REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

HACER HISTORIA: CRÍTICA LITERARIA Y POESÍA POSFRANQUISTAS

Juan Miguel López Merino

(Universidad de Berna)

 

 

RESUMEN: El poder de modelación de la historia de la literatura que la crítica posee es mucho más obvio y efectivo en poesía que en otros géneros, entre otras razones porque la barrera entre poetas y críticos es, desde hace casi un siglo, cada vez más endeble. Hoy día el salvoconducto más efectivo para figurar en la historia de la poesía contemporánea no es ya la obra poética misma sino la “presencia” que la crítica le otorga. En este trabajo se intenta llevar a cabo una aproximación a estos hechos en la poesía española del periodo que va desde la muerte de Franco hasta prácticamente hoy mismo.

 

PALABRAS CLAVE: Hacer historia: crítica literaria y poesía posfranquistas

 

SUMMARY: The power to model the history of literature that critics have is much more obvious and effective in poetry than in other genres, being one of the reasons the fact that the barrier between poets and critics is, since nearly a century ago, feebler and feebler. Nowadays the most effective safe-conduct to be included in the history of contemporary poetry is not the poetical work itself but the “presence” that critics give to it. This work tries to make an aproximation to these facts in Spanish poetry of the period that goes from Franco’s dead till practically today.

 

KEY WORDS: Doing history: literary critics and postfranquist poetry

 

 

Tantos relatos,

tantas preguntas.

    Bertolt Brecht

 

 

Desde hace ya tiempo se viene formulando aquí y allá la pregunta sobre si la actual democracia española nació o no de un «pacto de silencio» y de la «desmemoria histórica» perpetrados en aras del llamado «consenso político». Cabe, igualmente, plantearse esta otra cuestión: ¿ha ocurrido —de modo paralelo a la situación social y política— eso mismo en la literatura española de las últimas tres décadas? Es decir, ¿ha consentido la literatura española de finales del siglo XX? Y en caso afirmativo, ¿lo ha hecho toda ella?

Si —como ha descrito Javier Tusell (1991: 192-193)— el consenso político, que se produjo desde arriba, tuvo como consecuencia evitar los temas conflictivos, cabe preguntar primero si se dio similar consenso en las letras —y si ese consenso tuvo similares consecuencias— y, segundo, si la ansiada estabilidad y el excesivo tutelaje han fomentado o no la inmovilidad y silenciado la diversidad. Para Teresa Vilarós (1998) y Antonio Méndez Rubio (2004: 31), entre otros, así es: «Tanto en lo político como en lo cultural, la transición a la democracia vendría marcada por un rechazo de los proyectos críticos, por el olvido colectivo como pacto de convivencia nacional, activándose así una lógica de “demanda represiva” o “política de borradura”.» 

Igualmente podemos inquirir las letras de la democracia teniendo en cuenta que en gran medida el «régimen político franquista y su misma evolución determinaron el carácter de la transición» (Juliá 1991: 42), tratando de escudriñar hasta qué punto este hecho haya incidido en ellas. Por último, otra posible pregunta sería si ha tenido algo que ver o no en el desarrollo de nuestra literatura el hecho de que «el caso español [su paso de la dictadura a la democracia] parece confirmar la hipótesis [...] de que las transiciones con mayores posibilidades de éxito son las que no plantean una amenaza al sistema imperante de alianzas, así como las que tienden a preservar o fortalecer los lazos políticos y económicos con la potencia dominante» (Powell 1993: 142). En resumidas cuentas, la cuestión sería la siguiente: ¿de qué mundo hablan, directa o indirectamente, los textos literarios posfranquistas? E igualmente, ¿de qué literatura nos habla la historia de la literatura de ese periodo? 

Una investigación exhaustiva que diera una respuesta plena a estos interrogantes está a todas luces fuera de nuestro alcance. Entre otros muchos, Jordi Gracia (2000 y 2001), Germán Gullón (2004) o José-Carlos Mainer (2005) han rozado o circundado en ocasiones estas preguntas en ensayos recientes, y José Manuel López de Abiada (2004, 2004a y 2006) lleva tiempo ocupado en rastrear en esta dirección la novela española del período posfranquista. En lo que a la poesía se refiere, entre otros, primero Jenaro Talens (1989, 1989a y Sánchez Robayna 2005) y después el colectivo Alicia Bajo Cero (1997) han perpetrado con lucidez y atrevimiento la aproximación más intrépida y certera a muchas de estas cuestiones; Jaume Pont y Jordi Doce (ambos en Sánchez Robayna 2005) han seguido ese camino; Vicente Luis Mora (2006) ha ido y venido por él con valentía y desparpajo; Juan José Lanz (1994, 1995, 1998, 2001 y 2004) ha llevado a cabo incursiones en numerosos trabajos; y Miguel Casado (2005) ha sido de quienes más y mejor atención han prestado a los autores «no oficiales» y a los mecanismos críticos e historiográficos de oficialización.  

Aquí, en lugar de hablar de poetas y de poesía, pretendemos ocuparnos aunque sea sucintamente del contexto gremial en que aparecen, del ambiente en que se encuentran, es decir, de lo que Pierre Bourdieu llamaría su «campo». Y también, antes de examinar algunos pescados, le echaremos un vistazo a la red utilizada para capturarlos. Intentaremos, pues, antes de practicar una serie de calas ágiles en la poesía posfranquista, prestar alguna atención a dos aspectos como 1) la forja de la historia de la poesía reciente y 2) el modus operandi de la crítica más visible e influyente en las corrientes de opinión y en la formación del canon.

Quizás, en cierto modo, arroje mejor luz reflexionar sobre lo que la crítica no ha podido o querido decir que sobre aquello que sí ha dicho. Jenaro Talens lo ha expresado bien respecto a la denominada generación del 70:

 

Nada hay tan difícil de analizar como aquello que no se desea analizar. La crítica, periódica o especializada, sobre la llamada «generación del 70», resulta ya, desde esa perspectiva y a la altura de 1989, tan clarificadora como engañosa. Clarificadora, no por lo que dice, sino por lo que calla de su supuesto objeto; engañosa, porque, salvo contadas excepciones, evita asumir su carácter constructor, ofreciendo como descripción de un estado de cosas lo que, de hecho, surge como una forma previa de acotar, definir y clasificar un territorio. (Talens 1989: 55)

 

1. Hacer historia

 

Hace más de una década José Luis Falcó escribía lo siguiente: «Asistimos ahora, una vez decretado, siniestramente, el fin de la historia, a un inusitado renacer de la misma a partir de la reflexión sobre sus propias fuentes, procedimientos y códigos; se han multiplicado los puntos de vista y, en consecuencia, se ha venido realizando un especial esfuerzo en el estudio y revisión de los discursos que los sustentan; es decir, de su siempre compleja problemática central: la relación entre poder, ideología y lenguaje.» (Falcó 1994: 40) Hoy ese especial esfuerzo sigue siendo igualmente necesario. El pasado es un tiempo cerrado que puede y debe ser objeto de continua valoración. Las reflexiones que siguen pretenden arrojar un haz de luz sobre el dominio ejercido, durante las últimas décadas, sobre la poesía «joven» en español. Ese dominio ha sido ejercido, en primera instancia, por el sector de la crítica literaria de influencia más inmediata y efectiva.

Por muchas páginas que se le dedique al asunto, cae por su propio peso que los poemas en nuestra sociedad desempeñan un papel tan insignificante e irrelevante que casi resulta irrisorio hablar del uso político que de ellos se pueda hacer. Pero eso, claro, no es razón para callar. La tesis de la cual partimos es ésta: el poder ha apoyado y apoya siempre, oficializándolas y en parte creándolas, las literaturas conservadoras, acríticas, acomodadas y arraigadas, a la vez que intenta silenciar —haciendo caso omiso de ellas— o anular —integrándolas— todas las demás. Ergo el poder —aunque se llame democrático— sigue sin aceptar críticas «incontroladas», la censura se ha sofisticado y nuestra supuesta democracia es una verdad a medias. Aunque sus dimensiones sean del «tamaño de un pétalo», como dice José María Parreño (1993: 133), la poesía —mínima pieza, pero al fin y al cabo pieza, de la cultura— es un modo más de propaganda para cualquier gobierno, prefranquista, franquista o posfranquista, y como tal es controlada o ninguneada por él, puesta a su servicio o declarada inútil, tratada —en definitiva— como una sierva por su amo. Giorgio Colli (1978: 39) habla de la «esclavitud disfrazada» de nuestra cultura: «Uno de los conceptos más estólidos del presente es la libertad de la cultura. Si cultura significa científicos, filósofos, artistas, es imposible ignorar cómo actualmente la propia vida de todos ellos está dirigida de manera decisiva, y no genérica, por el Estado, o, en cualquier caso, por el poder mundano. [...] la libertad de la cultura es la que el Estado le concede, o sea, es una servidumbre a la que el poder político le permite alardear de orgullosa autonomía.»  

Es frecuente reflexionar sobre las coacciones y mentiras pasadas (cuando su desvelamiento ya no puede resultar nocivo para los mentirosos aunque puede que sí gratificante para los mentidos: «la más íntima naturaleza del franquismo no era política sino cultural», [Giner 1985: 11]); no lo es, en cambio, hacerlo sobre las mentiras recientes: ¿cuál es la más íntima naturaleza de la transición? Lanz (2002: 13) señala —valga como mero ejemplo— que «la Historia se convierte en la primera etapa del franquismo en propagandista de los temas imperiales, pero también la nostalgia imperial deja sus ecos en las evocaciones poéticas. El soporte ideológico que sustenta la “democracia orgánica” en los años sesenta, una vez consolidado el sistema de poder y legitimada históricamente la usurpación, plantea el final de las ideologías como consecuencia última del final de la Historia que había previsto Hegel.» Y tal y como este estudioso nos habla con tino de cómo el aparato intelectual franquista incidió en la historia de la literatura de posguerra, nosotros deberíamos plantearnos qué ocurrió después, es decir, en qué medida y cómo el aparato intelectual democrático, mediante sus invisibles y hasta inconscientes ramificaciones y tentáculos, ha usurpado a la vez que modelado la poesía posfranquista y su historia.

Ha sido el colectivo Alicia Bajo Cero quien más claramente ha formulado la sospecha que nos ronda: «la [falacia] de que un régimen produce, de manera lineal, un correlato literario de idéntico carácter, de manera que del régimen franquista emana una literatura franquista y de un régimen democrático emana una literatura democrática. [...] el engaño de que oponerse a la literatura actualmente oficializada (de la que los críticos actualmente oficializados viven) sólo puede realizarse desde un espacio antidemocrático y totalitario» (Alicia Bajo Cero 1997: 29).  

Tal y como explicara el últimamente tan citado Walter Benjamin, son siempre los vencedores quienes saquean el pasado y escriben la Historia. No menos cierto es que la crítica literaria dirige —y por tanto, en cierta medida, inventa— la historia de la literatura. Cualquier libro de historia —literaria, social, política, etc.— está plagado de planos sesgados, retoques, maquillajes, énfasis, silencios, medias verdades, exageraciones y olvidos destinados a perfilar una imagen favorable, tranquilizadora y rentable tanto para quienes escriben esa obra como para sus destinatarios. Y la versión de la historia de mayor circulación es siempre, sin excepción, la de los dominantes. «La apropiación de la memoria y del olvido —escriben José Manuel López de Abiada (2004a: 140) y Augusta López Bernasocchi— es una de las magnas aspiraciones de las clases dominantes, los silencios y omisiones son referencias manifiestas o metáforas de ciertos mecanismos de la manipulación de la memoria histórica y social, y por tanto instrumentos de poder, puesto que controlan y sojuzgan el recuerdo y la tradición.»

La historia —afirma Paul Valery (1987: 129)— «disimula la ignorancia del pasado» porque «el historiador sólo ve lo que está acostumbrado a ver (¿y si un hombre se permite mirar de un modo algo distinto?), es decir, a leer. Sólo ve lo que lee. Es preciso por consiguiente examinar el leer y sus posibles efectos.»

«Todos los que se dicen elementos reales / agonizan al fondo de una página escrita / con ordenada minuciosidad», dice en un poema de Ritual para un artificio (1971) Jenaro Talens. Juan Carlos Rodríguez ha señalado la imposibilidad de «seguir hablando sobre cualquier fenómeno literario basándonos simplemente en un empirismo tal que parezca que los llamados datos no sólo nos explican su verdad en sí mismos sino que incluso están totalmente dados» (Rodríguez 1994: 259). Ha hecho también hincapié este estudioso en la necesidad de ser «conscientes de que una verdadera categorización teórica de la literatura no sólo no se hace “espontáneamente”, sino de que siempre quedará contaminada de algún modo por esos inconscientes hábitos de lectura generados por la ideología dominante y concretados en la escuela, hábitos que nos “dicen” tanto lo que es un texto literario como lo que es cualquier otro hecho vital» (1994: 259-260); llegando a afirmar que «desde 1950 la historia de la llamada literatura española contemporánea no es más que [...] una serie de líneas trazadas por los intereses editoriales, económicos, desde luego en el fondo, pero ideológico/literarios ante todo, en una articulación inescindible» (1994: 260).

Imprescindibles a este respecto resultan las reflexiones del ya citado Jenaro Talens sobre «cómo se ha gestado y producido históricamente el canon historiográfico que ahora se conoce como “generación del 70”»: «[...] la construcción de todo canon historiográfico dirige, selecciona y construye a su vez su propio objetivo y la perspectiva desde donde leerlo. En una palabra, no hay crítica sobre los “novísimos” porque existan previamente los “novísimos” sino que hay “novísimos” como objeto de estudio porque existe una crítica que habla de ellos.» (Talens 1989: 55) 

También ha señalado Talens, refiriéndose al carácter institucional de todo canon, que «[...] cuando se instituye como disciplina académica el estudio de los textos denominados literarios, dicha institucionalización no va tanto asociada al deseo de abordar analíticamente un patrimonio artístico y cultural, cuanto a la necesidad de cooperar a la constitución de una determinada forma de estructura política y social. En una palabra, no se instituye para recuperar un pasado sino para ayudar a constituir y justificar un presente.» (Talens 1989a: 107) Con el fin de constituir y justificar ese presente, se saquea y desfigura sistemáticamente el pasado, es decir, nuestra memoria de él. El poder de incisión en la memoria colectiva con que cuentan los historiadores de la literatura no es en absoluto baladí; tampoco, claro, abrumadoramente determinante, pero eso no significa que podamos hacer caso omiso del fenómeno.

Si son ciertas las investigaciones de Johannes Fried[1] sobre la memoria histórica, no estará de más tener en cuenta los siguientes fenómenos cada vez que nos enfrentemos a un texto que nos hable del transcurrir de la literatura: 1) la narración reiterada de una serie de acontecimientos hace que la memoria sufra repetidas modificaciones, puesto que se adapta siempre al punto de vista «momentáneo» del narrador; 2) la memoria se encuentra en disposición latente a la distorsión o inversión; 3) una crítica sistemática desde la memoria implica un escepticismo fundamental hacia todos los supuestos conocimientos de las ciencias históricas, ya que constituyen una mezcla confusa de sucesos reales y recuerdos erróneos; y 4) lo primordial ya no sería preguntar qué se recuerda sino cómo se recuerda. En la medida de nuestras posibilidades, es uno de nuestros propósitos ensayar aquí desde tal escepticismo fundamental un intento de ir en pos de la pregunta ¿cómo han recordado en España los críticos de poesía joven más influyentes  —es decir, los «oficializados»— durante las últimas décadas?

Todas estas afirmaciones y preguntas nos empujan, claro, hacia la idea de canon, a seguir reflexionando sobre ella, pero vamos a resistir el empellón para evitar así dispersar aún más estas páginas. Valgan los dos siguientes fragmentos del ya citado Talens —que suscribimos sin reservas— para poder seguir adelante:

 

[...] el canon es algo más que una forma de catalogar y clasificar la historia; fundamentalmente consiste en un modo de enfrentarse a la realidad y, por ende, de escribir (esto es, de rehacer) la historia. La Historia de la Literatura, como disciplina académica, describe el hecho obvio de sus metamorfosis, pero no revela el entramado de los cambios ni, mucho menos, los motivos extratextuales que articulan su estructuración. (Talens 1989a: 111)  

 

[...] el valor «canonizador» proviene del frotamiento y la repetición de nombres y esquemas en simposia, reuniones públicas, universidades de verano, donde es la circulación y no el discurso que circula, el principal argumento de autoridad. (Talens 1989: 55)

 

 

2. El gusto como procedimiento de exclusión

 

Tal vez fuera Michel de Foucault (2002: 24) quien más a fondo analizó el hecho de que «[...] en toda sociedad la producción de discursos esté a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.» Uno de esos procedimientos internos de limitación del discurso es la crítica literaria.

He aquí una posible definición de crítico de poesía: un mejor lector de poesía que expresa en público y por escrito sus opiniones y juicios de valor sobre aquello que lee. ¿Y qué es lo que legitima la excelsitud de un crítico respecto al resto de los lectores? En palabras de Guillermo Carnero, una sola cosa: «la capacidad para discernir y calibrar valores y méritos; es decir, el gusto[2]» (Carnero 1), supuesta virtud o don que —añade— exige tres requisitos: «ausencia de prejuicios, amplia familiaridad con la literatura y sensibilidad para apreciarla». A nuestro modo de ver, la «familiaridad con la literatura» y la «sensibilidad para apreciarla» son irrefutables, aunque no quede claro con qué literatura ha de tenerse esa familiaridad ni a través de qué tipo de sensibilidad se ha de apreciarla: sabemos de sobra que tanto las literaturas como las sensibilidades no carecen de historia y de promotores. En cambio la «ausencia de prejuicios» resulta, sencillamente, quimérica[3]. De la misma opinión es Juan Carlos Rodríguez (2002: 53):

 

Cuando Borges dice que todos somos lectores (y por supuesto escritores) «pre-juiciosos», me gustaría que la frase se tomara profundamente en serio. Un pre-juicio significa un juicio sintético a priori, algo que se realiza «antes» del juicio analítico o experiencial. Lo cual pone muy en entredicho el aura de la lectura (o de la escritura) in nuce, al desnudo. Pues efectivamente (y no sólo por la mesa camilla familiar o por la educación literaria o filosófica: ¿quién educa a los educadores?) de hecho leemos lo que «queremos leer». Algo así como Colón encontró lo que quería encontrar (Las Indias, Cipango, etc). O como podríamos decir parafraseando a Pascal: «si me buscas, es porque ya me habías encontrado antes». En la lectura (en cualquier hermenéutica, sea del tipo interpretativo que sea), el pre-juicio cobra una fuerza radical.

 

Porque estamos de acuerdo con esta afirmación, nos atenemos a dos premisas. La primera de ellas la ha expresado a la perfección el ya citado Carnero, aunque acto seguido lamentara que «en modo alguno ocurra así»: «[...] la crítica tiene una misión relevante —orientar una opinión pública incapaz de valorar adecuadamente por sí sola— y una responsabilidad considerable —crear la imagen de quienes dedican su esfuerzo a ofrecer un producto en el que sienten comprometida su entidad personal, y cifran el sentido de su vida» (Carnero 1) [las cursivas son nuestras].

Al contrario de lo que piensa Carnero, nosotros sí creemos que cierta crítica ha orientado y creado la imagen. Precisamente por ese motivo —y aquí va la segunda premisa— nos parece no saber qué es lo que realmente ha ocurrido con la poesía española desde que Franco muriera. Sospechamos que lo único que conocemos es la versión de los hechos que la crítica más influyente fue forjando o modelando a cada momento y la que hoy, aprobada por la repetición, ha quedado configurada como histórica.

Y al contrario de lo que piensa Felipe Benítez Reyes[4], creemos que —desgraciadamente— a la postre sí viene a ser lo mismo «hacer historia a partir de unos datos que crear voluntariosamente unos datos con la pretensión de hacer historia»; es más, que no de otro modo se ha forjado gran parte del canon durante las pasadas tres décadas. Y es cierto que el canon cambia, pero también lo es que las mentiras presentes sólo será reemplazadas o desplazadas por mentiras —o a lo sumo medias verdades— futuras.

 

 

3. La historia del presente

 

La historia de una poesía que aún no ha hecho historia es una invención.

Juan Malpartida (1993: 122)

 

A pesar de la insistencia con que se viene repitiendo que «cuanto más reducida sea la distancia que separe al historiador del proceso que trata de estudiar, mayores serán sus dificultades a la hora de establecer ciertos períodos o etapas que expliquen, sin desnaturalizarla, la secuencia causal de los hechos» (Villanueva 1992: 3), sorprende que la versión al cabo oficializada de esos hechos no varíe apenas de la que —supuestamente de manera improvisada y urgente— se emitió cuando aún estaban desarrollándose. Ejemplo: lo que hoy se puede leer en los manuales sobre la llamada Escuela de Barcelona o sobre los novísimos es, al fin y al cabo y grosso modo, lo que los cabecillas de ambos grupos quisieron que se dijera de ellos.

Por otra parte, el afán por historiar lo presente, y por consiguiente de ir fabricando el canon de lo que aún está teniendo lugar, en parte responde —como señala Antonio Méndez Rubio— a que, «por definición, el canon se orienta a la función de amortiguar los conflictos interpretativos» (2004: 16), y su «radio de acción [...] desborda lo académico para convertirse en un mecanismo de poder de primer orden» (2004: 17).

Para otros como Juan Malpartida, la urgencia clasificatoria y etiquetadora tiene que ver con la sociedad del espectáculo y el vértigo consumista, que necesita e impone una constante renovación, instaurando el cambio como valor en sí: «ya que la poesía más que con un acto de escribir y de leer es identificada con un personaje social claramente público, se impone la renovación constante» (1993:122).

Los primeros bocetos de la actual interpretación de la historia de la poesía española posfranquista fueron ganando adeptos o creyentes e incidieron con fuerza en las propias tendencias estéticas desde principios de los años ochenta, haciendo que, por un lado, gran parte de las promociones de poetas más jóvenes terminara obedeciendo a los críticos influyentes y, por otro, que aquellos autores que no «pasaron por el aro» y se mantuvieron fieles a cualesquiera otras estéticas perdieran el acceso a los canales que les podían acercar en igualdad de condiciones a los —como dijera Andrés Trapiello— quinientos lectores de poesía que había, y tal vez aún haya, en España. Tanto tuvo de campaña durante la primera mitad de los años ochenta, valga como mero ejemplo, la tendencia neosurrealista promovida a raíz del primer poemario de Blanca Andreu como después lo tuvo la poesía de la experiencia. Hoy está ocurriendo —queremos decir que está llevándose a cabo— otro tanto de lo mismo con lo que Luis Antonio de Villena ha «capturado» en su La lógica de Orfeo (2003), pero los árboles aún no dejan ver el bosque y no seremos nosotros quienes perpetren la rentable tarea de podarlos tan temprano.

Nos parece, pues, necesario consignar una vez más una verdad sólo en apariencia discutible pero a nuestro entender de Perogrullo: la inmensa mayoría de la crítica —tanto la universitaria como la «militante»— no fotografía o retrata la poesía del momento sino que la perfila y encauza; exactamente del mismo modo que los medios de comunicación no informan sobre la realidad sino que la conforman mediante una premeditada selección e interpretación de hechos.

Nos parece, pues, desencaminado intentar averiguar qué es lo que «realmente» ha ocurrido con la poesía española de las últimas tres décadas, porque las fuentes disponibles (salvo las propias obras poéticas, claro, pero la discriminación editorial no deja de actuar hasta pasado mucho más tiempo), porque, decíamos, las fuentes disponibles para remontarnos en el tiempo no son fiables. Lo que sí queremos y podemos llegar a saber mejor es lo que se ha hecho de ella[5]. Articular históricamente el pasado —Walter Benjamin dixit una vez más— no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Pretender «hacernos con» los verdaderos hechos pasados mediante el cotejo de los textos disponibles es sólo una ilusión alentada por los productores de historia de la literatura, que son quienes esculpen esa verdad. Resulta mucho más fructífero y esclarecedor limitarse a desvelar cómo se ha forjado esa «verdad» en lugar de inventariar, catalogar y periodizar nombres, títulos, etapas y tendencias. Saber qué no ocurrió de aquello que se da por ocurrido es más fiable que creer medias verdades. Muchas de las supuestas verdades de la reciente historia de la poesía española no son más que virutas desprendidas de una de las infinitas posibles interpretaciones de los hechos, cajitas forjadas a machaca martillo por los críticos más influyentes y, en muchas ocasiones, también por los propios poetas, todos ellos —salvo muy raras excepciones— con intereses curriculares en juego.

Lo mismo, por cierto, ha ocurrido con los otros, con todas las demás corporaciones poéticas, es decir, las no (auto)declaradas hegemónicas, sólo que su versión de los hechos no ha alcanzado la oficialidad en la misma medida que la del grupo más fuerte, y ello por una sencillísima y rotunda razón: carecían de las vías de difusión de ideología literaria adecuadas o —como diría Hans Ulrick Gumbrecht, citado por Mainer (2005: 8)— de los medios de «producción de presencia». Como ejemplo de la maleabilidad de la realidad, véase el texto seriamente sardónico de Enrique Falcón «Poesía # 91/02» (2003), en el que este miembro del colectivo Alicia Bajo Cero escribe una posible historia de la poesía española del período 1991-2002 a la manera de tantos otros críticos o autores, es decir, mencionando única y exclusivamente lo que le da la real gana. Sólo que Falcón lo hace concentrada y abiertamente, sin tapujos, no solamente dando la versión de los hechos que él (y los suyos) prefieren sino también afirmando indirectamente que la realidad también podría llegar a ser no sólo lo que la oficialidad afirma sino lo que a él le plazca y convenga.

Más trabajado, contundente y convincente resulta otro de los textos de Alicia Bajo Cero, el volumen pseudoanónimo Poesía y poder (1997)[6]. He aquí un fragmento de esta obra en el que se expresa bella y solventemente mucho de lo que hasta ahora  se ha intentado decir aquí:

 

Hablar del mundo es proponer un mundo. De forma indisoluble. Toda opinión, toda mirada selecciona unos rasgos y no otros, señala un paisaje determinado y, consciente o inconscientemente, sus límites. Quiere esto decir que no parece posible una mirada total, global, que lo viera todo, aunque sólo sea porque, para ello, ésta debería, paradójicamente, localizarse en un fuera-de-lugar, una nada que con dificultad podría ser tal desde el momento en que algo tan complejo como una mirada o un lenguaje se proyecta desde ella. En este sentido, no puede haber un solo mundo sino tantos como sujetos —individuales o colectivos— miren y hablen. Hablar del mundo es pronunciar un mundo entre otros. Fragmentos. Sin embargo, del reconocimiento del fantasma que nombra lo absoluto no tiene por qué derivarse sólo la renuncia a la búsqueda del consenso interpersonal y la inercia ante lo que hay sino, más vivamente y sobre todo, una doble posibilidad de hecho: el diálogo, más o menos conflictivo entre visiones diferentes, por un lado, y/o la contradicción exclusivista, paralizante, por otro. La selección se hace en todo caso de acuerdo a las capacidades e intereses del que habla. Considerar que todo mundo depende del lugar —del mundo— desde donde una mirada lo mira e interpreta, implica abandonar el paraíso aséptico de la opinión neutra, presuntamente objetiva. Ciego y opaco, el objeto, aun si aceptáramos su existencia al margen del sujeto que lo construye, desde luego no mira, ni habla. No hay mundo(s) sin valores y condicionantes concretos que lo(s) articulen. Hablar del mundo, además de reflejar pasivamente, es también proponer, proyectar uno posible. En el incesante renovarse de este espacio toma cuerpo la esperanza (pp. 11-12).

 

 

4. Un botón de muestra: la recensión en prensa de un poemario por un poeta

 

La crítica periodística no tiene, como se figura, poder ninguno sobre el juicio del público, sino solamente sobre su atención; de ahí que su único atentado consista en silenciar.

Arthur Schopenhauer (Parábolas, aforismos y comparaciones, Barcelona, Edhasa, 1995, p. 155)

 

De los cuatro tipos de crítico que T. S. Eliot registrara en su célebre conferencia «Criticar al crítico» (1961), quedémonos con el cuarto: «El crítico poeta, cuya actividad es subproducto de su actividad creativa»[7].

En cuanto a los posibles tipos de reseña, Germán Gullón ha señalado los siguientes: «la académica [Hispanic Review], la semiacadémica [Quimera o Lateral] y las reseñas de prensa» (Gullón 2004: 108). Fijémonos en la tercera de ellas, también llamada —como apunta Ricardo Senabre (Ródenas 2003: 59)— «militante», «pública», «periodística» o «inmediata», y que es la que se puede leer en los suplementos literarios o culturales de los periódicos.

Por supuesto se trata —tal y como escribe Juan Antonio Masoliver Ródenas (Ródenas 2003: 20)— «[d]el tipo de publicación en que el crítico tiene un papel más complejo y arriesgado», porque los textos «se dirigen a un público lector más amplio y [...] pueden decidir el destino de un libro».

¿Cómo llegar a ser crítico de prensa?¾«Cuando empezamos a colaborar en una revista o un periódico, por lo general la amistad con el encargado de las reseñas suele ser la única carta de presentación requerida» (Gullón 2004: 102). En el caso de que el aspirante a crítico sea además autor, y en concreto poeta, puede que se le exija también una «reconocida» inquietud literaria: «Un perfil bastante común del crítico —afirma Santos Sanz Villanueva (Ródenas 2003: 33)— proviene del hecho siguiente. Al periódico llega un joven avalado nada más por unas inquietudes literarias. Este colaborador desea abrirse un camino por medio de esta vía indirecta y no dispone de más formación ni información que su deriva vocacional; tampoco se le exigen mayores prendas.»

¿Por qué o para qué reseñar poemarios?¾Gullón apunta tres posibles móviles para los reseñistas de novelas: la «afición», el «ansia de notoriedad» y el «dinero» (2004: 103). En el caso de la poesía, el móvil económico queda automáticamente descartado: los posibles ingresos, aun en el caso de escribir para los diarios de tirada nacional, no suelen pasar de simbólicos. (Y si hablamos de las revistas, la mayoría no llega ni a ese simbólico pago.) En cuanto a la «afición», creemos que a aquel que sienta una verdadera vocación por la crítica literaria difícilmente podrán satisfacerle el formato y las imposiciones de un suplemento cultural.

Queda, pues, el «ansia de notoriedad». En el caso de que el poeta/crítico tenga ya cierto nombre, la reseña es un utensilio para hacerse con más nombre aún. Lo más frecuente, en cambio, es el caso del poeta/crítico neófito, que una vez cobrada la notoriedad perseguida abandona el oficio para dedicarse a tareas menos «sucias».

A este respecto las declaraciones de críticos reconocidos son claras. Para Domingo Ródenas (2003: 9-10) «hay jóvenes que pugnan por entrar como reseñistas en un suplemento como si de ese modo penetraran en la gran mansión de la Literatura por una puerta lateral para, una vez dentro, establecer sus contactos con vistas a su apoteósica eclosión como nuevos talentos.» Y según Sanz Villanueva (Ródenas 2003: 34) ese joven «[...] necesita hacer relaciones en la sociedad literaria para amparar su propia obra (editarla, difundirla, también promocionarse él mismo) y esto le llevará a una sistemática discriminación: a los amigos o valedores, reales o presuntos o posibles, los tratará con elogio; los desconocidos harán de diana de unos dardos calculados para lucir la imagen.» José María Parreño (1994: 30) escribía a los treinta y cuatro años: «Sé, por ejemplo, que se me tiene más en cuenta que a otros poetas de calidad literaria igual a la mía porque trabajo en la gestión cultural. Y que se me tiene menos que si hiciera crítica en El País o fuera íntimo amigo de tres o cuatro personalidades.» 

¿Para quién se escriben las reseñas?¾«Nunca hay que escribir para los autores de un libro, aunque es lo que suele hacerse», asevera Domingo Ródenas (2003: 23). En el caso de la poesía sería más exacto decir que las reseñas que escriben los poetas las escriben para sí mismos, es decir, para beneficio propio: la críticas desfavorables no abundan y, como sabemos, escribir a favor de otro —siempre un afín, amigo o posible amigo— resulta favorable para ambos, emisor y receptor, ya que tarde o temprano el receptor —o un tercero, afín, amigo o posible amigo de éste— hará a su vez de emisor, dando comienzo a la archiconocida operación «toma y daca». Si se cumpliera este mandamiento de Ricardo Senabre: «no se debe nunca reseñar la obra de un escritor amigo» (Ródenas 2003: 71), el número de reseñas de poesía se reduciría a un tercio, puede que a un cuarto.

No ocurrirá, claro: «La crítica periodística es un subgénero que consumen fundamentalmente críticos y autores, y sólo en un lugar muy secundario otros lectores» (Jordi Gracia en Ródenas 2003: 145); y en lo que a la poesía respecta, el lugar de los lectores cambia porque —como ya hemos dicho— pocos de ellos no son también poetas, críticos o ambas cosas. Y en el caso de que un lector no sea ni lo uno ni lo otro y necesite asesoramiento «cualificado», más le vale no dirigirse a un poeta/crítico de prensa. Es del dominio del gremio que lo último que se le pasa por la cabeza a un poeta/crítico cuando reseña la obra de otro de ellos  —no importa si de «rango» semejante, superior o inferior— es dirigirse a un hipotético lector. Quien no esté al tanto de las filias y fobias de los poetas/críticos, de sus corrillos y cenáculos, de sus amigos y enemigos, de sus proyectos y fracasos, difícilmente podrá descifrar correctamente una recensión de suplemento cultural.

Aunque las siguientes líneas de Jordi Gracia parecen escritas pensando en las reseñas de novela, nos parece que sobre las de poesía cabe decir prácticamente lo mismo:

 

La opinión de los lectores es irrelevante en el sistema en que opera la crítica, porque es un microsistema autónomo: sólo influye, e igualmente muy poco, entre autores y críticos (o editores) que son quienes recelan, remiran, se llaman, condenan, difaman, difunden y aplazan respuestas y venganzas. Cultivan una chismografía crítica de la que el lector que no sea autor o crítico lo ignora absolutamente todo. No le atañe aunque le afecta porque es su víctima: el microsistema de la crítica finge hablar al lector cuando de hecho se está hablando demasiadas veces a sí mismo, en un diálogo con mensajeros diversos y un tempo indeterminado (intervienen ahí prólogos, presentaciones, antologías, dietarios, columnismo con negritas, almuerzos, recomendaciones, vetos, frustraciones, de todo, como en el microsistema de los tejedores de hilo fino o los productores de pegamento). (Ródenas 2003: 145)

 

¿Qué libros reseñar?¾Los reseñistas —afirma, sin perífrasis o eufemismos que valgan, Germán Gullón (2004: 105)— «no eligen libremente los libros que reseñan; se los asigna un editor». Así de simple. En el caso de la poesía, por lo general el reseñista dispone de un mayor margen de elección porque, salvo contadas excepciones, es un género de venta minoritaria y por consiguiente la presión editorial resulta menor.

Cuando un poeta/crítico elige un poemario, suele ser rarísimo que se trate de uno cuyo autor no conozca personalmente. Veamos qué es lo que Santos Sanz Villanueva escribe sobre el amiguismo respecto al crítico en general, todo lo cual se eleva al cuadrado si pensamos en el poeta/crítico de prensa:

 

La actividad del crítico está por naturaleza bajo sospecha en este campo que afecta a las relaciones privadas. El elogio fuerte hace pensar no pocas veces en camaraderías sospechosas o en sociedades de bombos mutuos. La crítica severa, en secretos ajustes de cuentas. Las relaciones entre críticos y autores suelen ser problemáticas y tensas. Lo ideal sería que no existieran y quedaran reducidas al estricto vínculo de la lectura. Pero esto no ocurre así y se producen constantes contactos. Hay quien defiende la relación de amistad. Descartadas las excepciones —que, por supuesto, existen—, la posibilidad de una amistad desinteresada resulta en extremo dificultosa cuando media la creación. Por ambas partes. (Ródenas 2003: 44)

 

¿Cuál es su repercusión?¾La recensión de un libro de poemas ni le añade ni le resta lectores. Tal y como afirma Ricardo Senabre (Ródenas 2003: 72), «se leerá en ese reducido círculo en el que, de todos modos, iba a leerse». La crítica «cuenta sólo entre críticos, que parecen ser sus únicos lectores» (Gracia 2001: 104), de lo cual resulta que «es precisamente esa crítica inmediata la que a veces determina la difusión de una obra y su valoración posterior en la historia literaria» (Senabre en Ródenas 2003: 62). Es decir, puede ocurrir —y las más de las veces es eso precisamente lo que ocurre— que lo que un poeta/crítico escribe interesadamente sobre otro poeta, amigo suyo y afín a sus intereses, termine figurando en los manuales de literatura (piénsese en ciertos textos incluidos en los últimos volúmenes de la influyente Historia y crítica de la literatura española dirigida por Francisco Rico) y convirtiéndose en «verdad». 

Durante las últimas décadas ha sido en las reseñas «militantes» y en los prólogos de las antologías donde se ha escrito la historia de la poesía reciente. (Y esto los poetas lo sabían, y por eso se vistieron —y no pocos siguen vestidos— de críticos, para disputarse sus dominios.) La crítica «militante», en este sentido, ha desbancado a la académica, arrebatándole la influencia que pudiera tener. Tal y como afirma Sanz Villanueva (Ródenas 2003: 32), de ella dependía «la configuración del canon que planea siempre (a favor o en contra) sobre el crítico de prensa». Hoy, en cambio, al menos en lo que a la poesía posfranquista respecta, parece ocurrir lo contrario: es el crítico de prensa —casi siempre también poeta, insisto— el que incide con mayor fuerza en la conformación del canon. En resumen: el poeta escribe la historia de la poesía no tanto escribiendo poemas —o, mejor dicho, independientemente de sus poemas— sino escribiendo crítica.

La mejor crítica.¾Con todo, hay quien —como Gracia (2001: 107)— afirma que «la mejor crítica literaria que hoy cabe leer en la prensa suelen firmarla los autores». ¿En qué sentido mejor? Para Gracia «la primera necesidad de la crítica como escritura pública no sería tanto la información divulgativa ni la evaluación crítica. Por debajo de ambas, y antes que ambas, está la entidad misma del texto escrito.» (p. 114) Pero hay un cuarto elemento, de suma importancia, al que Gracia parece prestar menos atención: la ya mencionada autopromoción, más o menos velada e indirecta, que el autor hace de sí mismo por medio de las reseñas. Con todo, Gracia señala en cierto modo este factor cuando afirma que se ha de escribir crítica de prensa «desde la convicción antes que desde la conveniencia o la mediación de intereses ajenos a la experiencia de la lectura misma» (p. 124), lo cual sinceramente creemos que en el caso de la poesía ocurre muy rara vez. Si no olvidamos la importancia de este hecho, entonces estamos de acuerdo con él en casi todo:

 

a) «La crítica más valiosa como lectura es una forma de expresión literaria, y a ese patrón han respondido los mejores nombres de la crítica periodística. Lo cual quiere decir que han sido críticos raramente neutrales, han fabricado a menudo una voz con estilo y han intervenido de lejos o de cerca valorando lo que han leído, para animarlo o para condenarlo.» (p. 115)

 

b) «Hablar desde el yo, en la crítica de periódicos, o está mal visto o se lee como acto de egolatría, como si el peor acto de egolatría no fuese pretender que por boca del crítico, que es generalmente hombre de algunas lecturas y buena voluntad, habla la Teoría Crítica, la Historia Literaria, la Historia del Gusto o cualquier otra mayúscula muy alta y muy supuestamente basada en principios inobjetables.» (p. 118)

 

c) «La alegría ante los intrusos [...] se explica como el auténtico aliciente de lectura que esos intrusos son para muchos de quienes leemos suplementos, precisamente buscando quien pueda escribir desde otro tipo de prejuicios, desde un campo ajeno que permita iluminar o hablar de los libros sin las pautas invisibles que rigen en el centro de la institución crítica. Son casi siempre los autores mismos quienes oxigenan y tonifican la crítica.» (p. 119)

 

Para aparcar aquí el tema, cedámosle la palabra a uno de esos «intrusos». El siguiente texto de Roger Wolfe (1995: 120-121) —quien además de haber recibido numerosas reseñas en prensa también las escribió durante un lustro para «La Esfera» de El Mundoenumera en clave humorística mucho de lo que se ha intentado decir arriba:

 

Una reseña de estas características [de suplemento cultural] puede depender, entre otras muchas cosas y por ejemplo, de lo siguiente:

-     Relación de amistad y conocimiento académico o sexual entre reseñista y reseñado.

-     Relación de enemistad y desconocimiento académico o sexual entre reseñista y reseñado.

-     Relación de amistad y conocimiento académico o sexual entre el reseñado y los enemigos del reseñista.

-     Relación de enemistad y desconocimiento académico o sexual entre el reseñado y los amigos del reseñista.

-     Capacidad de ventas del reseñado.

-     Editorial que publique el libro.

-     Lugar de residencia del reseñado (Madrid, Barcelona o Bacarot).

-     Presencia del reseñado en los cenáculos (entiéndase de la Villa y Corte).

-     En el caso de que ya hayan salido reseñas del mismo libro en otros medios, rivalidad entre el medio en cuestión y los demás, entre el reseñista en cuestión y los reseñistas que se hayan ocupado anteriormente del libro.

-     Filiación política del reseñista.

-     Filiación sexual del reseñista.

-     Filiación política del reseñado.

-     Filiación sexual del reseñado.

-     Tiempo de que disponga el reseñista entre cena y cena, borrachera y borrachera, felación y felación, sarao y sarao, gonorrea y gonorrea, fracaso literario y fracaso literario, etc.

-     Nota de contraportada del libro.

-     Presencia habitual o no del reseñado en la caja tonta...

¿Y el libro? ¿El libro propiamente dicho? ¿El jodido texto escrito? A quién cojones le importa eso. Estaría bueno. Menuda ingenuidad. Como si no supiera todo el mundo que cualquier relación entre lo que se entiende por «literatura» y el texto impreso es pura coincidencia.

 

 

5. Las antologías: el caso de Luis Antonio de Villena

 

Al igual que José María Castellet una década antes[8], de entre los mundos posibles en la poesía española de finales de los años setenta José Luis García Martín eligió, (de)limitó y habló en su antología Las voces y los ecos (1980: 60) de uno de ellos: el constituido por lo que entonces denominó «línea meditativa, temporalista y neorromántica» y años después «figurativa» (1992). No parece desencaminado José-Carlos Mainer cuando afirma que esta antología resultaba «tan madrugadora que se tiene la sensación —al hilo de los nombres escogidos— que la doctrina está mucho más consolidada que la propia selección» (Mainer 1998: 26). Resultaba, además, tan poco objetivo o neutral el que Nueve novísimos poetas españoles (Castellet 1970) no incluyera en su nómina ni a un solo andaluz —o que Espejo del amor y de la muerte (Prieto 1971) estuviera formada sólo por madrileños— como el que la antología de García Martín no recogiera ni a un solo catalán.

Curiosamente fue el novísimo Guillermo Carnero uno de los primeros en apreciar que aquella antología resultaba sospechosa, aunque no añadiera que al menos en eso coincidía con Nueve novísimos: «producto de marketing literario, guiado por arbitrarios criterios de camarilla» (Carnero 1983: 52).

(Preferiríamos, por supuesto, no caer en la casuística, ya que dar casos concretos parece siempre llevar el discurso al terreno personal, lo cual no es en absoluto nuestra intención. Por desgracia, sin ejemplos resulta prácticamente imposible exponer de un modo claro lo que nos proponemos. Vaya, pues, por delante que los críticos que aquí figuren lo harán primero porque los consideramos realmente críticos —y no «intrusos y aficionados», como diría el propio Carnero (1)— y segundo porque son los más conocidos e influyentes.)

Dos años después de Las voces y los ecos, aparece en escena la antología Florilegium de Elena de Jongh Rossel, que sigue grosso modo los postulados de García Martín, aunque cambiando la mayoría de los nombres. Después llegamos a 1986 y a Luis Antonio de Villena: «[...] aparte del primer intento de Las voces y los ecos —dice Lanz (1998: 275)—, será Postnovísimos la primera antología de poesía joven que pretende imponer una tendencia dominante como modo de afirmación generacional». En esa antología Villena hará malabarismos «teóricos» por leer la poesía que él bautiza como postnovísima desde su propia poesía[9]. Sólo así se explica su insistencia en afirmar la supuesta inminente emergencia de la tradición clásica, que no por casualidad era la que a él le interesaba más como autor y a la que dedicaría sus dos siguientes antologías, «sesgo» que —dependiendo del momento y las circunstancias— también ha llamado poesía de la experiencia y después realismo meditativo. Y sólo así resulta coherente que «de la lectura de la antología y de las obras hasta entonces publicadas por sus autores, parece deducirse que la estética sustentada por Villena en su estudio prologal se adecua más a un pequeño grupo de los poetas incluidos en ella (Miguel Mas, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes o Leopoldo Alas) que a la totalidad de los poetas allí recogidos y al discurrir estético de la generación en su primera etapa.» (Lanz 1998: 273)

Si para José Luis García Martín Postnovísimos es «la presentación en sociedad de los nuevos poetas» (García Martín 1992a: 112), para Lanz no es más que el intento de «impulsar una de las líneas estéticas precedentes, para hacerla dominante» (Lanz 1998: 273).

A lo largo de la siguiente década tendría lugar un insistente bombardeo de antologías en esa línea —debidamente prologadas— perpetrado básicamente por estos dos antólogos y con la puntual ayuda de otros como Julia Barella (1987), Francisco Bejarano (1991), José Luis Piquero (1991), Miguel García-Posada (1996) o Germán Yanke (1996). De 1987 a 1999 el total de florilegios con inmensa mayoría de poetas figurativos del gusto de estos críticos supera la decena[10], y eso sin contar las entregas «preparatorias» ya mencionadas de García Martín (1980), Jongh Rossel (1982) y Villena (1986). En palabras de Miguel Casado (2005: 133), «no se trataba de localizar a los poeta nuevos, sino a los nuevos poetas iguales».

Además, habría que añadir un arma mucho más letal que cualquier antología: en 1992 García Martín se encargaba de historiar la poesía española (en español) del periodo 1975-1990 en la influyente Historia y crítica de la literatura española dirigida por Francisco Rico. Refiriéndose a la publicación de esta obra Malpartida reflexionaba así: «Los manuales se acaban imponiendo, y se trata de un libro que está llamado a ser consultado por muchos universitarios y críticos, hispanistas y curiosos: se leerá más que a los poetas, me temo [...]» (Malpartida 1993: 123-124).

El resultado de tamaño bombardeo era previsible: uno de los posibles mundos desplazó a los demás. En otras palabras: la selección, la parcelación y el etiquetado que estos críticos hicieron de la poesía española de los últimos veinticinco años han resultado ser la versión de «la realidad» más conocida y repetida por terceros (otros críticos, otros poetas y, si es que no pertenecen ya a las dos categorías anteriores, ciertos lectores). No es, por supuesto, la primera vez que ocurre algo así; Talens ha escrito lo siguiente refiriéndose a las generaciones inmediatamente anteriores a la del 80:

 

[...] se corre el riesgo de asumir la emergencia de comentarios, críticas, clasificaciones que en el momento de su nacimiento no se discuten sencillamente porque se les ignora, pero que pocos años después, y por el mero hecho de existir como datos supuestamente objetivos, pueden convertirse en «fuentes» primarias para los futuros estudiosos e historiadores, sin que necesariamente se cuestione el sistema de valores, esto es, la estructura ideológica y/o política que rodeó su nacimiento. (Talens 1989a: 113)

 

Y refiriéndose a la poesía española de los anteriores treinta años, Andrés Sánchez Robayna escribía hacia 1989, en un tono más acalorado, algo que aún puede decirse de la poesía de los tres lustros posteriores:

 

[...] esa poesía ha sido básicamente no leída, es decir, no ha sido objeto de reflexión, de discusión y de valoración crítica. Ha sido, en rigor, una poesía sobreentendida y —lo que es aún más grave— sometida o condenada a la acrítica circulación del tópico y de las formas más idiotizadas del prejuicio estético; y ello en beneficio de una estética dominante, negadora de la pluralidad o de la diversificación de la escritura [...]. (Sánchez Robayna 1988: 225)

 

Pero volvamos a «los hechos». Los críticos mencionados publicaron sus antologías en editoriales importantes (Villena en las influyentes Visor y Pre-Textos; García Martín en Júcar, en Renacimiento y en la más modesta Llibros del Pexe; y García-Posada en la prestigiosa colección de clásicos de Crítica). Publicaron también sus reseñas primero en periódicos de tirada nacional (El País, El Mundo) o en revistas de poesía solventes y con verdadera distribución (Renacimiento, Fin de Siglo, Clarín, etc.) y, después, reunidas en libro, en las mismas editoriales que publicaban sus antologías.

El mecanismo es sencillo. A fuerza de repetir en los medios adecuados que el poema es ansí, finalmente termina siendo entendido precisamente ansí por la mayoría. Y acto seguido surgen «multitudes» que no entienden la poesía más que como se les ha dicho que es. Así lo demuestra el hecho de que en la antología consultada de José-Carlos Mainer El último tercio del siglo (1998) (¿quién eligió a qué poetas, críticos y lectores «cualificados» consultar?) la relación de seleccionados indique que los gustos dominantes son los que desde hacía diez años venían teniendo Villena, García Martín y García-Posada[11]. El poder que este estado de cosas confirió a estos críticos es enorme. Desde finales de los años ochenta y durante gran parte de los noventa, todo joven poeta que quisiera aparecer en una antología leída por alguien más que los propios antologados y el antologador, o ser reseñado en un suplemento cultural de tirada nacional, tenía que dirigirse a uno o a varios de estos críticos o de lo contrario resultaba prácticamente imposible que su nombre empezara a sonarle al lector medio de poesía, si es que tal lector existe. Y todos sabemos que un poeta joven es tan maleable como cera a la temperatura adecuada[12].

Juan José Lanz señala con tino las consecuencias más perniciosas de la profusión de antologías durante las últimas décadas:

 

En primer lugar, la mayor parte de los estudiosos de la poesía española actual conocen a los poetas jóvenes por antologías y no por los libros propios, con lo que sólo conocen su producción poética fragmentariamente, y no en su totalidad, condicionada por el gusto del antólogo. En segundo lugar, muchos antólogos acaban funcionando mecánicamente, seleccionando para sus antologías a aquellos poetas que han sido antologados en obras anteriores, con lo que se produce el famoso efecto «bola de nieve». En tercer lugar, ante tal avalancha de nombres nuevos, las diferencias se difuminan y la calidad de las voces queda oculta entre los ecos de meros poetas epigonales; en definitiva, el bosque impide ver los árboles. Por último, el estudioso corre el peligro de tomar las antologías como hechos empíricos objetivos, lo que en pocos casos son, que reflejarían el panorama poético de un momento y no el gusto particular del antólogo que realiza la antología. Pero no cabe duda de que la antología poética funciona en otro sentido, que hay que tener muy en cuenta, corrigiendo y desviando el gusto de nuevos lectores-poetas, que seguirán o se enfrentarán radicalmente a la propuesta estética que cada antología lleva a cabo. (Lanz 1998: 281-282)

 

Pero hay diferencias entre unos críticos y otros. García-Posada ha escrito mucho menos sobre poesía joven —y tal vez de modo menos apasionado— que Villena y García Martín, ambos poetas y por eso mismo más implicados y menos fiables, aunque —una vez más— Guillermo Carnero sea de la opinión contraria:

 

A decir verdad, para quien no forme parte de la sociedad literaria como escritor en activo el intento de seguir el pulso de la novedad tiene que resultar, si no imposible, sí enormemente fatigoso, descorazonador y confuso, mientras que quien acude a la batalla diaria tiene el trabajo prácticamente hecho. Y lo hará bien, y sin falsear el paisaje, mientras tenga la honestidad y la inteligencia de mantener a raya sus preferencias personales, y la altura moral e intelectual que permite distinguir la calidad en lo diverso y contradictorio. Luis Antonio de Villena, que yo sepa, ejerce la crítica con esos ineludibles requisitos, y con las ventajas que se derivan de hacerlo desde dentro del mundo literario. (Carnero 2000)

 

No se trata de poner en tela de juicio la honestidad de nadie —mucho menos la de un infatigable trabajador como Villena, que sin lugar a dudas se ha ganado a pulso la reputación que tiene—, pero me parece incuestionable que el acopio excesivo de poder mediático y el acaparamiento de las vías de difusión de opinión no son buenas, así como tampoco puede ser positivo para la libertad creativa el amiguismo entre críticos y autores, e incluso entre los mismos poetas, por el peligro que eso conlleva de caer en la endogamia literaria y en el reparto mutuo de elogios, favores y posiciones.

Aunque tal vez sea el más intuitivo y osado de los críticos mencionados, Villena no puede eludir sus propios gustos, por muy amplios que sean (como de hecho lo son, pero ciertas obras siempre terminan gustándole más que otras, exactamente igual que le ocurre a todo el mundo). Además cae con frecuencia en el amiguismo, favoreciendo a aquellos poetas que entablan relación personal con él y discriminando o directamente silenciando a aquellos que no lo hacen o que lo hicieron y después se han alejado de él. Un ejemplo rotundo de lo primero sería el caso del por otra parte interesante poeta Ángel Muñoz Petisme, sobre el que ha escrito en términos más amistosos que críticos[13] y al que incluyó en Postnovísimos, mientras que el resto de la inmensa crítica no le ha prestado apenas atención. Y ejemplo de lo segundo sería uno de los poetas de mayor edad incluidos en Postnovísimos (presumiblemente Julio Llamazares), del que Villena afirma en 1988 refiriéndose al catálogo de poetas allí antologados: «estoy ya en relativo desacuerdo (como era previsible) con mi propia selección de nombres. Como pura anécdota diré que quitaría a uno de los seniors (muy poco conocido fuera de su tierra natal) por desagradecido.» (Villena 2000: 62) No sabemos los motivos de la rabieta y venganza públicas del crítico, pero de lo que no cabe la menor duda es que la calidad de un autor no tiene absolutamente nada que ver con su capacidad de agradecimiento para con aquellos que deciden incluirle en sus florilegios o mencionarle en sus recensiones. Sea o no sea Llamazares el «desagradecido», lo cierto es que —si nuestras pesquisas son ciertas— es él el único autor incluido en Postnovísimos cuyo nombre Villena no ha vuelto a mencionar jamás, aunque puede que no sea más que porque desde entonces el ahora novelista no ha vuelto a publicar poesía...   

El problema del amiguismo, por supuesto, no sólo afecta a Villena. También azota a los demás críticos, tengan los gustos que tengan, y a la totalidad de los autores, y a la totalidad de los editores, y a la totalidad de los profesores, y a todos y cada uno de los miembros de los jurados de los premios literarios, etc. El único modo de no caer en él pasaría por ser de una frialdad recalcitrante y dedicarse a leer y a reflexionar por cuenta propia en el más absoluto de los aislamientos, sin conocer personalmente a nadie (y sin llegar a hacerlo tras el primer pronunciamiento) y a ser posible sin dedicarse paralelamente a la creación. Parece prácticamente imposible que todas estas condiciones se den juntas, pero el que tal modo de lectura y reflexión sea inalcanzable no nos exime del «deber» de indagar en las insuficiencias y lacras del único aparente modo de ser autor y/o crítico en el mundillo de la poesía española. A diferencia de las palabras de Carnero citadas arriba, nos parece que la crítica literaria justa y de calidad se vuelve más y más difícil cuanto más integrado esté en la sociedad literaria quien la ejerce. Piénsese en un político que también fuera historiador de la contemporaneidad: ¿qué crédito merecerían sus libros? ¿«Creería» alguien en sus tesis salvo sus compañeros de partido o aquellos que quisieran medrar?

Se trata de un círculo vicioso. Ensayemos un nuevo acercamiento poniendo como ejemplo una vez más el caso de Villena, a todas luces el más claro, tal vez por su tesón, por residir en Madrid y por publicar en editoriales y publicaciones periódicas fuertes. El crítico publica la antología Postnovísimos en 1986, colocando con ella en escena a una docena de poetas jóvenes, la mayoría de los cuales aunque no se atienen a una única estética sí están agradecidos al antólogo, y la mitad de los cuales atienden a la siguiente de sus consignas, disfrazada de profecía: la tradición dará que hablar más que la vanguardia, lo clásico se impondrá a lo experimental. De lo que no es difícil colegir que los poetas que figurasen en la próxima de sus antologías, Fin de siglo (1992), dedicada ya única y exclusivamente a la tendencia que más le gustaba a Villena, habían de transitar esa senda. Tal será el caso de Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes y Leopoldo Alas, que son los únicos de los incluidos en Postnovísimos que repiten estrellato. De estos tres, Alas poco después (Alas: 1993) se distancia de los dictados villenianos, osando incluso arremeter contra lo que los otros dos abanderan (la poesía de la experiencia) y contra su omnipresencia pública, así como contra la labor crítica de Villena, y termina cayendo en desgracia[14]. De modo que quedan como indiscutibles reyes de la selva García Montero y Benítez Reyes, interesantes poetas ambos, sí, pero ni mucho menos los mejores de su generación, por más que en su momento estos y otros críticos lo afirmaran y después Legión lo repitiera. ¿Mejores? ¿Acaso la literatura es una competición? ¿Acaso lo que mayor nivel de audiencia tiene es lo mejor? ¿O es que, por el contrario, es posible convertir en «lo mejor» lo que uno quiera, siempre y cuando se disponga de un buen escaparate donde exhibirlo y de canales efectivos de producción de opinión?

Antes de seguir, transcribamos aquí lo que el suplemento de 1985 de la enciclopedia Larousse decía sobre la poesía española. Se apreciará que apenas tiene algo que ver con el diagnóstico que Villena hiciera un año después. Y si hay que considerar objetivo a alguien, parece mucho más sensato quedarse con un enciclopedista que con un crítico antólogo poeta.

 

Tras las un tanto limitadas incursiones vanguardistas de los «novísimos» a comienzos de la década pasada [...], la poesía española parece orientada hacia un neobarroquismo verbal; intenta trascender el yo subjetivo y dar primacía al texto sobre el poeta (subráyese aquí el magisterio de Jorge Guillén); pero también asoma en ella una inteligencia reflexiva y crítica del entorno, que evidencia la huella directa de la mejor poesía de la generación de los cincuenta, J. A. Valente, y Gil de Biedma. Otra línea de fuerza está representa por la tendencia al poema breve y sentencioso, cargado de intensidad, que parece prefigurar un nuevo conceptismo.

 

Pero no nos desviemos y usemos también nosotros aquí la efectiva y difusora arma de la repetición. En Postnovísimos Villena da a entender que, entre las varias tendencias del momento, es ésa —la de corte clásico, la que él mismo prefiere como lector y autor— la que más futuro tiene. Acto seguido un regimiento de poetas jóvenes y algunos menos jóvenes se aproximan a esa estética con miras a ser mencionados por el ahora poderoso crítico, tal vez reseñados, tal vez incluidos en el próximo florilegio, entrando así en el grupo de existentes y abriéndoseles así las puertas de las revistas de renombre, de los premios importantes, de las editoriales conocidas y con distribución, y de los recitales pagados.

Muy pocos años después a Villena ya le parece que la diversidad postnovísima empieza a remitir y entonces afirma sin reparos «[...] nos  hemos [sic] vuelto hacia el clasicismo, hacia la tradición» (2000: 59), aunque todavía se dé una «falta de estética dominante» (2000: 62). Y en 1988 Villena cree saber que, aunque la poesía que él apoya —sí: apoya— no sea la única poesía joven en activo, la otra poesía no está a la misma altura: «La llamada poesía del silencio —digo mejor, minimalista— parece ir, ahora mismo, perdiendo adeptos. Y sin embargo crece (un tanto en oposición a los neoclásicos) otra poesía irracionalista, heredera del surrealismo, que se puede teñir de sueños o de ingenuidad. Aunque no creo desvelar misterio alguno si digo que tal camino aún no ha producido —a mi saber— ningún gran libro [...]» (2000: 62). Pero en 1992 parece que las cosas han cambiado para el crítico: por un lado «existen hoy otras varias líneas en el quehacer poético —minimalismo, metafísica, irracionalismo— y [...] en  ellas se han dado logros notables» (2000: 68); y por otro lado ahora resulta que la poesía que él defiende, a diferencia de la joven diversidad que Postnovísimos mostraba, «ha sido la predominante y más seguida en los años ochenta y entre la generación más joven» (2000: 67), aunque a mediados de los años ochenta pensara más bien lo contrario: «Toda estética dominante en un periodo suele ir unida a una actitud de vanguardia» (2000: 39). Las contradicciones son claras, la incoherencia patente, y el seguimiento de ambas esclarecedor y tedioso.

Si Postnovísimos (1986) y Fin de siglo (1992) provocaron revuelo e hicieron mella, La Generación de los Ochenta (1988) y Selección nacional (Última poesía española) (1995) de José Luis García Martín sin duda ayudaron a la misma causa. Igualmente lo hicieron en 1996 Treinta años de poesía española, también de García Martín, y La nueva poesía española, de Miguel García-Posada, que, aunque no estaban dedicadas exclusivamente a la poesía de los autores más jóvenes, favorecían de idéntico modo a la poesía figurativa o de la experiencia. Además aparecieron numerosos trabajos en revistas que repetían las ideas y nombres propuestos por Villena y García Martín, bien para discutirlos bien para reafirmarlos[15].

El resultado —el producto— de este «bombardeo» fue el perseguido: de 1992 a 1996, la poesía de la experiencia dominó, subyugó, sometió a las demás estéticas. Y por poesía de la experiencia entendemos, claro está, no sólo el espacio que los textos de esa tendencia ocuparon sino también la continua presencia pública de sus componentes (autores y críticos). En 1992 para Miguel García-Posada estaba claro que la poesía de la experiencia iba a ser la estética dominante esos años (1992: 10). Alicia Bajo Cero, en su ya citado Poesía y poder, ha detectado y descrito incisivamente esta «campaña» experiencial[16] que continuaría sin perder un ápice de efectividad durante al menos cinco años.

 No podía, pues, sorprender el alud de acusaciones de mimetismo y ductilidad arrojadas a mediados de los años noventa sobre el pelotón de poetas afines o protegidos por estos críticos, así como la respuesta en forma de antología de una facción de los otros, perpetrada por su crítico Antonio Ortega y titulada La prueba del nueve (1994). En rigor, los poemas de los autores en ella incluidos no se diferencian a grandes rasgos de los poemas de los experienciales, pero el listado resulta —salvo en los casos de los madrileños Esperanza López Parada y Jorge Riechmann— bastante distinto al de los experienciales oficiales. Llama la atención el que la única andaluza de los nueve seleccionados, Concha García, resida en la Villa y Corte.

Ante esta oposición, Villena ensayó una vía de escape publicando en 1997 otra antología más, 10 menos 30 (La Ruptura Interior dentro de la Poesía de la Experiencia), cuyo acertado subtítulo era, con todo, bastante más ambicioso que su contenido ya que en rigor ofrecía un poco más de lo mismo pero con nombres más frescos. García Martín, en cambio, se mantuvo impertérrito al jaleo y —más fiel a sí mismo— ofreció en La generación del 99 (1999) una vez más pura y joven poesía figurativa sin disfraces.

En su última antología hasta la fecha, La lógica de Orfeo (2003), Villena repite una vez más lo dicho en sus anteriores trabajos tanto respecto a la aparente pluralidad estética inicial de los postnovísimos (p. 15) como a la casi inmediatamente posterior reagrupación de «la generación (o su sector más nutrido, seguido y dominante) [...] alrededor de una poética que reivindicaba, con no pocos matices de vuelta a la tradición, una poesía realista-meditativa, confesional y a ratos coloquial» (p. 15). Y ahora ya no le cabe duda de que

 

Desde 1985 a 1995 —por situarse en cifras aproximadas pero redondas— el éxito de la poética realista-meditativa, en la Generación del 80 (y en el arrastre magisterial que, como he dicho, produjo hacia miembros destacados de la Generación del 50) fue absoluto o casi absoluto en el terreno de la poesía. (p. 18)

 

Para terminar con Villena, fijémonos finalmente en otro orden de cosas no demasiado distante. No es difícil detectar que cada vez que este crítico y poeta vaticina o prevé un cambio de estética, acto seguido «deja caer» que él ya la ha transitado o transita. Y no le falta razón, ya que en realidad lo que ocurre es que ejecuta o ensaya con cada nuevo poemario sus propios diagnósticos sobre el derrotero de la tendencia «más importante» de la poesía de cada momento. En palabras de Miguel Casado (2005: 164), se trata de «una manera de entender la crítica como preceptiva, que sugiere modas o adelanta estrategias a las que luego habrían de adaptarse los poetas».

Aunque escritas con otra intención, las siguientes palabras de Juan Carlos Rodríguez perfilan más allá de la epidermis este fenómeno:

 

[…] el hecho de que previo a la crítica (previo a ese discurso abstracto y genérico) tuviera que existir un texto empírico elaborado a través de la siguiente paradoja: ser una escritura diferente a la de la crítica y sin embargo tan enraizada en ella que en realidad la crítica, al hablar del discurso empírico (literario), de su verdad o de su belleza, no pudiera hacer otra cosa en el fondo que hablar de sí misma. (Rodríguez 1994: 22)

 

Si atendiéramos a las frecuentes alusiones que Villena hace a su propia obra poética en los sinuosos y resbaladizos prólogos que antepone a sus antologías de poesía joven, terminaríamos concluyendo que estamos no sólo ante uno de los principales miembros de la generación del 70 (por meras cuestiones de edad perteneciente a la segunda hornada, aunque eso sí, uno de los más precoces y personales[17] y además el más joven de todos[18]) sino también ante uno de los desencadenantes de la diversidad postnovísima y uno de los principales progenitores de «la respuesta clásica»[19] (aunque tal hecho «se intentara silenciar»[20]), emergente a principios de la década de los ochenta y claramente dominante en el momento de la publicación de su antología Fin de siglo, de 1992; ante uno de los impulsores del endurecimiento del realismo en las llamadas líneas «sucia» y «crítica» con su poemario Marginados (1993); y, finalmente, ante uno de los abanderados de lo que, en su opinión, la generación más joven y muchos de los componentes de la generación inmediatamente anterior andan hoy mismo cumpliendo: la aproximación del ya manoseado realismo meditativo hacia una estética que no repela las voces más órficas[21].

Si esto no es arrimar el ascua a su sardina, entonces hablamos del poeta más influyente y dinámico en la lírica castellana por lo menos del último cuarto de siglo. Jordi Doce —como nosotros— no es de esa opinión:

 

Se trata, a todos los efectos, de una estrategia de perpetuación como árbitro de la escena literaria, a la que contribuye la peculiar conformación de la misma en torno a núcleos de poder con pie en las instituciones (locales, autonómicas, centrales). Lo que al principio constituye un movimiento más o menos espontáneo de escritores jóvenes que tratan de buscar un espacio propio y evolucionar al margen de sus mayores, se domestica y petrifica rápidamente en manos de un antólogo prestigiado socialmente a quien preocupa, sobre todo, controlar el movimiento de las promociones que le suceden. (Doce en Sánchez Robayna 2005: 292-293)

 

Para resumir y cerrar esta aproximación al fenómeno «antología de poesía joven», valgan las palabras de Méndez Rubio y de Doce:

 

El problema, pues, no está tanto en el hecho antológico en sí, una herramienta de difusión por otra parte imprescindible en un marco de cultura masificada, sino en la inercia acrítica que ese hecho supone, incluso más allá de los propósitos del antólogo, cuando el fenómeno se acelera y reitera como lo ha hecho en las últimas dos décadas del siglo XX. En este contexto, en suma, «la antología se emplea sin remilgos como un instrumento de poder destinado a crear una jerarquía o escalafón poéticos que envuelve como melaza el trabajo de las revistas, editoriales e instituciones culturales» [Doce en Sánchez Robayna 2005]. El etiquetado tiende así a sustituir a la lectura, la inercia al movimiento, la fuerza centrípeta a la del descentramiento... Con todo, el fenómeno de las antologías, insisto, es sólo un ejemplo, un instrumento de poder entre otros, pero un instrumento efectivo que parece proliferar sin remedio. (Méndez Rubio 2004: 116)

 

 

6. Otros críticos[22]

 

La existencia en los últimos lustros de una verdadera legión de críticos cuya actividad incide de forma directa sobre la creación literaria rigurosamente contemporánea.

Darío Villanueva (1992: 30)

 

El que hayamos prestado especial atención al caso de Luis Antonio de Villena no significa que no pueda observarse semejante o parecido comportamiento en bastantes otros poetas/críticos del mismo período. Ya dijimos que hemos elegido a Villena debido a su fiel «debilidad» por la poesía joven y por tratarse probablemente del más conocido e influyente de los oficiantes, resultando ser, por tanto, el que ha dejado las secuelas más visibles.

Aunque no hagamos más que constatar lo obvio, vamos ahora a hablar de otros críticos —poetas o no, de la familia o intrusos, nacionales o provinciales, profesionales o aficionados son, a efectos prácticos, lo mismo— y a dar ejemplos de sus tendenciosidades o sectarismos, esto es, de su falta de objetividad y neutralidad. También daremos algún ejemplo —hay pocos— de los menos parciales. Por supuesto, será imposible mencionarlos a todos porque ha habido casi tanto crítico suelto como poeta al acecho, y muchas veces unos y otros —ya lo hemos dicho varias veces— ofician en ambos terrenos. Parafraseando el refrán, nosotros nos lo hemos guisado y nosotros nos lo hemos comido. La endogamia de la poesía española posfranquista ha resultado recalcitrante: por una parte, un enjundioso tanto por ciento de los lectores de poesía ha publicado poemarios; por otra, un no menor tanto por cierto de quienes han publicado poemarios ha practicado la crítica de poesía.

Creemos que la no neutralidad de la crítica de poesía joven es inherente a su ejercicio, que la imparcialidad es prácticamente imposible. La falta de objetividad no es tanto un error sino una de sus características: el ejercicio de la crítica brota de una lectura concreta con su historicidad, su parcialidad y, muy a menudo, también sus intereses de clase y personales, no siempre visibles a primera vista. La crítica literaria es, al fin y al cabo, un modo de «escritura en tanto que lucha ideológica en el interior de la propia ideología hegemónica» (Rodríguez 1994: 31).

Hablemos en primer lugar de otros antólogos de poesía joven. Si José Luis García Martín (el ejemplo por antonomasia, junto a Villena, de poeta/crítico de las últimas décadas) ha demostrado sin tapujos en sus muchas entregas tener solamente interés por lo que él ha llamado poesía figurativa, la «oposición» no ha resultado menos neutral. Así, Antonio Ortega en La prueba del nueve (1994) parece no tener ojos más que para los poetas no favorecidos[23] por Villena o García Martín; y tanto Antonio Garrido Moraga en El hilo de la fábula (1995) como Antonio Rodríguez Jiménez en Elogio de la diferencia (1997) se ciñen a lo que quiera que sea la poesía de la diferencia. En Feroces (1998), Isla Correyero apuesta en exclusiva por lo que ella considera «radical, marginal y heterodoxo», con fuerte presencia del mal llamado realismo sucio (surgido en España tras la influyente estela de Roger Wolfe) y de una poesía política (últimamente impulsada, entre otros, por el colectivo valenciano Alicia Bajo Cero y por las reuniones y publicaciones organizadas en Moguer por Antonio Orihuela). La excepción que confirma la regla la encontramos en Milenium (1999) de Basilio Rodríguez Cañada, que sencillamente no cae en la parcialidad porque antologa nada menos que a sesenta y siete jóvenes poetas. 

Si hacemos caso omiso de la labor crítica de Luis Antonio de Villena, los novísimos —y entiéndase el término en su sentido amplio— cuando se han ocupado de la poesía actual han hablado fundamentalmente de sí mismos. El ejemplo más claro tal vez sea el caso de Jenaro Talens, que ha teorizado insistentemente en torno a la metapoesía y ha escrito especialmente sobre sus compañeros de promoción más «próximos», como Leopoldo María Panero y Antonio Martínez Sarrión.

Por su parte, la mayoría de los autores más laureados de la poesía de la experiencia ha hecho abundantes razzias en la crítica de poesía ajena, resultando ser ésta siempre la de sus compañeros de grupo o la de sus maestros. Así, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal han escrito a menudo unos sobre otros. También, agradecidos como son los tres, han escrito sobre la obra poética de Villena, autor poco mayor que ellos y al que sin duda deben más como crítico que como poeta.

Algunos de los críticos que han escrito casi exclusivamente sobre la poesía de la experiencia, sea sobre los ya mencionados, sobre otros de esa misma generación o sobre componentes de la generación anterior son, además de Villena, García Martín y García-Posada, los siguientes: los también poetas Francisco Díaz de Castro, Antonio Jiménez Millán y Leopoldo Sánchez Torre, el cual además ha prestado atención a autores alejados de esta estética como Fernando Beltrán o Jenaro Talens. Los teóricos del grupo han resultado ser Luis García Montero y su maestro Juan Carlos Rodríguez, cuyas ideas —las de Rodríguez— son mucho más radicales que la praxis que de ellas llevaron a cabo primero la otra sentimentalidad y después su prima hermana la poesía de la experiencia.

No se ha dado, pues, en este grupo demasiada «verdadera» crítica literaria, puesto que pocos de ellos han tenido —como exige Guillermo Carnero (1)— «la honestidad y la inteligencia de mantener a raya sus preferencias personales». En lugar de eso ha ocurrido aquello que Jaime Gil de Biedma, precisamente uno de los poetas más admirados por estos autores, dijera de sí mismo: 

 

A medias disfrazado de crítico y a medias de lector, estaba en realidad utilizando la poesía de otro para discurrir sobre la poesía que estaba yo haciendo, sobre lo que quería y no quería hacer. [...] Los poetas metidos a críticos de poesía nunca resultamos del todo convincentes, aunque a veces sí muy estimulantes, precisamente porque estamos hablando en secreto de nosotros mismos. (Gil de Biedma 1980)

 

Otro tanto de lo mismo se puede decir de los integrantes del otro grupo de mayor peso, cuyo principal antólogo sería el ya mencionado Antonio Ortega. Cada cual va —como suele decirse— a lo suyo. Así, por ejemplo, Miguel Casado ha escrito especialmente sobre autores alejados de la oficialidad experiencial, ya sean de generaciones anteriores (Antonio Gamoneda, Aníbal Núñez, José Miguel Ullán o Antonio Martínez Sarrión) o de la propia (Julio Llamazares, Concha García o Jorge Riechmann).

Concha García —que por otra parte ha escrito libros tan realistas como Ayer y calles (1994)— ha escrito más que nada sobre otras poetisas. Juan Carlos Suñén ha dedicado páginas al neosurrealismo, a Concha García, a Clara Janés y a Jorge Riechmann, aunque también a Julio Martínez Mesanza.

Jordi Doce, más joven y por tanto no incluido en La prueba del nueve —aunque no menos afín al grupo—, ha escrito, entre otros, sobre Andrés Sánchez Robayna, Olvido García Valdés y Álvaro García, todos ellos cercanos a esta estética.

El caso de Jorge Riechmann es peculiar. Debido a lo difícil que resulta sellar su obra con alguno de los rótulos de marras, ha sido antologado tanto junto a poetas de la experiencia como junto a los del silencio, sin llegar a aceptar ser ni lo uno ni lo otro. También está próximo al grupo de la llamada poesía de la conciencia, etiqueta al parecer ideada por el leonés Juan Carlos Mestre y que designa más que nada a una pandilla de amigos y buenos poetas no acomodados, de edades próximas y estéticas dispares, residentes en Madrid; otros miembros son el madrileño José María Parreño y el asturiano Fernando Beltrán. Además, más recientemente, Riechmann se ha convertido en uno de los adalides de la poesía cívica, crítica o de resistencia, a la que se adscriben los grupos ya citados de Huelva y Valencia. 

Y hablando de ciudades, si los experienciales o figurativos han sido eminentemente andaluces (sobre todo de Cádiz, Granada y Sevilla) y —con menos éxito— asturianos, en las filas de los del silencio han predominado los castellano-leoneses y madrileños. En tanto que la llamada poesía de la diferencia —que sólo puede ser definida con cierto rigor a la contra de la de la experiencia— fue lanzada desde la «apartada» Córdoba, entre otros por los tocayos Antonio Garrido Moraga, Antonio Rodríguez Jiménez y Antonio Enrique.

Francotiradores también ha habido. Dionisio Cañas —no por casualidad ausente físicamente: lleva décadas en Norteamérica— ha escrito poemarios y crítica siempre desde la etérea noción de posmodernidad. Alfredo Saldaña, que no es poeta, se ha aferrado de igual forma a ese concepto en todos sus trabajos, prestando atención a poetas tan dispares como Jenaro Talens, Leopoldo María Panero o Roger Wolfe.

Alejada de enfrentamientos estilísticos, Sharon Keefe Ugalde ha optado por la batalla de géneros, dedicándose casi únicamente a la poesía escrita por mujeres.

Por su parte, Manuel Rico, poeta y crítico, no ha sido integrado en ninguno de los bloques anteriores y ha ejercido la crítica con aceptable independencia y amplitud.

Pedro Provencio, también poeta, aunque visiblemente inclinado hacia autores no experienciales ha llevado a cabo un recorrido aceptablemente equilibrado por la poesía española posfranquista en una serie de capítulos aparecidos en Cuadernos Hispanoamericanos.

Ricardo Virtanen —hasta la fecha de publicación de Hitos y señas (2001) un perfecto desconocido en el mundillo— tal vez haya llevado a cabo uno de los compendios menos personales pero más completos y «fiables» de la poesía española de las últimas décadas. Cabe sospechar que el hecho de que el extenso prólogo de esta antología realice la titánica labor de no silenciar u omitir a ningún autor o tendencia se debe no sólo al exhaustivo y encomiable trabajo de Virtanen sino también, precisamente, a su condición de intruso. 

Y para terminar con los nombres (y tal y como suelen hacer los propios críticos en sus ristras de nombres de poetas, pedimos disculpas por no mencionar a todos los que son), probablemente el crítico más constante y variado: Juan José Lanz. Aunque a la postre algunos de sus postulados no difieran en exceso de las versiones de los hechos dadas por Villena o García Martín, este estudioso se ha empeñado, entre otras cosas, en periodizar la poesía posfranquista, de las generaciones del 50, del 70 y del 80, así como se ha ocupado de poetas vivos tan dispares como —van en orden alfabético— Blanca Andreu, Bernardo Atxaga, Luis Alberto de Cuenca, Agustín Delgado, Pere Gimferrer, Ángel González, Ramón Irigoyen, Diego Jesús Jiménez, Sabas Martín, Julio Martínez Mesanza, Jesús Munárriz, Julia Otxoa, Leopoldo María Panero o José-Miguel Ullán, entre otros. Y cuando decimos «se ha ocupado de ellos» queremos decir que les ha dedicado algo más que una recensión o unos párrafos en un trabajo más general.

 

 

7. Futurible a posteriori

 

Un relato de la poesía española que partiera de esos textos no se parecería en absoluto al que se ha establecido. 

Miguel Casado (1994: 7)

 

Hagamos ahora un sano e inofensivo ejercicio de imaginación gratuita, un futurible a agua pasada de los muchos que fueron —y serán— posibles. Si los llamados poetas del silencio hubieran tenido en sus manos la artillería pesada mediática que tuvieron los de la experiencia, no resultaría descabellado imaginar que la historia reciente de nuestra lírica habría sido escrita de manera —como se acostumbra decir— muy otra.

Primero, el gusto general sería distinto. Y, sin lugar a dudas, no habría tanto poeta laureado natural de Andalucía y nacido entre 1954 y 1968. Tal vez los textos «canonizantes» relataran cómo, desde la aparición de las primeras obras de la segunda hornada de novísimos, las distintas generaciones o promociones habrían ido derivando paulatinamente desde los últimos coletazos de un culturalismo y un exhibicionismo ya agotados hasta alcanzar a finales de la década de los setenta una variedad de tendencias que un lustro después se resolvería en la clara hegemonía de una de ellas: el neopurismo. Este neopurismo, por supuesto, habría tenido distintas vertientes y habría evolucionado durante la década siguiente hasta desembocar, de manos de los poetas más jóvenes de la actualidad, en un deslizamiento hacia poéticas todavía órficas pero ahora algo más realistas. Este neopurismo, aunque claramente dominante durante algo más de una década, habría contado con la oposición de un grupúsculo de poetas realistas frustrados, empeñados tanto en obviar las importantes aportaciones de parte de la generación del 70 como en caricaturizar —inconscientemente— la de ciertos poetas del 50.

Si esta sarta indiscriminada de oraciones —o cualquier otra que se le pareciera—, redactadas aquí en el imperfecto de subjuntivo y en el condicional compuesto de indicativo, se encontrara impresa en algún lugar en el pretérito indefinido, sería tan falsa como la que de hecho se encuentra escrita en la mayoría de los manuales y antologías más conocidos.

Pero sigamos imaginando otros mundos posibles y otras posibles reinterpretaciones.

«Cuchillos en abril» del Gimferrer de Arde el mar (1966) pasaría por un poema de Gil de Biedma o incluso por uno del Felipe Benítez Reyes de Los vanos mundos (1985).

Lo más parecido al Antonio Martínez Sarrión de Teatro de operaciones (1967) no fue escrito por ningún componente de su generación sino tres décadas después por un autor casi treinta años menor, Pablo García Casado (Las afueras, 1997), al que le ha sido sellado en la espalda el molesto sambenito de realista sucio.

La inmensa mayoría de los poemas de José María Álvarez son de un «realismo meditativo» bastante más palmario que el del Luis García Montero anterior a Diario cómplice (1987) o que el del primer poemario de Vicente Gallego (La luz, de otra manera, 1988), además de muy anteriores.

Cabe la posibilidad de que Antonio Gamoneda ocupara desde hace lustros una letra de la Real Academia Española.

No es difícil imaginar que Ramón Irigoyen, poeta de casi un único libro, Cielos e inviernos (1979), el cual se lleva vendiendo por goteo más de veinte años, habría recibido hace ya tiempo la atención y la edición crítica que merece.

Y es muy probable que poetas como Luis Rosales o Félix Grande fueran una influencia considerable en las promociones más jóvenes. 

Sería posible convertir en realidad casi cualquiera de estas «afirmaciones», siempre y cuando supiéramos avalarla con el suficiente aparato retórico y pudiéramos ponerla en la palestra adecuada. Así, por ejemplo, Carlos Bousoño (1979: 61-62) pudo hablar del funcionamiento subversivo del lenguaje poético en tanto que rechazo del lenguaje del poder a propósito de la obra de Guillermo Carnero. Y así, más de veinte años después, Juan José Lanz puede escribir convincentemente sobre «el compromiso en los poetas novísimos» (Lanz 2002: 8-13), llegando a demostrar —y lo decimos sin el menor asomo de ironía— que los elegidos de Castellet no les iban a la zaga en actitud crítica a los poetas del 50. En ese mismo trabajo, afirma también Lanz —y resulta absolutamente verosímil— que el realismo de los novísimos era más real que el de los poetas realistas: «Así resulta si repasamos brevemente los textos incluidos en la antología. Y no me refiero sólo a los poemas-crónica de Manuel Vázquez Montalbán [...]» (Lanz 2002: 10).

Hay tantas «verdades» como modos de relatar la selección de acontecimientos pasados y presentes que manejemos, es decir, como modos de levantar ese relato, de derribarlo y de reconstruirlo, de hacer acta.

 

 

8. Paisaje después de la batalla: la modestia de toda conclusión 

 

    Los cambios de moda y paradigma estético no se producen, o no sólo, por azar ni por generación espontánea, al dictado de un ritmo natural y prefijado que no tenemos potestad para gobernar, sino que están vinculados a decisiones concretas de personas concretas.

Jordi Doce (en Sánchez Robayna 2005: 285)

 

Parece, pues, claro que la poesía de la experiencia nunca fue la dominante si por tal se entiende la que más se escribió. Lo que sí ocurrió es que los poetas que se acercaban a esa estética tenían mayor acceso al público porque la mayoría de los directores de revistas y editoriales importantes, abundantes recensores, muchos de los organizadores de congresos o recitales y gran parte de los miembros de los jurados de los premios «preferían» a los de la experiencia.

He aquí un ejemplo en cierto modo paralelo que apuntale nuestras afirmaciones: el hecho de que la práctica totalidad de música joven o nueva que se emite en las emisoras musicales de radio más fuertes sea pop comercial, no significa que haya más grupos de pop comercial que de todas las demás tenencias musicales juntas en estos momentos en España, sino simple y llanamente que esas emisoras emiten sobre todo pop comercial.

Del mismo modo, de 1985 a 1995 en España no se escribió más poesía de la experiencia que poesía de cualquier otro tipo, puede incluso que ni siquiera se publicara más poesía de la experiencia que de cualquier otro tipo.

Lo que sí ocurrió es que Luis Antonio de Villena, José Luis García Martín y Miguel García-Posada, entre otros, antologaron y reseñaron casi única y exclusivamente a poetas afines a esa estética.

Que las editoriales de peso (Tusquets, Visor, Renacimiento   —dirigida por Abelardo Linares, poeta afín a esa estética—, Comares —dirigida por Andrés Trapiello, poeta afín a esa estética—, algo menos Hiperión —dirigida por Miguel Munárriz, poeta en parte afín a esa estética— y Pre-Textos) y otras menos importantes (la colección «Maillot Amarillo» de la Diputación Provincial de Granada, dirigida por Luis García Montero, adalid y en parte teórico de esa estética) publicaron sobre todo a poetas afines a esa estética.

Que muchas de las revistas de literatura con una buena financiación (Renacimiento, Fin de Siglo, Clarín, etc.) estaban dirigidas por autores afines a esa estética (Felipe Benítez Reyes, Juan Lamillar, de nuevo el crítico y poeta José Luis García Martín, etc.) y publicaban mayormente a poetas afines a esa estética.

Que numerosos congresos y encuentros de poesía fueron organizados por personas afines a esa estética que invitaban sobre todo a autores, críticos y editores afines a esa estética.

Y, finalmente, que casi todos los grandes premios de poesía fueron otorgados a autores afines a esa estética por autores, editores y críticos afines a esa estética.

Pero esto no significa, ni mucho menos, que hubiera más autores de calidad afines a esa estética que autores de calidad no afines a esa estética. Y si los grupos de poetas no afines a esa estética no consiguieron tal dominio de los medios de difusión, no fue porque no lo anhelaran sino porque no pudieron o no supieron hacerse con él, lo cual no quiere decir, una vez más, que escribieran o publicaran menos que los poetas de la experiencia ni, por supuesto, que lo hicieran mejor o peor. Ha habido tantos malos poetas de la experiencia como malos poetas no afines a esa estética, sólo que los segundos no consiguieron hacer tanto ruido y, por consiguiente, no se les notó tanto. O dicho en términos bélicos: en la pugna entre los experienciales y los otros lo que hizo que la victoria cayese del lado de los primeros no fue el número o la calidad de los combatientes a sus órdenes sino su unión, el poder de sus armas, la influencia de sus generales, la estrategia elegida y, por supuesto, cierto aire político favorable.

No hemos negado aquí la existencia de la supuesta hegemonía mediática —que no estética— de los poetas figurativos en la lírica española de los pasados lustros, sino que hemos afirmado su condición de estrategia vencedora en la batalla por escribir —inscribirse en— el presente. Es lo que Pedro J. de la Peña ha dicho con estas otras palabras: «la sustitución del “saber hacer” por el “saber llegar”» (1996: 80).

Sirva como cierre a estas deslavazadas reflexiones una última cita:

 

[...] da la impresión de que nunca como ahora se ha hecho la literatura pensando, más que en la propia literatura, en la historia de la literatura, que son cosas diferentes. El autor que, por lo general, tanto desprecia la crítica y los manuales literarios, persigue figurar en éstos como sea. En un sentir bastante extendido, la obra en sí misma significa poco: vale lo que las menciones que se hagan de ella. Además, parece opinión común, y seguramente cierta, que en estos días la historia de la literatura se establece más deprisa que nunca y que el canon de lo que perdurará se fija ahora mismo. No conviene que pase ese tren de alta velocidad. Y, como todo el mundo sabe, la historia es lo que es, pero queda lo que seleccionan los historiadores (sobre la base influyente de los críticos). (Sanz Villanueva en Ródenas 2003: 49)

 

 

 

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[1] Johannes Freid: “Erinnerung und Vergessen. ‘Die Gegenwart stiftet die Einheit der Vergangenheit’”, Historische Zietschrift, 273, 2001, 561-593. [Citado y traducido por López de Abiada (2006)].

[2] Sobre la función censora del gusto escribe Alicia Bajo Cero (1997: 28): «bajo el pretexto del buen gusto se realiza una apropiación universalizadora de cualidades subjetivas suficiente para descalificar a la oposición, lo que va indisolublemente ligado a la labor crítica: no todo lo que se escribe es digno de llamarse Literatura y yo, como crítico, discrimino.» Y Juan Carlos Rodríguez (1994a: 44) ha señalado la relación entre la esfinge gusto/censura y la ideología: «el hecho obvio de que (aparte de la tradición convencional: la memoria estética que impregna su práctica) la poesía -su Norma- está siempre [...] construida desde un ámbito crítico/ideológico que se va filtrando por todos los huecos y que establece lo que es y no es poesía (o buena o mala poesía).»

[3] Resulta significativo que el antólogo de poesía de la experiencia Germán Yanke (1996: 11) abriera su prólogo afirmando no ser un crítico sino «un lector interesado», cuando en realidad, a efectos prácticos, lo uno y lo otro vienen a ser exactamente lo mismo: «He repetido allí donde he tenido la oportunidad de hablar de poesía que, sin renunciar a serlo en el futuro, no soy un crítico literario. Soy, valga la advertencia para los profesionales, un lector interesado.»

[4] «Pero no es lo mismo hacer historia a partir de unos datos que crear voluntariosamente unos datos con la pretensión de hacer historia. La historia no se chupa el dedo. El presente puede ser una afanosa figuración colectiva, pero el futuro es siempre el futuro, y ya se sabe que los futuros literarios son mucho más listos que los presentes literarios, esos trampantojos que pueden depender de unos periodistas en prácticas, de los directores de unos cursos de verano o de la salud estomacal de los críticos de los periódicos de circulación nacional.» (Benítez 1995: 54)

[5] (Jay Gould 1999: 269): «Los filósofos a menudo nos explican, no por cinismo, sino por afán de exponer un principio básico de la búsqueda humanista, que las mentiras proporcionan indicios preciosos a quien quiere evaluar la historia y el significado de los acontecimientos culturales. En definitiva, la verdad de los hechos se contenta con ser, pero las mentiras tienen que ser inventadas por personas concretas y por motivos específicos. De ahí que las mentiras se conviertan en fenómenos únicos, de las que se puede referir la historia, mientras que las verdades disponibles pueden redescubrirse múltiples veces y de modo independiente.» Y también (Jay Gould 1999: 271): «Los seres humanos son criaturas en busca de estructuras. Necesitamos localizar un orden en nuestro entorno, posea o no este orden el sentido y el fundamento causal que nos vemos empujados a preconizar. [...] En su búsqueda de este orden que les es necesario, los seres humanos revelan también que son narradores de historias. En otras palabras, experimentamos la necesidad de encontrar sentido a una serie de acontecimientos históricos (o, en ciertas culturas, de explicar lo que, en apariencia, carece de sentido), confeccionando un relato coherente, en general una fábula destinada a aliviar nuestras pequeñas miserias [...]. Esta tendencia profunda de la naturaleza humana -nuestra necesidad de descubrir pautas regulares y de armonizarlas por medio de relatos- no debe considerarse necesariamente una traición, aun cuando desemboque en invenciones patentes que con excesiva frecuencia conducen (cuando se combinan con el fervor de la «verdadera fe») a mutilaciones y a destrucciones.»

[6] El intencionado silencio impreso que, salvo contadas excepciones (Gracia 2000, Iravedra 2002 o Pont en Sánchez Robayna 2005), se ha cernido sobre esta obra habla indirectamente a favor de sus tesis. El propio Méndez Rubio ha reflexionado recientemente sobre ello: «En gran medida, aún puede decirse que Poesía y poder es hoy un texto desaparecido. Es sorprendente la desproporción entre su presencia en conversaciones informales o privadas y sus fugaces y ambiguos momentos de aparición pública.» (2005: 106)

[7] Los otros son: «1) El crítico profesional, entregado a la recepción de la actualidad literaria desde la tribuna de un diario o una revista. 2) El crítico “con fervor”, al que le embaraza tener que tasar una obra y prefiere exaltar las virtudes de las que estima sobresalientes. 3) El crítico académico y teórico, donde se mezcla el erudito con el pensador siempre a una prudente distancia del hervidero de lo actual.»

[8] «Su apuesta estética [su antología Nueve novísimos] condicionó un desarrollo poético determinado, incluso a algunos de los poetas por él antologados, y cómo el rumbo de la poesía fue cambiando a medida que discurrían los años setenta.» (Lanz 2001: 13)

[9] En La voces y los ecos (García Martín 1980: 111) Villena ya hablaba -refiriéndose a su producción anterior- de «clasicismo» y «experiencia», exactamente los términos que ponderará con mayor ahínco en Postnovísimos y Fin de siglo.

[10] Barella (1987), García Martín (1988, 1995, 1996 y 1999), Bejarano (1991) —a escala regional—, Piquero (1991) —en revista—, Villena (1992 y 1997), García-Posada (1996) y Yanke (1996).

[11] De los veintiocho antologados por Mainer, al menos la mitad son claramente «figurativos». Los ocho primeros —salvo Antonio Colinas, que ni lo ha sido ni lo es tanto, y Luis Antonio de Villena, que lo es cuando quiere— son muy figurativos. Hay que esperar al noveno y décimo puestos para encontrar a dos autores fuera de esa línea (Leopoldo Mª Panero y Jaime Siles) y a partir de ahí —y hasta el final de la lista— alternarán los figurativos y los no figurativos. De la Generación del 70, encontramos a cuatro novísimos antologados por Castellet (Leopoldo Mª Panero, Gimferrer, Carnero, Martínez Sarrión), a diez rescatados más o menos próximos —a menudo muy próximos— a los postulados de la poesía de la experiencia (Cuenca, Colinas, Villena, Juaristi, Juan Luis Panero, Sánchez Rosillo, Trapiello, Rossetti, d’Ors, Carvajal, García Valdés) y a cuatro poetas no figurativos (Siles, Sánchez Robayna, Aníbal Núñez, Ullán, Talens); de la generación posterior, encontramos a cinco poetas de la experiencia (García Montero, Benítez Reyes, Marzal, Martínez Mesanza, Vicente Gallego) muy del gusto de Villena, García Martín y/o García-Posada, y —en los últimos lugares— a tres poetas de otras tendencias: a Riechmann y a Andreu, que también han sido ambos antologados por uno o varios de los críticos mencionados, y finalmente a Suñén (purismo).

[12] A este respecto, he aquí dos declaraciones de poetas/críticos poco afortunados a la hora de ser incluidos en antologías: «[...] en la poesía española de los últimos veinte años, el afán de ser considerado miembro del estamento lírico condiciona la escritura mucho más que la necesidad de ser leído con rigor o la convicción de los presupuestos estéticos. La lectura que más se busca es la de quienes puedan sancionar al autor como imprescindible, no la de quienes puedan enriquecer la escritura aún en proceso; y la estética se hace maleable para acoplarse a las exigencias del supuesto jurado receptor, en vez de proponerse como reorientación y como relanzamiento de expectativas. La adscripción a los diversos manierismos, afluentes todos de la corriente que hemos denominado contrarreforma estética, constituye el procedimiento más seguro para acceder al recinto donde se alimenta de sí misma la “poesía española”». (Provencio 1994: 53)

«No escriben lo que quieren, sino lo que deben. Y no lo escriben para sí mismos, sino para servir a otros. Escriben, en definitiva, estimulados por una búsqueda del éxito que se logra única y estrictamente a partir de la obediencia a los que ya lo han obtenido, a los que ya pueden repartir desde una situación de cultura instalada la prebenda de lo que ha de instalarse a continuación.» (Peña 1996: 80)

[13] «Conocí a Ángel Petisme cuando publicó Cosmética y terror (1984). Llevaba ese libro una foto provocadora y un tanto Mishima, y yo caí en la trampa. La poesía era como la foto: aguerrida, rotunda, moderna, llena de guiños y deslices de sombra. Recuerdo, poco después, una noche madrileña con Petisme. Íbamos de bar en bar y decididamente jugamos al psicodrama. A fines de 1985 lo incluí en Postnovísimos.» (Villena 2000: 125)

[14] He aquí un fragmento, que creemos certero, de ese artículo: «Nunca una generación [la de los 80] [...] recibió desde el principio más atenciones de la crítica. [Esto] se explica por la urgencia que han tenido los mayores en apadrinar a los menores para no perder las riendas de la situación. La teoría se anticipó a la obra de los poetas jóvenes. Se establecieron unos presupuestos estéticos y se marcaron unos cauces y unos límites antes de que los autores publicaran sus libros, de manera que estos vieron la luz en un territorio previamente acotado, nacieron gregarios, prejuzgados, malinterpretados. Por eso llama tanto la atención el frecuente contraste entre los análisis de la crítica y lo que luego uno se encuentra al leer los poemas. Por decirlo con claridad, estamos ante una farsa sin precedente.» (Alas 1993: 74)

Y he aquí también lo que tres años después escribirá Villena (2000: 149-150) al reseñar el tercer poemario de Alas: «En un movimiento muy característico de algunos poetas jóvenes —que no quieren desligarse del decir básico de su generación, sobre todo si ese decir es exitoso— Leopoldo Alas se acercó en ese libro [el segundo del autor, La condición y el tiempo, 1992] al modo de la llamada poesía de la experiencia, que algo después denostaba en un artículo autoliberador (“El gran momento de la versiprosa”). Con su tercer libro  La posesión del miedo— Alas confirma que su enfado con la, probablemente mal llamada, poesía de la experiencia, era ocasional y más teórico que práctico.»

[15] Por ejemplo: Jiménez Millán 1994, Provencio 1994, Martín 1995 o Prieto de Paula 1995. Por lo general, la repercusión que este tipo de trabajo publicado en revista tiene es prácticamente nulo; dudamos mucho que alguien que no sea crítico o poeta —y no todos— lea, pongamos por caso, los números dedicados a la poesía del momento en la veterana revista Ínsula. Tales trabajos son sobre todo pasto de ese tipo de estudioso estatal —en las bibliotecas y hemerotecas universitarias es cómodo y gratuito el acceso a esas páginas— capaz de escribir sobre la poesía española de los últimos treinta años sin apenas haber leído poesía española de ese periodo, aunque sí mucha —qué digo, toda— la bibliografía sobre el tema. Lo cierto es que, tal y como ha señalado José Luis Falcó (1994: 39), a lo largo del posfranquismo la importancia de las antologías poéticas y de la historia literaria (es decir, fundamentalmente los prólogos de esas antologías, puesto que son probablemente la principal fuente de información de muchos historiadores de la literatura), ha coincidido con el declive de las revistas literarias en la formación del canon crítico y generacional de la poesía española.

[16] La siguiente cita es un buen ejemplo de ello, a la par que aporta datos complementarios a los que nosotros ofrecemos más arriba (Alicia Bajo Cero 1997: 78-79): «Durante la elaboración de este trabajo conocemos el fallo del VI Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, dotado con un millón y medio de pesetas, en favor del libro Habitaciones separadas, de Luis García Montero. Las declaraciones que acompañan la noticia en prensa subrayan la oposición al vacío ideológico actual. Tales afirmaciones no dejan de ser problemáticas a la luz de lo aquí analizado. El jurado estaba presidido por Octavio Paz y formado por Francisco Brines, Carlos Bousoño, Pere Gimferrer (que votó por teléfono), Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena y Felipe Benítez, ganador de la edición del premio pasado (El País, 25-11-1993). Empezamos a entender mejor, no obstante, cuando leemos las declaraciones del presidente del jurado en el sentido de que el libro es “una aproximación a la poética de lo cotidiano, sugerente y sensible, en línea con la mejor tradición poética española”. Paz, echando un cable, ayuda su poquito a que este modelo de escritura se exporte a los sectores de escritura divergentes y en ascenso: “constituye un ejemplo no sólo para los creadores jóvenes, sino incluso para los de más larga trayectoria” (Las Provincias, 6-12-93). Las dos notas básicas, por tanto, de las declaraciones de Paz son que ésta es la mejor tradición de las que aquí pueden seguirse y que debe ser tomada como paradigma. La noticia es todavía más curiosa al considerar que coincide con el momento de la publicación de Marginados, de Villena [...], que dice lo mismo de su propia práctica en otras palabras. Recordemos que en 1992 se produjo la publicación simultánea, o casi, de cuatro textos profundamente solidarios entre sí: García Martín (1992 y 1992a), Villena (1992) y García Montero (1992, 1993 y 1993a). Año y medio después, surgen, al mismo ritmo, textos de Villena (1993) y García Montero (1994) iniciando un giro en la misma dirección.»

[17] «Éste [Gimferrer] tuvo la suerte (o acertó) a ser el primero en mostrar su obra, y en hacerlo además con calidad; pero coetáneamente muchos poetas laboraban en tendencias parecidas. Citaré mi caso. En 1966 ó 1967 yo desconocía por completo no sólo la poesía de Gimferrer, sino prácticamente cualquier poesía española posterior a Lorca (tenía yo quince o dieciséis años) pero mis lecturas, y lo que mi incipiente escritura trataba de imitar, eran los simbolistas franceses, y los modernistas hispanos...» (Villena 2000: 20).

[18] «El novísimo más joven de todos tiene hoy treinta y cuatro años» escribía Villena (2000: 125) en 1985. ¿A quién se refería Villena, nacido en 1951, sino a sí mismo? ¿A Jaime Siles...?

[19] «[...] hacia las fechas que digo [1975], cada poeta que cuenta comienza a buscar su propia tradición. Esto es, a encontrar la senda que le es debida dentro de la gran tradición conjunta. Y así, mientras un Jaime Siles —otro ejemplo— reencuentra la tradición de la poesía pura, entendida como una poética de lo intelectual, Colinas profundiza en la tradición romántica más genuina, y yo en una reelaboración de la tradición clásica.» (Villena 2000: 35)

[20] «[...] si ha habido cierto influjo novísimo en los poetas de esta nueva promoción (y yo creo que sí lo ha habido) tal relación, en cierto modo por práctica muy natural, se silencia o ladea [...]»(Villena 2000: 40).

[21] Hablando del «punto de encuentro entre irracionalismo y realismo», afirma (Villena 2003: 24): «Yo, desde luego, lo intenté desde Asuntos de delirio (1996)».

[22] Ya que en este apartado no vamos a discutir o citar, sino meramente a aludir a una enorme cantidad de trabajos críticos, y ya que es posible encontrar sus referencias en las bibliografías de bastantes publicaciones (García Martín 1992a y 1996, Lanz 1998, Gracia 2000 y 2001, Virtanen 2001), hemos decidido no incluirlas aquí por motivos de espacio y para facilitar, en alguna medida, la lectura.

[23] Las excepciones son Jorge Riechmann y Esperanza López Parada, ambos antologados por Villena en 1986 y en 1992 respectivamente.