REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


MANUAL DE LITERATURA PARA CANÍBALES, Rafael Reig

(Debate, Barcelona, 2006)

 

 

         Me llamo Benito Belinchón y soy el último de mi sangre sobre la tierra.

         Mi madre me enseñó a leer a los cinco años. Después, durante mi vida embarcado, me eduqué por mi cuenta y me hice con multitud de lenguas, aunque la primera fue el indispensable patois-sur-mer, esa lingua franca en la que uno se puede entender en cualquier puerto del mundo. Luego adquirí el inglés corsario, el francés de Marsella, el lacónico alemán de los submarinos en inmersión y otros muchos idiomas.

         Ahora, demasiado tarde, me arrepiento.

         La maldición del alfabeto cayó sobre los Belinchones hacia 1820, cuando por primera vez en la historia un Belinchón, Agustín Belinchón Cerralbo, aprendió a leer y escribir. A partir de ahí, doscientos años de soledad, seis generaciones, dos siglos de escritura que ahora desembocan en mí: el resto es silencio.

(Pág. 17)

 

 

         Esperancita se arrodilló a los pies de Belinchón. Agustín cerró los ojos y se puso a pensar en las tinieblas del interior de la boca de la mujer, en el tacto de sus encías y en el cielo de su paladar.

         Entonces fue cuando oyó el acento andaluz falsificado.

         - ¡Ozú! ¡Hojtia! ¡Qué le está hasiendo el señorito a mi prometía?

         - Un malentendido. Es un malentendido.

         - ¡Hojtia consagrá! –blasfemó el simulado andaluz–. ¿Ej que ustés se han creío que se pué hacé lo que se quiera con la mujé del obrero?

         - Ni mucho menos, caballero. Le ruego acepte mis disculpas.

(Pág. 29)

 

 

         - Charito no sabía leer ni escribir. Tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y luego en San Ginés –comenzó a decir Fonsito Belinchón como si salmodiara una letanía–. Charito tenía las manos bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia. No sabía pronunciar las palabras más corrientes: decía “cloquetas”, “golver”, “asín”. No había fuerza humana que le hiciera decir “fragmento”, “magnífico”, “monstruo” o “enigma”. No sabía lo que es un inmueble; al principio creía que debía de ser lo contrario de los muebles, pero cuando oyó hablar de una herencia de olivares y carrascales, sacó la conclusión de que inmuebles era lo mismo que decir árboles. Intentó aprender a leer, pero no pudo. Se estaba un rato enorme, estrábica ante la página, sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, y luego no entendía ni jota de lo que había leído. Lo dejó y dijo que ya no estaba la Magdalena para tafetanes. Pasó su infancia cuidando gallinas. Criaba los palomos a sus pechos. Los tenía llenos de arañazos que le hacían los garfios de sus patas. La llamaban la Morlazos porque daba miedo a los hombres. A mí también, señor Joaquín, se lo confieso. A mí me asustó. Ella no sabía lo que es el norte y el sur. Le sonaba a cosa de viento, pero nada más. No conocía la sucesión de los meses del año. Llamaba “tiologías” a todo lo que no entendía. Creía que un senador es algo del Ayuntamiento. Respecto del sol, la luna y todo lo demás del firmamento, sus nociones pertenecían al orden de los pueblos primitivos. No sabía quién fue Colón. Creía que era un general, así como O’Donnell o Prim. No sabía nada de doctrina cristiana. Comprendía a la Virgen, a Jesucristo y a san José; les tenía por buenas personas, pero nada más. Estaba convencida de que nada que se relacionase con el amor era pecado. Juanito la perdió. Los señoritos somos todos unos miserables, señor Joaquín. ¿Quién paga aquí las deudas? La dejó abandonada en medio de las calles. Su destino ha sido el destino de las perras…

         - Usted no tiene culpa de nada. No llore usted. Usted siempre la ha socorrido, señor Alfonso.

(Pág. 96)

 

 

         Visitaba con asiduidad a Juan Ramón Jiménez, que se escandalizaba de su dipsomanía y ponía mucha atención para no tocarle.

         - No puedo darle la mano –confesaba luego el poeta español, que tenía aspecto de nazareno o de hipnotizador–. ¡A saber dónde habrá puesto antes el chorotega esa mano! Habrá tocado mujeres, charcos, dentaduras, vómitos, paredes sucias… ¡qué sabe uno! ¿Cómo le voy a dar la mano y luego acariciar yo a mi esposa Zenobia? ¿Y si nos contagiamos toda la familia de sífilis o de hemorroides?

         - ¿Ez que laz almorranaz ze contagian? –le preguntó Valle-Inclán ceceando, nadie sabe si aposta.

         - ¡Puede ser! De todas formas, para ti el problema se reduce a la mitad… Je, je –respondió el hipnotizador nazareno con su habitual maldad, y añadió, por si acaso–: Como eres manco, con perdón…

         Ese mismo año de 1899, Valle-Inclán y el poeta (cursi) Amado Nervo llevaron a Rubén a pasear a la Casa de Campo.

         Allí encontraron a una mujer joven que les regaló una rosa roja a cada uno. Era Francisca Sánchez del Pozo, una de las hijas del guarda del parque, Celestino Sánchez.

         - Estoy muy enamorado –dijo en seguida Rubén.

         - ¡No digaz zandezez, indio! –le regañó Valle-Inclán.

         - ¡Ah! ¡El amor! ¡Oh...! –exclamó el poeta (cursi)–. Niño arquero, clepsidras, nenúfares…

         - Nervo, no zea uzté gilipollaz.

         - ¿Qué chunche cosa es gilipollas acá? ¿Una verdura? Suena a hortaliza… -preguntó Darío.

         - Es una gravísima ofensa, para que lo sepa –explicó Nervo enfurruñado.

         - Tengo sed –gimió Darío–. Tengo mucha sed…

         - ¡Cráneo privilegiado! –celebró Valle-Inclán.

(Pág. 131)

 

 

         Irrumpió entonces dando un portazo, con ademán furioso y un bastón en la única mano que le quedaba, un individuo alto y con unas barbas que no parecían tener otro objeto que el de provocar la hilaridad de los niños.

         - Marqués, gusto de verlo –saludó Darío.

         - ¡Cráneo privilegiado!

         - Aquí me halla, marqués, en coloquios de amor con esta… ¿virgen?

         - ¡Zemejante cochina! A mí no te azerquez, Margarita –bramó Valle–. Tú tienez el mal zagrado: me dejaríaz ziego, como al pobre Zawa.

         - Respetando, señor, respetando, que una es muy limpia –protestó Margarita.

         - ¿Un mal sagrado? Será epiléptica como Alejandro, como Julio César, no sé si como Roosevelt… Da igual, bebamos. Tengo sed.

         - Trae una botella de coñac, mezonera –ordenó Valle con aspereza.

         - Pues será una peseta, don Ramón.

         - ¡Garganta avarienta!

         - Sosiego, marqués. Déjeme presentarle a un amigo de ultramar, José Nepomuceno Belinchón. Belinchón, piojillo, acérquese y tendrá el honor de saludar a don Ramón María del Valle-Inclán, el marqués de Bradomín.

         - ¡Zin abrazoz! –exigió Valle–. Zolo pozeo una mano para eztrechar la zuya. ¿De laz tierraz calientez, caballerete?

         - Habanero de Cuba, señor marqués, para servirle.

         Sin prestar atención a nada más, en apenas veinte minutos, Valle contó que había liquidado él solo a veinticinco mambises en la manigua feroz, que había matado cocodrilos a mordiscos y que luego había ido a nado desde la isla hasta la Florida. Aseguró que había sido secuestrado por indios, torturado, asaeteado, que había escapado gracias a su astucia y había llegado a México a pie, como era su objetivo por ser un país cuyo nombre se escribe con equis. Allí, según dijo, no hizo más que acumular fortuna, cabalgar y copular con una criolla demoníaca, incestuosa y asesina. La primer noche, presumió, consumió con ella “cinco copiosos sacrificios en el altar de Venus”.

         - ¡Zinco zeguidos! – insistió.

         Como nadie dijo nada, añadió que había navegado al mando de un barco pirata, que había naufragado cerca del cabo de Hornos y que había tenido que comer carne humana.

         - Loz pulmonez zon un bocado ezquizito, caballeroz.

         Lo decía en tono desafiante, como si estuviera deseando que alguien pusiera en duda sus palabras para arremeter.

         Belinchón no se atrevía a abrir la boca y los demás ya debían de conocerle, porque nadie dijo ni oxte ni moxte, de manera que Valle logró tranquilizarse y permaneció callado durante unos segundos.

         Se oían los ronquidos anisados y feroces de Rivas, los tragos constantes de Darío y el trajín de Marga tras la barra, fregando los vasos.

         Transcurridos veinte segundos, Valle no pudo aguantar más.

         - ¿Entoncez ez uztez poeta, joven tropical?

         - Señor marqués, en absoluto. Soy novelista naturalista.

         Valle dio un repentino bastonazo sobre la mesa.

         Rivas se despertó, desorientado; Margarita rompió un vaso que se le resbaló entre los dedos; Rubén se atragantó con el coñac.

         - ¡Por los clavos de Cristo! ¡Cómo se atreve! Usted es un sinvergüenza. –Valle había perdido todo rastro de ceceo.

         Volvió a dormirse Rivas, pasó la escoba Margarita y terció Rubén:

         - Marqués, no le martirice.

         - El realismo naturalismo es una sandez supersónica, además de una cochinada, algo bajo y rahez. ¿La realidad? ¡Nos importa un comino la realidad! ¡Nos ciscamos con la realidad! ¡Nosotros abominamos de la realidad! La única realidad es la que crea la palabra, el ritmo, la belleza de la prosa. ¿O es que quiere usted escribir como don Benito el Garbancero, sobre las cosas que conoce todo quisque y con los mismos adjetivos que utilizaría un arriero?

         - Con su permiso, sí. Eso es lo que me propongo, llevar a cabo un gran estudio de la sociedad española, un experimento novelístico.

         - Mire, joven, la realidad no da tanto de sí. Hay que deformarla. Hay que abusar de ella. A mí solo me interesa la realidad tal y como se refleja en los espejos del callejón del Gato: ¡el esperpento!

         Así estuvieron, regañando unos con otros, hasta que vieron el fondo de la última botella.

         - Se deben siete pesetas –anunció Margarita.

         - ¿Cómo te atrevez, cantinera? –se insolentó Valle, que ahora había vuelto a cecear–. Ez el príncipe de los poetaz… ¡le debéiz cuanto ha ezcrito!

(Pp. 145-147)

 

 

         A partir de ese momento se niega en redondo a llamarse José Martínez Ruiz.

         Gran acierto, a pesar de sus pequeños inconvenientes, como por ejemplo la pérdida de sus antiguas amistades.

         - De ahora en adelante, quiero que me llames Azorín –le exige a su compañero Vicente Climent.

         - !, ¿cómo que azorín? ¿Y esa mariconada, Pepe? No fotis! ¿Qué puñetas pretendes?

         - Es un pseudónimo. Acabo de decidir llamarme un pseudónimo –insiste Pepe, poniendo gran cuidado en pronunciar la p líquida.

         - ¿Acabado en in? ¡No fastidies, hombre!

         - ¿Y Clarín qué? ¿Es que no acaba en in?

         - Es muy distinto. Ese era un señor medio enano, contrahecho y, por si no tuviera bastante, de Oviedo. Carbayón perdido. Allí todo lo terminan en in o en ina, es matemático, tú lo sabes: Alfonsín, Benitín, Gerardín, la Santina y hasta la puñetera sidrita…

(Pp. 153-154)

 

 

         En realidad, el reciente Azorín había tomado en secreto otra decisión más importante aún: escribir siempre igual, siempre, siempre, siempre, tratara de lo que tratara. Se haría famoso por su cabezonería y, al final, ya lo verían, ya: aquel tic, aquella monomanía, esa martingala, acabaría convertida en lo que no habría más remedio que calificar como “un personalísimo estilo literario”. El que la sigue la consigue, ¿se apostaba algo Vicente?

         Comenzó a expresarse de una forma que resultaba francamente irritante.

         - Va, te convido a un café –le ofrecían, por ejemplo.

         - Venga. Lo ansío. Lo apetezco. Lo voliciono.

         - ¿Solo o con leche?

         - Yo, el café, lácteo, enjalbegado, albicante.

         - Tú estás gilipollas, Pepito.

         - Yo sé quién soy –replicaba, quisquilloso y quijotesco–. Y sé qué puedo ser, si me da la gana, no solo Azorín, sino también el mejor descriptor del planeta Tierra y, por supuesto, los doce pares de Francia.

         A partir de entonces todo lo repite tres veces con distintas palabras y comienza a utilizar expresiones indescifrables, que él llama “terruñeras”. Dice sin parar cosas como “artesa”, “heñir”, “chotacabras” o “lamelibranquio”. Nadie sabe nunca a qué narices se refiere. Sus amigos ya casi no le soportan. Oscilan entre la lástima y la ira, entre la compasión y el odio, entre el desdén y el vituperio. De vez en cuando le propinan sonoros palmetazos en el colodrillo, a ver si aún reacciona, porque piensan que se ha encasquillado.

(Pág. 154-155)

 

 

         Siempre hablaban de lo mismo y Ortega estaba hasta las narices de no entender nada. ¿Qué iba a pasar? ¿A qué venía tanto secreto y tantos augurios? ¿Cuáles eran esas negras nubes que se cernían sobre el horizonte?

         Él, desde luego, no veía nada, todo iba sobre ruedas, a pedir de boca y como la seda. Él veraneaba en Biarritz, donde leía a Confucio. Las chicas practicaban el flirt, con un concepto deportivo, orteguiano, del erotismo. Por las noches había carreras de velocípedos en La Castellana. Le invitaban al golf y luego, en la verandah del chalet, estaba servida la mesa. Comerían la “orificada tortilla”. Como él decía, cada uno era dócil a su drama; eso era lo fundamental. No había que rebelarse contra el propio drama. El suyo era ser el primer filósofo español y había quien tenía como drama jugar al golf, como la marquesa de Tamariz, su “Alicia incalculable”… ¿Dónde narices estaba el peligro inminente?

         - Estos son los halcyon days, caballeros –resumió Número 3–, pero se acabarán pronto.

         - Of course – dijo Ortega y, nada más decirlo, se sintió ridículo: había emitido algo como “ofcurs”, igual que si se hubiera atragantado.

(Pág. 184)

 

 

         El hombre del bigote y el pelo engominado conducía hacia el sur. Se llamaba Carlos y era un tipo irritable que apretaba el volante como si se hubiera propuesto deshacerlo o partirlo en dos. ¿El motivo de su ira? Acababa de darse cuenta de que ya no podía quitarse la chaqueta, había sobrepasado lo que él llamaba el point of no return y ahora ya tendría visibles manchas de sudor en la camisa.

         Era muy presumido.

         “¡Híjole con el saco de la gran chingada!”, debió de pensar.

         Entonces vio el cartel que anunciaba “ACME General Store”.

         Dio un volantazo.

         Era un almacén destartalado, mezcla de ferretería, bar y almoneda. Tras el mostrador descubrió a una atractiva gringa.

         - Good morning, darling –dijo Carlos, que se jactaba de hablar un inglés excelente–. Have you got any good shirts? Brook Brothers maybe?

         Con gesto de perplejidad, la chica le señaló una estantería.

         “No está mal la güerita”, pensó, y le dedicó una de sus legendarias sonrisas de seductor mexicano, aunque nacido en Panamá.

         - Can I have a coffee, honey?preguntó.

         Mientras la rubia servía café, Carlos examinó las camisas: todas eran de leñador, a cuadros rojos y negros. Se le revolvieron las tripas. ¿Áspera franela sobre su pecho habituado al tacto de la seda? ¡Inconcebible! Le escocería y era probable que le saliera un sarpullido; prefería su propio sudor.

         Curioseó por el local. Sobre una mesa había cartuchos de dinamita, relojes, detonadores y varios metros de hilo de cobre.

         - Boouuum! –dijo mirando a la chica–. Ha, ha… boom!

         - Ha, ha –respondió ella sin sonreír–. Here’s your coffee, sir.

         En un armario había banderas norteamericanas de varios tamaños, antiguos uniformes confederados, sillas plegables, cafeteras y gafas graduadas con montura de alambre. En el suelo encontró una caja de cartón con una etiqueta: “W. Faulkner. Oxford, MS”.

         - What’s this, Money? –preguntó Carlos.

         - Mostly garbage. Comes from a yard-sale.

         Carlos abrió la caja. Contenía recursos literarios en buen estado: monólogo interior, símbolos usados, territorios míticos, ruptura de la cronología, puntos de vista contrapuestos, uso de primera, segunda y tercera persona para el mismo personaje, en fin, un poco de todo.

         - How much do you ask for this… uh… garbage?

         - Wouldn’t know… Two bucks altogether?

         - Deal. By the way, my name is Carlos Fuentes. Carlos Fuentes, mexican author. Remember me!

         En el último momento, Carlos decidió llevarse también un cartucho de TNT y un detonador.

(Pág. 257)

 

 

         Pues no, me equivocaba: era el puente de mando de un submarino que estaba emergiendo. Se abrió una escotilla de la que salieron dos individuos con sendas gorras de plato y gabardinas azules con las solapas subidas. Me dirigieron la palabra con un patois iracundo y anticuado, de lo que deduje que habían permanecido meses en inmersión.

         - Achtung, que est-ce que c’est fucking capullo, anon? –me interrogaron en patois.

         - Belinchón, Belinchón –me identifiqué–. Ich bin espagnolo, from Saragossa, grumete Belinchón is the name.

         - Beling Chown ? Boat people ? ¿Sin papeles ? –repetían, atornillándose un dedo en la sien, como si pusieran en entredicho mis facultades mentales.

         - No papeles. Papeles sub water, perdidos kaputt. Ich bin grumete náufrago, tantum ergo, pietà, condottiero, pietà, tantum ergo...

         Así suplicaba cuando oí una sirena.

         - ¡Inmersión! ¡Inmersión! –chillaron ambos, y se pusieron a empujarme para que descendiera por la escotilla.

         Era un submarino secreto norteamericano que funcionaba con hidrógeno, según me explicó el capitán Murray.

(Pág. 290)