REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL TEMA DEL MARIDO DADO POR MUERTO QUE REAPARECE, EN CUATRO OBRAS DE TEATRO DE LA POSGUERRA ESPAÑOLA

César Besó Portalés

(I.E.S. “Salvador Gadea” de Aldaia, Valencia)

 RESUMEN

         En el teatro de posguerra, existen cuatro obras del período 1945-1950 con un paralelismo en cuanto a la temática. El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura, Como mejor están las rubias es con patatas, de Enrique Jardiel Poncela, Un crimen vulgar, de Juan Ignacio Luca de Tena y La sombra pasa, de Luis Fernández de Ardavín comparten un mismo conflicto en la trama: la reaparición del marido, dado por muerto, que encuentra a su mujer casada con otro hombre.

 

         In the Post-Ward theatre, there are four plays from the periodo of 1945-1950 with a paralelism in the topic. The man who came back home, by Julia Maura, Blondies are at its best with potatoes, by Enrique Jardiel Poncela, An ordinary crime, by Juan Ignacio Luca de Tena and The shade goes, by Luis Fernández de Ardavín share the same conflict in the plot: the husband’s reappearance, who everybody thought dead, finds his wife married to another man.

 

Palabras clave: Teatro de posguerra.

 


El propósito de este artículo es mostrar la relación temática entre cuatro piezas del teatro de posguerra, comprendidas en el quinquenio 1946-1950. Se trata de El hombre que volvió a su casa (1946), de Julia Maura; Como mejor están las rubias es con patatas (1947), de Enrique Jardiel Poncela; Un crimen vulgar (1949), de Juan Ignacio Luca de Tena; y La sombra pasa (1950), de Luis Fernández de Ardavín. En las cuatro aparece como desencadenante de la acción un tema que debía de ser, en aquella época, tan interesante como espinoso: el regreso al hogar del hombre dado por muerto, que se encuentra con el hecho de que su mujer ha contraído un nuevo matrimonio con otro hombre. Con tan triste experiencia de la guerra civil reciente, en la que no fueron pocos los desaparecidos en uno y otro bando, de los que nunca más se supo, no hay duda de que poner en el escenario a unos reaparecidos que volvían a su hogar, tras ser dados por muertos, iba a ser un argumento atractivo para el público. A nadie extrañaría, en la inmediata posguerra, que lo representado en el teatro pudiera ocurrir, efectivamente, en la vida real.

El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura, fue estrenada el 30 de marzo de 1946 en el Teatro Fontalba de Madrid, con una favorable acogida del público, que llenó el teatro. Se destacó la interpretación del conocido actor Rafael Rivelles.

Con el significativo título de El hombre que volvió a su casa, Julia Maura inicia lo que será el meollo del asunto de varias comedias: los problemas que ocasiona a una mujer y sus hijos la venida del marido, al que se le había dado por muerto.

La obra permanece inédita, y sólo nos podemos referir a ella de forma indirecta, por la autocrítica de la propia autora el día del estreno y la crítica de Alfredo Marqueríe al día siguiente. La trama es la siguiente: Manuel Soto Herranz llega a su casa después de dieciséis años de ausencia. Le dieron por muerto en un terremoto americano, y su mujer, María, se iba a casar en segundas nupcias. Como había abandonado a su esposa, ni ésta ni los hijos, que ya son adultos, ven con agrado el retorno de Manuel. Más aún: llegan a odiar al reaparecido. Y quien más lo aborrece es una vieja ama de llaves: “Ama Antonia”, que induce a María a envenenar a Manuel.

La autora, en su autocrítica, ya nos advierte de que “no es, ni mucho menos, una comedia para reírse”, subrayando con estas palabras el tono serio de la obra. La llegada del marido desaparecido se contempla como un drama para la mujer protagonista, María, y también para sus hijos. Como señala la autora: “Los personajes de El hombre que volvió a su casa viven intensamente, y a la vista del público, unas horas que son la encrucijada de sus vidas”.

Con respecto a los personajes, la simpatía de la autora se dirige hacia la protagonista María, que es “una mujer buena con visos de mala”, mientras que el reaparecido Manuel, creador de todo el conflicto, “es un hombre malo con visos de bueno” (Hormigón, 1997, p. 787).

Por su parte, Alfredo Marqueríe destaca lo que hay de comedia humana en el planteamiento y desarrollo del problema que entraña el retorno de Manuel Soto Herranz, creando un conflicto espiritual, familiar y social con su esposa María y el prometido de ésta, con los hijos, y hasta con el ama de llaves de la casa. Para Marqueríe, la comedia empieza a fallar cuando se quiere resolver el conflicto por la vía policíaca, con el presunto envenenamiento de Manuel. La obra deriva aquí hacia lo tenebroso y lúgubre, pierde el estupendo planteamiento inicial y deja de centrar la atención en Manuel y María, para presentar una nueva protagonista maligna, el ama de llaves, que resulta demasiado perversa y monstruosa en contraste con los otros personajes, mucho más lógicos y normales. Lo melodramático de esta solución estropea el buen conflicto desarrollado en su primera mitad (Hormigón, 1997, p. 788).

La segunda obra de nuestro estudio es Como mejor están las rubias es con patatas, de Enrique Jardiel Poncela, estrenada en el Teatro Cómico de Madrid, el día 6 de diciembre de 1947, con María Luisa Gámez, Ángel G. Alguacil, Tomás M. Cao, Gregorio Díaz Valero, Anna Farra y Eduardo Hernández, como principales intérpretes. Parece ser que el estreno estuvo saboteado por reventadores o claque pagados por enemigos del autor.

Como mejor están las rubias es con patatas empieza con un prólogo muy esperanzador, con una mujer, Albertina, su hija, Tula, y su segundo marido, Bernardo, informándose por la radio de que el antropólogo profesor Ulises Marabú, primer esposo de Albertina, desaparecido en las selvas africanas hace quince años, ha sido encontrado vivo. A pesar de los dos millones de coronas que la Academia de Ciencias de Oslo ofrecía como recompensa para quienes encontraran al profesor, nadie había podido averiguar el paradero de Ulises, ni dar noticia de si estaba vivo o muerto. Una vez admitido el trágico final, Albertina, al persuadirse de la muerte de su marido, había contraído segundas nupcias con Bernardo. Ahora la situación se le presenta muy difícil para Albertina y Bernardo:

¡Infeliz señora, infeliz caballero e infeliz hogar el suyo! Hogar que antaño lo fuera del profesor Ulises Marabú, que hasta ayer mismo lo era de ellos dos y que deja de ser de ellos dos para volver a serlo del profesor desde ahora en adelante (…) puesto que el matrimonio primero convierte en nulo el segundo matrimonio. (pp. 173 y 174)

Bernardo, al reaparecer Ulises, deja de ser el marido de Albertina y su matrimonio con ella es declarado nulo, de pleno derecho. La situación se complica todavía más cuando nos enteramos, en el acto primero, de que el profesor Ulises, influido por el medio y los salvajes a los que fue a estudiar, regresa al hogar convertido en un auténtico antropófago, con especial predilección por las rubias, a las que se alude en el título. En el acto segundo, sin saber el modo en que proseguir la trama, Jardiel Poncela desarrolla una disparatada intriga policíaca, con unos siniestros lanzadores de cuchillos que han urdido una estafa, con el fin de apropiarse de la recompensa de la Academia de Oslo. Al final, el supuesto antropófago ni es antropófago, ni es el profesor Ulises Marabú, sino el marido de la portera, desaparecido también muchos años atrás, convertido en un farsante al servicio de los estafadores. Por si acaso existe alguna duda todavía, se confirma que Ulises Marabú ni ha vuelto ni volverá nunca.

La llegada del que creen Ulises Marabú no es, lo mismo que en El hombre que volvió a su casa, tampoco bien recibida por Albertina y Bernardo, aunque no tengan más remedio que resignarse. En Como mejor están las rubias es con patatas, tal situación es aprovechada por Jardiel para crear hilaridad, a costa de la desgracia de los dos enamorados. Dionisia, la hija de la portera, resume muy bien cuál es la nueva situación de Bernardo:

Más claro, señora. Porque aquí (Por Bernardo) era el marido “aztual”, pero “tié” que darse el “piro” con rumbo “ignoto” al volver otra vez el marido antiguo. (p. 200)

A partir de ahora, Albertina y Bernardo, con gran comicidad, van a tratarse de “ex”, dado que la situación legal concede todos los derechos al reaparecido Ulises, en detrimento de Bernardo. Y lo peor es que Albertina no quiere ya a Ulises:

¡más debes de estar sufriendo tú, mi ex Albertina, ex idolatrada! Y se me saltan las lágrimas pensando en que a los quince años de hallarte libre de un marido, del cual incluso ya hablabas bien, por creerle muerto, tienes que volver a aguantarle desde el día de hoy, ¡y, encima, hecho un cafre y metido en una jaula! (p. 200)

El pintor Bernardo tendrá que marcharse de la casa, por mucho dolor que acarree a Albertina, porque “¡aquí ya no pintas nada!” (p. 201).

Como mejor están las rubias es con patatas resulta, a juicio de la crítica (Escudero, 1981; Oliva, 1993), una obra fallida, y una de las más flojas del autor, que desaprovecha por completo el magnífico punto de partida que ofrecía. En lugar de continuar el conflicto que se les plantea a Bernardo, Albertina y Ulises, Jardiel Poncela desarrolla, sin mucha convicción, una intriga policíaca alocada. Al final de la obra, como el reaparecido resulta no ser el primer marido de Albertina, se presupone que todo vuelve a la normalidad entre los enamorados, y, ahora sí, legalmente casados, Bernardo y Albertina.

El tema del reaparecido vuelve a ser tomado, esta vez en serio, por Juan Ignacio Luca de Tena, que estrena en 1949, en el Teatro Lara de Madrid, Un crimen vulgar, con Mari Carrillo, Rafael Rivelles, que, recordemos, ya participó en un papel principal en El hombre que volvió a su casa, y Mariano Asquerino como principales intérpretes. La obra consta de tres actos y un epílogo, que fue suprimido por el autor el día siguiente del estreno, atendiendo a la opinión expuesta por la crítica madrileña, que lo juzgó de innecesario.

Un crimen vulgar es una mezcla de policíaco judicial y melodrama, en el que el abogado Mario Laguardia decide autoinculparse de un crimen que no ha cometido como modo de poner fin a su existencia, destrozada después de que su mujer, María Luisa, se vaya enamorada con el que es su primer marido, Ricardo, aparecido después de habérsele dado por muerto en la guerra.

La contraposición entre Mario y Ricardo es absoluta, lo mismo que la simpatía del autor por Mario, que se presenta como buen patrón: “admiramos todos en el bufete (…) su enorme capacidad de trabajo” (p. 69). Ricardo, aunque su mujer lo tilde de “encantador como no había otro”, también es cierto que, a diferencia de Mario, se le presenta como un gandul,  “con un despego al trabajo como no había otro (…). Estuvimos casados pocos años y fuimos muy felices; pero si él hubiera vivido más tiempo, no sé… Temo que hubiéramos dejado de serlo” (p. 70). Mario posee, además, un alma noble. Es capaz de escoger, en su trabajo, la defensa de un asunto que apenas le va a reportar beneficios y dejar de lado, en cambio, pleitos que le proporcionarían mayores ingresos. A él, que ya es rico, sólo le apasiona “el procurar que se haga verdadera justicia en la tierra” (p. 75).

En un momento en el que están Mario y María Luisa celebrando su octavo aniversario de boda, Mario confiesa sus recelos a María Luisa. Necesita saber si María Luisa lo ama. Mario siempre ha estado enamorado de María Luisa, desde que eran pequeños. A Mario le separaba la condición social de María Luisa, superior a la de él, y Mario tenía, además, el orgullo de hombre que se hace a sí mismo. No había fracasado en la vida jamás y le aterraba ser rechazado por María Luisa. Cuando María Luisa se quedó viuda, al verla necesitada de protección, se sintió fuerte por primera vez y le pidió casarse con él, a lo que accedió María Luisa. No obstante, Mario sabía con certeza que: “cuando nos casamos, no me querías” (p. 90). María Luisa, sin embargo, se siente muy dichosa con Mario: “Nunca creí que llegaría a ser tan feliz, con esta felicidad clara, optimista, completa” (p. 88). Existe, además, la gratitud de María Luisa, pues María Luisa no olvida el comportamiento de Mario con ella y con su hija Paloma, que se habían quedado desamparadas cuando a Ricardo se le dio por muerto. Años más tarde, María Luisa vio el cielo abierto cuando Mario le propuso casarse con él. El amor vendría después: “Sí, sí; no puedo ser más franca: te acepté como una solución. Lo que no pude sospechar entonces es que ibas a ser la verdadera felicidad de mi vida” (p. 90).

Sin embargo, Mario no se queda tranquilo, y todavía quiere una respuesta a una pregunta que le atormenta:

Dime, María Luisa: ¿me quieres más que a él? (p. 91)

A lo que María Luisa responde, de forma clara:

¿Qué voy a decirte? Es distinto. A él le quería sin creer en él. A ti te quiero y además creo en ti. Y te confieso que quizá no le hubiera querido tanto después de su muerte si ésta no hubiera sido tan gloriosa y sublime. (p. 92)

Con todo, cuando se presenta Ricardo, la situación va a cambiar radicalmente. Ricardo ha estado prisionero en campos de concentración de distintos países: Rusia, Alemania, Uruguay… No se comportó, precisamente, como un héroe:

Yo, después de ver morir a mis hermanos como verdaderos héroes, compré mi vida a los asesinos a cambio de servirles. (p. 110)

En lugar de estar “muerto por Dios y por la Patria”, se encuentra “vivo por cobarde y por traidor” (p. 110). Ahora está dispuesto a llevarse a su mujer y a su hija, para salir de España con ellas. Mario, experto en derecho civil y canónico, sabe que su matrimonio no es válido, el verdadero marido es Ricardo. De todos modos, Mario podría denunciar al traidor Ricardo, pero no se atreve, como dice Ricardo, porque “¡quieres verle la cara, cuando se encuentre frente a mí!” (p. 114). La solución la ha propuesto el propio Ricardo:

¡Acabemos, Mario! Llámala. Que ella decida. Si se niega a seguirme, te aseguro que yo mismo me entrego en la Comisaría más próxima. (p. 113)

Y, cuando entra María Luisa y ve a Ricardo que le abre los brazos, María Luisa

se precipita en ellos, convulsa, trémula. Le acaricia la cara, le besa frenética, palpa su ropa y su piel, riendo y llorando, al contacto del hombre amado. (p. 116)

En esta obra, a diferencia de las dos anteriores, María Luisa se encuentra  feliz de haber recuperado a Ricardo, y no le importan nada los actos despreciables que pudiera haber cometido su primer marido:

¡Oh, Ricardo! ¿Qué me importa lo que haya sido tu vida, si al fin te tengo a ti? (p. 118)

Como dirá Ricardo, refiriéndose a un Mario abatido:

¡Ese hombre no es más que un extraño! (p. 119)

Lo cual será enseguida corroborado por el propio Mario:

No necesitas permiso para llevarte lo que te pertenece. Esa mujer es tuya; tú tenías razón en todo. Hasta la piel de mi mano es ya extraña para ella. (p. 120)

Aunque no esconde Mario un cierto reproche a quien le va a arrebatar a su familia:

¡Ni qué sabes de esta mujer que está llorando nuevamente por ti, cuando parecía que ya no quedaban lágrimas en sus ojos, de todo el llanto que ha vertido en su vida por culpa tuya! (p. 122)

De todos modos, el carácter noble de Mario se manifiesta cuando renuncia definitivamente a su mujer, ante la pregunta de María Luisa sobre lo que tiene que hacer:

Seguirle, sí. Le perteneces por la ley de Dios y la de los hombres. Pero, sobre todo, María Luisa, eres suya por la ley de tu corazón. (…) Vete con él. Es mi dictamen de abogado y mi consejo de hombre. (p. 128)

A continuación se plantea el segundo conflicto, que se refiere esta vez a Paloma, la hija de Ricardo y María Luisa. Pero, en esta ocasión, parece que Luca de Tena, apiadado del triste destino de un alma pura como es la de Mario, le reserva un desenlace inesperadamente reconfortante. Paloma, que ya durante la obra había manifestado su adoración por Mario, como padre adoptivo, se transforma en toda una mujer cuando, sin importarle las consecuencias, decide no seguir a su madre y a Ricardo en su huida, para quedarse en compañía de Mario. Esta decisión resulta providencial, pues permite que Paloma se entere de la autoinculpación de Mario en un crimen y vaya al juicio a testificar para salvarlo. La clave del sorprendente protagonismo de Paloma está en unas misteriosas palabras que ya había pronunciado previamente: “yo no me casaré nunca hasta que tú te quedes viudo” (p. 154), y que contienen, muy sutilmente, una declaración de amor en toda regla. La obra termina con las significativas palabras de Paloma que anuncian un nuevo vínculo familiar con Mario. “¿Hija tuya? No. Hasta mañana, Mario” (p. 136). Se ha resuelto el problema moral y el policíaco para la satisfacción de todos.

Un crimen vulgar obtuvo un éxito rotundo la noche de su estreno, al que colaboró tan espléndido reparto de actores. La crítica ya señaló, en el estreno, que la anécdota importante no era la del juicio, sino la historia de María Luisa, casada al mismo tiempo con Mario y con el que se creía muerto, Ricardo. Con todo, la crítica destacó también el modo en que el autor supo conectar este tema con la técnica del drama policíaco, donde se parte de la vista de una causa para ir transformando el escenario y la sala en una Audiencia, con un fiscal y un abogado defensor que nos explican los pormenores de un crimen. La obra puede considerarse un hábil híbrido entre melodrama policíaco y folletín más convencional, con dos momentos claves, cuando Mario se declara culpable del asesinato de una mujer, al final del acto primero, y con el reencuentro de María Luisa y Ricardo, al final del acto segundo. No obstante, quizás lo más débil de la obra se encuentre, precisamente, en la poca relación que tienen lo policíaco y lo folletinesco entre sí: ninguna conexión parece vincular a Mario con la víctima o con el asesino del crimen que se está juzgando, salvo el hecho de que se le ha encomendado la defensa al ayudante de Mario. Del mismo modo, como la propia Paloma anuncia en el epílogo, la actuación de Mario ante el tribunal, por mucho que tratara de exponer hábilmente argumentos, resulta totalmente increíble para los magistrados. El crimen “vulgar” continúa siéndolo, pese al intento de Mario de autoinculparse en él. Seguramente, Juan Ignacio Luca de Tena no resistiría la tentación de colocar para su argumento de muertos reaparecidos este marco judicial, muy en boga en el cine de entonces, y que obraba como gancho para un público ávido de crímenes y de pasión.

La cuarta obra que trata el tema que aquí planteamos es La sombra pasa, de Luis Fernández Ardavín, que fue estrenada en el teatro Lara, de Madrid, el día 29 de diciembre de 1950. No deja de ser curioso el hecho de  que fuera la misma compañía titular del teatro Lara la que encarnó a dos obras tan parecidas, con la coincidencia de algunos actores y actrices en los principales papeles: Mari Carrillo, la María Luisa de Un crimen vulgar, es ahora Enriqueta, con un problema similar, aunque en un muy distinto personaje, en La sombra pasa. Rafael Rivelles, una vez más, actúa por tercera vez en uno de los papeles protagonistas; en La sombra pasa desempeña el papel del reaparecido, lo mismo que en El hombre que volvió a su casa. En Un crimen vulgar actuó como el segundo marido, el buen Mario.

Es probable que Luis Fernández Ardavín escribiera su “Autocrítica” a La sombra pasa pensando en posibles acusaciones de plagio de Un crimen vulgar, puesto que se justifica de haber escogido un mismo asunto como meollo de la obra. Fernández Ardavín reconoce su influencia de la obra del marqués de Luca de Tena, ya que ambos dramas tratan el mismo tema del marido que, dado por muerto, vuelve a casa muchos años después y encuentra a la que era su mujer casada de nuevo, “pero mientras allí (se refiere a Un crimen vulgar) no era más que final resolutivo de la acción, aquí viene a ser anécdota inicial y estudio de cuantos problemas plantea el hecho referido, problemas que el señor Luca de Tena no se propuso ni rozar siquiera, y que originan una serie de conflictos cuyas consecuencias tratamos de analizar” (Fernández Ardavín, 1964, pp. 237 y 238).

En este recordar influencias, Fernández Ardavín ni siquiera menciona El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura, ni Como mejor están las rubias es con patatas, de Jardiel Poncela. Es muy probable que Fernández Ardavín desconociera la obra de Julia Maura, que no se llegó a editar. Con respecto al texto de Jardiel, al ser tratado el tema en este autor sólo desde la perspectiva de su comicidad, sería entonces motivo suficiente para que Fernández Ardavín no lo tuviera en cuenta.

La sombra pasa aborda el asunto, ya desde el principio, con toda seriedad y sin que existan desviaciones a motivos policíacos, como ocurre en las obras de Julia Maura, Enrique Jardiel Poncela y Luca de Tena. Enriqueta se ha casado hace un año con Alfonso, al que adora y de quien es correspondida, en su amor. Han estado viviendo en casa de Daniel, un sacerdote y tío de Enriqueta, que ha sido como un padre para ella y de quien ha recibido una esmerada y adecuada educación y moral cristiana. A Alfonso le han ascendido en su trabajo para ocupar un cargo importante y él y su mujer van a irse a vivir a un pueblo vecino, donde Alfonso desempeñará su labor. Enriqueta tiene un poco de miedo de salir otra vez de casa de su tío, como ocurrió en su anterior matrimonio con Gonzalo:

Salí una sola [vez], para ser muy desgraciada, y no quisiera que la aventura se repitiese. (p. 247)

Luego, cuando Gonzalo es dado por muerto en la guerra, Enriqueta volvió a vivir con su tío. Ahora recuerda la etapa de su primer matrimonio con tristeza, hubiera preferido no haber conocido nunca a su primer marido:

No habiéndome casado entonces, no hubiera sufrido todo lo que sufrí ni habría sido tan desventurada. (p. 248)

Alfonso no tiene nada que temer de los sentimientos de Enriqueta, porque Enriqueta se casó con Gonzalo sin amor, por sumisión a la voluntad de su madre. Gonzalo, por otro lado, no fue un buen marido, ya que engañaba a Enriqueta sucesivamente con muchas mujeres.

Pero lo peor está por venir. Gonzalo ha reaparecido, después de muchos años, y se ha presentado en casa de Daniel, que lo recibe asombrado. Daniel no entiende qué ha podido ocurrir. El sacerdote cuenta que Gonzalo se fue a la guerra y estuvieron seis meses sin noticias de él. Al cabo del tiempo, supieron que estaba en uno de los peores frentes. Hicieron lo posible por averiguar su paradero y, según las indicaciones oficiales que les iban dando, Enriqueta le escribió varias veces, siempre sin contestación. Al final, un día les dijeron que Gonzalo había desaparecido y nunca volvieron a saber de él. A pesar de todo, Enriqueta insistió y sólo cuando le dieron a entender que debía de haber muerto, fue cuando cesó en sus averiguaciones. Enriqueta cumplió con su deber de viuda. Tiempo después, ya sosegada y tranquila, se resistió en plena juventud y en plena belleza todavía a dar oídos a quienes la cortejaban. Cuando por fin apareció la ficha en que constaba que Gonzalo había muerto combatiendo, Enriqueta cedió al amor de Alfonso, que le ganó el corazón. Como resume Daniel:

No hubo traición. Te dieron por muerto. El tiempo y la evolución natural de los sentimientos femeninos hicieron lo demás. (p. 251)

Pero el propósito de Gonzalo está bien claro:

Lo he merecido. No fui bueno para ella. Pero esto tiene mal remedio. Porque yo sigo queriéndola. Ahora más todavía. (p. 252)

Cuando se queda Gonzalo solo con Enriqueta, le explica por qué no dio cuenta antes de su situación: lo mandaron a combatir fuera de España. Cayó herido al primer combate, pero quedó con vida entre cadáveres enemigos. Temiendo que lo rematasen si volvía, se puso las ropas de uno de los caídos y trocó su documentación por la suya. Pero se descubrió su embuste y estuvo en campos de concentración, hasta que pudo escapar un día y ha ido de pueblo en pueblo y de país en país hasta regresar. No escribió nunca porque les intervenían la correspondencia.

Gonzalo no tiene ningún reparo en considerar a Enriqueta como una posesión, para lo cual apelará a la ley:

Si no quiere volver conmigo voluntariamente, la ley dirá cuál de los dos es su legítimo dueño. (p. 255)

Y ni el derecho civil ni el canónico dejan ningún resquicio: Enriqueta se casó antes con Gonzalo que con Alfonso, por lo que su matrimonio con Alfonso pasa a ser nulo, de acuerdo a derecho, sin tener en cuenta los sentimientos de Enriqueta, que se inclinan hacia Alfonso.

A partir de aquí, el autor se limita a mostrarnos las consecuencias morales de este hecho. Por muy desagradable que sea para Enriqueta la solución legal a su conflicto, no tiene más remedio que obedecer a su conciencia y a la moral cristiana, representada primero por su tío, el cura Daniel, que anuncia inmediatamente:

Por lo pronto, se impone tu inmediata separación de Alfonso. (p. 256)

Y, a continuación, por el obispo, el cual, en un momento en que Alfonso se niega a que le quiten a Enriqueta, exclama, interponiéndose entre los dos enamorados:

¡Os separo yo! ¿Me entiendes? ¡Os separo yo! (p. 262)

Sin embargo, el asunto tampoco se le presenta sencillo a Gonzalo. Enriqueta se somete rigurosamente a lo que la ley y la Iglesia le imponen, y se separa de Alfonso, a quien, muy a su pesar, no quiere ver más. Pero se niega a entregar su alma y su cuerpo a Gonzalo. También se niega, por su virtud cristiana, a huir con Alfonso a América. Ni las lágrimas de Gonzalo ni las de Alfonso la conmueven. Entre el cariño de Gonzalo y el de Alfonso, Enriqueta ya no puede elegir, ya que se dio a Alfonso. Pero tampoco puede entregarse a su amor, porque está casada con Gonzalo. Su única salida es afrontar la situación ella sola, junto con la hija de Alfonso que va a nacer. Al final, Gonzalo se resigna a perder a Enriqueta, puesto que ha comprendido que ella no lo amará nunca, ya que su corazón está entregado a Alfonso. Se irá del país para volverse a morir en cualquier guerra. Entrega una carta al tío de Enriqueta en la que declara que todo ha sido una falsedad. Aunque Enriqueta se alegra de que, finalmente, pueda separarse de Gonzalo, sin embargo, se niega a volver con Alfonso, que ha vuelto dispuesto a luchar de nuevo por su hija y por Enriqueta. Ante la pregunta de Alfonso de si no tienen ya nada que decirse, contesta simplemente:

No Alfonso. ¡Mientras Gonzalo viva, nada! (p. 296)

         La sombra ha venido y se ha marchado, pero ha dejado firme la resolución de Enriqueta de vivir sola con su hija. 

         La sombra pasa consiguió buena aceptación del público y de la crítica. Gustó mucho la actuación del trío de actores protagonista: Rafael Rivelles, en el papel de Gonzalo, Mari Carrillo, en el de Enriqueta y Ángel Picazo en el de Alfonso.

Si en Un crimen vulgar la mezcolanza entre lo policíaco y lo dramático constituía uno de los principales defectos de la pieza teatral, en La sombra pasa ocurre el efecto contrario: al no existir otro motivo argumental que el desarrollado desde el principio por el autor, no tiene más remedio Fernández de Ardavín que recurrir en algunos momentos a lo melodramático, para añadir más sentimiento a lo que los espectadores ya conocen en los primeros diez minutos de la obra. Los diálogos altisonantes, con mucho de sermoneadores, no son, ciertamente, lo mejor de la obra; lo mismo que el golpe de efecto, en el segundo acto, de informar al público de la maternidad de Enriqueta. En cualquier caso, el autor no se recató en presentar una obra de tesis que defendiera abiertamente los postulados católicos, ante el conflicto planteado: la única solución para Enriqueta era la separación y la soledad con su hija, ya que no le era moralmente válido vivir en concubinato con Alfonso, despojado de su condición legal de marido, ni seguir a Gonzalo, al que llegaría a aborrecer, por ser la causa de sus males.

Es hora ya de resumir y extraer conclusiones de lo expuesto hasta ahora.  Cuatro obras teatrales componen nuestro corpus estudiado a partir de un tema que las vincula: el marido, dado por muerto, que regresa a su casa tras una larga ausencia y encuentra a su mujer casada en segundas nupcias, o a punto de casarse con otro hombre. En tres de estas obras, El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y La sombra pasa, el tono de la pieza es serio y, en ocasiones, alcanza tintes melodramáticos. En Como mejor están las rubias es con patatas, el tema es tomado desde la comicidad disparatada que caracteriza a su autor, Enrique Jardiel Poncela. Por otro lado, en tres de las obras, El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y Como mejor están las rubias es con patatas, el asunto se complica con una trama policíaca que, con más bien poca fortuna, viene a estorbar el desarrollo del conflicto principal y, en apariencia, irresoluble, que asola a los protagonistas. En La sombra pasa, no existen, en cambio, intrigas secundarias, como muy bien se encarga su autor, Fernández de Ardavín, de anunciar, ya que lo que más interesa aquí es plantear el conflicto desde el punto de vista moral y cristiano, sin otras digresiones que pudieran distraer al espectador del que debía de ser para el autor un noble propósito.

En general, la venida de la persona desaparecida se contempla como causa de un profundo malestar y desasosiego en la nueva familia creada. En El hombre que volvió a su casa y en La sombra pasa, no se disimula la gran turbación que ocasiona este hecho a la protagonista femenina, que no ve con buenos ojos la venida del primer esposo. Para justificar un tanto esta postura, en estas dos obras se muestra al primer marido como un ser con toda clase de defectos. En Un crimen vulgar, sin embargo, pese a que la imagen del primer marido no deje de ser también la de alguien más bien abyecto, la esposa, por el contrario, se muestra contenta y dispuesta a regresar con el reaparecido. Por último, en Como mejor están las rubias es con patatas, se muestra cómicamente a un primer marido al que todos temen por su afición a la antropofagia, contraída en la selva en la que se perdió.

Hay un desplazamiento en cuanto al papel protagonista en cada una de las obras serias. En El hombre que volvió a su casa, el centro de atención es el reaparecido, que sólo cede su posición predominante, en la faceta policíaca de la obra, a la criminal “Ama Antonia”. En Un crimen vulgar, es Mario, el segundo marido, el protagonista de la obra, no sólo por ser el único vínculo con la parte policíaca y judicial de la obra, sino también por su muy superior catadura moral, con respecto a Ricardo, pero también con respecto a María Luisa, que apenas se plantea conflicto alguno, de tan feliz que está de que haya resucitado Ricardo. Finalmente, en La sombra pasa, la protagonista es, sin duda, Enriqueta, que es a la que se le presenta el dilema de si escapar con Alfonso o resignarse a vivir en soledad.

Desde el punto de vista de la representación, el actor Rafael Rivelles encarnó en las tres obras serias a un personaje principal: en El hombre que volvió a su casa y en La sombra pasa, interpretó al reaparecido y, en Un crimen vulgar, al segundo marido, Mario, que, en esta obra, adquiere un protagonismo superior al de la mujer o al del primer marido. También fue la misma compañía titular del teatro Lara la que se encargó de la representación de Un crimen vulgar y La sombra pasa. Obtuvieron especial éxito Un crimen vulgar y La sombra pasa, mientras que apenas tuvo repercusión El hombre que volvió a su casa, seguramente porque se trataba de una obra de la casi desconocida por entonces Julia Maura. Tampoco gustó Como mejor están las rubias es con patatas, que está muy lejos del mejor teatro de Enrique Jardiel Poncela.

Estamos ya en condiciones, por lo tanto, de ofrecer una interpretación crítica al análisis de estas cuatro obras de posguerra.

Las cuatro obras aquí estudiadas pueden englobarse dentro del denominado “teatro comercial”, que aspira a tener una cierta dignidad literaria. Como mejor están las rubias es con patatas pertenece al teatro de humor vanguardista, cultivador de la evasión, mientras que El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar y La sombra pasa continúan la tradición benaventina de presentar en el escenario dramas de tesis, en los que la vocación doctrinal y la tendenciosidad son pilares básicos. En Como mejor están las rubias es con patatas se juega con el absurdo de que un eminente erudito se haya convertido en un antropófago y venga recluido en una jaula. Ante tal despropósito, cualquier intento de trascendentalidad en la pieza quedaba, inmediatamente, diluido en lo cómico de la situación. La obra camina entonces por la franca inverosimilitud, que no permite otra posibilidad al espectador que la de refugiarse en la sonrisa o en el suspense creado en la trama policíaca. Una vez transcurridas la hora y media o dos horas de la representación, ninguna consecuencia o efecto catártico debía de producirse en el espectador, salvo el recuerdo de haberse entretenido durante ese tiempo. No sucedía así con El hombre que volvió a su casa, Un crimen vulgar o La sombra pasa, que estaban dirigidos al público del teatro de entonces, una burguesía nacional-católica, a la que se aleccionaba con dramas en los que el modelo cristiano se impone sobre la tesis opuesta. Así,  María, de El hombre que volvió a su casa, Mario, de Un crimen vulgar y Enriqueta, de La sombra pasa, siguen estrictamente los preceptos que les marcan sus sólidos principios morales ante el conflicto planteado. Aunque en el transcurso de la trama vacilen, al final saben contener sus impulsos y actuar de acuerdo a lo que les dicta su conciencia y su fe. Existía una perfecta identificación entre el público burgués y estos héroes de su propia clase social, que habían sido creados específicamente para su deleite.

Por otro lado, los conflictos que se plantean en las tres obras serias se desarrollan de forma esquemática, lineal y un tanto maniquea, tal y como era frecuente contemplar en los dramas de tesis de la época. Diversos e importantes autores teatrales de posguerra, como, por citar a algunos de los más destacados, José María Pemán, José Antonio Giménez-Arnau o Joaquín Calvo Sotelo se especializaron en escribir dramas en los que se presentaba un problema que tenía que ser resuelto, con lo que daban pie a que los personajes defendieran el modo correcto de encarar el problema, es decir, siguiendo una tesis ideológica, generalmente. En las tres obras serias que estudiamos, se observa, en principio, un deseo de imparcialidad, más aparente que real, por parte de los autores. Julia Maura presenta al reaparecido Manuel como un hombre aparentemente bueno. Ricardo, el malo de la obra de Luca de Tena, intenta, sin demasiado éxito, defender sus razones ante el experimentado abogado que es Mario. El Gonzalo de Fernández de Ardavín muestra, al final de la obra, una cierta regeneración moral, al dejar que Enriqueta pueda vivir libre de él, si bien lo hace sólo porque sabe que Enriqueta será ya incapaz de empezar de nuevo con Alfonso. Es decir, Gonzalo cede, pero se manifiesta un ser muy vengativo. El maniqueísmo es evidente. Estos antagonistas, aunque se les dote de algunas virtudes, no están en disposición de constituir verdaderos adversarios para los personajes modélicos protagonistas, trazados por el autor como si de nuevos mártires de la fe se trataran.

De este modo, ante el caso o problema moral que se expone en las obras que estudiamos, lo único que pueden los protagonistas hacer es seguir los postulados cristianos: una vez que se descubre que está vivo el marido al que se le daba por muerto, la única opción posible para ellos, que es la que toman, es la ruptura del matrimonio hecho o a punto de hacer en segundas nupcias, y asumir, por mucho que les pese, la situación anterior no deseada. Como es habitual en numerosas obras de tesis del teatro de posguerra (recordemos, por ejemplo, Si llevara agua, de Carmen Troitiño; Miedo al hombre, de Joaquín Marrodán; La cárcel sin puertas, de José Antonio Giménez-Arnau), la idea defendida por el autor es apoyada por personajes que pertenecen al clero, como sucede con el tío Daniel y el obispo de La sombra pasa, de Fernández de Ardavín, que es, de las cuatro obras aquí estudiadas, la que más permite una correspondencia entre ideología del autor y de sus personajes protagonistas.

A pesar de su no demasiada funcionalidad, no conviene desdeñar la trama policíaca de las tres obras que poseen tal ingrediente: El hombre que volvió a su casa, de Julia Maura, Como mejor están las rubias es con patatas, de Jardiel Poncela y Un crimen vulgar, de Luca de Tena comparten, además de un mismo tema, una intriga policíaca para nada extraña al teatro de posguerra, pues fue una moda de la que tomaron parte la práctica totalidad de los dramaturgos importantes de posguerra: desde los ejemplos más consagrados al género, como son Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura y Alfonso Paso, hasta las aportaciones más modestas de otros como José López Rubio (Las manos son inocentes), Joaquín Calvo Sotelo (El avión de Barcelona), Víctor Ruiz Iriarte (Esta noche es la víspera) o Antonio Buero Vallejo (Madrugada), por citar sólo algunos ejemplos. La propia Julia Maura ya había combinado drama de tesis con policíaco en La mentira del silencio (1944) y lo haría también en La riada (1956). Aunque no conservamos la edición de Un crimen de abril y mayo (1966), último drama de Julia Maura, es muy probable que se trate de una reescritura de El hombre que volvió a su casa. Por su parte, Juan Ignacio Luca de Tena prosiguió su interés por tramas con motivos policíacos en El vampiro de la calle de Claudio Coello (1949) y también en Historia de un crimen (1964). Estas tramas policíacas, además de proporcionar un cierto descanso al espectador de las tribulaciones morales de los protagonistas, eran un indudable atractivo para un público que, poco a poco, se iba aficionando a acudir a las salas de cine, en las que se proyectaban no pocos títulos de cine negro y de suspense.

El marco escénico en todas las obras, salvo en Un crimen vulgar, que se combina con la sala de una Audiencia, es el habitual en el teatro de alta comedia: la acción se desarrolla íntegramente en el salón de casas burguesas, con sus criados, mobiliario abundante, vestuarios lujosos y una cierta suntuosidad que envuelve todo. En Como mejor están las rubias es con patatas destaca, como elemento peculiar del autor, la librería que oculta una puerta secreta, por donde se esconden y salen personajes, en un recurso muy habitual en el teatro policíaco de Enrique Jardiel Poncela. El espacio adquiere un valor simbólico elevado en La sombra pasa, pues se trata, precisamente, de la casa del tío de Enriqueta, el sacerdote Daniel, por lo que un gran crucifijo, además de algunos cuadros religiosos, sirven de marco adecuado y eficaz para la exposición de la tesis católica que propugna el autor.

Finalmente, en lo que respecta a rasgos de estilo, en los dramas serios de Luca de Tena y, sobre todo, en el de Fernández de Ardavín se advierte un léxico un tanto recargado, unido a una sintaxis compleja y alejada de la oralidad. Como se trata de dramas de tesis, en los que los autores buscan explícitamente exponer unas ideas, los personajes, en lugar de dialogar, parece que están disertando con parrafadas que, en ocasiones, se hacen pesadas. En estas obras hay una voluntad manifiesta de usar un registro culto y literario (‘inicuo’ por ‘injusto’; ‘incumbir’ por ‘interesar’, ‘mácula’ por ‘mancha’, etc.), muy frecuente en los dramas de la época. Esto les proporciona una cierta dignidad literaria, sobre todo por oposición a los abundantes juguetes cómicos, humoradas, revistas, sainetes y otros muchos subgéneros teatrales, que utilizan un lenguaje popular y sin la menor pretensión literaria, pero que competían directamente en la captación del público teatral. En Como mejor están las rubias es con patatas, en cambio, aparece una mezcla de registros entre los que predomina el coloquial, que es aprovechado por Jardiel Poncela para buscar las salidas o chistes lingüísticos, a propósito de expresiones coloquiales o frases hechas (por ejemplo, un personaje exclama ‘Caracoles’, y el profesor Ulises, muerto de hambre, se enfada). El registro coloquial de esta obra se completa, además, con la jerigonza de idiomas que chapurrean los lanzadores de sables y el habla vulgar de la portera y de su hija.

 

Bibliografía

 

Ediciones:

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