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Geografías
literarias de Sergio Pitol
Liliana Tabákova
(Universidad de Sofía “San Clemente de Ojrid”)
En diciembre de 2005, a punto de finalizar el “Año del Quijote”,
el premio Cervantes recayó en Sergio Pitol. Pocos meses después, en un edificio
de la calle sofiota de Saborna, abrió sus puertas el Instituto Cervantes, cuya
biblioteca recibió el nombre del escritor mexicano. El azar, una vez más,
resultó ser más sabio que todo propósito buscado. El mayor Instituto Cervantes
en un país eslavo iba a ser apadrinado por un gran conocedor y divulgador en el
ámbito hispánico de las culturas de la Europa del Este. Por si fuera poco, la
flamante directora del Instituto en Sofía era –y es– Luisa Fernanda Garrido,
traductora reconocida y ganadora del último Premio Nacional de Traducción en
España, especialista también en lenguas eslavas. Sergio Pitol estaba encantado con
estas coincidencias. Volvía a Sofía después de una primera visita, veinte años
atrás, y aproveché mi reencuentro con él para trasmitirle la invitación del
profesor Victorino Polo para que, siguiendo la tradición de muchos de sus
ilustres colegas, premiados con el prestigioso galardón literario, acudiera a «Los
Cervantes en Murcia». Debido a sus múltiples compromisos, Sergio Pitol tuvo que
declinar la invitación, postergándola para otra ocasión. En Murcia había nacido
la idea de nuestro Congreso Cervantino en Sofía, cuyas actas tiene en sus manos
el amable lector[1],
y a esa hermosa ciudad mediterránea volví en mayo de 2006 para hablar precisamente
sobre el escritor mexicano que, aunque jamás escribió sobre Sofía, permanecerá
siempre ligado a la capital búlgara.
El 14 de febrero pasado, con mucha nieve y 14 grados
bajo cero, se inauguró en Bulgaria el largamente esperado Instituto Cervantes.
Fue en presencia de los Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia, del
director del Instituto Cervantes, César Antonio Molina, del Presidente de la
República Gueorgui Parvanov y de las más destacadas personalidades públicas de
Bulgaria. El evento fue presidido por Sergio Pitol, el Premio Cervantes de
2005, cuyo nombre lleva la biblioteca del Instituto en Sofía. Lo acompañaba un
grupo de intelectuales españoles y mexicanos: Jorge Herralde, Enrique
Vila-Matas, Cristina Fernández Cubas, Eulalia Gubern, Juan Antonio Masoliver,
Alberto Ruy Sánchez, Jordi Soler, Andrés Barba. Se celebraron dos
interesantísimas mesas redondas sobre
el escritor mexicano y sobre la narrativa hispánica más reciente.
El día anterior a la inauguración del Instituto
Cervantes, mis alumnos que acompañaban a la delegación de escritores, me
llamaron al móvil para avisarme dónde comerían. Llegué algo tarde, porque aquel
día estaba examinando. Mi aparición fue recibida con una exclamación de Jorge
Herralde: «¿Así que tú eres la famosa Liliana?» Reconozco que quedé helada. Y
no era para menos.
La historia es larga y he de confesar que me da
bastante corte compartirla en público, pero también es muy significativa y
arroja luz sobre varios aspectos, de modo que voy a contárosla...
Hace 20 años, en 1985, yo era alumna de tercero de
Filología Española en la Universidad de Sofía. Ya me defendía relativamente
bien en castellano, por eso me escogieron para intérprete de un señor que era
embajador de México en Praga y que visitaba Bulgaria con motivo de una de las
Asambleas «Bandera de la Paz» que se celebraban anualmente reuniendo a niños
cantores, bailarines y dibujantes de diferentes países. Eran parte de las
parafernalias que montaba el régimen de entonces para tratar de convencer al
mundo de los logros y lindezas del llamado «socialismo real». Pero también se
convirtieron en motivo para que importantes representantes de las Artes y las Letras
se acercaran al país.
El señor Embajador era alto, elegante, distinguido,
tranquilo y muy amable. Me hacía preguntas sobre todo lo que veía y me
escuchaba con una atención sumamente halagadora. Pronto perdí la timidez y me
lancé a hablarle sobre lo que había empezado a interesarme más que nada: la
literatura hispanoamericana. El Embajador –casi enseguida me di cuenta de que
no era uno de esos funcionarios «cuadrados» y petulantes que emiten solo
opiniones «políticamente correctas»– introducía de vez en cuando un comentario,
inquiría si había leído esto o aquello, y me recomendaba con mucho tacto a autores
y sus obras. Fueron tres días muy agradables para mí. Poco antes de irse, me
dijo.
–Liliana, le quiero dejar un libro.
Me entusiasmé: en aquella época era difícil conseguir libros en
español.
–¡Ay, gracias! ¿De quién es?
–Mío.
–Eso sí, pero ¿quién es el autor?
–Yo.
Se trataba de El
desfile del amor[2],
que acababa de ser publicado por la editorial Anagrama y había ganado el
prestigioso Premio Herralde.
Era lógico que no lo conociera y no solo por vivir en
el aislamiento de Bulgaria.
Como es sabido, Sergio Pitol ya había publicado
varias colecciones de cuentos: Tiempo
cercado (1959), Infierno de todos
(1965), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), Del encuentro nupcial (1970), Asimetría (1980), Nocturno de Bujara (1981), rebautizado por los editores con el
título de Vals de Mefisto, por el que
se hizo merecedor del premio Xavier Villaurrutia), y también dos novelas: El tañido de una flauta (1972) y Juegos florales (1982).
Sin embargo, fue precisamente el Premio Herralde el
que le concedió lugar en la prensa española y tuvo también un gran efecto en el
propio México. En su discurso al recibir otro premio, el de Literatura
Latinoamericana y del Caribe a nombre de Juan Rulfo (1999), recuerda Pitol:
Hacía muchos años
que yo escribía desde Europa y publicaba en México en ediciones de pequeño
tiraje. Mis libros recibieron por años aquí muy escasa atención crítica. Tuve
desde el principio un puñado de entusiastas, pero también algunos
malquerientes, que consideraban mi narrativa anticuada, fuera de moda, debido,
entre otras razones, a que mis personajes no hacían ejercicio físico y se
pasaban el tiempo hablando de pintura o de literatura. El premio español
modificó el panorama, mis lectores aumentaron y la crítica ha terminado por
situar mi obra en el canon de la literatura mexicana. La noción de tener éxito
en Europa me hizo visible en mi país.[3]
Cuando me enteré de que el Embajador también era
escritor, le hice una extensa entrevista que ocupó una página entera del
periódico «Narodna Cultura» (Cultura Popular). Un par de meses después, de paso
por Praga, decidí llamar al señor Pitol, para dejarle ejemplares de la
entrevista. Para mi sorpresa, él no envió al hotel a un chofer de la Embajada
para que los recogiera, sino que vino personalmente y se ofreció a acompañarme
en mi paseo por la capital checa. Desde entonces he visitado muchas ciudades,
pero ninguna recuerdo como Praga, tal vez por la mirada exquisita que me regaló
don Sergio: los puentes sobre el río Valtava, los palacios, la Plaza de las
Brujas con la adusta casona de Fausto, los recovecos del callejón de los
alquimistas, las viviendas de Kafka... A mi regreso me puse a leer a Kafka, algo
que no he dejado de hacer desde entonces.
Muchos años después, a principios de los noventa,
obtuve una beca de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México. Tuve dos
opciones: entre la UNAM y la Universidad Veracruzana escogí la segunda, no sólo
porque la inmensidad de la ciudad de México me producía horror, sino también
porque ya había leído Juegos florales,
habiéndome quedado con una idea vaga sobre Xalapa –la capital del Estado de
Veracruz– como un sitio en que podría sumergirme de lleno en lo real
maravilloso: no en vano Billie Upward –un personaje que me sigue fascinando– al
final desaparece en compañía de una antigua sirvienta con fama de bruja...
Para los que no han leído la novela, he de aclarar
que ni en Juegos florales, ni en
ningún otro libro de Sergio Pitol nos vamos a encontrar con el manido
procedimiento del realismo mágico, que tantos entusiasmos suscitó en su
momento. En El Mago de Viena nos
cuenta Pitol:
Me movía por el
mundo con una libertad absolutamente prodigiosa, no leía sino por razones
hedonistas; había eliminado de mi entorno cualquier obligación que me pareciera
engorrosa. […] No pertenecía a ningún cenáculo, ni era miembro del comité de
redacción de ninguna publicación. Por lo mismo no tenía que someterme al gusto
de una tribu, ni a las modas del momento.[4]
Y más adelante, comenta:
Lejos de México
no tenía noticias de las modas intelectuales, no pertenecía a ningún grupo, y
leía sólo los libros de mis amigos. Era como escribir en el desierto, y en esa
soledad casi absoluta fui paulatinamente descubriendo mis procedimientos y
midiendo mis fuerzas. Mis relatos se fueron modulando en busca de una Forma a
través de la cual cada relato debía ser hermano de los otros, pero sin ser
iguales, y de la captura de un lenguaje y estilo propios. (MV, p. 226.)
Pitol se mantuvo firme en la elección de esta
libertad creadora, de esta envidiable independencia, incluso durante su estancia
de tres años –entre 1969 y 1972– en Barcelona, cuando formaba parte del comité
de lección de la editorial Seix Barral, colaboraba en la publicación de la
colección “Los Heterodoxos” de Tusquets y presenció la fundación de Anagrama. O
sea, se movía en el medio editorial barcelonés en pleno boom de la literatura latinoamericana, en una época en que Vargas
Llosa y García Márquez convivían en la ciudad condal en dos pisos cercanos y el
gran Gabo comentaba cada tarde a sus amigos la enorme cantidad de ejemplares de
Cien años de soledad que se había
vendido el día anterior.
Pero regresemos a la historia de mis encuentros con
Sergio Pitol. Llegué a Xalapa en 1993, al tiempo que él se estaba estableciendo
allí. Se trata de una ciudad relativamente pequeña, emplazada en la cercanía
del imponente Pico de Orizaba (Citlaltépetl o Cerro de la Estrella, antiguo
volcán de unos 5700 m de altura, cubierto de nieve perpetua). La ciudad sube y
baja por las faldas del cerro de Macuiltépetl y las estribaciones abruptas
del Cofre de Perote –«paisajes
privilegiados», los llama Pitol–, en
pleno Trópico, pero a 1400 m de altura, bajo un obstinado chipichipi (una llovizna sutil que se le cala a uno hasta el alma).
En aquella época la población local no debía de superar los 300 mil habitantes,
pero casi se duplicaba por la alegre invasión de los estudiantes de la
Universidad Veracruzana. Era y sigue siendo una ciudad de intensa vida
cultural. Encontré al maestro Pitol en una de sus conferencias (estaba a punto
de incorporarse al elenco de los profesores de la Facultad de Filología y
Letras). Se acordaba de mí. Me invitó a su casa. Charlamos largamente. Fue
entonces cuando me dijo:
–Usted ha madurado mucho, Liliana, ¿sigue opinando lo mismo sobre
Kafka?
«Trágame tierra», pensé. «¿Qué puedo haber opinado yo si no lo había
leído antes de aquel mágico paseo por Praga?» Recordé lo que ponían los
manuales de literatura occidental que en mis años estudiantiles ni por asomo se
me había ocurrido cuestionar: Kafka era un escritor decadente. «¡A mí no me interesa la literatura decadente!» ¿Será
posible? ¿Habré sido capaz de espetar semejante estupidez?
Mi consternación era tal, que el majestuoso Sacho, el perro bearded collie de Pitol, sintió que
necesitaba consuelo y se me acercó con la magnanimidad de una persona.
El día de la comida en Sofía, me apresuré a contar la
anécdota ante el estupor de mis alumnos y la carcajada general de la selecta
comitiva del escritor mexicano. Lo hice aunque dudaba de que la autoironía
pudiera salvarme de un bochorno tan tremendo.
Pero no, felizmente, mi «fama» entre los amigos de
Pitol no se debía a la burrada emitida veinte años atrás. Simplemente el
maestro, al desembarcar del avión, se había acordado de que conocía a una
hispanista búlgara: «amiga», me llamó con su generosidad de siempre.
Lo que don Sergio había retenido con el paso del
tiempo difería un poco de mi versión: recordaba que al que yo desconocía era a Elías
Canetti, el premio Nóbel austriaco, nacido en el seno de una familia sefardí,
en la ciudad búlgara de Ruschuk, la actual Ruse, en la orilla del Danubio.
En El arte de
la fuga escribe Pitol:
[…] soy
consciente de que buena parte de lo que creemos recordar son elaboraciones a
posteriori, y que esa condición las hace indispensables para el trabajo analítico.[5]
En realidad, para el caso daba lo mismo Kafka o
Canetti: la quintaesencia del problema era que él sabía muy bien que la gente
de lo que hoy llamamos la Europa del Este, por las circunstancias políticas en
que habíamos crecido, fuimos en cierta medida mutilados, ya que se nos privó de
cosas que por herencia histórica y cultural nos pertenecían. La despreocupada
ignorancia de aquella niñata sabihonda que fui, más que irritarle debe de
haberle divertido. Por eso en Praga no me replicó, no se puso a discutir ni a
adoctrinarme... Esperó que creciera para, años después, en Xalapa, darme una de
sus grandes lecciones sobre la tolerancia.
Para ser libre
uno tiene que ser tolerante, respetar a los demás y aceptarlos como son, vengan
de donde vengan, como contraparte al respeto que uno exige para sí mismo.[6]
La tolerancia es uno de los motivos constantes en
Pitol y él insiste en que es algo que se cultiva, que es obra de la voluntad:
No hay virtud
humana más admirable. Implica el reconocimiento a los demás: otra forma de
conocerse a uno mismo. Una virtud extraordinaria, dice E. M. Forster, aunque no
exaltante. No hay himnos a la tolerancia como los hay, en abundancia, al amor.
Carece de poemas y esculturas que la magnifiquen, es una virtud que requiere un
esfuerzo y una vigilancia constantes. No tiene prestigio popular. Si se dice de
alguien que es un hombre tolerante, la mayoría supone al instante que a aquel
hombre su mujer le pone cuernos y que los demás lo hacen pendejo. Hay que
volver al siglo XVIII, a Voltaire, a Diderot, a los enciclopedistas, para
encontrar el vigor del término. En nuestro siglo, Bajtín es uno de sus
paladines: su noción de dialogismo posibilita atender voces distintas y aun
opuestas con igual atención. “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces
de imaginarlos”, escribe Carlos Fuentes. “La democracia política y la
convivencia civilizada entre los hombres exigen la tolerancia y la aceptación
de valores e ideas distintos a los nuestros”, dice Octavio Paz. (AF, p. 24)
Sergio Pitol intuitivamente fue cultivando la
tolerancia desde sus años de niño huérfano y enfermo, cuando no participaba en
los juegos salvajes de los demás chiquillos del Potrero veracruzano, ni iba a
la escuela, sino que escuchaba las historias contadas y vueltas a contar por su
abuela y las amigas de ésta, y leía con voracidad. Al final de El Viaje cuenta que apenas había
aprendido a deletrear las palabras, cuando su abuela le pasó un libro en cuya
primera página había una plana con el título de Razas humanas y con imágenes de niños de distintas nacionalidades.
Le impresionó la cara de una criatura que
[…] tenía labios
abultados y pómulos salientes, rasgos que le daban un aspecto animal, y ese
carácter lo potenciaba un espeso gorro de piel que le cubría hasta las orejas y
que yo suponía era su propio pelo.[7]
Al pie de la imagen se leía: Iván, niño ruso. En sus fantasías infantiles el pequeño Sergio se
vislumbró como un homónimo de este niño y así se autodenominaba cuando los
otros muchachitos le preguntaban por su nombre. Con esta primerísima lectura
surge la identificación del futuro escritor con el Otro, el diferente, el raro.
Las lecturas de la infancia –desde Julio Verne y
Dickens hasta Tolstoi (leyó La Guerra y
la Paz a los 12 años)– despertaron en él la inmensa curiosidad por el mundo
que se lanzaría a recorrer durante largos años.
Pero antes inició en México D. F. sus estudios en la
Facultad de Derecho, siendo también un asiduo de la Facultad de Letras. Se
dedicó a aprender con paciencia el oficio del escritor.
En El Mago de
Viena Pitol se muestra bastante duro con sus cuentos iniciales:
Regresar
a los primeros textos exige del escritor adulto, y lo digo por experiencia
personal, una activación de todas sus defensas para no sucumbir a las malas
emanaciones que el tiempo va generando. ¡Más valdría un voto de jamás dirigir
la mirada atrás! Se corre el riesgo de que esa vuelta se transforme en un acto
de penitencia o expiación o, lo que es mil veces peor, llegue a enternecerse
ante inepcias que deberían avergonzarlo. Lo que apenas puede permitirse el
autor, y eso como de paso, es documentar las circunstancias que hicieron
posible el nacimiento de esos escritos iniciales y comprobar, con severidad
pero sin escándalo, la pobre respiración que manifiesta su lenguaje, la tiesura
y el patetismo impuestos a ellos de antemano. (MV, pp. 37-38)
Los primeros cuentos según su propia confesión, le
ayudaron a desprenderse de los fantasmas de un pasado, que ni siquiera le
pertenecía personalmente, porque le asediaba desde los relatos de su abuela
sobre un México edénico anterior a la Revolución. Relatos de los que, no
obstante, resonaban en su memoria los ecos de rencores, venganzas y maldades.
Las secretas pasiones que aquejan a los personajes, de las que nos enteramos
poco o nada, sin que dejemos de sentir su arrolladora intensidad, terminan
arrastrándolos casi siempre hacia la muerte o a su otra variante aún más atroz:
la locura. Pensemos en los cuentos de Infierno
para todos: «Los Ferri», «La familia», «Amelia Otero», «Los oficios de la
tía Clara». Es notoria la
preocupación del joven escritor por el lenguaje, el estilo y la precisión
estructural, pero, antes que nada, ya aparece lo que va a ser lo más
característico de su obra madura: el paulatino acercamiento a un espacio vacío,
a un misterio, que subyace en las historias narradas sin que nunca se llegue a
su dilucidación.
Escribir
me parece un acto semejante a tejer varios hilos narrativos gradualmente
trenzados donde nada se cierra y todo resulta conjetural; será el lector quien
intente aclararlos, resolver el misterio planeado, optar por algunas opciones
sugeridas: el sueño, el delirio, la vigilia. Lo demás, como siempre, son
palabras. (MV, p. 48)
Estos cuentos primerizos constituyen una suerte de
laboratorio en que nace el rigor narrativo y cristalizan los recursos del
autor: ya están la eficacia del lenguaje, la sagacidad de las observaciones,
los detalles oportunos. Sólo que no ha llegado a producirse el paulatino
desplazamiento del tono solemne y grave a la ironía, al sarcasmo y la mofa
despiadada. Más adelante vendrá el escarnio de los necios, de los vividores y
los sablistas, de los funcionarios de medio pelo con sus ínfulas de grandeza, de
los hombres y mujeres míseros que se creen más de lo que son, de los cónyuges
que se martirizan mutuamente en enfermizas relaciones de amor-odio, etc.
En 1961 Sergio Pitol salió de México, rumbo a la
tierra de sus ancestros, Italia. Pasó casi tres decenios fuera de su país
recorriendo ciudades: París y Pekín, Roma y Varsovia, Estambul y Praga,
Barcelona y Bristol, Belgrado, Londres, Moscú, Sofía... Por el afán de conocer
la cultura europea no se distingue de generaciones y generaciones de
intelectuales latinoamericanos, que para reencontrarse con América necesitaron
afincarse por algún tiempo en el viejo continente (si fuera posible, en París, que
equivalía a decir Europa en aquellos tiempos): Alejo Carpentier, Miguel Ángel
Asturias, Gabriela Mistral, Arturo Úslar Pietri, Luis Cardoza y Aragón, Vicente
Huidobro, César Vallejo, Carlos Pellicer, para mencionar solo a algunos de los
que pasaron por la Ciudad Luz entre las dos guerras. En los años 30 otro
mexicano universal –Alfonso Reyes– explicaba esta necesidad de los
latinoamericanos de estudiar, conocer y «practicar» Europa: «La experiencia de estudiar
todo el pasado de la cultura humana como cosa propia es la compensación que se
nos ofrece a cambio de haber llegado tarde a la llamada civilización occidental».
Sergio Pitol dice al respecto:
El esfuerzo latinoamericano para no
quedarse atrás del mundo ni a la sombra de las metrópolis ha sido ímprobo.
Partimos en busca de una deseada madurez y en la cultura lo hemos logrado, no
obstante las mil trabas, reproches, barreras, zancadillas y asedios puestos en
el camino. Parecería que cada uno de nuestros países albergaba a dos Américas,
la que marchara a la Utopía mientras la otra, la perversa, pusiera todos sus
esfuerzos en liquidarla.[8]
Lo
que distingue a Pitol de la mayoría de sus compañeros de oficio, es que la sed
de peregrinar a través de las literaturas, la arquitectura, las artes
plásticas, la música y las filosofías, lo ha llevado a geografías disímiles, a
territorios casi inexplorados por otros latinoamericanos. Las largas estadías
en algunos países eslavos (Polonia, Rusia, Checoslovaquia) o en China, le han
inducido a lecturas que en otras circunstancias no habría realizado. Y también
lo ha convertido en uno de los más importantes promotores de estas culturas
relativamente desconocidas en el mundo hispanohablante. El escritor domina el
inglés, el italiano, el francés, el polaco y el ruso. Es ingente su labor de
traductor: se conocen en su versión al español más de cien títulos entre los
que destacan El corazón de las tinieblas
de Joseph Conrad, Cosmos de Witold
Gombrowicz, Las puertas del paraíso
de Jerzy Andrzejewski, La defensa de
Vladimir Nabókov, Un drama de caza de
Antón Chéjov, Caoba de Boris Pilniak,
Los papeles de Aspern y Washington Square de Henry James, El volcán, el mezcal, los comisarios...
de Malcolm Lowry, El buen soldado de Ford Madox Ford, Diario de un loco de Lu Hsun, entre muchos otros. El escritor
mexicano cree que es un error menospreciar la traducción, considerándola un
arte menor dentro de las Letras.
Me di cuenta cabal de la calidad de la prosa de
Sergio Pitol, cuando me puse a traducir algunos de sus cuentos (sobre todo los
más tardíos). Conservar las frases excesivamente largas que imprimen el ritmo
pausado y reiterativo del viaje en tren en Vals
de Mefisto, recrear las espirales narrativas de Nocturno de Bujara, conservar la perfecta simetría de Asimetría, retrasmitir la febril
atmósfera de Viaje a Varsovia, conseguir
la precisión de las cajas chinas de El
relato veneciano de Billie Upward, ha sido una tarea ardua y al mismo
tiempo sumamente reconfortante.
El
propio Pitol reconoce que su trabajo de traductor de novelas le hizo penetrar
aún más en los mecanismos de creación y le estimuló a probar suerte en este
género que hasta entonces no había podido escribir. (MV, p. 227)
Si
en los cuentos de la etapa temprana es notoria la presencia de William
Faulkner, sus primeras dos novelas El
tañido de una flauta (1972) y Juegos
florales (1982) –cuyo centro temático gira en torno al proceso creador–
parece que están marcados por la impronta de la prosa de ideas de Hermann Broch
y de Thomas Mann.
En
estas dos novelas volvemos a encontrar a los personajes típicamente pitolianos:
mexicanos que deambulan por Europa en búsqueda de una realización que los
lectores intuimos o sabemos ya frustrada. Son literatos, cineastas, o
profesores universitarios, hablan de arte, discuten sobre sus lecturas, imitan
a sus escritores predilectos, buscan su propia expresión. Los conflictos que
viven no son trascendentales, pero la sensación de desarraigo los agudiza, los
lleva a sus últimas consecuencias. Son incapaces de escapar de las jaulas de su
pasado, aunque en la narración casi nada echa luz sobre éste. La construcción
del personaje de Billie Upward, la inglesa excéntrica e histérica, martirizó al
escritor mexicano durante largos años, casi estuvo a punto de «castrarlo»
literariamente (v. MV, 229), lo mismo
que hizo con el personaje narrador que la recuerda en Juegos florales. Billie, de criterios inamovibles, intransigente
con los defectos de los demás, incapaz de comprender la cultura mexicana, mujer
monstruo, pajarraco, es victimaria de Raúl –el hombre al que por amor ha
seguido hasta Xalapa– y a la vez víctima de sí misma. Al final de la novela
desaparece junto con la sirvienta que tiempo atrás ha echado por bruja de su
casa: «las traga la selva», pero no como les pasaba a los personajes de la novela
telúrica latinoamericana, sino abriendo un abanico de posibilidades de
desenlaces o de continuaciones de la trama. Y al mismo tiempo, a medida que el personaje-narrador
nos ha estado hablando de ella, nos hemos ido percatando de que su visión es
parcial, tergiversada, deformada por una mezcla de resentimiento, envidia e
incomprensión. La historia de Billie no puede ser «realista»; es objeto de la
ficcionalización de parte de un personaje, a su vez ficcionalizado por un
autor. Es abolida toda posibilidad de certidumbres. Sergio Pitol rescata la
tradición literaria, pero también la mina por dentro.
En
el ya mencionado «Relato veneciano de Billie Upward», primero publicado como cuento independiente e incluido más tarde
en Juegos florales, se podría buscar una clave hacia el método de Pitol. El
relato de Billie tiene por título «Closeness and Fugue». Hay una voz narrativa que refiere en tercera persona los
pensamientos de un personaje que comenta un cuento (un relato dentro de otro
relato, etc.). Se explaya en las diferencias entre dos lecturas del mismo
texto, alejadas en el tiempo: la primera, entusiasta, que
[…] a pesar de la vehemencia de su
elogio, debió digerir con miles de reservas el estrépito creado en torno a ese
relato que por contraste le hacía sentir el localismo de su propia obra.[9]
Y la
segunda lectura, la de la edad madura, que le
[…] resulta más nítida, no por el mero
hecho de que los años lo hubieran acostumbrado a las dificultades que proponía
el estilo de Billie, sino porque descubre que su aparente hermetismo había sido
creado con toda conciencia para configurar el clima de ambigüedad necesario a
los sucesos narrados y así permitirle al lector la posibilidad de elegir la
interpretación que le fuera más afín. (ídem.)
No
sólo cada lector lee a su manera y las lecturas de las personas diferentes pueden
ser radicalmente distintas, sino también «la auténtica lectura es la relectura»
(MV, p. 24), porque «un libro leído
en distintas épocas se transforma en varios libros» (MV, p.27)
Estas
dos citas de «Relato veneciano de Billie Upward» son un guiño risueño, hacia
los lectores avezados, postborgeanos. Por si fuera poco, la actual lectura
retrospectiva del conjunto de la obra de Sergio Pitol nos permite reparar
también en unas líneas que siguen un poco más adelante: el personaje –escritor
frustrado– que lee y comenta «Cercanía y Fuga» de la temida, admirada y odiada
Billie, repara en que
[…] hay algo de libro de viajes, de
novela, de ensayo literario. De la fusión o choque entre esos géneros se
desprende el pathos, continuamente interrumpido y con reiteración diferido del
relato. Hay influencias evidentes de James, de Borges, del Orlando de Woolf. (TC, p. 269)
O
sea, se sugiere que el relato de Billie es una mezcla de distintas modalidades
de escritura y que precisamente por esta particular fusión literaria adquiere mayor eficacia.
Asimismo,
al recordar El tañido de una flauta, el
escritor mexicano confiesa que
[...] el terror de crear un híbrido entre
el relato y el tratado ensayístico me impulsó a intensificar los elementos
narrativos. (AF, p. 45;
MV p. 223)
Por
lo visto, la posibilidad de barajar diferentes géneros, para obtener un
producto literario de autonomía propia, ha ido preocupando a Pitol mucho antes
de la aparición de sus libros que, a falta de mejor denominación, llamamos
autobiográficos.
Me
parece que al favorecer la festividad del Tríptico
de carnaval –El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988)
y La vida conyugal (1991)– la crítica ha relegado de manera injusta las
dos primeras novelas de Sergio Pitol.
El Tríptico carnavalesco
es una especie de comedia humana, o
mejor dicho –para hacer merecida referencia a Gogol cuya huella, junto a la de
Bajtín, es evidente– plasma un buen número de almas muertas mexicanas (y universales). Es magistral la densidad
de los ambientes, la complejidad emocional de los personajes que se tapan con
los antifaces de lo que creen ser, o juegan al escondite consigo mismos, sin darse
cuenta de que se miran en espejos cóncavos y convexos. Estos personajes
extremadamente grotescos llevan a su autor a crear un lenguaje apropiado
–paródico, disparatado, procaz, lúdico–, como el que de joven practicaba el
escritor con sus amigos Luis Prieto y Carlos Monsiváis.[10]
Podríamos
decir que El desfile del amor es una
novela político-policíaca, si no corriéramos el riesgo de encasillarla y
limitar sus alcances. Los hechos centrales, en torno a los cuales se
desarrollan las pesquisas del protagonista Del Solar, que es historiador, se
ubican en el año 1942, poco antes de que México declarara la guerra al Eje.
Tienen como escenario un edificio en la plaza de Río de Janeiro en la colonia
Roma en el D. F., en que alguna vez vivió el propio Sergio Pitol. El edificio
Minerva, envuelto en un aire falsamente gótico, es habitado por representantes
de la variopinta sociedad mexicana, junto con extranjeros de toda laya, que han
encontrado refugio en el país. Del Solar entrevista a muchos de ellos para
dilucidar las circunstancias del asesinato de un joven austriaco y todos, sin
excepción, tratan de embaucarle con sus versiones sobre lo ocurrido tres
decenios atrás.
El
historiador intenta infructuosamente unir los hilos entre las verdades y
mentiras a medias que le cuentan, llegando hasta cierto punto a traicionar el
rigor científico de su oficio y viéndose arrastrado con fuerza por la necesidad
de fabular. El resultado es una especie de nuevo Rashomón[11],
en que juzgar y llegar a la verdad no sería más que un ejercicio truculento,
una falacia estructural. Consciente de las trampas que todos le tienden, Del
Solar piensa en la excéntrica y brillante Ida Werfel, especialista en el Siglo
de Oro español y
[…] en los comentarios que le oyó repetir
a Emma, su hija, sobre La huerta de Juan Fernández, una obra de Tirso de Molina donde nadie
era quien decía ser, donde los personajes se desdoblaban sin cesar y adoptaban
las máscaras más absurdas como si fueran el único modo de convivir con los
demás. Lo mismo ocurría en la novela de Dickens [Nuestro amigo común]. La misma suplantación de personalidades,
los nombres falsos, las biografías ficticias. (DA, p. 196)
El
trazo de los personajes es digno de los pinceles de un Goya: desde Eduviges,[12] la
aristócrata venida a menos, una señora gorda, corrupta, paranoica, y su
hermano, el fascista Arnulfo Briones; Martínez, el matón a sueldo, el de las
hemorroides; o Ida Werfel, la filóloga, que se entusiasma con la mera mención
de cualquier elemento escatológico y Emma, su hija gris e insignificante, que
vive a la sombra de su ilustre progenitora; o Pedrito Balmorán, el librero, “el
mismo que canta y baila”; hasta el patético falso castrado mexicano, nadie se
salva, todos participan de la misma grotesca bufonada. Curiosamente, los
personajes más nefastos poseen la mayor lucidez, como, por ejemplo el
abominable Martínez, quien se declara el “bastonero de oro” del carnavalesco
desfile del amor (v. DA p.193). Las
conclusiones son tristes: en la historia de México, en la Historia en general,
nada se puede dar por confiable o seguro, excepto la violencia, los vicios, la
maldad...
El
autor reconoce que Domar a la divina
garza, la segunda novela del Tríptico,
es su predilecta. Divertida y turbadora, provoca tanto la hilaridad como la
náusea. El licenciado Dante C. de la Estrella –una combinación abyecta entre
estrechez mental, megalomanía y resentimiento contra los demás– vive
martirizado por los recuerdos de su encuentro con Marietta Karapetiz, cuya
perversa extravagancia le ha deparado la más aplastante entre las muchas
humillaciones que ha sufrido a lo largo de su existencia. Con su monólogo
delirante, Dante –intruso en la casa de la familia Millares, que ni siquiera le
simpatizan– conduce a los oyentes por las sendas de su infierno personal,
guiado por un Virgilio grotesco –Marietta–, suma sacerdotisa de un culto de
coprofilia. Las reacciones de los personajes de distintos sexos y edades que presencian
el ataque verborreico de Dante de la Estrella, nos indican que cada uno
entiende e interpreta el relato de éste a su manera, lo mismo que lo harán los
propios lectores de la novela.
La
novela se abre con un primer capítulo: «Donde un viejo novelista, a quien la
edad perturba seriamente, muestra su laboratorio y reflexiona sobre los
materiales con los que se propone construir una nueva novela»[13]. Este capítulo
funciona como metatexto que propone varias claves para la lectura.
El
escritor se declara un apasionado de la trama, pero nunca de la trama lineal,
sino de la trama alambicada, de la trama tramposa. Como, por ejemplo, la de la
última de las tres novelas carnavalescas,
La vida conyugal[14]. Jaqueline Cascorró –un seudónimo que
se ha adjudicado la heroína para huir de la vulgaridad que, según ella, posee
su nombre auténtico: María Magdalena–, hastiada de la mezquindad de su
existencia, trata varias veces de asesinar a su marido con la ayuda de sus
amantes sucesivos, a cual más chabacano y ordinario. De todos estos intentos,
sin embargo, es ella la que sale más perjudicada y maltrecha. El tono de la
novela es jocoso, la risa que provoca es campechana y la pobre diabla hasta
acaba inspirando simpatía por sus empeños inútiles por adquirir cierta cultura,
lo mismo que por sus esfuerzos por salir del círculo vicioso en que la
mantienen el marido, la familia y los convencionalismos sociales. Nos hace
recordar lejanamente a Borola (V. AF
p. 231), el personaje del famoso tebeo de
Gabriel Vargas, La familia Burrón. En
«Borola contra el mundo» confiesa Pitol:
Avanzo
con cautela, haciendo arabescos, como si temiera llegar a la obligada confesión:
«Mi deuda con
Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo
me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir». (AF pp. 229-230)
Sergio Pitol reclama un lector cómplice, hedonista, capaz
de sonreír o reír a carcajadas, abierto a la experimentación, que no se va a
rendir ante la textura de sus palimpsestos ni ante los centones con que se le
desafía.
Para los que recién van a adentrarse en
el complejo universo del escritor mexicano, recomendaría que se iniciaran con El arte de la fuga (1997) y El mago de Viena (2005), dos libros que
creo que a todo escritor le gustaría escribir. Hay que catarlos lentamente; es
imposible leerlos de un tirón.
La opción postmoderna del Sergio Pitol de
transgredir los géneros, nos permite disfrutar de todos los registros
contenidos en su obra anterior. En ambos libros los temas son idénticos: sus
lecturas, con las que borgeanamente se siente más orgulloso que con su propia
obra; las amistades, el nomadismo, el paso del tiempo; la memoria, siempre imprevisible,
«con su inagotable capacidad para deparar sorpresas» (MV p.75); el juego
entre las verdades y las apariencias; la creación de la verosimilitud en
literatura. etc. Los dos libros son una Ars
Poetica magistralmente
desarrollada, con una profusión de referencias eruditas que tienden puentes
entre autores, obras, épocas y culturas.
Los itinerarios de Sergio
Pitol no son tanto geográficos como culturales. Los viajes son una de las
sustancias constantes de su obra, pero no a la manera de los libros de viajes
tradicionales. Los escenarios por los que ha desfilado el escritor le dan pie
para elucubraciones sobre todo lo que ha definido su sensibilidad artística; no
hay paisajes, sino referencias a lecturas, a pinturas, a detalles
arquitectónicos. Los traslados geográficos del autor de El Viaje le sirven, básicamente, para profundizar en sí mismo. Nos
ofrece sus impresiones de viajero sin observar ningún orden cronológico, más
bien como efectos de flash, como evocaciones
esporádicas.
La memoria trabaja con lа misma lógiса oblicua у
rebelde de los sueños. Hurga еп los pozos ocultos у de ellos
extrae visiones que, а diferencia de las de los sueños, son casi siempre
placenteras. La memoria puede, а voluntad de su poseedor, teñirse de
nostalgia, у lа nostalgia sólo por
ехсерсión produce monstruos. La nostalgia
vive de las galas de un pasado confrontado а un presente carente de atractivos.
Su figura ideal es еl oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los
entrevera, llega а sumarlos, ordena desordenadamente еl caos (AF p.54).
La
escritura es la mejor manera de recuperar las experiencias (sean reales o
soñadas), En el significado profundo de los hechos de la vida sólo se puede
penetrar por intuición, sin anteojos, en sueños o en una sesión de hipnosis. Es
memorable la descripción de una Venecia espectral, nublada por la miopía del
escritor que ha perdido las gafas, entrevista a través de los cristales de las
acumulaciones eruditas (evocaciones de textos, de cuadros, de imágenes cinematográficas);
una Venecia impresionista, sugestiva, que nos instiga a escarbar en nuestra memoria
en busca de las acumulaciones propias.
Se me escapaban los detalles, se desvanecían los
contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores,
brillos suntuosos, pátinas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde
seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la
neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner.
Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad
mutable; la sensación de estar en una franja intermedia entre la luz y las
tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando
el claroscuro en el que me movía. (AF, p. 10)
El escritor insiste en que
vive para leer y lee para vivir (MV p.29;
p.228), pero, al mismo tiempo, lo vivido, lo leído, lo visto y lo soñado
tienen sentido sólo y únicamente si se convierten en literatura.
Escribo un diario. Lo inicié hace treinta y cinco
años, en Belgrado. Es mi cantera, mi almacén, mi alcancía. De sus páginas se
alimentan vorazmente mis novelas; desde hace un año lo he desatendido
demasiado; [...] Escribir un diario es establecer un diálogo con uno mismo y un
conducto adecuado para eliminar toxinas venenosas. Quizás el abandono al que
aludo se debe a que este diálogo indispensable se ha trasladado a mis últimos
libros, casi todos con un fuerte sedimento autobiográfico; siempre ha estado
presente en mis novelas, primero furtiva, luego descaradamente ha llegado a
permear hasta mis ensayos literarios. En fin, en cualquier tema sobre el que
escribo, logro introducir mi presencia, me entrometo en el asunto, relato
anécdotas que a veces ni siquiera vienen al caso [...]. (MV pp. 95-96)
Pitol, retomando de una
obra de su amigo José Donoso una cita de Faulkner[15],
desarrolla la idea de que «una novela es la vida secreta de un escritor, el
oscuro hermano gemelo de un hombre» (AF,
p. 136).
Sin embargo, en los dos
libros autobiográficos, no abundan los episodios concretos de la vida del
escritor. Sergio Pitol comparte con Henry James la creencia de que la intimidad
de cualquier persona es sagrada y lo que importa es la obra.
Uno, me aventuro, es los libros que ha
leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles
recorridas. Uno es la niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores,
bastantes fastidios. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos
diferentes. (AF p. 22)
No vamos a encontrar
anécdotas triviales; sino que todas las secuencias narrativas crean una red de
elementos funcionales dentro del texto. Se trata siempre de vivencias cruciales,
que han tenido alguna repercusión posterior en la obra del autor. La infancia,
por ejemplo, tiene una presencia muy intensa, aunque nunca llegamos a enterarnos
de detalles.
Si es cierto que las pulsiones de la niñez nos acompañarán hasta el
momento de morir, también lo es que el escritor deberá mantenerlas a raya,
evitar que se conviertan en un candado para que la escritura no se convierta en
cárcel, sino en reserva de libertades (MV p.44)
La recuperación brutalmente
dolorosa de la infancia se realiza en un ambiente onírico, durante la sesión de
hipnosis a la que se somete el escritor, tratando de liberarse del tabaquismo.
En «Vindicación de la hipnosis» las imágenes fragmentarias se suceden una tras
otra hasta conducir al trauma más intenso y definitorio: el suicidio de la
madre del escritor cuando tenía sólo cuatro años de edad.
Salí a la calle. […] Seguí caminando, y a cada paso
que daba sentía, casi físicamente, que una llaga que mi cuerpo había albergado
clandestinamente por más de cincuenta años comenzaba a cicatrizar. A medida que
avanzaba, sentía la mejoría. De lo único que era consciente es que detrás de mí
dejaba una enfermedad. Se fue abriendo paso en mí la noción de que había vivido
todos esos años sólo para evitar que aquel dolor bestial volviera a repetirse,
para impedir las circunstancias que lo pudieran provocar. El sentido de mi vida
había consistido en protegerme, en huir, en acorazarme. (AF p.90)
A pesar de los muchos
pasajes en que Sergio Pitol se refiere a la literatura y los viajes como
huidas, fugas, la utilización de la palabra en el título El arte de la fuga es polisémica y más
bien nos remite a una frase de Johann Sebastian Bach y de allí a los
complicados procedimientos contrapuntísticos de los que se sirve el escritor en
sus cuentos, novelas y ensayos, y también a las múltiples variaciones sobre los
mismos temas inagotables.
Los manuales clásicos de música definen la Fuga como
una composición a varias voces, escrita en contrapunto, cuyos elementos
esenciales son la variación y el canon, es decir, la posibilidad de establecer
una forma mecida entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática, la
gavota y el mambo. En una técnica de claroscuro, los distintos textos se
contemplan, potencian y deconstruyen a cada momento, puesto que el propósito
final es una relativización de todas las instancias. Abolido el entorno mundano
que durante varias décadas circundó mi vida, desaparecidos de mi visión los
escenarios y los personajes que por años me sugirieron el elenco que puebla mis
novelas, me vi obligado a transformarme yo mismo en un personaje casi único, lo
que tuvo mucho de placentero pero también de perturbador. ¿Qué hacía yo metido
en esas páginas? Como siempre la aparición de una Forma resolvió a su modo las
contradicciones inherentes a una Fuga. (MV p. 47)
El
arte de la fuga y El
mago de Viena revelan ante los
lectores la «carpintería» del escritor mexicano; los conducen a las entrañas
mismas de su proceso creativo. Estos dos libros, lo mismo que El Viaje[16]
representan la profunda reflexión analítica de Pitol en torno a la índole
del acto de ficcionalización, los complicados mecanismos de la narración, los
vínculos inciertos entre realidad y literatura:
Decidí, sin saber
que lo había decidido, que el instinto debía imponerse sobre cualquier otra
mediación. Era el instinto quien determinaría la forma. Aún ahora, en este
momento me debato con este emisario de la Realidad que es la forma. Uno, de eso
soy consciente, no busca la forma, sino que se abre a ella, la espera, la
acepta, la combate. Y entonces, siempre es la forma la que vence. Cuando no es
así, el texto tiene algo de podrido. (MV p. 45)
En estos tres libros Sergio
Pitol reflexiona sobre aspectos de la vida y la obra de un sinnúmero de
escritores, a muchos de los cuales considera «sus dioses tutelares» (MV p.46). Con algunos de ellos se
identifica o comparte ideas, técnicas narrativas, incluso momentos vitales. De
Gogol, uno de los más enigmáticos escritores rusos, el más satírico, ha
heredado el gusto por la destrucción de los tabúes; de Chéjov, -«uno de los
escritores más profundamente subversivos que hayan existido»[17]- la aparente
transparencia debajo de la cual se esconde un núcleo acorazado (MV p.29) que escapa a toda formulación
crítica; de Bajtín, la teoría del carnaval; de Henry James –además del concepto
básico de autobiografía– tal vez una pizca de misoginia; de Conrad, la certeza
de la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano; de Ive
Compton-Burnet la mirada cáustica sobre las taras de la sociedad; de Italo
Calvino, la afirmación de la fe en la literatura, porque hay cosas que sólo la
literatura, con sus medios específicos, puede expresar. La presencia de Borges es
ubicua en la obra de Pitol quien hereda de él la aspiración aléphica de abarcar
inmensos horizontes culturales.
En Antonio Tabucchi admira
la elegancia ligera, el sabio sentido de economía del relato. Con Enrique
Vila-Matas le une una gran amistad y una recíproca relación de magisterio. El
culto a la amistad aflora también en las líneas dedicadas a Carlos Monsiváis,
Álvaro Mutis, Darío Jaramillo, César Aira, Carlos Fuentes, entre otros tantos.
No en vano muchos de los
jóvenes escritores del México actual se declaran sus seguidores. Juan Villoro,
Ángeles Mastreta, Jorge Volpi, Francisco Hinojosa, expresan su admiración
incondicional por Sergio Pitol. Su legado hacia las nuevas generaciones de
escritores aparece más explícitamente en El Mago de Viena, que no es,
como muchos se imaginan el sabio Freud, sino un estrafalario capo de una
organización internacional, dedicada a desahuciar a herederas amnésicas. Es un
esbozo de una novela que Pitol no ha escrito ni escribirá, pero en torno a la
cual elabora su teoría sobre la cultura de masas y la literatura ligth y
los auténticos valores artísticos.
Gracias a estas lecturas y a las que aún le faltan,
el futuro escritor podrá concebir una trama tan lejana de lo real como la de El Mago de Viena, exasperar hasta lo
imposible su chabacanería, su vulgar extravagancia, transformar su lenguaje en
un palimpsesto de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez, hasta
lograr un libro absurdamente refinado, un relato culto, un bocado para los happy few, semejante a los de César
Aira y Mario Bellatin. (MV pp. 22-23)
Aunque Sergio Pitol afirma no
conocer la formación de los jóvenes actuales, la cual imagina muy diferente a
la de los escritores de su generación debido a la revolución visual y electrónica
(MV p. 23), sus reflexiones no están
exentas de cierta voluntad de magisterio.
No en vano, en una
entrevista, Ignacio Padilla lo llama cariñosamente «el abuelo del crac». Los escritores integrantes del grupo –además
de Padilla, formaban parte de éste Jorge Volpi, Eloy Urroz, Vicente Herrasti,
Ricardo Chávez Castañeda y Pedro Ángel Palau–, han llegado a ser a esas alturas
figuras de presencia sólida en las Letras mexicanas contemporáneas. En sus
inicios lanzaron el llamamiento de que los literatos de su generación abandonaran
tanto la literatura «bananera» como la de «papilla-embauca-ingenuos»[18],
que asumieran más riesgos estéticos, que volvieran a respetar al lector y que
se esmeraran en el manejo del lenguaje. Con los años los del crac tomaron
muy diversos caminos, pero ninguno abandonó el legado literario del maestro Pitol.
* * *
Este somero asedio al autor veracruzano no es más que
un ejercicio de lectura, no pretende conducir a conclusiones ni establecer
pautas de acercamiento. Mi propósito ha sido incentivar vuestro interés, queridos
alumnos, por este gran escritor contemporáneo, un Premio Cervantes más que merecido, entre otras cosas, por la huella
que deja en la literatura mexicana de hoy y por el diálogo que ha entablado con
sus colegas actuales y venideros, y con sus lectores de todas las generaciones.
Tal vez algún día Sergio Pitol escriba algunas líneas
también sobre mi ciudad –Sofía, la capital de Bulgaria–, a la que su nombre,
gracias al Instituto Cervantes y su magnífica biblioteca, permanecerá unido
para siempre. Me confesó este propósito, después de un recorrido rápido y
solitario que dio por las heladas y peligrosamente resbaladizas calles de Sofía.
Se había escapado por un rato de su solícita intérprete, en la que yo nostálgicamente
creía reconocer algunos rasgos de aquella niña que fui cuando conocí al
maestro. Él regresó de su paseo entristecido por el deterioro de las calles,
los desconchones en las fachadas, el aspecto miserable de muchos de los
transeúntes. Seguramente le impactó el contraste con la radiante ciudad
primaveral que había conocido en mayo de 1985.
–Qué mal anda el mundo últimamente, Liliana.
–Me temo que siempre ha sido así, don Sergio. Pero le
redime la existencia de personas como usted.
Se lo dije con el alma.
Murcia,
10 mayo de 2006
[1] Actas
del IV Centenario de la Primera edición de “El Quijote”. Panorama actual de las
Letras Hispánicas. Sofía, 26 y 27 de mayo de 2005. Edición a cargo de
Liliana K. Tabákova y José Ignacio Callén. Instituto Cervantes de Sofía y
Licenciatura de Filología Española de la Universidad de Sofía “San Clemente de
Ojrid”.
[2] Pitol, Sergio: El desfile del amor. Barcelona, Anagrama, 1984. Premio Herralde.
[3] Pitol, Sergio:
«Historia de unos premios», Febrero de 2000 - en: http://www.letraslibres.com/index.php?art=6184
[4] Pitol, Sergio: El Mago de Viena. Valencia, Ed.
Pre-Textos, 2005, p. 90. (En adelante: MV)
[5] Pitol, Sergio: El arte de la fuga. Barcelona, Anagrama,
1997, p. 58. (En adelante: AF)
[6] Socorro, Milagros:
«Entrevista a Sergio Pitol: Una cosa es redactar y otra, muy distinta,
escribir». 15 de agosto de 2000. http://www.analitica.com/bitblioteca/msocorro/pitol.asp
[7] Pitol, Sergio: El viaje. Barcelona, Anagrama, 2000, p.
164. (En adelante: V)
[8] Pitol, Sergio: «De
imaginarios e identidad» - El País,
Madrid, 6 de julio de 2002.
[9] Pitol, Sergio: «El
relato veneciano de Billie Upward» – en: Todos
los cuentos, México D.F., Alfaguara, 1998, p. 269.
[10] V. Monsiváis, Carlos:
«Entrevista a Sergio Pitol» – Babelia, El
País, 8 de octubre de 2005.
[11] La película de Akira
Kurosawa, del año 1950, que se basa en un cuento del escritor
japonés Rynosuke Acutagawa.
[12] En una entrevista
cuenta Sergio Pitol que tuvo que ver hasta 15 veces una escena de Dinner at Eight de George Cukor, para
saber cómo se sentaba uno de los personajes femeninos del que rescató ciertas
características físicas para Eduviges, cómo se caía y desplomaba en los
muebles. También comenta que este cuidado por la gestualidad lo aprendió de
Kafka, que es el escritor que más movimientos y gestos da a sus personajes,
constantemente. V.: Afanador, Luis Fernando: «Sergio Pitol: Soy un apasionado
de la trama», http://www.wlmalpensante.com/31_apasionado_de_la_trama.asp
[13] Pitol, Sergio: Domar a la divina garza, México,
Ediciones Era, 1989, p. 9. (Edición original: Barcelona, Anagrama, 1988)
[14] Pitol, Sergio: La vida conyugal. Barcelona,
Anagrama, 1991.
[15]
«A novel is a writer’s secret life, the dark twin of a man».
[16] En El Viaje Sergio Pitol narra sobre una
visita que realizó a Rusia y a Georgia en la época de la perestroika, reúne apuntes de sus diarios y breves ensayos sobre
algunos autores rusos (Tsvietáieva, Méyerhold, Gogol), descripciones de sueños,
etc. Pero, en realidad, se puede afirmar que El Viaje es la historia de la gestación de Domar de la divina garza.
[17] Pitol, Sergio:
«Historia de unos premios», op.cit.
[18] Urroz, Eloy.
«Manifiesto crac II. Genealogía del crac»
– Lateral, revista de cultura, Octubre 2000, nº 70.
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