REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


“ASSALUMU ALAIKUM, AL-MUSAFIR!”. TESTIMONIO PERSONAL SOBRE EL ENCUENTRO CON LO ÁRABE, CON UN COMPONENTE- ENTRE OTROS- DE LA SOCIEDAD Y DE LA CULTURA EN EL PERÚ

 

Víctor BUENO ROMAN

 

I.- Tufule:

 

Cuando niño, me enviaba mi madre, doña Andrea Avelina, nacida en el pueblo de Chalhuanca (provincia de Aymaraes, departamento de Apurímac), al mercado próximo para, entre otras cosas, comprar leche fresca para nuestro desayuno. Mi  tarea consistía, asimismo, en acudir a la panadería de los hermanos “Rovegno” que eran italianos, al parecer del norte, pues ellos eran muy blancos, de cabellos rubios y de ojos azules. Allí compraba los panecillos, pan de molde o panettone, según el caso. Y de vez en cuando, sobre todo en el verano, íbamos todos juntos hacia allí para degustar algunos helados. A las afueras del mercado, había diferentes negocios: La ferretería era de un chino; el Bazar, el estudio fotográfico y la librería eran propiedad de japoneses; la tienda de venta de calzado era de un judío-alemán; la tienda de licores, de un italiano. En este ambiente transcurrió mi niñez y desde esa época establecí una relación sana con extranjeras y extranjeros. Yo percibía que estas personas se movían con cierta soltura en el ambiente, pero hablaban nuestro castellano con un ligero acento o con errores de gramática que me provocaba algo de gracia. Otros niños, más bien, se mofaban de las dificultades lingüísticas de estos “peruanos” y les decían: “Tan grandazos y no saben hablar el castellano”. Esta conducta infantil desconocía, ciertamente, la procedencia y los pormenores de cada existencia. Su aspecto físico y la lengua que se hablaba entre ellas y ellos, no “encajaba” en lo acostumbrado y habitual de indígenas, de mestizos y cholos, de negros y zambos.

 

Mi padre, don Leoncio Wúlmar, nacido en la hacienda “La Constancia” (provincia de Trujillo, departamento de La Libertad), fue durante un tiempo zafrero en la hacienda “Casa Grande”, también en el norte peruano. Por su aspecto, era mi padre muchas veces confundido: Unos lo creían hindú; otros, árabe. Por ello es que él se gastaba, de vez en cuando, una que otra broma, especialmente con sus interlocutoras, al decir que su padre se llamaba “Ben Alí” y él, “Ven A mí”. Esto repetía mi padre, según la ocasión, con su conocida chispa e injundia- de mulato costeño. Mi padre llegaba, incluso, a colocarse un turbante sobre la cabeza y, realmente, era la versión peruana y rejuvenecida del rey Faisal de Arabia Saudita. Mi padre tenía de joven cabellos negros y ondulados que los peinaba hacia atrás. El tiene una nariz algo pronunciada, sus cejas- cuando él era joven- eran bastante pobladas. Mi padre tenía su propio distintivo: Él llevaba un negro y tupido mostacho y durante un tiempo usó, incluso, perilla. Quizás acicateado por estas experiencias y comparaciones sintonizaba mi padre todos los días en su taller de electromecánica la emisora “Radio Selecta” que, a la par de música clásica e informaciones de carácter cultural, emitía entre las nueve y diez de la mañana un programa que comenzaba con las frases: “Hon il saut min el dinya el arabiye”, después de lo cual venían otras en castellano que rezaban: “Aquí, la voz del mundo árabe”. Este programa radial ofrecía una variopinta información y música, cuyo destino era la comunidad árabe en Lima, ciudad en la cual residían, entre otras familias, los Mufarech o Mufareh, los Makhlouf y los Saba, los Cahuas y los Atala, los Abugattás y los Alcazaba, los Farah y Couri, los Jarufe y Nemy (o Nemi), los Said y Abusada.

 

El programa “Aquí la voz del mundo árabe” alternaba al castellano y al árabe. Y ya por esa época me fascinaba escuchar esa lengua que, ciertamente, no entendía. Las frases en árabe me transportaban al desierto sahariano, de largas caravanas, campamentos de beduinos y camellos de porte y andar majestuoso que ya conocía por fotos y por películas. La música que propalaba “Radio Selecta” incitaba aún más a mi imaginación. Las imágenes de días de Sol seco y sofocador, la intensidad con la cual golpea, fuetea y castiga inmisericorde el Scirocco (Sirocco o Leveche), cuyas tormentas de arena modifican a su antojo a las dunas y sacuden- de cierta rutina y modorra- a las palmeras en los Oasis, compartían espacios en mi cerebro con las noches de Luna llena y las pláticas de beduinos en torno a una fogata bebiendo té o café, en los altos de una larga, pacífica y silenciosa caravana. Esas tormentas y la arena movediza me provocaban una atmósfera de tensión, por un lado; por otro lado, alimentaba ello a una creciente sensación de magia y misterio.

 

Volviendo a mi familia y al capítulo de mi niñez, debo decir que mi padre bebía con gusto té y, de ser ello posible, de la marca “Sabú”. Mi madre prefería al café y yo se lo compraba en el mercado. Mi madre me decía: “Ve adonde el cafetero”; para otros, era este señor simplemente “el turco”. Lo de café entendía yo, mas no lo de turco. Este señor tenía piel algo obscura, sus cabellos eran muy negros y lacios, él lucía un tupido mostacho que llamaba la atención, pues muchos peruanos no acostumbran llevarlo y la población indígena, como ello es sabido, carece de pilosidad.

 

El “turco” hablaba poco. Mientras él vendía o reponía sus productos en el anaquel o sobre el mostrador, escuchaba él una música que yo, por aquellos años, no podía identificar ni como peruana ni como latinoamericana. Este señor me llamaba a menudo la atención y despertaba en mi cierta curiosidad por su seriedad, parquedad y pulcritud en su vestir. El sonreía y después de recibir el dinero por sus productos vendidos, me daba las gracias con una sonrisa muy amable que me era una suerte de velo que cubría a lo que él a lo mejor habría querido decir, pero que no lo hizo por alguna razón. Si este señor se hubiese calzado el fez (o fes), la suposición que era él turco habría sido, sin duda, reforzada.

 

Por las noches, solíamos compartir nuestra cena en casa con pan de molde o pan integral. Como entrada era servida una ensalada de aceitunas de botija, a las que mi madre agregaba cebolla, ajo, queso de cabra y algunas veces pimiento. Para mi hermana, para mis otros tres hermanos y para mí, era esto una delicia: El exquisito y saludable aceite de oliva daba, como siempre, al toque final. Y durante el postre, o después de él, nos relataba mi padre una que otra historia de Scherezade. El estaba lo suficientemente informado y documentado, pues él, debido a su vocación literaria, había leído la obra monumental de la literatura árabe; aquí me estoy yo refiriendo a  “Las mil y una noche”.

 

II.-  Shabibe:

 

En mis años de juventud en la Gran Unidad Escolar “Mariano Melgar” en el populoso barrio de Breña- en un barrio de hospital, de fábricas (las había de franceses y alemanes), funerarias y restaurantes de chinos y cafés de japoneses-, me llamó siempre la atención la presencia de dos compañeros de clase: Uno era muy moreno y de cabellos negros lacios; el otro, de piel clara, cabellos de color castaño y ojos de color verde. Ellos eran muy callados. Uno de ellos llevaba el apellido Saba y el otro Alcazaba. Por aquel entonces, yo estoy hablando de la década del sesenta en Lima, no me imaginaba que estos dos jóvenes eran de origen árabe. Lo que no pude saber nunca fue, si ellos nacieron en el Perú o vinieron de muy niños, como emigrantes, con sus padres y familiares. Sobre esto no conversé nunca con ellos ni tampoco se habló del tema en clase. Yo creo que los otros alumnos los veían y trataban como peruanos. Yo por lo menos así lo hice. Ellos me eran muy simpáticos y amables y yo supe retribuir a esas atenciones.

 

Y cuando era yo estudiante de Literatura en la Universidad de San Marcos conocí a un estudiante de Filosofía de rostro llamativo, de lentes y de pelo castaño algo ensortijado: Él se llamaba Juan Abugattás y era de origen palestino. Juan se constituiría, muchos años después, en uno de los filósofos importantes en el Perú, con un inocultable entusiasmo y preocupación por lo social, por la tolerancia y por el diálogo de culturas. Una de sus preocupaciones fue, precisamente, la situación de los migrantes árabes y de sus descendientes en el Perú. El asumió, como noble tarea, el difundir suficiente información sobre la situación y el drama de palestinas y palestinos en el Cercano Oriente. Para mi sorpresa y pena, me he enterado que Juan Abugattás murió en Lima hace dos años, después de una larga y penosa enfermedad.

 

En mis horas libres o durante las vacaciones, ayudaba yo a mi padre en su taller de mecánica. Uno de sus clientes era el señor Atala que era vendedor de autos y co-propietario de un servicio de lavado y engrase. Este señor era poco comunicativo conmigo. Sin embargo, me dijo mi padre, en una ocasión, que el señor Atala era muy activo, conversador y talentoso para los negocios.

 

Cuando yo concluí mis estudios universitarios, trabajé dos años en el Instituto Nacional de Cultura (INC) en Lima, que es una dependencia del Ministerio de Educación Pública. En una de las oficinas contiguas a la mía, trabajaba un señor llamado Bishara que era de piel blanca, alto y espigado. Se lo apreciaba en la oficina por su disciplina laboral, puntualidad y seriedad. Y se sabía, asimismo, que era un fumador y bebedor de café empedernido.

 

En Lima, solía yo acudir al Teatro de la Universidad Católica (TUC). Uno de sus conocidos actores y entusiasta realizador de Bertold Brecht fue Edgar Saba que, posteriormente, formara parte del elenco del “Teatro Nacional Popular” (TNP), fundado y dirigido por el dramaturgo Alonso Alegría. Después de mi viaje al interior del país, ocurrido en Junio de 1974 por razones profesionales, perdí todo contacto con el TUC y el TNP.

 

III.- Balghien:

 

En Lima ejercí a tiempo parcial, y paralelamente a mi actividad en el INC, la docencia universitaria. Yo la continué en la modalidad de dedicación exclusiva a mediados de los años setenta en la Universidad San Cristóbal de Huamanga, en la ciudad del mismo nombre (Departamento de Ayacucho). En esa ciudad de corte muy colonial y de treintaitrés iglesias, de clima seco y de escasa vegetación (únicamente molles y cedros, cactenias y retamas), entablé amistad con la Familia Chahud: Martín y su hermana eran propietarios de un concurrido café; Yolanda, la sobrina, era Asistenta Social, casada con un colega mío y hermana menor de Carlos y Fernando que eran antropólogos. Ella tenía otros dos tíos que eran comerciantes en la Plaza Mayor: Uno de artefactos eléctricos y el otro de textiles. Los Chahud tenían una entrañable amistad con el jefe de la oficina de “Aero-Perú” (Líneas Aéreas Nacionales), con el señor Kajatt o tal vez Kahhat, el cual también tenía origen árabe.

 

Yo vine a Alemania en Abril de 1978. En Heidelberg estudié la lengua alemana  y por dos largos años tuve como compañeras y compañeros de clase a estudiantes procedentes de los EE.UU. de Norteamérica y Francia, de Togo e India, de Egipto y Kuwait, de Japón y Turquía, de Yugoslavia y China, de Indonesia y Polonia, de Grecia y Chipre y, por cierto, de América Latina (de Bolivia, Perú, Chile y Argentina). La experiencia de esas “Naciones Unidas” en miniatura, ha marcado para siempre a mi vida. Esas vivencias continuaron en otro lugar y bajo otras condiciones. A partir de Octubre de 1981 inicié estudios doctorales de Latinoamericanística, Etnología y Sociología en Berlín. Después que cayera el Muro en Noviembre de 1989, entablé amistad- pocos años después-, con el peruano Carlos Atala que es un traductor muy conocido en esta ciudad. Y en mis visitas al cafetín de la Universidad Humboldt, conocí a Salima del Sahara Occidental (o Sahara Español) y a Samir, un palestino. Con éstos me he entendido, me entiendo, muy bien. Y  en el año 1998 conocí a Karim, a un poeta iraquí residente en Berlín, con el que he participado en algunos recitales de poesía, siempre en el marco del encuentro, diálogo e intercambio de culturas.

 

Y a manera de conclusión, deseo recalcar que lo aquí expuesto es auténtico y quiere dejar testimonio de esos contactos culturales, de esa curiosidad e interés que he tenido, que aún tengo, por lo nuevo y diferente. Lo árabe- como lo africano, asiático y europeo-, ha enriquecido a la cultura nacional en mi país y por ello debe estar el Perú actual orgulloso y agradecido. En un próximo artículo, me ocuparé directamente del tema migración árabe al Perú; esto es, sobre las hijas y los hijos del cedro y del olivo que se afincaran sobre nuestro territorio. Jorge Mufarech Nemy, uno de los tantos descendientes de esa comunidad árabe primigenia, llegó, incluso, a desempeñarse como Ministro de Trabajo durante el gobierno de Alberto Fujimori, del ex-presidente establecido hoy en Chile, contra el cual existe una solicitud de extradición  por delitos de corrupción y violación de derechos humanos.