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¿QUIÉN ES EL OTRO?
Ángel Esteban
Jesús Montoya Juárez, Historias de otros, con prólogo de
Rafael Courtoisie, Colección Romania Nova, Universidad de Granada- Adhara,
2006.
¿Quién es el
otro? Esa es la segunda pregunta que el hombre se ha hecho desde el principio
de los tiempos. La primera es ¿quién soy yo? Y a esas dos cuestiones
respondieron los griegos con la búsqueda del “arjé”, verdadera llave de la
identidad personal y colectiva. Y es que el yo
no se reconoce sin el otro. Por eso,
se puede afirmar que el fundamento de la unidad está en la conciencia de la
diversidad.
Unidad y diversidad son términos no
sólo equívocos sino incluso intercambiables. Lo uno en un sentido puede
significar lo diverso en otro y vice-versa. Las caras de la interioridad humana,
más que contradictorias son paradójicas y lo único que necesitan es una
interpretación clara y adecuada; los textos que nos las proponen reclaman antes
un arrimo a la hermenéutica que a la propia cuestión lingüística. Por eso, los
cuentos de Jesús Montoya Juárez (Murcia, 1979)
manejan con habilidad el ámbito de lo ambiguo y lo sutil, de modo que
los recursos literarios se expriman al máximo con el fin de proponer una
realidad compleja e incompleta, llena de preguntas pero carente a menudo de
respuestas categóricas.
Goethe, para considerar el progreso que
el hombre obtiene con respecto a sí mismo desde una situación anterior, guiado
por una ley aceptada de antemano, afirma en un conocido verso: “Así debes ser,
tú no puedes huir de ti”.[1] Lejos
de contraponerse, esta sentencia es la base del planteamiento antropológico de
Wittgenstein, sintetizado en la máxima “ser otro para ser uno”. Cuando
Wittgenstein propone eso, deduce que sin tratar de ser otra persona de la que
eres, porque no te es dado, has de llegar a ser otro hombre, o al menos
intentarlo. La palabra que destruye la paradoja es perfectibilidad. El hombre es un cúmulo de potencialidades que,
cuando se reconducen al acto, perfeccionan su misma naturaleza. La esencia del
ser humano se acerca más a lo que puede ser que a lo que es: se trata de un ir
más allá de uno mismo desde uno mismo. El tema, planteado a niveles cósmicos a
partir de las posturas encontradas de Parménides y Heráclito, ha tenido un
rendimiento singular en la filosofía y en la literatura de Occidente.
Ser uno tratando de ser otro enseguida
nos remite a los dominios de la autenticidad. La necesidad de cambiar tiene
como meta ser auténticamente uno mismo, es decir, realizarse no sólo como
hombre, en estado genérico, sino como el hombre que yo soy. Para explicar el
tránsito hemos de introducir otro concepto: el de tendencia. X como ser dado
llegará a ser X como ser pleno en la medida en que tienda más a ser él. Y en la
tendencia caben grados, los cuales se miden en términos de esfuerzo por la
propia superación, en todos los aspectos que condicionan el crecimiento de la
persona. La naturaleza exige crecimiento no sólo físico; por tanto, todo lo
añadido no le es extraño ni superfluo sino que, al incorporarse a ella, hace al
hombre más idóneo y conformado con su ser pleno, sin excederla. En eso consiste
el autohacerse, en que el ser dado tienda al ser pleno hasta asemejarse a él lo
más posible.
Pero llegados a este punto surge una
pregunta: ¿Qué contenido o alcance de esencia tiene el ser pleno? o bien ¿qué
dirección ha de tomar la tendencia? Se trata del fenómeno vocacional, con el
que el hombre deseoso de autohacerse ha de enfrentarse sin dilación. En José
Martí, por ejemplo, encontramos pasajes altamente sugestivos, referentes a su propia
vida, como la pronta toma de postura por un ideal revolucionario que le depara
en el destierro, el sacrificio de la tranquilidad familiar para vivir lejos de
su patria con el fin de reconquistarla, el holocausto final de su propia
existencia, etc. Pero, a nivel teórico, como heredero de una tradición
romántica antes señalada en Goethe e impulsor de la modernidad finisecular, más
que declarar su vocación particular, mantiene una constante preocupación por el
autoesclarecimiento. Es fácil saber qué o quién se ha sido, pero no tanto quién
vamos siendo. De ahí su sentencia: “Ni un instante de transición conmigo mismo.
Puesto en mí, entro en mí. Yo quiero saber quién soy.”[2] Se
entiende transición no como concreción de la tendencia hacia el ser pleno sino
como instante de duda en la consciencia de su situación existencial. Así, la
no-transición es la puesta en mí, la entrada en mí, la autointrospección para
localizarme en un estadio de mi propia tendencia. A través de ella conseguiré
saber cómo voy siendo otro para ser yo mismo. Para evolucionar hay que
preguntarse con frecuencia sobre la propia situación, y para ser revolucionario
hay que revolucionarse antes a sí mismo, como afirmó Wittgenstein, glosando su
misma sentencia.[3]
Hasta aquí uno de los sentidos de la otredad realizativa.
El segundo aspecto retoma el valor de otro en su acepción más generalizada: no
otro yo sino otra persona. El hombre, de igual modo que debe autohacerse en la
lucha por la superación, ha de aspirar a realizarse en otra persona. Existe en
todo ser humano una alteridad interna. Ser otro para ser uno significa, a la
luz de este nuevo planteamiento, realizarse identificándose con otra persona;
es decir, sentir amor hacia alguien y ser y actuar con respecto a los dictados
de ese amor identificatorio. Todos los poetas de todos los tiempos han escrito,
más o menos conscientemente, acerca de esta realidad, y han tratado de definir
literariamente la identificación, su resultado (felicidad o plenitud), el medio
para experimentarla o conseguirla (unión física o espiritual), etc. El amor no
es una más de las actitudes que el ser humano puede desarrollar. Es un elemento
constitutivo de su propia humanidad, al que se llega tanto por necesidad como
por la radical conciencia de la soledad. El hombre es el único ser que puede
sentir soledad y sentirse a sí mismo como ausencia de otro y, por tanto, buscar
la proximidad de otro ser. Pero la búsqueda no se despliega exclusivamente como
consuelo; es parte constitutiva de la naturaleza humana: dentro del concepto de
humanidad está contenida la nota de la alteridad interna, de la comunión
interpersonal. Rebajar, por tanto, la búsqueda al consuelo sería desvincularla
de su interés más esencial: la realización en el otro. A veces, esa realización
en el cercano llega hasta la paradoja enfermiza, como en la película de
Hitchcock Psicosis, en la que el
protagonista (Anthony Perkins) no puede superar la muerte de su madre, roba el
cadáver y vive con él, sustituyendo y suplantando al personaje muerto con lo
que podrían ser sus actos, su pensamiento y hasta su propia voz.
Pero hay incluso otra posibilidad,
dentro de esta segunda acepción autorrealizativa: el yo que es otro o que no
sabe si es otro, cuando las fronteras de la identidad se hacen borrosas o
confusas: este es el camino que han seguido la mayor parte de los cuentos de
Jesús Montoya, en los que, a partir de un dominio magistral de los recursos
narrativos, late el resabio de lecturas de grandes autores de la literatura
occidental como Borges, Cortázar, Ribeyro o Paul Auster. Y no puedo decir que
me asombre el magnífico resultado que han dado estos relatos breves, ya que
conozco al autor desde hace muchos años y sé que sus destrezas son obvias y
palmarias, pero sí deseo resaltar que la coordinación y coherencia de todos los
cuentos ha producido una obra compacta, que se justifica en sí misma por la
temática y la propia estructura. Ojalá que este comienzo acertado tenga
continuación en obras posteriores que consagren con firmeza lo que aquí se
anuncia ya sin titubeos.
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