general y su ascenso desde la nada consuelan al joven Sorel de sus inalcanzables aspiraciones a la gloria:

 

depuis bien des années, Julien ne passait peut-être pas une heure de sa vie sans se dire que Bonaparte, lieutenant obscur et sans fortune, s’était fait le maître du monde avec son épée. Cette idée le consolait de ses malheurs qu’il croyait grands, et redoublait sa joie quand il en avait. (Stendhal, 1972, p. 39)

 

Era pues Napoléon una especie de hombre enviado de Dios, que permitía soñar a los jóvenes franceses con la posibilidad del éxito y de la gloria, pero cuyo ejemplo, difícilmente igualable, les sumía en la imposible emulación. Así se exclama de nuevo Julien Sorel en Le Rouge et le noir –título que simboliza los colores del uniforme napoleónico–: «ah!, que Napoléon était bien l’homme envoyé de Dieu pour les jeunes Français!... Quoi qu’on fasse, ajouta-t-il avec un profond soupir, ce souvenir fatal nous empêchera à jamais d’être heureux! » (Stendhal, 1972, p. 104) Ejemplo de difícil seguimiento que mina la esperanza de los jóvenes y les imposibilita un desarrollo armónico con su propia personalidad. Así lo ve el sacerdote español Carlos Herrera de Illusions perdues cuando se detiene en Angulema y evita el suidicio de Lucien Chardon de Rubempré: «c’est le défaut des Français dans votre époque. Ils ont été gâtés tous par l’exemple de Napoléon » (Balzac, 1974, p. 628). Y como Lucien, aparentemente, toda la juventud francesa nacida y/o crecida en el primer cuarto de siglo. Balzac lo expresa de nuevo, desde su óptica de narrador que se permite un comentario ilustrativo en La Peau de chagrin. Raphaël entra en el bazar donde encontrará la terrible piel, cuando la visión del viejo tendero le hace temblar como ante un extraño poder: «il trembla donc devant cette lumière et ce vieillard, agité par l’inexplicable pressentiment de quelque pouvoir étrange; mais cette émotion était semblable à celle que nous avons tous éprouvée devant Napoléon » (Balzac, 2003, p. 53).

         Fuerza de la naturaleza inaccesible e inigualable, Napoleón ha supuesto un referente, un ejemplo y, a la vez, una quimera. Su papel en la historia europea ha sido, como hemos venido diciendo, crucial para la formación del individuo en la grandeur francesa. Su rol de usurpador –que le atribuye, por ejemplo, el M. de Renal stendhaliano– no lo es tanto si se tiene en cuenta que su función política empezó a la cabeza de un triunvirato y que todos sus ascensos en el gobierno del Estado vinieron refrendados por la mayoría de la clase dirigente francesa (1). Tal vez en un alarde de megalomanía –y para alimentar el imaginario de sus súbditos– se proclamó y coronó emperador por encima del poder del Papa; pero, hecha esta salvedad, el camino que llevó a Napoleón al imperio fue consecuencia de la evolución de la política en la Francia del primer cuarto de siglo (2).

         Asunción Valero Gancedo traza un curioso paralelismo entre la figura de emperador que asumió el destino del Estado francés y el asesinato del padre por parte de la freudiana horda primigenia (3). Según esta pensadora, sólo quien se atreviera a llevar con mano férrea la política del país sería asimilado a la paternal idea del rey que se hacían los franceses del Ancien Régime. Y en base a esa convicción, establece este cuadro de semejanzas entre ese tramo de la historia francesa y el asesinato inaugurador de la civilización por parte de los primates primigenios. Obsérvese este cuadro comparativo (Valero, 1997, pp. pp. 277-292):

 

 

Totemismo   

Antiguo Régimen

Tótem

Rey absoluto

Muerte del Tótem por la comunidad de los hijos

Ejecución de Luis XVI

Desaparición del Totemismo

Abolición M. absoluta

Comunidad de Hermanos

Revolución

Paso hacia el monoteísmo

Consulado

Monoteísmo

Imperio

Héroe, Gran Hombre, director de multitudes, reencarnación del Padre, surgido de comunidad

de hermanos

Napoléon Bonaparte

 Tabla 1: analogía entre asesinato del macho dominador por parte de la horda primigenia y el paso del Ancien Régime al advenimiento de Napoleón.

 

         Su figura es, pues, la del valeroso hermano, salido de la misma casta de oprimidos, que ha osado levantarse contra la figura de ese padre autoritario que ponía coto a las aspiraciones de libertad del pueblo. Con ese asesinato simbólico, Napoleón pasó a encarnar la figura del padre, pero no por herencia, sino por méritos propios. De ahí que su poder sólo fuera posible contemplarlo desde la autoproclamación: nada debía a nadie este prodigio del coraje y del arrojo militares. De ahí que, según Chaptal –quien formara parte de su entorno en el destierro de Santa Helena– refiriera que al emperador le diera en momentos por exclamar con rabia «que je suis malheureux de n’être pas bâtard! » (Robert, 1972, p. 240).

 

3. El hijo bastardo que niega al padre

 

«Desdichado por no haber nacido bastardo”. Un bastardo que no tuviera que rendir cuentas de sus propios logros a ninguna instancia ajena a sí mismo, porque fue él el único autor de la gloria de sus días. El padre de Napoleón, de cuyas circunstancias tan apenas se conoce nada, es un personaje silenciado por la historia, para mayor alcance de las gestas de su hijo. Porque el mérito de alguien tan autosuficiente como el emperador no debía ser atribuido a los desvelos de un padre –abuelo por consiguiente de la patria– por procurarle la mejor educación o darle los mejores consejos.

En relación con la poética del bastardo, Marthe Robert afirma que sólo existen dos formas de construir una novela –entendida esta como necesario exutorio de las obsesiones del autor, lo que le da inevitablemente el carácter de novela familiar en el sentido freudiano– y las dos desde la perspectiva del hijo-sin-padre: una sería la del hijo pródigo o del enfant trouvé, quien esquivaría el combate contra el mundo por falta de medios para ello; otra, la del bastardo realista, quien secundaría al mundo mientras no dejaría de atacarlo de frente. Napoleón encarnaría esta última, siendo «le rénégat parfait qui bouleverse le monde en accomplissant sans scrupules ni remords ce que ses parents osent à peine rêver » (Robert, 1972, p. 238). De allí que para sus contemporáneos, Napoleón sea el ídolo inspirador, autosuficiente y capaz de acometer todo tipo de empresa sin el concurso de nadie. Únicos responsables de sus acciones, a veces los personajes salidos del molde napoleónico construirán complicadas defensas de sí mismos, pues tienden a sentirse culpables de esa negación de un pasado que les haya guiado a ellos mismos, formado o, incluso aconsejado.

         El ejemplo más claro de esta negación de un principio formador-informador del personaje napoleoniano, del self-made-man que luego veremos como fruto de la modificación en los modos de producción por la revolución industrial, se halla sin lugar a dudas en la obra de Balzac. Se trata, en su caso, de la negación del nombre del padre –que tan interesante podría haber sido para Lacan.

         Toda la evolución del personaje de Lucien Chardon de Rubempré en Illusions perdues y su continuación Splendeurs et misères des courtisanes no es sino el intento desesperado de deshacerse de su pasado burgués –que él sitúa en el apellido de su padre. Una vez ido de Angulema gracias a la ayuda de Mme de Bargeton, Lucien hace todo lo posible por eliminar ese estigma nominal: cambia de amistades, renuncia a la gloria adquirida en el periodismo junto a los radicales, enamora a las grandes damas del boulevard Saint-Germain, se alinea con los ultras... Cualquier cosa con tal de que ese «maldito” Chardon desaparezca y le permita utilizar el apellido de su madre –perteneciente a un antiguo linaje meridional–.

         De esta manera, no son pocas las ocasiones en que el orgullo del joven y ambicioso Lucien se ve comprometido ante el insulto de quien le interpela por el nombre de su padre. Así, cuando Michel Chrestien, uno de los periodistas que más tarde serían amigos y compañeros de francachelas,  se dirige a él, le dice: «vous êtes monsieur Chardon? lui dit Michel d’un ton qui fit résonner les entrailles de Lucien comme des cordes” (Balzac, 1974, p. 460).

         Finalmente, Lucien consigue que el rey le dé derecho al uso del título de su madre –que incluye blasón nobiliario– llenándole de orgullo. Su evolución a partir de entonces pasa por eliminar la herencia de su padre quien, arruinado en mil y una investigaciones farmacéuticas, sólo le pudo dejar su apellido. Cuando, en una ocasión, vuelve a Angulema y pasa delante de la antigua farmacia de su padre, ocupada ahora por otro boticario, en Houmeau, «il vit avec plaisir (tant sa vanité conservait de force) le nom de son père effacé” (Balzac, 1974, p. 572). O, en una de las ocasiones en que, gracias a sus relaciones, entra en el palacio de la influyente familia de los Granlieu, Lucien se dice, en un acto de rebeldía retrospectiva: «quoique mon père ait été simple pharmacien à l’Houmeau, j’entre pourtant là...” (Balzac, 1968, p. 134) ¿Cómo no ver en todos estos reniegos del nombre paterno otros tantos actos de venganza sobre un patrimonio desestimado y/o venido a menos? Lucien, cuya imaginación romántica y novelesca le hace soñar con altos destinos, habría deseado (o necesitado) fortuna familiar y buen nombre para acceder a la gloria destinada únicamente para la antigua nobleza.

Sin embargo, pobre, aislado del gran mundo en su provincia recóndita, y sin nombre, Lucien sólo puede optar a ser reconocido por sus acciones en un ambiente en el que su soberbia necesita brillar. La negación del estrecho patrimonio del padre abre las posibilidades de ascenso social al advenedizo muchacho. ¿No significa eso negar por completo la impronta familiar para deberse y ser deudor solamente de sus propias obras?

         La ideología del hombre-que-se-hace-a-sí-mismo que más tarde consagraría el capitalismo empieza a dar sus primeros pasos en estas novelas de iniciación. La ideología del bastardo conlleva renegar de unos orígenes demasiado humildes para su ambición, así como romper con un marco infantil tal vez opresor pero innegablemente vivo en el inconsciente del individuo –como afirmaba Freud en «La novela familiar del neurótico”–.

         El mismo Balzac fue testigo de una época en que el pasado podía contar muy poco en el futuro de un individuo. Las fortunas se perdían, un golpe de Estado repentino podía dar al traste con toda una fortuna familiar amasada desde siglos. Así lo expresa en Illusions perdues:

 

époque où le rapetissement général des choses et des hommes atteint tout, jusqu’à leurs habitations. A Paris, les grands hôtels, les grands appartements seront tôt ou tard démolis; il n’y aura bientôt plus de fortune en harmonie avec les constructions de nos pères (Balzac, 1974, p. 131)

 

O incluso en ese pasaje, más violento todavía, de La Reherche de l’absolu balzaciana, en que Marguerite Claës se lamenta ante su padre, completamente obsesionado por la química, de comprometer varias veces la fortuna familiar. El patrimonio paterno corre el inmenso peligro de ser devorado o aniquilado por los avatares de la nueva sociedad. Así, le dice Marguerite a su progenitor ante su despreocupación  y egoísmo: «si vous vous armez de votre paternité qui ne se fait que pour nous tuer, j’ai pour moi vos ancêtres et l’honneur qui parlent plus haut que la Chimie » (Balzac, 1999, p. 234).

         El legado del cabeza de familia, que se esfuerza toda su vida por amasar un patrimonio digno del nombre que heredan sus hijos, deja de tener importancia. La movilidad de los individuos que permiten y alientan los nuevos modos de producción hace que cada uno sea dueño de su destino. Y para ir a buscarlo se alejan del hogar paterno, perdiendo con ello todo interés por la tierra y la hacienda familiares. El triunfo personal pasa a ser la nueva medida del futuro que espera a cada uno, y el desarraigo del individuo una constante de la nueva sociedad industrial.

 

¿Por qué nos hemos de llamar príncipes? Príncipes de nacimiento, sí; pero, en realidad, ¿dónde está nuestro principado? No somos singularmente ricos, y la riqueza es lo primordial; en nuestros días, el príncipe de los príncipes es Rothschild

 

-dice Aliocha a su padre, el príncipe Valkovski, en Humillados y ofendidos (Dostoyevski, 2002, 143).

         El éxito, en esta incipiente sociedad industrial, depende más de unos saberes que el padre ya no domina –anclada como sigue la institución paterna en sus viejos privilegios. A ello también contribuye el cambio en la vida de las personas que supuso el florecimiento del capitalismo. La casa paterna ya no es el centro de producción como lo había sido durante la sociedad pre-capitalista. Para alimentar a los suyos, el padre debe dejar el hogar, provocando una importante disociación en el imaginario de los hijos entre la vida profesional y la vida familiar. Por ello mismo, su labor se torna invisible para los descendientes, quienes ya no pueden apreciar ni los méritos ni los resultados de la labor paterna. El hijo decimonónico aparece, pues, como un huérfano en su trayectoria vital, al no depender en el aspecto simbólico de los logros del padre.

 

4. El Código civil y el nuevo régimen de sucesiones

         Uno de los mayores golpes que asestó la Revolución a la institución paterna fue mediante la promulgación del nuevo Código civil, sobre todo en lo tocante al régimen de sucesiones. La herencia de propiedades durante el Ancien Régime se había regido por costumbres locales a la vez diversas y complejas. Los historiadores dividen, a este respecto, el país en dos zonas con el fin de sistematizar las costumbres referentes a la herencia: el tercio meridional del reino estaba bajo la influencia del derecho romano; los dos tercios del norte se regían por un texto políglota del derecho consuetudinario germano con variaciones regionales (Bonfield, 2003, p. 217 et ss.).

         Con este escenario se encontró el período revolucionario de 1789. La primera medida que tomó la Asamblea, tras abolir los privilegios de la nobleza en el mes de agosto, fue derogar el antiguo modelo, basado en la primogenitura y la indivisibilidad de la herencia: dicho modelo era entendido por los revolucionarios como el método más eficaz para que la clase adinerada mantuviera su hegemonía económica. Sin embargo, en abril de 1791, la misma Asamblea adoptó una medida que parecía contravenir la tomada dos años antes: se ordenaba una división igualitaria entre los herederos, manteniendo a la vez la libertad testamentaria en zonas que respetaban el derecho romano. (4)

         Esta medida modificaba el imaginario social en torno a la figura del padre, contribuyendo en gran medida a su decadencia. El heredero del siglo XIX ya no recibía, en función de su posición primogénita, el grueso del patrimonio legado por su padre, sino una porción alícuota a la de sus hermanos. Por consiguiente, a menos que la herencia paterna fuera de enorme importancia, la muerte del progenitor no cambiaba de manera determinante el estatus socioeconómico del heredero: tan sólo el nombre y, en todo caso, un título nobiliario, permitían al hijo una promoción en la escala social. Ya hemos observado algunos ejemplos en los que se hacía patente el poco valor concedido al nombre del padre, sintomáticos de la situación de la familia en el siglo XIX.

El concepto de la institución paterna se vio herido, con esta transformación del régimen sucesorio, en sus propios cimientos, puesto que uno de estos reside en la transmisión de bienes tanto simbólicos como materiales. La herencia, como sostiene el sociólogo Bourdieu, es un proceso en el que se produce una superación de la figura del padre mediante su negación; el hijo, al aceptar el legado, acepta convertirse en el instrumento del proyecto paterno de conservación de su figura. Esto no deja de ser, en opinión del sociólogo, sino el «meurtre du père accompli sur l’injonction du père, un dépassement du père destiné à le conserver” (Bourdieu, 1993, p. 1093). Con lo cual el heredero se convierte, simbólicamente, en un asesino que saca provecho de la muerte de su padre. «Est-ce que nous ne vivons pas des morts? Qu’est-ce donc que les successions? » –llegará a afirmar el avaricioso tonelero padre de Eugénie Grandet (Balzac, 2002, p. 75)–.

Si aceptamos como válidas estas aseveraciones, no podemos sino constatar la perturbación del ideal de la figura paterna tendente a perpetuar el sistema de herencias. Al heredar, es posible que el hijo acepte la inmolación del padre para asegurarle un futuro más próspero, y que se haga a sí mismo agente de la transmisión de sus valores. No obstante, si es escaso el patrimonio transmitido, la imagen del padre como proveedor queda puesta en entredicho. Lo único que deja es su nombre –tan devaluado en algunos ejemplos pero tan rico de consonancias en otros, como el de Marius, el hijo de un teniente napoleónico, quien acepta el título de barón de Pontmercy y lo lleva con tierno orgullo en Les Misérables.

Encontramos, empero, otro ejemplo en esta misma novela de Victor Hugo en que se rechaza el legado de un importante personaje, Jean Valjean. Recordemos cuando, tras la boda de Marius y Cosette –la hija de Fantine recogida por el forçat Jean Valjean, a quien cedería toda su fortuna acumulada durante su período como Sr. Madeleine, alcalde de Montreuil y esforzado industrial–, el origen incierto del ex-presidiario lleva al joven esposo a rechazar su enorme herencia. Siendo producto de su propio esfuerzo, el legado de Jean Valjean no puede sino poseer oscuras cualidades que lo hacen inaprovechable para quien ya ha contraído, como Marius, los oropeles de la nobleza napoleónica. «Cosette, nous avons trente mille livres de rente. Vingt-sept que tu as, trois que me fait mon grand-père. J’ai répondu: Cela fait trente. Il a repris: Aurais-tu le courage de vivre avec les trois mille? (Hugo, 2002, III, p. 489) –le dice Marius a su esposa. El lector de Les Misérables no deja de removerse en su asiento al asistir a la falta de reconocimiento que se inflige a la vida del abnegado ex-presidiario: por este rechazo, la existencia completa del legatario queda reducida a la nada, completamente desposeída de su sentido y finalidad. La revelación, in extremis, de un disfrazado Thénardier permite descubrir a Marius la calidad personal de quien le salvara de una muerte segura en las barricadas de París; en un último esfuerzo, la joven pareja acepta el legado del padre, quien muere en paz sabiendo a sus hijos felices.

         En cualquier caso, sea escasa o abundante en términos económicos, la herencia supone para el heredero la asunción de un capital simbólico que no es siempre grato recibir. Se trata, como ya hemos señalado a través de Bourdieu, de aceptar continuar la obra del padre, lo que conlleva, en caso de aceptar la herencia simbólica y/o económica, abandono de los propios proyectos personales. En este sentido, Stendhal se quejaba amargamente de su padre, de quien decía ver en él un simple y funcional continuador de su linaje: «No me amaba como individuo sino como el hijo que había de continuar la familia” (Perrot, 1991, p. 154). Flaubert, en la misma línea, expresaría la liberación que sintió a la muerte de su progenitor de las aspiraciones que éste había puesto en él: ‘Todo esto ha hecho el efecto de una quemadura que hubiese acabado con una verruga (...) ¡Por fin! ¡Por fin voy a trabajar!” (Perrot, 1991, p. 137)

         A medida que el siglo iba avanzando y se extendía el industrialismo, la individualización a la que sometía al capitalismo al trabajador se convertía en asunto de preocupación de algunos filántropos franceses. Una sociedad basada en la producción y consumo de bienes debía aspirar, como la historia ha mostrado, a que todo ciudadano y toda ciudadana se convirtiesen en unidades de consumo autónomos. De ahí que al poder económico le haya interesado que el mismo dinero que pagaba a sus obreros le fuera devuelto mediante la compra de los productos generados por la industria. Tan evidente se hacía este afán consumista en ese período protocapitalista que observadores como el conde Alban de Villeneuve-Bargemont, en su Economie politique chrétienne, lamentaran la degradación del obrero industrial que «si tiene una familia, la descuida o abandona como una pesada carga (...) Sus hijos no le prestan los servicios que él no consiguió prestar a sus padres (Lynch, 1998, p. 34). La continuidad de la institución familiar quedaba afectada por el mismo industrialismo, que en principio debía proporcionarle una mejora de su calidad de vida. Otros escritores se hicieron eco de su decepción, subrayando concretamente el papel de la transmisión intergeneracional de la propiedad en la consolidación de los lazos entre padres e hijos:

 

Es imposible concebir la propiedad sin la familia, y también la familia sin propiedad. Es tal la fuerza de los lazos (...) que las une (...) (Sin propiedad que se pueda heredar) no hay familia –y el nombre es una prueba (...) Los hijos se dispersan, pronto las sucesivas generaciones olvidan sus nombres. No tienen nombres. Pregunta a un hombre pobre por su genealogía. Pensará que bromeas. La familia no es nada (Lynch, 1998, p. 37).

 

Esto quiere decir que, en ausencia de un legado económico, la herencia simbólica significaba muy poco tanto para los obreros como para los pensadores de la época del conde Alban de Villeneuve-Bargemont. En una época erosionada por el mercantilismo y el economicismo a ultranza, sólo el capital pecuniario se convertía en cimiento necesario e insoslayable de la transmisión intergeneracional. En pocas palabras, sin dinero no hay familia, pues los valores que esta había transmitido hasta la época precapitalista habían sido completamente erosionados por el capitalismo. Este y no otro fue la principal hipótesis de investigación del sociólogo francés Frédéric Le Play, quien indagó los efectos del Código civil napoleónico así como los de la nueva economía en las familias de la Francia decimonónica.

         Durante la segunda mitad del siglo XIX, la estabilidad del orden patriarcal se vio amenazada por el avance de la modernización y los impulsos individualistas que ésta trajo consigo. Como señala el historiador Ben Eklof, la emancipación disparó el resentimiento, ampliamente difundido, contra la autoridad patriarcal, contribuyendo a que la familia fuera considerada como una fuente de ingresos económicos para el individuo ávido de separarse de su campo simbólico (Eklof, 1993, pp. 95-97). Como apuntara Loftur Guttormsson, la emancipación promovida por el capitalismo aceleró el proceso de escisión del hogar, por el cual el hogar original dio lugar a dos o más unidades conyugales. Anteriormente, este tipo de escisión implicaba el reparto de las propiedades del hogar entre los hermanos; normalmente se posponía hasta la muerte del patriarca, pero de ahora en adelante se ejecutaba más a menudo mientras vivía el patriarca, jefe del hogar (escisión pre mortem). Las razones más comunes para la escisión eran los conflictos entre padres e hijos, así como entre nueras y suegras. Sin embargo, si la escisión pre mortem era ejecutada contra la voluntad del padre, un hijo impaciente corría el riesgo de perder el derecho sobre la parte del patrimonio que le correspondía de acuerdo con el principio de la herencia indivisible (Guttormsson, 2003, p. 405).

         Esto significa que la herencia fuera utilizada frecuentemente por el poder paterno como cortapisa a las ambiciones emancipadoras de los hijos. La herencia no era un hecho de consecución natural, sino que, según el Código civil francés, se concedía mediante el respeto a una serie de normas familiares. Sin embargo, la promoción económica que procuraba y prometía la sociedad industrial empujaba a muchos hijos a la separación de su familia, en un impulso auto-referencial en el que el individuo pudiera considerarse a sí mismo como responsable de su propio futuro: el self-made-man de los tiempos modernos. En el ámbito familiar, esto supuso una difuminación constante de la autoridad del pater familias como proveedor de todos los bienes de la familia, tanto económicos como simbólicos.

 

5.  Normas de respetabilidad

         En ese mismo tiempo, y según refiere también Guttormsson, la emancipación económica provocó otro fenómeno de importancia no menor en la dinámica familiar, como se verifica en la progresiva implantación de las normas de respetabilidad en la clase media. A medida que se incrementaban los sectores de la clase trabajadora que se beneficiaban del aumento de los ingresos, la promoción social se convirtió en motivo de distinción entre clases: la familia trabajadora que había ascendido al escalón de familia burguesa o de clase media deseaba mostrarlo a sus convecinos. La respetabilidad devino un síntoma de ascensión, cuya demostración pasaba por la adopción de unas costumbres determinadas como medio para distinguirse de los sectores que seguían manteniendo un comportamiento «rudo” (Guttormsson, 2003, p. 398).

         Parte de ese nuevo comportamiento consistía por la atribución a la mujer, a la esposa, a la madre, de la responsabilidad de mantener la respetabilidad del hogar. La competencia del hombre pasaba por su capacidad para aportar pecunio a casa, lo que permitía que la mujer permaneciera en el hogar –en el que estaría recluida en lo sucesivo para mayor gloria de la institución familiar, con la consiguiente separación de las esferas masculina-pública y femenina-privada–. La mujer casada que no realizaba un trabajo remunerado personificaba, así, la respetabilidad con su competencia doméstica. Se sentía orgullosa de la casa y la familia y adquiría autoestima demostrando que era capaz de llevar la economía familiar, cuidar debidamente de sus hijos y cerciorarse de que asistían regularmente a clase.

         Como refiere Mary Jo Maynes, la separación entre lo público y lo privado proporcionó también un medio adecuado para abordar la esquizofrenia moral creada por el capitalismo industrial (Maynes, 2003, 306). Esta escisión provenía del componente de amoralidad existente en la actividad económico-industrial desde las postrimerías del siglo XVIII. Según Maynes, la moralidad burguesa necesitó buscar refugio en otro lugar que no fuera el ámbito de los negocios –refugio que encontró en el seno de la familia. Como recomedaba Sarah Ellis en su exitoso manual de gestión hogareña publicado en 1839, el objetivo del hogar era proporcionar un «luminoso, sereno, tranquilo y jubiloso retazo del cielo en un mundo que no tiene nada de celestial” (Maynes, 2003, 306). De ahí que la domesticidad y su primorosa gestión cobraran tanta importancia en el imaginario de la clase media –de lo que la respetabilidad era un elemento más. Su implantación y exaltación, como señala de nuevo Maynes, estuvieron determinadas por el cambio económico.

A medida que las mujeres casadas abandonaban el trabajo remunerado, aumentaban las exigencias impuestas a los maridos en su papel de sustentadores y proveedores de la familia. La dignidad y el respeto debidos al padre a veces podía hacer de él un miembro de la familia ajeno a ella –excepto en la mesa, a la hora de comer, y en los paseos del domingo por la tarde. «Mostrándote apenas una vez al día creabas en mí una impresión tanto más profunda en la medida en que era excepcional...” –decía Franz Kafka en su Carta al padre (Badinter, 1993, p. 179).

Este fenómeno comenzó a operar la separación entre los progenitores y sus hijos, quienes vieron a partir de esa segunda mitad de siglo XIX a su padre como un ser extraño al que jamás se llegaría a conocer en profundidad. Es el «padre ausente” de la sociedad industrial del que habla Robert Bly: que se va de casa temprano por la mañana y no vuelve hasta muy tarde por la noche, dejando una impresión de desamparo en el niño (Bly, 1991, p. 120). Según historiadores, psicólogos y psicoanalistas, este abandono paterno de sus responsabilidades afectivas provoca fantasmas y obsesiones en el hijo desprovisto de modelo masculino –de ahí que se le haga culpable de su desvirilización paulatina. El psicoanalista estadounidense Samuel Osherson habla de un profundo «dolor de padre» que se da en los hijos de la era industrial (Osherson, 1987, p. 233). La ausencia del progenitor provocaría en sus vástagos una curiosa ambivalencia polarizada en la nostalgia y el odio, entre el miedo y el desprecio. Miedo a la aplicación de su autoridad: latente en todas las normas silenciosas que rigen la vida del hogar y de la sociedad; visible de manera demasiado patente cuando, a su tardía vuelta a casa, debe someter al niño mediante castigo al dictado de su poder. Nostalgia, en su constante ausencia. «La profunda necesidad que siente el hijo de que su padre le reconozca y confirme como tal choca con la ley del silencio”, dice Badinter. «Su masculinidad, que necesita un refuerzo constante, queda inacabada debido a la huida paterna” (Badinter, 1993, p. 181).

         Todo indica que la erosión de la figura del padre produjo una huella indeleble en el imaginario del niño. Desprovisto de modelo, de atenciones afectivas de su progenitor, el infante crece en una total desorientación que, finalmente, el mercado se encargará de encauzar en la vía del consumo. El padre pierde, por ello, su función simbólica, deja la familia a la deriva y, a sus miembros, a merced de las potentes corrientes económicas. El legado del hijo del capitalismo, industrialismo y economicismo del siglo XIX es, como señala Roudinesco, «haber recibido en herencia la gran figura destruida de un patriarca mutilado” (Roudinesco, 2004, p. 84) –y que el psicoanálisis intentará desentrañar con su método.

 

         Balzac supo plasmar a la perfección los intentos de un padre por contrarrestar este inevitable impulso social en contra de la paternidad. El Père Goriot –en la novela homónima de Balzac, de 1834– se esfuerza lo indecible por hacerse responsable de los éxitos de su hija, Delphine, posteriormente Mme de Nucingen. Antiguo fabricante de pasta italiana y de almidón, el Père Goriot se desvive por procurarle a su hija los vestidos, carruajes y demás accesorios necesarios para su esplendor como hija casadera –digna de los mejores partidos cuanto mejor aparezca en sociedad. La misma defección de la institución se comprueba en la progresiva decadencia del Père Goriot.

         Ante este fenómeno de rarefacción de la presencia e influencia paternas, el centro de gravedad en la familia se desplaza hacia la madre –quien asume responsabilidades progresivamente mayores, incluso en el caso de los varones. Es en este contexto de declive de la familia tradicional, de «umbral de la familia edípica” –como señala Yvonne Knibiehler (Knibiehler, 1996, pp. 95-118)– en el que Freud crea sus teorías psicosexuales (5).

         Una escenificación estupenda de la asunción de estas responsabilidades, mediante la competición entre padre y madre, se da en El Padre, de August Strindberg (Strindberg, 1979, p. 208) –una «escenificación violenta de la ‘guerra de los sexos’ “, como dirá Silvia Tubert (Tubert, 2001, p. 194). Preocupado por los avances del feminismo, cuyas reivindicaciones defendían también algunos hombres como Ibsen, Strindberg presenta una imagen apocalíptica de los estragos que habría de producir una modificación de las relaciones de poder entre los sexos (en este caso, en lo que respecta a la patria potestad) que él sólo puede concebir como inversión de los términos, es decir, como la imposición del dominio de las mujeres sobre los hombres. La obsesión, la locura, el derrumbe, se originan en la duda acerca de la paternidad: «un hombre no tiene hijos. Sólo las mujeres los tienen, por eso el futuro les pertenece, mientras que nosotros morimos sin hijos”. La locura del capitán es una metáfora de la destrucción de la paternidad y de la masculinidad que, según Strindberg, sería el corolario del triunfo de la reivindicación de los derechos de las mujeres y de las madres.

         La consecuencia socio-política de esta destrucción simbólica de la omnipotente paternidad es la promulgación en Francia de la ley sobre la inhabilitación de la patria potestad cuando se reconoce la indignidad del padre. Con esta ley se derrumba un principio sacrosanto: el poder del padre sobre sus hijos dejó de ser algo intocable y pasó a estar sometido a criterios de seguridad y utilidad pública bajo el control de la colectividad. Françoise Hurtel glosa la importancia de este hecho como la «escena inaugural” de la paternidad contemporánea (Tubert, 2001, p. 193).

 

         El caso del abandono de la responsabilidad paterna en su crianza y  su educación se hace de nuevo manifiesto en Stendhal. Cuánto sufre Julien ante la iniquidad a la que le somete su padre. Comparado con sus dos hermanos, musculosos trabajadores que hacen las delicias del patrón de la serrería familiar, Julien no es más que un gañán inútil, que pasa su tiempo leyendo estúpidas novelas en lugar de ejercitarse en los juegos viriles. «Je vais être délivré de toi; et ma scie n’en ira que mieux » (Stendhal, 1972, p. 34), le dice su padre al anunciarle que le ha encontrado un empleo de preceptor en casa del M de Renal. El padre se libra de él, pues su presencia no deja de ser una molestia –o, lo que es más, un gasto superfluo en la dinámica familiar, únicamente basada en el afán de lucro y en la productividad. Criar un hijo, alimentarlo y proporcionarle una educación –basada, eso sí, en los designios paternos– sólo se puede concebir si con ello se proporciona un nuevo obrero a la economía familiar. Julien, improductivo desde el punto de vista paterno, le es costoso a su padre, quien no ve el momento de desembarazarse de él y de terminar así con el pago de su alimentación. Una obligación que, como progenitor, acepta el padre siempre y cuando le sea devuelta en capital de trabajo; de lo contrario, no será sino un suma y sigue consignado en el debe de la contabilidad paterno-filial: «Dieu sait, maudit paresseux, lui dit son père, si tu auras jamais assez d’honneur pour me payer le prix de ta nourriture, que j’avance depuis tant d’années” (Stendhal, 1972, p. 37).

         Ante la cuantificación –o mercantilización– de los cuidados que el padre dispensa al hijo, este no puede sino huir en busca de un prestigio que le devolviera la consideración del padre. Lo que el padre no ha podido hacer de su hijo, este deberá hacerlo de sí mismo para mostrarse digno de su afecto. De ahí que el empleo en la casa señorial sea una liberación para Julien así como una posibilidad de promoción. Pero, lejos de volver para mostrar sus triunfos al padre cuando se halla de regreso en Verrières, Julien olvida a toda su familia como si fuera el objeto de un mal sueño: «la jalousie de ses frères, la présence d’un père despote et rempli d’humeur avaient gâté aux yeux de Julien les campagnes des environs de Verrières” (Stendhal, 1972, p. 65).

Julien no sólo es el bastardo por excelencia, sino, casi se podría decir, hijo de una generación necesariamente espontánea. Expulsado, casi repudiado por su padre, el héroe de Le Rouge et le noir debe re-hacerse a sí mismo a partir de una generación indeseable y claramente obviable, digna de ser relegada al olvido.

         No es de extrañar, por todo ello, que cualquier influencia positiva sobre su futuro –pues se supone, que el padre forme al hijo para ser un hombre autónomo e independiente– sea recibida por Julien con la alegría del hijo pródigo. Y así se da cuando, en el seminario de Besançon, el abate Pirard promete ayudarle en su carrera eclesiástica. La posibilidad de que un hombre de tamaña autoridad se muestre dispuesto a compartir los beneficios de su curia, o incluso a cedérsela en caso de que su nuevo empleo –esta vez en la parisina casa del marqués de la Mole– no vaya tan bien como se espera, no puede sino resquebrajar el corazón de fina factura de Julien (6), dejando entrar en él las miríficas luces de la felicidad y de la comunión con la humanidad. «A sa grande honte, Julien se sentit les larmes aux yeux; il mourait d’envie de se jeter dans les bras de de son ami». De ahí que, ante semejante anuncio, Julien le haga partícipe de su emoción: «j’ai été haï de mon père depuis le berceau; c’était un de mes grands malheurs; mais je ne me plaindrai plus du hasard, j’ai retrouvé un père en vous, monsieur » (Stendhal, 1972, p. 244). Sin embargo, como sabemos, el porvenir de Julien pasa por varias vicisitudes que ponen a prueba sus habilidades como estratega.

 

6. Responsabilidad individual del triunfo

         El reto que se hace a sí mismo el hijo que niega al padre es de gran magnitud. Una vez descontado el patrimonio, una vez olvidada la posibilidad de heredar algo –un cargo, una renta, una suma importante– la responsabilidad del triunfo recae exclusivamente sobre este hombre-que-se-hace-a-sí-mismo. Su futuro le pertenece porque sólo depende de él medrar o empeorar (7). Sin embargo, en algunas ocasiones en que la influencia del padre proveedor falta, la responsabilidad personal del triunfo se ve cargada con las esperanzas de bienestar que otras personas, dependientes de la evolución del héroe bastardo, depositan en él. La adquisición de un nuevo patrimonio se encomienda al joven que parte a la capital en busca de las aventuras y de los negocios que le permitan medrar; de ello se beneficiará la familia que se quedó en la profunda provincia, cuyos miembros hacen todos los esfuerzos posibles para dotar al héroe de lo necesario en su ascensión. «Le Français aime le péril, parce qu’il y trouve la gloire, a dit monsieur de Chateaubriand... (Balzac, 1983, p. 146) –refiere el Rastignac de Le Père Goriot a Mme de Béauséant. Un peligro que consiste no sólo en arriesgar su propia vida y su propio porvenir, sino el de toda la familia. Y es que este dandi en ciernes que es Rastignac se instala provisionalmente en la pensión de la señora Vauquer, venido de su Angulema natal a París para estudiar derecho; su familia, para financiar sus estudios, «se soumettait aux plus dures privations afin de lui envoyer douze cents francs par an” (Balzac, 1983, p. 14). Privaciones de todo tipo que pasaban por el ahorro inmoderado en los vestidos de las hermanas –quienes esperaban días mejores para lucir sus encantos y encontrar un buen marido; en las necesarias reparaciones de la antigua y desvencijada mansión familiar; en los caprichos que sus padres, ya mayores, se habían acostumbrado a permitirse. Todo se detiene a la espera de que el hermano, el hijo varón, consiga esos éxitos que devuelvan la perdida prestancia a la familia –de la misma manera que espera la familia de Lucien Chardon de Rubempré, el héroe de Illusions perdues:

 

La stricte économie de ce mariage rendait à peine suffisante cette somme, presque entièrement absorbée par Lucien. Mme Chardon et sa fille Ève croyaient en Lucien comme la femme de Mahomet crut en son mari; leur dévouement à son avenir était sans bornes (Balzac, 1974, p. 47).

 

Lucien, el otro paradigma del héore bastardo, viste sus noches angoumoises de gala para gustar a la bella Mme de Bargeton, cuyo amor le conducirá finalmente a París. Y aunque al llegar a la capital proveedora de todas las fortunas por crearse, Lucien sea abandonado a su suerte, no ceja por ello en su empeño de escalar. Y lo hace no sólo porque de su escalada más o menos rápida depende su soñado futuro de éxitos y gloria, sino también el de su familia. Por eso, sus deseos de triunfar pasan por encima de todo, de sus estudios, de su dignidad –en ocasiones por encima de su familia incluso. Lucien traiciona finalmente la confianza que en él deposita su familia por atender las cuestiones del honor de un dandi que conoció las mieles del éxito social y se ve sometido de repente a la amargura de la pobreza. Cómo no sentir el peso de la ignominia cuando se sabe que se ha gastado alegremente el dinero que la familia, allá en Angulema (el mismo país que Rastignac), amasa día a día para satisfacer sus deudas de jeune désoeuvré.

         Triste condición la del deudor, quien se ve siempre cargado con la obligación de pagar –de una manera u otra– el depósito que en él hicieron. Cómo no soñar –como el Napoleón de Santa Helena– con el estado de hijo bastardo, de niño expósito a todos los niveles, únicamente dependiente de su suerte y de su trabajo –únicamente dependiente de sí mismo.

Hijo de una generación necesariamente espontánea, el héroe bastardo reniega de padre y de familia para sentirse, por una parte, únicamente deudor de su propio esfuerzo; por la otra, sólo responsable de sí mismo. «Tout tend dans ce siècle à jeter de l’odieux sur l’autorité légitime. Pauvre France!”, exclama airado el señor de Renal (Stendhal, 1972, p. 153). Y no protesta únicamente ante la ascensión del ilegítimo, del bastardo Napoleón; también ante la autoridad que, como padre, él mismo va perdiendo ante sus hijos. Ya no son los valores patrimoniales, la figura de autoridad indiscutible y legítima que debería significar el padre ante sus hijos: cualquier advenedizo es capaz de ganarle la partida a ese pater familias huidizo y ausente, cuya figura se difumina como modelo en el camino que lleva al éxito social. Todo cambia, la época está llamada a la transformación social. La posibilidad de éxito lo mina todo, ofreciendo a los jóvenes franceses («gâtés tous par l’exemple de Napoléon”) el espejismo de nada deber al pasado y todo a su propio esfuerzo. Ni el patrimonio, ni el nombre, ni los hechos que merecieron un escudo nobiliario valen lo que procura una gloria arrancada al porvenir con el duro esfuerzo, con la puesta a prueba de la propia valía, con el propio carácter. El viejo mundo se derrumba para dejar paso al mundo de los méritos en constante evolución. El padre, como consecuencia de ello, ve bascular su papel de autoridad hasta hace poco innegable: «moeurs de voisinage, habitudes religieuses, fidélités traditionnelles se sont effritées devant l’exaltation de la ‘réussite’” -como señala André Rauch en su estudio sobre la historia de la masculinidad (Rauch, 2000, p. 256). La tierra pierde gran parte de su importancia con el desarrollo de la civilización industrial, para pasar a ser las propiedades inmobiliarias las que cobren una presencia otrora impensable en la Francia del Ancien Régime (8). Unas propiedades que, por su naturaleza móvil, son más el fruto de una acción decidida y personal que de la Providencia.

El nuevo orden de ciudadanos alejados de las expectativas sucesorias o hereditarias, reunidos en torno a la expresión de las hazañas militares (¿qué mejor manera de forjarse un futuro que mediante el ejercicio de las armas en la bélica época de Napoleón?) crea un nuevo código masculino basado en el honor, en el que el mérito ya no proviene de la ciudadanía ni de la opinión pública. Esta nueva clase de hombres que necesitan construirse a sí mismos se reúne en círculos de iniciados, cuya fidelidad se basa en los valores viriles. Las hazañas, el valor y el código de honor del héroe son monopolio exclusivo del hombre.

Sin embargo, no todos los hombres participan de esta nueva virilidad auto-realizada. La difuminación de la imagen del padre también da nacimiento a otra clase de hombres, que supone la transgresión del código de honor viril. Como señala André Rauch, « la transgression de ce code passe pour effémination, et provoque mépris ou dédain. La mysoginie peut ici servir de paradigme à la virilité » (Rauch, 2000, p. 255). Esto explica en parte la gran corriente de misoginia que se produjo en la Europa post-revolucionaria: corriente de exaltación de la virilidad en un mundo cambiante. Una reafirmación de lo masculino llevada a cabo mediante la negación de lo femenino –especialmente en una época que vería el nacimiento del pensamiento dignificador de la condición femenina. En efecto, el feminismo fue uno de los fenómenos que mayormente influyeron sobre la masculinidad del siglo XIX, dotando de argumentos de peso a la corriente misógina de afirmación viril. Así lo observa Erika Bornay en su obra Las Hijas de Lilith, proponiendo como las dos primeras causas productoras de la corriente misógina del siglo XIX la rivalidad laboral y el avance feminista. La tercera causa sería, siempre según Bornay, el relieve y presencia en la sociedad de las prostitutas, cuyo número y extensión se reveló como un fenómeno no sólo inquietante, sino también desconocido hasta la fecha. El cuarto motivo de desconfianza masculina estaba en parte relacionado con la prostitución, pues la sífilis, tan presente y mortífera durante todo el siglo, se cebó principalmente sobre las profesionales y sus clientes. Por último, cabe señalar la influencia de unas teorías de carácter profundamente antifeminista (Schopenhauer, Nietzsche, Nordau, Weininger y Lombroso, entre otros), que intentaron racionalizar y dar autoridad socio-filosófica a aquellas reacciones y actitudes masculinas, misóginas (Bornay, 1995, p. 16).

 

No es la misoginia decimonónica un tema que este artículo busque someter a análisis: requeriría tratamiento específico y un espacio propio para hacerlo. Sin embargo, el rechazo masculino hacia lo femenino conforma en parte la identidad del héroe bastardo, del hombre-hecho-a-sí-mismo de la sociedad capitalista. La familia es, en gran medida, obstáculo y prueba para el éxito del solitario héroe de la industrialización; obstáculo, pues le impide la consecución de sus intereses más estrictamente personales: recordemos al Vernou de Illusions perdues, limitado por su mujer y sus dos hijos (Balzac, 1974, p. 350); prueba del éxito, pues la constitución de una buena y respetable familia dará fe del poder de quien ostenta su capitalidad.

El héroe bastardo ha sido perfilado por la obra de numerosos autores del XIX francés: Julien Sorel, Rastignac, Lucien de Rubempré…, quienes tenían en Napoleón Bonaparte el gran ejemplo a seguir, el gran héroe bastardo de la historia europea. Con casi total certeza, la redacción del nuevo Code civil y la mercantilización masiva de la sociedad aceleraron el proceso de erosión de la familia para que de sus vestigios se elevase el héroe individual, dueño y responsable de su destino. Individuo y familia encontraron el siglo XIX las bases de su cisma definitivo: la sociedad impediría, en lo sucesivo, la reunión de esa comunidad de carácter primitivo –lo que podría contribuir a separar al individuo del mercado, medida y razón de todos los sistemas políticos posteriores. Tras la defección de la familia vendría, ya en el siglo XX y según Michel Houellebecq, la defección del concepto ‘pareja’: «le couple et la famille représentaient le dernier îlot de communisme primitif au sein de la communauté libérale. La libération sexuelle eut pour effet la destruction de ces communautés intermédiaires, les dernières à séparer l'individu du marché. Ce processus de destruction se poursuit de nos jours” (Houellebecq, 1999, p.144).

 

NOTAS

 

(1) Henri Guillemin (Guillemin, 1969) desmonta el gran fiasco napoleónico, señalando que el rápido ascenso del corso fue objetivo principal de su vida. Su capacidad para salir triunfante de todas las situaciones se debió antes a su habilidad para cambiar de chaqueta que a su actitud heroica. Su pretendido amor a la patria queda en entredicho cuando se sabe que, por una parte, se ausentó de su batallón siendo joven tanto como le permitían las ordenanzas; y por la otra, que sus expresiones de amor a Francia dependían del tono de la política corsa. Su indiscutible autoridad una vez que se hubo coronado emperador se construyó acallando y reprimiendo cualquier crítica a sus decisiones. Jamás la prensa estuvo más oprimida que bajo su imperio. Consideraciones históricas que Guillemin creyó necesario puntualizar para deshacer de una vez por todas un mito injustamente construido.

(2) Heinrich Heine, en el contexto alemán, también se hace eco del efecto de deslumbramiento que Napoleón produjo en su generación y en él mismo (Heine, 2003, pp. 184 et ss). Véase especialmente la Tercera sección de “El Mar del Norte”, (pp. 184 y ss.: «eternamente admirado, eternamente compadecido»).

(3) Este concepto de «horda primigenia» proviene de la obra Tótem y tabú (Freud, 2000). En ella, el psicoanalista retoma una hipótesis del antropólogo británico Atkinson que trata de explicar el origen de la sociedad civilizada. Esta tendría sus cimientos en el asesinato del macho dominante por parte de un grupo de primates jóvenes sin satisfacción sexual dentro de la manada. A consecuencia del mismo, los jóvenes habrían comenzado a albergar sentimientos de culpa por el crimen cometido, donde estaría el origen de las comidas totémicas, los rituales de ensalzamiento paterno de las religiones monoteístas y del tabú del incesto; es decir, del sistema patriarcal en que se asienta ideológicamente nuestra civilización.

(4) Esta diferencia no fue subsanada hasta dos siglos después, momento en el que se impuso la partición igualitaria en todo el país (Brissaud, 1912, pp. 342-350).

(5) Ver un ejemplo de este desplazamiento progresivo del polo de atención hacia la mujer, hacia la madre, en la balzaciana Eugénie Grandet, en particular en el pasaje en que la madre de Eugénie está en su lecho de muerte: el Père Grandet se da cuenta, alertado por su abogado, de que tiene bienes gananciales con su mujer. Su patrimonio depende, en adelante, de la decisión de su hija, símbolo patente del avance femenino en las decisiones patrimoniales (Balzac, 2002, p. 179).

(6) Así es como define Stendhal, una de tantas veces, la sensibilidad de Fabrizio del Dongo: «c’était un de ces coeurs de taille trop fine qui ont besoin de l’amitié de ce qui les entoure» (Stendhal, 1983, p. 124).

(7) Alain de Botton señala una serie de textos que él considera precursores en la filosofía del «hombre-que-se-hace-a-sí-mismo»: Autobiografía, de Benjamin Franklin (incompleta tras su muerte en 1790); Progresar en el mundo, de William Matthews (1874); De camino a la riqueza, de William Maher (1876); El secreto del éxito en la vida, de Edwin T. Freedley (1881); Cómo triunfar, de Lyman Abbott (1882); La ley del éxito, de William Speer (1885); El problema del éxito para el hombre joven y cómo solucionarlo, de Samuel Fallows (1903). (Botton, 2004, p. 67).

(8) Así lo expresa Simone de Beauvoir en su Deuxième Sexe: «Par suite du rapide développement de la civilisation industrielle, la propiété foncière se trouve en recul par rapport à la propiété mobilière: le principe de l’unité du groupe familial perd de sa force. La mobilité du capital permet à son détenteur au lieu d’être possédé par sa fortune de la posséder sans réciprocité et de pouvoir en disposer» (Beauvoir, 1949, I, p. 209).

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

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