REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

EL LABERINTO ALFONSÍ

(Recuerdos del Instituto de Bachillerato “Alfonso X el Sabio” de Murcia en clave de novela histórica inconclusa)

 

Juan Gómez Capuz

 

Pensará, sin duda, el buen lector guiado por el título de estos humildes pliegos virtuales, que esto que ante sus ojos se encuentra no puede ser otra cosa que una novela histórica, en la que se recrea algún rompecabezas de estilo cretense ideado por aquel rey sabio que entre nosotros hubo. En suma, una de esas novelas en las que, con la burda burla de un manuscrito encontrado por ahí (como si la gente fuera dejando manuscritos al alcance de los demás, ni que fueran del CESID) o malpagado a un librero de viejo (tan de viejo, que casi no quedan), se nos propone, con el artificio de un lenguaje artificiosamente arcaizante, un apasionante viaje a través de la cuarta dimensión, quizá para tratar de olvidar las tristes tres restantes, que hoy nos agobian con sus números y sus letras.

Pues no. Lo que ante sus ojos tiene el lector no es una novela histórica, pero casi. Y digo casi, con el silbante matiz de balón errado por centímetros ante el marco contrario que esta palabra suscita en muchas mentes (y aun en otras que no alcanzan a serlo) porque hablaré de algo del presente que todavía vivía anclado en el pasado.

Mas sin embargo y con todo, por dar consuelo, contentamiento y conforte a los dilectos lectores que, en este libro, ameno cuento de lejanos tiempos esperaren encontrar, resuelto he una decisión sabia, como las del rey que inspira estas páginas. Pues, siguiendo el recto proceder de ejemplares caballeros como don Quijote, hablaré del prosaico mundo de un elitista, obsolescente y caduco instituto de segunda enseñanza de una meridional ciudad de provincias como si se tratara de un recio castillo en el que se instruía en el trivium y el quadrivium a los hijos de nobles familias cuyos padres aún guerreaban contra el moro nazarí. Y quizá así el propósito que albergaba en un principio se vea reforzado con la comparación, la hipérbole y el retorno al pasado (pues, aunque dé dolor, cualquiera tiempo pasado fue mejor). Y quizá también así, alguno que lo lea halle algo que le agrade y a los que no ahondaren tanto los deleite.

Mas por excusar yerros (y aun aceros), haré en estas páginas una extraña mixtura del antiguo lenguaje y del nuevo, para que el lector pueda saborear el gusto de otros tiempos sin perder por ello la conciencia de que lo relatado sucedió poco ha, cuando ya había ordenadores, impresoras, fotocopiadoras y otros artilugios infernales importados de tierras luteranas. Pero aún así, es el retrato del fin de una época, del fin de unos tiempos.

 

La heroica ciudad dormía la siesta. La ciudad, oasis de fértil huerta, flor de azahar del reino alfonsí, avanzadilla de Castilla ante el moro nazarí, hacía la digestión del caldero y la olla gitana.

 

La Retórica estaba en auge, pues con el cese del guerrear se hacía cada vez más importante la fuerza de la razón, y la razón con palabras viene, y es virtud saber argumentar y conocer las reglas de nuestra lengua castellana, romance ejemplar donde los haya. Era por esta causa por la que coincidimos aquel curso muchos nuevos maestros de Gramática y de Retórica, dos artes (o ciencias) que se explicaban conjuntamente, aunque las más de las veces se hacía imprescindible separarlas.

Uno de los nuevos maestros de Retórica era el caballero don Laurencio de Luna. Al parecer, este buen caballero habíase pasado largos años en tierra de moros, enseñando al infiel rudimentos de la lengua castellana, concertando treguas y embajadas, así como cobrando tributos para nuestro rey sabio y castellano que muchos años viva. Mas, como úsase entre moros ser de natural poco laborioso y caer aína en la pereza, la desidia y la holgazanería (amén de su proverbial carencia de sinceridad), es fama que don Laurencio fue adoptando estos hábitos (aun no siendo monje) de tan infieles huéspedes. Y a su vuelta a tierras de cristiandad, perseveró en tal vicio de pereza, siéndole imposible recuperar la costumbre de trabajar regularmente, incluso al nivel poco exigente que se usa en estos nuestros reinos del Mediodía (a diferencia de vizcaínos y castellanos viejos, siempre tenaces y madrugadores, como los francos que visitan al Apóstol). Porque ha de saber el lector que don Laurencio era la pereza hecha carne. Y es bueno el ejemplo, pues este caballero era por lo demás orondo, de cabello en retirada, con largos mostachos levemente encanecidos. Pero sobre todo orondo, con la contundencia circular de la vocal que forma la palabra, aunque no consta que fuese así antes de partir, como recordaban sus allegados. Y sabiendo que entre moros es mortal pecado yantar gorrino (que éste, entre otros muchos nombres tiene, como bien saben en Cortes), se hacía difícil tal sobrecúmulo de calorías, a no ser que nuestro don Laurencio fuera aficionado a colaciones de dulces, que entre moros gran fama tienen, como alfajores y confites diversos. Y así parece que fue aumentando, lenta pero constantemente, su perímetro abdominal. Pero volviendo a su pereza, que no por mentarla quisiéramos caer en ella, diré que era extrema y rayana en el escándalo: en sus clases de Retórica, rara vez pasaba del exordio, se demoraba una entera clase con un solo hemistiquio, y desesperaba a sus discípulos con comentarios morosos y reiterativos, que procuraba repetir al día siguiente con algunos vocablos trocados para disimular el engaño y su falta de labor. Y además lo hacía (si es que algo hacía) con un castellano raras veces inteligible, casi entreverado de arábigo, pues sabido es que los moros distinguen poco matiz entre vocales y que ni siquiera hacen uso de ellas en su extraña escritura (dello, y de más cosas, algunos sospechaban que quizá a don Laurencio, de su luna sólo le quedara media). Pero como no hay bien que por mal no venga, todo ello sirvió de admonición para no acoger, en años venideros, a perezosos caballeros vueltos a usanza de moros, que por suprema pereza y desdichada vecindad, con frecuencia arriban a estos nuestros reinos del Mediodía.

 

Otro de los nuevos profesores de Retórica, aún más extraño y siniestro que el anterior, era don José de Belsacor. Era extraño y siniestro por fuera, pero aún más por dentro. Vino de un cercano puerto de mar, siempre asediado por corsarios berberiscos, lejano y gentil feudo de Aníbal y la púnica nación. No diré que era archipobre y protomiseria, pues en el castillo recibíamos generoso estipendio, pero sí que se empecinaba en parecerlo a toda costa desde que vino de la costa. La manifiesta falta de simetría entre entrambas piernas acentuaba su porte lento, cansino, descompensado, arrastrao, como de melodía de tango argentino. Mas no repararon los mancebos en este defecto congénito.

 

Siendo doncel caballero novel, en el castillo me asignaron un tutor que guiara mis primeros pasos en la educación de los hijos de nobles familias, pues es ésta labor compleja y vital para el sustento de nuestro reino. Y quiso la buena Fortuna que tal caballero fuera don Martín de Valerón, claro varón, insigne retórico y simpar poeta. Era individuo humanísimo, amable y lleno de comprensión, muy distinto de otros hieráticos y distantes caballeros que mucho menos valían y muchos menos años en el castillo habían morado. De donde colegí que la virtud es algo que se lleva siempre en el corazón y no se puede medir por procedimientos externos y artificiales, ni aun por grados de nobleza y dignidades, que éstas son siempre dadas por mano ajena y no siempre son justas ni merecidas.

 

Uno de los profesores de Alquimia se llamaba don Pirlimpón. Habida cuenta de su aspecto pinturero y coquetón, nunca llegué a saber si tan sonoro nombre era real o se debía a los siempre certeros (como disparo de ballestero) nombres con que los mancebos obsequiaban a sus maestros. Era un individuo que siempre se presentaba con los más impecables trajes que pudiera uno imaginar. Recuerdo una tarde (y muchas más) en las que no había más tema de conversación que el traje nuevo de don Pirlimpón. El fondo de su armario debía de ser un pozo sin fondo, pues cada día venía al castillo con un conjunto nuevo.

 

La Jefatura de Estudios era un lugar caótico y confuso, de ensordecedor griterío, como zoco magrebí. Allí se daban cita a un tiempo tanto un profesor aún descontento con su horario (y eso a los tres meses de haber empezado el curso) como un indisciplinado alumno expulsado de clase por haber dado una colleja a su vecino o por haber experimentado la compleja mixtura de la papiroflexia y el vuelo sin motor. Era un lugar que no estaba vacío ni cuando estaba cerrado, pues cuando las prisas por sacar horarios se acentuaban, sus responsables se acantonaban allí dentro y apagaban la luz, pero el traqueteo de la vieja impresora y la manifiesta disparidad de criterios de los moradores delataba su oscura presencia.

La Conserjería constituía el fuerte y frontera por el que debía pasar todo aquel que quisiera aventurarse en el laberinto de nuestro castillo. Una de las más temibles guardianas de tan siniestra aduana era la Fajardo. Así la llamábamos todos, en petit comité, en franca compaña, vulgar parla y algaraza, aunque al dirigirnos a su augusta presencia empleábamos el recio nombre de doña Virtudes (si bien yo no acababa de encontrar ninguna en ella). También es cierto que los señores del castillo, los caballeros con largos años de servicio en el noble menester del trivium y del quadrivium, tenían el alto privilegio -feudal, como todo lo que en aqueste nuestro laberinto acontecía- de dirigirse a ella con la más llana apelación de Virtudes  (aunque seguía sin haberlas). Al fin y al cabo, la dueña doña Virtudes (valgan la redundancia y el oxímoron) también llevaba muchos años (y kilos) de abnegada (y negada) dedicación a la defensa (y ataque) de nuestra bien conservada fortaleza.

La Fajardo era innata fajadora y te regateaba las fotocopias que le pedías con mayor destreza que un delantero brasileño haciendo la bicicleta. Si le pedías cuarenta, te hacía treinta, si le pedías quince, te hacía doce, si se las pedías por doble cara, te las hacía sólo por una. Ella argumentaba que tan párvulo ahorro en el escanciar pergamino y tóner se debía a la austeridad que desde ha poco regía nuestro castillo, pero no era difícil advertir que tras esta excusa había un motivo para el escaqueo, para dedicarse a hojear y ojear revistas del corazón y para ir probando nuevas y extrañas pócimas que le ayudaran a perder el lípido elemento. Porque, aparte de caernos gorda, la Fajardo estaba realmente gorda. Y suerte hubo que nunca se atrevió a quitarse la faja, porque en el apretado mundo de la mañana, con el incesante torrente de docentes y discentes que se daban cita por los estrechos pasillos del laberinto, aquello podía haber causado un verdadero desparrame.

 

En siendo nuestro reino linde y frontera de tierras de cristiandad con tierra de moros, acrecentábase aquí la importancia -que por doquier tenían- de las órdenes militares. Y eran las dichas órdenes necesarias para la defensa del reino, así como para organizar a los grandes caballeros en banderías estables, que permitiesen la necesaria rivalidad sin caer en la felonía y la anarquía. En suma, para evitar que aconteciera como en tierra de moros allá en Marruecos, donde al carecer de banderías organizadas -amén de ser de natural traidores- volvíanse con frecuencia contra su natural monarca y desangrábanse en continuas luchas intestinas, siéndoles imposible recuperar las fuerzas necesarias para socorrer a sus vecinos y consanguíneos del reino nazarí de Granada, cada vez más abandonado a su suerte.

Y vuelvo a decir que acá en Castilla, tales órdenes y tales banderías redundaban en fortaleza de nuestro reino, y que el rey Alfonso nuestro señor las aceptaba de grado.

Al principio de su reinado tuvo gran poder la Orden de Montesa, formada por caballeros aguerridos, de origen humilde algunos, pero siempre prestos a extender las lindes de Castilla, incluso allende los mares. Mas la orden rival, que llamábase Orden de Calatrava, celosa de estos triunfos, fue lanzando insidias (cada vez más entreveradas de verdades) acerca de los excesivos expendios que los monteses hacían de la plata real, en llegando incluso a apropiarse de los dineros reservados a la corte y de de los diezmos de las iglesias. Y poniendo de su parte al siempre poderoso clero (con quienes los monteses nunca estuvieron en buena concordancia), los calatraveños consiguieron convencer a los nobles indecisos y aun al propio rey nuestro señor de que ellos serían mejores administradores de la plata y de las armas de nuestro reino. Y con tales argumentos y con los interminables deslices de los monteses (a quienes parecían habérseles ablandado los sesos desde que llegaron al poder), pocos años ha que la Orden de Calatrava suplantó en el poder militar y en el de las cosas civiles a la Orden de Montesa, la cual, de no haber sido por algunas plazas fuertes que aún mantuvo en su poder, a buen seguro habría padecido la misma desdichada suerte que los cátaros y los templarios.

Y si he referido completa historia de tales intrigas, es porque en este nuestro pequeño reino del Mediodía, siempre en inestable linde y lucha con tierra de moros, ambas dos órdenes gozaban de absoluto poder y su rivalidad tenía consecuencias directas en todo lo que en nuestro castillo acontecía.

De hecho, en nuestro pequeño reino también disfrutaron los monteses de indiscutida hegemonía, mas esta se fue viendo diezmada con indebidas apropiaciones de diezmos y desaforados expendios que dejaban las arcas casi vacías, y eso que los generosos tributos pagados por los ricos campesinos de nuestra fértil huerta hubieran sobrado para forrar de oro la soberbia alcazaba que tienen los moros allá en Granada.

En tales circunstancias, aprovechando el malestar del clero y el descontentamiento del pueblo llano, los calatraveños lograron desalojar del poder al virrey puesto en nuestro pequeño reino por la Orden de Montesa. Era este nuestro virrey, llamado don Francisco de Montesa, un ingenuo metafísico a quien fementidos consejeros habían engañado sin tregua para extraer pingües ganancias de la gobernación del reino. Y como el docto metafísico de don Francisco fuera poco ducho en las cosas físicas y en las cuentas claras que debe tener todo reino, no se apercibió de tales sangrías hasta que fue demasiado tarde. Y aunque un comité de notables lo exoneró de toda culpa, su prestigio quedó seriamente dañado.

Prueba de ello es que don Francisco era diariamente denostado por nobles, clérigos y plebeyos, quienes le reprochaban la mala gestión y empobrecimiento del reino. Y por todo ello presentaba don Francisco un semblante abatido y distante, más fuera de este mundo de lo que en él fuera habitual. Porque así suelen volverse los que de grandes estados tórnanse en mediana condición y pierden el respeto de todos sus convecinos, empezando por aquellos que antes sólo por medrar los habían adulado. Y todo esto aconteció con don Francisco de Montesa, quien fue degradado hasta en el nombre, pues medianos, chicos y grandes estados lo nombraban con la llana apelación de Paco Montes, como si se tratara de un vecino cualquiera del reino, dedicado a la labor de confitar la fruta o de decorar aposentos.

Y fue a consecuencia de su patente impopularidad, y por mor de refugiarse tras excelsos muros y torres coronadas, por lo que Paco Montes -perdón, don Francisco de Montesa- pidió acomodo como docente en nuestro castillo. Mas los señores del castillo, aunque accedieron a su petición por no estar en malos término con la aún poderosa Orden de Montesa, se mostraron reacios a dejar bajo el desprestigiado manto de don Francisco a brillantes hijos de familias nobles, pues ello hubiera supuesto también grande desprestigio para el castillo. Por ello, se le encomendó al pobre Paco Montes -que incluso dentro del castillo, por docentes y discentes, así era comúnmente llamado- la gestión de la Biblioteca, donde muchos y buenos libros había. Mas en esta sencilla gestión también demostró ser don Francisco muy mal administrador, de lo cual quedamos todos muy espantados, recordando haber dejado largos años nuestro joven y vigoroso reino a merced de tan inepto caballero y de sus ruines consejeros. Y tras este nuevo y sonoro fracaso, fue relegado don Francisco a la enseñanza de la Metafísica, mas no al ciudado de nobles mancebos, otrosí al de hijos de labradores ricos pero aún plebeyos.