|
María José Carrasco Tébar
Era la hora en que mamá no estaba porque iba a recoger a
Quique a la guardería, la abuela volvía a frecuentar sus reuniones de Vida
Ascendente en la parroquia y papá trabajaba todo el día en el almacén
con Rodríguez; esa semana además Juan estaba en Granada, de viaje de estudios
con su clase del octavo curso y yo me negaba rotundamente a seguir esperando en
casa de la vecina hasta que alguien llegara porque olía demasiado a coliflor,
me pellizcaba las mejillas y no tenía cacao; yo no lo dije así, claro, pero el
caso es que a la noche, hablando mamá y papá mientras la abuela hacía una
tortilla y yo las sumas del colegio, oí que ella le decía que yo era ya todo un
hombrecito para tener una copia de las llaves de casa, que tenía ocho años, que
podía entrar solo, prepararme la merienda y esperar a que llegaran los demás
mientras hacía los deberes de clase y le echaba un ojo de vez en cuando a la
tata por si necesitaba algo. La tata era la hermana de la abuela y vivía con
nosotros desde hacía relativamente poco, en realidad desde que había contraído,
casi al mismo tiempo que murió el abuelo, esa enfermedad tan rara que le dejó
para siempre sin habla y sin movimientos. Papá me miró de frente, ¿no vas a
tener miedo?, me preguntó; yo levanté los ojos del cuaderno y mordiendo el
lapicero dije en voz baja que no, él sonrió, añadió “muy bien campeón” y siguió
leyendo el periódico. Yo pensé en el pasillo largo y oscuro hasta el cuarto de
baño, junto al dormitorio que había sido del abuelo y ahora de la tata, en el
deseo de no tener ganas de orinar nunca y levanté cuatro dedos para recordar
las que me llevaba, después las sumé. Al día siguiente, cuando me dieron las
llaves antes de cruzar la puerta para ir al colegio, creo que comprendí entonces
de repente porqué papá arrugaba siempre el entrecejo antes de marcharse al
trabajo cada mañana, carraspeaba y se olvidaba de darle un beso a mamá que
estaba en la cocina con Quique y el biberón: el peso tintineante en el bolsillo
podía llegar a preocupar y desconcertar a cualquiera, incluso a mí, que pensé
en él durante todo aquel día mientras unas cosquillas me subían constantemente
por la barriga hasta el cuello y me volvían a bajar.
Quizá por eso
Tomás no dejó de observarme en silencio y detenidamente después, durante el
recreo, masticando despacio el último bocado de su sandwich
mientras yo me cambiaba las llaves nervioso de mano una y otra vez y me
olvidaba en el banco de la manzana que mamá había metido junto a unas galletas
en la bolsa de plástico. ¿Quieres que te acompañe?, me preguntó entonces con la
boca llena y balanceando sus piernas. Su madre tenía un cliente esa tarde a las
cinco menos cuarto en la agencia de viajes y no era necesario que él esperara
todo el tiempo allí, sentado y haciendo los deberes como un niño bueno. Me
encogí de hombros, no hace falta le dije. Él me miró sin decir nada, después se
limpió la boca con la mano y señaló la bolsa. ¿Puedo? Le di mis galletas.
Ninguno de los dos habló durante los siguientes minutos: Tomás comía y yo
seguía jugando con las llaves. Serguei se acercó a
nosotros corriendo con un balón de fútbol bajo el brazo. Tomás, le dijo con la
respiración entrecortada, nos falta un portero, ven. Tomás me miró un segundo,
después lo miró a él poniéndose la mano como visera y guiñó un ojo. No me
apetece, le contestó pausadamente. Serguei torció la
boca, venga ya, no seas gomic y ven. Mi amigo
buscó despacio sus ojos azules, he dicho que no, y Serguei
arrugó la frente. ¿Qué pasa, que tu novio no te deja? Cogí del brazo a Tomás
antes de que saltara furioso del banco: déjale, es un idiota; el otro se puso a
reír y se dio media vuelta, bueno parejita, dijo moviendo el culo antes de
echar a correr de nuevo hacia las pistas de futbito.
Sentí que Tomás murmuraba algo, dio otro mordisco a la galleta y después me
miró. En aquel momento, pensé que si yo le decía que sentía pánico de aquel
pasillo, del dormitorio del abuelo, de la tata y su silencio, que aún me hacía pipí encima, también por las noches, porque los médicos
habían dicho que sufría eniresis o algo parecido, y
qué sé yo qué más, Tomás no se iba a reír en absoluto de mí. Pero no lo hice.
En serio, dijo él en cambio, ¿no quieres que te acompañe? Yo le miré otra vez,
moví la cabeza, creo que también dije que no con la voz muy queda, pero no
estoy seguro, y seguí jugando con las llaves cambiándolas de mano a mano una y
otra vez. Pensé de nuevo en la casa vacía, en el corredor oscuro, en la pieza,
en la tata; no adiviné detrás el vacío de las voces estallándome en la cara al
girar la llave y abrir la puerta llenando mis oídos, aturdiéndome como si el
propio silencio pudiera, también con la misma angustia, gritar al igual que yo,
y crucé con miedo el umbral o imaginé que cruzaba el umbral. Deseé entonces
haber dicho que sí a Tomás, acompáñame, para no sentir ahí de nuevo otra vez
las ganas de orinar sin poder contenerlas, apretando las piernas, notando los
calzoncillos ya húmedos, las gotas que resbalan calientes dentro del pantalón,
la lágrima por la mejilla, y dejé la cartera en el suelo.
No se oía nada, tampoco la
televisión ni la radio que mamá solía dejar encendidas antes de irse para que
la tata no creyera que estaba sola. Los médicos ya le habían dicho que no podía
oír pero a ella eso parecía darle igual, siempre nos miraba y decía que sí, la
tata oye y entiende, y papá se rascaba la frente y contestaba, Gloria, tú estás
mal. Después me guiñaba un ojo y yo me sonreía mientras soplaba la sopa, pero
en el fondo sabía que no, que mamá tenía razón. La tata no hablaba ni tampoco
se movía, pero podía mirarnos cuando estábamos frente a ella y creo que
entonces podía también comprender. A veces parecía que quería llorar, sobre
todo cuando me acercaba a ella con un frasco de colonia lavanda y un cepillo
del pelo para peinarla por las tardes. La miraba a los ojos, y como no decía
nada y sus pupilas brillaban tanto, a mí me daba mucha pena. Creo que entonces
pensaba lo mismo que yo: cuando aún tenía su casa en el pueblo, a las afueras
de la ciudad, y la familia entera íbamos a visitarla en Navidad y Semana Santa
especialmente. Hasta Juan, que odiaba aquellas cosas, venía con nosotros. Y es
que a todos nos gustaba ir a ver a la tata.
La tata contaba historias,
enseñaba fotos, juguetes de su infancia, nos regalaba cosas y siempre tenía
cacao y barquillos de vainilla en la despensa. Juan decía que lo mejor sin
embargo era la vecina, que estaba muy buena y que se le veían las tetas cuando se asomaba por la ventana para tender la ropa;
mamá le daba un pellizco y él y papá se reían, y aunque yo también les guiñaba
un ojo, en realidad aquello me daba exactamente igual: lo mejor no era la
vecina claro, lo mejor era la calle donde podíamos jugar todo el tiempo a lo
que quisiéramos porque por el pueblo apenas pasaban coches, y en lugar de
merendar en el cuarto de estar viendo la tele, podíamos hacerlo fuera, en la
acera, comiendo pan con chocolate y jugando a los cromos o a las chapas que la
tata siempre nos guardaba. Además a ella le gustaba el silencio y la
tranquilidad. A mamá le encantaba también ir al pueblo. Cuando era joven pasaba
los veranos allí, junto a la tata. Después, con los años y las vacaciones,
volvía a encontrarse con sus viejas amigas y a recordar “aquellos maravillosos
años”. Entonces se reía mucho; hablaban de Juanito, de
Miguelito, de lo gordos que estaban y qué se yo. Papá las miraba siempre de
reojo entre las páginas del periódico, y yo pasaba junto a ellas mientras se
daban codazos y pensaba en lo aburridas que son las mujeres y en que hay que
ver qué tontos los hombres por casarse con ellas.
La abuela nunca vino con nosotros
a ver a la tata. Ellas dos estaban peleadas; al parecer dejaron de hablarse con
los años y nunca nadie supo por qué, ni siquiera mamá, y eso que les preguntaba
siempre, a cada momento, pero cada una por su lado erre que erre, contaba mamá
a papá. Hasta que murió el abuelo, después todo cambió: la tata enfermó, se
quedó sin habla y sin poder moverse. En el hospital miraba hacia el techo, como
si allí pudiera haber algo más que las luces de neón y un trozo de pintura
desconchada. A mí no me gustaba verla así, moviendo intermitentemente la
cabeza, sin responder a las preguntas, mirando a ninguna parte y en silencio.
Me salía fuera, al pasillo, respirando ese olor tan raro de los hospitales y
observando a los enfermos que paseaban acompañados de sus familiares. Algunos
llevaban a cuestas el suero y otros caminaban muy despacio, como el hombre sin
afeitar, arrastrando su escayola. Recordé el esguince que me hice en segundo
curso y cómo todo el mundo se acercaba a mí para preguntarme qué había pasado,
para firmarme en el yeso, para jugar con las muletas. Creo que entonces a mí
aquello me gustaba, quizá porque me sentía por primera vez más importante que
ninguno, más incluso que Tomás, con lo valiente que era, y lo fuerte, y lo bien
que jugaba al fútbol; pero mirando sin embargo al tipo en el hospital, en mitad
del corredor, cojeando, no me pareció en ese momento que a él le divirtiera
tanto como a mí y me pregunté entonces por qué.
La abuela, pese a su enfado, y
mamá acordaron finalmente traer a la tata a casa. No fue difícil convencer a
papá. El hecho de que la tata ya no pudiera hablar tanto, al menos tanto como
la abuela, pareció extrañamente jugar en su favor; eso, y algo que mamá le dijo
a papá a solas en su dormitorio y que nadie salvo yo pudo oír. En realidad no
escuché lo que dijo exactamente, pero sé que debía ser una de esas buenas
verdades que cantaba antes mamá los sábados, porque papá decía todo el tiempo
que sí, “sí, cariño, sí”, y al día siguiente, la tata vino a vivir con
nosotros. Aprontaron la pieza que había sido del abuelo durante su
convalecencia, demasiado fría y oscura después de las esquelas en los
periódicos, de las lágrimas de mamá, del vestido negro de la abuela, y allí se
instaló la tata, con todo su silencio y toda su quietud. Era la habitación más
adecuada, le explicaba a regañadientes al principio papá a la abuela a quien no
parecía gustarle en absoluto la idea, primero porque no había otra y segundo
porque estaba cerca del baño y para él, que debía ser quien cargara con el peso
pesado de la tata hasta la ducha cuando fuera necesario, resultaba
“evidentemente”, y esto lo decía con retintín, mucho más cómodo. A veces él
trataba inútilmente de convencer a mamá para llevar a la tata a una residencia
de ancianos donde un personal adecuado pudiera atenderla, pero ella, en voz
baja y para que no le oyera la abuela, le decía siempre que no, Francisco, que
no, que prácticamente ha sido como mi madre y que no voy a dejarla morir sola,
y Francisco que era papá se encogía de hombros y volvía a decirle otra vez,
Gloria, tú estás mal, de verdad, tú estás mal.
A mí no me gustaba el dormitorio
que había sido del abuelo y ahora de la tata, porque estaba al final del
pasillo y el pasillo era siempre largo y oscuro. Tenía forma de ele y, cuando
había que doblar la esquina, yo siempre sentía miedo. Juan jugaba a asustarme,
sobre todo después de que muriera el abuelo, y me esperaba escondido allí, al
otro lado del corredor, para ver cómo yo gritaba y ponía una cara de susto que
a él le divertía de lo lindo. En cambio a mí el corazón me latía tan deprisa
que a veces creía que lo tenía en la garganta y por eso casi siempre me ponía a
llorar y mamá venía y reñía a Juan. Él me llamaba marica cuando ella se marchaba
y yo me enfadaba, entonces me decía que no era capaz de entrar como la otra vez
en la pieza del abuelo sin encender la luz y quedarme allí todo un minuto con
la puerta cerrada. Y en verdad que no era capaz, pero yo me encogía de hombros
y le daba la espalda, recorría el pasillo hasta el cuarto de baño y miraba de
reojo, asustado, la puerta cerrada del dormitorio vacío del abuelo. Supongo que
recordar ese minuto me parecía tan terrible como los mismos segundos que había
contado entonces en voz baja en la oscuridad de la habitación, con los ojos
cerrados para no ver nada, tampoco la oscuridad, y creyendo que el fantasma del
abuelo me acariciaría de repente la mejilla y yo me haría pipí
encima como siempre que tenía miedo; pero entraba entonces en el baño moviendo
la cabeza para sacudirme de encima los pensamientos, y apretaba las piernas sin
aguantar ya las ganas de orinar, bajando la cremallera del pantalón deprisa
mientras levantaba la tapa de la taza del water,
sintiendo la humedad caliente ahí abajo, otra vez, y pensando que mejor así,
sin que me viera Juan, que aún se estaba riendo fuera en el pasillo y volvía a
llamarme marica mientras se alejaba
despacio hacia el cuarto de estar.
Me toqué entonces los pantalones por la entrepierna y
crucé el vestíbulo sin mirar al fondo del corredor. Entré en mi dormitorio. El
escritorio de Juan estaba ordenado y su cama vacía de ropa usada. Me acerqué a
la cómoda donde mamá guardaba la mía limpia y abrí el primer cajón. Saqué los
calzoncillos de Peter Pan y después el pantalón del
chándal. Me desnudé despacio, con ganas de llorar al mirar la ropa sucia que
dejaba en el suelo y al recordar la radio y la tele calladas en la cocina y en
el salón. No lloré. Me pregunté por qué mamá había olvidado precisamente aquella
tarde dejarlas prendidas antes de marcharse y me agaché para coger la ropa que
olía a pipí. Cambié las llaves de bolsillo, después
salí y fui directamente a la cocina, abrí la puerta del lavadero y escondí en
el fondo del cesto los calzoncillos y los pantalones sucios para que mamá no
pudiera verlos hasta pasados unos días. En el frigorífico, pegada con un imán
del capitán Garfio, estaba la nota escrita por ella: el teléfono de urgencias,
al lado el de los bomberos, la policía, el móvil de papá, el del trabajo y el
de la vecina por si acaso. Lo sabía de memoria, me lo había hecho repetir
varias veces la noche anterior mientras cambiaba los pañales a Quique antes de
dormir. Ya soy mayor, le había yo replicado inútilmente mientras ella seguía
hablando sin escucharme. Apreté en el bolsillo las llaves, quizá buscando en su
metal frío la prueba de que lo que yo le había dicho entonces a mamá era
absolutamente cierto, que en verdad yo era eso, mayor, y que como Juan y papá
que también lo eran, no sentía ningún miedo, y abrí la nevera para coger la
leche. Tenía hambre; me preparé una taza con cacao y un plato con galletas, las
deshice en el tazón y me senté en la mesa para comerlas con una cuchara grande
mientras trataba de no acordarme demasiado del corredor oscuro y de la tata a
cuyo dormitorio debía entrar antes o después para cerciorarme de que todo
estaba en orden. Pensé en la escuela, en Tomás, en lo que había dicho el idiota
de Serguei aquella mañana durante el recreo, y vi la luz roja del transistor parpadear. Al principio la
miré indiferente, como si no estuviera allí, mientras me llevaba el borde de la
taza a los labios y seguía acordándome de Tomás y su modo de entornar los ojos
para murmurar sobre Serguei. Sin embargo, cuando
comprendí de pronto o empecé a comprender, no pude acabar de beber la leche; me
levanté despacio, sentí de nuevo ahí el nudo en el estómago y apreté las
piernas.
Siempre había pensado que cuando
hubiera de hacerme mayor, ese día feliz, (porque habría de ser un día y también
feliz), las esquinas y las piezas oscuras desaparecerían para siempre y yo
habría de recordarlo sin esfuerzo al cabo de los años por mucho que Juan dijera
que eso era imposible y que no podía precisarse el instante en que uno ya no
volvía a ver las cortinas cerradas y al hombre de negro escondido tras ellas.
Imaginaba también que habría de reconocer precisamente ese momento por una
señal, algo que me anunciara de antemano, quizá para que yo pudiera ser más
consciente de esos segundos mágicos, que iba a dejar definitivamente de sentir
la humedad caliente una vez más por la entrepierna y de esconder después como
consecuencia los calzoncillos en el fondo del cesto de la ropa sucia, que al
fin y al cabo era de entre todas las cosas lo que a mí más me humillaba. Por
eso cuando mamá había dicho que yo era ya todo un hombrecito para tener una
copia de las llaves de casa y, a pesar de que no me gustara su forma de decir
hombrecito, me las confió entonces, yo me alegré en el fondo, a sabiendas del
miedo que me causaba quedarme solo, porque creía de verdad que esa señal que
había estado esperando había llegado finalmente. En el momento sin embargo en
que de pie junto a la radio y sin necesidad de accionar el interruptor on, escuché, latiéndome el corazón con fuerza en el
pecho, la voz de la locutora que parecía venir de muy lejos para decirle a mamá
que comprara leche tal y cual, supe en cambio que, o bien no desaparecían en
absoluto ni las esquinas ni la oscuridad al hacerse uno mayor, o que bien no
era realmente ése el día tan esperado. Creo que entonces también metí la mano
en el bolsillo, que toqué las llaves y que conté mentalmente hasta diez;
después crucé el umbral sintiendo el miedo subir otra vez desde alguna parte
del estómago a la garganta, caminé despacio el pasillo hasta llegar frente a la
puerta del cuarto de estar, bajé con cuidado la manivela y cerré un instante
los ojos. Entré. Me senté cabizbajo en el sillón. Temblaba a pesar de que aún
hacía mucho calor porque era septiembre y me encogí escondiendo la cabeza entre
los brazos. No es que me sorprendiera demasiado en aquel momento ver la
televisión encendida y a Homer Simson
bebiendo una cerveza en el sofá mientras se le asomaba la barriga por debajo de
la camisa y eructaba, y que el eructo no se oyera y ni tampoco lo que Burt le decía con un monopatín bajo el brazo; lo que en
verdad en ese instante me extrañaba, observando de reojo aturdido el botón del
volumen bajado por completo, era más bien que se me hubiera ocurrido allí
mismo, de repente y sin saber muy bien por qué, que solamente ella, la tata,
podía haber sido capaz de reivindicar a gritos como protesta, como motín, como
vete tú a saber qué, la quietud que entonces me estaba poniendo un nudo en la
garganta, los pelos de punta y las manos ahí abajo: la tata que me llamaba
ahora desde su silencio, pese a la mudez y a la inmovilidad y contra todo
pronóstico llamado Gloria, Francisco, la abuela, Juan, para que yo atravesara
sin falta, con miedo o sin él, la puerta oscura de su pieza justamente allí
donde yo no quería ir, en el fondo del pasillo.
Por eso miré indiferente el
dormitorio ahora abierto de la abuela, a pesar de saber que ella lo cerraba
siempre con mucho celo, especialmente cuando no estaba en casa, dándome cuenta
de que ya andaba el segundo tramo del pasillo al escuchar únicamente mi
respiración, sin sentir las ganas de orinar y mirando fijamente la puerta
cerrada al fondo. Algo parecido al miedo pero como deformado me apretó el
estómago entonces, agarré bien la llave en el bolsillo y demoré unos segundos el
momento de alcanzar la puerta, de tocarla con la otra mano, de llamarla
despacio, con la voz temblando y algo entre los dedos parecido a una lágrima
resbalando hasta el suelo. Al empujar lentamente el picaporte hacia abajo, la
escasa luz de la tarde se fue colando despacio en la habitación. Di un paso
hacia delante. Ella estaba tumbada en la cama, con sus ojos abiertos, mirándome
y sujetando algo entre las manos. Me acerqué despacio sin encender el
interruptor de la luz y me incliné. Le toqué la cara y después los brazos, allí
dentro olía a pipí. Busqué debajo de las sábanas y
comprobé que se había orinado. Pensé en la enuresis sonriendo con tristeza, y
en el miedo que poco a poco desaparecía. De su rostro, del mío. Creo que por
eso, apoyándome en el colchón, le di un beso en la frente y le dije algo, pero
no estoy seguro, y observé el portarretratos que estrechaba en su pecho. Lo
reconocí en seguida, o quizá en realidad únicamente lo adiviné. El caso es que
nunca pensé que la tata hubiera podido tener tanta fuerza, porque me costó una
barbaridad quitárselo de entre sus brazos, y también me pesó: sabía que aquello
le pondría triste para siempre, pero que no obstante y paradójicamente, debía
ser así.
Al llegar después mamá con Quique
y la abuela, yo ya había dejado el retrato en su sitio; lo demás ocurrió muy
deprisa. Las miré de frente a los ojos y saqué las llaves del bolsillo. Toma,
le dije a mamá extendiendo la mano. Ella me miró extrañada, a punto de sonreír.
No la dejé. La tata ha muerto, añadí, después me giré sin mirar su reacción y
busqué el pasillo para dirigirme a mi cuarto. Pasé por el dormitorio de la
abuela aún abierto y miré el rostro del abuelo que sonreía desde el
portarretratos de madera ahora en su lugar, sobre la mesita de noche. Creo que
mamá me empujó dirigiéndose histérica al fondo del corredor. Quique lloraba en
el salón. Yo entré en mi habitación y me quedé detenido en medio de ésta,
mirando la cama vacía de Juan, pensando en qué habría hecho él, o Tomás, o el
mismo Serguei. Recordé cómo movía el culo al alejarse hacia las pistas de futbito y me puse el pijama y me metí dentro de las
sábanas. Creo que lloré. Cuando mamá entró para acariciarme la cabeza y
preguntarme cómo estaba, fingí dormir. No sé cuánto tiempo tardé después en
conciliar el sueño. A la mañana siguiente, al despertar, las sábanas estaban
secas, y el pantalón del pijama también.
|