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LOS
ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”
(I:
2007-2008)
Juan Gómez Capuz
APOLOGÍA
DE RODOLFO CHIQUILICUATRE
NOTA: Este artículo fue
redactado en abril de 2008 y enviado a esta revista a finales del mismo mes,
sin saber entonces qué papel desempeñaría nuestro representante en Eurovisión.
La reciente elección, por
abrumadora mayoría popular, de la canción Baila el chiki-chiki de Rodolfo Chikilicuatre, no ha dejado
indiferente a nadie. Frente al entusiasmo de muchas personas, sobre todo gente
joven, sesudos analistas han puesto el grito en el cielo, se han rasgado las
vestiduras y lo han interpretado como
una de las señales del fin del mundo.
En la propia gala en la que
se eligió la canción ganadora, conducida por una Raffaela Carrà que sigue
moviendo las cervicales casi tanto como la niña del Exorcista, el patriarca
Uribarri entonó su particular versión del tópico latino del ¡o tempora, o
mores!, manifestando su disgusto por la elección de esta canción y llegando
a afirmar que hubiera preferido incluso a los Mojinos Escozíos como dignos
representantes de la nación española (lo más llamativo del asunto es que un
señor mayor como Uribarri conociera quiénes son los Mojinos).
Por lo visto, parece ser que
la canción de Baila el chiki-chiki
ha conseguido poner de acuerdo, sea a favor o en contra, a amplios
sectores de la población española, lo cual ya es de por sí un enorme mérito,
sobre todo si recordamos aquellas palabras de un viajero inglés por la atávica
España del siglo XVIII: es más fácil poner de acuerdo a todo el mundo que a una
docena de españoles. ¿Están ustedes de acuerdo con esa afirmación?
Ahora bien, la prueba más
convincente de que esta canción ha logrado poner de acuerdo a numerosos
españoles, e incluso a los que siempre han sido enemigos irreconciliables, la
constituye la reacción de dos periódicos que siempre han estado acostumbrados a
encontrarse en posesión de la verdad absoluta y a pontificar desde ella: El
Mundo y El País (aunque también he de reconocer que soy un
lector asiduo de ambos periódicos; a lo mejor es que soy masoca). En
sendos titulares, mostrados en su programa por Andreu Buenafuente –“autor
intelectual de la canción”, como lo hubieran calificado ambos periódicos, si
remedamos sus tediosos y tendenciosos reportajes sobre el juicio del 11-M– los
dos medios (¿se llaman así porque sólo dicen “medias” verdades?) se despachan a
gusto contra la canción. El Mundo
sentencia diciendo que se trata de “una irresponsabilidad y una tomadura
de pelo”, como si el propio Festival de Eurovisión (sobre todo desde que está
controlado por los países liliputienses y puritanos del Este de Europa) no lo
fuera, o como si –como apuntó con acierto el propio Buenafuente– este periódico
no cometiera también irresponsabilidades. Incluso El Mundo podría haber llegado más lejos y señalar al
culpable de tamaño desafuero: me imagino que habrían mencionado los nombres de
Felipe González, Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy, si nos atenemos a la
actual línea editorial del periódico; pero parece que los aprendices de
Goebbels estaban de bajón y no llegaron a tanto. Ahora bien, el análisis
–también desde la verdad absoluta– que hace El País no tiene desperdicio
y resulta mucho más contundente: afirman que esta canción “representa lo más
mugriento de la mal llamada música popular”. O sea, que según El País,
Buenafuente y sus actores son los epígonos de Paco Martínez Soria, Alfredo
Landa y los hermanos Ozores. Parece que ni siquiera el hecho de que, según
dicen, la música de la canción la haya compuesto el cantautor Pedro Guerra les
salva de tan oprobioso comentario; porque es sabido que todos los cantautores
–excepto María Ostiz– son de izquierdas, e incluso –si seguimos las palabras
siempre sabias de Miguel Ángel Rodríguez (MAR)– de “extrema izquierda”. Por lo
visto, algo hay en los neurotransmisores cerebrales –Punset dixit – de los redactores de El
País que les ha hecho asociar la letra de esta canción con los estereotipos
casposos del cine español del tardofranquismo. En mi opinión, la base de esta
asociación es mucho más sencilla: la letra de la canción es políticamente
incorrecta, y para El País todo
lo políticamente incorrecto es “facha, casposo y mugriento”, ergo, la
letra de esta canción es “facha, casposa y mugrienta”, no importa quiénes sean
sus autores o sus patrocinadores. Y si seguimos este razonamiento, de poco
hubiera servido la “alternativa Uribarri” de poner en su lugar a los Mojinos
Escozíos, porque son los más políticamente incorrectos de todos. Resulta
curioso que lo políticamente incorrecto, visto por algunos –entre ellos,
Buenafuente en sus monólogos, Mojinos en sus canciones, El Jueves en su revista y yo mismo en mis artículos–
como una liberación frente a las cortapisas de esta nueva censura seudo-progre,
sea interpretado sistemáticamente por los apóstoles de lo “progre” como una
prueba irrefutable de fascismo casposo y mugriento equiparable al cine del
landismo.
De hecho, si nos ponemos a
elucubrar extrañas teorías sobre los valores ideológicos de la letra de Baila
el chiki-chiki, sería muy fácil encontrar una interpretación que
justificaría, entre otras cosas, el hecho de que haya conseguido poner de
acuerdo –a favor o en contra– a amplios sectores de la población española. En
mi opinión, Baila el chiki-chiki
es un canto a la armonía universal, comparable a la Canción de la
Alegría de Beethoven, himno de la
Unión Europea, y por tanto (ergo ) se trata de una canción digna de
ganar el glorioso Festival de Eurovisión. Si repasamos la letra de la canción,
veremos que el baile del chiki-chiki tiene un poder subyugante e hipnótico
capaz de lograr la armonía entre colectivos muy distintos (“lo bailan los
heavies y también los freakies”), entre distintas generaciones (“lo baila mi
madre y también mi abuela”), entre políticos enfrentados (Zapatero y Rajoy), y
entre éstos y caudillos bananeros belicosos (Hugo Chávez), e incluso consigue
la tan ansiada armonía interracial (“lo baila mi mulata con las bragas en la
mano”) sin tener que recurrir a la Alianza de Civilizaciones. Se trata de una
canción capaz incluso de devolver la vida a los muertos, como le ocurre al
padre Damián (por cierto, la alusión al velatorio del padre Damián y al tigre
puma confieren a la canción un aura de realismo mágico que puede resultar muy
grata a los pueblos hispanoamericanos). Así que cuando llegue el 24 de mayo y
Rodolfo salga en el puesto 22 (veintidó, veintidó, como decía el dúo
Sacapuntas, otra muestra de humor casposo y mugriento, según algunos), sólo
cabrá decir: “buenas noches y buena suerte”.
BODAS
DE HAMBRE
Hoy en día, el españolito
medio de mediana edad nunca pasa hambre. Para algo somos ahora un país rico y
tierra de promisión. Que lo españolitos de otros tiempos sí pasaran hambre es
algo que se encargan de recordarnos diariamente nuestras madres: “tendrías que
haber pasado hambre, como nosotros”, “una guerra y hambre es lo que os haría
falta haber pasado”. El recuerdo del hambre es ubicuo y me atrevería a decir
que se convierte en la tercera obsesión de nuestras madres, después de lo de
“ten una buena seguida y forma un hogar” y lo de “no te bañes hasta después de
hacer la digestión”.
Pero esta ley general tiene
una dolorosa excepción. En efecto, hay un acontecimiento social en el que los
españolitos medios pasamos hambre. Mucha hambre. Me refiero a las bodas de hoy en
día. No a las bodas de hace unos veinte años, donde cualquiera se ponía ciego
de comida y de bebida, quizá porque nuestros mayores que pasaron hambre se
esforzaban para que hasta la boda de los más humildes se convirtiera en una
versión actualizada de las bodas de Camacho. Pero ¡ay las bodas de ahora!,
deles Dios mal galardón.
Las bodas de ahora son muy
raras y hay muchos detalles en ellas que no acabo de entender. Para empezar, la
mayoría celebran el convite (que es lo que importa) en una especie de hoteles
alejados a veinte kilómetros a la redonda de cualquier núcleo habitado.
Antiguamente podía ocurrir que algún convite se celebrara en el hotel cercano a
un aeropuerto, lo cual tenía –hasta cierto punto– un toque romántico tipo Casablanca.
Pero ahora se trata de hoteles enclavados en lo más agreste del campo, a lo
sumo cercanos al desvío de una autovía. Hoteles cuyo edificio en sí es una
mierdecilla postmoderna, pero que están rodeados de mucha zona verde,
acondicionada con carpas y sillas de cine de verano, seguramente para imitar
las bodas yanquis que salen en las películas y las teleseries. Y si la boda es
civil, puede ocurrir que te tengas que chupar también la ceremonia allí mismo,
en sillas incómodas y asediado por escuadrones de mosquitos.
Como las bodas se celebran
tan lejos de la civilización, ocurre que los novios deben fletar un par de
autobuses para llevar allí a los invitados que no conducen y a los que conducen
pero prevén que van a acabar tan ciegos que si vuelven en coche perderán más puntos
que en un concurso de traslados. Y entonces te encuentras embutido en un
autobús, rodeado por gente de todas las edades vestida con sus mejores galas,
cantando Acelera, conductor de primera
o Qué buenos son los padres escolapios, como si se hubiera producido
un flash back y hubiéramos vuelto al colegio en los años del Cuéntame.
Pero ese espejismo de haber
vuelto a los años setenta y poder disfrutar de una cena opípara típica de las
bodas de antaño se desvanece en cuanto llegas al moderno hotel en tierra de
nadie. Yo creo que lo de llevarte en autobús a ese remoto lugar es una trampa,
porque cuando descubres la engañifa del menú, te encuentras atrapado y no
puedes volver a tu casa a pedir una pizza. Así los novios y el hotel evitan que
nadie los deje en mal lugar.
El extraño menú de estas
nuevas cenas de boda suele comenzar con unos aperitivos que sirven los
camareros mientras estás en la amplia zona verde saludando a los parientes y
protegiéndote de los mosquitos. De nuevo se trata de una copia de los usos
yanquis: parece que los que diseñan este tipo de convites se pasan todo el
tiempo de ocio viendo teleseries norteamericanas, y se piensan que estamos en
el Valle de San Bernardino cuando en realidad vivimos a orillas del
Mediterráneo. El problema es que hay algunos invitados que ya son verdaderos
especialistas en esta nueva versión 6.0 de los aperitivos y copan literalmente
el trayecto de los camareros, con lo cual lo normal es que el invitado bisoño
no pille nada de comida y tenga que mirar luego la carta del menú para saber lo
que en un mundo posible kantiano podría haber comido.
Pero lo peor viene cuando
entras al comedor. Ahora comeré algo, dices. Y te entusiasmas al ver platos de
diámetro similar al del planeta Júpiter, pero vuelve a ser una vaga y vana
ilusión. Porque las reglas de la nouvelle cuisine o cocina de autor predican una
relación inversamente proporcional entre el diámetro de los platos y el
contenido que hay en ellos: parafraseando el Poema de Mío Cid, “¡qué
buen plato, si oviere buen manjar!”. De nuevo se te cae el alma a los pies, y
te suenan las tripas, cuando compruebas que en aquellos platazos sólo hay unas
pocas menudencias, como si fuera la ración de una top-model o de un bebé. Unas
cosas rarísimas, que parecen cagarruchas de periquito y que los apóstoles de la
cocina de autor llaman virutas y espuma de no sé qué. Y además, debidamente deconstruido,
para que el pobre comensal sea incapaz de establecer relación gestáltica alguna
entre lo poco que tiene en el plato y la forma de cualquier manjar vagamente
conocido. O sea, cagarruchas. Pero, sobre todo, siempre presentado en ese
ambiguo estado de la materia llamado espuma (para mí que esta gente tuvo
un trauma freudiano infantil con la espuma de algo y nos lo intenta contagiar a
todos). Después viene el sorbete
de si sé cuántos, pero sigue sin ser algo sólido que llene las sufridas
tripas. Finalmente, llega el plato principal, que suele ser un trocito de carne
medio cruda con más hueso que chichi y una guarnición más escasa que la de El
Álamo al final de la película. Nueva desilusión. Y sólo al final, consigues una
exigua porción de la tarta nupcial repartida entre trescientos invitados, pero
la devoras con avidez.
Al final sales con más hambre
que Carpanta y el Lazarillo, a dieta de buñuelos de viento (o de espuma),
habiendo comido menos que Peter Sellers en El guateque o que Torrente en un restaurante chino. Y
deseas que el autobús te devuelva cuanto antes a la civilización. Y a tu
nevera.
MEMORIA
HISTÓRICA
La derecha y la izquierda
oficiales, sus dos grandes partidos y los medios de comunicación vasallos y
serviles han encontrado en la Guerra Civil un nuevo filón para demostrar que
ellos, y no los otros, están en posesión de la verdad absoluta. En efecto,
siempre enfocan el conflicto fratricida desde una perspectiva claramente
maniquea en la que unos –ellos– son los buenos buenísimos y otros –los otros,
para ser más exactos–– son los malos malísimos, unas bestias carentes de la más
mínima condición humana. Unos justifican así su victoria en el conflicto y los
otros argumentan que se deben borrar todos los símbolos de la victoria de
aquéllos. El espíritu de reconciliación nacional que presidió la Transición
parece quedar definitivamente arrumbado. En el fondo, esta nueva actitud ante
la Guerra Civil es un mi opinión un síntoma más de la creciente bipolarización
maniquea de la sociedad española actual, que por otra parte presume de boquilla
de ser tan “tolerante”: hoy en día o se es ateo o católico integrista, o
nacionalista español o nacionalista periférico (ambos a ultranza). Los matices
intermedios se han perdido, quizá para siempre. Ser centrista se ha convertido hoy en día en un grave
insulto en los principales medios de comunicación escritos, orales y
audiovisuales (con especial virulencia en la radio, con unos locutores y
tertulianos endiosados porque los oímos pero no los podemos ver, como si fueran
la mismísima divinidad). Los dos grandes partidos se alejan del centro político
a mayor velocidad que las galaxias se alejan unas de otras: lo que en el Cosmos
es consecuencia de un Big Bang, aquí en España podría ser la causa.
Unos y otros nos hacen creer
que la España de la Guerra Civil fue un paraíso perdido de la polarización y la
pureza ideológicas. Unos recuerdan a los pobrecitos asesinados en Paracuellos,
otros esgrimen a las manidas Trece Rosas. Son sus héroes, los que murieron por
un ideal claro, sin asomo de duda. Pero quizá en aquella España no todo fuera
blanco o negro, azul o rojo. Quizá ya hubo disidentes, gente que dudaba, que se
sintió traicionada por la férrea dictadura de uno u otro signo. Pero no
interesan: son, como diría Al Gore en otro orden de cosas, “una verdad
incómoda”. Unos recuerdan que García Lorca fue cobardemente asesinado; los
otros, deficitarios en intelectuales, contraargumentan con los asesinatos de
Maeztu o Muñoz Seca. Pero pocos tienen interés en recordar hoy en día que
Unamuno, en principio entusiasta con el alzamiento, le plantó cara a Millán
Astray en la Universidad de Salamanca y fue recluido en un arresto domiciliario
hasta su muerte un par de meses después. Pocos quieren recordar, si no fuera
por el testimonio de un extranjero, George Orwell en Homenaje a Cataluña,
la tremenda caza de brujas a que fue sometido el POUM trotskista en la convulsa
Barcelona de 1937: su líder Andreu Nin fue llevado a una checa en Madrid por
agentes estalinistas que durante los interrogatorios, según cuentan algunas
fuentes, lo despellejaron vivo. Tampoco interesa el testimonio de Orwell, quien
fue sometido a un consejo de guerra por negarse a disparar a un soldado
franquista que salía desarmado de una letrina, episodio que nos recuerda al del
miliciano Miralles salvando la vida del escritor Rafael Sánchez Mazas. No
interesan. La izquierda no quiere recordar esas absurdas luchas por la pureza
ideológica que siempre la han perseguido. Tampoco sabemos cuántos militares del
bando nacional descontentos con Franco murieron en extraños accidentes de
aviación, ni las víctimas producidas por las rencillas internas entre carlistas
y falangistas. No le interesan a la derecha.
Cada uno cuenta la historia
según le va, según lo que le ocurrió a algún ancestro, y por lo visto lo que
mola es destacar la pureza ideológica de los implicados en el conflicto. Pero
como hemos visto no todos fueron tan seguros, disciplinados y “leales”, y quizá
haya muchos más en la memoria de muchas familias. Permitan que les cuente un
ejemplo cercano.
Juan Capuz Artiga nació en 1903 en una
familia pequeño-burguesa de Valencia. Demasiado indisciplinado para continuar
unos estudios académicos, prefirió seguir la tradición menestral y se hizo
cargo del taller de carpintería familiar, donde llegó a diseñar muebles
vanguardistas para la época. Ello no le impidió continuar por libre su
formación cultural: era ávido lector y llegó a acumular más de quinientos
libros que he heredado y entre los que se encuentran un Quijote de 1848 (escribo este artículo en el día del
libro), la edición original de la Historia de la revolución española de
Blasco Ibáñez publicada en París en 1892, casi toda la obra completa de Pío
Baroja y Pérez de Ayala, ediciones de las obras de Santa Teresa, Dostoyevski y
Rubén Darío, así como la Guía del socialismo de Bernard Shaw y Mi
vida de Trotski. También cultivó la amistad con escritores e intelectuales
que le firmaron algunos de aquellos libros. Fiel republicano, mantuvo estrechos
vínculos con la familia Blasco Ibáñez. Defensor de ideas laicas y progresistas,
fue gran amigo del pintor y cartelista Josep Renau, de quien fue padrino en la
primera boda civil que se celebró en la Valencia republicana y de quien todavía
conservamos algunos recuerdos personales que sobrevivieron al inquisitivo
control de los años de posguerra. Aplaudió la llegada de la República como una
nueva era de cambio y progreso para España. Pero no tardó en sentirse
desencantado. Tenía primas que eran monjas y vio con alarma los estallidos de
anticlericalismo y la quema de conventos. Una vez iniciada la Guerra Civil, se
sintió cada vez más incómodo en una República dominada por el PCE estalinista.
Quiso protestar y se unió a un grupo de personas que quisieron denunciar la
dictadura estalinista. Una traición interna les delató. Sometido a un juicio
también por traición y atendiendo a su fama, se le concedió la rara venia de
retractarse de sus actos. Pero no quiso. Contestó que lo había hecho con los
cinco sentidos y que cien años que viviera, cien años que lo volvería a hacer
igual. Ante el pelotón de fusilamiento, el republicano y laico Juan Capuz gritó
que moría “por Dios y por España”: fue su último testimonio de rebeldía ante
una República que lo había traicionado. Tenía 34 años. Dejaba una viuda y una
hija de seis años. Fue enterrado en Paterna, donde también reposan miles de
republicanos víctimas de la represión franquista. Un par de años más tarde, su
viuda (de segundo apellido Miralles, como el miliciano de la novela de Javier Cercas:
todos somos familia) coincidió con la viuda de un prisionero republicano que
acababa de ser represaliado, la cual llevaba de la mano a un niño de corta
edad. Cuando aquélla le preguntó de qué bando era su marido muerto hacía un par
de años, mi abuela le contestó: “Eso no importa. Lo único que importa es que su
hijo no tiene padre y mi hija tampoco tiene padre. Eso es lo único que
importa”.
En aquella España gris no
todo fue blanco o negro, rojo o azul. Hubo muchos españoles que dudaron, que
disintieron, que se sintieron traicionados. Y fueron los primeros en pagarlo
con su vida. Pero hoy en día su historia no interesa, porque no encaja con las
normas, no se corresponde con el modelo maniqueo oficialista de buenos y malos:
son una verdad incómoda. Pero sin su recuerdo difícilmente podremos llegar a
construir un panorama real, verdadero y cabal de nuestra memoria histórica.
LA
MÚSICA DE LOS SETENTA
Para los que entramos en la
cuarentena, la música de los setenta conserva el encanto de ser la banda sonora
del paraíso perdido de nuestra niñez y primera adolescencia. La música con la
que crecimos, de nuestros días de colegio, nuestros primeros bailes y nuestros
primeros amores. Somos incapaces de enjuiciar esa música y a sus autores sin el
tamiz de nuestras vivencias, y la conservamos mítica en el Olimpo de nuestros
recuerdos. Por eso somos tan vulnerables a evocaciones revivalistas, a volver a
comprar en cedés la música que hace veinticinco años escuchábamos en negros
vinilos y liosas cintas de casete.
Para nosotros la música de
los setenta es perfecta, porque sin ella no podríamos rememorar con tanto
detalle las minucias de aquellos años en que tanto nosotros como el país íbamos
creciendo y abandonando la niñez. Igual que son perfectos los juguetes,
alimentos y demás parafernalia de aquella época, cuya sola mención nos dispara
–como la magdalena de Proust– los recuerdos de aquel paraíso perdido.
Pero vista desde una
perspectiva más neutra y objetiva, ¿es realmente tan perfecta, ideal y glamurosa
la música de los setenta? Más bien parece que no, que frente a la década
prodigiosa de los sesenta y a la nueva ola y movida de los ochenta, la música
de los setenta fue un interregno mediocre y hortera. Se nos hace difícil
desmontar nuestros mitos, pero así es la realidad. Procedamos.
El punto más débil de aquella
música de los setenta es, quizá, la curiosa cosecha de pop europeo, continental
como dirían los ingleses, frente a la hegemonía británica isleña de los
sesenta. Ahí encontramos multitud de artistas horterillas que navegaban bajo
pabellones de conveniencia y que, en muchos casos, iban o venían al Festival de
Eurovisión. Buenos músicos eran ABBA, dos parejas de suecos bergmanianos, una
morena y una rubia (como en la zarzuela) y dos chicos modositos que se parecían
a Pedro Ruiz y Santiago Segura; aunque muchas veces sus buenas canciones y su
buen inglés (en comparación con el de otros) quedaban ahogados por kilos de
lentejuelas y zapatos de plataforma, a la vez que sus ímprobos esfuerzos por
cantar en español les hacían parecer una familia de guiris perdidos por Benidorm. Mucho más horteras
eran Boney M., un grupo de negritos sacados directamente de la baraja de las
familias, aunque navegaban bajo pabellón alemán, lo cual resultaba –si cabe–
todavía más surrealista. Sus canciones, compuestas por el productor Frank
Farian hablaban de los temas y lugares más diversos y parecían la versión funky de la Enciclopedia Álvarez: en ellas
se combinaban los latrocinios gallináceos de El Lute con Rasputín y Belfast, y
hasta se atrevían con una versión del salmo Super flumina Babylonis. Por
si esto fuera poco, se rumoreaba que ni siquiera cantaban ellos mismos, rumor que
cobraría más fuerza cuando años después el ínclito Farian se viera envuelto en
el fiasco de los Milli Vanilli. También bajo pabellón alemán, o quizá belga,
navegaban las Baccara, un par de chachas españolas, las cuales cantaban en un
inglés macarrónico que parecía haberse detenido en la lección 8 del Follow
Me, repleto de sorries, sirs, ladies, sinners, winners y palabras terminadas en eishon.
También bajo diversos pabellones de conveniencia, y cantando en diversos
idiomas, navegaba el griego Demis Roussos, el Pavarotti del pop, con su voz
agudísima y sus estribillos inefables.
Si hortera era el pop
continental, ¿qué decir del español? En nuestro país, tras la crisis de los
grupos, vivíamos una fiebre de solistas y gorgoritos: Herrero, Armenteros y
Calderón producían como churros canciones clónicas (aunque algunas de ellas
brillantes) para mayor gloria de Nino Bravo, Mocedades y otros solistas o
grupos. Camilo Sesto y Juan Bau escribían ellos mismos sus propios gorgoritos.
Basilio daba la nota de color hablando de unos cisnes y Pablo Abraira se
especializaba en canciones que llevaran la conjunción o. Por si fuera
poco, entre ellos competían para ir a Eurovisión. Además, nos topábamos a cada
paso con multitud de cantautores soporíferos, con aire de funeral, con
vestimentas oscuras, sacerdotes de la Transición. Y al final de la década, las
canciones de parroquia con gorgoritos de los Pecos, el punk de mercadillo de
Ramoncín y los Rolling tanguistas y boludos de Tequila. Y poco más. Y eso que
las Baccara no contaban como españolas, aunque en compensación (?) nos trajimos
de allende nuestras fronteras los estribillos estivales de Georgie Dann y las
canciones de Raffaela Carrà, saturadas de arreglos de timbales que hubieran
hecho las delicias de Richard Strauss.
También fue una época de
recuperación del pop norteamericano, avasallado en la década prodigiosa por la
invasión británica. Pero vaya pop. Salvando algunos grupos de folk-rock como
Eagles, el resto era para llorar de lo hortera y cutre que eran. Incluso el
Rey, Elvis, volvió, gordo y lleno de lentejuelas, para dar conciertos en Las
Vegas. Los cantantes de folk y country parecían la familia Ingalls: la cabeza
pensante de Neil Diamond, los guitarrones y los mostachos de Crosby, Stills
& Nash (¿eran mejicanos?), las cuidadas barbitas de Kris Kristofferson y
Kenny Rogers, las gafitas de John Denver antes de estrellarse con su avioneta,
costumbre norteamericana que evocaría Don McLean en su espléndida American
Pie, en referencia a Buddy Holly y Ritchie Valens. Aparecía también una
hortera música de baile representada por Donna Summer (al principio, bajo
pabellón alemán también), los Bee Gees y la pareja John Travolta y Olivia
Newton-John. Hacia el final de la década surgieron engendros aún peores, como
la familia de negritos llamada Jackson Five (liderada por el benjamín Michael,
aún negro también) y, sobre todo, esa esperpéntica mezcla de Action Man,
Geyperman y Teletubbies llamada Village People, hirsutos cantantes (¿cantaban
ellos?) que pronto se convertirían en iconos gay.
Pero incluso lo más granado
del pop británico de los setenta, de los nombres que todavía se conservan con
letras de oro en la historia de la música pop, tenía también su lado hortera y
muchos autores se veían sumidos en una seria crisis creativa tras los excesos
de la década prodigiosa. Es el caso de los cuatro ex-Beatles, desorientados
tras la ruptura, embarcados en conciertos benéficos o sumidos en delirios
mesiánicos, y que además utilizaban sus mediocres canciones para mandarse
recaditos. O los Rolling Stones, los verdaderos Globe Trotters del rock, en
cuyo cinco inicial habían sustituido al occiso Brian Jones por Mick Taylor y
luego por Ron Wood, el gemelo feo de Rod Stewart, todos ellos en plena crisis
creativa y más drogados que un chino en las guerras del opio (o que un ciclista
en el Tour). O el propio Rod Stewart,
que se añadía cada mes una mecha rubia a modo de trofeo metonímico por cada
rubia que conquistaba, y que se esforzaba en cantar a pesar de tener las
cuerdas vocales más destrozadas que el Dodge Dart de Carrero Blanco. O Queen,
grupo que demostraba que la tierra de nadie entre el heavy metal y el glam rock
era la ópera. O Mike Oldfield, en plan Jesucristo Superestar (como en la
portada de Ommadawn), orquestando interminables efluvios mahlerianos
hasta que ocho años después se dio cuenta de que lo más comercial era volver a
las canciones pop de tres minutos. O Supertramp, con canciones interminables en
las que el piano eléctrico, el saxo tenor de Halliwell y el falsete de Hogdson
te producían un intenso dolor de cabeza. Por no hablar de los falsetes de los
Bee Gees, que parecían sacados de algún serrallo. O las gafotas de Elton John y
el cardado de Jeff Lynne, que veía cómo cada disco suponía la huida de uno de
sus músicos de la sección de cuerda. O el barbitas progre de Cat Stevens, antes
de sufrir el camino de Damasco que le llevaría al fundamentalismo islámico y a
apoyar la fatwa contra Salman
Rushdie. Y para rematar la década, los Sex Pistols, The Jam y The Clash,
desaliñados, con las guitarras desafinadas y las cuerdas medio sueltas.
Pero en el fondo, y a pesar
de todo lo expuesto, para nosotros la música de los setenta seguirá idealizada
como banda sonora de nuestros recuerdos de la niñez: las sublimes canciones de
Nino Bravo, las canciones protesta de una España que despertaba, Elvis aún era
el Rey, ex-Beatles y Rolling buscaban un nuevo camino, ABBA era todo glamour,
Michael Jackson aún era negro, los Village People aún estaban dentro del
armario y, sobre todo, John Travolta y Olivia Newton-John eran nuestra pareja
ideal, guapos y delgados. Mejor recordarlos así.
HITLERS
DE RISA
De acuerdo. Lo confieso.
Siempre he estado obsesionado con el tema de Hitler y el nazismo. Pero que
conste que esto no tiene ningún tipo de implicación ideológica. De hecho, dos
de mis más admirados genios del siglo XX compartían esa misma obsesión, y
estaban bastante alejados de posturas derechistas y, mucho menos, de la extrema
derecha. Me refiero a Woody Allen y John Lennon. En el caso de Woody, es sabido
que en casi todas sus películas suele incluir, sin falta, algún chiste sobre
Hitler y el nazismo: “cada vez que oigo la música de Wagner me entran ganas de
invadir Polonia”; refiriéndose a una estricta cuidadora del abuelo que padece
demencia senil, comenta “tenía toda la pinta de haber sido el ama de llaves de
Hitler, pero era la única que podía meter en cintura a nuestro abuelo”; cuando
la policía le detiene por portar una pistola, Woody se excusa diciendo que es
“por si me persiguen los nazis”; refiriéndose a las aficiones excéntricas del
marido de su exmujer, dice “¿y qué me dices de su afición por los automóviles
de época? Si yo me paseara por ahí en un Mercedes del 39 me tomarían por
Himmler”. En el caso de Lennon, es menos sabido que, ya en sus primeros años
con Los Beatles, tenía la costumbre de hacer el saludo nazi (y los restantes
compañeros del grupo le seguían la corriente) cuando eran aclamados por
multitudes en el balcón de algún ayuntamiento. La obsesión de Lennon llegaba al
punto de proponer la presencia de Hitler en las portadas de los discos de Los
Beatles, pero la censura británica lo vetaba aduciendo que fue “enemigo del
Imperio” (lo que no era para reír, sino más bien para llorar, es que también
vetaba la imagen de Gandhi en las mismas portadas por haber sido... ¡enemigo
del Imperio!; la verdad es que si la censura británica llevara ese criterio
hasta sus últimas consecuencias, también debería vetar a Luke Skywalker).
Parece que esta obsesión mía
es cada día la de la más gente, como lo prueba el alud de libros que surgen
sobre el tema. Y también películas, pero en el terreno cinematográfico hay algo
que siempre me ha llamado la atención. Me explico. La reciente producción
alemana El hundimiento provocó ciertas críticas y suspicacias por
presentar una visión demasiado “humana” de Hitler y sus más allegados en los
últimos días del Búnker. Pero a mí lo que más me chocó es que el actor que
interpretaba a Hitler, Bruno Ganz, fuera un actor “serio”. ¿Qué quiero decir
con esto? Pues que en el cine de Hollywood el personaje de Hitler siempre ha
sido interpretado por actores cómicos británicos. Han sido, si se me permite la
expresión, Hitlers de risa . ¿Y por qué? No lo sé muy bien. Lo de británicos,
lo comprendo por dos razones: en primer lugar, los actores británicos siempre
se han caracterizado por saber encarnar a la perfección a personajes “raros”,
bien fueran artistas, psicópatas o dictadores; en segundo lugar, supongo que
ningún actor norteamericano se hubiera atrevido a interpretar a Hitler por
miedo a que el poderoso lobby judío de aquel país lo colocase en alguna lista
negra o, tal como están ahora las cosas, a que bombardeara su mansión de
Beverly Hills. Pero lo de cómicos, no acabo de entenderlo: es cierto que
el papel de Hitler sería ideal para un actor histriónico, pero no
necesariamente cómico (por ejemplo, Jack Nicholson y Dennis Hopper son
histriónicos, pero no cómicos); pero a ningún productor en sus cabales se le
ocurriría ofrecer el papel de un psicópata o de un asesino de la vida real (o
sea, un biopic) a un actor de registro predominantemente cómico... a no
ser que deseara ridiculizar a dicho personaje real. Y quizá esto es lo que ha
ocurrido durante 60 años con Hitler y quizá es el tabú que ha roto la película El
hundimiento al poner en su piel a un actor “serio”. Y si piensan que
exagero con lo de los actores cómicos británicos metidos en la piel de Hitler,
les pondré tres ejemplos, cada uno de ellos separado del siguiente por treinta
años de distancia.
En 1940, con un Hitler
todavía vivo y en la cúspide de su poder, el elegido para interpretarlo en una
brillante sátira política fue el actor cómico británico Charles Chaplin. Desde
el punto de vista ideológico, el contraste no podía ser mayor: Chaplin era
judío y de izquierdas. Pero desde el punto de vista de la imagen, era el
candidato perfecto, porque es que era clavao; vamos, que se parecían más
que dos canciones de Maná. Aunque no se sabe muy bien quién imitaba a quién y
de hecho se rumorea que Charlot estuvo a punto de demandar a Hitler por
apropiación de imagen. Además, Chaplin no sólo interpretó a la perfección el
papel de Hitler sin necesidad de maquillarse lo más mínimo, sino que además
diseñó una eficaz sátira política con mensaje (sobre todo, el discurso final o
el ingenioso logo de la doble cruz que reemplaza a la esvástica porque en
inglés coloquial to double-cross significa
‘estafar’). Por tanto, tiene cierta justificación.
Treinta años más tarde, a
principios de los setenta, en una especie de vodevil ambientado en la Segunda
Guerra Mundial titulado Camas blandas, batallas duras, el elegido para
hacer de Hitler fue... ¡Peter Sellers! Se podría argüir que Sellers era el
hombre de las mil caras y que podía meterse en cualquier papel; además, en
cierto sentido, este papel constituía el último estadio de su amplia galería de
personajes indogermánicos, iniciada con el hindú patoso de El guateque.
Incluso un reciente biopic sobre
Peter Sellers (Llámame Peter) ha demostrado que el actor padecía un desequilibrio
mental y unos delirios de grandeza que lo hacían especialmente apto para
interpretar al personaje. Pero aun así, y aun tratándose de un vodevil, hemos
de reconocer que chocaba bastante ver a un actor cómico de la talla de Sellers
haciendo de Hitler.
Podría pensarse que en
nuestra época los productores y los responsables de cásting del cine
norteamericano serán más cuidadosos a la hora de escoger a un actor para
interpretar a Hitler. Pues parece que no. En una reciente producción del año
2003, titulada Hitler: el reinado del mal, el elegido para hacer de
Hitler ha sido de nuevo otro actor cómico británico: Robert Carlyle. Si el
nombre no les suena, les diré que era el protagonista de Full Monty. Y
la verdad es que aquí ya no veo ninguna conexión con Hitler. Sobre todo, porque
Hitler nunca habría hecho estriptis, ya que padecía monorquidia; dicho en román
paladino, que sólo tenía un testículo (quizá en ese detalle radicara el
desenlace de la Segunda Guerra Mundial, pues es sabido que para ganar una
guerra mundial hay que echarle huevos, en plural). La verdad es que,
después de comerme mucho el coco (cosa que hago con frecuencia), sólo he sido
capaz de encontrar una analogía entre Hitler y el papel de Gaz (bueno, el
nombre sí que tiene cierta relación con el nazismo) que interpretaba Carlyle en
Full Monty : y es que ambos alcanzaron el poder o la fama gracias al
paro. Pero nada más.
Por cierto, en el cine
español no tenemos constancia de experimentos similares. Una de las pocas
películas que aborda ese ambiente, La niña de tus ojos de Fernando
Trueba, no lo aprovecha para poner en escena a un Hitler made in Spain.
Sí sale Goebbels, aunque creo recordar que está interpretado por un actor checo
(la película se rodó en la República Checa). De todas formas, creo que, habida
cuenta del código deontológico que guiaba la labor de Goebbels (frases como que
una mentira mil veces repetida se convierte en verdad), no faltarían en
España candidatos para interpretar su papel: pienso, a bote pronto, en muchos
locutores y tertulianos radiofónicos, en destacados representantes de los dos
grandes partidos políticos y no digamos de los partidillos nacionalistas (¿se
escriben con c ?). Pero, en fin, volvamos a nuestro tema: nadie
interpretó a Hitler en La niña de tus ojos, y eso que la película fue
criticada por presentar algunos estereotipos casposos del cine español, como el
afeminado Castillo encarnado en un Santiago Segura que acababa de salir de su
primer Torrente . Si había un Castillo, ¿por qué no un Hitler? Y ya
puestos a lanzar hipótesis, si hubiéramos querido acercarnos a los parámetros
del cine norteamericano, lo ideal hubiera sido elegir a un actor cómico, histriónico
y especializado en pequeños cameos históricos: mi candidato, Javier Gurruchaga,
que ya apuntaba maneras desde la portada de Bon Voyage y que hubiera
sido un magnífico Hitler zalamero y lisonjero con Macarena/Penélope Cruz,
deconstruyendo así la extraña y ambigua relación con Imperio Argentina.
Y queda la pregunta del
millón. Ya que no escarmientan, en la próxima película made in Hollywood,
¿quién será el actor cómico británico elegido para encarnar a Hitler? De nuevo
les propongo tres candidatos, como en las ternas de la época franquista que
algunos tertulianos y columnistas tanto parecen añorar: en primer lugar, si
jugamos con la paradoja de poner a un actor judío en la piel de Hitler –como ya sucedió con Charlot–, una
opción podría ser Sacha Baron Cohen, alias Ali G y Borat (además, Baron Cohen fue alumno en Cambridge
de Ian Kershaw, uno de los principales biógrafos de Hitler, razón por la cual
también mantiene cierta conexión con nuestro personaje); en segundo lugar, si los
guionistas y productores apostaran por el lado más cínico de Hitler, un buen
actor sería Hugh Laurie/Doctor House, aunque sustituyendo la bicodina por el
Zyklon B; en tercer lugar, si los productores prefirieran, lisa y llanamente,
la simple charlotada, ¿quién mejor que Rowan Atkinson/Mr Bean?
APOYO
LOGÍSTICO Y HUMANITARIO
Estos
días nos encontramos con más de la mitad del mini-ejército español fuera de
nuestras fronteras. Quizá porque los responsables de todo esto se han dado
cuenta de que nuestras fronteras son muy fáciles de traspasar y más vale mandar
a los militares fuera. Estar aquí para nada es tontería. Además nos
tranquilizamos mucho cuando nos dicen que los militares que van fuera lo hacen
en misión de paz, como apoyo logístico y humanitario. Y menos mal que
son militares profesionales (yo sólo disparé 23 tiros en mi mili de nueve
meses, pero no les aburriré con esto), aunque tengo ex-alumnos que probaron
suerte en esta nueva milicia y están muy desencantados del ejército
profesional.
Nuestros
soldados están repartidos por todo el globo. Parece una antigua partida de Estratego,
pero a tamaño natural (un recuerdo para el maestro Berlanga, paisano). Es
cierto que ya no estamos en Irak, pero estamos en sitios casi igual de chungos,
que a la primera de cambio pueden convertirse en un polvorín tan violento como
aquél: Líbano, Afganistán, Bosnia, Congo, Haití y otros pintorescos destinos que
mis conocimientos de Geografía de BUP no alcanzan a ubicar en el mapa (y a los
que hayan estudiado la ESO, ni flores, porque ni siquiera saben dónde se
encuentran otras comunidades autónomas de este país). Pero, vuelvo a repetir,
lo que más me tranquiliza es saber que nuestros soldados han ido allí en son de
paz, en estricta misión de apoyo logístico humanitario. O, al menos, ese
es el sonsonete que siempre utilizan los gobiernos socialistas (desde González
a Zapatero), y también los del Partido Popular, aunque éstos se dejaban llevar
por la retórica belicista de los halcones norteamericanos e intentaban
resucitar ínfulas patrióticas (y hasta ínsulas perejilianas), al alba con
viento fuerte de Levante, estamos trabajando en ello.
Pero
eso de de apoyo logístico humanitario, ¿qué significa realmente? ¿sirve
para tranquilizar o para ocultar el contenido real del mensaje? Como podemos
deducir fácilmente, se trata de un eufemismo del lenguaje militar y estratégico
y, como tal, pretende maquillar un mensaje chungo con la apariencia de una
realidad neutra e incluso bella; vaya, es como hacer pasar a las palabras por
los quirófanos de Corporación Dermoestética. Este tipo de eufemismos ha
existido durante todo el siglo XX, y ha sido de especial agrado para las ideologías
totalitarias (recuérdese el Newspeak
de Orwell en 1984). Pero con el tiempo estos eufemismos se han
ido degradando, porque el implante de silicona que les pusieron se les nota
cada vez más: expresiones como establecimiento penitenciario (antes cárcel,
intramuros trullo, trena o talego),
reajuste de precios (siempre hacia arriba, es decir, subida ) o flexibilidad
en el empleo (parece yoga, pero en realidad significa despido libre)
casi nos mueven a risa, como el tan manido ahora desaceleración, versión
postmoderna y ultraeufemística del antiguo crecimiento cero. Pero
resulta que hace unos treinta años surgió una moda yanqui y progre de no llamar
al pan pan ni al vino vino porque las minorías se podían ofender: a esa nefasta
moda se le llamó “lenguaje políticamente correcto” y vino a ser un nuevo bozal
a un lenguaje que se desperezaba tras siglos de restricciones religiosas y
modales victorianos; y además introdujo en nuestra lengua interminables
expresiones formadas por un adverbio largo y un adjetivo (p.ej. socialmente
desfavorecido ), no muy frecuentes hasta entonces en castellano drecho.
De la
suma del eufemismo sociopolítico y militar de siempre y el lenguaje
políticamente correcto de ahora ha surgido una jerigonza que sólo sirve para
desinformar. Hace unos cuatro años, en plena guerra de Irak, trabajando en
ello, en plan película de las Azores, un experto en Derecho Internacional
publicó en El Mundo un
esclarecedor artículo titulado “Glosario para la desinformación” donde pasaba
revista a todos estos términos: apoyo logístico y humanitario, guerra justa,
guerra o ataque preventivo, daños colaterales, fuego amigo, etc. Yo, como
no soy experto en derecho internacional pero conozco las múltiples dobleces a
las que se somete al lenguaje, trataré de explicar al lector estos términos,
tomando como analogía o punto de referencia una situación cotidiana. Supongamos
que el vecino A desea tirarle una maceta al vecino B a causa de ciertas
tensiones existentes entre ellos. Pero ocurre que el vecino A tiene un piso
interior, sin ventanas o balcones que den a la calle y al portal del edificio.
Entonces, el vecino C, poseedor de un piso exterior, conocedor del conflicto y
–al parecer– también soterrado enemigo de B, le hace esta amable sugerencia al
vecino A: “¿Por qué no te subes a mi piso, que desde allí lo tienes más a tiro?
Y de paso, mientras lo esperas, te saco una cervecita y unos cacaos”. El vecino
A acepta encantado el apoyo logístico (“desde allí lo tienes más a
tiro”) y humanitario (“una
cervecita y unos cacaos”) de C y desde el piso de éste espera la salida de B
del portal y le tira la maceta; pero –¡oh, madición!– la maceta yerra el blanco
e impacta sobre la cabeza (o tiesto) de un negro que estaba vendiendo kleenex
en la acera. Entonces es cuando entra en juego otro de estos crueles
eufemismos: daños colaterales. Lo del negro han sido, simplemente, daños
colaterales, aunque no entiendo muy bien eso de colaterales si la
maceta ha alcanzado de lleno al
pobre guineano (a no ser que los únicos centros de referencia sean los vecinos antagonistas A
y B, y los demás resulten ser unos parias que no importan para nada). Y
siguiendo con esta (mundo) feliz terminología, si el macetazo se lo hubiera
llevado el vecino C que había bajado a comprar más cacaos para A, entonces
habría que hablar de fuego amigo
o, más bien, de macetazo amigo, aunque con amigos así no hacen
falta enemigos. Incluso cuentan que, en otro tiempo, en este edificio de armas
tomar (aquí no hay quien viva, en sentido literal), un vecino X llegó a
asesinar a otro vecino Y porque éste le miraba mal: pareció, a primera vista,
que el el vecino X había obrado de manera impulsiva, desproporcionada e
inmoral. Nada de eso: había puesto en práctica otro sagrado principio
logístico, llamado ataque preventivo, cuyo sutil mecanismo si-logístico
es el siguiente: si el vecino Y me mira mal, es porque me quiere matar; ergo,
antes de que mate a mí, le mato yo, como hubiera dicho también Don Juan Tenorio
(“y nunca consideré / que pudo matarme a mí / aquel a quien yo maté” dijo
nuestro chulo nacional). Aunque ni siquiera ese impecable razonamiento
escolástico le eximía de seguir siendo un asesino, algunas mentes ingenuas lo
habrían considerado una guerra justa
y habrían aplaudido su conducta.
Así, que cuando la próxima
vez oigan que nuestras tropas están en misión de apoyo logístico y
humanitario y demás eufemismos, ya
pueden imaginarse el percal: estarán preparando cervecitas, jamón y pescaíto
frito para los que realmente tiran los bombazos.
EL
NIETO DE PETER SELLERS
O EL
NIÑO HINDÚ
Hoy ha aparecido en mi clase
un alumno nuevo. Y digo aparecido, como en los programas de misterio,
porque llevamos ya tres semanas de curso y súbitamente ha surgido de la nada.
Hasta ayer lunes nadie le conocía, no existía y hoy, de repente, flas, ha
aparecido sentado en el aula para asombro de todos. Me mira, y más con gestos
que con palabras, me trata de explicar que a él le han asignado esta clase. Un
poco confuso todavía, me voy haciendo a la idea de este último fichaje y le pregunto
cómo se llama. El chaval tarda bastantes segundos, casi un minuto, en
decodificar mi mensaje en castellano y responde de corrido, como si tuviera que
tomar carrerilla para pronunciarlo: Shambhalabhalanyán Krishnabhramaphrutri.
¡Madre mía! Le pido un par de veces más que me diga su nombre y en cada intento
trato de transcribirlo fonéticamente con una fidelidad y una precisión dignas
de un profesor Higgins, pero ni aun así consigo acertar. Además, el chaval, que
más o menos parece ser de origen indostánico (no soy un experto en etnicidad,
pero mi profesión pronto me obligará a ello) pronuncia su nombre con unas
consonantes retroflexas tan marcadas que temo por su salud física: su lengua se
curva repetidas veces hacia la parte inferior de su boca y da la impresión de
estar poseído, de pronunciar las palabras como si fuera la niña del Exorcista.
Yo pienso para mí, cada vez más alarmado: ten cuidado con la lengua, chaval,
que como te la rompas tus padres me empapelan; porque han de saber los que no
trabajan de profesores (o educadores, pero odio esa palabra) que si a un
alumno le sucede el más mínimo percance en un recinto escolar, les cae el pelo
a todos los profesores que se encontraran a menos de veinte metros a la
redonda.
Aparte de todo el show, que ya
lo es, ni que decir tiene que entre los demás alumnos el cachondeo es general;
cualquier incidente que sirva para no dar clase les viene como anillo al dedo,
y este promete ser un diamante en bruto, como los diamantes indios que luce en
su corona la Reina de Inglaterra. Por cierto, que en el aspecto físico el
chaval tampoco tiene desperdicio. Va vestido con pantalones bombachos, camisa
de pijama y una especie de turbante blanco que le llega casi hasta el techo.
Tiene el rostro cetrino y aceitunado; los ojos negrísimos, muy abiertos y
vivarachos; el pelo negro y compacto, como untado con laca. Me recuerda a los
personajes que dibujaba Ivà en Makinavaja, a Eduardo Zaplana o, más aún,
al hindú patoso que interpretó magistralmente Peter Sellers en El guateque;
quizá este chaval sea el nieto de aquellos extras indostánicos de las
superproducciones de los años sesenta; como un nieto de Peter Sellers. Así que,
por si acaso, intentaré no dejar nunca a su alcance un detonador, una trompeta
o un pollo.
Los ojos negros y vivarachos
del muchacho miran a su alrededor con incredulidad, asombro y cansancio. Para
mí que está recién aterrizado. Y aunque parezca mentira, no estoy
empleando ninguna figura retórica: lo primero que hacen los inmigrantes que
llegan a Barajas, El Prat o Manises es matricular a sus hijos en un centro
público, aunque ya haya transcurrido casi la mitad del curso. La escolarización
es sagrada; sus efectos colaterales, al parecer, no importan. Pero míralo al
pobre chaval, si todavía tiene jet lag. El pobrecico mira asombrado a su
alrededor creyendo que ha sido abducido o que ha sufrido un repentino viaje en
el espacio y en el tiempo, y además no ha tenido ocasión ni de cambiarse de
ropa... Da pena.
Y el caso de este chaval,
aunque llamativo, no es único. Cada curso aparecen dos o tres
Shambhalabhalanyanes por clase, y la ratio de veinticinco alumnos por aula en
Primaria se dispara a treinta o más, y la de Secundaria, de treinta a treinta y
cinco por lo menos. Una verdadera monstruosidad. Aunque me lo saquen del aula
una vez por semana para la educación compensatoria, ¿qué hago las otras dos
horas? ¿cómo le explico el Poema de Mío Cid si él sólo conoce el Majahbharatha y no tiene ni idea de la historia de
Occidente? ¿cómo le explico los determinantes, si a lo mejor en su lengua
materna no existen o se colocan en el interior de las palabras? Además, todavía
no sé (y creo que nunca llegaré a saber) si es hinduista, musulmán, budista o
sij, de manera que, para evitar movidas, broncas, fatwas y fuegos fatuos, renunciaré
a hacer mención en clase a vacas, cerdos y el sobrepeso de Buda. Entre eso y
las cortapisas del lenguaje políticamente correcto, mi libertad de cátedra bien
puede ir directamente a la papelera de reciclaje.
........................................
Y que conste que no lo digo
por Shambhalabhalanyán en concreto, que es un chaval muy majo y al que estoy
empezando a tomarle cariño. Han pasado ya algunas semanas y cada vez que le
digo algo, me mira con sus ojillos vivarachos e inquietos y, aunque aún entienda
poco, esboza un amplia sonrisa, como Peter Sellers en El guateque (sigo
pensando que debe de ser nieto suyo). Además, se está integrando con bastante
rapidez y está aprendiendo castellano a una velocidad de crucero que ya
quisieran para sí los alumnos españoles que intentan en vano aprender otra
lengua. Todo en él es calma, o mejor dicho, karma. Da gusto tenerlo en
clase. No es como otros, bien sean adolescentes españoles malcriados por sus
padres, bien sean adolescentes procedentes de culturas más violentas, machistas
y patriarcales que la nuestra (que ya es decir), todos los cuales parece que te
perdonen la vida a cada paso. Y con todo eso, la noble tarea del enseñante (esa palabra sí me gusta) se está
convirtiendo en una nave a la deriva en las procelosas aguas de esta compleja
sociedad.
EL
DONOSO ESCRUTINIO
Lo de los gemelos Kaszinski
tiene delito. Parece que cuando no se levantan muy católicos, la arman. Pasemos
por alto la esperpéntica idea de acusar a uno de los Teletubbies de crimen nefando, porque semejante
ocurrencia ya la tuvieron tiempo atrás algunos telepredicadores yanquis que,
además, gozan de alta consideración en las altas esferas del poder
norteamericano. Pero lo realmente preocupante es su intención de dictaminar qué
deben o leer o no los niños polacos (pobres polacos, por si no tenían
bastante con Carod-Rovira). Los gemelos golpean dos veces y se han embarcado en
un donoso escrutinio (para quien no lo sepa, donoso escrutinio es el eufemismo con el que Cervantes, con su
proverbial ironía, designa el brutal saqueo de la biblioteca de Don Quijote por
parte del cura, el barbero y otras fuerzas vivas de la aldea; saqueo que acaba
con la quema de numerosos libros, de los cuales sólo se salvan unos pocos,
entre ellos el Tirant lo Blanch
de Joanot Martorell, escrito en la nostra llengua ).
Pues bien, resulta que hace
poco los gemelos Kaszinski han propuesto eliminar del currículo escolar textos
de autores “peligrosos” y sustituirlos por autores polacos que representan los
“eternos valores de la nación polaca” ¿Les suena? Y resulta que entre los
autores peligrosos y malditos se encuentran, entre otros, nada menos que
Goethe, Dostoyevski, Joseph Conrad y Kafka. Quizá porque el “delito” de estos
cuatro autores consistió en que supieron captar la esencia universal del alma
humana y no se detuvieron en mezquinos prejuicios nacionalistas. En el caso de
Goethe y Dostoyevski, quizá influya también el hecho de pertenecer a dos
naciones vecinas y hostiles con Polonia. El caso de Joseph Conrad es todavía
más sangrante: era polaco pero nunca escribió en su lengua materna, sino en
inglés, y al igual que los otros supo reflejar como nadie las cloacas de la
condición humana en El corazón de las tinieblas, aunque esta inmundicia
se disfrazara de tarea civilizadora y evangelizadora de los belgas en el Congo.
Pero a mí, el que más pena me da es Kafka. Pobrecico. Lo suyo es kafkiano.
Parece que todos los regímenes lanzados a un donoso escrutinio la han tomado
con el pobre judío bohemio, por si no fuera poco la corta, triste y enfermiza
vida que vivió, y la baja autoestima que debió de tener (recuérdese, en este
sentido, el chiste de otro judío, Woody Allen, cuando Diane Keaton/Annie Hall
le reprocha que “tienes la autoestima más baja que Kafka”). Kafka fue autor
prohibido (y quemadas sus obras) por los nazis y los soviéticos, y ahora le
toca el turno a los devotos patriotas polacos, que parecen no haber aprendido
el ominoso ejemplo de sus feroces vecinos. Y en todos los casos, le reprocharán
su nihilismo, su decadentismo y su visión de la condición humana reflejadas en
el Joseph K. que sufre un proceso judicial sin llegar a conocer nunca ni el
motivo ni el acusador (magnífica premonición del sistema “judicial” nazi y
soviético, a la vez que nos retrotrae a los lóbregos sótanos de la
Inquisición).
Mal Polonia recibes a un
extranjero, como dijo Calderón. Pero debemos recordar que estos salvapatrias
populistas campan a sus anchas por todos los países del bloque ex-soviético.
Hace poco, también leí que el presidente de un club de fútbol rumano (por lo
visto, una especie de Piterman y Ruiz de Lopera, pero a lo bestia) prohibió que
en su campo se radiara por megafonía la canción We are the champions de
Queen porque no quería que su feudo fuera contaminado por la voz de un cantante
homosexual. En fin. Cosas veredes, amigo Sancho.
Y quizá en España tampoco
estemos totalmente libres de estos desafueros. Por un lado, el Gobierno
central, brazo ejecutor de la izquierda atea y filo-gay, considera más
importante introducir una asignatura de adoctrinamiento llamada “Educación para
la ciudadanía” que enderezar el penoso estado de la educación en este país. En
algunas taifas autonómicas separatistas, las escuelas de adoctrinamiento
nacionalista tienen la financiación y el beneplácito de los gobernantes,
mientras que en otras taifas autonómicas conservadoras, de cerrado y sacristía,
devotas de Curro Romero y de María, se financia la enseñanza privada religiosa
y se descuida la enseñanza pública, masificada y hacinada en los guetos de los
barracones. Incluso en nuestra Comunidad Valenciana hemos visto recientes
conatos de aparición de algunos salvapatrias, Hitlers de regional preferente,
que de haber llegado al poder hubieran desencadenado un ominoso escrutinio, así
como la quema de libros y de casas de los presuntos colaboracionistas de
odiadas potencias vecinas, como sucedió en los peores años de la Batalla de
Valencia.
Este es el panorama. Ante él
sólo cabe luchar por la defensa del Arte y de la Cultura con mayúsculas, y
saberlas transmitir a las nuevas generaciones. Es cierto que la política, la
religión y el nacionalismo son importantes; también es cierto que para algunas
personas alguno de estos valores se ha convertido en su razón para vivir, y
para otras muchas, en su razón para matar. Pero el Arte y la Cultura siempre
estarán por encima de cualquier otro valor o ideal y siempre sobrevivirán a
cualquier donoso escrutinio.
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