|
ROBERTO ARLT Y EL ARTE DE OCUPAR LA VIDRIERA DEL CAFÉ
(Universidad de Murcia)
RESUMEN
Este artículo
aborda las diferentes formas en que el escritor argentino Roberto Arlt se
aproxima al género policial -en ocasiones, "formas desviadas e
indirectas", como acuñara Ricardo Piglia en su antología de relatos
policiales argentinos-, ejemplificando a través de su propia escritura,
filiándolo con los autores admirados por él y con los deudores de ella, y
realizando un análisis más profundo de su relato "Las fieras".
Palabras claves:
Roberto Arlt, literatura argentina, relato policial
Había nacido en el polo opuesto al de sus
ancestros, en el cono Sur de un Nuevo Mundo e inaugurando el siglo XX. Hijo de
inmigrantes prusianos, a los 16 años escapaba del hogar huyendo del genio no
creativo de su padre. Contaba veinte años cuando recién publicaba su primer
texto, Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, y durante
varios años paseará por las editoriales argentinas con La vida puerca
bajo el brazo (obra que el editor Elías Castelnuovo rechazaría y tildaría como
torpe mezcla de los anarquistas Gorki y Vargas Vila). La novela verá la luz en
1926, cuando el escritor Ricardo Güiraldes lo acoja como secretario y rebautice
su obra bajo el título de El juguete rabioso. A partir de enero de ese
mismo año colabora con la revista Don Goyo (relatos breves, escritos en
primera persona), en 1927 ficha por el diario Crítica (donde coincidirá
con Borges y cubrirá la sección policial), y en 1928 comienza a trabajar en el
diario El Mundo con una columna titulada “Aguafuertes porteñas” –no
serán “porteñas” sino “españolas” cuando las escriba en su viaje a España en
1935-, excelentes crónicas literarias, donde permanece hasta el día de su
muerte. Entre tanto, ha publicado las novelas Los siete locos, Los
lanzallamas y El amor brujo, varias decenas de cuentos en
diarios y revistas argentinos (La Nación, Mundo
Argentino, Última Hora,
Claridad y El Hogar), obras de teatro –entre las que
destacar la pirandelliana Saverio el cruel-… También ha tenido tiempo
para inventar, por ejemplo, unas fallidas medias irrompibles con puntera de
caucho. Fallido también le resulta el corazón, que deja de latirle a la
temprana edad de cuarenta y dos años. Si Franz Kafka –con quien compartía una
infancia marcada por el fuerte temperamento de la figura paterna- confesaba que
un libro debía ser como un hachazo al mar helado que se lleva dentro, Roberto
Arlt afirmaría que los libros debían encerrar “la violencia de un cross a
la mandíbula”. Y que los eunucos bufaran…
Casi cincuenta años después de la muerte de
Roberto Arlt, en 1993, el escritor Ricardo Piglia se atreverá a realizar una
antología del género policial en Argentina. Seguía con esto la estela que
inaugurara Rodolfo Walsh, en 1953, antologando diez policiales argentinos, y
seguía también la pista de los “asesinos de papel” antologados por Jorge B.
Rivera y Jorge Lafforgue en la década de los setenta. En el prólogo de su
antología, Piglia declarará sus intenciones: explorar “los modos desviados e
indirectos” en que el género policial se presenta en la literatura argentina.
Piglia, devoto admirador de Roberto Arlt, tomará precisamente un cuento de éste
para titular su compilación: “Las fieras”. Rodeado de criminales y en un denso
silencio, el narrador –víctima y verdugo- tomará el burdel por un confesionario
y nos hará cómplices de sus fechorías atendiendo su magnífico monólogo
interior. En el relato no encontraremos un solo detective, no habrá más
investigador que el propio lector... si es que éste desea llevar a cabo
“investigación” alguna y no conformarse con la simple exposición de los hechos.
La fórmula acuñada por Ricardo Piglia para
rastrear el género policial en la literatura argentina será la que asumamos a
lo largo de estas líneas para indagar en los relatos arltianos. “El crimen casi
perfecto”, “Un error judicial”, “La pista de los dientes de oro”, “El
incendiario”, “La venganza del mono”… -en los que nos enfrentaremos a delito,
víctima, criminal, investigación que conduzca o no a la detención del que
delinque- quedan configurados como relatos puramente policiales. Pero, ¿qué
hacer cuando un argentino es secuestrado por una banda de gangsters para
fabricar una ruleta trucada y consigue escapar sin que nadie haya sabido de su
encierro? ¿Qué hacer con el frío relato de una asesina que confiesa el crimen
de su tía treinta años atrás? ¿Se trata en este caso de una confesión al lector
o estamos ante un interrogatorio policial? ¿Qué hacer con un hombre que se
dirige a su amada -a la que jamás le “dirá”- mientras pasa una temporada en el
infierno? Estas y tantas otras preguntas, que resultarán las formas desviadas e
indirectas en que Arlt se aproxime al género…
La “Epístola de un L.C. a un Jefe de Policía”
aparece en octubre de 1926 en la revista Don Goyo. Antonio Peiva, “alias
Cabecita de Ajo”, y L.C. (que en lunfardo quiere decir ladrón conocido) se
dirige al Jefe de Policía a través de la “notabilísima revista” para aclarar un
malentendido con respecto al crimen de Vicente López. Con una fina ironía, el
autor muestra su debilidad por estos seres marginales (“Nosotros, los ladrones,
a pesar de nuestro mal nombre, somos buenas personas. Tenemos lo que en una
sociedad bien constituida y burrera se exige al más ínfimo ciudadano, al más
desesperado pato: un oficio”), que niegan la participación en el crimen porque
“para qué ir a chorrear a Vicente López, si tenemos a nuestra disposición esta
bendita ciudad de Buenos Aires”. Las calles de Vicente López tienen zanjas,
alambrados y no hay vigilantes “que le puedan dar una manito a uno”. Las de
Buenos Aires, están empedradas, tienen luz eléctrica, vigilantes solícitos, y
lugares de compraventa donde “reducir lo robado”. Tras recordar a Maupassant, a
Herodoto, y al propio Ulises, el mencionado L.C. se despide citando al padre
del Buscón de Quevedo -Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos,
escrita en 1605 y publicada en 1626-: “Hijo, esto de ser ladrón no es arte
mecánica, sino liberal”. Semanas más tarde, en la misma revista, “un respetable
grupo de señores ladrones” comentarán la epístola y se felicitarán por ella,
augurando la ausencia de persecuciones “por la sencilla e indiscutible razón de
que nuestra policía es la primera del mundo”.
Un año más tarde, en 1927, en Mundo argentino
(diario en el que se prodigarían sus relatos policiales), Roberto Arlt pone al
descubierto “Un error judicial”, relato éste que podríamos considerar su
primero claramente policial. Un crimen. Un robo. Una anciana acusada de un
delito que no ha cometido. El sobrino de la anciana, que intercede por ella
convirtiéndose en detective, en vista de que la justicia falla. No nos
engañemos, no es altruismo, sino egoísmo: “Si yo salvo a tía, podré casarme…”,
afirma el “preocupado” joven. La curiosidad, la casualidad, la teoría de los
sueños de Freud, un anuncio inserto en la prensa ofreciendo una recompensa…
salvan a la anciana Anastasia Grummer de la cárcel, y conducen al altar al
pícaro sobrino (dueño ya de la herencia de su tía). Y es que, según dicen, a
quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos…
El largo camino hacia la desacralización de la
Justicia no ha hecho más que comenzar, y esta desacralización estará marcada
por las referencias y preferencias de Roberto Arlt por el género folletinesco,
y más concretamente por las aventuras de su admirado Rocambole (aquel personaje
de Ponson du Terrail, nacido en la Francia de mediados del siglo XIX): “Yo
soñaba con ser un bandido y estrangular corregidores libidinosos, enderezar
entuertos, proteger a las viudas, y me amarían singulares doncellas”, afirmará
Roberto Arlt por boca de Silvio Astier en su novela El juguete rabioso.
Con “La pista de los dientes de oro” Roberto Arlt
burla a la Ley y libra del castigo al criminal. “Una persona pudo haber hecho
encarcelar a Lauro Spronzini”, nos dice el narrador. Y no lo hizo. El secreto
queda a salvo, no verá la luz. Diana Lucerna, que recibe la circular policial y
que conoce la identidad del asesino, no puede delatarlo. El asesino, de alguna
manera, ha hecho justicia: ha vengado a una inocente, su hermana, de cuya
muerte responsabilizaba a su víctima. Y Diana, que lo sabe y lo entiende,
calla. Una carta a los corintios ya afirmaba en tiempos pretéritos que el amor
todo lo puede.
Ladrones burlones, simpáticos, incluso honrados
como el gran Guillermo, pasearán cómodamente por las páginas de Arlt.
“Guillermito el ladrón” había nacido en 1930 en las páginas de la revista El
Hogar -en “El silencio”, texto en el que nos detendremos más adelante-.
Tres años después de su aparición, coincidiendo con la publicación del libro de
cuentos El jorobadito, Roberto Arlt le recuerda en Mundo Argentino
creando una ficción única para él. Una “novela corta de Roberto Arlt”,
precedida de la siguiente frase: “El mundo del hampa no es precisamente aquel
de la vida grosera y tenebrosa que se asocia al concepto vulgar de la clase. La
extraña y original relación de esta novela nos pone en presencia de un caso
desconcertante que revela que en la persona de un vulgar delincuente puede haber
un alma sentimental de un raro y conmovedor refinamiento”. La noble acción de
Guillermo, el ladrón, será devolver el motor eléctrico que había robado. Este
acto supondrá un giro radical en la vida de una huérfana, gracias al cual la
joven acabará encontrado refugio en una nueva familia lejos del conventillo y
de la mezquindad de la anciana que la tutelaba.
Por aquellos años y en aquellas latitudes, no
debió pasar desapercibido para Roberto Arlt el “Yzur” de Leopoldo Lugones y su
“fenómeno inexplicable”, pertenecientes a Las fuerzas extrañas, libro de
relatos fantásticos publicado en 1906. Probablemente también conocía la
historia del Estilión y del mono ahorcado de Horacio Quiroga, y el “Informe
para una Academia” del checo Franz Kafka. Veinte años después de este “informe”
checo, en 1937, y con tales antecedentes “familiares”, un pequeño primate
vengará la muerte de su amo a manos de Antonio Flightebaud, un frío y
calculador asesino. El primate será testigo de la muerte de su protector y, en
un episodio casi onírico, el asesino morirá en un accidente fortuito en su
torpe intento por atrapar al mono. Sus principios -no dejar nunca un testigo de
sus acciones criminales- acabarán con su vida, y su muerte desconcertará tanto
a la policía que creerán que el delincuente no había acudido solo a la casa y
que un cómplice acabó asesinándole. Por lo visto, la policía no había oído
hablar aún de los crímenes de la calle Morgue, y carecían del talento
particularmente analítico de Monsieur C. Auguste Dupin. Roberto Arlt, sin
embargo, sí había leído –y con qué fruición- a Edgar Allan Poe, y no tendrá
reparo alguno en volver una y otra vez a afiliarse con él.
Si reuniéramos en un arca metafórica a literarios
animales asesinos, deberíamos incluir a los primates ya mencionados, a aquel
magnífico caballo de carreras (“Espuela de Plata”) de Sherlock Holmes –metálica
coz mortal-, y al misterioso perro de Lugones del “fantástico” cuento “La idea
de la muerte”, entre otros muchos. También deberíamos incluir al ganso: mejor
dicho, a su pluma. “La pluma de ganso” aparecerá en 1938 en El Mundo
Argentino. “Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos”. El narrador
comienza el relato presentándonos a su doble, Arsenio, que acabará robándole a
su novia y a quien, en complicidad con ella, acabará matando. Durante años, se
estrecharán entre ellos extraños vínculos de amistad al tiempo que nuestro
narrador fraguará su venganza. Y su venganza no será otra que matarlo de risa:
con una pluma de ganso. Si Horacio Quiroga ya nos había mostrado la complicidad
de un almohadón de plumas cobijando al asesino de Alicia (un monstruoso
bicho alojado en el almohadón, que noche tras noche le succionaba la sangre),
Roberto Arlt necesitará tan sólo una para acabar con su víctima, tras conseguir
que la esposa de Arsenio, después de emborracharle, le ajuste una camisa de
fuerza: “Yo continuaba con la pluma de ganso dibujando fantasías en la planta
de los pies… De pronto, en la oscuridad, oí como un sollozo, la pluma de ganso
me transmitió al tacto un retorcimiento largo y la cama dejó en absoluto de
crujir”. Arsenio, el esposo, morirá de risa. La sombra de Poe rondará este
relato de Arlt, y llegaremos a sospechar que un nuevo William Wilson fallezca
al hacerlo su doble, pero no será éste el caso. Herminia, la esposa, que con
sangre fría colaborará con su amante en el asesinato de su esposo, tendrá en el
último momento el “escrúpulo” de besar la frente de su marido y pedir al amante
que no le haga sufrir demasiado… Herminia asesina, Herminia cómplice. Triste
hado el de las literarias Herminias argentinas, que Silvina Ocampo rescatará
años más tarde en la figura de una fría y “celestial” asistenta en el cuento
“Las esclavas de las criadas”: su celo por cuidar a su patrona conducirá a la
muerte a todo aquel que le proponga abandonarla, porque, como dirá aquélla:
“Dios concede a Herminia todo lo que le pide”.
Años más tarde el cuento mencionado de Roberto
Arlt conocerá dos re-escrituras posibles. La primera: año 1948, con Adolfo Bioy
Casares bajo el título “En memoria de Paulina”. Aquel “desde pequeños, Arsenio
y yo nos detestamos” con que Arlt abría su cuento, verá su deconstrucción en la
afirmación de este nuevo narrador –amante abandonado- en la primera línea de su
relato: “Siempre quise a Paulina”. El autor redimirá a la amada, ahora Paulina,
haciéndola morir a manos de su esposo, Julio Montero; y el pobre narrador, el
de la novia robada, tendrá que permanecer impasible ante este hecho, sin poder
hacer por impedirlo. Otra re-escritura posible será la que realice Mario
Benedetti, el escritor uruguayo, en 1984, con el título “Jules y Jim”: Agustín
comenzará a recibir llamadas telefónicas anónimas amenazándole de muerte. A
partir de ese momento su vida se convertirá en un infierno, hasta que una tarde
de martes se encuentre con un antiguo compañero de juventud, Alfredo Sánchez.
Sus vidas han seguido caminos completamente opuestos a lo que se esperaba de
ellos: Agustín, de quien se esperaba un futuro brillantísimo, se vio forzado a
abandonar sus estudios y a trabajar en una ferretería; Alfredo, que a duras
penas pasaba los cursos, siguió adelante y acabó convertido en abogado -con un
matrimonio feliz, unos hijos, una casa, un coche, que en principio parecían
destinados al otro-. Alfredo invitará a Agustín a su rancho y le presentará a
sus mascotas: Jules y Jim (qué duda cabe, un singular homenaje a Truffaut), dos
agresivos “perrazos”. Cuando Alfredo tenga que salir a realizar un recado, le
pedirá a su amigo que le espere allí, mientras descansa. Eso sí, le aconsejará
no salir al jardín (“por los perros, te saltarían encima”) y escuchar música,
en especial un disco. Cuando Alfredo se marche y Agustín, borracho, se sienta
con la claustrofóbica presión de saberse encerrado bajo la vigilancia de las
fieras, sonará el disco recomendado: “hola Agustín, te vamos a matar, no
sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a
matar, chau Agustín”.
Volviendo a Arlt, ya señalamos al comienzo de
esta exposición sus inquietudes científicas, inquietudes y conocimientos que
hará evidentes a lo largo de su obra literaria. En lo que concierne a sus
relatos, hablamos, por ejemplo, de “El incendiario” y “Jabulgot el farsante”,
en los que, haciendo uso de los más elementales métodos deductivos de un
Sherlock Holmes y de las más modernas técnicas de investigación científica, el
investigador concluye la resolución de los casos. En el primero de los cuentos,
“El incendiario” -que apareciera en “El Mundo Argentino” en abril de 1937-, una
serie de incendios en distintas fábricas que siguen los mismos patrones hacen
sospechar a la policía de estar ante un fraude a las compañías de seguros. Al
iniciarse el relato, el lector es testigo de la conversación que mantienen el
incendiario y uno de los empresarios, acordando incendiar la fábrica. En ese
año, cuatro grandes e idénticos incendios hacen que en la Compañía de Seguros
Intercontinental se vean víctimas de una estafa. El jefe de estadística de la
Compañía, Calixto Laguardia (significativo apellido, Laguardia, pues será quien
guarde, quien vigile, investigue), será el investigador del caso, y quien dé
con la solución ante la ineptitud del inspector Del Sacco. Cuando el caso sea
resuelto y el inspector intente capturar al criminal, éste habrá desaparecido.
Cabe preguntarse hasta qué punto el jefe de estadística es inocente, y no
cómplice del delincuente. Mis dudas surgen cuando el inspector pregunta a
Calixto cómo ha llegado a la resolución, y el jefe de estadística le responda:
“Con el auxilio de la estadística”. Pero no es la estadística, sino la física,
la que ayudó a Arquímedes con unas lentes cóncavas a incendiar una escuadra que
sitiaba a Siracusa. ¿Es posible que el jefe de estadística, valiéndose de la
ignorancia del inspector, eluda la verdadera cuestión? Chi lo sa…
Si la estafa nos parece pequeño delito,
regresemos al asesinato. Si ya le dedicamos nuestra atención a Herminia, la
“devota” esposa de Arsenio -“La pluma de ganso”-, ahora desviaremos nuestra
atención hacia Ernestina Brauning y Albertina Halbert –que a esta tríada podríamos
llamarla “diabólica”, en homenaje al francés Barbey d’Aurevilly-. Ambas son
sobrinas de sus víctimas. La primera de ellas es la prima de Jabulgot, “el
farsante”, que da título al relato. Míster Brauning, su tío, aparece muerto en
una alcoba cerrada bajo llave. Es la joven quien alerta a la policía y quien
por primera vez habla de asesinato: al llamar a su habitación y no obtener
respuesta, deduce que lo han asesinado. No piensa, la joven, que pueda haber
muerto por causas naturales, ni siquiera que esté dormido profundamente. Sin
entrar en la alcoba y sin haber visto siquiera el cuerpo, afirma: “Creo que han
asesinado a mi tío”. Los conocimientos químicos de Roberto Arlt nos advierten
de la presencia de veneno (“un intenso olor de almendras amargas”, que no es
otro que el que desprende el cianuro), y nos detalla cómo el poso del veneno en
la cerveza deja un “fondo blanco, cristalino y metálico”. Más adelante, sus
conocimientos de electromagnética darán con la clave del asesinato. Ernestina
explicará, paso a paso, cómo su primo, a quien ella considera el asesino (y
también un farsante, por hacerse pasar por ingeniero), envenenó a su tío, cargó
con él hasta la habitación, y una vez allí consiguió correr el cerrojo de la
puerta valiéndose de la fuerza magnética de un imán. Así, parecería un crimen
realizado a puerta cerrada: o sea, un suicidio. El asesino sería Jabulgot, algo
en lo que obstinadamente cree Ernestina y en lo que acaba convenciendo al
inspector. Pero Jabulgot no será el asesino, que acudirá también al inspector a
denunciar a su prima. La confesión de la joven lo sorprenderá, y no podrá
admitir que ella, “tan joven, tan inteligente y tan sagaz, fuera la fría
asesina que durante dos meses premeditó el crimen”. Aparece en este relato un
guiño al género policial: el apellido de la asesina será Brauning, derivado
recuerdo fonético de aquel Padre Brown de Gilbert Keith Chesterton -recién
fallecido por aquel entonces.
Nuestra otra diabólica y “heroína” es Albertina.
Albertina Halbert odiaba a su tía. Convivió con su odio durante años, de igual
manera a como lo hizo el narrador de “La pluma de ganso”, madurándolo y
alimentándolo, pero sin abrigar en este caso la venganza. No en vano, no era
más que una niña. La avaricia de su rica tía, que denegó el auxilio a su madre
enferma y que a la muerte de sus padres la convirtió en su criada, consagraron
en Albertina este “filial” sentimiento. Y una noche de lluvia que la tía la
despertó de madrugada para proteger unos sacos de cal viva, instintivamente
Albertina acabó con su vida y regresó a su sueño. A la mañana siguiente nadie,
absolutamente nadie, sospechó del crimen. Un accidente. Heredera de la fortuna,
Albertina fue al liceo, cumpliendo así su deseo de cultivarse, y acabó casada
con un profesor de psicología. Su confesión tiene un único motivo: se está
muriendo, pero no le remuerde la conciencia, sólo espera derramar luz sobre “el
oscuro relieve de lo que constituyen los móviles de la conducta humana”. Es
éste uno de los más claros ejemplos de “modos desviados e indirectos” de
aproximación al género policial en Roberto Arlt: tenemos un crimen, un asesino,
tenemos la confesión de este asesino, pero no tenemos la más mínima inquietud
por parte de la Justicia de investigar el crimen. Porque a sus ojos no es tal,
tan sólo lo es a los del lector, sabedores de la historia, únicos testigos de
la declaración de Albertina. O no.
Y continuando con los crímenes en familia,
Roberto Arlt nos presentará el sueño dorado de cualquier criminal: el crimen
perfecto. Salvo que acá no llegará a serlo del todo, lo será sólo a medias: “El
crimen casi perfecto”. Y una vez más Sherlock Holmes (el detective de Conan
Doyle) rondando la escena del crimen en la figura del narrador, investigador
del caso. Un aparente suicidio, un envenenamiento, tres hermanos con problemas
económicos, una hermana viuda y rica, una vieja criada, coartadas perfectas… El
detective resolverá el caso de una manera casi casual y con la ayuda de la
química (nuevamente la ciencia al poder), y el asesino fallecerá de un síncope
al saberse descubierto. Otro ejemplo más de un perfecto relato policial en su
estado más puro.
El señor Perolet es el protagonista del relato
“El enigma de las tres cartas” -Mundo Argentino, 1939-. Como Agustín, el
protagonista del benedettiano “Jules y Jim”, una mañana comienza a recibir
amenazas de muerte. No son llamadas telefónicas, sino cartas. Y más tarde será
una bomba… de chocolate; y más tarde, una serpiente. Está comprobado que el
asesino quiere matarlo de un susto: “Cuídese de las emociones violentas, su
corazón es de cristal”, dice una de las misivas. Y es cierto que el señor
Perolet padece del corazón. La situación es ya insostenible, hasta que un día
recibe noticias de una agencia de detectives y decide contratar sus servicios.
No sería demasiado arriesgado aventurarnos a pensar que con este personaje
Roberto Arlt realiza un guiño a uno de los más famosos detectives del género
policial, que no es otro que Hércules Poirot –detective que llevaba trabajando
para Agatha Christie desde su nacimiento a principios de los años veinte-. Si
observamos, ambos apellidos coinciden en consonantes inicial, final y central.
La imagen deconstruida de este detective nos muestra a un ser apocado,
temeroso, amenazado, que se ve en la obligada necesidad de contratar los
servicios de, precisamente, el detective que él no es. Deconstruida ya la
imagen de Poirot, tan sólo resta deconstruir la imagen del detective del
relato: el investigador de “El enigma de las tres cartas” será el culpable de
los anónimos y de los paquetes “sorpresa”. Empleado en una compañía de seguros,
se había hecho con los informes de los asegurados. Tras ser despedido, montó
una agencia de detectives para investigar los casos que él fraguaba amenazando
de muerte a aquellos que sabía con dolencias cardiacas. Una vuelta de tuerca al
papel del detective en el relato policial.
Señalábamos anteriormente que “Las Fieras” había
sido el título escogido por Ricardo Piglia para su antología de policiales
argentinos. Antes de iniciar el análisis de este relato, nos detendremos en la
figura de su autor. Para ello comenzaremos afirmando algo que cualquier lector
de Arlt puede advertir –no difícilmente- en su obra: que la influencia de la
narrativa rusa en Roberto Arlt es notabilísima. Está documentado que en la
biblioteca de su barrio (ésa en la que robara Silvio Astier, el protagonista de
El juguete rabioso), tuvo oportunidad siendo muy joven de leer a muchos
de estos autores que luego marcarían y conformarían su propia literatura.
Detengámonos un momento en su aguafuerte “La madre en la vida y en la novela”,
en la que rememora el estreno de la película La madre, basada en la
novela de Gorki (“Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta
adoración de la madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los
escritores rusos”, afirmará Roberto Arlt), y acaba citando al también escritor
ruso Leonid Andreiev. Su pasión por la narrativa rusa era tal, que en algunos
círculos literarios era llamado “El pequeño Dostoievski”. Su pasión por este
novelista ruso era harto conocida y perceptible, y podemos ver cómo Crimen y
castigo y Los demonios trazan un interesantísimo paralelismo en su
producción literaria. Sus personajes parecen sacados de las profundidades
dostoievskianas, de esas Memorias del subsuelo que décadas más tarde
tanto influirán en Ernesto Sábato en la redacción de El túnel. Roberto
Arlt es el “jugador” dostoievskiano condenado a escribir crónicas periodísticas
y aguafuertes para poder pagar sus deudas.
Lo sabemos lector de Maksim Gorki, y no sólo por
el aguafuerte anteriormente comentado. Roberto Arlt, valiéndose del narrador de
“Las fieras”, calificará a sus compañeros de mesa del “Ambos Mundos” como
ex-hombres, término acuñado por Gorki en la novela así titulada -y que también usará
el escritor Horacio Quiroga por esos mismos años en su cuento “Los destiladores
de naranjas”-. Seres perdidos, desahuciados por la sociedad en que viven, lejos
ya de sus principios y normas. Personajes desarraigados, pertenecientes a los
“bajos fondos”, desheredados del mundo y en la más terrible soledad física y
moral.
La obra de Gorki se extiende como la pólvora:
aparece publicada por vez primera en 1905, y en 1906 ya existe una edición
castellana -sin contar con la traducción al inglés realizada en el mismo año y
prologada por Chesterton-. Semka Margusa, Michka y el narrador de “Un
incidente”, relato de Gorki, recuerdan sobremanera a Enrique, Lucio y Silvio,
los ladronzuelos de El juguete rabioso. En lugar de robar la biblioteca
argentina, los rusos se conformarán con robar los broches de la Biblia que la
anciana patrona les leía. Cuando un arrepentido Michka devuelva los broches a
la patrona y ésta fracase en su intento de “convertirlo” a la fe, la anciana
exclamará fuera de sí: “¡Almas perdidas!... ¡Corazones de fieras!”. Estos
“corazones de fieras” serán también recogidos por Arlt, sentándolos en un café
argentino llamado “Ambos Mundos”, y en tales latitudes tendrán por nombre
Cipriano, Guillermito el ladrón, Uña de Oro, el Relojero, Pibe Repoyo…
El espacio en el que se ambienta “Las fieras” es
el café “Ambos Mundos”. Este local no es nuevo para Roberto Arlt. Si recordamos
Los siete locos, su segunda novela, el narrador nos habrá dicho:
“Entraron al café Ambos Mundos. Ruedas de canfinfleros rodeaban las
mesas. Jugaban al naipe, a los dados o al billar”. En Los lanzallamas (novela
continuadora de Los siete locos), será el local en que Haffner nos
relate cómo sus compinches y él se reunían en locales como éste para planear
atracos.
En la obra El cuerpo del delito, Josefina
Ludmer nos muestra la influencia de aquellos periodistas-escritores que
precedieron en el tiempo y en la Argentina a Roberto Arlt, como Roberto J.
Payró, Fray Mocho y Soiza de Reilly, por nombrar a algunos de ellos. Fray Mocho
era el seudónimo utilizado por José Seferino Álvarez, había nacido a mediados
del siglo XIX y escribía para revistas como Caras y Caretas. En su obra Memorias
de un vigilante reflejó el ambiente de finales del siglo XIX que más tarde
desarrollaría Roberto Arlt. El café “Ambos Mundos” no sería muy distinto del
Café Cassoulet descrito en sus Memorias…, y que para Fray Mocho “era el
paradero nocturno de todos los vagos de la ciudad y famoso entre la gente
maleante, no solamente por la comodidad que, a poco costo, se obtenía en él,
cuanto por la relativa seguridad que se disfrutaba: en caso de producirse
visita de la autoridad, los propietarios tenían dispuestas las cosas de modo
tal, que la clientela tenía fácil escape”.
Arlt gustaba de frecuentar estos lugares, propicios
para encontrar nuevas historias que narrar. "El hombre que ocupa la
vidriera del café" era el subtítulo que llevaban las aguafuertes del
escritor al aparecer por vez primera en prensa. Y el hombre que ocupaba la
vidriera del café no era otro que Roberto Arlt, que mucho antes conocimos en
“El hombre de la multitud”, aquel relato de Edgar Allan Poe –otra vez Poe-
publicado en 1840. Para justificar la actitud y utilidad de “voyeur”, señala
Arlt en un aguafuerte de 1929 titulado “En las calles de la noche”:
¿Recuerdan
ustedes aquel siniestro cuento de Edgar Allan Poe llamado “El hombre de la
multitud” que durante horas y horas camina frenéticamente a través de las
calles de la ciudad norteamericana [sic],
envuelto en la neblina y acosado de angustias? Nuestra ciudad también en la
noche tiene por sus calles estas almas en pena, fugitivas y siniestras que no
se sabe en qué tragedia van a recalar.
Y como no se sabe en qué tragedias recalarán, Roberto Arlt se sienta y
observa. Y toma notas. Que ya lo decía Homero en su octavo libro de la Odisea
y nos recordaría Jorge Luis Borges –coetáneo y compatriota de Arlt- en su
ensayo “Del culto de los libros”: “que los dioses tejen desdichas para que a
las futuras generaciones no les falte algo que cantar”.
Volvamos al café “Ambos Mundos”, donde se
ambienta el relato “Las Fieras”. Sobre la identidad del narrador del relato
surgen varias dudas. Con el arte de un caleidoscopio, Rita Gnutzman afirma que
el narrador de “Las fieras” es el pibe Repollo. Hay un momento en su tesis en
que establece una posible relación entre este relato y el protagonista de El
juguete rabioso, pero no profundiza en esta –que considero certera-
intuición y vuelve a insistir en la que llama “verdadera” identidad del
narrador de “Las fieras”. Para ella, el narrador no es otro que el taño
Repollo. El mismo taño Repollo que en sus buenos tiempos llegó a tener hasta
once mujeres a su cargo, como afirmaba Haffner -el Rufián Melancólico- en Los
Siete Locos. Quizás sea arriesgado aventurar que esta hipótesis no es
correcta, pero creemos que el pibe Repollo no puede ser en modo alguno el
narrador del relato porque cuando el narrador se refiere a sus compañeros de
mesa, lo hace en los siguientes términos:
Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito
el ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.
(…) Llegué así por descendimientos progresivos
hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña
de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.
El narrador no puede incluirse en la nómina de personajes
de esta manera. Sería no sólo un ejemplo de “mala escritura”, de lo que tanto
se acusaba a Arlt, sino de torpeza. Prueba también de que el narrador no es el
Pibe Repoyo está en el relato “El silencio”. “Las fieras” aparece publicado en
la colección de cuentos El jorobadito, en 1933. Tres años antes, en
1930, ha aparecido en la revista El Hogar de Buenos Aires un texto
titulado “El silencio”. Domingo-Luis Hernández considera que este texto es una
“mutilación” de “Las fieras”, pero yo prefiero creer que su redacción es
anterior: y no una mutilación precisamente, sino la base sobre la que Arlt
reescribe “Las fieras”, que considerará texto definitivo y válido para incluir
en El jorobadito. De ser una “mutilación” de “Las fieras”, echaríamos en
falta en “El silencio” fragmentos que se encontraran en aquél, y sin embargo
ocurre todo lo contrario.
En “El silencio” aparece por primera vez el mismo
narrador anónimo de “Las fieras”, que nos sirve para distinguirlo del Pibe
Repollo.
Ahora, en la mesa del café, “Guillermo el
ladrón”, “el pibe Repollo”, “Uña de Oro” y yo, bajo las luces blancas y
bermejas y azules, reposamos en el silencio. Silencio que la brama de un tango
atraviesa como una hoja de acero la pulpa de una banana.
En la redacción definitiva de “Las fieras”,
Roberto eliminará este párrafo, sumará a la mesa a Cipriano y al Relojero, y
re-escribirá otros tantos párrafos…, pero ese narrador seguirá conservando su
propia identidad, la misma que tenía tres años en “El silencio”, ajena a la del
Pibe.
En su prólogo a los cuentos completos de Arlt,
afirma Gustavo Martín Garzo que “Las fieras” es un “feroz alegato contra la
posibilidad redentora del amor”. No lo creo. Creo más bien que es un “feroz
llamado” a la posibilidad redentora del mismo. Creer lo contrario sería creer
lo mismo de Fausto hasta que tropezáramos con su desenlace. El narrador de “Las
fieras” se dedica en cuerpo y alma a purgar un pecado no confeso por el que no
pagó –que desarrollaremos más adelante-, perpetrando otros muchos delitos por
los que sí pagará. La redención del protagonista le llegará a través de su
propia Margarita, a quien dirige el llamado, su súplica de salvación, mediante
un relato confesional sin remitente posible, porque jamás llegará a “decirle”.
Para acercar al lector una imagen más del
ambiente infernal en que se encuentra, afirma: “y de pronto la mesa que hasta
ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias
terribles y de odios sin razón”. De seguro que si Dante hubiera conocido a
Arlt, no habría olvidado incluir este círculo de dormidos entre sus círculos
infernales...
Volvamos por un momento a 1926, a la publicación
de la primera novela de Roberto Arlt. Intuyo -y quiero creer y creo y me
permito la osadía de hacerlo- que el narrador de “Las fieras” no es otro que
Silvio Astier, el protagonista de su primera novela (El juguete rabioso:
juguete, porque está en manos del destino; rabioso, porque se rebela y se
revuelve, condenado a vivir una mísera “vida puerca”).
Próximamente a las doce de la noche me
reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que
pensábamos efectuar.
Escogiendo el rincón más solitario,
ocupamos una mesa junto a una vidriera.
Un rincón en el café. Junto a la vidriera. Como el narrador de “El
hombre de la multitud”. Como el narrador de “Las fieras”. Como el propio Arlt.
En este pasaje son Enrique y Lucio quienes le acompañan. Años más tarde
aventuro que sus compañeros de mesa serán Uña de Oro, el Pibe Repollo, el
Relojero...
Creo, al mismo tiempo, que la “amada ausente”
destinataria del lamento del narrador de “Las Fieras” no es otra que Eleonora,
la joven a la que Silvio recuerda mientras suenan los versos que Baudelaire
dedicara a Jeanne Duval (“Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna, ¡oh!,
vaso de tristezas, ¡oh! blanca taciturna”, aunque Roberto Arlt/Silvio Astier lo
recuerde en una mala traducción). Late en Arlt un “corazón delator” con nombre
de mujer, Eleonora, también amada por Poe, y que conseguirá del cuervo la misma
respuesta: “Nunca más”. El recuerdo de Eleonora quedará para siempre arraigado
en la memoria de Silvio/Arlt:
La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia.
Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh!,
cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa,
con palabras de espíritu le hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura
más sabrosa que una voluptuosidad.
¡Ah!, si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música
del 'Kiss-me'... disuadirte con este llanto... entonces quizá... pero ella me
ha querido también... ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora?
Y acabará confesando tardíamente:
¡Te he querido, Eleonora! ¡Ah!, ¡si supieras cuánto te he querido!
Recordemos. Dice Silvio: “y desde la mesa, con palabras de espíritu le
hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una
voluptuosidad”. En “Las Fieras” son las mismas palabras de espíritu las que el
narrador dirige a la destinataria de su confesión: “No te diré nunca cómo fui
hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y
mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada”.
Recordemos también cómo finalizaba El juguete
rabioso. Tras delatar a Rengo, Silvio recibe la promesa del ingeniero Vitri
de conseguirle un puesto en Comodoro... Otra de mis aventuradas hipótesis es
que el ingeniero no cumplirá su palabra, que Silvio no viajará a Neuquén y
mucho menos tendrá su puesto en Comodoro. Tras el largo proceso de aprendizaje
llevado a cabo por Silvio, ha tenido tiempo para comprobar que los intentos de
llevar una vida honesta están abocados al fracaso. Y “rubricado en ciertos
declives de la existencia, no se escoge. Se acepta”, como afirmará años más
tarde el narrador de “Las fieras”. Aventuro que Silvio Astier se verá condenado
a aceptar este tipo de existencia, que será un cafishio mantenido por Tacuara,
a la que no sin cierta ironía llamará “mi único amor”. Y el recuerdo de su
verdadera amada, que no es otra que Eleonora, le perseguirá donde quiera que
vaya. Y Silvio, que deseaba la vida de Rocambole, acabará, como éste, con la
espaldas acardenaladas recordando tiempos mejores: “dos gruesas lágrimas se
escaparon de sus enrojecidos ojos y exclamó con desesperación: -¡Blanca no me
ha reconocido! Lo que sufrí hasta ahora no es nada. ¡He aquí mi verdadero
castigo!”, será el fin de Rocambole. Idéntico fin dará Arlt a su protagonista.
El narrador de “Las fieras” mencionará un
“horrible pecado”, pero no se detendrá a explicarnos cuál. ¿Qué “horrible
pecado” ha cometido, responsable de su caída al abismo? El “horrible pecado”
del que habla es, partiendo de nuestra hipótesis de trabajo (o sea, que Silvio
Astier y el narrador de “Las fieras” son una misma persona), el mismo pecado que
cometió Judas al traicionar a Jesús. El mismo Judas que da título al último
capítulo de la novela ya tantas veces mencionada, El juguete rabioso.
Invitado por el Rengo a participar en un delito, el robo en casa del ingeniero
Vitri, Silvio Astier tomará la resolución de traicionar al amigo y delatarlo al
ingeniero. El Rengo será arrestado, también lo será su mujer, y Silvio deberá
vivir con el estigma de la traición. Será así como Silvio acabará entre fieras,
entre las que jamás llegará a ser una de ellas.
Dice Roberto Bolaño que “Arlt es un ruso, un
personaje de Dostoievski, mientras que Borges es un inglés, un personaje de
Chesterton o Shaw o Stevenson”. No es ningún descubrimiento. Si Borges hubiera
nacido en el seno de una familia prusiana y hubiera sufrido el maltrato de un
padre, alejado de su nodriza y sin el eterno referente de un antepasado que
jamás luchó en Junín, la historia habría sido distinta. Las dos ciudades de
Dickens se proyectan en las figuras de Borges y Arlt. Para Borges, era el mejor
de los tiempos, la edad de la sabiduría, la época de las creencias, la era de
la luz, la primavera de la esperanza. Todo lo poseía. Para Arlt, era el peor de
los tiempos. La locura, la incredulidad, las tinieblas, la desesperación.
Borges caminaba en derechura al cielo, y era Arlt el que se extraviaba por el
camino opuesto.
Sin embargo, una figura fascinaba por igual a
ambos autores. La de Judas Iscariote. Si en los años veinte Roberto Arlt acoge
el mito para su personaje de Silvio Astier, Borges lo hará en la década de los
cuarenta con sus “tres versiones de Judas”. Nuevamente retomará el mito en los
años setenta, amparándose en el último capítulo de la primera novela de Roberto
Arlt, para convertirlo en “El indigno”, relato perteneciente a El informe de
Brodie. Cuentan que Borges jamás mostró simpatía por Roberto Arlt, tampoco
por su literatura. Sin embargo, declaraba haber leído y haberle agradado la
lectura de El juguete rabioso. En Respiración Artificial, de
Ricardo Piglia, el personaje Renzi calificará a “El indigno” “una transposición
típicamente borgeana, esto es, una miniatura del tema de El juguete rabioso
(…)”. Es más, en el relato de Borges, el policía a quien el protagonista del
cuento va a ver para delatar a su amigo se llama Alt: el mismo apellido, pero
sin la consonante “r”, letra por la que significativamente comienza el nombre
de Roberto. Y añadirá Renzi: “¿Quién es entonces el indigno sino Roberto Arlt?
El Gran Indigno de la literatura argentina. ¿Y qué es ese cuento si no un
homenaje de Borges al único escritor contemporáneo que siente a la par?”
Dos fueron los hijos bastardos –no carnales- de
Roberto Arlt: Ricardo Piglia y Juan Carlos Onetti. Cada uno de ellos descubrió
y tomó el testigo a su manera. Ricardo Piglia creo para Arlt una trama policial
en torno al descubrimiento de un presunto inédito del autor. Su nombre era
“Luba”, y muchos críticos creyeron en efecto que se trataba de un cuento
póstumo de Arlt. En realidad se trataba de una traducción libre que Ricardo
Piglia hacía de un cuento de Leonid Andreiev (nuevamente la trama rusa), autor
que sin duda había influido en la obra de Roberto con sociedades secretas y
ambientes anarco-terroristas como el de “Los siete ahorcados” (en una de sus
aguafuertes mencionará esta obra, y Arlt, sin cambiar el número, tornará
“locos” a los “ahorcados”), y con cuentos como “En las tinieblas” –que será el
molde que use Piglia para crear “Luba” y que publicará en Nombre falso,
tan falso como la autoría de Arlt-.
Para Beatriz Sarlo, Roberto Arlt “literalmente
proyecta una ciudad porque, en sus textos, Buenos Aires es tanto una
representación como una hipótesis” quedando, así, “fascinado y repelido
por la ciudad que construye en sus ficciones, sobre la que imprime
proféticamente imágenes de ciudades completamente modernas”. Construir una
ciudad infinita sobre la costa cuando fuera arquitecto era el sueño de Bob,
aquel personaje del relato “Bienvenido, Bob” de Juan Carlos Onetti (que también
podríamos trabajar desde el prisma del relato policial, y más concretamente
como un “modo desviado” del policial, para usar el término pigliano).
Desconocemos los motivos, pero lo que sí sabemos es que de ningún modo el
narrador del relato podía casar con Inés. Al menos era lo que aseguraba
Roberto, hermano de ella, que finalmente consiguió separarlos. Quizás el
narrador supiera y guardara el secreto no confiándolo al lector, o quizás fuera
tan sólo una fábula que inventara el hermano. Pero Bob acabó descendiendo, como
el resto, a los infiernos. Y sería un hermoso juego el imaginar que el narrador
de “Las fieras” fuera el propio narrador del relato de Onetti –que éste
rescatara de Arlt y elaborara una “biografía” que justificara su fin-, que
sentado a la mesa del café día tras día, masticando y madurando su venganza,
espera su llegada para saludarle: “Bienvenido, Bob”.
Bienvenido, Bob. Bien venido siempre, Roberto Arlt.
BIBLIOGRAFÍA
ARLT, Roberto: Aguafuertes
porteñas. Losada, Buenos Aires, 1996.
ARLT, Roberto: Cuentos
completos. Prefacio de Gustavo Martín Garzo. Postfacio de David Viñas.
Buenos Aires, Losada, 2002.
ARLT, Roberto: El juguete
rabioso. Buenos Aires, Losada, 1995.
ARLT, Roberto: Los
siete locos. Los lanzallamas. Coordinador: Mario Goloboff. Ediciones
UNESCO / ALLCA Siglo XX, 2000.
ARLT, Roberto: Narrativa
corta completa. Edición de Domingo-Luis Hernández. Madrid, Universidad de
la Laguna, 1995.
BENEDETTI, Mario:
CUENTOS COMPLETOS. Madrid, Alfaguara, 1994.
BOLAÑO, Roberto: “Derivas de
la pesada”. Entre paréntesis. Barcelona, Anagrama, 2004.
BORGES, Jorge Luis: Ficciones.
El Aleph. El Informe de Brodie. Prólogo de Iraset Páez Urdaneta. Cronología
y bibliografía de Horacio Jorge Becco. Caracas, Ayacucho, 1986.
CONAN DOYLE, Arthur: Todo
Sherlock Holmes. Edición, introducción, notas y apéndices de Jesús Urceloy.
Madrid, Cátedra, 2003.
GNUTZMANN, Rita: “Música de piano, tango y jazz en la obra de Roberto
Arlt”. Ciberletras. Revista de crítica literaria y de cultura, nº 3,
agosto 2000. Lehman Collage (City University of New York). ISSN:
1523-1720,
GNUTZMANN, Rita: Roberto
Arlt o El arte del calidoscopio. Bilbao, Universidad del País Vasco, 1984.
GORKI, Maksim: Los Ex
Hombres. Traducción de Luis Ruiz y Contreras. Valencia, F. Sempere, 1992.
KAFKA, Franz: Informe
para una academia y otros cuentos. Madrid, Akal, 1982.
LUDMER, Josefina: El
cuerpo del delito. Perfil, Buenos Aires, 1999.
LUGONES, Leopoldo: Las
fuerzas extrañas. Edición de Arturo García Ramos. Madrid, Cátedra, 1996.
MOCHO, FRAY: Memorias
de un vigilante. Buenos Aires, Hyspamérica, 1985.
OCAMPO,
Silvina: Cuentos completos, Buenos Aires, Emecé Editores, 2 volúmenes,
1999.
ONETTI, Juan Carlos: Cuentos
completos. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Madrid, Alfaguara, 2000.
PIGLIA, Ricardo: Nombre
falso. Buenos Aires, Siglo XXI, 1975.
PIGLIA, Ricardo: Respiración
artificial. Barcelona, Anagrama, 2001.
POE, Edgar Allan: Cuentos.
Prólogo, traducción y notas de Julio Cortázar. Madrid, Alianza, 1970. 2
volúmenes.
POE, Edgar Allan: Los
crímenes de la Calle Morgue. Barcelona, Alianza, 1994.
PONSON DU TERRAIL,
Pierre Alexis de: Aventuras de Rocambole. Traducción de Carlos de Arce.
Barcelona, Bruguera, 1974.
QUIROGA, Horacio: Cuentos
completos. Buenos Aires, Losada, 2002.
SARLO, Beatriz: La
imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos Aires,
Nueva Visión, 1997.
|