REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Geografías literarias de Sergio Pitol

Liliana Tabákova

(Universidad de Sofía “San Clemente de Ojrid”)

 

En diciembre de 2005, a punto de finalizar el “Año del Quijote”, el premio Cervantes recayó en Sergio Pitol. Pocos meses después, en un edificio de la calle sofiota de Saborna, abrió sus puertas el Instituto Cervantes, cuya biblioteca recibió el nombre del escritor mexicano. El azar, una vez más, resultó ser más sabio que todo propósito buscado. El mayor Instituto Cervantes en un país eslavo iba a ser apadrinado por un gran conocedor y divulgador en el ámbito hispánico de las culturas de la Europa del Este. Por si fuera poco, la flamante directora del Instituto en Sofía era –y es– Luisa Fernanda Garrido, traductora reconocida y ganadora del último Premio Nacional de Traducción en España, especialista también en lenguas eslavas. Sergio Pitol estaba encantado con estas coincidencias. Volvía a Sofía después de una primera visita, veinte años atrás, y aproveché mi reencuentro con él para trasmitirle la invitación del profesor Victorino Polo para que, siguiendo la tradición de muchos de sus ilustres colegas, premiados con el prestigioso galardón literario, acudiera a «Los Cervantes en Murcia». Debido a sus múltiples compromisos, Sergio Pitol tuvo que declinar la invitación, postergándola para otra ocasión. En Murcia había nacido la idea de nuestro Congreso Cervantino en Sofía, cuyas actas tiene en sus manos el amable lector[1], y a esa hermosa ciudad mediterránea volví en mayo de 2006 para hablar precisamente sobre el escritor mexicano que, aunque jamás escribió sobre Sofía, permanecerá siempre ligado a la capital búlgara.

 

El 14 de febrero pasado, con mucha nieve y 14 grados bajo cero, se inauguró en Bulgaria el largamente esperado Instituto Cervantes. Fue en presencia de los Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia, del director del Instituto Cervantes, César Antonio Molina, del Presidente de la República Gueorgui Parvanov y de las más destacadas personalidades públicas de Bulgaria. El evento fue presidido por Sergio Pitol, el Premio Cervantes de 2005, cuyo nombre lleva la biblioteca del Instituto en Sofía. Lo acompañaba un grupo de intelectuales españoles y mexicanos: Jorge Herralde, Enrique Vila-Matas, Cristina Fernández Cubas, Eulalia Gubern, Juan Antonio Masoliver, Alberto Ruy Sánchez, Jordi Soler, Andrés Barba. Se celebraron dos interesantísimas mesas redondas sobre el escritor mexicano y sobre la narrativa hispánica más reciente.

El día anterior a la inauguración del Instituto Cervantes, mis alumnos que acompañaban a la delegación de escritores, me llamaron al móvil para avisarme dónde comerían. Llegué algo tarde, porque aquel día estaba examinando. Mi aparición fue recibida con una exclamación de Jorge Herralde: «¿Así que tú eres la famosa Liliana?» Reconozco que quedé helada. Y no era para menos.

La historia es larga y he de confesar que me da bastante corte compartirla en público, pero también es muy significativa y arroja luz sobre varios aspectos, de modo que voy a contárosla...

Hace 20 años, en 1985, yo era alumna de tercero de Filología Española en la Universidad de Sofía. Ya me defendía relativamente bien en castellano, por eso me escogieron para intérprete de un señor que era embajador de México en Praga y que visitaba Bulgaria con motivo de una de las Asambleas «Bandera de la Paz» que se celebraban anualmente reuniendo a niños cantores, bailarines y dibujantes de diferentes países. Eran parte de las parafernalias que montaba el régimen de entonces para tratar de convencer al mundo de los logros y lindezas del llamado «socialismo real». Pero también se convirtieron en motivo para que importantes representantes de las Artes y las Letras se acercaran al país.

El señor Embajador era alto, elegante, distinguido, tranquilo y muy amable. Me hacía preguntas sobre todo lo que veía y me escuchaba con una atención sumamente halagadora. Pronto perdí la timidez y me lancé a hablarle sobre lo que había empezado a interesarme más que nada: la literatura hispanoamericana. El Embajador –casi enseguida me di cuenta de que no era uno de esos funcionarios «cuadrados» y petulantes que emiten solo opiniones «políticamente correctas»– introducía de vez en cuando un comentario, inquiría si había leído esto o aquello, y me recomendaba con mucho tacto a autores y sus obras. Fueron tres días muy agradables para mí. Poco antes de irse, me dijo.

–Liliana, le quiero dejar un libro.

Me entusiasmé: en aquella época era difícil conseguir libros en español.

–¡Ay, gracias! ¿De quién es?

–Mío.

–Eso sí, pero ¿quién es el autor?

–Yo.

Se trataba de El desfile del amor[2], que acababa de ser publicado por la editorial Anagrama y había ganado el prestigioso Premio Herralde.

Era lógico que no lo conociera y no solo por vivir en el aislamiento de Bulgaria.

Como es sabido, Sergio Pitol ya había publicado varias colecciones de cuentos: Tiempo cercado (1959), Infierno de todos (1965), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), Del encuentro nupcial (1970), Asimetría (1980), Nocturno de Bujara (1981), rebautizado por los editores con el título de Vals de Mefisto, por el que se hizo merecedor del premio Xavier Villaurrutia), y también dos novelas: El tañido de una flauta (1972) y Juegos florales (1982).

Sin embargo, fue precisamente el Premio Herralde el que le concedió lugar en la prensa española y tuvo también un gran efecto en el propio México. En su discurso al recibir otro premio, el de Literatura Latinoamericana y del Caribe a nombre de Juan Rulfo (1999), recuerda Pitol:

Hacía muchos años que yo escribía desde Europa y publicaba en México en ediciones de pequeño tiraje. Mis libros recibieron por años aquí muy escasa atención crítica. Tuve desde el principio un puñado de entusiastas, pero también algunos malquerientes, que consideraban mi narrativa anticuada, fuera de moda, debido, entre otras razones, a que mis personajes no hacían ejercicio físico y se pasaban el tiempo hablando de pintura o de literatura. El premio español modificó el panorama, mis lectores aumentaron y la crítica ha terminado por situar mi obra en el canon de la literatura mexicana. La noción de tener éxito en Europa me hizo visible en mi país.[3]

Cuando me enteré de que el Embajador también era escritor, le hice una extensa entrevista que ocupó una página entera del periódico «Narodna Cultura» (Cultura Popular). Un par de meses después, de paso por Praga, decidí llamar al señor Pitol, para dejarle ejemplares de la entrevista. Para mi sorpresa, él no envió al hotel a un chofer de la Embajada para que los recogiera, sino que vino personalmente y se ofreció a acompañarme en mi paseo por la capital checa. Desde entonces he visitado muchas ciudades, pero ninguna recuerdo como Praga, tal vez por la mirada exquisita que me regaló don Sergio: los puentes sobre el río Valtava, los palacios, la Plaza de las Brujas con la adusta casona de Fausto, los recovecos del callejón de los alquimistas, las viviendas de Kafka... A mi regreso me puse a leer a Kafka, algo que no he dejado de hacer desde entonces.

Muchos años después, a principios de los noventa, obtuve una beca de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México. Tuve dos opciones: entre la UNAM y la Universidad Veracruzana escogí la segunda, no sólo porque la inmensidad de la ciudad de México me producía horror, sino también porque ya había leído Juegos florales, habiéndome quedado con una idea vaga sobre Xalapa –la capital del Estado de Veracruz– como un sitio en que podría sumergirme de lleno en lo real maravilloso: no en vano Billie Upward –un personaje que me sigue fascinando– al final desaparece en compañía de una antigua sirvienta con fama de bruja...

Para los que no han leído la novela, he de aclarar que ni en Juegos florales, ni en ningún otro libro de Sergio Pitol nos vamos a encontrar con el manido procedimiento del realismo mágico, que tantos entusiasmos suscitó en su momento. En El Mago de Viena nos cuenta Pitol:

Me movía por el mundo con una libertad absolutamente prodigiosa, no leía sino por razones hedonistas; había eliminado de mi entorno cualquier obligación que me pareciera engorrosa. […] No pertenecía a ningún cenáculo, ni era miembro del comité de redacción de ninguna publicación. Por lo mismo no tenía que someterme al gusto de una tribu, ni a las modas del momento.[4]

Y más adelante, comenta:

Lejos de México no tenía noticias de las modas intelectuales, no pertenecía a ningún grupo, y leía sólo los libros de mis amigos. Era como escribir en el desierto, y en esa soledad casi absoluta fui paulatinamente descubriendo mis procedimientos y midiendo mis fuerzas. Mis relatos se fueron modulando en busca de una Forma a través de la cual cada relato debía ser hermano de los otros, pero sin ser iguales, y de la captura de un lenguaje y estilo propios. (MV, p. 226.)

Pitol se mantuvo firme en la elección de esta libertad creadora, de esta envidiable independencia, incluso durante su estancia de tres años –entre 1969 y 1972– en Barcelona, cuando formaba parte del comité de lección de la editorial Seix Barral, colaboraba en la publicación de la colección “Los Heterodoxos” de Tusquets y presenció la fundación de Anagrama. O sea, se movía en el medio editorial barcelonés en pleno boom de la literatura latinoamericana, en una época en que Vargas Llosa y García Márquez convivían en la ciudad condal en dos pisos cercanos y el gran Gabo comentaba cada tarde a sus amigos la enorme cantidad de ejemplares de Cien años de soledad que se había vendido el día anterior.

Pero regresemos a la historia de mis encuentros con Sergio Pitol. Llegué a Xalapa en 1993, al tiempo que él se estaba estableciendo allí. Se trata de una ciudad relativamente pequeña, emplazada en la cercanía del imponente Pico de Orizaba (Citlaltépetl o Cerro de la Estrella, antiguo volcán de unos 5700 m de altura, cubierto de nieve perpetua). La ciudad sube y baja por las faldas del cerro de Macuiltépetl y las estribaciones abruptas del Cofre de Perote –«paisajes privilegiados», los llama Pitol–, en pleno Trópico, pero a 1400 m de altura, bajo un obstinado chipichipi (una llovizna sutil que se le cala a uno hasta el alma). En aquella época la población local no debía de superar los 300 mil habitantes, pero casi se duplicaba por la alegre invasión de los estudiantes de la Universidad Veracruzana. Era y sigue siendo una ciudad de intensa vida cultural. Encontré al maestro Pitol en una de sus conferencias (estaba a punto de incorporarse al elenco de los profesores de la Facultad de Filología y Letras). Se acordaba de mí. Me invitó a su casa. Charlamos largamente. Fue entonces cuando me dijo:

–Usted ha madurado mucho, Liliana, ¿sigue opinando lo mismo sobre Kafka?

«Trágame tierra», pensé. «¿Qué puedo haber opinado yo si no lo había leído antes de aquel mágico paseo por Praga?» Recordé lo que ponían los manuales de literatura occidental que en mis años estudiantiles ni por asomo se me había ocurrido cuestionar: Kafka era un escritor decadente. «¡A mí no me interesa la literatura decadente!» ¿Será posible? ¿Habré sido capaz de espetar semejante estupidez?

Mi consternación era tal, que el majestuoso Sacho, el perro bearded collie de Pitol, sintió que necesitaba consuelo y se me acercó con la magnanimidad de una persona.

El día de la comida en Sofía, me apresuré a contar la anécdota ante el estupor de mis alumnos y la carcajada general de la selecta comitiva del escritor mexicano. Lo hice aunque dudaba de que la autoironía pudiera salvarme de un bochorno tan tremendo.

Pero no, felizmente, mi «fama» entre los amigos de Pitol no se debía a la burrada emitida veinte años atrás. Simplemente el maestro, al desembarcar del avión, se había acordado de que conocía a una hispanista búlgara: «amiga», me llamó con su generosidad de siempre.

Lo que don Sergio había retenido con el paso del tiempo difería un poco de mi versión: recordaba que al que yo desconocía era a Elías Canetti, el premio Nóbel austriaco, nacido en el seno de una familia sefardí, en la ciudad búlgara de Ruschuk, la actual Ruse, en la orilla del Danubio.

En El arte de la fuga escribe Pitol:

[…] soy consciente de que buena parte de lo que creemos recordar son elaboraciones a posteriori, y que esa condición las hace indispensables para el trabajo analítico.[5]

En realidad, para el caso daba lo mismo Kafka o Canetti: la quintaesencia del problema era que él sabía muy bien que la gente de lo que hoy llamamos la Europa del Este, por las circunstancias políticas en que habíamos crecido, fuimos en cierta medida mutilados, ya que se nos privó de cosas que por herencia histórica y cultural nos pertenecían. La despreocupada ignorancia de aquella niñata sabihonda que fui, más que irritarle debe de haberle divertido. Por eso en Praga no me replicó, no se puso a discutir ni a adoctrinarme... Esperó que creciera para, años después, en Xalapa, darme una de sus grandes lecciones sobre la tolerancia.

Para ser libre uno tiene que ser tolerante, respetar a los demás y aceptarlos como son, vengan de donde vengan, como contraparte al respeto que uno exige para sí mismo.[6]

La tolerancia es uno de los motivos constantes en Pitol y él insiste en que es algo que se cultiva, que es obra de la voluntad:

No hay virtud humana más admirable. Implica el reconocimiento a los demás: otra forma de conocerse a uno mismo. Una virtud extraordinaria, dice E. M. Forster, aunque no exaltante. No hay himnos a la tolerancia como los hay, en abundancia, al amor. Carece de poemas y esculturas que la magnifiquen, es una virtud que requiere un esfuerzo y una vigilancia constantes. No tiene prestigio popular. Si se dice de alguien que es un hombre tolerante, la mayoría supone al instante que a aquel hombre su mujer le pone cuernos y que los demás lo hacen pendejo. Hay que volver al siglo XVIII, a Voltaire, a Diderot, a los enciclopedistas, para encontrar el vigor del término. En nuestro siglo, Bajtín es uno de sus paladines: su noción de dialogismo posibilita atender voces distintas y aun opuestas con igual atención. “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”, escribe Carlos Fuentes. “La democracia política y la convivencia civilizada entre los hombres exigen la tolerancia y la aceptación de valores e ideas distintos a los nuestros”, dice Octavio Paz. (AF, p. 24)

Sergio Pitol intuitivamente fue cultivando la tolerancia desde sus años de niño huérfano y enfermo, cuando no participaba en los juegos salvajes de los demás chiquillos del Potrero veracruzano, ni iba a la escuela, sino que escuchaba las historias contadas y vueltas a contar por su abuela y las amigas de ésta, y leía con voracidad. Al final de El Viaje cuenta que apenas había aprendido a deletrear las palabras, cuando su abuela le pasó un libro en cuya primera página había una plana con el título de Razas humanas y con imágenes de niños de distintas nacionalidades. Le impresionó la cara de una criatura que

[…] tenía labios abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese carácter lo potenciaba un espeso gorro de piel que le cubría hasta las orejas y que yo suponía era su propio pelo.[7]

Al pie de la imagen se leía: Iván, niño ruso. En sus fantasías infantiles el pequeño Sergio se vislumbró como un homónimo de este niño y así se autodenominaba cuando los otros muchachitos le preguntaban por su nombre. Con esta primerísima lectura surge la identificación del futuro escritor con el Otro, el diferente, el raro.

Las lecturas de la infancia –desde Julio Verne y Dickens hasta Tolstoi (leyó La Guerra y la Paz a los 12 años)– despertaron en él la inmensa curiosidad por el mundo que se lanzaría a recorrer durante largos años.

Pero antes inició en México D. F. sus estudios en la Facultad de Derecho, siendo también un asiduo de la Facultad de Letras. Se dedicó a aprender con paciencia el oficio del escritor.

En El Mago de Viena Pitol se muestra bastante duro con sus cuentos iniciales:

Regresar a los primeros textos exige del escritor adulto, y lo digo por experiencia personal, una activación de todas sus defensas para no sucumbir a las malas emanaciones que el tiempo va generando. ¡Más valdría un voto de jamás dirigir la mirada atrás! Se corre el riesgo de que esa vuelta se transforme en un acto de penitencia o expiación o, lo que es mil veces peor, llegue a enternecerse ante inepcias que deberían avergonzarlo. Lo que apenas puede permitirse el autor, y eso como de paso, es documentar las circunstancias que hicieron posible el nacimiento de esos escritos iniciales y comprobar, con severidad pero sin escándalo, la pobre respiración que manifiesta su lenguaje, la tiesura y el patetismo impuestos a ellos de antemano. (MV, pp. 37-38)

Los primeros cuentos según su propia confesión, le ayudaron a desprenderse de los fantasmas de un pasado, que ni siquiera le pertenecía personalmente, porque le asediaba desde los relatos de su abuela sobre un México edénico anterior a la Revolución. Relatos de los que, no obstante, resonaban en su memoria los ecos de rencores, venganzas y maldades. Las secretas pasiones que aquejan a los personajes, de las que nos enteramos poco o nada, sin que dejemos de sentir su arrolladora intensidad, terminan arrastrándolos casi siempre hacia la muerte o a su otra variante aún más atroz: la locura. Pensemos en los cuentos de Infierno para todos: «Los Ferri», «La familia», «Amelia Otero», «Los oficios de la tía Clara». Es notoria la preocupación del joven escritor por el lenguaje, el estilo y la precisión estructural, pero, antes que nada, ya aparece lo que va a ser lo más característico de su obra madura: el paulatino acercamiento a un espacio vacío, a un misterio, que subyace en las historias narradas sin que nunca se llegue a su dilucidación.

Escribir me parece un acto semejante a tejer varios hilos narrativos gradualmente trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien intente aclararlos, resolver el misterio planeado, optar por algunas opciones sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia. Lo demás, como siempre, son palabras. (MV, p. 48)

Estos cuentos primerizos constituyen una suerte de laboratorio en que nace el rigor narrativo y cristalizan los recursos del autor: ya están la eficacia del lenguaje, la sagacidad de las observaciones, los detalles oportunos. Sólo que no ha llegado a producirse el paulatino desplazamiento del tono solemne y grave a la ironía, al sarcasmo y la mofa despiadada. Más adelante vendrá el escarnio de los necios, de los vividores y los sablistas, de los funcionarios de medio pelo con sus ínfulas de grandeza, de los hombres y mujeres míseros que se creen más de lo que son, de los cónyuges que se martirizan mutuamente en enfermizas relaciones de amor-odio, etc.

En 1961 Sergio Pitol salió de México, rumbo a la tierra de sus ancestros, Italia. Pasó casi tres decenios fuera de su país recorriendo ciudades: París y Pekín, Roma y Varsovia, Estambul y Praga, Barcelona y Bristol, Belgrado, Londres, Moscú, Sofía... Por el afán de conocer la cultura europea no se distingue de generaciones y generaciones de intelectuales latinoamericanos, que para reencontrarse con América necesitaron afincarse por algún tiempo en el viejo continente (si fuera posible, en París, que equivalía a decir Europa en aquellos tiempos): Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Gabriela Mistral, Arturo Úslar Pietri, Luis Cardoza y Aragón, Vicente Huidobro, César Vallejo, Carlos Pellicer, para mencionar solo a algunos de los que pasaron por la Ciudad Luz entre las dos guerras. En los años 30 otro mexicano universal –Alfonso Reyes– explicaba esta necesidad de los latinoamericanos de estudiar, conocer y «practicar» Europa: «La experiencia de estudiar todo el pasado de la cultura humana como cosa propia es la compensación que se nos ofrece a cambio de haber llegado tarde a la llamada civilización occidental». Sergio Pitol dice al respecto:

El esfuerzo latinoamericano para no quedarse atrás del mundo ni a la sombra de las metrópolis ha sido ímprobo. Partimos en busca de una deseada madurez y en la cultura lo hemos logrado, no obstante las mil trabas, reproches, barreras, zancadillas y asedios puestos en el camino. Parecería que cada uno de nuestros países albergaba a dos Américas, la que marchara a la Utopía mientras la otra, la perversa, pusiera todos sus esfuerzos en liquidarla.[8]

Lo que distingue a Pitol de la mayoría de sus compañeros de oficio, es que la sed de peregrinar a través de las literaturas, la arquitectura, las artes plásticas, la música y las filosofías, lo ha llevado a geografías disímiles, a territorios casi inexplorados por otros latinoamericanos. Las largas estadías en algunos países eslavos (Polonia, Rusia, Checoslovaquia) o en China, le han inducido a lecturas que en otras circunstancias no habría realizado. Y también lo ha convertido en uno de los más importantes promotores de estas culturas relativamente desconocidas en el mundo hispanohablante. El escritor domina el inglés, el italiano, el francés, el polaco y el ruso. Es ingente su labor de traductor: se conocen en su versión al español más de cien títulos entre los que destacan El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Cosmos de Witold Gombrowicz, Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, La defensa de Vladimir Nabókov, Un drama de caza de Antón Chéjov, Caoba de Boris Pilniak, Los papeles de Aspern y Washington Square de Henry James, El volcán, el mezcal, los comisarios... de Malcolm Lowry, El buen soldado de Ford Madox Ford, Diario de un loco de Lu Hsun, entre muchos otros. El escritor mexicano cree que es un error menospreciar la traducción, considerándola un arte menor dentro de las Letras.

Me di cuenta cabal de la calidad de la prosa de Sergio Pitol, cuando me puse a traducir algunos de sus cuentos (sobre todo los más tardíos). Conservar las frases excesivamente largas que imprimen el ritmo pausado y reiterativo del viaje en tren en Vals de Mefisto, recrear las espirales narrativas de Nocturno de Bujara, conservar la perfecta simetría de Asimetría, retrasmitir la febril atmósfera de Viaje a Varsovia, conseguir la precisión de las cajas chinas de El relato veneciano de Billie Upward, ha sido una tarea ardua y al mismo tiempo sumamente reconfortante.

El propio Pitol reconoce que su trabajo de traductor de novelas le hizo penetrar aún más en los mecanismos de creación y le estimuló a probar suerte en este género que hasta entonces no había podido escribir. (MV, p. 227)

Si en los cuentos de la etapa temprana es notoria la presencia de William Faulkner, sus primeras dos novelas El tañido de una flauta (1972) y Juegos florales (1982) –cuyo centro temático gira en torno al proceso creador– parece que están marcados por la impronta de la prosa de ideas de Hermann Broch y de Thomas Mann.

En estas dos novelas volvemos a encontrar a los personajes típicamente pitolianos: mexicanos que deambulan por Europa en búsqueda de una realización que los lectores intuimos o sabemos ya frustrada. Son literatos, cineastas, o profesores universitarios, hablan de arte, discuten sobre sus lecturas, imitan a sus escritores predilectos, buscan su propia expresión. Los conflictos que viven no son trascendentales, pero la sensación de desarraigo los agudiza, los lleva a sus últimas consecuencias. Son incapaces de escapar de las jaulas de su pasado, aunque en la narración casi nada echa luz sobre éste. La construcción del personaje de Billie Upward, la inglesa excéntrica e histérica, martirizó al escritor mexicano durante largos años, casi estuvo a punto de «castrarlo» literariamente (v. MV, 229), lo mismo que hizo con el personaje narrador que la recuerda en Juegos florales. Billie, de criterios inamovibles, intransigente con los defectos de los demás, incapaz de comprender la cultura mexicana, mujer monstruo, pajarraco, es victimaria de Raúl –el hombre al que por amor ha seguido hasta Xalapa– y a la vez víctima de sí misma. Al final de la novela desaparece junto con la sirvienta que tiempo atrás ha echado por bruja de su casa: «las traga la selva», pero no como les pasaba a los personajes de la novela telúrica latinoamericana, sino abriendo un abanico de posibilidades de desenlaces o de continuaciones de la trama. Y al mismo tiempo, a medida que el personaje-narrador nos ha estado hablando de ella, nos hemos ido percatando de que su visión es parcial, tergiversada, deformada por una mezcla de resentimiento, envidia e incomprensión. La historia de Billie no puede ser «realista»; es objeto de la ficcionalización de parte de un personaje, a su vez ficcionalizado por un autor. Es abolida toda posibilidad de certidumbres. Sergio Pitol rescata la tradición literaria, pero también la mina por dentro.

En el ya mencionado «Relato veneciano de Billie Upward», primero publicado como cuento independiente e incluido más tarde en Juegos florales, se podría buscar una clave hacia el método de Pitol. El relato de Billie tiene por título «Closeness and Fugue». Hay una voz narrativa que refiere en tercera persona los pensamientos de un personaje que comenta un cuento (un relato dentro de otro relato, etc.). Se explaya en las diferencias entre dos lecturas del mismo texto, alejadas en el tiempo: la primera, entusiasta, que

[…] a pesar de la vehemencia de su elogio, debió digerir con miles de reservas el estrépito creado en torno a ese relato que por contraste le hacía sentir el localismo de su propia obra.[9]

Y la segunda lectura, la de la edad madura, que le

[…] resulta más nítida, no por el mero hecho de que los años lo hubieran acostumbrado a las dificultades que proponía el estilo de Billie, sino porque descubre que su aparente hermetismo había sido creado con toda conciencia para configurar el clima de ambigüedad necesario a los sucesos narrados y así permitirle al lector la posibilidad de elegir la interpretación que le fuera más afín. (ídem.)

No sólo cada lector lee a su manera y las lecturas de las personas diferentes pueden ser radicalmente distintas, sino también «la auténtica lectura es la relectura» (MV, p. 24), porque «un libro leído en distintas épocas se transforma en varios libros» (MV, p.27)

Estas dos citas de «Relato veneciano de Billie Upward» son un guiño risueño, hacia los lectores avezados, postborgeanos. Por si fuera poco, la actual lectura retrospectiva del conjunto de la obra de Sergio Pitol nos permite reparar también en unas líneas que siguen un poco más adelante: el personaje –escritor frustrado– que lee y comenta «Cercanía y Fuga» de la temida, admirada y odiada Billie, repara en que

[…] hay algo de libro de viajes, de novela, de ensayo literario. De la fusión o choque entre esos géneros se desprende el pathos, continuamente interrumpido y con reiteración diferido del relato. Hay influencias evidentes de James, de Borges, del Orlando de Woolf. (TC, p. 269)

O sea, se sugiere que el relato de Billie es una mezcla de distintas modalidades de escritura y que precisamente por esta particular fusión literaria adquiere mayor eficacia.

Asimismo, al recordar El tañido de una flauta, el escritor mexicano confiesa que

[...] el terror de crear un híbrido entre el relato y el tratado ensayístico me impulsó a intensificar los elementos narrativos. (AF, p. 45; MV p. 223)

Por lo visto, la posibilidad de barajar diferentes géneros, para obtener un producto literario de autonomía propia, ha ido preocupando a Pitol mucho antes de la aparición de sus libros que, a falta de mejor denominación, llamamos autobiográficos.

Me parece que al favorecer la festividad del Tríptico de carnavalEl desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991)– la crítica ha relegado de manera injusta las dos primeras novelas de Sergio Pitol.

El Tríptico carnavalesco es una especie de comedia humana, o mejor dicho –para hacer merecida referencia a Gogol cuya huella, junto a la de Bajtín, es evidente– plasma un buen número de almas muertas mexicanas (y universales). Es magistral la densidad de los ambientes, la complejidad emocional de los personajes que se tapan con los antifaces de lo que creen ser, o juegan al escondite consigo mismos, sin darse cuenta de que se miran en espejos cóncavos y convexos. Estos personajes extremadamente grotescos llevan a su autor a crear un lenguaje apropiado –paródico, disparatado, procaz, lúdico–, como el que de joven practicaba el escritor con sus amigos Luis Prieto y Carlos Monsiváis.[10]

Podríamos decir que El desfile del amor es una novela político-policíaca, si no corriéramos el riesgo de encasillarla y limitar sus alcances. Los hechos centrales, en torno a los cuales se desarrollan las pesquisas del protagonista Del Solar, que es historiador, se ubican en el año 1942, poco antes de que México declarara la guerra al Eje. Tienen como escenario un edificio en la plaza de Río de Janeiro en la colonia Roma en el D. F., en que alguna vez vivió el propio Sergio Pitol. El edificio Minerva, envuelto en un aire falsamente gótico, es habitado por representantes de la variopinta sociedad mexicana, junto con extranjeros de toda laya, que han encontrado refugio en el país. Del Solar entrevista a muchos de ellos para dilucidar las circunstancias del asesinato de un joven austriaco y todos, sin excepción, tratan de embaucarle con sus versiones sobre lo ocurrido tres decenios atrás.

El historiador intenta infructuosamente unir los hilos entre las verdades y mentiras a medias que le cuentan, llegando hasta cierto punto a traicionar el rigor científico de su oficio y viéndose arrastrado con fuerza por la necesidad de fabular. El resultado es una especie de nuevo Rashomón[11], en que juzgar y llegar a la verdad no sería más que un ejercicio truculento, una falacia estructural. Consciente de las trampas que todos le tienden, Del Solar piensa en la excéntrica y brillante Ida Werfel, especialista en el Siglo de Oro español y

[…] en los comentarios que le oyó repetir a Emma, su hija, sobre La huerta de Juan Fernández, una obra de Tirso de Molina donde nadie era quien decía ser, donde los personajes se desdoblaban sin cesar y adoptaban las máscaras más absurdas como si fueran el único modo de convivir con los demás. Lo mismo ocurría en la novela de Dickens [Nuestro amigo común]. La misma suplantación de personalidades, los nombres falsos, las biografías ficticias. (DA, p. 196)

El trazo de los personajes es digno de los pinceles de un Goya: desde Eduviges,[12] la aristócrata venida a menos, una señora gorda, corrupta, paranoica, y su hermano, el fascista Arnulfo Briones; Martínez, el matón a sueldo, el de las hemorroides; o Ida Werfel, la filóloga, que se entusiasma con la mera mención de cualquier elemento escatológico y Emma, su hija gris e insignificante, que vive a la sombra de su ilustre progenitora; o Pedrito Balmorán, el librero, “el mismo que canta y baila”; hasta el patético falso castrado mexicano, nadie se salva, todos participan de la misma grotesca bufonada. Curiosamente, los personajes más nefastos poseen la mayor lucidez, como, por ejemplo el abominable Martínez, quien se declara el “bastonero de oro” del carnavalesco desfile del amor (v. DA p.193). Las conclusiones son tristes: en la historia de México, en la Historia en general, nada se puede dar por confiable o seguro, excepto la violencia, los vicios, la maldad...

El autor reconoce que Domar a la divina garza, la segunda novela del Tríptico, es su predilecta. Divertida y turbadora, provoca tanto la hilaridad como la náusea. El licenciado Dante C. de la Estrella –una combinación abyecta entre estrechez mental, megalomanía y resentimiento contra los demás– vive martirizado por los recuerdos de su encuentro con Marietta Karapetiz, cuya perversa extravagancia le ha deparado la más aplastante entre las muchas humillaciones que ha sufrido a lo largo de su existencia. Con su monólogo delirante, Dante –intruso en la casa de la familia Millares, que ni siquiera le simpatizan– conduce a los oyentes por las sendas de su infierno personal, guiado por un Virgilio grotesco –Marietta–, suma sacerdotisa de un culto de coprofilia. Las reacciones de los personajes de distintos sexos y edades que presencian el ataque verborreico de Dante de la Estrella, nos indican que cada uno entiende e interpreta el relato de éste a su manera, lo mismo que lo harán los propios lectores de la novela.

La novela se abre con un primer capítulo: «Donde un viejo novelista, a quien la edad perturba seriamente, muestra su laboratorio y reflexiona sobre los materiales con los que se propone construir una nueva novela»[13]. Este capítulo funciona como metatexto que propone varias claves para la lectura.

El escritor se declara un apasionado de la trama, pero nunca de la trama lineal, sino de la trama alambicada, de la trama tramposa. Como, por ejemplo, la de la última de las tres novelas carnavalescas, La vida conyugal[14]. Jaqueline Cascorró –un seudónimo que se ha adjudicado la heroína para huir de la vulgaridad que, según ella, posee su nombre auténtico: María Magdalena–, hastiada de la mezquindad de su existencia, trata varias veces de asesinar a su marido con la ayuda de sus amantes sucesivos, a cual más chabacano y ordinario. De todos estos intentos, sin embargo, es ella la que sale más perjudicada y maltrecha. El tono de la novela es jocoso, la risa que provoca es campechana y la pobre diabla hasta acaba inspirando simpatía por sus empeños inútiles por adquirir cierta cultura, lo mismo que por sus esfuerzos por salir del círculo vicioso en que la mantienen el marido, la familia y los convencionalismos sociales. Nos hace recordar lejanamente a Borola (V. AF p. 231), el personaje del famoso tebeo de Gabriel Vargas, La familia Burrón. En «Borola contra el mundo» confiesa Pitol:

Avanzo con cautela, haciendo arabescos, como si temiera llegar a la obligada confesión: «Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir». (AF  pp. 229-230)

Sergio Pitol reclama un lector cómplice, hedonista, capaz de sonreír o reír a carcajadas, abierto a la experimentación, que no se va a rendir ante la textura de sus palimpsestos ni ante los centones con que se le desafía.

Para los que recién van a adentrarse en el complejo universo del escritor mexicano, recomendaría que se iniciaran con El arte de la fuga (1997) y El mago de Viena (2005), dos libros que creo que a todo escritor le gustaría escribir. Hay que catarlos lentamente; es imposible leerlos de un tirón.

La opción postmoderna del Sergio Pitol de transgredir los géneros, nos permite disfrutar de todos los registros contenidos en su obra anterior. En ambos libros los temas son idénticos: sus lecturas, con las que borgeanamente se siente más orgulloso que con su propia obra; las amistades, el nomadismo, el paso del tiempo; la memoria, siempre imprevisible, «con su inagotable capacidad para deparar sorpresas» (MV p.75); el juego entre las verdades y las apariencias; la creación de la verosimilitud en literatura. etc. Los dos libros son una Ars Poetica magistralmente desarrollada, con una profusión de referencias eruditas que tienden puentes entre autores, obras, épocas y culturas.

Los itinerarios de Sergio Pitol no son tanto geográficos como culturales. Los viajes son una de las sustancias constantes de su obra, pero no a la manera de los libros de viajes tradicionales. Los escenarios por los que ha desfilado el escritor le dan pie para elucubraciones sobre todo lo que ha definido su sensibilidad artística; no hay paisajes, sino referencias a lecturas, a pinturas, a detalles arquitectónicos. Los traslados geográficos del autor de El Viaje le sirven, básicamente, para profundizar en sí mismo. Nos ofrece sus impresiones de viajero sin observar ningún orden cronológico, más bien como efectos de flash, como evocaciones esporádicas.

La memoria trabaja con lа misma lógiса oblicua у rebelde de los sueños. Hurga еп los pozos ocultos у de ellos extrae visiones que, а diferencia de las de los sueños, son casi siempre placenteras. La memoria puede, а voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, у lа nostalgia sólo por ехсерсión produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado а un presente carente de atractivos. Su figura ideal es еl oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega а sumarlos, ordena desordenadamente еl caos (AF p.54).

La escritura es la mejor manera de recuperar las experiencias (sean reales o soñadas), En el significado profundo de los hechos de la vida sólo se puede penetrar por intuición, sin anteojos, en sueños o en una sesión de hipnosis. Es memorable la descripción de una Venecia espectral, nublada por la miopía del escritor que ha perdido las gafas, entrevista a través de los cristales de las acumulaciones eruditas (evocaciones de textos, de cuadros, de imágenes cinematográficas); una Venecia impresionista, sugestiva, que nos instiga a escarbar en nuestra memoria en busca de las acumulaciones propias.

Se me escapaban los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, pátinas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner. Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía. (AF, p. 10)

El escritor insiste en que vive para leer y lee para vivir (MV p.29; p.228), pero, al mismo tiempo, lo vivido, lo leído, lo visto y lo soñado tienen sentido sólo y únicamente si se convierten en literatura.

Escribo un diario. Lo inicié hace treinta y cinco años, en Belgrado. Es mi cantera, mi almacén, mi alcancía. De sus páginas se alimentan vorazmente mis novelas; desde hace un año lo he desatendido demasiado; [...] Escribir un diario es establecer un diálogo con uno mismo y un conducto adecuado para eliminar toxinas venenosas. Quizás el abandono al que aludo se debe a que este diálogo indispensable se ha trasladado a mis últimos libros, casi todos con un fuerte sedimento autobiográfico; siempre ha estado presente en mis novelas, primero furtiva, luego descaradamente ha llegado a permear hasta mis ensayos literarios. En fin, en cualquier tema sobre el que escribo, logro introducir mi presencia, me entrometo en el asunto, relato anécdotas que a veces ni siquiera vienen al caso [...]. (MV pp. 95-96)

Pitol, retomando de una obra de su amigo José Donoso una cita de Faulkner[15], desarrolla la idea de que «una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre» (AF, p. 136).

Sin embargo, en los dos libros autobiográficos, no abundan los episodios concretos de la vida del escritor. Sergio Pitol comparte con Henry James la creencia de que la intimidad de cualquier persona es sagrada y lo que importa es la obra.

Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es la niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes. (AF p. 22)

No vamos a encontrar anécdotas triviales; sino que todas las secuencias narrativas crean una red de elementos funcionales dentro del texto. Se trata siempre de vivencias cruciales, que han tenido alguna repercusión posterior en la obra del autor. La infancia, por ejemplo, tiene una presencia muy intensa, aunque nunca llegamos a enterarnos de detalles.

Si es cierto que las pulsiones de la niñez nos acompañarán hasta el momento de morir, también lo es que el escritor deberá mantenerlas a raya, evitar que se conviertan en un candado para que la escritura no se convierta en cárcel, sino en reserva de libertades (MV p.44)

La recuperación brutalmente dolorosa de la infancia se realiza en un ambiente onírico, durante la sesión de hipnosis a la que se somete el escritor, tratando de liberarse del tabaquismo. En «Vindicación de la hipnosis» las imágenes fragmentarias se suceden una tras otra hasta conducir al trauma más intenso y definitorio: el suicidio de la madre del escritor cuando tenía sólo cuatro años de edad.

Salí a la calle. […] Seguí caminando, y a cada paso que daba sentía, casi físicamente, que una llaga que mi cuerpo había albergado clandestinamente por más de cincuenta años comenzaba a cicatrizar. A medida que avanzaba, sentía la mejoría. De lo único que era consciente es que detrás de mí dejaba una enfermedad. Se fue abriendo paso en mí la noción de que había vivido todos esos años sólo para evitar que aquel dolor bestial volviera a repetirse, para impedir las circunstancias que lo pudieran provocar. El sentido de mi vida había consistido en protegerme, en huir, en acorazarme. (AF p.90)

A pesar de los muchos pasajes en que Sergio Pitol se refiere a la literatura y los viajes como huidas, fugas, la utilización de la palabra en el título El arte de la fuga es polisémica y más bien nos remite a una frase de Johann Sebastian Bach y de allí a los complicados procedimientos contrapuntísticos de los que se sirve el escritor en sus cuentos, novelas y ensayos, y también a las múltiples variaciones sobre los mismos temas inagotables.

Los manuales clásicos de música definen la Fuga como una composición a varias voces, escrita en contrapunto, cuyos elementos esenciales son la variación y el canon, es decir, la posibilidad de establecer una forma mecida entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática, la gavota y el mambo. En una técnica de claroscuro, los distintos textos se contemplan, potencian y deconstruyen a cada momento, puesto que el propósito final es una relativización de todas las instancias. Abolido el entorno mundano que durante varias décadas circundó mi vida, desaparecidos de mi visión los escenarios y los personajes que por años me sugirieron el elenco que puebla mis novelas, me vi obligado a transformarme yo mismo en un personaje casi único, lo que tuvo mucho de placentero pero también de perturbador. ¿Qué hacía yo metido en esas páginas? Como siempre la aparición de una Forma resolvió a su modo las contradicciones inherentes a una Fuga. (MV p. 47)

El arte de la fuga y El mago de Viena revelan ante los lectores la «carpintería» del escritor mexicano; los conducen a las entrañas mismas de su proceso creativo. Estos dos libros, lo mismo que El Viaje[16] representan la profunda reflexión analítica de Pitol en torno a la índole del acto de ficcionalización, los complicados mecanismos de la narración, los vínculos inciertos entre realidad y literatura:

Decidí, sin saber que lo había decidido, que el instinto debía imponerse sobre cualquier otra mediación. Era el instinto quien determinaría la forma. Aún ahora, en este momento me debato con este emisario de la Realidad que es la forma. Uno, de eso soy consciente, no busca la forma, sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate. Y entonces, siempre es la forma la que vence. Cuando no es así, el texto tiene algo de podrido. (MV p. 45)

En estos tres libros Sergio Pitol reflexiona sobre aspectos de la vida y la obra de un sinnúmero de escritores, a muchos de los cuales considera «sus dioses tutelares» (MV p.46). Con algunos de ellos se identifica o comparte ideas, técnicas narrativas, incluso momentos vitales. De Gogol, uno de los más enigmáticos escritores rusos, el más satírico, ha heredado el gusto por la destrucción de los tabúes; de Chéjov, -«uno de los escritores más profundamente subversivos que hayan existido»[17]- la aparente transparencia debajo de la cual se esconde un núcleo acorazado (MV p.29) que escapa a toda formulación crítica; de Bajtín, la teoría del carnaval; de Henry James –además del concepto básico de autobiografía– tal vez una pizca de misoginia; de Conrad, la certeza de la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano; de Ive Compton-Burnet la mirada cáustica sobre las taras de la sociedad; de Italo Calvino, la afirmación de la fe en la literatura, porque hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede expresar. La presencia de Borges es ubicua en la obra de Pitol quien hereda de él la aspiración aléphica de abarcar inmensos horizontes culturales.

En Antonio Tabucchi admira la elegancia ligera, el sabio sentido de economía del relato. Con Enrique Vila-Matas le une una gran amistad y una recíproca relación de magisterio. El culto a la amistad aflora también en las líneas dedicadas a Carlos Monsiváis, Álvaro Mutis, Darío Jaramillo, César Aira, Carlos Fuentes, entre otros tantos.

No en vano muchos de los jóvenes escritores del México actual se declaran sus seguidores. Juan Villoro, Ángeles Mastreta, Jorge Volpi, Francisco Hinojosa, expresan su admiración incondicional por Sergio Pitol. Su legado hacia las nuevas generaciones de escritores aparece más explícitamente en El Mago de Viena, que no es, como muchos se imaginan el sabio Freud, sino un estrafalario capo de una organización internacional, dedicada a desahuciar a herederas amnésicas. Es un esbozo de una novela que Pitol no ha escrito ni escribirá, pero en torno a la cual elabora su teoría sobre la cultura de masas y la literatura ligth y los auténticos valores artísticos.

Gracias a estas lecturas y a las que aún le faltan, el futuro escritor podrá concebir una trama tan lejana de lo real como la de El Mago de Viena, exasperar hasta lo imposible su chabacanería, su vulgar extravagancia, transformar su lenguaje en un palimpsesto de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez, hasta lograr un libro absurdamente refinado, un relato culto, un bocado para los happy few, semejante a los de César Aira y Mario Bellatin. (MV pp. 22-23)

Aunque Sergio Pitol afirma no conocer la formación de los jóvenes actuales, la cual imagina muy diferente a la de los escritores de su generación debido a la revolución visual y electrónica (MV p. 23), sus reflexiones no están exentas de cierta voluntad de magisterio.

No en vano, en una entrevista, Ignacio Padilla lo llama cariñosamente «el abuelo del crac». Los escritores integrantes del grupo –además de Padilla, formaban parte de éste Jorge Volpi, Eloy Urroz, Vicente Herrasti, Ricardo Chávez Castañeda y Pedro Ángel Palau–, han llegado a ser a esas alturas figuras de presencia sólida en las Letras mexicanas contemporáneas. En sus inicios lanzaron el llamamiento de que los literatos de su generación abandonaran tanto la literatura «bananera» como la de «papilla-embauca-ingenuos»[18], que asumieran más riesgos estéticos, que volvieran a respetar al lector y que se esmeraran en el manejo del lenguaje. Con los años los del crac tomaron muy diversos caminos, pero ninguno abandonó el legado literario del maestro Pitol.

* * *

Este somero asedio al autor veracruzano no es más que un ejercicio de lectura, no pretende conducir a conclusiones ni establecer pautas de acercamiento. Mi propósito ha sido incentivar vuestro interés, queridos alumnos, por este gran escritor contemporáneo, un Premio Cervantes más que merecido, entre otras cosas, por la huella que deja en la literatura mexicana de hoy y por el diálogo que ha entablado con sus colegas actuales y venideros, y con sus lectores de todas las generaciones.

Tal vez algún día Sergio Pitol escriba algunas líneas también sobre mi ciudad –Sofía, la capital de Bulgaria–, a la que su nombre, gracias al Instituto Cervantes y su magnífica biblioteca, permanecerá unido para siempre. Me confesó este propósito, después de un recorrido rápido y solitario que dio por las heladas y peligrosamente resbaladizas calles de Sofía. Se había escapado por un rato de su solícita intérprete, en la que yo nostálgicamente creía reconocer algunos rasgos de aquella niña que fui cuando conocí al maestro. Él regresó de su paseo entristecido por el deterioro de las calles, los desconchones en las fachadas, el aspecto miserable de muchos de los transeúntes. Seguramente le impactó el contraste con la radiante ciudad primaveral que había conocido en mayo de 1985.

–Qué mal anda el mundo últimamente, Liliana.

–Me temo que siempre ha sido así, don Sergio. Pero le redime la existencia de personas como usted.

Se lo dije con el alma.

Murcia, 10 mayo de 2006



[1] Actas del IV Centenario de la Primera edición de “El Quijote”. Panorama actual de las Letras Hispánicas. Sofía, 26 y 27 de mayo de 2005. Edición a cargo de Liliana K. Tabákova y José Ignacio Callén. Instituto Cervantes de Sofía y Licenciatura de Filología Española de la Universidad de Sofía “San Clemente de Ojrid”.

[2] Pitol, Sergio: El desfile del amor.  Barcelona, Anagrama, 1984. Premio Herralde.

[3] Pitol, Sergio: «Historia de unos premios», Febrero de 2000 - en: http://www.letraslibres.com/index.php?art=6184

[4] Pitol, Sergio: El Mago de Viena. Valencia, Ed. Pre-Textos, 2005, p. 90. (En adelante: MV)

[5] Pitol, Sergio: El arte de la fuga. Barcelona, Anagrama, 1997, p. 58. (En adelante: AF)

[6] Socorro, Milagros: «Entrevista a Sergio Pitol: Una cosa es redactar y otra, muy distinta, escribir». 15 de agosto de 2000. http://www.analitica.com/bitblioteca/msocorro/pitol.asp

[7] Pitol, Sergio: El viaje. Barcelona, Anagrama, 2000, p. 164. (En adelante: V)

[8] Pitol, Sergio: «De imaginarios e identidad» - El País, Madrid, 6 de julio de 2002.

[9] Pitol, Sergio: «El relato veneciano de Billie Upward» – en: Todos los cuentos, México D.F., Alfaguara, 1998, p. 269.

[10] V. Monsiváis, Carlos: «Entrevista a Sergio Pitol» – Babelia, El País, 8 de octubre de 2005.

[11] La película de Akira Kurosawa, del año 1950, que se basa en un cuento del escritor japonés Rynosuke Acutagawa.

[12] En una entrevista cuenta Sergio Pitol que tuvo que ver hasta 15 veces una escena de Dinner at Eight de George Cukor, para saber cómo se sentaba uno de los personajes femeninos del que rescató ciertas características físicas para Eduviges, cómo se caía y desplomaba en los muebles. También comenta que este cuidado por la gestualidad lo aprendió de Kafka, que es el escritor que más movimientos y gestos da a sus personajes, constantemente. V.: Afanador, Luis Fernando: «Sergio Pitol: Soy un apasionado de la trama», http://www.wlmalpensante.com/31_apasionado_de_la_trama.asp  

[13] Pitol, Sergio: Domar a la divina garza, México, Ediciones Era, 1989, p. 9. (Edición original: Barcelona, Anagrama, 1988)

[14] Pitol, Sergio: La vida conyugal. Barcelona, Anagrama, 1991.

[15] «A novel is a writer’s secret life, the dark twin of a man».

[16] En El Viaje Sergio Pitol narra sobre una visita que realizó a Rusia y a Georgia en la época de la perestroika, reúne apuntes de sus diarios y breves ensayos sobre algunos autores rusos (Tsvietáieva, Méyerhold, Gogol), descripciones de sueños, etc. Pero, en realidad, se puede afirmar que El Viaje es la historia de la gestación de Domar de la divina garza.

[17] Pitol, Sergio: «Historia de unos premios», op.cit.

[18] Urroz, Eloy. «Manifiesto crac II. Genealogía del crac» – Lateral, revista de cultura, Octubre 2000, nº 70.