REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LOS ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”

(I: 2007-2008)

 

Juan Gómez Capuz

 

 

APOLOGÍA DE RODOLFO CHIQUILICUATRE

 

NOTA: Este artículo fue redactado en abril de 2008 y enviado a esta revista a finales del mismo mes, sin saber entonces qué papel desempeñaría nuestro representante en Eurovisión.

 

La reciente elección, por abrumadora mayoría popular, de la canción Baila el chiki-chiki  de Rodolfo Chikilicuatre, no ha dejado indiferente a nadie. Frente al entusiasmo de muchas personas, sobre todo gente joven, sesudos analistas han puesto el grito en el cielo, se han rasgado las vestiduras  y lo han interpretado como una de las señales del fin del mundo.

En la propia gala en la que se eligió la canción ganadora, conducida por una Raffaela Carrà que sigue moviendo las cervicales casi tanto como la niña del Exorcista, el patriarca Uribarri entonó su particular versión del tópico latino del ¡o tempora, o mores!, manifestando su disgusto por la elección de esta canción y llegando a afirmar que hubiera preferido incluso a los Mojinos Escozíos como dignos representantes de la nación española (lo más llamativo del asunto es que un señor mayor como Uribarri conociera quiénes son los Mojinos).

Por lo visto, parece ser que la canción de Baila el chiki-chiki  ha conseguido poner de acuerdo, sea a favor o en contra, a amplios sectores de la población española, lo cual ya es de por sí un enorme mérito, sobre todo si recordamos aquellas palabras de un viajero inglés por la atávica España del siglo XVIII: es más fácil poner de acuerdo a todo el mundo que a una docena de españoles. ¿Están ustedes de acuerdo con esa afirmación?

Ahora bien, la prueba más convincente de que esta canción ha logrado poner de acuerdo a numerosos españoles, e incluso a los que siempre han sido enemigos irreconciliables, la constituye la reacción de dos periódicos que siempre han estado acostumbrados a encontrarse en posesión de la verdad absoluta y a pontificar desde ella: El Mundo  y El País  (aunque también he de reconocer que soy un lector asiduo de ambos periódicos; a lo mejor es que soy masoca). En sendos titulares, mostrados en su programa por Andreu Buenafuente –“autor intelectual de la canción”, como lo hubieran calificado ambos periódicos, si remedamos sus tediosos y tendenciosos reportajes sobre el juicio del 11-M– los dos medios (¿se llaman así porque sólo dicen “medias” verdades?) se despachan a gusto contra la canción. El Mundo  sentencia diciendo que se trata de “una irresponsabilidad y una tomadura de pelo”, como si el propio Festival de Eurovisión (sobre todo desde que está controlado por los países liliputienses y puritanos del Este de Europa) no lo fuera, o como si –como apuntó con acierto el propio Buenafuente– este periódico no cometiera también irresponsabilidades. Incluso El Mundo  podría haber llegado más lejos y señalar al culpable de tamaño desafuero: me imagino que habrían mencionado los nombres de Felipe González, Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy, si nos atenemos a la actual línea editorial del periódico; pero parece que los aprendices de Goebbels estaban de bajón y no llegaron a tanto. Ahora bien, el análisis –también desde la verdad absoluta– que hace El País no tiene desperdicio y resulta mucho más contundente: afirman que esta canción “representa lo más mugriento de la mal llamada música popular”. O sea, que según El País, Buenafuente y sus actores son los epígonos de Paco Martínez Soria, Alfredo Landa y los hermanos Ozores. Parece que ni siquiera el hecho de que, según dicen, la música de la canción la haya compuesto el cantautor Pedro Guerra les salva de tan oprobioso comentario; porque es sabido que todos los cantautores –excepto María Ostiz– son de izquierdas, e incluso –si seguimos las palabras siempre sabias de Miguel Ángel Rodríguez (MAR)– de “extrema izquierda”. Por lo visto, algo hay en los neurotransmisores cerebrales  –Punset dixit – de los redactores de El País que les ha hecho asociar la letra de esta canción con los estereotipos casposos del cine español del tardofranquismo. En mi opinión, la base de esta asociación es mucho más sencilla: la letra de la canción es políticamente incorrecta, y para El País  todo lo políticamente incorrecto es “facha, casposo y mugriento”, ergo, la letra de esta canción es “facha, casposa y mugrienta”, no importa quiénes sean sus autores o sus patrocinadores. Y si seguimos este razonamiento, de poco hubiera servido la “alternativa Uribarri” de poner en su lugar a los Mojinos Escozíos, porque son los más políticamente incorrectos de todos. Resulta curioso que lo políticamente incorrecto, visto por algunos –entre ellos, Buenafuente en sus monólogos, Mojinos en sus canciones, El Jueves  en su revista y yo mismo en mis artículos– como una liberación frente a las cortapisas de esta nueva censura seudo-progre, sea interpretado sistemáticamente por los apóstoles de lo “progre” como una prueba irrefutable de fascismo casposo y mugriento equiparable al cine del landismo.

De hecho, si nos ponemos a elucubrar extrañas teorías sobre los valores ideológicos de la letra de Baila el chiki-chiki, sería muy fácil encontrar una interpretación que justificaría, entre otras cosas, el hecho de que haya conseguido poner de acuerdo –a favor o en contra– a amplios sectores de la población española. En mi opinión, Baila el chiki-chiki  es un canto a la armonía universal, comparable a la Canción de la Alegría  de Beethoven, himno de la Unión Europea, y por tanto (ergo ) se trata de una canción digna de ganar el glorioso Festival de Eurovisión. Si repasamos la letra de la canción, veremos que el baile del chiki-chiki tiene un poder subyugante e hipnótico capaz de lograr la armonía entre colectivos muy distintos (“lo bailan los heavies y también los freakies”), entre distintas generaciones (“lo baila mi madre y también mi abuela”), entre políticos enfrentados (Zapatero y Rajoy), y entre éstos y caudillos bananeros belicosos (Hugo Chávez), e incluso consigue la tan ansiada armonía interracial (“lo baila mi mulata con las bragas en la mano”) sin tener que recurrir a la Alianza de Civilizaciones. Se trata de una canción capaz incluso de devolver la vida a los muertos, como le ocurre al padre Damián (por cierto, la alusión al velatorio del padre Damián y al tigre puma confieren a la canción un aura de realismo mágico que puede resultar muy grata a los pueblos hispanoamericanos). Así que cuando llegue el 24 de mayo y Rodolfo salga en el puesto 22 (veintidó, veintidó, como decía el dúo Sacapuntas, otra muestra de humor casposo y mugriento, según algunos), sólo cabrá decir: “buenas noches y buena suerte”.


 

BODAS DE HAMBRE

 

Hoy en día, el españolito medio de mediana edad nunca pasa hambre. Para algo somos ahora un país rico y tierra de promisión. Que lo españolitos de otros tiempos sí pasaran hambre es algo que se encargan de recordarnos diariamente nuestras madres: “tendrías que haber pasado hambre, como nosotros”, “una guerra y hambre es lo que os haría falta haber pasado”. El recuerdo del hambre es ubicuo y me atrevería a decir que se convierte en la tercera obsesión de nuestras madres, después de lo de “ten una buena seguida y forma un hogar” y lo de “no te bañes hasta después de hacer la digestión”.

Pero esta ley general tiene una dolorosa excepción. En efecto, hay un acontecimiento social en el que los españolitos medios pasamos hambre. Mucha hambre. Me refiero a las bodas de hoy en día. No a las bodas de hace unos veinte años, donde cualquiera se ponía ciego de comida y de bebida, quizá porque nuestros mayores que pasaron hambre se esforzaban para que hasta la boda de los más humildes se convirtiera en una versión actualizada de las bodas de Camacho. Pero ¡ay las bodas de ahora!, deles Dios mal galardón.

Las bodas de ahora son muy raras y hay muchos detalles en ellas que no acabo de entender. Para empezar, la mayoría celebran el convite (que es lo que importa) en una especie de hoteles alejados a veinte kilómetros a la redonda de cualquier núcleo habitado. Antiguamente podía ocurrir que algún convite se celebrara en el hotel cercano a un aeropuerto, lo cual tenía –hasta cierto punto– un toque romántico tipo Casablanca. Pero ahora se trata de hoteles enclavados en lo más agreste del campo, a lo sumo cercanos al desvío de una autovía. Hoteles cuyo edificio en sí es una mierdecilla postmoderna, pero que están rodeados de mucha zona verde, acondicionada con carpas y sillas de cine de verano, seguramente para imitar las bodas yanquis que salen en las películas y las teleseries. Y si la boda es civil, puede ocurrir que te tengas que chupar también la ceremonia allí mismo, en sillas incómodas y asediado por escuadrones de mosquitos.

Como las bodas se celebran tan lejos de la civilización, ocurre que los novios deben fletar un par de autobuses para llevar allí a los invitados que no conducen y a los que conducen pero prevén que van a acabar tan ciegos que si vuelven en coche perderán más puntos que en un concurso de traslados. Y entonces te encuentras embutido en un autobús, rodeado por gente de todas las edades vestida con sus mejores galas, cantando Acelera, conductor de primera  o Qué buenos son los padres escolapios, como si se hubiera producido un flash back y hubiéramos vuelto al colegio en los años del Cuéntame.

Pero ese espejismo de haber vuelto a los años setenta y poder disfrutar de una cena opípara típica de las bodas de antaño se desvanece en cuanto llegas al moderno hotel en tierra de nadie. Yo creo que lo de llevarte en autobús a ese remoto lugar es una trampa, porque cuando descubres la engañifa del menú, te encuentras atrapado y no puedes volver a tu casa a pedir una pizza. Así los novios y el hotel evitan que nadie los deje en mal lugar.

El extraño menú de estas nuevas cenas de boda suele comenzar con unos aperitivos que sirven los camareros mientras estás en la amplia zona verde saludando a los parientes y protegiéndote de los mosquitos. De nuevo se trata de una copia de los usos yanquis: parece que los que diseñan este tipo de convites se pasan todo el tiempo de ocio viendo teleseries norteamericanas, y se piensan que estamos en el Valle de San Bernardino cuando en realidad vivimos a orillas del Mediterráneo. El problema es que hay algunos invitados que ya son verdaderos especialistas en esta nueva versión 6.0 de los aperitivos y copan literalmente el trayecto de los camareros, con lo cual lo normal es que el invitado bisoño no pille nada de comida y tenga que mirar luego la carta del menú para saber lo que en un mundo posible kantiano podría haber comido.

Pero lo peor viene cuando entras al comedor. Ahora comeré algo, dices. Y te entusiasmas al ver platos de diámetro similar al del planeta Júpiter, pero vuelve a ser una vaga y vana ilusión. Porque las reglas de la nouvelle cuisine  o cocina de autor predican una relación inversamente proporcional entre el diámetro de los platos y el contenido que hay en ellos: parafraseando el Poema de Mío Cid, “¡qué buen plato, si oviere buen manjar!”. De nuevo se te cae el alma a los pies, y te suenan las tripas, cuando compruebas que en aquellos platazos sólo hay unas pocas menudencias, como si fuera la ración de una top-model o de un bebé. Unas cosas rarísimas, que parecen cagarruchas de periquito y que los apóstoles de la cocina de autor llaman virutas y espuma  de no sé qué. Y además, debidamente deconstruido, para que el pobre comensal sea incapaz de establecer relación gestáltica alguna entre lo poco que tiene en el plato y la forma de cualquier manjar vagamente conocido. O sea, cagarruchas. Pero, sobre todo, siempre presentado en ese ambiguo estado de la materia llamado espuma (para mí que esta gente tuvo un trauma freudiano infantil con la espuma de algo y nos lo intenta contagiar a todos). Después viene el sorbete  de si sé cuántos, pero sigue sin ser algo sólido que llene las sufridas tripas. Finalmente, llega el plato principal, que suele ser un trocito de carne medio cruda con más hueso que chichi y una guarnición más escasa que la de El Álamo al final de la película. Nueva desilusión. Y sólo al final, consigues una exigua porción de la tarta nupcial repartida entre trescientos invitados, pero la devoras con avidez.

Al final sales con más hambre que Carpanta y el Lazarillo, a dieta de buñuelos de viento (o de espuma), habiendo comido menos que Peter Sellers en El guateque  o que Torrente en un restaurante chino. Y deseas que el autobús te devuelva cuanto antes a la civilización. Y a tu nevera.


 

MEMORIA HISTÓRICA

 

La derecha y la izquierda oficiales, sus dos grandes partidos y los medios de comunicación vasallos y serviles han encontrado en la Guerra Civil un nuevo filón para demostrar que ellos, y no los otros, están en posesión de la verdad absoluta. En efecto, siempre enfocan el conflicto fratricida desde una perspectiva claramente maniquea en la que unos –ellos­– son los buenos buenísimos y otros –los otros, para ser más exactos–– son los malos malísimos, unas bestias carentes de la más mínima condición humana. Unos justifican así su victoria en el conflicto y los otros argumentan que se deben borrar todos los símbolos de la victoria de aquéllos. El espíritu de reconciliación nacional que presidió la Transición parece quedar definitivamente arrumbado. En el fondo, esta nueva actitud ante la Guerra Civil es un mi opinión un síntoma más de la creciente bipolarización maniquea de la sociedad española actual, que por otra parte presume de boquilla de ser tan “tolerante”: hoy en día o se es ateo o católico integrista, o nacionalista español o nacionalista periférico (ambos a ultranza). Los matices intermedios se han perdido, quizá para siempre. Ser centrista  se ha convertido hoy en día en un grave insulto en los principales medios de comunicación escritos, orales y audiovisuales (con especial virulencia en la radio, con unos locutores y tertulianos endiosados porque los oímos pero no los podemos ver, como si fueran la mismísima divinidad). Los dos grandes partidos se alejan del centro político a mayor velocidad que las galaxias se alejan unas de otras: lo que en el Cosmos es consecuencia de un Big Bang, aquí en España podría ser la causa.

Unos y otros nos hacen creer que la España de la Guerra Civil fue un paraíso perdido de la polarización y la pureza ideológicas. Unos recuerdan a los pobrecitos asesinados en Paracuellos, otros esgrimen a las manidas Trece Rosas. Son sus héroes, los que murieron por un ideal claro, sin asomo de duda. Pero quizá en aquella España no todo fuera blanco o negro, azul o rojo. Quizá ya hubo disidentes, gente que dudaba, que se sintió traicionada por la férrea dictadura de uno u otro signo. Pero no interesan: son, como diría Al Gore en otro orden de cosas, “una verdad incómoda”. Unos recuerdan que García Lorca fue cobardemente asesinado; los otros, deficitarios en intelectuales, contraargumentan con los asesinatos de Maeztu o Muñoz Seca. Pero pocos tienen interés en recordar hoy en día que Unamuno, en principio entusiasta con el alzamiento, le plantó cara a Millán Astray en la Universidad de Salamanca y fue recluido en un arresto domiciliario hasta su muerte un par de meses después. Pocos quieren recordar, si no fuera por el testimonio de un extranjero, George Orwell en Homenaje a Cataluña, la tremenda caza de brujas a que fue sometido el POUM trotskista en la convulsa Barcelona de 1937: su líder Andreu Nin fue llevado a una checa en Madrid por agentes estalinistas que durante los interrogatorios, según cuentan algunas fuentes, lo despellejaron vivo. Tampoco interesa el testimonio de Orwell, quien fue sometido a un consejo de guerra por negarse a disparar a un soldado franquista que salía desarmado de una letrina, episodio que nos recuerda al del miliciano Miralles salvando la vida del escritor Rafael Sánchez Mazas. No interesan. La izquierda no quiere recordar esas absurdas luchas por la pureza ideológica que siempre la han perseguido. Tampoco sabemos cuántos militares del bando nacional descontentos con Franco murieron en extraños accidentes de aviación, ni las víctimas producidas por las rencillas internas entre carlistas y falangistas. No le interesan a la derecha.

Cada uno cuenta la historia según le va, según lo que le ocurrió a algún ancestro, y por lo visto lo que mola es destacar la pureza ideológica de los implicados en el conflicto. Pero como hemos visto no todos fueron tan seguros, disciplinados y “leales”, y quizá haya muchos más en la memoria de muchas familias. Permitan que les cuente un ejemplo cercano.

  Juan Capuz Artiga nació en 1903 en una familia pequeño-burguesa de Valencia. Demasiado indisciplinado para continuar unos estudios académicos, prefirió seguir la tradición menestral y se hizo cargo del taller de carpintería familiar, donde llegó a diseñar muebles vanguardistas para la época. Ello no le impidió continuar por libre su formación cultural: era ávido lector y llegó a acumular más de quinientos libros que he heredado y entre los que se encuentran un Quijote  de 1848 (escribo este artículo en el día del libro), la edición original de la Historia de la revolución española de Blasco Ibáñez publicada en París en 1892, casi toda la obra completa de Pío Baroja y Pérez de Ayala, ediciones de las obras de Santa Teresa, Dostoyevski y Rubén Darío, así como la Guía del socialismo de Bernard Shaw y Mi vida de Trotski. También cultivó la amistad con escritores e intelectuales que le firmaron algunos de aquellos libros. Fiel republicano, mantuvo estrechos vínculos con la familia Blasco Ibáñez. Defensor de ideas laicas y progresistas, fue gran amigo del pintor y cartelista Josep Renau, de quien fue padrino en la primera boda civil que se celebró en la Valencia republicana y de quien todavía conservamos algunos recuerdos personales que sobrevivieron al inquisitivo control de los años de posguerra. Aplaudió la llegada de la República como una nueva era de cambio y progreso para España. Pero no tardó en sentirse desencantado. Tenía primas que eran monjas y vio con alarma los estallidos de anticlericalismo y la quema de conventos. Una vez iniciada la Guerra Civil, se sintió cada vez más incómodo en una República dominada por el PCE estalinista. Quiso protestar y se unió a un grupo de personas que quisieron denunciar la dictadura estalinista. Una traición interna les delató. Sometido a un juicio también por traición y atendiendo a su fama, se le concedió la rara venia de retractarse de sus actos. Pero no quiso. Contestó que lo había hecho con los cinco sentidos y que cien años que viviera, cien años que lo volvería a hacer igual. Ante el pelotón de fusilamiento, el republicano y laico Juan Capuz gritó que moría “por Dios y por España”: fue su último testimonio de rebeldía ante una República que lo había traicionado. Tenía 34 años. Dejaba una viuda y una hija de seis años. Fue enterrado en Paterna, donde también reposan miles de republicanos víctimas de la represión franquista. Un par de años más tarde, su viuda (de segundo apellido Miralles, como el miliciano de la novela de Javier Cercas: todos somos familia) coincidió con la viuda de un prisionero republicano que acababa de ser represaliado, la cual llevaba de la mano a un niño de corta edad. Cuando aquélla le preguntó de qué bando era su marido muerto hacía un par de años, mi abuela le contestó: “Eso no importa. Lo único que importa es que su hijo no tiene padre y mi hija tampoco tiene padre. Eso es lo único que importa”.

En aquella España gris no todo fue blanco o negro, rojo o azul. Hubo muchos españoles que dudaron, que disintieron, que se sintieron traicionados. Y fueron los primeros en pagarlo con su vida. Pero hoy en día su historia no interesa, porque no encaja con las normas, no se corresponde con el modelo maniqueo oficialista de buenos y malos: son una verdad incómoda. Pero sin su recuerdo difícilmente podremos llegar a construir un panorama real, verdadero y cabal de nuestra memoria histórica.


 

LA MÚSICA DE LOS SETENTA

 

Para los que entramos en la cuarentena, la música de los setenta conserva el encanto de ser la banda sonora del paraíso perdido de nuestra niñez y primera adolescencia. La música con la que crecimos, de nuestros días de colegio, nuestros primeros bailes y nuestros primeros amores. Somos incapaces de enjuiciar esa música y a sus autores sin el tamiz de nuestras vivencias, y la conservamos mítica en el Olimpo de nuestros recuerdos. Por eso somos tan vulnerables a evocaciones revivalistas, a volver a comprar en cedés la música que hace veinticinco años escuchábamos en negros vinilos y liosas cintas de casete.

Para nosotros la música de los setenta es perfecta, porque sin ella no podríamos rememorar con tanto detalle las minucias de aquellos años en que tanto nosotros como el país íbamos creciendo y abandonando la niñez. Igual que son perfectos los juguetes, alimentos y demás parafernalia de aquella época, cuya sola mención nos dispara –como la magdalena de Proust– los recuerdos de aquel paraíso perdido.

Pero vista desde una perspectiva más neutra y objetiva, ¿es realmente tan perfecta, ideal y glamurosa la música de los setenta? Más bien parece que no, que frente a la década prodigiosa de los sesenta y a la nueva ola y movida de los ochenta, la música de los setenta fue un interregno mediocre y hortera. Se nos hace difícil desmontar nuestros mitos, pero así es la realidad. Procedamos.

El punto más débil de aquella música de los setenta es, quizá, la curiosa cosecha de pop europeo, continental como dirían los ingleses, frente a la hegemonía británica isleña de los sesenta. Ahí encontramos multitud de artistas horterillas que navegaban bajo pabellones de conveniencia y que, en muchos casos, iban o venían al Festival de Eurovisión. Buenos músicos eran ABBA, dos parejas de suecos bergmanianos, una morena y una rubia (como en la zarzuela) y dos chicos modositos que se parecían a Pedro Ruiz y Santiago Segura; aunque muchas veces sus buenas canciones y su buen inglés (en comparación con el de otros) quedaban ahogados por kilos de lentejuelas y zapatos de plataforma, a la vez que sus ímprobos esfuerzos por cantar en español les hacían parecer una familia de guiris  perdidos por Benidorm. Mucho más horteras eran Boney M., un grupo de negritos sacados directamente de la baraja de las familias, aunque navegaban bajo pabellón alemán, lo cual resultaba –si cabe– todavía más surrealista. Sus canciones, compuestas por el productor Frank Farian hablaban de los temas y lugares más diversos y parecían la versión funky  de la Enciclopedia Álvarez: en ellas se combinaban los latrocinios gallináceos de El Lute con Rasputín y Belfast, y hasta se atrevían con una versión del salmo Super flumina Babylonis. Por si esto fuera poco, se rumoreaba que ni siquiera cantaban ellos mismos, rumor que cobraría más fuerza cuando años después el ínclito Farian se viera envuelto en el fiasco de los Milli Vanilli. También bajo pabellón alemán, o quizá belga, navegaban las Baccara, un par de chachas españolas, las cuales cantaban en un inglés macarrónico que parecía haberse detenido en la lección 8 del Follow Me, repleto de sorries, sirs, ladies, sinners, winners  y palabras terminadas en eishon. También bajo diversos pabellones de conveniencia, y cantando en diversos idiomas, navegaba el griego Demis Roussos, el Pavarotti del pop, con su voz agudísima y sus estribillos inefables.

Si hortera era el pop continental, ¿qué decir del español? En nuestro país, tras la crisis de los grupos, vivíamos una fiebre de solistas y gorgoritos: Herrero, Armenteros y Calderón producían como churros canciones clónicas (aunque algunas de ellas brillantes) para mayor gloria de Nino Bravo, Mocedades y otros solistas o grupos. Camilo Sesto y Juan Bau escribían ellos mismos sus propios gorgoritos. Basilio daba la nota de color hablando de unos cisnes y Pablo Abraira se especializaba en canciones que llevaran la conjunción o. Por si fuera poco, entre ellos competían para ir a Eurovisión. Además, nos topábamos a cada paso con multitud de cantautores soporíferos, con aire de funeral, con vestimentas oscuras, sacerdotes de la Transición. Y al final de la década, las canciones de parroquia con gorgoritos de los Pecos, el punk de mercadillo de Ramoncín y los Rolling tanguistas y boludos de Tequila. Y poco más. Y eso que las Baccara no contaban como españolas, aunque en compensación (?) nos trajimos de allende nuestras fronteras los estribillos estivales de Georgie Dann y las canciones de Raffaela Carrà, saturadas de arreglos de timbales que hubieran hecho las delicias de Richard Strauss.

También fue una época de recuperación del pop norteamericano, avasallado en la década prodigiosa por la invasión británica. Pero vaya pop. Salvando algunos grupos de folk-rock como Eagles, el resto era para llorar de lo hortera y cutre que eran. Incluso el Rey, Elvis, volvió, gordo y lleno de lentejuelas, para dar conciertos en Las Vegas. Los cantantes de folk y country parecían la familia Ingalls: la cabeza pensante de Neil Diamond, los guitarrones y los mostachos de Crosby, Stills & Nash (¿eran mejicanos?), las cuidadas barbitas de Kris Kristofferson y Kenny Rogers, las gafitas de John Denver antes de estrellarse con su avioneta, costumbre norteamericana que evocaría Don McLean en su espléndida American Pie, en referencia a Buddy Holly y Ritchie Valens. Aparecía también una hortera música de baile representada por Donna Summer (al principio, bajo pabellón alemán también), los Bee Gees y la pareja John Travolta y Olivia Newton-John. Hacia el final de la década surgieron engendros aún peores, como la familia de negritos llamada Jackson Five (liderada por el benjamín Michael, aún negro también) y, sobre todo, esa esperpéntica mezcla de Action Man, Geyperman y Teletubbies llamada Village People, hirsutos cantantes (¿cantaban ellos?) que pronto se convertirían en iconos gay.

Pero incluso lo más granado del pop británico de los setenta, de los nombres que todavía se conservan con letras de oro en la historia de la música pop, tenía también su lado hortera y muchos autores se veían sumidos en una seria crisis creativa tras los excesos de la década prodigiosa. Es el caso de los cuatro ex-Beatles, desorientados tras la ruptura, embarcados en conciertos benéficos o sumidos en delirios mesiánicos, y que además utilizaban sus mediocres canciones para mandarse recaditos. O los Rolling Stones, los verdaderos Globe Trotters del rock, en cuyo cinco inicial habían sustituido al occiso Brian Jones por Mick Taylor y luego por Ron Wood, el gemelo feo de Rod Stewart, todos ellos en plena crisis creativa y más drogados que un chino en las guerras del opio (o que un ciclista en el Tour).  O el propio Rod Stewart, que se añadía cada mes una mecha rubia a modo de trofeo metonímico por cada rubia que conquistaba, y que se esforzaba en cantar a pesar de tener las cuerdas vocales más destrozadas que el Dodge Dart de Carrero Blanco. O Queen, grupo que demostraba que la tierra de nadie entre el heavy metal y el glam rock era la ópera. O Mike Oldfield, en plan Jesucristo Superestar (como en la portada de Ommadawn), orquestando interminables efluvios mahlerianos hasta que ocho años después se dio cuenta de que lo más comercial era volver a las canciones pop de tres minutos. O Supertramp, con canciones interminables en las que el piano eléctrico, el saxo tenor de Halliwell y el falsete de Hogdson te producían un intenso dolor de cabeza. Por no hablar de los falsetes de los Bee Gees, que parecían sacados de algún serrallo. O las gafotas de Elton John y el cardado de Jeff Lynne, que veía cómo cada disco suponía la huida de uno de sus músicos de la sección de cuerda. O el barbitas progre de Cat Stevens, antes de sufrir el camino de Damasco que le llevaría al fundamentalismo islámico y a apoyar la fatwa  contra Salman Rushdie. Y para rematar la década, los Sex Pistols, The Jam y The Clash, desaliñados, con las guitarras desafinadas y las cuerdas medio sueltas.

Pero en el fondo, y a pesar de todo lo expuesto, para nosotros la música de los setenta seguirá idealizada como banda sonora de nuestros recuerdos de la niñez: las sublimes canciones de Nino Bravo, las canciones protesta de una España que despertaba, Elvis aún era el Rey, ex-Beatles y Rolling buscaban un nuevo camino, ABBA era todo glamour, Michael Jackson aún era negro, los Village People aún estaban dentro del armario y, sobre todo, John Travolta y Olivia Newton-John eran nuestra pareja ideal, guapos y delgados. Mejor recordarlos así.


 

HITLERS DE RISA

 

De acuerdo. Lo confieso. Siempre he estado obsesionado con el tema de Hitler y el nazismo. Pero que conste que esto no tiene ningún tipo de implicación ideológica. De hecho, dos de mis más admirados genios del siglo XX compartían esa misma obsesión, y estaban bastante alejados de posturas derechistas y, mucho menos, de la extrema derecha. Me refiero a Woody Allen y John Lennon. En el caso de Woody, es sabido que en casi todas sus películas suele incluir, sin falta, algún chiste sobre Hitler y el nazismo: “cada vez que oigo la música de Wagner me entran ganas de invadir Polonia”; refiriéndose a una estricta cuidadora del abuelo que padece demencia senil, comenta “tenía toda la pinta de haber sido el ama de llaves de Hitler, pero era la única que podía meter en cintura a nuestro abuelo”; cuando la policía le detiene por portar una pistola, Woody se excusa diciendo que es “por si me persiguen los nazis”; refiriéndose a las aficiones excéntricas del marido de su exmujer, dice “¿y qué me dices de su afición por los automóviles de época? Si yo me paseara por ahí en un Mercedes del 39 me tomarían por Himmler”. En el caso de Lennon, es menos sabido que, ya en sus primeros años con Los Beatles, tenía la costumbre de hacer el saludo nazi (y los restantes compañeros del grupo le seguían la corriente) cuando eran aclamados por multitudes en el balcón de algún ayuntamiento. La obsesión de Lennon llegaba al punto de proponer la presencia de Hitler en las portadas de los discos de Los Beatles, pero la censura británica lo vetaba aduciendo que fue “enemigo del Imperio” (lo que no era para reír, sino más bien para llorar, es que también vetaba la imagen de Gandhi en las mismas portadas por haber sido... ¡enemigo del Imperio!; la verdad es que si la censura británica llevara ese criterio hasta sus últimas consecuencias, también debería vetar a Luke Skywalker).

Parece que esta obsesión mía es cada día la de la más gente, como lo prueba el alud de libros que surgen sobre el tema. Y también películas, pero en el terreno cinematográfico hay algo que siempre me ha llamado la atención. Me explico. La reciente producción alemana El hundimiento provocó ciertas críticas y suspicacias por presentar una visión demasiado “humana” de Hitler y sus más allegados en los últimos días del Búnker. Pero a mí lo que más me chocó es que el actor que interpretaba a Hitler, Bruno Ganz, fuera un actor “serio”. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que en el cine de Hollywood el personaje de Hitler siempre ha sido interpretado por actores cómicos británicos. Han sido, si se me permite la expresión, Hitlers de risa . ¿Y por qué? No lo sé muy bien. Lo de británicos, lo comprendo por dos razones: en primer lugar, los actores británicos siempre se han caracterizado por saber encarnar a la perfección a personajes “raros”, bien fueran artistas, psicópatas o dictadores; en segundo lugar, supongo que ningún actor norteamericano se hubiera atrevido a interpretar a Hitler por miedo a que el poderoso lobby judío de aquel país lo colocase en alguna lista negra o, tal como están ahora las cosas, a que bombardeara su mansión de Beverly Hills. Pero lo de cómicos, no acabo de entenderlo: es cierto que el papel de Hitler sería ideal para un actor histriónico, pero no necesariamente cómico (por ejemplo, Jack Nicholson y Dennis Hopper son histriónicos, pero no cómicos); pero a ningún productor en sus cabales se le ocurriría ofrecer el papel de un psicópata o de un asesino de la vida real (o sea, un biopic) a un actor de registro predominantemente cómico... a no ser que deseara ridiculizar a dicho personaje real. Y quizá esto es lo que ha ocurrido durante 60 años con Hitler y quizá es el tabú que ha roto la película El hundimiento al poner en su piel a un actor “serio”. Y si piensan que exagero con lo de los actores cómicos británicos metidos en la piel de Hitler, les pondré tres ejemplos, cada uno de ellos separado del siguiente por treinta años de distancia.

En 1940, con un Hitler todavía vivo y en la cúspide de su poder, el elegido para interpretarlo en una brillante sátira política fue el actor cómico británico Charles Chaplin. Desde el punto de vista ideológico, el contraste no podía ser mayor: Chaplin era judío y de izquierdas. Pero desde el punto de vista de la imagen, era el candidato perfecto, porque es que era clavao; vamos, que se parecían más que dos canciones de Maná. Aunque no se sabe muy bien quién imitaba a quién y de hecho se rumorea que Charlot estuvo a punto de demandar a Hitler por apropiación de imagen. Además, Chaplin no sólo interpretó a la perfección el papel de Hitler sin necesidad de maquillarse lo más mínimo, sino que además diseñó una eficaz sátira política con mensaje (sobre todo, el discurso final o el ingenioso logo de la doble cruz que reemplaza a la esvástica porque en inglés coloquial  to double-cross significa ‘estafar’). Por tanto, tiene cierta justificación.

Treinta años más tarde, a principios de los setenta, en una especie de vodevil ambientado en la Segunda Guerra Mundial titulado Camas blandas, batallas duras, el elegido para hacer de Hitler fue... ¡Peter Sellers! Se podría argüir que Sellers era el hombre de las mil caras y que podía meterse en cualquier papel; además, en cierto sentido, este papel constituía el último estadio de su amplia galería de personajes indogermánicos, iniciada con el hindú patoso de El guateque. Incluso un reciente biopic  sobre Peter Sellers (Llámame Peter) ha demostrado que el actor padecía un desequilibrio mental y unos delirios de grandeza que lo hacían especialmente apto para interpretar al personaje. Pero aun así, y aun tratándose de un vodevil, hemos de reconocer que chocaba bastante ver a un actor cómico de la talla de Sellers haciendo de Hitler.

Podría pensarse que en nuestra época los productores y los responsables de cásting del cine norteamericano serán más cuidadosos a la hora de escoger a un actor para interpretar a Hitler. Pues parece que no. En una reciente producción del año 2003, titulada Hitler: el reinado del mal, el elegido para hacer de Hitler ha sido de nuevo otro actor cómico británico: Robert Carlyle. Si el nombre no les suena, les diré que era el protagonista de Full Monty. Y la verdad es que aquí ya no veo ninguna conexión con Hitler. Sobre todo, porque Hitler nunca habría hecho estriptis, ya que padecía monorquidia; dicho en román paladino, que sólo tenía un testículo (quizá en ese detalle radicara el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, pues es sabido que para ganar una guerra mundial hay que echarle huevos, en plural). La verdad es que, después de comerme mucho el coco (cosa que hago con frecuencia), sólo he sido capaz de encontrar una analogía entre Hitler y el papel de Gaz (bueno, el nombre sí que tiene cierta relación con el nazismo) que interpretaba Carlyle en Full Monty : y es que ambos alcanzaron el poder o la fama gracias al paro. Pero nada más.

Por cierto, en el cine español no tenemos constancia de experimentos similares. Una de las pocas películas que aborda ese ambiente, La niña de tus ojos de Fernando Trueba, no lo aprovecha para poner en escena a un Hitler made in Spain. Sí sale Goebbels, aunque creo recordar que está interpretado por un actor checo (la película se rodó en la República Checa). De todas formas, creo que, habida cuenta del código deontológico que guiaba la labor de Goebbels (frases como que una mentira mil veces repetida se convierte en verdad), no faltarían en España candidatos para interpretar su papel: pienso, a bote pronto, en muchos locutores y tertulianos radiofónicos, en destacados representantes de los dos grandes partidos políticos y no digamos de los partidillos nacionalistas (¿se escriben con c ?). Pero, en fin, volvamos a nuestro tema: nadie interpretó a Hitler en La niña de tus ojos, y eso que la película fue criticada por presentar algunos estereotipos casposos del cine español, como el afeminado Castillo encarnado en un Santiago Segura que acababa de salir de su primer Torrente . Si había un Castillo, ¿por qué no un Hitler? Y ya puestos a lanzar hipótesis, si hubiéramos querido acercarnos a los parámetros del cine norteamericano, lo ideal hubiera sido elegir a un actor cómico, histriónico y especializado en pequeños cameos históricos: mi candidato, Javier Gurruchaga, que ya apuntaba maneras desde la portada de Bon Voyage y que hubiera sido un magnífico Hitler zalamero y lisonjero con Macarena/Penélope Cruz, deconstruyendo así la extraña y ambigua relación con Imperio Argentina.

Y queda la pregunta del millón. Ya que no escarmientan, en la próxima película made in Hollywood, ¿quién será el actor cómico británico elegido para encarnar a Hitler? De nuevo les propongo tres candidatos, como en las ternas de la época franquista que algunos tertulianos y columnistas tanto parecen añorar: en primer lugar, si jugamos con la paradoja de poner a un actor judío en la piel de Hitler          –como ya sucedió con Charlot–, una opción podría ser Sacha Baron Cohen, alias Ali G  y Borat  (además, Baron Cohen fue alumno en Cambridge de Ian Kershaw, uno de los principales biógrafos de Hitler, razón por la cual también mantiene cierta conexión con nuestro  personaje); en segundo lugar, si los guionistas y productores apostaran por el lado más cínico de Hitler, un buen actor sería Hugh Laurie/Doctor House, aunque sustituyendo la bicodina por el Zyklon B; en tercer lugar, si los productores prefirieran, lisa y llanamente, la simple charlotada, ¿quién mejor que Rowan Atkinson/Mr Bean?


 

APOYO LOGÍSTICO Y HUMANITARIO

 

Estos días nos encontramos con más de la mitad del mini-ejército español fuera de nuestras fronteras. Quizá porque los responsables de todo esto se han dado cuenta de que nuestras fronteras son muy fáciles de traspasar y más vale mandar a los militares fuera. Estar aquí para nada es tontería. Además nos tranquilizamos mucho cuando nos dicen que los militares que van fuera lo hacen en misión de paz, como apoyo logístico y humanitario. Y menos mal que son militares profesionales (yo sólo disparé 23 tiros en mi mili de nueve meses, pero no les aburriré con esto), aunque tengo ex-alumnos que probaron suerte en esta nueva milicia y están muy desencantados del ejército profesional.

Nuestros soldados están repartidos por todo el globo. Parece una antigua partida de Estratego, pero a tamaño natural (un recuerdo para el maestro Berlanga, paisano). Es cierto que ya no estamos en Irak, pero estamos en sitios casi igual de chungos, que a la primera de cambio pueden convertirse en un polvorín tan violento como aquél: Líbano, Afganistán, Bosnia, Congo, Haití y otros pintorescos destinos que mis conocimientos de Geografía de BUP no alcanzan a ubicar en el mapa (y a los que hayan estudiado la ESO, ni flores, porque ni siquiera saben dónde se encuentran otras comunidades autónomas de este país). Pero, vuelvo a repetir, lo que más me tranquiliza es saber que nuestros soldados han ido allí en son de paz, en estricta misión de apoyo logístico humanitario. O, al menos, ese es el sonsonete que siempre utilizan los gobiernos socialistas (desde González a Zapatero), y también los del Partido Popular, aunque éstos se dejaban llevar por la retórica belicista de los halcones norteamericanos e intentaban resucitar ínfulas patrióticas (y hasta ínsulas perejilianas), al alba con viento fuerte de Levante, estamos trabajando en ello.

Pero eso de de apoyo logístico humanitario, ¿qué significa realmente? ¿sirve para tranquilizar o para ocultar el contenido real del mensaje? Como podemos deducir fácilmente, se trata de un eufemismo del lenguaje militar y estratégico y, como tal, pretende maquillar un mensaje chungo con la apariencia de una realidad neutra e incluso bella; vaya, es como hacer pasar a las palabras por los quirófanos de Corporación Dermoestética. Este tipo de eufemismos ha existido durante todo el siglo XX, y ha sido de especial agrado para las ideologías totalitarias (recuérdese el Newspeak  de Orwell en 1984). Pero con el tiempo estos eufemismos se han ido degradando, porque el implante de silicona que les pusieron se les nota cada vez más: expresiones como establecimiento penitenciario (antes cárcel, intramuros trullo, trena  o talego), reajuste de precios (siempre hacia arriba, es decir, subida ) o flexibilidad en el empleo (parece yoga, pero en realidad significa despido libre) casi nos mueven a risa, como el tan manido ahora desaceleración, versión postmoderna y ultraeufemística del antiguo crecimiento cero. Pero resulta que hace unos treinta años surgió una moda yanqui y progre de no llamar al pan pan ni al vino vino porque las minorías se podían ofender: a esa nefasta moda se le llamó “lenguaje políticamente correcto” y vino a ser un nuevo bozal a un lenguaje que se desperezaba tras siglos de restricciones religiosas y modales victorianos; y además introdujo en nuestra lengua interminables expresiones formadas por un adverbio largo y un adjetivo (p.ej. socialmente desfavorecido ), no muy frecuentes hasta entonces en castellano drecho.

De la suma del eufemismo sociopolítico y militar de siempre y el lenguaje políticamente correcto de ahora ha surgido una jerigonza que sólo sirve para desinformar. Hace unos cuatro años, en plena guerra de Irak, trabajando en ello, en plan película de las Azores, un experto en Derecho Internacional publicó en El Mundo  un esclarecedor artículo titulado “Glosario para la desinformación” donde pasaba revista a todos estos términos: apoyo logístico y humanitario, guerra justa, guerra o ataque preventivo, daños colaterales, fuego amigo, etc. Yo, como no soy experto en derecho internacional pero conozco las múltiples dobleces a las que se somete al lenguaje, trataré de explicar al lector estos términos, tomando como analogía o punto de referencia una situación cotidiana. Supongamos que el vecino A desea tirarle una maceta al vecino B a causa de ciertas tensiones existentes entre ellos. Pero ocurre que el vecino A tiene un piso interior, sin ventanas o balcones que den a la calle y al portal del edificio. Entonces, el vecino C, poseedor de un piso exterior, conocedor del conflicto y –al parecer– también soterrado enemigo de B, le hace esta amable sugerencia al vecino A: “¿Por qué no te subes a mi piso, que desde allí lo tienes más a tiro? Y de paso, mientras lo esperas, te saco una cervecita y unos cacaos”. El vecino A acepta encantado el apoyo logístico (“desde allí lo tienes más a tiro”) y humanitario  (“una cervecita y unos cacaos”) de C y desde el piso de éste espera la salida de B del portal y le tira la maceta; pero –¡oh, madición!– la maceta yerra el blanco e impacta sobre la cabeza (o tiesto) de un negro que estaba vendiendo kleenex en la acera. Entonces es cuando entra en juego otro de estos crueles eufemismos: daños colaterales. Lo del negro han sido, simplemente, daños colaterales, aunque no entiendo muy bien eso de colaterales si la maceta ha alcanzado de lleno  al pobre guineano (a no ser que los únicos centros  de referencia sean los vecinos antagonistas A y B, y los demás resulten ser unos parias que no importan para nada). Y siguiendo con esta (mundo) feliz terminología, si el macetazo se lo hubiera llevado el vecino C que había bajado a comprar más cacaos para A, entonces habría que hablar de fuego amigo  o, más bien, de macetazo amigo, aunque con amigos así no hacen falta enemigos. Incluso cuentan que, en otro tiempo, en este edificio de armas tomar (aquí no hay quien viva, en sentido literal), un vecino X llegó a asesinar a otro vecino Y porque éste le miraba mal: pareció, a primera vista, que el el vecino X había obrado de manera impulsiva, desproporcionada e inmoral. Nada de eso: había puesto en práctica otro sagrado principio logístico, llamado ataque preventivo, cuyo sutil mecanismo si-logístico es el siguiente: si el vecino Y me mira mal, es porque me quiere matar; ergo, antes de que mate a mí, le mato yo, como hubiera dicho también Don Juan Tenorio (“y nunca consideré / que pudo matarme a mí / aquel a quien yo maté” dijo nuestro chulo nacional). Aunque ni siquiera ese impecable razonamiento escolástico le eximía de seguir siendo un asesino, algunas mentes ingenuas lo habrían considerado una guerra justa  y habrían aplaudido su conducta.

Así, que cuando la próxima vez oigan que nuestras tropas están en misión de apoyo logístico y humanitario  y demás eufemismos, ya pueden imaginarse el percal: estarán preparando cervecitas, jamón y pescaíto frito para los que realmente tiran los bombazos.


 

EL NIETO DE PETER SELLERS 

O EL NIÑO HINDÚ

 

Hoy ha aparecido en mi clase un alumno nuevo. Y digo aparecido, como en los programas de misterio, porque llevamos ya tres semanas de curso y súbitamente ha surgido de la nada. Hasta ayer lunes nadie le conocía, no existía y hoy, de repente, flas, ha aparecido sentado en el aula para asombro de todos. Me mira, y más con gestos que con palabras, me trata de explicar que a él le han asignado esta clase. Un poco confuso todavía, me voy haciendo a la idea de este último fichaje y le pregunto cómo se llama. El chaval tarda bastantes segundos, casi un minuto, en decodificar mi mensaje en castellano y responde de corrido, como si tuviera que tomar carrerilla para pronunciarlo: Shambhalabhalanyán Krishnabhramaphrutri. ¡Madre mía! Le pido un par de veces más que me diga su nombre y en cada intento trato de transcribirlo fonéticamente con una fidelidad y una precisión dignas de un profesor Higgins, pero ni aun así consigo acertar. Además, el chaval, que más o menos parece ser de origen indostánico (no soy un experto en etnicidad, pero mi profesión pronto me obligará a ello) pronuncia su nombre con unas consonantes retroflexas tan marcadas que temo por su salud física: su lengua se curva repetidas veces hacia la parte inferior de su boca y da la impresión de estar poseído, de pronunciar las palabras como si fuera la niña del Exorcista. Yo pienso para mí, cada vez más alarmado: ten cuidado con la lengua, chaval, que como te la rompas tus padres me empapelan; porque han de saber los que no trabajan de profesores (o educadores, pero odio esa palabra) que si a un alumno le sucede el más mínimo percance en un recinto escolar, les cae el pelo a todos los profesores que se encontraran a menos de veinte metros a la redonda.

Aparte de todo el show, que ya lo es, ni que decir tiene que entre los demás alumnos el cachondeo es general; cualquier incidente que sirva para no dar clase les viene como anillo al dedo, y este promete ser un diamante en bruto, como los diamantes indios que luce en su corona la Reina de Inglaterra. Por cierto, que en el aspecto físico el chaval tampoco tiene desperdicio. Va vestido con pantalones bombachos, camisa de pijama y una especie de turbante blanco que le llega casi hasta el techo. Tiene el rostro cetrino y aceitunado; los ojos negrísimos, muy abiertos y vivarachos; el pelo negro y compacto, como untado con laca. Me recuerda a los personajes que dibujaba Ivà en Makinavaja, a Eduardo Zaplana o, más aún, al hindú patoso que interpretó magistralmente Peter Sellers en El guateque; quizá este chaval sea el nieto de aquellos extras indostánicos de las superproducciones de los años sesenta; como un nieto de Peter Sellers. Así que, por si acaso, intentaré no dejar nunca a su alcance un detonador, una trompeta o un pollo.

Los ojos negros y vivarachos del muchacho miran a su alrededor con incredulidad, asombro y cansancio. Para mí que está recién aterrizado. Y aunque parezca mentira, no estoy empleando ninguna figura retórica: lo primero que hacen los inmigrantes que llegan a Barajas, El Prat o Manises es matricular a sus hijos en un centro público, aunque ya haya transcurrido casi la mitad del curso. La escolarización es sagrada; sus efectos colaterales, al parecer, no importan. Pero míralo al pobre chaval, si todavía tiene jet lag. El pobrecico mira asombrado a su alrededor creyendo que ha sido abducido o que ha sufrido un repentino viaje en el espacio y en el tiempo, y además no ha tenido ocasión ni de cambiarse de ropa... Da pena.

Y el caso de este chaval, aunque llamativo, no es único. Cada curso aparecen dos o tres Shambhalabhalanyanes por clase, y la ratio de veinticinco alumnos por aula en Primaria se dispara a treinta o más, y la de Secundaria, de treinta a treinta y cinco por lo menos. Una verdadera monstruosidad. Aunque me lo saquen del aula una vez por semana para la educación compensatoria, ¿qué hago las otras dos horas? ¿cómo le explico el Poema de Mío Cid  si él sólo conoce el Majahbharatha  y no tiene ni idea de la historia de Occidente? ¿cómo le explico los determinantes, si a lo mejor en su lengua materna no existen o se colocan en el interior de las palabras? Además, todavía no sé (y creo que nunca llegaré a saber) si es hinduista, musulmán, budista o sij, de manera que, para evitar movidas, broncas, fatwas y fuegos fatuos, renunciaré a hacer mención en clase a vacas, cerdos y el sobrepeso de Buda. Entre eso y las cortapisas del lenguaje políticamente correcto, mi libertad de cátedra bien puede ir directamente a la papelera de reciclaje.

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Y que conste que no lo digo por Shambhalabhalanyán en concreto, que es un chaval muy majo y al que estoy empezando a tomarle cariño. Han pasado ya algunas semanas y cada vez que le digo algo, me mira con sus ojillos vivarachos e inquietos y, aunque aún entienda poco, esboza un amplia sonrisa, como Peter Sellers en El guateque (sigo pensando que debe de ser nieto suyo). Además, se está integrando con bastante rapidez y está aprendiendo castellano a una velocidad de crucero que ya quisieran para sí los alumnos españoles que intentan en vano aprender otra lengua. Todo en él es calma, o mejor dicho, karma. Da gusto tenerlo en clase. No es como otros, bien sean adolescentes españoles malcriados por sus padres, bien sean adolescentes procedentes de culturas más violentas, machistas y patriarcales que la nuestra (que ya es decir), todos los cuales parece que te perdonen la vida a cada paso. Y con todo eso, la noble tarea del enseñante  (esa palabra sí me gusta) se está convirtiendo en una nave a la deriva en las procelosas aguas de esta compleja sociedad.

 

 


EL DONOSO ESCRUTINIO

 

Lo de los gemelos Kaszinski tiene delito. Parece que cuando no se levantan muy católicos, la arman. Pasemos por alto la esperpéntica idea de acusar a uno de los Teletubbies  de crimen nefando, porque semejante ocurrencia ya la tuvieron tiempo atrás algunos telepredicadores yanquis que, además, gozan de alta consideración en las altas esferas del poder norteamericano. Pero lo realmente preocupante es su intención de dictaminar qué deben o leer o no los niños polacos (pobres polacos, por si no tenían bastante con Carod-Rovira). Los gemelos golpean dos veces y se han embarcado en un donoso escrutinio (para quien no lo sepa, donoso escrutinio  es el eufemismo con el que Cervantes, con su proverbial ironía, designa el brutal saqueo de la biblioteca de Don Quijote por parte del cura, el barbero y otras fuerzas vivas de la aldea; saqueo que acaba con la quema de numerosos libros, de los cuales sólo se salvan unos pocos, entre ellos el Tirant lo Blanch  de Joanot Martorell, escrito en la nostra llengua ).

Pues bien, resulta que hace poco los gemelos Kaszinski han propuesto eliminar del currículo escolar textos de autores “peligrosos” y sustituirlos por autores polacos que representan los “eternos valores de la nación polaca” ¿Les suena? Y resulta que entre los autores peligrosos y malditos se encuentran, entre otros, nada menos que Goethe, Dostoyevski, Joseph Conrad y Kafka. Quizá porque el “delito” de estos cuatro autores consistió en que supieron captar la esencia universal del alma humana y no se detuvieron en mezquinos prejuicios nacionalistas. En el caso de Goethe y Dostoyevski, quizá influya también el hecho de pertenecer a dos naciones vecinas y hostiles con Polonia. El caso de Joseph Conrad es todavía más sangrante: era polaco pero nunca escribió en su lengua materna, sino en inglés, y al igual que los otros supo reflejar como nadie las cloacas de la condición humana en El corazón de las tinieblas, aunque esta inmundicia se disfrazara de tarea civilizadora y evangelizadora de los belgas en el Congo. Pero a mí, el que más pena me da es Kafka. Pobrecico. Lo suyo es kafkiano. Parece que todos los regímenes lanzados a un donoso escrutinio la han tomado con el pobre judío bohemio, por si no fuera poco la corta, triste y enfermiza vida que vivió, y la baja autoestima que debió de tener (recuérdese, en este sentido, el chiste de otro judío, Woody Allen, cuando Diane Keaton/Annie Hall le reprocha que “tienes la autoestima más baja que Kafka”). Kafka fue autor prohibido (y quemadas sus obras) por los nazis y los soviéticos, y ahora le toca el turno a los devotos patriotas polacos, que parecen no haber aprendido el ominoso ejemplo de sus feroces vecinos. Y en todos los casos, le reprocharán su nihilismo, su decadentismo y su visión de la condición humana reflejadas en el Joseph K. que sufre un proceso judicial sin llegar a conocer nunca ni el motivo ni el acusador (magnífica premonición del sistema “judicial” nazi y soviético, a la vez que nos retrotrae a los lóbregos sótanos de la Inquisición).

Mal Polonia recibes a un extranjero, como dijo Calderón. Pero debemos recordar que estos salvapatrias populistas campan a sus anchas por todos los países del bloque ex-soviético. Hace poco, también leí que el presidente de un club de fútbol rumano (por lo visto, una especie de Piterman y Ruiz de Lopera, pero a lo bestia) prohibió que en su campo se radiara por megafonía la canción We are the champions de Queen porque no quería que su feudo fuera contaminado por la voz de un cantante homosexual. En fin. Cosas veredes, amigo Sancho.

Y quizá en España tampoco estemos totalmente libres de estos desafueros. Por un lado, el Gobierno central, brazo ejecutor de la izquierda atea y filo-gay, considera más importante introducir una asignatura de adoctrinamiento llamada “Educación para la ciudadanía” que enderezar el penoso estado de la educación en este país. En algunas taifas autonómicas separatistas, las escuelas de adoctrinamiento nacionalista tienen la financiación y el beneplácito de los gobernantes, mientras que en otras taifas autonómicas conservadoras, de cerrado y sacristía, devotas de Curro Romero y de María, se financia la enseñanza privada religiosa y se descuida la enseñanza pública, masificada y hacinada en los guetos de los barracones. Incluso en nuestra Comunidad Valenciana hemos visto recientes conatos de aparición de algunos salvapatrias, Hitlers de regional preferente, que de haber llegado al poder hubieran desencadenado un ominoso escrutinio, así como la quema de libros y de casas de los presuntos colaboracionistas de odiadas potencias vecinas, como sucedió en los peores años de la Batalla de Valencia.

Este es el panorama. Ante él sólo cabe luchar por la defensa del Arte y de la Cultura con mayúsculas, y saberlas transmitir a las nuevas generaciones. Es cierto que la política, la religión y el nacionalismo son importantes; también es cierto que para algunas personas alguno de estos valores se ha convertido en su razón para vivir, y para otras muchas, en su razón para matar. Pero el Arte y la Cultura siempre estarán por encima de cualquier otro valor o ideal y siempre sobrevivirán a cualquier donoso escrutinio.