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EL
TEMA DEL MARIDO DADO POR MUERTO QUE REAPARECE, EN CUATRO OBRAS DE TEATRO DE
César Besó Portalés
(I.E.S. “Salvador Gadea”
de Aldaia, Valencia)
En el teatro de posguerra, existen
cuatro obras del período 1945-1950 con un paralelismo en cuanto a la temática. El hombre que volvió a su casa, de Julia
Maura, Como mejor están las rubias es con
patatas, de Enrique Jardiel Poncela,
Un crimen vulgar, de Juan Ignacio Luca de Tena y La
sombra pasa, de Luis Fernández de Ardavín comparten un mismo conflicto en la trama: la
reaparición del marido, dado por muerto, que encuentra a su mujer casada con
otro hombre.
In the Post-Ward theatre, there are four plays from the periodo of 1945-1950 with a paralelism
in the topic. The man who came back home,
by Julia Maura, Blondies are at its best with potatoes, by
Enrique Jardiel Poncela, An ordinary crime, by Juan Ignacio Luca
de Tena and The shade goes, by
Luis Fernández de Ardavín
share the same conflict in the plot: the husband’s reappearance, who everybody
thought dead, finds his wife married to another man.
Palabras clave:
Teatro de posguerra.
El
propósito de este artículo es mostrar la relación temática entre cuatro piezas
del teatro de posguerra, comprendidas en el quinquenio 1946-1950. Se trata de El hombre que volvió a su casa (1946),
de Julia Maura; Como mejor están las
rubias es con patatas (1947), de Enrique Jardiel Poncela; Un crimen
vulgar (1949), de Juan Ignacio Luca de Tena; y La sombra pasa (1950), de Luis Fernández de Ardavín. En las
cuatro aparece como desencadenante de la acción un
tema que debía de ser, en aquella época, tan interesante como espinoso: el
regreso al hogar del hombre dado por muerto, que se encuentra con el hecho de que
su mujer ha contraído un nuevo matrimonio con otro hombre. Con tan triste
experiencia de la guerra civil reciente, en la que no fueron pocos los
desaparecidos en uno y otro bando, de los que nunca más se supo, no hay duda de
que poner en el escenario a unos reaparecidos que volvían a su hogar, tras ser
dados por muertos, iba a ser un argumento atractivo para el público. A nadie
extrañaría, en la inmediata posguerra, que lo representado en el teatro pudiera
ocurrir, efectivamente, en la vida real.
El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura,
fue estrenada el 30 de marzo de 1946 en el Teatro Fontalba
de Madrid, con una favorable acogida del público, que llenó el teatro. Se
destacó la interpretación del conocido actor Rafael Rivelles.
Con
el significativo título de El hombre que
volvió a su casa, Julia Maura inicia lo que será el meollo del asunto de
varias comedias: los problemas que ocasiona a una mujer y sus hijos la venida
del marido, al que se le había dado por muerto.
La
obra permanece inédita, y sólo nos podemos referir a ella de forma indirecta,
por la autocrítica de la propia autora el día del estreno y la crítica de Alfredo
Marqueríe al día siguiente. La trama es la siguiente:
Manuel Soto Herranz llega a su casa después de dieciséis años de ausencia. Le
dieron por muerto en un terremoto americano, y su mujer, María, se iba a casar
en segundas nupcias. Como había abandonado a su esposa, ni ésta ni los hijos,
que ya son adultos, ven con agrado el retorno de Manuel. Más aún: llegan a
odiar al reaparecido. Y quien más lo aborrece es una vieja ama de llaves: “Ama Antonia”,
que induce a María a envenenar a Manuel.
La
autora, en su autocrítica, ya nos advierte de que “no es, ni mucho menos, una
comedia para reírse”, subrayando con estas palabras el tono serio de la obra. La
llegada del marido desaparecido se contempla como un drama para la mujer
protagonista, María, y también para sus hijos. Como señala la autora: “Los
personajes de El hombre que volvió a su
casa viven intensamente, y a la vista del público, unas horas que son la
encrucijada de sus vidas”.
Con
respecto a los personajes, la simpatía de la autora se dirige hacia la
protagonista María, que es “una mujer buena con visos de mala”, mientras que el
reaparecido Manuel, creador de todo el conflicto, “es un hombre malo con visos
de bueno” (Hormigón, 1997, p. 787).
Por
su parte, Alfredo Marqueríe destaca lo que hay de
comedia humana en el planteamiento y desarrollo del problema que entraña el
retorno de Manuel Soto Herranz, creando un conflicto espiritual, familiar y
social con su esposa María y el prometido de ésta, con los hijos, y hasta con
el ama de llaves de la casa. Para Marqueríe, la
comedia empieza a fallar cuando se quiere resolver el conflicto por la vía
policíaca, con el presunto envenenamiento de Manuel. La obra deriva aquí hacia
lo tenebroso y lúgubre, pierde el estupendo planteamiento inicial y deja de
centrar la atención en Manuel y María, para presentar una nueva protagonista
maligna, el ama de llaves, que resulta demasiado perversa y monstruosa en
contraste con los otros personajes, mucho más lógicos y normales. Lo
melodramático de esta solución estropea el buen conflicto desarrollado en su
primera mitad (Hormigón, 1997, p. 788).
La
segunda obra de nuestro estudio es Como
mejor están las rubias es con patatas, de Enrique Jardiel
Poncela, estrenada en el Teatro Cómico de Madrid, el
día 6 de diciembre de 1947, con María Luisa Gámez,
Ángel G. Alguacil, Tomás M. Cao, Gregorio Díaz
Valero, Anna Farra y Eduardo Hernández, como
principales intérpretes. Parece ser que el estreno estuvo saboteado por
reventadores o claque pagados por enemigos del autor.
Como mejor están las rubias es con
patatas empieza con un prólogo muy esperanzador, con una mujer, Albertina, su hija, Tula, y su segundo marido, Bernardo,
informándose por la radio de que el antropólogo profesor Ulises Marabú, primer
esposo de Albertina, desaparecido en las selvas
africanas hace quince años, ha sido encontrado vivo. A pesar de los dos
millones de coronas que
¡Infeliz
señora, infeliz caballero e infeliz hogar el suyo! Hogar que antaño lo fuera
del profesor Ulises Marabú, que hasta ayer mismo lo era de ellos dos y que deja
de ser de ellos dos para volver a serlo del profesor desde ahora en adelante
(…) puesto que el matrimonio primero convierte en nulo el segundo matrimonio.
(pp. 173 y 174)
Bernardo,
al reaparecer Ulises, deja de ser el marido de Albertina
y su matrimonio con ella es declarado nulo, de pleno derecho. La situación se
complica todavía más cuando nos enteramos, en el acto primero, de que el
profesor Ulises, influido por el medio y los salvajes a los que fue a estudiar,
regresa al hogar convertido en un auténtico antropófago, con especial
predilección por las rubias, a las que se alude en el título. En el acto
segundo, sin saber el modo en que proseguir la trama, Jardiel
Poncela desarrolla una disparatada intriga policíaca,
con unos siniestros lanzadores de cuchillos que han urdido una estafa, con el
fin de apropiarse de la recompensa de
La
llegada del que creen Ulises Marabú no es, lo mismo que en El hombre que volvió a su casa, tampoco bien recibida por Albertina y Bernardo, aunque no tengan más remedio que
resignarse. En Como mejor están las
rubias es con patatas, tal situación es aprovechada por Jardiel
para crear hilaridad, a costa de la desgracia de los dos enamorados. Dionisia,
la hija de la portera, resume muy bien cuál es la nueva situación de Bernardo:
Más
claro, señora. Porque aquí (Por Bernardo)
era el marido “aztual”, pero “tié”
que darse el “piro” con rumbo “ignoto” al volver otra vez el marido antiguo.
(p. 200)
A
partir de ahora, Albertina y Bernardo, con gran
comicidad, van a tratarse de “ex”, dado que la situación legal concede todos
los derechos al reaparecido Ulises, en detrimento de Bernardo. Y lo peor es que
Albertina no quiere ya a Ulises:
¡más debes de estar sufriendo tú, mi ex Albertina,
ex idolatrada! Y se me saltan las lágrimas pensando en que a los quince años de
hallarte libre de un marido, del cual incluso ya hablabas bien, por creerle
muerto, tienes que volver a aguantarle desde el día de hoy, ¡y, encima, hecho un
cafre y metido en una jaula! (p. 200)
El
pintor Bernardo tendrá que marcharse de la casa, por mucho dolor que acarree a Albertina, porque “¡aquí ya no pintas nada!” (p. 201).
Como mejor están las rubias es con
patatas resulta, a juicio de la crítica (Escudero, 1981; Oliva, 1993), una
obra fallida, y una de las más flojas del autor, que desaprovecha por completo
el magnífico punto de partida que ofrecía. En lugar de continuar el conflicto
que se les plantea a Bernardo, Albertina y Ulises, Jardiel Poncela desarrolla, sin
mucha convicción, una intriga policíaca alocada. Al final de la obra, como el
reaparecido resulta no ser el primer marido de Albertina,
se presupone que todo vuelve a la normalidad entre los enamorados, y, ahora sí,
legalmente casados, Bernardo y Albertina.
El
tema del reaparecido vuelve a ser tomado, esta vez en serio, por Juan Ignacio Luca de Tena, que estrena en 1949, en el Teatro Lara de
Madrid, Un crimen vulgar, con Mari
Carrillo, Rafael Rivelles, que, recordemos, ya
participó en un papel principal en El hombre
que volvió a su casa, y Mariano Asquerino como
principales intérpretes. La obra consta de tres actos y un epílogo, que fue
suprimido por el autor el día siguiente del estreno, atendiendo a la opinión
expuesta por la crítica madrileña, que lo juzgó de innecesario.
Un crimen vulgar es una mezcla de policíaco judicial y melodrama, en el que el abogado Mario Laguardia decide autoinculparse de un crimen que no ha
cometido como modo de poner fin a su existencia, destrozada después de que su
mujer, María Luisa, se vaya enamorada con el que es su primer marido, Ricardo,
aparecido después de habérsele dado por muerto en la guerra.
La
contraposición entre Mario y Ricardo es absoluta, lo mismo que la simpatía del
autor por Mario, que se presenta como buen patrón: “admiramos todos en el
bufete (…) su enorme capacidad de trabajo” (p. 69). Ricardo, aunque su mujer lo
tilde de “encantador como no había otro”, también es cierto que, a diferencia
de Mario, se le presenta como un gandul, “con un despego al trabajo como no había otro
(…). Estuvimos casados pocos años y fuimos muy felices; pero si él hubiera
vivido más tiempo, no sé… Temo que hubiéramos dejado de serlo” (p. 70). Mario
posee, además, un alma noble. Es capaz de escoger, en su trabajo, la defensa de
un asunto que apenas le va a reportar beneficios y dejar de lado, en cambio,
pleitos que le proporcionarían mayores ingresos. A él, que ya es rico, sólo le
apasiona “el procurar que se haga verdadera justicia en la tierra” (p. 75).
En un
momento en el que están Mario y María Luisa celebrando su octavo aniversario de
boda, Mario confiesa sus recelos a María Luisa. Necesita saber si María Luisa
lo ama. Mario siempre ha estado enamorado de María Luisa, desde que eran pequeños.
A Mario le separaba la condición social de María Luisa, superior a la de él, y
Mario tenía, además, el orgullo de hombre que se hace a sí mismo. No había
fracasado en la vida jamás y le aterraba ser rechazado por María Luisa. Cuando
María Luisa se quedó viuda, al verla necesitada de protección, se sintió fuerte
por primera vez y le pidió casarse con él, a lo que accedió María Luisa. No
obstante, Mario sabía con certeza que: “cuando nos casamos, no me querías” (p.
90). María Luisa, sin embargo, se siente muy dichosa con Mario: “Nunca creí que
llegaría a ser tan feliz, con esta felicidad clara, optimista, completa” (p.
88). Existe, además, la gratitud de María Luisa, pues María Luisa no olvida el
comportamiento de Mario con ella y con su hija Paloma, que se habían quedado
desamparadas cuando a Ricardo se le dio por muerto. Años más tarde, María Luisa
vio el cielo abierto cuando Mario le propuso casarse con él. El amor vendría
después: “Sí, sí; no puedo ser más franca: te acepté como una solución. Lo que
no pude sospechar entonces es que ibas a ser la verdadera felicidad de mi vida”
(p. 90).
Sin
embargo, Mario no se queda tranquilo, y todavía quiere una respuesta a una
pregunta que le atormenta:
Dime,
María Luisa: ¿me quieres más que a él? (p. 91)
A lo
que María Luisa responde, de forma clara:
¿Qué
voy a decirte? Es distinto. A él le quería sin creer en él. A ti te quiero y
además creo en ti. Y te confieso que quizá no le hubiera querido tanto después
de su muerte si ésta no hubiera sido tan gloriosa y sublime. (p. 92)
Con
todo, cuando se presenta Ricardo, la situación va a cambiar radicalmente. Ricardo
ha estado prisionero en campos de concentración de distintos países: Rusia,
Alemania, Uruguay… No se comportó, precisamente, como un héroe:
Yo,
después de ver morir a mis hermanos como verdaderos héroes, compré mi vida a
los asesinos a cambio de servirles. (p. 110)
En
lugar de estar “muerto por Dios y por
¡Acabemos,
Mario! Llámala. Que ella decida. Si se niega a seguirme, te aseguro que yo
mismo me entrego en
Y,
cuando entra María Luisa y ve a Ricardo que le abre los brazos, María Luisa
se precipita en ellos, convulsa, trémula. Le acaricia
la cara, le besa frenética, palpa su ropa y su piel, riendo y llorando, al
contacto del hombre amado. (p. 116)
En
esta obra, a diferencia de las dos anteriores, María Luisa se encuentra feliz de haber recuperado a Ricardo, y no le
importan nada los actos despreciables que pudiera haber cometido su primer
marido:
¡Oh, Ricardo! ¿Qué me importa lo que haya sido tu vida, si
al fin te tengo a ti? (p. 118)
Como
dirá Ricardo, refiriéndose a un Mario abatido:
¡Ese
hombre no es más que un extraño! (p. 119)
Lo
cual será enseguida corroborado por el propio Mario:
No
necesitas permiso para llevarte lo que te pertenece. Esa mujer es tuya; tú
tenías razón en todo. Hasta la piel de mi mano es ya extraña para ella. (p.
120)
Aunque
no esconde Mario un cierto reproche a quien le va a arrebatar a su familia:
¡Ni
qué sabes de esta mujer que está llorando nuevamente por ti, cuando parecía que
ya no quedaban lágrimas en sus ojos, de todo el llanto que ha vertido en su
vida por culpa tuya! (p. 122)
De
todos modos, el carácter noble de Mario se manifiesta cuando renuncia
definitivamente a su mujer, ante la pregunta de María Luisa sobre lo que tiene
que hacer:
Seguirle,
sí. Le perteneces por la ley de Dios y la de los hombres. Pero, sobre todo,
María Luisa, eres suya por la ley de tu corazón. (…) Vete con él. Es mi
dictamen de abogado y mi consejo de hombre. (p. 128)
A
continuación se plantea el segundo conflicto, que se refiere esta vez a Paloma,
la hija de Ricardo y María Luisa. Pero, en esta ocasión, parece que Luca de Tena, apiadado del triste destino de un alma pura
como es la de Mario, le reserva un desenlace inesperadamente reconfortante.
Paloma, que ya durante la obra había manifestado su adoración por Mario, como
padre adoptivo, se transforma en toda una mujer cuando, sin importarle las
consecuencias, decide no seguir a su madre y a Ricardo en su huida, para
quedarse en compañía de Mario. Esta decisión resulta providencial, pues permite
que Paloma se entere de la autoinculpación de Mario en un crimen y vaya al
juicio a testificar para salvarlo. La clave del sorprendente protagonismo de
Paloma está en unas misteriosas palabras que ya había pronunciado previamente:
“yo no me casaré nunca hasta que tú te quedes viudo” (p. 154), y que contienen,
muy sutilmente, una declaración de amor en toda regla. La obra termina con las
significativas palabras de Paloma que anuncian un nuevo vínculo familiar con
Mario. “¿Hija tuya? No. Hasta mañana, Mario” (p. 136). Se ha resuelto el
problema moral y el policíaco para la satisfacción de
todos.
Un crimen vulgar obtuvo un éxito
rotundo la noche de su estreno, al que colaboró tan espléndido reparto de
actores. La crítica ya señaló, en el estreno, que la anécdota importante no era
la del juicio, sino la historia de María Luisa, casada al mismo tiempo con
Mario y con el que se creía muerto, Ricardo. Con todo, la crítica destacó
también el modo en que el autor supo conectar este tema con la técnica del
drama policíaco, donde se parte de la vista de una
causa para ir transformando el escenario y la sala en una Audiencia, con un
fiscal y un abogado defensor que nos explican los pormenores de un crimen. La
obra puede considerarse un hábil híbrido entre melodrama policíaco
y folletín más convencional, con dos momentos claves, cuando Mario se declara
culpable del asesinato de una mujer, al final del acto primero, y con el
reencuentro de María Luisa y Ricardo, al final del acto segundo. No obstante,
quizás lo más débil de la obra se encuentre, precisamente, en la poca relación
que tienen lo policíaco y lo folletinesco entre sí:
ninguna conexión parece vincular a Mario con la víctima o con el asesino del
crimen que se está juzgando, salvo el hecho de que se le ha encomendado la
defensa al ayudante de Mario. Del mismo modo, como la propia Paloma anuncia en
el epílogo, la actuación de Mario ante el tribunal, por mucho que tratara de
exponer hábilmente argumentos, resulta totalmente increíble para los
magistrados. El crimen “vulgar” continúa siéndolo, pese al intento de Mario de
autoinculparse en él. Seguramente, Juan Ignacio Luca
de Tena no resistiría la tentación de colocar para su argumento de muertos
reaparecidos este marco judicial, muy en boga en el cine de entonces, y que
obraba como gancho para un público ávido de crímenes y de pasión.
La
cuarta obra que trata el tema que aquí planteamos es La sombra pasa, de Luis Fernández Ardavín, que fue estrenada en el teatro Lara, de Madrid, el
día 29 de diciembre de 1950. No deja de ser curioso el hecho de que fuera la misma compañía titular del teatro
Lara la que encarnó a dos obras tan parecidas, con la coincidencia de algunos
actores y actrices en los principales papeles: Mari Carrillo,
Es
probable que Luis Fernández Ardavín
escribiera su “Autocrítica” a La sombra
pasa pensando en posibles acusaciones de plagio de Un crimen vulgar, puesto que se justifica de haber escogido un
mismo asunto como meollo de la obra. Fernández Ardavín
reconoce su influencia de la obra del marqués de Luca
de Tena, ya que ambos dramas tratan el mismo tema del marido que, dado por
muerto, vuelve a casa muchos años después y encuentra a la que era su mujer
casada de nuevo, “pero mientras allí (se refiere a Un crimen vulgar) no era más que final resolutivo de la acción,
aquí viene a ser anécdota inicial y estudio de cuantos problemas plantea el
hecho referido, problemas que el señor Luca de Tena
no se propuso ni rozar siquiera, y que originan una serie de conflictos cuyas
consecuencias tratamos de analizar” (Fernández Ardavín,
1964, pp. 237 y 238).
En
este recordar influencias, Fernández Ardavín ni
siquiera menciona El hombre que volvió a
su casa, de Julia Maura, ni Como
mejor están las rubias es con patatas, de Jardiel
Poncela. Es muy probable que Fernández Ardavín desconociera la obra de Julia Maura, que no se
llegó a editar. Con respecto al texto de Jardiel, al
ser tratado el tema en este autor sólo desde la perspectiva de su comicidad,
sería entonces motivo suficiente para que Fernández Ardavín
no lo tuviera en cuenta.
La sombra pasa aborda el asunto,
ya desde el principio, con toda seriedad y sin que existan desviaciones a
motivos policíacos, como ocurre en las obras de Julia Maura, Enrique Jardiel Poncela y Luca de Tena. Enriqueta se ha casado hace un año con
Alfonso, al que adora y de quien es correspondida, en su amor. Han estado
viviendo en casa de Daniel, un sacerdote y tío de Enriqueta, que ha sido como
un padre para ella y de quien ha recibido una esmerada y adecuada educación y
moral cristiana. A Alfonso le han ascendido en su trabajo para ocupar un cargo
importante y él y su mujer van a irse a vivir a un pueblo vecino, donde Alfonso
desempeñará su labor. Enriqueta tiene un poco de miedo de salir otra vez de
casa de su tío, como ocurrió en su anterior matrimonio con Gonzalo:
Salí
una sola [vez], para ser muy desgraciada, y no quisiera que la aventura se
repitiese. (p. 247)
Luego,
cuando Gonzalo es dado por muerto en la guerra, Enriqueta volvió a vivir con su
tío. Ahora recuerda la etapa de su primer matrimonio con tristeza, hubiera
preferido no haber conocido nunca a su primer marido:
No
habiéndome casado entonces, no hubiera sufrido todo lo que sufrí ni habría sido
tan desventurada. (p. 248)
Alfonso
no tiene nada que temer de los sentimientos de Enriqueta, porque Enriqueta se
casó con Gonzalo sin amor, por sumisión a la voluntad de su madre. Gonzalo, por
otro lado, no fue un buen marido, ya que engañaba a Enriqueta sucesivamente con
muchas mujeres.
Pero
lo peor está por venir. Gonzalo ha reaparecido, después de muchos años, y se ha
presentado en casa de Daniel, que lo recibe asombrado. Daniel no entiende qué
ha podido ocurrir. El sacerdote cuenta que Gonzalo se fue a la guerra y
estuvieron seis meses sin noticias de él. Al cabo del tiempo, supieron que
estaba en uno de los peores frentes. Hicieron lo posible por averiguar su
paradero y, según las indicaciones oficiales que les iban dando, Enriqueta le
escribió varias veces, siempre sin contestación. Al final, un día les dijeron
que Gonzalo había desaparecido y nunca volvieron a saber de él. A pesar de
todo, Enriqueta insistió y sólo cuando le dieron a entender que debía de haber
muerto, fue cuando cesó en sus averiguaciones. Enriqueta cumplió con su deber
de viuda. Tiempo después, ya sosegada y tranquila, se resistió en plena
juventud y en plena belleza todavía a dar oídos a quienes la cortejaban. Cuando
por fin apareció la ficha en que constaba que Gonzalo había muerto combatiendo,
Enriqueta cedió al amor de Alfonso, que le ganó el corazón. Como resume Daniel:
No
hubo traición. Te dieron por muerto. El tiempo y la evolución natural de los
sentimientos femeninos hicieron lo demás. (p. 251)
Pero
el propósito de Gonzalo está bien claro:
Lo he
merecido. No fui bueno para ella. Pero esto tiene mal remedio. Porque yo sigo
queriéndola. Ahora más todavía. (p. 252)
Cuando
se queda Gonzalo solo con Enriqueta, le explica por qué no dio cuenta antes de
su situación: lo mandaron a combatir fuera de España. Cayó herido al primer
combate, pero quedó con vida entre cadáveres enemigos. Temiendo que lo
rematasen si volvía, se puso las ropas de uno de los caídos y trocó su
documentación por la suya. Pero se descubrió su embuste y estuvo en campos de
concentración, hasta que pudo escapar un día y ha ido de pueblo en pueblo y de
país en país hasta regresar. No escribió nunca porque les intervenían la
correspondencia.
Gonzalo
no tiene ningún reparo en considerar a Enriqueta como una posesión, para lo
cual apelará a la ley:
Si no
quiere volver conmigo voluntariamente, la ley dirá cuál de los dos es su
legítimo dueño. (p. 255)
Y ni
el derecho civil ni el canónico dejan ningún resquicio: Enriqueta se casó antes
con Gonzalo que con Alfonso, por lo que su matrimonio con Alfonso pasa a ser
nulo, de acuerdo a derecho, sin tener en cuenta los sentimientos de Enriqueta,
que se inclinan hacia Alfonso.
A
partir de aquí, el autor se limita a mostrarnos las consecuencias morales de
este hecho. Por muy desagradable que sea para Enriqueta la solución legal a su
conflicto, no tiene más remedio que obedecer a su conciencia y a la moral
cristiana, representada primero por su tío, el cura Daniel, que anuncia inmediatamente:
Por
lo pronto, se impone tu inmediata separación de Alfonso. (p. 256)
Y, a
continuación, por el obispo, el cual, en un momento en que Alfonso se niega a
que le quiten a Enriqueta, exclama, interponiéndose entre los dos enamorados:
¡Os
separo yo! ¿Me entiendes? ¡Os separo yo! (p. 262)
Sin
embargo, el asunto tampoco se le presenta sencillo a Gonzalo. Enriqueta se
somete rigurosamente a lo que la ley y
No
Alfonso. ¡Mientras Gonzalo viva, nada! (p. 296)
La sombra ha venido y se ha marchado,
pero ha dejado firme la resolución de Enriqueta de vivir sola con su hija.
La
sombra pasa consiguió buena aceptación del público y de la crítica. Gustó
mucho la actuación del trío de actores protagonista: Rafael Rivelles,
en el papel de Gonzalo, Mari Carrillo, en el de Enriqueta y Ángel Picazo en el
de Alfonso.
Si en
Un crimen vulgar la mezcolanza entre
lo policíaco y lo dramático constituía uno de los
principales defectos de la pieza teatral, en La sombra pasa ocurre el efecto contrario: al no existir otro
motivo argumental que el desarrollado desde el principio por el autor, no tiene
más remedio Fernández de Ardavín que recurrir en
algunos momentos a lo melodramático, para añadir más sentimiento a lo que los
espectadores ya conocen en los primeros diez minutos de la obra. Los diálogos
altisonantes, con mucho de sermoneadores, no son, ciertamente, lo mejor de la
obra; lo mismo que el golpe de efecto, en el segundo acto, de informar al
público de la maternidad de Enriqueta. En cualquier caso, el autor no se recató
en presentar una obra de tesis que defendiera abiertamente los postulados
católicos, ante el conflicto planteado: la única solución para Enriqueta era la
separación y la soledad con su hija, ya que no le era moralmente válido vivir
en concubinato con Alfonso, despojado de su condición legal de marido, ni
seguir a Gonzalo, al que llegaría a aborrecer, por ser la causa de sus males.
Es
hora ya de resumir y extraer conclusiones de lo expuesto hasta ahora. Cuatro obras teatrales componen nuestro corpus
estudiado a partir de un tema que las vincula: el marido, dado por muerto, que
regresa a su casa tras una larga ausencia y encuentra a su mujer casada en
segundas nupcias, o a punto de casarse con otro hombre. En tres de estas obras,
El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y La sombra pasa, el tono de la pieza es serio y, en ocasiones,
alcanza tintes melodramáticos. En Como
mejor están las rubias es con patatas, el tema es tomado desde la comicidad
disparatada que caracteriza a su autor, Enrique Jardiel
Poncela. Por otro lado, en tres de las obras, El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y Como mejor están las rubias es con patatas, el asunto se complica
con una trama policíaca que, con más bien poca fortuna, viene a estorbar el
desarrollo del conflicto principal y, en apariencia, irresoluble, que asola a
los protagonistas. En La sombra pasa,
no existen, en cambio, intrigas secundarias, como muy bien se encarga su autor,
Fernández de Ardavín, de anunciar, ya que lo que más
interesa aquí es plantear el conflicto desde el punto de vista moral y
cristiano, sin otras digresiones que pudieran distraer al espectador del que
debía de ser para el autor un noble propósito.
En
general, la venida de la persona desaparecida se contempla como causa de un
profundo malestar y desasosiego en la nueva familia creada. En El hombre que volvió a su casa y en La sombra pasa, no se disimula la gran
turbación que ocasiona este hecho a la protagonista femenina, que no ve con
buenos ojos la venida del primer esposo. Para justificar un tanto esta postura,
en estas dos obras se muestra al primer marido como un ser con toda clase de
defectos. En Un crimen vulgar, sin
embargo, pese a que la imagen del primer marido no deje de ser también la de
alguien más bien abyecto, la esposa, por el
contrario, se muestra contenta y dispuesta a regresar con el reaparecido. Por
último, en Como mejor están las rubias es
con patatas, se muestra cómicamente a un primer marido al que todos temen
por su afición a la antropofagia, contraída en la selva en la que se perdió.
Hay
un desplazamiento en cuanto al papel protagonista en cada una de las obras
serias. En El hombre que volvió a su casa,
el centro de atención es el reaparecido, que sólo cede su posición
predominante, en la faceta policíaca de la obra, a la criminal “Ama Antonia”.
En Un crimen vulgar, es Mario, el
segundo marido, el protagonista de la obra, no sólo por ser el único vínculo
con la parte policíaca y judicial de la obra, sino también por su muy superior
catadura moral, con respecto a Ricardo, pero también con respecto a María
Luisa, que apenas se plantea conflicto alguno, de tan feliz que está de que
haya resucitado Ricardo. Finalmente, en La
sombra pasa, la protagonista es, sin duda, Enriqueta, que es a la que se le
presenta el dilema de si escapar con Alfonso o resignarse a vivir en soledad.
Desde
el punto de vista de la representación, el actor Rafael Rivelles
encarnó en las tres obras serias a un personaje principal: en El hombre que volvió a su casa y en La sombra pasa, interpretó al
reaparecido y, en Un crimen vulgar,
al segundo marido, Mario, que, en esta obra, adquiere un protagonismo superior
al de la mujer o al del primer marido. También fue la misma compañía titular
del teatro Lara la que se encargó de la representación de Un crimen vulgar y La sombra
pasa. Obtuvieron especial éxito Un
crimen vulgar y La sombra pasa,
mientras que apenas tuvo repercusión El
hombre que volvió a su casa, seguramente porque se trataba de una obra de
la casi desconocida por entonces Julia Maura. Tampoco gustó Como mejor están las rubias es con patatas,
que está muy lejos del mejor teatro de Enrique Jardiel
Poncela.
Estamos
ya en condiciones, por lo tanto, de ofrecer una interpretación crítica al
análisis de estas cuatro obras de posguerra.
Las
cuatro obras aquí estudiadas pueden englobarse dentro del denominado “teatro
comercial”, que aspira a tener una cierta dignidad literaria. Como mejor están las rubias es con patatas pertenece
al teatro de humor vanguardista, cultivador de la evasión, mientras que El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y La sombra pasa continúan la tradición benaventina
de presentar en el escenario dramas de tesis, en los que la vocación doctrinal
y la tendenciosidad son pilares básicos. En Como
mejor están las rubias es con patatas se juega con el absurdo de que un
eminente erudito se haya convertido en un antropófago y venga recluido en una
jaula. Ante tal despropósito, cualquier intento de trascendentalidad
en la pieza quedaba, inmediatamente, diluido en lo cómico de la situación. La
obra camina entonces por la franca inverosimilitud, que no permite otra
posibilidad al espectador que la de refugiarse en la sonrisa o en el suspense
creado en la trama policíaca. Una vez transcurridas la hora y media o dos horas
de la representación, ninguna consecuencia o efecto catártico debía de
producirse en el espectador, salvo el recuerdo de haberse entretenido durante
ese tiempo. No sucedía así con El hombre que
volvió a su casa, Un crimen vulgar
o La sombra pasa, que estaban
dirigidos al público del teatro de entonces, una burguesía nacional-católica, a
la que se aleccionaba con dramas en los que el modelo cristiano se impone sobre
la tesis opuesta. Así, María, de El hombre que volvió a su casa, Mario,
de Un crimen vulgar y Enriqueta, de La sombra pasa, siguen estrictamente los
preceptos que les marcan sus sólidos principios morales ante el conflicto
planteado. Aunque en el transcurso de la trama vacilen, al final saben contener
sus impulsos y actuar de acuerdo a lo que les dicta su conciencia y su fe. Existía
una perfecta identificación entre el público burgués y estos héroes de su
propia clase social, que habían sido creados específicamente para su deleite.
Por
otro lado, los conflictos que se plantean en las tres obras serias se
desarrollan de forma esquemática, lineal y un tanto maniquea, tal y como era
frecuente contemplar en los dramas de tesis de la época. Diversos e importantes
autores teatrales de posguerra, como, por citar a algunos de los más
destacados, José María Pemán, José Antonio Giménez-Arnau o Joaquín Calvo Sotelo
se especializaron en escribir dramas en los que se presentaba un problema que
tenía que ser resuelto, con lo que daban pie a que los personajes defendieran
el modo correcto de encarar el problema, es decir, siguiendo una tesis
ideológica, generalmente. En las tres obras serias que estudiamos, se observa,
en principio, un deseo de imparcialidad, más aparente que real, por parte de
los autores. Julia Maura presenta al reaparecido Manuel como un hombre
aparentemente bueno. Ricardo, el malo de la obra de Luca
de Tena, intenta, sin demasiado éxito, defender sus razones ante el
experimentado abogado que es Mario. El Gonzalo de Fernández de Ardavín muestra, al final de la obra, una cierta
regeneración moral, al dejar que Enriqueta pueda vivir libre de él, si bien lo
hace sólo porque sabe que Enriqueta será ya incapaz de empezar de nuevo con
Alfonso. Es decir, Gonzalo cede, pero se manifiesta un ser muy vengativo. El
maniqueísmo es evidente. Estos antagonistas, aunque se les dote de algunas
virtudes, no están en disposición de constituir verdaderos adversarios para los
personajes modélicos protagonistas, trazados por el autor como si de nuevos
mártires de la fe se trataran.
De
este modo, ante el caso o problema moral que se expone en las obras que
estudiamos, lo único que pueden los protagonistas hacer es seguir los
postulados cristianos: una vez que se descubre que está vivo el marido al que
se le daba por muerto, la única opción posible para ellos, que es la que toman,
es la ruptura del matrimonio hecho o a punto de hacer en segundas nupcias, y
asumir, por mucho que les pese, la situación anterior no deseada. Como es habitual
en numerosas obras de tesis del teatro de posguerra (recordemos, por ejemplo, Si llevara agua, de Carmen Troitiño; Miedo al
hombre, de Joaquín Marrodán; La cárcel sin puertas, de José Antonio Giménez-Arnau),
la idea defendida por el autor es apoyada por personajes que pertenecen al
clero, como sucede con el tío Daniel y el obispo de La sombra pasa, de Fernández de Ardavín,
que es, de las cuatro obras aquí estudiadas, la que más permite una
correspondencia entre ideología del autor y de sus personajes protagonistas.
A
pesar de su no demasiada funcionalidad, no conviene desdeñar la trama policíaca
de las tres obras que poseen tal ingrediente: El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura, Como mejor están las rubias es con patatas,
de Jardiel Poncela y Un crimen vulgar, de Luca
de Tena comparten, además de un mismo tema, una intriga policíaca para nada
extraña al teatro de posguerra, pues fue una moda de la que tomaron parte la
práctica totalidad de los dramaturgos importantes de posguerra: desde los ejemplos
más consagrados al género, como son Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura y Alfonso
Paso, hasta las aportaciones más modestas de otros como José López Rubio (Las manos son inocentes), Joaquín Calvo Sotelo (El avión de
Barcelona), Víctor Ruiz Iriarte (Esta
noche es la víspera) o Antonio Buero Vallejo (Madrugada), por citar sólo algunos
ejemplos. La propia Julia Maura ya había combinado drama de tesis con policíaco en La
mentira del silencio (1944) y lo haría también en La riada (1956). Aunque no conservamos la edición de Un crimen de abril y mayo (1966), último
drama de Julia Maura, es muy probable que se trate de una reescritura de El hombre que volvió a su casa. Por su parte, Juan Ignacio Luca de Tena prosiguió su interés por tramas con motivos policíacos
en El vampiro de la calle de Claudio
Coello (1949) y también en Historia
de un crimen (1964). Estas tramas policíacas, además de proporcionar un
cierto descanso al espectador de las tribulaciones morales de los protagonistas,
eran un indudable atractivo para un público que, poco a poco, se iba
aficionando a acudir a las salas de cine, en las que se proyectaban no pocos
títulos de cine negro y de suspense.
El
marco escénico en todas las obras, salvo en Un
crimen vulgar, que se combina con la sala de una Audiencia, es el habitual
en el teatro de alta comedia: la acción se desarrolla íntegramente en el salón
de casas burguesas, con sus criados, mobiliario abundante, vestuarios lujosos y
una cierta suntuosidad que envuelve todo. En Como mejor están las rubias es con patatas destaca, como elemento
peculiar del autor, la librería que oculta una puerta secreta, por donde se
esconden y salen personajes, en un recurso muy habitual en el teatro policíaco de Enrique Jardiel Poncela. El espacio adquiere un valor simbólico elevado en La sombra pasa, pues se trata,
precisamente, de la casa del tío de Enriqueta, el sacerdote Daniel, por lo que
un gran crucifijo, además de algunos cuadros religiosos, sirven de marco
adecuado y eficaz para la exposición de la tesis católica que propugna el
autor.
Finalmente,
en lo que respecta a rasgos de estilo, en los dramas serios de Luca de Tena y, sobre todo, en el de Fernández de Ardavín se advierte un léxico un tanto recargado, unido a
una sintaxis compleja y alejada de la oralidad. Como
se trata de dramas de tesis, en los que los autores buscan explícitamente
exponer unas ideas, los personajes, en lugar de dialogar, parece que están
disertando con parrafadas que, en ocasiones, se hacen pesadas. En estas obras
hay una voluntad manifiesta de usar un registro culto y literario (‘inicuo’ por
‘injusto’; ‘incumbir’ por ‘interesar’, ‘mácula’ por ‘mancha’, etc.), muy
frecuente en los dramas de la época. Esto les proporciona una cierta dignidad
literaria, sobre todo por oposición a los abundantes juguetes cómicos,
humoradas, revistas, sainetes y otros muchos subgéneros teatrales, que utilizan
un lenguaje popular y sin la menor pretensión literaria, pero que competían
directamente en la captación del público teatral. En Como mejor están las rubias es con patatas, en cambio, aparece una mezcla de registros entre
los que predomina el coloquial, que es aprovechado por Jardiel
Poncela para buscar las salidas o chistes
lingüísticos, a propósito de expresiones coloquiales o frases hechas (por ejemplo,
un personaje exclama ‘Caracoles’, y el profesor Ulises, muerto de hambre, se
enfada). El registro coloquial de esta obra se completa, además, con la
jerigonza de idiomas que chapurrean los lanzadores de sables y el habla vulgar
de la portera y de su hija.
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