REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL CUENTO ESPAÑOL A FINALES DEL SIGLO XX: ANTONIO MUÑOZ MOLINA Y ENRIQUE VILA-MATAS

 

Epicteto Díaz Navarro

(Universidad Complutense, Madrid)

        

RESUMEN: En este artículo se estudian aspectos fundamentales de la narrativa breve de dos autores de notable interés en la literatura española actual. Antonio Muñoz Molina utiliza modelos de reconocida eficacia, como el policiaco, para reflejar las diferentes formas de vida, la otredad, y para expresar su crítica social. Enrique Vila-Matas muestra la relación paradójica que muchas veces se establece entre arte y realidad, entre verdad y ficción, y la imposibilidad de ir más allá de una forma subjetiva de representación.

 

PALABRAS CLAVE: Narrativa breve; análisis narratológico; Literatura española Siglo XX. Antonio Muñoz Molina; Enrique Vila-Matas.

 

ABSTRACT: This article is intended to study the short stories of two of the most brilliant writers in Spanish Literature at the end of the Twentieth Century. Antonio Muñoz Molina uses different kinds of literary models, popular genres like detective stories, to reflect contemporary and common life, and otherness, and also to express social criticism. Enrique Vila-Matas shows the paradoxical relationship between art and reality, fiction and truth, and the impossibility of going beyond a subjective form of world representation.     

 

KEY WORDS: Short story; Narratology; Spanish Literature Twentieth Century; Antonio Muñoz Molina; Enrique Vila-Matas.

 

 

 

 

Al empezar a reflexionar sobre el tema que nos ocupa el lector interesado siente dos impulsos contradictorios: uno, el más sensato, sería no arriesgarse en juicios generalizadores y dejar que otros arriesguen sus apuestas hacia un futuro impredecible; y también, el otro, consistiría en intentar explicarse uno mismo lo que un conjunto de lecturas más o menos circunstanciales permiten ver en un presente que ya ha dejado de serlo.

         Desde hace ya tiempo, cuando se repasan los números dedicados por revistas literarias al estudio del cuento actual, las antologías que recogen relatos de los años 80 y 90, y los trabajos de mayor extensión, se prefiere o nos vemos obligados a presentar un estado de la cuestión provisional y lo que se presenta es un abanico de narraciones cuya más reiterada característica sería la de no pertenecer a una sola tendencia, técnica narrativa, estilo o ideología. Enrique Murillo bromeaba, en un entretenido artículo, sobre los males que aquejan a una narrativa que no se puede encuadrar en los antiguos moldes de la literatura de intención social o política enfrentada al franquismo ni dentro del concepto de vanguardia artística, y como a causa de esto todos sus rasgos serían negativos (1992, p.299).[1] 

En otros casos, creo que más numerosos, la crítica adopta ante la situación actual de la narrativa, de la literatura en general, derroteros más bien pesimistas y a veces, al discurrir por criterios “ideológicos”, queda difuminada la complejidad de las variables artísticas. Pero al igual que el teatro o la poesía, la narrativa presenta problemas específicos, y dentro de ella el cuento es el hermano enclenque y flacucho, para unos, que lamentan el estado de postración en que se encuentra; mientras que para otros, quizá muy optimistas, el cuento habría experimentado algunos periodos de crecimiento, desde aquella época dorada que fueron los años cincuenta.

         Hay pocos criterios que resulten incuestionables, y si pensamos en los materiales (número de ediciones, ejemplares vendidos, etc) sigue existiendo hoy, en un país con una irregular industria cultural, la sospecha de que existe una importante distancia entre el número de libros que se publican, o que se venden, y el de lectores.  Quizá, según los denominaba Andrés Neuman, los relatos breves suponen en el presente “pequeñas resistencias”, en un mundo en el que, como decía T. S. Eliot, “la poesía no importa” (“the Poetry does not matter”). Analizar la enorme variedad de relatos que se han publicado en los últimos veinte años no es una tarea que se pueda acometer en poco tiempo, por eso me referiré a dos escritores que, creo, resultan representativos de la riqueza del cuento en las últimas décadas. Antonio Muñoz Molina y Enrique Vila-Matas constituyen dos direcciones distintas en las que cabe ver el influjo de tradiciones ajenas a la nacional, y un estímulo de lo que puede ser no solo una obra que sigue creciendo, sino también el ejemplo para aquellos que comenzarán a escribir relatos en los próximos años. 

         Quizá, antes de entrar en materia, sea conveniente añadir que últimamente se han publicado un buen número de interesantes volúmenes de relatos y, para no recordar a los autores más citados y de mayor éxito comercial, mencionaré tres. Los Cuentos del lejano oeste (2003) de Luciano Egido, van desde una mínima extensión de dos palabras (casi la mitad serían microrrelatos) hasta alcanzar el relato de extensión media, y son una muestra del talento de un escritor que de manera discreta ha venido publicando alguna de las páginas más personales de nuestra narrativa actual. Junto a él se puede alinear un excelente volumen de Juan Pedro Aparicio, La vida en blanco (2005), quien ya publicó hace años uno de los mejores volúmenes de los años setenta, El origen del mono y otros cuentos. Aparicio ha recogido algunos textos que se ubican en tiempos de la dictadura, incluyendo también ejemplos del género políciaco, psicológico o “articuentos”, en los que la noticia se combina con la forma narrativa.  Y como él y Antonio Pereira o Medardo Fraile, otro escritor que ha tenido que pagar por su talento en la extensión breve es Juan Eduardo Zúñiga, del que Capital de la gloria (2004), continúa una de las más brillantes trayectorias del cuento español. Zúñiga está recibiendo un tardío reconocimiento y solo ahora es posible encontrar en edición de bolsillo alguno de sus magníficos textos, tanto en la literatura fantástica como aquellos que, como el volumen citado y Largo noviembre de Madrid, tratan la guerra civil del 36, o su dilatada posguerra.       

 

         Uno de los aspectos que la crítica destacó desde sus comienzos en la narrativa de Antonio Muñoz Molina es su capacidad imaginativa al utilizar los moldes genéricos. Tal y como han señalado diversos estudiosos, ha sido constante en las últimas décadas de la narrativa española la utilización de tipos o “géneros” literarios como el policíaco, el erótico, el histórico, o el de terror, que gozan del favor del público y que permite recoger en una sola antología o en una colección a muy diversos escritores. No cabe duda que la difuminación de la barrera que separaba literatura popular y literatura culta ha dado lugar a muy interesantes resultados, algo que ya en los años setenta señalaban algunos analistas de la posmodernidad.

         En lo últimos años es evidente la importancia que ha cobrado el relato policíaco o de intriga, de manera que la lista de los narradores que, sin ser especialistas como Vázquez Montalbán o Juan Madrid, han publicado una o varias narraciones de este tipo, es realmente extensa.

Al hablar de Muñoz Molina es justo señalar que últimamente ha aumentado la cantidad de trabajos que se le han dedicado, tanto en artículos y reseñas como en los volúmenes publicados sobre el conjunto de su obra. No obstante, como ya puede suponerse, una de las secciones menos estudiadas en esa bibliografía son sus relatos breves.

         La ficción breve de Muñoz Molina se recoge fundamentalmente en Nada del otro mundo, cuya última edición es del año 1995, y con posterioridad solo tengo noticia de un par de textos que todavía no han pasado a libro. A ellos habría que añadir una novela corta titulada El dueño del secreto (1994), y otras dos narraciones que proceden de cuentos que había publicado antes: en 1999, Carlota Fainberg, y En ausencia de Blanca, publicado en 2001. También se puede señalar que una de sus mejores novelas, Sefarad (2001), está formada por una serie de relatos entretejidos, alguno de los cuales puede leerse con independencia del resto del volumen. Esto no es extraño si tenemos en cuenta que el autor ha señalado la importancia que tuvieron en su formación los relatos orales que oyó especialmente a su abuelo, y los que escuchó por la radio, en una infancia que transcurrió en una cultura oral que quizá ya ha desaparecido.   

         Sus cuentos, publicados en los años 80 y 90, en su mayor parte fueron escritos por encargo, para volúmenes o publicaciones periódicas de diferente temática, y durante estos últimos años han cesado esas colaboraciones. Sin embargo, esto no quiere decir que los relatos tengan un carácter diferente del resto de su obra, porque como señaló Andrés Soria, en el prólogo a Nada del otro mundo, su rasgo principal sería la atención a la realidad y, como consecuencia, la reflexión sobre el conocimiento de la vida de los demás, sobre las “otras vidas”. En mi opinión podemos añadir, ahora que gozamos de una perspectiva más amplia, que sigue siendo un aspecto central de su narrativa.  Justo Serna, en Pasados ejemplares, decía que ese volumen de relatos es un compendio de los temas que trata antes y después en sus novelas, y destacará el componente autobiográfico perceptible en la narración que da título al volumen (2004, p.225-240).

         Si intentamos clasificar el conjunto de cuentos, aunque sea solo de manera provisional, cabe distinguir dos tipos, cuya línea divisoria la marcaría la aparición de lo extraordinario, de lo fantástico. Por un lado, algunos pueden ser definidos como “realistas”, pues en ellos aparece un mundo, un contexto histórico social, reconocible por el lector, y, por otro, hay otro grupo que se centra en un hecho extraordinario, que viola las leyes físicas. No obstante, la proximidad entre ambos grupos, y la utilización de recursos semejantes, hace imposible establecer una separación tajante, y, tampoco creo que pueda afirmarse que el realismo es predominante. Así, en relatos fantásticos como “Nada del otro mundo”, veremos que lo fantástico que choca contra el orden normal, con un mundo normal, surge de aquello que puede considerarse lo más banal, lo que observamos como vulgar en nosotros mismos o en nuestro medio.

         En algunos relatos observaremos un personaje o unos hechos que son interesantes por sí mismos, o que tratan problemas existenciales, mientras en otros la crítica de la realidad se sitúa en primer plano. En estos últimos puede darse la crítica social, de costumbres, del mundo de la cultura (“Nada del otro mundo”, Carlota Fainberg), y se puede dirigir al mundo provinciano, de poetas locales y juegos florales. En uno de los más entretenidos, “El cuarto del fantasma”, aparece un “intrépido” reportero, profesores cuyo saber es difícilmente cuantificable, y personajes variopintos que forman parte de una tertulia en la que escucharán la historia de un emigrante armenio, el recuento de las múltiples penalidades que tuvo que pasar hasta labrarse una posición en Latinoamérica y, posteriormente, retirarse a vivir en nuestro país, en la pequeña ciudad de su mujer. En otros casos, como en el titulado “El río del olvido”, se critica la atmósfera y el modo de vida de los nuevos ricos que caracterizaron los años 80, la llamada cultura del “pelotazo”: uno de sus personajes explica que el nombre del río Guadalete tendría un origen griego y árabe, que correspondería al Leteo, y de ahí el título del cuento y los hechos que suceden, y la posibilidad de afirmar que así se alude a la falta de memoria de la sociedad que refleja. En este tipo de relatos son frecuentes el humor y la ironía, que se orientan hacia la función crítica señalada, pero también la crítica resulta perceptible en otros, aunque sea indirecta.

A través de múltiples argumentos, sea cual sea el tipo de relato que emplea, casi siempre se trasluce su interés en la vida cotidiana, ya sea en un pequeño pueblo andaluz, como Úbeda-Mágina, o sean escenarios urbanos como Granada o Madrid, o en uno de sus últimos libros, Nueva York, Manhattan. No se trata de una literatura costumbrista pues no intenta rescatar ni embellecer un mundo presente o en vías de desaparición; en ella el mundo no se refleja a  través de la nostalgia, puesto que el narrador tiende a situarse en la distanciada, dando da fe de lo que ve o de lo que cree recordar, y además muchas veces se percibe la por establecer la posición desde la que narra.

         La realidad cotidiana puede ser dejada de lado por diversos motivos, entre otros, por preferir el mundo elaborado del arte o el aislamiento en una torre de cristal para intentar construir un mundo posible. En diversos lugares Muñoz Molina ha recordado que en su juventud pertenecía al tipo de escritor que prefieren en secreto el arte y la técnica (1998, p.22-23), pero ya en los 80, y en particular en alguna de sus narraciones breves, podemos encontrar una clara atención a la vida cotidiana, a detalles de la conducta o de formas de hablar, que se distribuyen a lo largo del argumento, a veces como digresiones. Muchos personajes son solitarios que observan el mundo, que formarían parte de la normalidad pero quedan en definitiva fuera de él, no por deseo propio, y como el protagonista del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, miran las cosas y las gentes de las que no saben nada, las calles de la ciudad, no desde una posición elitista, sino desde la distancia que su irrealidad le impone (Pessoa, 2002, p.47).[2] A veces es la realidad más menuda o la más sórdida la que muestra nuestra semejanza con el otro, y esa actitud de prestar atención a pequeños detalles, a hechos sin importancia, convierte en poéticas las percepciones del narrador, en definitiva, la atención a unos momentos fugaces que contienen, según Baudelaire, fragmentos de eternidad.

         Desde esta óptica, el realismo de Antonio Muñoz Molina consistiría más en investigar una realidad ajena al yo que en una confianza en poder explicar esa realidad, o asumir la creencia en que existe un conocimiento (científico o no) que puede explicarla completamente.[3] Ser realista sería intentar entender la realidad del otro, familiar y extraña, y observar una sociedad y un mundo en los que no suele imperar la justicia.

El autor decía, al explicar sus ideas sobre el cuento, que estos deben tener un “comienzo indudable” y un “final definitivo”. Cree que hay que graduar los efectos, sostener el tono e ir aumentando las expectativas hasta el final. Vemos, por tanto, una concepción que hay que relacionar con la de Edgar Allan Poe, y con alguno de los autores que conoce muy bien, como Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, si bien está claro que la combinación de esas influencias da como resultado la originalidad del escritor. [4]   

         Me detendré brevemente en dos de sus mejores relatos, que según creo, ejemplifican bien su labor en este género. “La poseída” y “La colina de los sacrificios” son cuentos en los que hay un argumento cuidadosamente elaborado, y un interés en la realidad que va más allá del entretenimiento sin que eso signifique renunciar al placer del texto.

“La poseída” está protagonizado por un oficinista, llamado Marino, probablemente de mediana edad, y la acción se desarrolla en un presente que podría ser los años ochenta o noventa, en un escenario urbano. El relato comienza in medias res con la descripción de una joven que ve por las mañanas, cuando va a desayunar a un bar, de manera que lo que se cuentan son las acciones habituales de un personaje común, que no resulta particular por nada excepto por el deseo que de manera reiterada siente hacia esa joven.

En los treinta minutos de que dispone para el desayuno la observa mientras finge leer el periódico y, al ver que cada día espera a un hombre mucho mayor que ella, imagina que serían amantes, y que sus citas serían furtivas, pues él por su edad y actitud sería un hombre casado. A esta luz interpreta sus ojeras, el aspecto descuidado y de no dormir bien, y a veces las expresiones de ansiedad que ella muestra mientras espera.

En lo que nos cuenta el narrador en tercera persona, limitado al punto de vista de Marino, y por tanto no omnisciente, percibimos una soledad semejante a la de otros personajes de Muñoz Molina: nada sabemos de su trabajo, de su pasado o de sus relaciones fuera de esos treinta minutos diarios. La rutina cotidiana aparece como estabilidad, a veces amable, como el gesto del camarero que le ofrece el periódico sin pedirlo. También se nos dice que sus compañeros, por la exactitud  con la que cumple su horario, dicen que su puntualidad es “de cristal líquido” (Muñoz Molina, 1995, p.130). La vida auténtica se reduce a media hora, a un breve recorrido, a miradas sin respuesta, y su situación la describe mediante una largo párrafo en que la dicha de estar cerca de la amada se compara a la vida en un pequeño país europeo, de esos que tienen las calles extremadamente limpias, carecen de ejercito y sus instituciones más conocidas son tranquilos y discretos bancos. Su soledad, y la relación de distancia con sus compañeros de trabajo quedan aludidas con esa diferencia que aprecian en él respecto a su trabajo.

A lo largo del relato se van distribuyendo indicaciones que cobrarán sentido cuando llegamos al final, y vemos que las conjeturas del protagonista sobre la joven eran un tanto ingenuas. Al final, al ver una mañana que la chica no vuelve del lavabo, de manera sorprendente entra a buscarla y la descubre tirada en el suelo, víctima no del amor sino de una dependencia más brutal y destructora. La historia y los pormenores son comunes, la desgracia de la joven también, pero es el tejido verbal, y una composición sabiamente calculada lo que resalta la singularidad de la historia. Recordemos que siguiendo una convicción expresada por el escritor en sus ensayos, el estilo no debería ser percibido por el lector, de manera que el uso de figuras retóricas debe ser controlado; así es efectivamente, y las que emplea resultan muy eficaces. Por ejemplo, al pasar la chica a su lado siente como “un golpe de viento, o como el curso de un río” (1995, p.131). Esas comparaciones y otras figuras (como la que se refiere a la vida en el pequeño país europeo), procedentes también de un campo de significado conocido, son elementos fundamentales en el relato. Como en otras narraciones, en un notable equilibrio que evita los excesos expresivos, lo que queda al final es una intensa y contenida emoción.

En aspectos como el trabajo de oficina, y en la ciudad que sirve de marco, se podría ver una referencia autobiográfica a los años en que el escritor vivió en Granada, donde publicó sus primeros textos antes de trasladarse a Madrid. Sin embargo, esto no quiere decir que sea autobiográfico, pues lo autobiográfico está desfigurado, como en otros textos, de manera que la ficcionalización termina por componer una imagen en que los rasgos del pasado han sido alterados. 

Se diría que en algunos personajes o narradores de Muñoz Molina recuerdan la figura del flaneur, el paseante de Charles Baudelaire, que observa el mundo y sus accidentes, la belleza y, por otra parte, la reflexión que no ve la experiencia humana o el mundo solo desde un punto de vista estético. [5] La experiencia estética no deja a un lado la reflexión moral, como un residuo del pasado, o hacer que desaparezca la historia.       

Dentro de su obra, como ejemplo de relato de “género” creo que puede citarse “La colina de los sacrificios”, pues es uno de los casos en que la tensión narrativa se mantiene hasta llegar a un final sorprendente. Al igual que luego ocurrirá en la novela Plenilunio, aquí la narración tiene que ver con una investigación criminal, y el policía que la lleva a cabo presenta unos rasgos onettianos.

El cuento comienza también in medias res y muestra unas características que lo aproximan a la “novela negra”, en la línea de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y otros escritores americanos que se dieron a conocer en revistas y publicaciones populares. El protagonista carece de nombre, es denominado “el inspector” y aparece interrogando a un sospechoso que se ha confesado culpable de asesinar a su mujer años antes. Esta conversación se interrumpe con una sección retrospectiva que nos lleva al pasado inmediatamente anterior, cuando las excavadoras de unas obras, que derriban las casas donde vivía el sospechoso, descubren un cráneo. Más adelante, en una tercera sección, se produce el desenlace, que no depende del desganado interrogatorio del acusado, sino de las insólitas pruebas que presenta el forense.

Como en otros casos, la articulación de las tres secciones gradúa el interés del lector, y la eficacia de la prosa aparece tanto en la escasa información que tenemos sobre el policía como del sospechoso y en la capacidad para crear la “atmósfera” en que se desarrolla el relato.

Cuando comienza todo el policía, en un coche oficial, se dirige al lugar en que se han encontrado los restos humanos. Si hubiera salido cinco minutos antes, no tendría que seguir trabajando en su tiempo libre, y así al atravesar los arrabales de la ciudad se fija en el aspecto que ofrece la tarde:

 

Todos los años había en octubre un anochecer exactamente así, prematuro e inhóspito, ilimitado y desierto como una estepa boreal, y el inspector pensaba “ahora mismo está empezando el invierno”, sintiéndose como si cruzara una frontera hacia el exilio. (1995, p.209)

 

En estos pequeños detalles, en la creación del tono, destaca un investigador que presenta las características de la novela negra, escéptico, distante, que realiza su labor con profesionalidad pero sin convicción. Aquí su estado de ánimo aparece en relación con el anochecer que va acompañado nada menos que por cuatro adjetivos que intensifican progresivamente la visión negativa, y que termina con dos comparaciones: una primera con un espacio físico hostil para el hombre y, la segunda, la sensación de soledad y desamparo que denomina exilio.

         El protagonista presenta un claroscuro en sus rasgos que lo alejan del héroe clásico: recuerda haber maltratado a otros detenidos en ocasiones anteriores, y para él los golpes y las amenazas son solo gajes del oficio. Su trabajo ha sido siempre el resultado de una mecánica, y existiría una distancia entre la justicia y la realidad, con lo que los años de ejercicio le han dado una visión poco optimista de la naturaleza humana.

Pero esta vez encuentra un acusado que no responde a los esquemas  habituales, no solo en su aspecto físico sino en la conducta de los años anteriores a su captura y en las horas o los días posteriores. Hay algo que no encaja con la experiencia del policía en casos anteriores, a pesar de que ha confesado su culpa, a pesar de que reconoce haber asesinado a su mujer y luego haber escapado. Como en los clásicos del género el investigador no es un superdotado, de gran inteligencia, que necesita solo la observación y el  proceso de análisis para dar con el culpable. La tercera persona también se utiliza aquí como un enfoque limitado, pues las reflexiones que conocemos, y el punto de vista es el del personaje. Los diálogos son poco útiles en el proceso, y al caracterizar al sospechoso sirven para confirmar su desorientación.

         Uno de los mejores logros del relato, del interrogatorio y los sucesos de la investigación, estaría en el reflejo de los ambientes, desde la casa en que vivía el acusado a las dependencias de la comisaría: las bombillas blancas, la pintura plástica, los rumores de pasos y voces, las máquinas de escribir y los teléfonos recrean perfectamente un escenario que el lector conoce bien gracias al cine. La singularidad del acusado, de sus gestos y sus palabras, sus “manos blandas”, su “traje gris y frente sudorosa”, hacen que el lector, desde la posición del investigador, siga con atención hasta el último de los detalles.

         Al final, el desenlace resulta sorprendente porque el forense nos informa de que el cráneo encontrado no pertenecía a una mujer muerta años antes, sino que tenía una antigüedad de quince siglos, algo explicable si tenemos en cuenta que en la zona en que fue encontrado hubo un santuario donde se realizaban sacrificios humanos. El lector, con la información que da el relato puede considerar rebuscados algunos pormenores, pero lo curioso, según ha señalado el autor, es que este cuento está basado en un hecho real que fue publicado por los medios de comunicación en los años ochenta.  

Ortega decía que los mejores escritores nos copian, que saben poner en el papel lo que hemos sentido alguna vez, lo que es difícil de precisar, de expresar mediante palabras. En ese sentido Muñoz Molina es un aventajado seguidor de la mejor tradición narrativa pues sabe encontrar la palabra, el matiz que no solo convence de la verosimilitud de lo narrado, sino que hace que ese mundo imaginario “sea”, tenga una realidad tan cierta como la nuestra.

 

Hasta ahora Enrique Vila-Matas ha publicado en los años ochenta y noventa cuatro volúmenes de relatos Nunca voy al cine, Un casa para siempre, Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos y, después de este, una antología que incluye algún texto inédito, Recuerdos inventados (1994).

         Cualquier lector que se adentre en sus páginas se sorprenderá de la diversidad que presentan ese conjunto de relatos, y si se comparan los dos primeros libros con los últimos podrá verse su evolución en los últimos años.  La antología mencionada, Recuerdos inventados, reeditada en 2002, da buena muestra de lo dicho. Su título, como otros del autor, exhibe una de las paradojas a partir de las que se construye su literatura: si son recuerdos entonces deben ser hechos ocurridos realmente en el pasado; si son inventados no pueden haber ocurrido, y así un término niega el otro y viceversa. Aquí no se trata solo de afirmar que la literatura es fábula, y de que todo relato es en definitiva una mentira, y puede subrayarse que cuando hablamos de imaginación en la narrativa de Vila-Matas no supone aludir a lo extraordinario o a la literatura fantástica.

         El límite con que cuenta el escritor más bien, como decía en su novela Lejos de Veracruz, es el espacio al que llevaron la ficción Kafka o Beckett, dada la falta de sentido y la insuficiencia del lenguaje, un lugar que solo conduce al silencio. La situación compleja, dudosa e inestable, de la literatura del siglo XX quedaría simbolizada en la contraposición de títulos como Una casa para siempre, un deseo más o menos ingenuo, y Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos, donde quedan excluidos el futuro, la lógica o la vida.  

         En la literatura de Vila-Matas encontramos la exploración de un territorio en el que caben pocas seguridades, empezando porque no se niega el carácter de realidad sino que se cuestiona; no se llega a una negación definitiva, pero tampoco a una afirmación. Luego vemos otras contradicciones en planos diferentes, empezando, por ejemplo, por la del género en que debería incluirse el texto. Así en un rápido repaso a  Recuerdos inventados vemos que un artículo publicado primero en la prensa y luego en El viajero más lento (1992), “El otro Frankfurt”, aparece aquí como cuento (un texto que, además, reflejaría unos hechos autobiográficos y, por tanto, reales), o también que aparezca como tal el prólogo de su Historia abreviada de la literatura portátil (1985), un libro de muy difícil clasificación. [6] En otro libro, Hijos sin hijos, el prólogo será un relato más del libro, y por tanto, no un auténtico prólogo.

         En estos relatos el lector se ve empujado a cambiar su interpretación por el carácter desconcertante y  arbitrario de lo narrado, y al avanzar en su lectura comprobará que la arbitrariedad responde a un claro designio del autor. Quizá en diferente proporción a la de sus novelas, vemos que se despreocupa de las convenciones del realismo, de ajustarse a unos patrones conocidos para afirmar la verdad del texto, que no se preocupa de su credibilidad, de la verdad o verosimilitud de lo narrado. En una de sus mejores novelas, El mal de Montano (2002) el narrador se encomienda al Dios de la Verdad y la Veracidad, para a continuación negar la realidad de lo que ha contado antes a lo largo de un buen número de páginas, y niega incluso la existencia del personaje que da título al libro, de manera que en ello no puede caber duda de que hay una reminiscencia cervantina.[7] 

         Si la memoria y la invención son los dos elementos que se mencionan como componentes de la literatura, la proporción suele decantarse por el lado de la imaginación, de no poner trabas a una construcción que aunque que se base en lo biográfico no pretende ser reflejo de una realidad concreta. Una frase tomada de los Diarios de Franz Kafka le sirve a Vila-Matas para dar pie a Hijos sin hijos, un texto que incluye otras referencias al escritor checo: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar / 2 de agosto de 1914” (Vila- Matas, 1993, p.9).[8]  En esta cita inicial vemos que existe una gran desproporción entre los dos hechos: uno histórico, nada menos que la I Guerra Mundial, y por tanto sinónimo de una gigantesca destrucción, y, por otra, el hecho nimio, la vida privada de un desconocido a quien la posteridad asignaría la identidad del genio.

Evidentemente Kafka buscaba ese contraste, del individuo y la historia, y así señalaba la enajenación del sujeto en algo en lo que no “participa”, o por lo que le gustaría no sentirse afectado. En el caso de Vila-Matas, la cita resulta significativa si además tenemos en cuenta que el libro contendría algo así como unos “episodios nacionales contemporáneos”, pues incluirían diferentes referencias a unos cuarenta años de la historia de España. Ahora bien, ¿podemos definir el texto como “episodio nacional”, o decir que se ficcionaliza la historia en Hijos sin hijos? ¿No se trataría realmente de mostrar la imposibilidad de esa amalgama entre historia y ficción? No creo que sea fruto de un olvido involuntario el que los relatos de este libro, cuando se publican en otro volumen, aparezcan sin la referencia histórica y geográfica con la que comienzan en el original.[9] Habría al menos, entonces, dos posibilidades de lectura, una en la que cabe establecer la relación con el contexto histórico-social y, otra, en la que este es más bien un residuo, un telón de fondo sin importancia con el que contrasta lo narrado, o con el que se establece una relación irónica.

Me voy a referir con brevedad a dos textos, que creo representativos de los relatos se Vila-Matas: por un lado, el falso prólogo a la antología, titulado también “Recuerdos inventados”, y uno de los Suicidios ejemplares, el que se titula “Rosa Schwarzer vuelve a la vida”. 

         El falso prólogo que denomina “Recuerdos inventados” es un mosaico compuesto por 27 fragmentos, unos de carácter ensayístico y otros narrativos que, se nos dice, formarían parte de los textos expuestos en un tablón de madera que hay en un bar situado en las Azores llamado Peter’s. Así, ya en un primer momento se aludiría a los pequeños equívocos sin importancia característicos del mundo de Antonio Tabucchi, pues ese bar y ese tablón de anuncios provienen de un libro suyo titulado Dama de Porto Pim. [10]

En el tablón hay mensajes, telegramas, voces que solo existen en ese lugar, que serían mensajes lanzados en una botella para un destinatario  desconocido. De esta manera se recuerda justamente la necesidad de considerar, en la interpretación de un texto, el papel del receptor no como un elemento pasivo sino un lector que actualiza el mensaje (como querían Julio Cortázar o Tabucchi), le suma elementos, lo completa o lo cambia, según direcciones que a veces el autor no puede prever.

En la situación inicial del libro vemos por tanto un bar que tiene múltiples funciones, “lugar de encuentro, oficina de información y agencia postal” (1994, p.7). Desde ese espacio, una voz no identificada, afirma la arbitrariedad de los textos, su indeterminación, y también en esos fragmentos empezamos a ver los temas que conforman el universo de Vila- Matas: la indagación en la identidad humana, lo inexplicable en la vida, o la inevitable presencia de la literatura.

Más adelante, el cierre, el último de estos 27 fragmentos, nos reenvía la mundo de la literatura y parece al fin cumplir su función de prólogo:

 

En otro tiempo yo escribí libros de relatos y en cada uno de estos libros había una, dos o tres ficciones que prefería a las otras, y pese a que esas preferencias variaban cada día y a cada instante, llegó un día y un momento en que caprichosamente las fijé en una antología personal de invenciones recordadas que titulé Recuerdos inventados. (1994, p.17)

 

Según se ve, al textualizar el momento en que se escribe el comienzo se convierte en metaficción, y no deja de reflejar su naturaleza arbitraria, la imposibilidad de explicar las razones que determinan su labor de escritor/ antólogo.

         En algunos fragmentos sorprenden las diferentes denominaciones que utiliza el narrador: primero asume la identidad de otro escritor, “Cuando yo me llamaba Carlos Drummond de Andrade escribí este verso ‘A veces un pitillo a veces un ratón’” (p.8), para a continuación afirmar que la vida no existe por sí misma si no se narra. Luego añade “Me llamo Sergio Pitol”, algo cuya falsedad no es necesario recordar, y más tarde, al proponer el texto que figuraría en su lápida, añade que aunque ha sido conocido como Ettore su nombre “no es otro que Giosefine”. Uno de los verbos que utiliza es “recordar” y claro está esos recuerdos no corresponden a una figura del narrador sino que vemos como usurpa otras personalidades y ninguna es definitiva. Algunos críticos han relacionado ese rasgo en su narrativa con los heterónimos de Fernando Pessoa, cuya influencia llegaría también a través de Antonio Tabucchi, pero no parece ser una influencia única. Dice en el fragmento 8 “Yo fui la sombra de Tabucchi. En otro tiempo me atrajo la idea de convertirme en una mirada fuera de mi: estar fuera de mi y mirar. Como hacía Pessoa” (p.10), y como aclara en otro lugar, al creerse el escritor italiano la sombra del portugués, sería entonces el “yo” la sombra de la sombra de una sombra. [11]

         Esta influencia, visible también en otros textos del escritor, no sería única. La idea viene de lejos pues Rimbaud, según se sabe, ya tuvo la clara sospecha de no ser “uno”. Esa experiencia es vista ahora con una distancia irónica que a veces se expresa como angustia, otras como diversión o sorpresa. Una y otra vez la identidad se posterga para más adelante, y unas veces se dice que el “yo” ha escapado de un libro de Álvaro Mutis y otras que ha fugado del manicomio. Lo leído, lo recordado y lo inventado se funden de manera que nada puede delimitarse claramente en su amalgama. En el remolino de esas vidas diferentes, de esos recuerdos nítidos que son de otro, está la tensión, la energía del deseo de “algo emocionante, de bebidas fuertes, de conversación animada” (p.17).

         Si recordamos que una característica del realismo es que cada sujeto tiene un lenguaje singular aquí encontramos, de manera sospechosa, que el lenguaje de la mayor parte de los fragmentos es semejante y por tanto tendrían un único autor, que iría añadiendo uno a uno elementos a la serie de textos; la unidad no resulta defendible, además de lo dicho, si tenemos en cuenta que un mensaje se sitúa en 1891, el día que habría decidido quitarse la vida un supuesto autor. Evidentemente al pasar de un fragmento a otro vemos que no se sitúan en un plano semejante (que pueda postularse como real) sino que, como ocurre en el resto de las historias, relatar consiste en asumir una identidad ficticia, que se va inventando al mismo tiempo que se desarrolla el relato y que es tan auténtica como la que dice “yo” en un texto autobiográfico, género que queda así definido como un disfraz más. Cada uno de los narradores se sitúa frente al silencio, el momento anterior y posterior a la narración, y su verosimilitud resulta secundaria o insignificante. 

         El cuento que se titula “Rosa Schwarzer vuelve a la vida”, procede en parte de un artículo en el que se relataba un viaje del autor a Alemania, pero el resultado final sería un texto inventado que trata de unas horas en la vida de una mujer que trabaja como vigilante de un museo.[12] El comienzo del texto  es una muestra de la calidad de la prosa que encontramos en Suicidios ejemplares:

 

Al fondo de este museo de Dusseldorf, en una austera silla del incómodo rincón que desde hace años le ha tocado en suerte, en la última y más recóndita de las salas dedicadas a Klee, puede verse esta mañana a la eficiente vigilante Rosa Schwarzer bostezando discretamente al tiempo que se siente un tanto alarmada, pues desde hace un rato, mezclándose con el sonido de la lluvia que cae sobre el jardín del museo, ha empezado a llegarle, procedente del cuadro El príncipe negro, la seductora llamada del oscuro príncipe que, para invitarla a adentrarse y perderse en el lienzo, le envía el arrogante sonido del tam-tam de su país, el país de los suicidas. (p.72)

 

         El párrafo resulta un comienzo indudable. La impresión visual que produce la escena desemboca en un final complejo en que a lo visual se une el sonido en formas elementales (la lluvia y el tam-tam), que supone una llamada imperativa hacia ese territorio desconocido que el narrador bautiza como “el país de los suicidas” (y que quizá podemos relacionar con el fondo negro sobre el que se dibujan las líneas y colores del “príncipe”). Habría que añadir que “Schwarz”, el apellido de la protagonista, “Schwarzer”, en alemán significa negro, y puede tener otros significados como “solo” o “triste”.[13] Si pensamos en el contexto que supone una sala escondida en un tranquilo museo alemán no es de extrañar la figura aburrida de la vigilante que día tras día repite una tarea monótona, y se sugeriría también del contraste entre el arte, su brillantez y su lejanía, y una vida común para la que ese arte no tiene mucho significado. Ese contraste entre forma artística y vida se repite en diferentes variaciones en otros relatos de Enrique Vila-Matas. Aquí además un arte enigmático como el de Paul Klee, ante el que permanece el obligado espectador muchas horas, adquiere otra dimensión pues parece convertirse en extraño vehículo que propone un escape a una vida infeliz.

         Haciendo un breve paréntesis podría añadirse que la elección de Klee no resulta casual si tenemos en cuenta el interés del pintor desde joven por la música y las estructuras musicales, y sobre todo por sus ideas acerca del arte. Para Klee el arte, la pintura “no reproduce la realidad, la hace visible”. Para él, el arte del pasado se dedicaba a reproducir cosas vistas o que se deseaban ver, pero en el siglo XX, el arte, la pintura, lo que deberían hacer es “revelar la realidad detrás de las cosas visibles”. No solo existiría una realidad, sino que “detrás” de la habitual hay realidades latentes que pueden plasmarse en el cuadro. También, y esto no parece ajeno al relato, el pintor afirmaba que el arte puede tener un efecto saludable, y puede no solo entretener sino ayudar a nuestra mente, cuando después de su contemplación volvemos a la gris realidad (el adjetivo es de Paul Klee).[14]

         El narrador se mantiene todo el relato próximo a Rosa, contando desde su punto de vista, y a veces especificando irónicamente que la protagonista no ha llegado a darse cuenta de algo que él ya sabe: “Esta vida para qué. / Yo sé que Rosa Schwarzer dijo eso en la duermevela de ayer y que también lo ha dicho en la de hoy, pero que a diferencia de esta mañana, ayer se despertó sin la conciencia de haberlo dicho” (p.73). No cabe duda de que este tipo de interpolaciones del narrador, aunque se limite a la conciencia de un solo personaje, deben hacernos cuestionar el saber y el conocimiento que muestra, la verosimilitud del cuento.

         Hay en las páginas que siguen poca acción, una conversación con un borracho, una visita a un parque y breves resúmenes de conversaciones con sus hijos y su marido, de manera que lo interesante aquí es la acción interior, es la conciencia de una mujer, cuya vida se ve sacudida cuando empieza a preguntarse por su sentido. Después de mucho tiempo sale de la rutina para preguntarse si tiene sentido vivir con un marido que la engaña de forma vergonzosa con una vecina, con el dolor que supone saber que su hijo menor padece una enfermedad mortal (que él desconoce), y con un hijo mayor cuyas palabras rara vez van más allá de preguntar por la comida.

         Es el cumpleaños de Rosa y los objetos en la cocina, los cielos de color gris, sirven de fondo para que piense en las diferentes posibilidades de “suprimirse”, la lejía, arrojarse a la calle, a un coche, posibilidades que le sorprenden por su facilidad. Todo esto es relatado por el narrador en un tono sereno, tranquilo, como si el suicidio fuera un acto común, sin importancia ni consecuencias.

De este modo, un recurso como la enumeración, en la que encontramos una ensalada, el asfalto, el marido, los cubiertos y el mantel, el hijo menor (p.77), da una sensación de absurdo que a lo largo del texto es puntuada con la mención del príncipe negro y su llamada desde el lejano país, elementos cuya dolorosa poesía contrasta con la nimiedad de lo demás. Pero junto a la sensación de desaliento se dan impulsos contrarios, de asirse a la vida, como la necesidad de cuidar del hijo, el recuerdo del día en que conoció a su hoy “marido sin alma”, etc. Rosa llega a la conclusión de que también la felicidad mata y que la irrealidad es tan desagradable como la realidad. El relato termina con un intenso viaje de ida y vuelta al “país de los suicidas” que sería injusto parafrasear. Baste decir que en el lado desconocido hay que cometer un nuevo suicidio para volver a este, y que Rosa ve que debe dejar el lado de la belleza para caer en el gris de la vida, y que quizá es mejor que las cosas sean así, “escasas a propósito” (p.92).             

En un mundo como el que describe la paradoja o la ironía no pueden entenderse como figuras retóricas, sino que en ellas se ve el resultado de la observación, del análisis de los hechos y los personajes, un resultado no deseado y que no cabe maquillar con buenas intenciones. El lector a veces comparte la mirada de los protagonistas de Vila-Matas, pero otras la distancia que les separa es insalvable. El movimiento al que es sometido es una oscilación entre sentido y pérdida de sentido que no termina nunca. Lo ilógico, el disparate, lo inesperado se dejan ver en y detrás de la normalidad del mundo; y si observamos con un poco más de atención lo extraño es, en definitiva, el hombre, y la incertidumbre, lo único cierto que cabe esperar.

        

BIBLIOGRAFÍA

 

- Aparicio, Juan Pedro. La vida en blanco. Palencia: Menoscuarto, 2005.

- Blesa, Túa. "Un fraude en toda regla. Historia abreviada de la literatura portátil, 1". En Túa Blesa y María Antonia Martín Zorraquino (eds.), Homenaje a Gaudioso Giménez Resano. Zaragoza: Institución Fernando el Católico/Universidad de Zaragoza, 2003,  pp.123-133.

- Blesa, Túa. "Un fraude en toda regla. Historia abreviada de la literatura portátil, 2", Tropelías 12-13, 2003, pp.45-58.

- Chipp, Herschel B. (With Contributions by Peter Selz and Joshua C. Taylor). Theories of Modern Art. Berkeley: University of California Press, 1969, pp.182-186.

- Egido, Luciano G. Cuentos del lejano oeste. Barcelona: Tusquets, 2003.

- Grossegesse, Orlando “La caravana de Tabucchi: la poética heteronómica española contemporánea”, en Hans Felten y Ulrich Prill (eds.) Juegos de la interdiscursividad. Bonn: Romanistischer Verlag, 1995, pp.155-166.

- Heredia, Margarita. Vila-Matas portátil. Un escritor ante la crítica. Barcelona: Candaya, 2007.

- Muñoz Molina, Antonio. “Contar cuentos”, Lucanor. El cuento en España 1975-1996, número  6,  1991,  pp.152-158.

- Muñoz Molina, Antonio. Nada del otro mundo. Prólogo de Andrés Soria Olmedo. Madrid: Espasa Calpe, 1995.

- Muñoz Molina, Antonio. Pura alegría. Madrid: Alfaguara, 1998.

- Murillo, Enrique. “La actualidad de la narrativa española”. En Darío Villanueva y otros, Los nuevos nombres: 1975-1990, Historia y crítica de la literatura española, vol. 9. Barcelona: Crítica, 1992.

- Oleza, Joan. “Un realismo posmoderno”, Ínsula 589-590, 1996,  pp.3 y 4.

- Pérez Castro, Sonia. “Los Suicidios Ejemplares de Enrique Vila-Matas” en Enlaces, número 5, junio 2006. (www.cesfelipesegundo.com/revista/ numero/html ). (Fecha de consulta: enero 2007).

- Pessoa, Fernando. Libro del desasosiego. Barcelona: Acantilado, 2002. Traducción de Perfecto E. Cuadrado.

- Serna, Justo. Pasados ejemplares. Historia y narración en Antonio Muñoz Molina. Madrid: Biblioteca Nueva, 2004, pp.225-240.

- Vila-Matas, Enrique. Nunca voy al cine. Barcelona: Laertes, 1982.

- Vila-Matas, Enrique. Una casa para siempre. Barcelona: Anagrama, 1988.

- Vila-Matas, Enrique. Suicidios ejemplares. Barcelona: Anagrama, 1991.

- Vila-Matas, Enrique. Hijos sin hijos.  Barcelona: Anagrama, 1993.

- Vila-Matas, Enrique. Recuerdos inventados. Primera antología personal. Barcelona: Anagrama, 1994.

- Vila-Matas, Enrique. Aunque no entendamos nada. Santiago de Chile: J. C. Sáez Editor, 2003.

- Valls, Fernando. “Hijos sin hijos: los episodios nacionales de Enrique Vila-Matas”. En Irene Andrés-Suárez y Ana Casas, eds., Enrique Vila-Matas. Neuchâtel: Universidad de Neuchâtel, 2002, pp.95-111. 

- Zúñiga, Juan Eduardo. Capital de la gloria. Madrid: Alfaguara, 2004.



NOTAS

 

[1] Enrique Murillo, “La actualidad de la narrativa española”, pp.299-305, en Darío Villanueva y otros, Los nuevos nombres: 1975-1990, Historia y crítica de la literatura española, vol. 9. Véanse también, en ese volumen, los artículos de Darío Villanueva y Santos Sanz Villanueva, entre otros.

[2] Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, Barcelona, Acantilado, 2002. Traducción de Perfecto E. Cuadrado. Véanse, por ejemplo, las páginas 47 y siguientes, donde la reflexión sobre la semejanza al otro,  es lo que hace que perciba el poeta su condición: “me da la celda de presidiario, me hace apócrifo y mendigo”.

[3] Véase al respecto las páginas dedicadas al realismo en la narrativa actual por Juan Oleza en “Un realismo posmoderno”, Ínsula 589-590. Existe también un trabajo ya clásico de Darío Villanueva, Teorías del realismo literario.

[4] Véase “Contar cuentos”, en Lucanor 6  (1991), una breve poética del cuento de Muñoz Molina, que aparece junto a  las de otros autores españoles actuales. En Pura alegría incluye, entre otros, un brillante análisis de los relatos de Juan Carlos Onetti.

[5] Creo que esa huella de Baudelaire resulta especialmente perceptible en sus primeros artículos,  El Robinson urbano y  Diario del Nautilus, o en Ventanas de Manhattan, de la misma manera que la podemos encontrar en páginas magistrales de Pere Gimferrer, por citar a un contemporáneo.

[6] Véase el brillante análisis de este libro, de su combinación de ensayo y ficción, en Túa Blesa: "Un fraude en toda regla. Historia abreviada de la literatura portátil” (1 y 2).

[7] En la reciente edición Vila Matas portátil, de Margarita Heredia, pueden verse algunas reseñas de sus obras, donde encontramos escritores como Roberto Bolaño, Justo Navarro o Ray Loriga, junto a textos aparecidos en la prensa francesa, italiana, sueca o mexicana.

[8] Sobre este libro puede consultarse un esclarecedor comentario de Fernando Valls, “Hijos sin hijos: los episodios nacionales de Enrique Vila-Matas”, publicado junto a otros interesantes trabajos sobre el escritor.

[9] Por ejemplo, los dos primeros llevan los siguientes títulos “Los de abajo (Sa Rapita, 1992)”, y “Mandando todo al diablo (Granada, 1968)”. Los subtítulos suponen una referencia al tiempo y al espacio que no puede evitarse al interpretar el relato.

[10] En Aunque no entendamos nada reconoce haber “plagiado” por completo toda la descripción del bar a Tabucchi.

[11]Véase Orlando Grossegesse, “La caravana de Tabucchi: la poética heteronómica española contemporánea”. Hay que añadir que las referencias a Pessoa, o a la ciudad de Lisboa, pueden encontrarse tanto en los cuentos como en el resto de la obra de Vila-Matas.

[12] La relación entre el artículo y el cuento la ha establecido claramente Sonia Pérez Castro en “Los Suicidios Ejemplares de Enrique Vila-Matas”.

[13]Conviene, para entender la dimensión plástica del relato, ver en catálogos, o en las páginas web dedicadas al pintor como “Paul Klee Tag”, las dos obras que aparecen en este relato: “Schwarzer Fürst” y “Monsieur Perlenschwein”.  

[14]La teoría del arte de Paul Klee puede encontrarse en sus formulaciones básicas en Herschel B. Chipp, Theories of Modern Art.