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HACER HISTORIA: CRÍTICA LITERARIA Y POESÍA
POSFRANQUISTAS
Juan Miguel López Merino
(Universidad
de Berna)
RESUMEN: El
poder de modelación de la historia de la literatura que la crítica posee es
mucho más obvio y efectivo en poesía que en otros géneros, entre otras razones
porque la barrera entre poetas y críticos es, desde hace casi un siglo, cada
vez más endeble. Hoy día el salvoconducto más efectivo para figurar en la
historia de la poesía contemporánea no es ya la obra poética misma sino la
“presencia” que la crítica le otorga. En este trabajo se intenta llevar a cabo
una aproximación a estos hechos en la poesía española del periodo que va desde
la muerte de Franco hasta prácticamente hoy mismo.
PALABRAS CLAVE:
Hacer historia: crítica literaria y poesía
posfranquistas
SUMMARY: The
power to model the history of literature that critics have is much more obvious
and effective in poetry than in other genres, being one of the reasons the fact
that the barrier between poets and critics is, since nearly a century ago,
feebler and feebler. Nowadays the most effective safe-conduct to be included in
the history of contemporary poetry is not the poetical work itself but the
“presence” that critics give to it. This work tries to make an aproximation to
these facts in Spanish poetry of the period that goes from Franco’s dead till
practically today.
KEY WORDS: Doing
history: literary critics and postfranquist poetry
Tantos relatos,
tantas preguntas.
Bertolt Brecht
Desde hace ya tiempo
se viene formulando aquí y allá la pregunta sobre si la actual democracia
española nació o no de un «pacto de silencio» y de la «desmemoria histórica»
perpetrados en aras del llamado «consenso político». Cabe, igualmente,
plantearse esta otra cuestión: ¿ha ocurrido —de modo paralelo a la situación
social y política— eso mismo en la literatura española de las últimas tres
décadas? Es decir, ¿ha consentido la
literatura española de finales del siglo XX? Y en caso afirmativo, ¿lo ha hecho
toda ella?
Si —como ha descrito
Javier Tusell (1991: 192-193)— el consenso político, que se produjo desde
arriba, tuvo como consecuencia evitar los temas conflictivos, cabe preguntar
primero si se dio similar consenso en las letras —y si ese consenso tuvo
similares consecuencias— y, segundo, si la ansiada estabilidad y el excesivo
tutelaje han fomentado o no la inmovilidad y silenciado la diversidad. Para
Teresa Vilarós (1998) y Antonio Méndez Rubio (2004: 31), entre otros, así es:
«Tanto en lo político como en lo cultural, la transición a la democracia
vendría marcada por un rechazo de los proyectos críticos, por el olvido
colectivo como pacto de convivencia nacional, activándose así una lógica de
“demanda represiva” o “política de borradura”.»
Igualmente podemos
inquirir las letras de la democracia teniendo en cuenta que en gran medida el
«régimen político franquista y su misma evolución determinaron el carácter de
la transición» (Juliá 1991: 42), tratando de escudriñar hasta qué punto este
hecho haya incidido en ellas. Por último, otra posible pregunta sería si ha
tenido algo que ver o no en el desarrollo de nuestra literatura el hecho de que
«el caso español [su paso de la dictadura a la democracia] parece confirmar la
hipótesis [...] de que las transiciones con mayores posibilidades de éxito son
las que no plantean una amenaza al sistema imperante de alianzas, así como las
que tienden a preservar o fortalecer los lazos políticos y económicos con la
potencia dominante» (Powell 1993: 142). En resumidas cuentas, la cuestión sería
la siguiente: ¿de qué mundo hablan, directa o indirectamente, los textos
literarios posfranquistas? E igualmente, ¿de qué literatura nos habla la
historia de la literatura de ese periodo?
Una investigación
exhaustiva que diera una respuesta
plena a estos interrogantes está a todas luces fuera de nuestro alcance. Entre
otros muchos, Jordi Gracia (2000 y 2001), Germán Gullón (2004) o José-Carlos
Mainer (2005) han rozado o circundado en ocasiones estas preguntas en ensayos
recientes, y José Manuel López de Abiada (2004, 2004a y 2006) lleva tiempo
ocupado en rastrear en esta dirección la novela española del período
posfranquista. En lo que a la poesía se refiere, entre otros, primero Jenaro
Talens (1989, 1989a y Sánchez Robayna 2005) y después el colectivo Alicia Bajo Cero (1997) han perpetrado
con lucidez y atrevimiento la aproximación más intrépida y certera a muchas de
estas cuestiones; Jaume Pont y Jordi Doce (ambos en Sánchez Robayna 2005) han
seguido ese camino; Vicente Luis Mora (2006) ha ido y venido por él con
valentía y desparpajo; Juan José Lanz (1994, 1995, 1998, 2001 y 2004) ha
llevado a cabo incursiones en numerosos trabajos; y Miguel Casado (2005) ha
sido de quienes más y mejor atención han prestado a los autores «no oficiales»
y a los mecanismos críticos e historiográficos de oficialización.
Aquí, en lugar de
hablar de poetas y de poesía, pretendemos ocuparnos aunque sea sucintamente del
contexto gremial en que aparecen, del
ambiente en que se encuentran, es
decir, de lo que Pierre Bourdieu llamaría su «campo». Y también, antes de
examinar algunos pescados, le echaremos un vistazo a la red utilizada para
capturarlos. Intentaremos, pues, antes de practicar una serie de calas ágiles
en la poesía posfranquista, prestar alguna atención a dos aspectos como 1) la
forja de la historia de la poesía reciente y 2) el modus operandi de la crítica más visible e influyente en las
corrientes de opinión y en la formación del canon.
Quizás, en cierto
modo, arroje mejor luz reflexionar sobre lo que la crítica no ha podido o
querido decir que sobre aquello que sí ha dicho. Jenaro Talens lo ha expresado
bien respecto a la denominada generación del 70:
Nada hay tan difícil
de analizar como aquello que no se desea analizar. La crítica, periódica o
especializada, sobre la llamada «generación del 70», resulta ya, desde esa
perspectiva y a la altura de 1989, tan clarificadora como engañosa.
Clarificadora, no por lo que dice,
sino por lo que calla de su supuesto
objeto; engañosa, porque, salvo contadas excepciones, evita asumir su carácter
constructor, ofreciendo como descripción de un estado de cosas lo que, de
hecho, surge como una forma previa de acotar, definir y clasificar un
territorio. (Talens 1989: 55)
1. Hacer
historia
Hace más de una década José Luis
Falcó escribía lo siguiente: «Asistimos ahora, una vez decretado,
siniestramente, el fin de la historia, a un inusitado renacer de la misma a
partir de la reflexión sobre sus propias fuentes, procedimientos y códigos; se
han multiplicado los puntos de vista y, en consecuencia, se ha venido
realizando un especial esfuerzo en el estudio y revisión de los discursos que
los sustentan; es decir, de su siempre compleja problemática central: la
relación entre poder, ideología y lenguaje.» (Falcó 1994: 40) Hoy ese especial
esfuerzo sigue siendo igualmente necesario. El pasado es un tiempo cerrado que puede y debe ser objeto de
continua valoración. Las reflexiones que siguen pretenden arrojar un haz de luz
sobre el dominio ejercido, durante las últimas décadas, sobre la poesía «joven»
en español. Ese dominio ha sido ejercido, en primera instancia, por el sector
de la crítica literaria de influencia más inmediata y efectiva.
Por muchas páginas
que se le dedique al asunto, cae por su propio peso que los poemas en nuestra
sociedad desempeñan un papel tan insignificante e irrelevante que casi resulta
irrisorio hablar del uso político que de ellos se pueda hacer. Pero eso, claro,
no es razón para callar. La tesis de la cual partimos es ésta: el poder ha
apoyado y apoya siempre, oficializándolas y en parte creándolas, las
literaturas conservadoras, acríticas, acomodadas y arraigadas, a la vez que
intenta silenciar —haciendo caso omiso de ellas— o anular —integrándolas— todas
las demás. Ergo el poder —aunque se
llame democrático— sigue sin aceptar críticas «incontroladas», la censura se ha
sofisticado y nuestra supuesta democracia es una verdad a medias. Aunque sus
dimensiones sean del «tamaño de un pétalo», como dice José María Parreño (1993:
133), la poesía —mínima pieza, pero al fin y al cabo pieza, de la cultura— es
un modo más de propaganda para cualquier gobierno, prefranquista, franquista o
posfranquista, y como tal es controlada o ninguneada
por él, puesta a su servicio o declarada inútil, tratada —en definitiva— como
una sierva por su amo. Giorgio Colli (1978: 39) habla de la «esclavitud
disfrazada» de nuestra cultura: «Uno de los conceptos más estólidos del
presente es la libertad de la cultura. Si cultura significa científicos,
filósofos, artistas, es imposible ignorar cómo actualmente la propia vida de
todos ellos está dirigida de manera decisiva, y no genérica, por el Estado, o,
en cualquier caso, por el poder mundano. [...] la libertad de la cultura es la
que el Estado le concede, o sea, es una servidumbre a la que el poder político
le permite alardear de orgullosa autonomía.»
Es frecuente
reflexionar sobre las coacciones y mentiras pasadas (cuando su desvelamiento ya
no puede resultar nocivo para los mentirosos aunque puede que sí gratificante
para los mentidos: «la más íntima naturaleza del franquismo no era política
sino cultural», [Giner 1985: 11]); no lo es, en cambio, hacerlo sobre las
mentiras recientes: ¿cuál es la más íntima naturaleza de la transición? Lanz
(2002: 13) señala —valga como mero ejemplo— que «
Ha sido el colectivo
Alicia Bajo Cero quien más claramente
ha formulado la sospecha que nos ronda: «la [falacia] de que un régimen
produce, de manera lineal, un correlato literario de idéntico carácter, de
manera que del régimen franquista emana una literatura franquista y de un
régimen democrático emana una literatura democrática. [...] el engaño de que
oponerse a la literatura actualmente oficializada (de la que los críticos
actualmente oficializados viven) sólo puede realizarse desde un espacio
antidemocrático y totalitario» (Alicia
Bajo Cero 1997: 29).
Tal y como explicara
el últimamente tan citado Walter Benjamin, son siempre los vencedores quienes
saquean el pasado y escriben
La
historia —afirma Paul Valery (1987: 129)— «disimula la ignorancia del pasado»
porque «el historiador sólo ve lo que está acostumbrado a ver (¿y si un hombre
se permite mirar de un modo algo distinto?), es decir, a leer. Sólo ve lo que lee.
Es preciso por consiguiente examinar el leer
y sus posibles efectos.»
«Todos los que se
dicen elementos reales / agonizan al fondo de una página escrita / con ordenada
minuciosidad», dice en un poema de Ritual
para un artificio (1971) Jenaro Talens. Juan Carlos Rodríguez ha señalado
la imposibilidad de «seguir hablando sobre cualquier fenómeno literario
basándonos simplemente en un empirismo tal que parezca que los llamados datos no sólo nos explican su verdad en
sí mismos sino que incluso están totalmente dados»
(Rodríguez 1994: 259). Ha hecho también hincapié este estudioso en la necesidad
de ser «conscientes de que una verdadera categorización teórica de la
literatura no sólo no se hace “espontáneamente”, sino de que siempre quedará
contaminada de algún modo por esos inconscientes hábitos de lectura generados
por la ideología dominante y concretados en la escuela, hábitos que nos “dicen”
tanto lo que es un texto literario como lo que es cualquier otro hecho vital»
(1994: 259-260); llegando a afirmar que «desde 1950 la historia de la llamada
literatura española contemporánea no es más que [...] una serie de líneas
trazadas por los intereses editoriales, económicos, desde luego en el fondo,
pero ideológico/literarios ante todo, en una articulación inescindible» (1994:
260).
Imprescindibles a
este respecto resultan las reflexiones del ya citado Jenaro Talens sobre «cómo
se ha gestado y producido históricamente el canon historiográfico que ahora se
conoce como “generación del 70”»: «[...] la construcción de todo canon
historiográfico dirige, selecciona y construye a su vez su propio objetivo y la
perspectiva desde donde leerlo. En una palabra, no hay crítica sobre los
“novísimos” porque existan previamente los “novísimos” sino que hay “novísimos”
como objeto de estudio porque existe una crítica que habla de ellos.» (Talens
1989: 55)
También ha señalado
Talens, refiriéndose al carácter institucional de todo canon, que «[...] cuando
se instituye como disciplina académica el estudio de los textos denominados
literarios, dicha institucionalización no va tanto asociada al deseo de abordar
analíticamente un patrimonio artístico y cultural, cuanto a la necesidad de
cooperar a la constitución de una determinada forma de estructura política y
social. En una palabra, no se instituye para recuperar un pasado sino para
ayudar a constituir y justificar un presente.» (Talens 1989a: 107) Con el fin
de constituir y justificar ese presente, se saquea y desfigura sistemáticamente
el pasado, es decir, nuestra memoria de él. El poder de incisión en la memoria
colectiva con que cuentan los historiadores de la literatura no es en absoluto
baladí; tampoco, claro, abrumadoramente determinante, pero eso no significa que
podamos hacer caso omiso del
fenómeno.
Si son ciertas las
investigaciones de Johannes Fried[1] sobre la memoria
histórica, no estará de más tener en cuenta los siguientes fenómenos cada vez
que nos enfrentemos a un texto que nos hable del transcurrir de la literatura: 1) la narración reiterada de una
serie de acontecimientos hace que la memoria sufra repetidas modificaciones,
puesto que se adapta siempre al punto de vista «momentáneo» del narrador; 2) la
memoria se encuentra en disposición latente a la distorsión o inversión; 3) una
crítica sistemática desde la memoria implica un escepticismo fundamental hacia
todos los supuestos conocimientos de las ciencias históricas, ya que
constituyen una mezcla confusa de sucesos reales y recuerdos erróneos; y 4) lo
primordial ya no sería preguntar qué se
recuerda sino cómo se recuerda. En la
medida de nuestras posibilidades, es uno de nuestros propósitos ensayar aquí
desde tal escepticismo fundamental un intento de ir en pos de la pregunta ¿cómo han recordado en España los críticos
de poesía joven más influyentes —es
decir, los «oficializados»— durante las últimas décadas?
Todas estas
afirmaciones y preguntas nos empujan, claro, hacia la idea de canon, a seguir
reflexionando sobre ella, pero vamos a resistir el empellón para evitar así
dispersar aún más estas páginas. Valgan los dos siguientes fragmentos del ya
citado Talens —que suscribimos sin reservas— para poder seguir adelante:
[...] el canon es
algo más que una forma de catalogar y clasificar la historia; fundamentalmente
consiste en un modo de enfrentarse a la realidad y, por ende, de escribir (esto
es, de rehacer) la historia.
[...] el valor
«canonizador» proviene del frotamiento y la repetición de nombres y esquemas en
simposia, reuniones públicas, universidades de verano, donde es la circulación
y no el discurso que circula, el principal argumento de autoridad. (Talens
1989: 55)
2. El gusto como procedimiento de
exclusión
Tal vez fuera Michel de Foucault (2002: 24) quien más a fondo analizó
el hecho de que «[...] en toda sociedad la producción de discursos esté a la
vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de
procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar
el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.» Uno
de esos procedimientos internos de limitación del discurso es la crítica
literaria.
He aquí
una posible definición de crítico de poesía: un mejor lector de poesía que
expresa en público y por escrito sus opiniones y juicios de valor sobre aquello
que lee. ¿Y qué es lo que legitima la excelsitud de un crítico respecto al
resto de los lectores? En palabras de Guillermo Carnero, una sola cosa: «la
capacidad para discernir y calibrar valores y méritos; es decir, el gusto[2]»
(Carnero 1), supuesta virtud o don que —añade— exige tres requisitos: «ausencia
de prejuicios, amplia familiaridad con la literatura y sensibilidad para apreciarla».
A nuestro modo de ver, la «familiaridad con la literatura» y la «sensibilidad
para apreciarla» son irrefutables, aunque no quede claro con qué literatura ha de tenerse esa
familiaridad ni a través de qué tipo de
sensibilidad se ha de apreciarla: sabemos de sobra que tanto las literaturas
como las sensibilidades no carecen de historia y de promotores. En cambio la
«ausencia de prejuicios» resulta, sencillamente, quimérica[3]. De
la misma opinión es Juan Carlos Rodríguez (2002: 53):
Cuando Borges dice que todos somos
lectores (y por supuesto escritores) «pre-juiciosos», me gustaría que la frase
se tomara profundamente en serio. Un pre-juicio significa un juicio sintético a
priori, algo que se realiza «antes» del juicio analítico o experiencial. Lo cual
pone muy en entredicho el aura de la lectura (o de la escritura) in nuce, al desnudo. Pues efectivamente
(y no sólo por la mesa camilla familiar o por la educación literaria o
filosófica: ¿quién educa a los educadores?) de hecho leemos lo que «queremos leer».
Algo así como Colón encontró lo que quería encontrar (Las Indias, Cipango,
etc). O como podríamos decir parafraseando a Pascal: «si me buscas, es porque
ya me habías encontrado antes». En la lectura (en cualquier hermenéutica, sea
del tipo interpretativo que sea), el pre-juicio cobra una fuerza radical.
Porque estamos de
acuerdo con esta afirmación, nos atenemos a dos premisas. La primera de ellas
la ha expresado a la perfección el ya citado Carnero, aunque acto seguido
lamentara que «en modo alguno ocurra así»: «[...] la crítica tiene una misión
relevante —orientar una opinión pública incapaz de valorar
adecuadamente por sí sola— y una responsabilidad considerable —crear la imagen de quienes dedican su
esfuerzo a ofrecer un producto en el que sienten comprometida su entidad
personal, y cifran el sentido de su vida» (Carnero 1) [las cursivas son
nuestras].
Al contrario de lo
que piensa Carnero, nosotros sí creemos que cierta crítica ha orientado y creado la imagen. Precisamente por ese motivo —y aquí va la segunda
premisa— nos parece no saber qué es lo que realmente ha ocurrido con la poesía
española desde que Franco muriera. Sospechamos que lo único que conocemos es la
versión de los hechos que la crítica más influyente fue forjando o modelando a
cada momento y la que hoy, aprobada por la repetición, ha quedado configurada
como histórica.
Y al contrario de lo
que piensa Felipe Benítez Reyes[4],
creemos que —desgraciadamente— a la postre sí viene a ser lo mismo «hacer
historia a partir de unos datos que crear voluntariosamente unos datos con la
pretensión de hacer historia»; es más, que no de otro modo se ha forjado gran
parte del canon durante las pasadas tres décadas. Y es cierto que el canon
cambia, pero también lo es que las mentiras presentes sólo será reemplazadas o
desplazadas por mentiras —o a lo sumo medias verdades— futuras.
3. La historia del presente
La historia de una poesía que aún no ha hecho historia es una invención.
Juan Malpartida
(1993: 122)
A pesar de la
insistencia con que se viene repitiendo que «cuanto más reducida sea la
distancia que separe al historiador del proceso que trata de estudiar, mayores
serán sus dificultades a la hora de establecer ciertos períodos o etapas que
expliquen, sin desnaturalizarla, la secuencia causal de los hechos» (Villanueva
1992: 3), sorprende que la versión al cabo oficializada de esos hechos no varíe
apenas de la que —supuestamente de manera improvisada y urgente— se emitió
cuando aún estaban desarrollándose. Ejemplo: lo que hoy se puede leer en los
manuales sobre la llamada Escuela de Barcelona o sobre los novísimos es, al fin y al cabo y grosso modo, lo que los cabecillas de ambos grupos quisieron que se
dijera de ellos.
Por otra parte, el
afán por historiar lo presente, y por consiguiente de ir fabricando el canon de
lo que aún está teniendo lugar, en parte responde —como señala Antonio Méndez
Rubio— a que, «por definición, el canon se orienta a la función de amortiguar
los conflictos interpretativos» (2004: 16), y su «radio de acción [...] desborda
lo académico para convertirse en un mecanismo de poder de primer orden» (2004:
17).
Para otros como Juan
Malpartida, la urgencia clasificatoria y etiquetadora tiene que ver con la
sociedad del espectáculo y el vértigo consumista, que necesita e impone una
constante renovación, instaurando el
cambio como valor en sí: «ya que la poesía más que con un acto de escribir y de
leer es identificada con un personaje social claramente público, se impone la
renovación constante» (1993:122).
Los primeros bocetos
de la actual interpretación de la historia de la poesía española posfranquista
fueron ganando adeptos o creyentes e incidieron con fuerza en las propias
tendencias estéticas desde principios de los años ochenta, haciendo que, por un
lado, gran parte de las promociones de poetas más jóvenes terminara obedeciendo a los críticos influyentes
y, por otro, que aquellos autores que no «pasaron por el aro» y se mantuvieron
fieles a cualesquiera otras estéticas perdieran el acceso a los canales que les
podían acercar en igualdad de condiciones a los —como dijera Andrés Trapiello—
quinientos lectores de poesía que había, y tal vez aún haya, en España. Tanto
tuvo de campaña durante la primera mitad de los años ochenta, valga como mero
ejemplo, la tendencia neosurrealista promovida
a raíz del primer poemario de Blanca Andreu como después lo tuvo la poesía de la experiencia. Hoy está
ocurriendo —queremos decir que está llevándose a cabo— otro tanto de lo mismo
con lo que Luis Antonio de Villena ha «capturado» en su La lógica de Orfeo (2003), pero los árboles aún no dejan ver el
bosque y no seremos nosotros quienes perpetren la rentable tarea de podarlos
tan temprano.
Nos
parece, pues, necesario consignar una vez más una verdad sólo en apariencia
discutible pero a nuestro entender de Perogrullo: la inmensa mayoría de la
crítica —tanto la universitaria como la «militante»— no fotografía o retrata la
poesía del momento sino que la perfila y encauza; exactamente del mismo modo
que los medios de comunicación no informan sobre la realidad sino que la
conforman mediante una premeditada selección e interpretación de hechos.
Nos parece, pues,
desencaminado intentar averiguar qué es lo que «realmente» ha ocurrido con la
poesía española de las últimas tres décadas, porque las fuentes disponibles
(salvo las propias obras poéticas, claro, pero la discriminación editorial no
deja de actuar hasta pasado mucho más tiempo), porque, decíamos, las fuentes
disponibles para remontarnos en el tiempo no son fiables. Lo que sí queremos y podemos llegar a saber mejor es lo que se ha hecho de ella[5]. Articular históricamente
el pasado —Walter Benjamin dixit una
vez más— no significa conocerlo como
verdaderamente ha sido. Pretender «hacernos con» los verdaderos hechos
pasados mediante el cotejo de los textos disponibles es sólo una ilusión
alentada por los productores de historia de la literatura, que son quienes
esculpen esa verdad. Resulta mucho más fructífero y esclarecedor limitarse a
desvelar cómo se ha forjado esa «verdad» en lugar de inventariar, catalogar y
periodizar nombres, títulos, etapas y tendencias. Saber qué no ocurrió de
aquello que se da por ocurrido es más fiable que creer medias verdades. Muchas
de las supuestas verdades de la reciente historia de la poesía española no son
más que virutas desprendidas de una de las infinitas posibles interpretaciones
de los hechos, cajitas forjadas a machaca martillo por los críticos más
influyentes y, en muchas ocasiones, también por los propios poetas, todos ellos
—salvo muy raras excepciones— con intereses curriculares en juego.
Lo mismo, por
cierto, ha ocurrido con los otros,
con todas las demás corporaciones poéticas, es decir, las no (auto)declaradas
hegemónicas, sólo que su versión de los hechos no ha alcanzado la oficialidad
en la misma medida que la del grupo más fuerte,
y ello por una sencillísima y rotunda razón: carecían de las vías de difusión
de ideología literaria adecuadas o —como diría Hans Ulrick Gumbrecht, citado
por Mainer (2005: 8)— de los medios de «producción de presencia». Como ejemplo
de la maleabilidad de la realidad, véase el texto seriamente sardónico de
Enrique Falcón «Poesía # 91/02» (2003), en el que este miembro del colectivo Alicia Bajo Cero escribe una posible
historia de la poesía española del período 1991-
Más trabajado,
contundente y convincente resulta otro de los textos de Alicia Bajo Cero, el volumen pseudoanónimo Poesía y poder (1997)[6]. He aquí un fragmento de
esta obra en el que se expresa bella y solventemente mucho de lo que hasta
ahora se ha intentado decir aquí:
Hablar del mundo es proponer un
mundo. De forma indisoluble. Toda opinión, toda mirada selecciona unos rasgos y
no otros, señala un paisaje determinado y, consciente o inconscientemente, sus
límites. Quiere esto decir que no parece posible una mirada total, global, que lo viera todo, aunque sólo sea porque, para ello, ésta
debería, paradójicamente, localizarse en un fuera-de-lugar,
una nada que con dificultad podría ser tal desde el momento en que algo tan
complejo como una mirada o un lenguaje se proyecta desde ella. En este sentido,
no puede haber un solo mundo sino tantos como sujetos —individuales o
colectivos— miren y hablen. Hablar del mundo es pronunciar un mundo entre
otros. Fragmentos. Sin embargo, del reconocimiento del fantasma que nombra lo
absoluto no tiene por qué derivarse sólo la renuncia a la búsqueda del consenso
interpersonal y la inercia ante lo que hay sino, más vivamente y sobre todo,
una doble posibilidad de hecho: el diálogo, más o menos conflictivo entre
visiones diferentes, por un lado, y/o la contradicción exclusivista,
paralizante, por otro. La selección se hace en todo caso de acuerdo a las
capacidades e intereses del que habla. Considerar que todo mundo depende del
lugar —del mundo— desde donde una
mirada lo mira e interpreta, implica abandonar el paraíso aséptico de la
opinión neutra, presuntamente objetiva. Ciego y opaco, el objeto, aun si
aceptáramos su existencia al margen del sujeto que lo construye, desde luego no
mira, ni habla. No hay mundo(s) sin valores y condicionantes concretos que
lo(s) articulen. Hablar del mundo, además de reflejar pasivamente, es también
proponer, proyectar uno posible. En el incesante renovarse de este espacio toma
cuerpo la esperanza (pp. 11-12).
4. Un botón de muestra: la recensión en prensa de un poemario por un poeta
La crítica periodística no tiene, como se figura, poder ninguno sobre el
juicio del público, sino solamente sobre su atención; de ahí que su único
atentado consista en silenciar.
Arthur Schopenhauer (Parábolas, aforismos y comparaciones,
Barcelona, Edhasa, 1995, p. 155)
De los cuatro tipos de crítico que T.
S. Eliot registrara en su célebre conferencia «Criticar al crítico» (1961),
quedémonos con el cuarto: «El crítico poeta, cuya actividad es subproducto de
su actividad creativa»[7].
En cuanto a los
posibles tipos de reseña, Germán Gullón ha señalado los siguientes: «la
académica [Hispanic Review], la
semiacadémica [Quimera o Lateral] y las reseñas de prensa»
(Gullón 2004: 108). Fijémonos en la tercera de ellas, también llamada —como
apunta Ricardo Senabre (Ródenas 2003: 59)— «militante», «pública», «periodística» o «inmediata», y que es la que
se puede leer en los suplementos literarios o culturales de los periódicos.
Por supuesto se
trata —tal y como escribe Juan Antonio
Masoliver Ródenas (Ródenas 2003: 20)— «[d]el tipo de publicación en que el crítico tiene un papel más
complejo y arriesgado», porque los textos «se dirigen a un público lector más
amplio y [...] pueden decidir el destino de un libro».
¿Cómo llegar a ser crítico de prensa?¾«Cuando
empezamos a colaborar en una revista o un periódico, por lo general la amistad
con el encargado de las reseñas suele ser la única carta de presentación
requerida» (Gullón 2004: 102). En el caso de que el aspirante a crítico sea
además autor, y en concreto poeta, puede que se le exija también una
«reconocida» inquietud literaria: «Un perfil bastante común del crítico —afirma
Santos Sanz Villanueva (Ródenas 2003:
33)— proviene del hecho siguiente.
Al periódico llega un joven avalado nada más por unas inquietudes literarias.
Este colaborador desea abrirse un camino por medio de esta vía indirecta y no
dispone de más formación ni información que su deriva vocacional; tampoco se le
exigen mayores prendas.»
¿Por qué o para qué reseñar poemarios?¾Gullón apunta tres posibles móviles para los
reseñistas de novelas: la «afición», el
«ansia de notoriedad» y el «dinero» (2004: 103). En el caso de la poesía, el móvil económico queda automáticamente
descartado: los posibles ingresos, aun en el caso de escribir para los diarios
de tirada nacional, no suelen pasar de simbólicos. (Y si hablamos de las
revistas, la mayoría no llega ni a ese simbólico pago.) En cuanto a la
«afición», creemos que a aquel que sienta una verdadera vocación por la crítica
literaria difícilmente podrán satisfacerle el formato y las imposiciones de un
suplemento cultural.
Queda, pues, el «ansia de
notoriedad». En el caso de que el poeta/crítico tenga ya cierto nombre, la
reseña es un utensilio para hacerse con más
nombre aún. Lo más frecuente, en cambio, es el caso del poeta/crítico
neófito, que una vez cobrada la notoriedad perseguida abandona el oficio para
dedicarse a tareas menos «sucias».
A este respecto las declaraciones
de críticos reconocidos son claras. Para Domingo Ródenas (2003: 9-10) «hay jóvenes que pugnan por entrar como reseñistas
en un suplemento como si de ese modo penetraran en la gran mansión de
¿Para quién se escriben las reseñas?¾«Nunca hay que escribir para los autores de un
libro, aunque es lo que suele hacerse», asevera Domingo Ródenas (2003: 23). En el caso de la poesía sería más exacto decir que las reseñas que
escriben los poetas las escriben para sí
mismos, es decir, para beneficio propio: la críticas desfavorables no
abundan y, como sabemos, escribir a favor de otro —siempre un afín, amigo o
posible amigo— resulta favorable para ambos, emisor y receptor, ya que tarde o
temprano el receptor —o un tercero, afín, amigo o posible amigo de éste— hará a
su vez de emisor, dando comienzo a la archiconocida operación «toma y daca». Si
se cumpliera este mandamiento de Ricardo
Senabre: «no se debe nunca
reseñar la obra de un escritor amigo» (Ródenas 2003: 71), el número de reseñas de poesía se reduciría
a un tercio, puede que a un cuarto.
No ocurrirá, claro:
«La crítica periodística es un subgénero que consumen fundamentalmente críticos
y autores, y sólo en un lugar muy secundario otros lectores» (Jordi Gracia en Ródenas 2003: 145); y en lo que a la poesía respecta, el lugar
de los lectores cambia porque —como ya hemos dicho— pocos de ellos no son
también poetas, críticos o ambas cosas. Y en el caso de que un lector no sea ni
lo uno ni lo otro y necesite asesoramiento «cualificado», más le vale no
dirigirse a un poeta/crítico de prensa. Es del dominio del gremio que lo último
que se le pasa por la cabeza a un poeta/crítico cuando reseña la obra de otro
de ellos —no importa si de «rango»
semejante, superior o inferior— es dirigirse a un hipotético lector. Quien no
esté al tanto de las filias y fobias de los poetas/críticos, de sus corrillos y
cenáculos, de sus amigos y enemigos, de sus proyectos y fracasos, difícilmente
podrá descifrar correctamente una recensión de suplemento cultural.
Aunque las
siguientes líneas de Jordi Gracia parecen escritas pensando en las reseñas de
novela, nos parece que sobre las de poesía cabe decir prácticamente lo mismo:
La opinión de los lectores es
irrelevante en el sistema en que opera la crítica, porque es un microsistema
autónomo: sólo influye, e igualmente muy poco, entre autores y críticos (o
editores) que son quienes recelan, remiran, se llaman, condenan, difaman,
difunden y aplazan respuestas y venganzas. Cultivan una chismografía crítica de
la que el lector que no sea autor o crítico lo ignora absolutamente todo. No le
atañe aunque le afecta porque es su víctima: el microsistema de la crítica
finge hablar al lector cuando de hecho se está hablando demasiadas veces a sí
mismo, en un diálogo con mensajeros diversos y un tempo indeterminado (intervienen ahí prólogos, presentaciones,
antologías, dietarios, columnismo con negritas, almuerzos, recomendaciones,
vetos, frustraciones, de todo, como en el microsistema de los tejedores de hilo
fino o los productores de pegamento). (Ródenas 2003: 145)
¿Qué libros reseñar?¾Los reseñistas —afirma, sin perífrasis o
eufemismos que valgan, Germán Gullón (2004: 105)— «no eligen libremente los
libros que reseñan; se los asigna un editor». Así de simple. En el caso de la
poesía, por lo general el reseñista dispone de un mayor margen de elección
porque, salvo contadas excepciones, es un género de venta minoritaria y por
consiguiente la presión editorial resulta menor.
Cuando un
poeta/crítico elige un poemario, suele ser rarísimo que se trate de uno cuyo
autor no conozca personalmente. Veamos qué es lo que Santos Sanz Villanueva escribe sobre el amiguismo respecto al
crítico en general, todo lo cual se eleva al cuadrado si pensamos en el
poeta/crítico de prensa:
La actividad del crítico está por
naturaleza bajo sospecha en este campo que afecta a las relaciones privadas. El
elogio fuerte hace pensar no pocas veces en camaraderías sospechosas o en
sociedades de bombos mutuos. La crítica severa, en secretos ajustes de cuentas.
Las relaciones entre críticos y autores suelen ser problemáticas y tensas. Lo
ideal sería que no existieran y quedaran reducidas al estricto vínculo de la
lectura. Pero esto no ocurre así y se producen constantes contactos. Hay quien
defiende la relación de amistad. Descartadas las excepciones —que, por
supuesto, existen—, la posibilidad de una amistad desinteresada resulta en
extremo dificultosa cuando media la creación. Por ambas partes. (Ródenas 2003:
44)
¿Cuál es su repercusión?¾La recensión de un libro de poemas ni le añade ni le resta lectores. Tal y como
afirma Ricardo Senabre (Ródenas 2003: 72), «se leerá en ese reducido círculo en el que, de todos modos, iba a
leerse». La
crítica «cuenta sólo entre críticos, que parecen ser sus únicos lectores»
(Gracia 2001: 104), de lo cual resulta que «es precisamente
esa crítica inmediata la que a veces determina la difusión de una obra y su
valoración posterior en la historia literaria» (Senabre en Ródenas 2003: 62). Es decir, puede ocurrir —y las más
de las veces es eso precisamente lo que ocurre— que lo que un poeta/crítico
escribe interesadamente sobre otro poeta, amigo suyo y afín a sus intereses,
termine figurando en los manuales de literatura (piénsese en ciertos textos
incluidos en los últimos volúmenes de la influyente Historia y crítica de la literatura española dirigida por Francisco
Rico) y convirtiéndose en «verdad».
Durante las últimas
décadas ha sido en las reseñas
«militantes» y en los prólogos de las antologías donde se ha escrito la
historia de la poesía reciente. (Y esto los poetas lo sabían, y por eso se vistieron
—y no pocos siguen vestidos— de críticos, para disputarse sus dominios.) La
crítica «militante», en este sentido, ha desbancado a la académica,
arrebatándole la influencia que pudiera tener. Tal y como afirma Sanz
Villanueva (Ródenas 2003: 32), de ella dependía «la configuración del canon que planea siempre (a favor o
en contra) sobre el crítico de prensa». Hoy, en cambio, al menos en lo que a la
poesía posfranquista respecta, parece ocurrir lo contrario: es el crítico de
prensa —casi siempre también poeta, insisto— el que incide con mayor fuerza en
la conformación del canon. En resumen: el poeta escribe la historia de la
poesía no tanto escribiendo poemas —o, mejor dicho, independientemente de sus
poemas— sino escribiendo crítica.
La mejor crítica.¾Con todo, hay quien —como Gracia (2001: 107)— afirma que
«la mejor crítica literaria que hoy cabe
leer en la prensa suelen firmarla los autores». ¿En qué sentido mejor? Para Gracia «la primera necesidad de la crítica como escritura
pública no sería tanto la información divulgativa ni la evaluación crítica. Por
debajo de ambas, y antes que ambas, está la entidad misma del texto escrito.» (p. 114) Pero hay un cuarto elemento, de suma
importancia, al que Gracia parece prestar menos atención: la ya mencionada autopromoción,
más o menos velada e indirecta, que el autor hace de sí mismo por medio de las
reseñas. Con todo, Gracia señala en cierto modo este factor cuando afirma que
se ha de escribir crítica de prensa «desde la convicción antes que desde la
conveniencia o la mediación de intereses ajenos a la experiencia de la lectura
misma» (p. 124), lo cual sinceramente creemos que
en el caso de la poesía ocurre muy rara vez. Si no olvidamos la importancia de
este hecho, entonces estamos de acuerdo con él en casi todo:
a) «La crítica más valiosa como lectura
es una forma de expresión literaria, y a ese patrón han respondido los mejores
nombres de la crítica periodística. Lo cual quiere decir que han sido críticos
raramente neutrales, han fabricado a menudo una voz con estilo y han
intervenido de lejos o de cerca valorando lo que han leído, para animarlo o
para condenarlo.» (p. 115)
b) «Hablar desde el yo, en la crítica de periódicos, o
está mal visto o se lee como acto de egolatría, como si el peor acto de
egolatría no fuese pretender que por boca del crítico, que es generalmente
hombre de algunas lecturas y buena voluntad, habla
c) «La alegría ante los intrusos [...] se
explica como el auténtico aliciente de lectura que esos intrusos son para
muchos de quienes leemos suplementos, precisamente buscando quien pueda
escribir desde otro tipo de prejuicios, desde un campo ajeno que permita
iluminar o hablar de los libros sin las pautas invisibles que rigen en el
centro de la institución crítica. Son casi siempre los autores mismos quienes
oxigenan y tonifican la crítica.» (p. 119)
Para
aparcar aquí el tema, cedámosle la palabra a uno de esos «intrusos». El
siguiente texto de Roger Wolfe (1995:
120-121) —quien además de haber recibido numerosas reseñas en prensa también
las escribió durante un lustro para «
Una reseña de
estas características [de suplemento cultural] puede depender, entre otras
muchas cosas y por ejemplo, de lo siguiente:
-
Relación de
amistad y conocimiento académico o sexual entre reseñista y reseñado.
-
Relación de
enemistad y desconocimiento académico o sexual entre reseñista y reseñado.
-
Relación de
amistad y conocimiento académico o sexual entre el reseñado y los enemigos del
reseñista.
-
Relación de
enemistad y desconocimiento académico o sexual entre el reseñado y los amigos
del reseñista.
-
Capacidad de
ventas del reseñado.
-
Editorial que
publique el libro.
-
Lugar de
residencia del reseñado (Madrid, Barcelona o Bacarot).
-
Presencia del
reseñado en los cenáculos (entiéndase de
-
En el caso de
que ya hayan salido reseñas del mismo libro en otros medios, rivalidad entre el
medio en cuestión y los demás, entre el reseñista en cuestión y los reseñistas
que se hayan ocupado anteriormente del libro.
-
Filiación
política del reseñista.
-
Filiación sexual
del reseñista.
-
Filiación
política del reseñado.
-
Filiación
sexual del reseñado.
-
Tiempo de que
disponga el reseñista entre cena y cena, borrachera y borrachera, felación y
felación, sarao y sarao, gonorrea y gonorrea, fracaso literario y fracaso literario,
etc.
-
Nota de
contraportada del libro.
-
Presencia
habitual o no del reseñado en la caja tonta...
¿Y el libro? ¿El
libro propiamente dicho? ¿El jodido texto
escrito? A quién cojones le importa eso. Estaría bueno. Menuda ingenuidad.
Como si no supiera todo el mundo que cualquier relación entre lo que se
entiende por «literatura» y el texto impreso es pura coincidencia.
Al igual que José María Castellet una
década antes[8],
de entre los mundos posibles en la poesía española de finales de los años
setenta José Luis García Martín eligió, (de)limitó y habló en su antología Las voces y los ecos (1980: 60) de uno
de ellos: el constituido por lo que entonces denominó «línea meditativa,
temporalista y neorromántica» y años después «figurativa» (1992). No parece
desencaminado José-Carlos Mainer cuando afirma que esta antología resultaba
«tan madrugadora que se tiene la sensación —al hilo de los nombres escogidos—
que la doctrina está mucho más consolidada que la propia selección» (Mainer
1998: 26). Resultaba, además, tan poco objetivo o neutral el que Nueve novísimos poetas españoles (Castellet
1970) no incluyera en su nómina ni a un solo andaluz —o que Espejo del amor y de la muerte (Prieto
1971) estuviera formada sólo por madrileños— como el que la antología de García
Martín no recogiera ni a un solo catalán.
Curiosamente fue el novísimo Guillermo Carnero uno de los
primeros en apreciar que aquella antología resultaba sospechosa, aunque no
añadiera que al menos en eso coincidía con Nueve
novísimos: «producto de marketing literario, guiado por arbitrarios
criterios de camarilla» (Carnero 1983: 52).
(Preferiríamos, por
supuesto, no caer en la casuística, ya que dar casos concretos parece siempre
llevar el discurso al terreno personal, lo cual no es en absoluto nuestra
intención. Por desgracia, sin ejemplos resulta prácticamente imposible exponer
de un modo claro lo que nos proponemos. Vaya, pues, por delante que los
críticos que aquí figuren lo harán primero porque los consideramos realmente críticos —y no «intrusos y
aficionados», como diría el propio Carnero (1)— y segundo porque son los más
conocidos e influyentes.)
Dos años después de Las voces y los ecos, aparece en escena
la antología Florilegium de Elena de
Jongh Rossel, que sigue grosso modo
los postulados de García Martín, aunque cambiando la mayoría de los nombres.
Después llegamos a 1986 y a Luis Antonio de Villena: «[...] aparte del primer
intento de Las voces y los ecos —dice
Lanz (1998: 275)—, será Postnovísimos
la primera antología de poesía joven que pretende imponer una tendencia
dominante como modo de afirmación generacional». En esa antología Villena hará
malabarismos «teóricos» por leer la poesía que él bautiza como postnovísima desde su propia poesía[9]. Sólo así se explica su
insistencia en afirmar la supuesta inminente emergencia de la tradición
clásica, que no por casualidad era la que a él le interesaba más como autor y a
la que dedicaría sus dos siguientes antologías, «sesgo» que —dependiendo del
momento y las circunstancias— también ha llamado poesía de la experiencia y después realismo meditativo. Y sólo así resulta coherente que «de la
lectura de la antología y de las obras hasta entonces publicadas por sus
autores, parece deducirse que la estética sustentada por Villena en su estudio
prologal se adecua más a un pequeño grupo de los poetas incluidos en ella
(Miguel Mas, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes o Leopoldo Alas) que a
la totalidad de los poetas allí recogidos y al discurrir estético de la
generación en su primera etapa.» (Lanz 1998: 273)
Si para José Luis
García Martín Postnovísimos es «la
presentación en sociedad de los nuevos poetas» (García Martín 1992a: 112), para
Lanz no es más que el intento de «impulsar una de las líneas estéticas
precedentes, para hacerla dominante» (Lanz 1998: 273).
A lo largo de la
siguiente década tendría lugar un insistente bombardeo de antologías en esa
línea —debidamente prologadas—
perpetrado básicamente por estos dos antólogos y con la puntual ayuda de otros
como Julia Barella (1987), Francisco Bejarano (1991), José Luis Piquero (1991),
Miguel García-Posada (1996) o Germán Yanke (1996). De
Además, habría que
añadir un arma mucho más letal que cualquier antología: en 1992 García Martín
se encargaba de historiar la poesía española (en español) del periodo 1975-1990
en la influyente Historia y crítica de la
literatura española dirigida por
Francisco Rico.
Refiriéndose a la publicación de esta obra Malpartida reflexionaba así: «Los manuales se acaban imponiendo, y se trata de
un libro que está llamado a ser consultado por muchos universitarios y
críticos, hispanistas y curiosos: se leerá más que a los poetas, me temo [...]»
(Malpartida 1993: 123-124).
El resultado de
tamaño bombardeo era previsible: uno de los posibles mundos desplazó a los
demás. En otras palabras: la selección, la parcelación y el etiquetado que
estos críticos hicieron de la poesía española de los últimos veinticinco años
han resultado ser la versión de «la realidad» más conocida y repetida por
terceros (otros críticos, otros poetas y, si es que no pertenecen ya a las dos
categorías anteriores, ciertos lectores). No es, por supuesto, la primera vez
que ocurre algo así; Talens ha escrito lo siguiente refiriéndose a las
generaciones inmediatamente anteriores a la del
80:
[...] se corre el riesgo de asumir la
emergencia de comentarios, críticas, clasificaciones que en el momento de su
nacimiento no se discuten sencillamente porque se les ignora, pero que pocos
años después, y por el mero hecho de existir como datos supuestamente
objetivos, pueden convertirse en «fuentes» primarias para los futuros
estudiosos e historiadores, sin que necesariamente se cuestione el sistema de
valores, esto es, la estructura ideológica y/o política que rodeó su
nacimiento. (Talens 1989a: 113)
Y refiriéndose a la
poesía española de los anteriores treinta años, Andrés Sánchez Robayna escribía
hacia 1989, en un tono más acalorado, algo que aún puede decirse de la poesía
de los tres lustros posteriores:
[...] esa poesía ha
sido básicamente no leída, es decir,
no ha sido objeto de reflexión, de discusión y de valoración crítica. Ha sido,
en rigor, una poesía sobreentendida y
—lo que es aún más grave— sometida o condenada a la acrítica circulación del
tópico y de las formas más idiotizadas del prejuicio estético; y ello en
beneficio de una estética dominante, negadora de la pluralidad o de la diversificación
de la escritura [...]. (Sánchez Robayna 1988: 225)
Pero volvamos a «los
hechos». Los críticos mencionados publicaron sus antologías en editoriales
importantes (Villena en las influyentes Visor y Pre-Textos; García Martín en
Júcar, en Renacimiento y en la más modesta Llibros del Pexe; y García-Posada en
la prestigiosa colección de clásicos de Crítica). Publicaron también sus
reseñas primero en periódicos de tirada nacional (El País, El Mundo) o en
revistas de poesía solventes y con verdadera distribución (Renacimiento, Fin de Siglo,
Clarín, etc.) y, después, reunidas en
libro, en las mismas editoriales que publicaban sus antologías.
El mecanismo es
sencillo. A fuerza de repetir en los medios adecuados que el poema es ansí, finalmente termina siendo
entendido precisamente ansí por la
mayoría. Y acto seguido surgen «multitudes» que no entienden la poesía más que
como se les ha dicho que es. Así lo demuestra el
hecho de que en la antología consultada de José-Carlos Mainer El último tercio del siglo (1998)
(¿quién eligió a qué poetas, críticos y lectores «cualificados» consultar?) la
relación de seleccionados indique que los gustos dominantes son los que desde
hacía diez años venían teniendo Villena, García Martín y García-Posada[11].
El poder que este estado de cosas confirió a estos críticos es enorme.
Desde finales de los años ochenta y durante gran parte de los noventa, todo
joven poeta que quisiera aparecer en una antología leída por alguien más que
los propios antologados y el antologador, o ser reseñado en un suplemento
cultural de tirada nacional, tenía que dirigirse a uno o a varios de estos
críticos o de lo contrario resultaba prácticamente imposible que su nombre
empezara a sonarle al lector medio de poesía, si es que tal lector existe. Y
todos sabemos que un poeta joven es tan maleable como cera a la temperatura
adecuada[12].
Juan José Lanz
señala con tino las consecuencias más perniciosas de la profusión de antologías
durante las últimas décadas:
En primer lugar,
la mayor parte de los estudiosos de la poesía española actual conocen a los
poetas jóvenes por antologías y no por los libros propios, con lo que sólo
conocen su producción poética fragmentariamente, y no en su totalidad,
condicionada por el gusto del antólogo. En segundo lugar, muchos antólogos
acaban funcionando mecánicamente, seleccionando para sus antologías a aquellos
poetas que han sido antologados en obras anteriores, con lo que se produce el
famoso efecto «bola de nieve». En tercer lugar, ante tal avalancha de nombres
nuevos, las diferencias se difuminan y la calidad de las voces queda oculta
entre los ecos de meros poetas epigonales; en definitiva, el bosque impide ver
los árboles. Por último, el estudioso corre el peligro de tomar las antologías
como hechos empíricos objetivos, lo que en pocos casos son, que reflejarían el
panorama poético de un momento y no el gusto particular del antólogo que
realiza la antología. Pero no cabe duda de que la antología poética funciona en
otro sentido, que hay que tener muy en cuenta, corrigiendo y desviando el gusto
de nuevos lectores-poetas, que seguirán o se enfrentarán radicalmente a la
propuesta estética que cada antología lleva a cabo. (Lanz 1998: 281-282)
Pero hay diferencias
entre unos críticos y otros. García-Posada ha escrito mucho menos sobre poesía
joven —y tal vez de modo menos apasionado— que Villena y García Martín, ambos
poetas y por eso mismo más implicados y menos fiables, aunque —una vez más—
Guillermo Carnero sea de la opinión contraria:
A decir verdad,
para quien no forme parte de la sociedad literaria como escritor en activo el
intento de seguir el pulso de la novedad tiene que resultar, si no imposible,
sí enormemente fatigoso, descorazonador y confuso, mientras que quien acude a
la batalla diaria tiene el trabajo prácticamente hecho. Y lo hará bien, y sin
falsear el paisaje, mientras tenga la honestidad y la inteligencia de mantener
a raya sus preferencias personales, y la altura moral e intelectual que permite
distinguir la calidad en lo diverso y contradictorio. Luis Antonio de Villena,
que yo sepa, ejerce la crítica con esos ineludibles requisitos, y con las
ventajas que se derivan de hacerlo desde dentro del mundo literario. (Carnero
2000)
No se trata de poner
en tela de juicio la honestidad de nadie —mucho menos la de un infatigable
trabajador como Villena, que sin lugar a dudas se ha ganado a pulso la
reputación que tiene—, pero me parece incuestionable que el acopio excesivo de
poder mediático y el acaparamiento de las vías de difusión de opinión no son
buenas, así como tampoco puede ser positivo para la libertad creativa el
amiguismo entre críticos y autores, e incluso entre los mismos poetas, por el
peligro que eso conlleva de caer en la endogamia literaria y en el reparto
mutuo de elogios, favores y posiciones.
Aunque tal vez sea
el más intuitivo y osado de los críticos mencionados, Villena no puede eludir
sus propios gustos, por muy amplios que sean (como de hecho lo son, pero
ciertas obras siempre terminan gustándole más que otras, exactamente igual que
le ocurre a todo el mundo). Además cae con frecuencia en el amiguismo,
favoreciendo a aquellos poetas que entablan relación personal con él y
discriminando o directamente silenciando a aquellos que no lo hacen o que lo
hicieron y después se han alejado de
él. Un ejemplo rotundo de lo primero sería el caso del por otra parte
interesante poeta Ángel Muñoz Petisme, sobre el que ha escrito en términos más
amistosos que críticos[13] y al que incluyó en Postnovísimos, mientras que el resto de
la inmensa crítica no le ha prestado apenas atención. Y ejemplo de lo segundo
sería uno de los poetas de mayor edad incluidos en Postnovísimos (presumiblemente Julio Llamazares), del que Villena
afirma en 1988 refiriéndose al catálogo de poetas allí antologados: «estoy ya
en relativo desacuerdo (como era previsible) con mi propia selección de
nombres. Como pura anécdota diré que quitaría a uno de los seniors (muy poco conocido fuera de su tierra natal) por
desagradecido.» (Villena 2000: 62) No sabemos los motivos de la rabieta y
venganza públicas del crítico, pero de lo que no cabe la menor duda es que la
calidad de un autor no tiene absolutamente nada que ver con su capacidad de
agradecimiento para con aquellos que deciden incluirle en sus florilegios o
mencionarle en sus recensiones. Sea o no sea Llamazares el «desagradecido», lo
cierto es que —si nuestras pesquisas son ciertas— es él el único autor incluido
en Postnovísimos cuyo nombre Villena
no ha vuelto a mencionar jamás, aunque puede que no sea más que porque desde
entonces el ahora novelista no ha vuelto a publicar poesía...
El problema del
amiguismo, por supuesto, no sólo afecta a Villena. También azota a los demás
críticos, tengan los gustos que tengan, y a la totalidad de los autores, y a la
totalidad de los editores, y a la totalidad de los profesores, y a todos y cada
uno de los miembros de los jurados de los premios literarios, etc. El único
modo de no caer en él pasaría por ser de una frialdad recalcitrante y dedicarse
a leer y a reflexionar por cuenta propia en el más absoluto de los
aislamientos, sin conocer personalmente a nadie (y sin llegar a hacerlo tras el
primer pronunciamiento) y a ser posible sin dedicarse paralelamente a la
creación. Parece prácticamente imposible que todas estas condiciones se den
juntas, pero el que tal modo de lectura y reflexión sea inalcanzable no nos
exime del «deber» de indagar en las insuficiencias y lacras del único aparente
modo de ser autor y/o crítico en el mundillo de la poesía española. A
diferencia de las palabras de Carnero citadas arriba, nos parece que la crítica
literaria justa y de calidad se vuelve más y más difícil cuanto más integrado
esté en la sociedad literaria quien la ejerce. Piénsese en un político que
también fuera historiador de la contemporaneidad: ¿qué crédito merecerían sus
libros? ¿«Creería» alguien en sus tesis salvo sus compañeros de partido o
aquellos que quisieran medrar?
Se trata de un
círculo vicioso. Ensayemos un nuevo acercamiento poniendo como ejemplo una vez
más el caso de Villena, a todas luces el más claro, tal vez por su tesón, por
residir en Madrid y por publicar en editoriales y publicaciones periódicas
fuertes. El crítico publica la antología Postnovísimos
en 1986, colocando con ella en escena a una docena de poetas jóvenes, la
mayoría de los cuales aunque no se atienen a una única estética sí están
agradecidos al antólogo, y la mitad de los cuales atienden a la siguiente de
sus consignas, disfrazada de profecía: la
tradición dará que hablar más que la
vanguardia, lo clásico se
impondrá a lo experimental. De lo que
no es difícil colegir que los poetas que figurasen en la próxima de sus
antologías, Fin de siglo (1992),
dedicada ya única y exclusivamente a la tendencia que más le gustaba a Villena,
habían de transitar esa senda. Tal será el caso de Luis García Montero, Felipe
Benítez Reyes y Leopoldo Alas, que son los únicos de los incluidos en Postnovísimos que repiten estrellato. De
estos tres, Alas poco después (Alas: 1993) se distancia de los dictados
villenianos, osando incluso arremeter contra lo que los otros dos abanderan (la poesía de la experiencia) y contra su
omnipresencia pública, así como contra la labor crítica de Villena, y termina
cayendo en desgracia[14]. De modo que quedan como
indiscutibles reyes de la selva García Montero y Benítez Reyes, interesantes
poetas ambos, sí, pero ni mucho menos los mejores de su generación, por más que
en su momento estos y otros críticos lo afirmaran y después Legión lo
repitiera. ¿Mejores? ¿Acaso la literatura es una competición? ¿Acaso lo que
mayor nivel de audiencia tiene es lo mejor? ¿O es que, por el contrario, es
posible convertir en «lo mejor» lo que uno quiera, siempre y cuando se disponga
de un buen escaparate donde exhibirlo y de canales efectivos de producción de
opinión?
Antes de seguir,
transcribamos aquí lo que el suplemento de 1985 de la enciclopedia Larousse
decía sobre la poesía española. Se apreciará que apenas tiene algo que ver con
el diagnóstico que Villena hiciera un año después. Y si hay que considerar
objetivo a alguien, parece mucho más sensato quedarse con un enciclopedista que
con un crítico antólogo poeta.
Tras las un tanto limitadas
incursiones vanguardistas de los «novísimos» a comienzos de la década pasada
[...], la poesía española parece orientada hacia un neobarroquismo verbal; intenta
trascender el yo subjetivo y dar primacía al texto sobre el poeta (subráyese
aquí el magisterio de Jorge Guillén); pero también asoma en ella una
inteligencia reflexiva y crítica del entorno, que evidencia la huella directa
de la mejor poesía de la generación de los cincuenta, J. A. Valente, y Gil de
Biedma. Otra línea de fuerza está representa por la tendencia al poema breve y
sentencioso, cargado de intensidad, que parece prefigurar un nuevo conceptismo.
Pero no nos
desviemos y usemos también nosotros aquí la efectiva y difusora arma de la
repetición. En Postnovísimos Villena
da a entender que, entre las varias tendencias del momento, es ésa —la de corte
clásico, la que él mismo prefiere
como lector y autor— la que más futuro tiene. Acto seguido un regimiento de
poetas jóvenes y algunos menos jóvenes se aproximan a esa estética con miras a
ser mencionados por el ahora poderoso crítico, tal vez reseñados, tal vez
incluidos en el próximo florilegio, entrando así en el grupo de existentes y abriéndoseles así las
puertas de las revistas de renombre, de los premios importantes, de las
editoriales conocidas y con distribución, y de los recitales pagados.
Muy pocos años
después a Villena ya le parece que la diversidad postnovísima empieza a remitir y entonces afirma sin reparos «[...]
nos hemos [sic] vuelto hacia el
clasicismo, hacia la tradición»
(2000: 59), aunque todavía se dé una «falta de estética dominante» (2000: 62).
Y en 1988 Villena cree saber que, aunque la poesía que él apoya —sí: apoya— no
sea la única poesía joven en activo, la otra
poesía no está a la misma altura: «La llamada poesía del silencio —digo mejor, minimalista— parece ir, ahora mismo, perdiendo adeptos. Y sin
embargo crece (un tanto en oposición a los neoclásicos)
otra poesía irracionalista, heredera del surrealismo, que se puede teñir de
sueños o de ingenuidad. Aunque no creo desvelar misterio alguno si digo que tal
camino aún no ha producido —a mi saber— ningún gran libro [...]» (2000: 62). Pero en 1992 parece que las cosas han
cambiado para el crítico: por un lado «existen hoy otras varias líneas en el
quehacer poético —minimalismo, metafísica, irracionalismo— y [...] en ellas se han dado logros notables» (2000:
68); y por otro lado ahora resulta que la poesía que él defiende, a diferencia
de la joven diversidad que Postnovísimos mostraba,
«ha sido la predominante y más seguida en los años ochenta y entre la
generación más joven» (2000: 67), aunque a mediados de los años ochenta pensara
más bien lo contrario: «Toda estética
dominante en un periodo suele ir unida a una actitud de vanguardia» (2000:
39). Las contradicciones son claras, la incoherencia patente, y el seguimiento
de ambas esclarecedor y tedioso.
Si Postnovísimos (1986) y Fin de siglo (1992) provocaron revuelo e
hicieron mella,
El resultado —el
producto— de este «bombardeo» fue el perseguido: de
No podía, pues, sorprender el alud de
acusaciones de mimetismo y ductilidad arrojadas a mediados de los años noventa
sobre el pelotón de poetas afines o protegidos por estos críticos, así como la
respuesta en forma de antología de una facción de los otros, perpetrada por su
crítico Antonio Ortega y titulada La
prueba del nueve (1994). En rigor, los poemas de los autores en ella
incluidos no se diferencian a grandes rasgos de los poemas de los experienciales, pero el listado resulta
—salvo en los casos de los madrileños Esperanza López Parada y Jorge Riechmann—
bastante distinto al de los experienciales
oficiales. Llama la atención el que la única andaluza de los nueve
seleccionados, Concha García, resida en
Ante esta oposición,
Villena ensayó una vía de escape publicando en 1997 otra antología más, 10 menos 30 (
En su última
antología hasta la fecha, La lógica de Orfeo (2003),
Villena repite una vez más lo dicho en sus anteriores trabajos tanto respecto a
la aparente pluralidad estética inicial de los postnovísimos (p. 15) como a la casi inmediatamente posterior reagrupación
de «la generación (o su sector más nutrido, seguido y dominante) [...]
alrededor de una poética que reivindicaba, con no pocos matices de vuelta a la
tradición, una poesía realista-meditativa, confesional y a ratos coloquial» (p.
15). Y ahora ya no le cabe duda de que
Desde
Para terminar con
Villena, fijémonos finalmente en otro orden de cosas no demasiado distante. No
es difícil detectar que cada vez que este crítico y poeta vaticina o prevé un
cambio de estética, acto seguido «deja caer» que él ya la ha transitado o
transita. Y no le falta razón, ya que en realidad lo que ocurre es que ejecuta
o ensaya con cada nuevo poemario sus propios diagnósticos sobre el derrotero de
la tendencia «más importante» de la poesía de cada momento. En palabras de
Miguel Casado (2005: 164), se trata de «una manera de entender la crítica como
preceptiva, que sugiere modas o adelanta estrategias a las que luego habrían de
adaptarse los poetas».
Aunque escritas con
otra intención, las siguientes palabras de Juan Carlos Rodríguez perfilan más
allá de la epidermis este fenómeno:
[…] el hecho de que previo a la
crítica (previo a ese discurso abstracto y genérico) tuviera que existir un
texto empírico elaborado a través de
la siguiente paradoja: ser una escritura diferente a la de la crítica y sin
embargo tan enraizada en ella que en realidad la crítica, al hablar del
discurso empírico (literario), de su verdad o de su belleza, no pudiera hacer
otra cosa en el fondo que hablar de sí misma. (Rodríguez 1994: 22)
Si atendiéramos a
las frecuentes alusiones que Villena hace a su propia obra poética en los
sinuosos y resbaladizos prólogos que antepone a sus antologías de poesía joven,
terminaríamos concluyendo que estamos no sólo ante uno de los principales
miembros de la generación del 70 (por
meras cuestiones de edad perteneciente a la segunda hornada, aunque eso sí, uno
de los más precoces y personales[17] y además el más joven de
todos[18]) sino también ante uno de
los desencadenantes de la diversidad postnovísima
y uno de los principales progenitores de «la respuesta clásica»[19] (aunque tal hecho «se
intentara silenciar»[20]), emergente a principios
de la década de los ochenta y claramente dominante en el momento de la
publicación de su antología Fin de siglo,
de 1992; ante uno de los impulsores del endurecimiento del realismo en las
llamadas líneas «sucia» y «crítica» con su poemario Marginados (1993); y, finalmente, ante uno de los abanderados de lo
que, en su opinión, la generación más joven y muchos de los componentes de la
generación inmediatamente anterior andan hoy mismo cumpliendo: la aproximación
del ya manoseado realismo meditativo hacia una estética que no repela las voces
más órficas[21].
Si esto no es
arrimar el ascua a su sardina, entonces hablamos del poeta más influyente y
dinámico en la lírica castellana por lo menos del último cuarto de siglo. Jordi
Doce —como nosotros— no es de esa opinión:
Se trata, a todos los efectos, de una
estrategia de perpetuación como árbitro de la escena literaria, a la que
contribuye la peculiar conformación de la misma en torno a núcleos de poder con
pie en las instituciones (locales, autonómicas, centrales). Lo que al principio
constituye un movimiento más o menos espontáneo de escritores jóvenes que
tratan de buscar un espacio propio y evolucionar al margen de sus mayores, se
domestica y petrifica rápidamente en manos de un antólogo prestigiado
socialmente a quien preocupa, sobre todo, controlar el movimiento de las
promociones que le suceden. (Doce en Sánchez Robayna 2005: 292-293)
Para resumir y
cerrar esta aproximación al fenómeno «antología de poesía joven», valgan las
palabras de Méndez Rubio y de Doce:
El problema, pues, no está tanto en
el hecho antológico en sí, una herramienta de difusión por otra parte
imprescindible en un marco de cultura masificada, sino en la inercia acrítica
que ese hecho supone, incluso más allá de los propósitos del antólogo, cuando
el fenómeno se acelera y reitera como lo ha hecho en las últimas dos décadas
del siglo XX. En este contexto, en suma, «la antología se emplea sin remilgos
como un instrumento de poder destinado a crear una jerarquía o escalafón
poéticos que envuelve como melaza el trabajo de las revistas, editoriales e
instituciones culturales» [Doce en Sánchez Robayna 2005]. El etiquetado tiende
así a sustituir a la lectura, la inercia al movimiento, la fuerza centrípeta a
la del descentramiento... Con todo, el fenómeno de las antologías, insisto, es
sólo un ejemplo, un instrumento de poder entre otros, pero un instrumento
efectivo que parece proliferar sin remedio. (Méndez Rubio 2004: 116)
El que hayamos
prestado especial atención al caso de Luis Antonio de Villena no significa que
no pueda observarse semejante o parecido comportamiento en bastantes otros
poetas/críticos del mismo período. Ya dijimos que hemos elegido a Villena
debido a su fiel «debilidad» por la poesía joven y por tratarse probablemente
del más conocido e influyente de los oficiantes, resultando ser, por tanto, el
que ha dejado las secuelas más visibles.
Aunque no hagamos
más que constatar lo obvio, vamos ahora a hablar de otros críticos —poetas o
no, de la familia o intrusos, nacionales o provinciales, profesionales o
aficionados son, a efectos prácticos, lo mismo— y a dar ejemplos de sus
tendenciosidades o sectarismos, esto es, de su falta de objetividad y
neutralidad. También daremos algún ejemplo —hay pocos— de los menos parciales.
Por supuesto, será imposible mencionarlos a todos porque ha habido casi tanto
crítico suelto como poeta al acecho, y muchas veces unos y otros —ya lo hemos
dicho varias veces— ofician en ambos terrenos. Parafraseando el refrán,
nosotros nos lo hemos guisado y nosotros nos lo hemos comido. La endogamia de
la poesía española posfranquista ha resultado recalcitrante: por una parte, un
enjundioso tanto por ciento de los lectores de poesía ha publicado poemarios;
por otra, un no menor tanto por cierto de quienes han publicado poemarios ha
practicado la crítica de poesía.
Creemos que
la no neutralidad de la crítica de poesía joven es inherente a su ejercicio,
que la imparcialidad es prácticamente imposible. La falta de objetividad no es
tanto un error sino una de sus
características: el ejercicio de la crítica brota de una lectura concreta con
su historicidad, su parcialidad y, muy a menudo, también sus intereses de clase
y personales, no siempre visibles a primera vista. La crítica literaria es, al
fin y al cabo, un modo de «escritura en tanto que lucha ideológica en el
interior de la propia ideología hegemónica» (Rodríguez 1994: 31).
Hablemos en primer lugar de otros
antólogos de poesía joven. Si José Luis García Martín (el ejemplo por
antonomasia, junto a Villena, de poeta/crítico de las últimas décadas) ha
demostrado sin tapujos en sus muchas entregas tener solamente interés por lo que
él ha llamado poesía figurativa, la «oposición» no ha
resultado menos neutral. Así, Antonio Ortega en La prueba del nueve (1994) parece no tener ojos más que para los
poetas no favorecidos[23] por
Villena o García Martín; y tanto Antonio Garrido Moraga en El hilo de la fábula (1995) como Antonio Rodríguez Jiménez en Elogio de la diferencia (1997) se ciñen
a lo que quiera que sea la poesía de la
diferencia. En Feroces (1998),
Isla Correyero apuesta en exclusiva por lo que ella considera «radical,
marginal y heterodoxo», con fuerte presencia del mal llamado realismo sucio (surgido en España tras
la influyente estela de Roger Wolfe) y de una poesía política (últimamente impulsada, entre otros, por el
colectivo valenciano Alicia Bajo Cero
y por las reuniones y publicaciones organizadas en Moguer por Antonio
Orihuela). La excepción que confirma la regla la encontramos en Milenium (1999) de Basilio Rodríguez
Cañada, que sencillamente no cae en la parcialidad porque antologa nada menos
que a sesenta y siete jóvenes poetas.
Si hacemos caso omiso de la labor
crítica de Luis Antonio de Villena, los novísimos
—y entiéndase el término en su sentido amplio— cuando se han ocupado de la
poesía actual han hablado fundamentalmente de sí mismos. El ejemplo más claro
tal vez sea el caso de Jenaro Talens, que ha teorizado insistentemente en torno
a la metapoesía y ha escrito especialmente sobre sus compañeros de promoción
más «próximos», como Leopoldo María Panero y Antonio Martínez Sarrión.
Por su parte, la mayoría de los
autores más laureados de la poesía de la
experiencia ha hecho abundantes razzias en la crítica de poesía ajena,
resultando ser ésta siempre la de sus compañeros de grupo o la de sus maestros.
Así, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal han escrito a
menudo unos sobre otros. También, agradecidos como son los tres, han escrito
sobre la obra poética de Villena, autor poco mayor que ellos y al que sin duda
deben más como crítico que como poeta.
Algunos de los críticos que han
escrito casi exclusivamente sobre la poesía
de la experiencia, sea sobre los ya mencionados, sobre otros de esa misma
generación o sobre componentes de la generación anterior son, además de
Villena, García Martín y García-Posada, los siguientes: los también poetas
Francisco Díaz de Castro, Antonio Jiménez Millán y Leopoldo Sánchez Torre, el
cual además ha prestado atención a autores alejados de esta estética como
Fernando Beltrán o Jenaro Talens. Los teóricos del grupo han resultado ser Luis
García Montero y su maestro Juan Carlos Rodríguez, cuyas ideas —las de
Rodríguez— son mucho más radicales que la praxis que de ellas llevaron a cabo
primero la otra sentimentalidad y
después su prima hermana la poesía de la experiencia.
No se ha dado, pues, en este grupo
demasiada «verdadera» crítica literaria, puesto que pocos de ellos han tenido
—como exige Guillermo Carnero (1)— «la honestidad y la inteligencia de mantener
a raya sus preferencias personales». En lugar de eso ha ocurrido aquello que
Jaime Gil de Biedma, precisamente uno de los
poetas más admirados por estos autores, dijera de sí mismo:
A medias disfrazado de crítico y a
medias de lector, estaba en realidad utilizando la poesía de otro para
discurrir sobre la poesía que estaba yo haciendo, sobre lo que quería y no
quería hacer. [...] Los poetas metidos a críticos de poesía nunca resultamos
del todo convincentes, aunque a veces sí muy estimulantes, precisamente porque
estamos hablando en secreto de nosotros mismos. (Gil de Biedma 1980)
Otro tanto de
lo mismo se puede decir de los integrantes del otro grupo de mayor peso, cuyo
principal antólogo sería el ya mencionado Antonio Ortega. Cada cual va —como
suele decirse— a lo suyo. Así, por ejemplo, Miguel Casado ha escrito
especialmente sobre autores alejados de la oficialidad experiencial, ya sean de generaciones anteriores (Antonio Gamoneda,
Aníbal Núñez, José Miguel Ullán o Antonio Martínez Sarrión) o de la propia
(Julio Llamazares, Concha García o Jorge Riechmann).
Concha García
—que por otra parte ha escrito libros tan realistas como Ayer y calles (1994)—
ha escrito más que nada sobre otras poetisas. Juan Carlos Suñén ha dedicado
páginas al neosurrealismo, a Concha
García, a Clara Janés y a Jorge Riechmann, aunque también a Julio Martínez
Mesanza.
Jordi Doce,
más joven y por tanto no incluido en La
prueba del nueve —aunque no menos afín al grupo—, ha escrito, entre otros,
sobre Andrés Sánchez Robayna, Olvido García Valdés y Álvaro García, todos ellos
cercanos a esta estética.
El caso de
Jorge Riechmann es peculiar. Debido a lo difícil que resulta sellar su obra con
alguno de los rótulos de marras, ha sido antologado tanto junto a poetas de la experiencia como junto a los del silencio, sin llegar a aceptar ser
ni lo uno ni lo otro. También está próximo al grupo de la llamada poesía de la conciencia, etiqueta al parecer
ideada por el leonés Juan Carlos Mestre y que designa más que nada a una
pandilla de amigos y buenos poetas no acomodados,
de edades próximas y estéticas dispares, residentes en Madrid; otros miembros
son el madrileño José María Parreño y el asturiano Fernando Beltrán. Además,
más recientemente, Riechmann se ha convertido en uno de los adalides de la
poesía cívica, crítica o de resistencia, a la que se adscriben los grupos ya
citados de Huelva y Valencia.
Y hablando de
ciudades, si los experienciales o figurativos han sido eminentemente
andaluces (sobre todo de Cádiz, Granada y Sevilla) y —con menos éxito—
asturianos, en las filas de los del
silencio han predominado los castellano-leoneses y madrileños. En tanto que
la llamada poesía de la diferencia
—que sólo puede ser definida con cierto rigor a la contra de la de la experiencia—
fue lanzada desde la «apartada» Córdoba, entre otros por los tocayos Antonio
Garrido Moraga, Antonio Rodríguez Jiménez y Antonio Enrique.
Francotiradores
también ha habido. Dionisio Cañas —no por casualidad ausente físicamente: lleva
décadas en Norteamérica— ha escrito poemarios y crítica siempre desde la etérea
noción de posmodernidad. Alfredo Saldaña, que no es poeta, se ha aferrado de igual
forma a ese concepto en todos sus trabajos, prestando atención a poetas tan
dispares como Jenaro Talens, Leopoldo María Panero o Roger Wolfe.
Alejada de
enfrentamientos estilísticos, Sharon Keefe Ugalde ha optado por la batalla de
géneros, dedicándose casi únicamente a la poesía escrita por mujeres.
Por su parte,
Manuel Rico, poeta y crítico, no ha sido integrado en ninguno de los bloques
anteriores y ha ejercido la crítica con aceptable independencia y amplitud.
Pedro
Provencio, también poeta, aunque visiblemente inclinado hacia autores no experienciales ha llevado a cabo un
recorrido aceptablemente equilibrado por la poesía española posfranquista en
una serie de capítulos aparecidos en Cuadernos
Hispanoamericanos.
Ricardo
Virtanen —hasta la fecha de publicación de Hitos
y señas (2001) un perfecto desconocido en el mundillo— tal vez haya llevado
a cabo uno de los compendios menos personales pero más completos y «fiables» de
la poesía española de las últimas décadas. Cabe sospechar que el hecho de que
el extenso prólogo de esta antología realice la titánica labor de no silenciar
u omitir a ningún autor o tendencia se debe no sólo al exhaustivo y encomiable
trabajo de Virtanen sino también, precisamente, a su condición de intruso.
Y para
terminar con los nombres (y tal y como suelen hacer los propios críticos en sus
ristras de nombres de poetas, pedimos disculpas por no mencionar a todos los
que son), probablemente el crítico más constante y variado: Juan José Lanz.
Aunque a la postre algunos de sus postulados no difieran en exceso de las
versiones de los hechos dadas por Villena o García Martín, este estudioso se ha
empeñado, entre otras cosas, en periodizar la poesía posfranquista, de las
generaciones del 50, del 70 y del 80, así como se ha ocupado de poetas vivos tan dispares como
—van en orden alfabético— Blanca Andreu, Bernardo Atxaga, Luis Alberto de
Cuenca, Agustín Delgado, Pere Gimferrer, Ángel González, Ramón Irigoyen, Diego
Jesús Jiménez, Sabas Martín, Julio Martínez Mesanza, Jesús Munárriz, Julia
Otxoa, Leopoldo María Panero o José-Miguel Ullán, entre otros. Y cuando decimos
«se ha ocupado de ellos» queremos decir que les ha dedicado algo más que una
recensión o unos párrafos en un trabajo más general.
Un relato de
la poesía española que partiera de esos textos no se parecería en absoluto al
que se ha establecido.
Miguel
Casado (1994: 7)
Hagamos ahora un
sano e inofensivo ejercicio de imaginación gratuita, un futurible a agua pasada
de los muchos que fueron —y serán— posibles. Si los llamados poetas del silencio hubieran tenido en sus
manos la artillería pesada mediática que tuvieron los de la experiencia, no resultaría descabellado imaginar que la
historia reciente de nuestra lírica habría sido escrita de manera —como se
acostumbra decir— muy otra.
Primero, el gusto
general sería distinto. Y, sin lugar a dudas, no habría tanto poeta laureado
natural de Andalucía y nacido entre 1954 y 1968. Tal vez los textos
«canonizantes» relataran cómo, desde la aparición de las primeras obras de la
segunda hornada de novísimos, las
distintas generaciones o promociones habrían ido derivando paulatinamente desde
los últimos coletazos de un culturalismo y un exhibicionismo ya agotados hasta
alcanzar a finales de la década de los setenta una variedad de tendencias que
un lustro después se resolvería en la clara hegemonía de una de ellas: el neopurismo. Este neopurismo, por supuesto, habría tenido distintas vertientes y
habría evolucionado durante la década siguiente hasta desembocar, de manos de
los poetas más jóvenes de la actualidad, en un deslizamiento hacia poéticas
todavía órficas pero ahora algo más realistas. Este neopurismo, aunque claramente dominante durante algo más de una
década, habría contado con la oposición de un grupúsculo de poetas realistas
frustrados, empeñados tanto en obviar las importantes aportaciones de parte de
la generación del 70 como en
caricaturizar —inconscientemente— la de ciertos poetas del 50.
Si esta sarta
indiscriminada de oraciones —o cualquier otra que se le pareciera—, redactadas
aquí en el imperfecto de subjuntivo y en el condicional compuesto de
indicativo, se encontrara impresa en algún lugar en el pretérito indefinido,
sería tan falsa como la que de hecho se encuentra escrita en la mayoría de los
manuales y antologías más conocidos.
Pero sigamos
imaginando otros mundos posibles y otras posibles reinterpretaciones.
«Cuchillos en abril»
del Gimferrer de Arde el mar (1966)
pasaría por un poema de Gil de Biedma o incluso por uno del Felipe Benítez
Reyes de Los vanos mundos (1985).
Lo más parecido al
Antonio Martínez Sarrión de Teatro de
operaciones (1967) no fue escrito por ningún componente de su generación
sino tres décadas después por un autor casi treinta años menor, Pablo García
Casado (Las afueras, 1997), al que le
ha sido sellado en la espalda el molesto sambenito de realista sucio.
La inmensa mayoría
de los poemas de José María Álvarez son de un «realismo meditativo» bastante
más palmario que el del Luis García Montero anterior a Diario cómplice (1987) o que el del primer poemario de Vicente
Gallego (La luz, de otra manera,
1988), además de muy anteriores.
Cabe la posibilidad
de que Antonio Gamoneda ocupara desde hace lustros una letra de
No es difícil
imaginar que Ramón Irigoyen, poeta de casi
un único libro, Cielos e inviernos
(1979), el cual se lleva vendiendo por goteo más de veinte años, habría
recibido hace ya tiempo la atención y la edición crítica que merece.
Y es muy probable
que poetas como Luis Rosales o Félix Grande fueran una influencia considerable
en las promociones más jóvenes.
Sería posible
convertir en realidad casi cualquiera de estas «afirmaciones», siempre y cuando
supiéramos avalarla con el suficiente aparato retórico y pudiéramos ponerla en
la palestra adecuada. Así, por ejemplo, Carlos Bousoño (1979: 61-62) pudo
hablar del funcionamiento subversivo del lenguaje poético en tanto que rechazo
del lenguaje del poder a propósito de la obra de Guillermo Carnero. Y así, más
de veinte años después, Juan José Lanz puede escribir convincentemente sobre
«el compromiso en los poetas novísimos»
(Lanz 2002: 8-13), llegando a demostrar —y lo decimos sin el menor asomo de
ironía— que los elegidos de Castellet no les iban a la zaga en actitud crítica
a los poetas del 50. En ese mismo
trabajo, afirma también Lanz —y resulta absolutamente verosímil— que el
realismo de los novísimos era más
real que el de los poetas realistas: «Así resulta si repasamos brevemente los
textos incluidos en la antología. Y no me refiero sólo a los poemas-crónica de
Manuel Vázquez Montalbán [...]» (Lanz 2002: 10).
Hay tantas
«verdades» como modos de relatar la selección de acontecimientos pasados y
presentes que manejemos, es decir, como modos de levantar ese relato, de
derribarlo y de reconstruirlo, de hacer acta.
Los cambios de moda y paradigma
estético no se producen, o no sólo, por azar ni por generación espontánea, al
dictado de un ritmo natural y prefijado que no tenemos potestad para gobernar,
sino que están vinculados a decisiones concretas de personas concretas.
Jordi Doce
(en Sánchez Robayna 2005: 285)
Parece, pues, claro que la poesía de la experiencia nunca fue la
dominante si por tal se entiende la que más se escribió. Lo que sí ocurrió es
que los poetas que se acercaban a esa estética tenían mayor acceso al público
porque la mayoría de los directores de revistas y editoriales importantes,
abundantes recensores, muchos de los organizadores de congresos o recitales y
gran parte de los miembros de los jurados de los premios «preferían» a los de la experiencia.
He aquí un ejemplo
en cierto modo paralelo que apuntale nuestras afirmaciones: el hecho de que la
práctica totalidad de música joven o nueva que se emite en las emisoras
musicales de radio más fuertes sea pop comercial,
no significa que haya más grupos de pop comercial
que de todas las demás tenencias musicales juntas en estos momentos en España,
sino simple y llanamente que esas emisoras emiten sobre todo pop comercial.
Del mismo modo, de
Lo que sí ocurrió es
que Luis Antonio de Villena, José Luis García Martín y Miguel García-Posada,
entre otros, antologaron y reseñaron casi única y exclusivamente a poetas
afines a esa estética.
Que las editoriales
de peso (Tusquets, Visor, Renacimiento
—dirigida por Abelardo Linares, poeta afín a esa estética—, Comares
—dirigida por Andrés Trapiello, poeta afín a esa estética—, algo menos Hiperión
—dirigida por Miguel Munárriz, poeta en parte afín a esa estética— y
Pre-Textos) y otras menos importantes (la colección «Maillot Amarillo» de
Que muchas de las
revistas de literatura con una buena financiación (Renacimiento, Fin de Siglo,
Clarín, etc.) estaban dirigidas por
autores afines a esa estética (Felipe Benítez Reyes, Juan Lamillar, de nuevo el
crítico y poeta José Luis García Martín, etc.) y publicaban mayormente a poetas
afines a esa estética.
Que numerosos
congresos y encuentros de poesía fueron organizados por personas afines a esa
estética que invitaban sobre todo a autores, críticos y editores afines a esa
estética.
Y, finalmente, que
casi todos los grandes premios de poesía fueron otorgados a autores afines a
esa estética por autores, editores y críticos afines a esa estética.
Pero esto no
significa, ni mucho menos, que hubiera más autores de calidad afines a esa
estética que autores de calidad no afines a esa estética. Y si los grupos de
poetas no afines a esa estética no consiguieron tal dominio de los medios de
difusión, no fue porque no lo anhelaran sino porque no pudieron o no supieron
hacerse con él, lo cual no quiere decir, una vez más, que escribieran o
publicaran menos que los poetas de la
experiencia ni, por supuesto, que lo hicieran mejor o peor. Ha habido
tantos malos poetas de la experiencia
como malos poetas no afines a esa estética, sólo que los segundos no
consiguieron hacer tanto ruido y, por consiguiente, no se les notó tanto. O
dicho en términos bélicos: en la pugna entre los experienciales y los
otros lo que hizo que la victoria cayese del lado de los primeros no fue el
número o la calidad de los combatientes a sus órdenes sino su unión, el poder
de sus armas, la influencia de sus generales, la estrategia elegida y, por
supuesto, cierto aire político favorable.
No hemos negado aquí
la existencia de la supuesta hegemonía mediática —que no estética— de los
poetas figurativos en la lírica
española de los pasados lustros, sino que hemos afirmado su condición de estrategia vencedora en la batalla por
escribir —inscribirse en— el presente. Es lo que Pedro J. de
Sirva como cierre a
estas deslavazadas reflexiones una última cita:
[...] da la
impresión de que nunca como ahora se ha hecho la literatura pensando, más que
en la propia literatura, en la historia de la literatura, que son cosas
diferentes. El autor que, por lo general, tanto desprecia la crítica y los
manuales literarios, persigue figurar en éstos como sea. En un sentir bastante
extendido, la obra en sí misma significa poco: vale lo que las menciones que se
hagan de ella. Además, parece opinión común, y seguramente cierta, que en estos
días la historia de la literatura se establece más deprisa que nunca y que el
canon de lo que perdurará se fija ahora mismo. No conviene que pase ese tren de
alta velocidad. Y, como todo el mundo sabe, la historia es lo que es, pero
queda lo que seleccionan los historiadores (sobre la base influyente de los
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[1]
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Abiada (2006)].
[2] Sobre la función
censora del gusto escribe Alicia Bajo
Cero (1997: 28): «bajo el pretexto del buen gusto
se realiza una apropiación universalizadora de cualidades subjetivas suficiente
para descalificar a la oposición, lo que va indisolublemente ligado a la labor
crítica: no todo lo que se escribe es digno de llamarse Literatura y yo, como
crítico, discrimino.» Y Juan Carlos Rodríguez (1994a: 44) ha señalado la
relación entre la esfinge gusto/censura y la ideología: «el hecho obvio de que
(aparte de la tradición convencional: la memoria estética que impregna su
práctica) la poesía -su Norma- está siempre [...]
construida desde un ámbito crítico/ideológico que se va filtrando por todos los
huecos y que establece lo que es y no es poesía (o buena o mala poesía).»
[3] Resulta significativo
que el antólogo de poesía de la
experiencia Germán Yanke (1996: 11) abriera su prólogo afirmando no ser un
crítico sino «un lector interesado», cuando en realidad, a efectos prácticos,
lo uno y lo otro vienen a ser exactamente
lo mismo: «He repetido allí donde he tenido la oportunidad de hablar de poesía
que, sin renunciar a serlo en el futuro, no soy un crítico literario. Soy,
valga la advertencia para los profesionales, un lector interesado.»
[4] «Pero no es lo
mismo hacer historia a partir de unos datos que crear voluntariosamente unos
datos con la pretensión de hacer historia. La historia no se chupa el dedo. El
presente puede ser una afanosa figuración colectiva, pero el futuro es siempre
el futuro, y ya se sabe que los futuros literarios son mucho más listos que los
presentes literarios, esos trampantojos que pueden depender de unos periodistas
en prácticas, de los directores de unos cursos de verano o de la salud estomacal
de los críticos de los periódicos de circulación nacional.» (Benítez 1995: 54)
[5] (Jay Gould 1999:
269): «Los filósofos a menudo nos explican, no por cinismo, sino por afán de
exponer un principio básico de la búsqueda humanista, que las mentiras proporcionan
indicios preciosos a quien quiere evaluar la historia y el significado de los
acontecimientos culturales. En definitiva, la verdad de los hechos se contenta
con ser, pero las mentiras tienen que ser inventadas por personas concretas y
por motivos específicos. De ahí que las mentiras se conviertan en fenómenos
únicos, de las que se puede referir la historia, mientras que las verdades
disponibles pueden redescubrirse múltiples veces y de modo independiente.» Y
también (Jay Gould 1999: 271): «Los seres humanos son criaturas en busca de
estructuras. Necesitamos localizar un orden en nuestro entorno, posea o no este
orden el sentido y el fundamento causal que nos vemos empujados a preconizar.
[...] En su búsqueda de este orden que les es necesario, los seres humanos
revelan también que son narradores de historias. En otras palabras,
experimentamos la necesidad de encontrar sentido a una serie de acontecimientos
históricos (o, en ciertas culturas, de explicar lo que, en apariencia, carece
de sentido), confeccionando un relato coherente, en general una fábula
destinada a aliviar nuestras pequeñas miserias [...]. Esta tendencia profunda
de la naturaleza humana -nuestra necesidad de descubrir
pautas regulares y de armonizarlas por medio de relatos- no debe considerarse
necesariamente una traición, aun cuando desemboque en invenciones patentes que
con excesiva frecuencia conducen (cuando se combinan con el fervor de la
«verdadera fe») a mutilaciones y a destrucciones.»
[6] El
intencionado silencio impreso que, salvo contadas excepciones (Gracia 2000,
Iravedra 2002 o Pont en Sánchez Robayna 2005), se ha cernido sobre esta obra
habla indirectamente a favor de sus tesis. El propio Méndez Rubio ha
reflexionado recientemente sobre ello: «En gran medida, aún puede decirse que Poesía y poder es hoy un texto
desaparecido. Es sorprendente la desproporción entre su presencia en
conversaciones informales o privadas y sus fugaces y ambiguos momentos de
aparición pública.» (2005: 106)
[7] Los otros son:
«1) El crítico profesional, entregado a la recepción de la actualidad literaria
desde la tribuna de un diario o una revista. 2) El crítico “con fervor”, al que
le embaraza tener que tasar una obra y prefiere exaltar las virtudes de las que
estima sobresalientes. 3) El crítico académico y teórico, donde se mezcla el
erudito con el pensador siempre a una prudente distancia del hervidero de lo
actual.»
[8] «Su apuesta estética
[su antología Nueve novísimos]
condicionó un desarrollo poético determinado, incluso a algunos de los poetas
por él antologados, y cómo el rumbo de la poesía fue cambiando a medida que
discurrían los años setenta.» (Lanz 2001: 13)
[9] En La voces y los ecos (García Martín 1980:
111) Villena ya hablaba -refiriéndose a su producción
anterior- de «clasicismo» y «experiencia», exactamente los términos que
ponderará con mayor ahínco en Postnovísimos
y Fin de siglo.
[10] Barella
(1987), García Martín (1988, 1995, 1996 y 1999), Bejarano (1991) —a escala regional—,
Piquero (1991) —en revista—, Villena (1992 y 1997), García-Posada
(1996) y Yanke (1996).
[11] De
los veintiocho antologados por
Mainer, al menos la mitad son claramente «figurativos». Los ocho primeros —salvo
Antonio Colinas, que ni lo ha sido ni lo es tanto, y Luis Antonio de Villena,
que lo es cuando quiere— son muy figurativos. Hay que esperar al
noveno y décimo puestos para encontrar a dos autores fuera de esa línea
(Leopoldo Mª Panero y Jaime Siles) y a partir de ahí —y hasta el final de la
lista— alternarán los figurativos y los no figurativos. De
[12] A este
respecto, he aquí dos declaraciones de poetas/críticos poco afortunados a la
hora de ser incluidos en antologías: «[...] en la poesía española de los
últimos veinte años, el afán de ser considerado miembro del estamento lírico
condiciona la escritura mucho más que la necesidad de ser leído con rigor o la
convicción de los presupuestos estéticos. La lectura que más se busca es la de
quienes puedan sancionar al autor como imprescindible, no la de quienes puedan
enriquecer la escritura aún en proceso; y la estética se hace maleable para
acoplarse a las exigencias del supuesto jurado receptor, en vez de proponerse
como reorientación y como relanzamiento de expectativas. La adscripción a los
diversos manierismos, afluentes todos de la corriente que hemos denominado
contrarreforma estética, constituye el procedimiento más seguro para acceder al
recinto donde se alimenta de sí misma la “poesía española”». (Provencio 1994: 53)
«No escriben lo que quieren, sino lo
que deben. Y no lo escriben para sí mismos, sino para servir a otros. Escriben,
en definitiva, estimulados por una búsqueda del éxito que se logra única y
estrictamente a partir de la obediencia a los que ya lo han obtenido, a los que
ya pueden repartir desde una situación de cultura instalada la prebenda de lo
que ha de instalarse a continuación.» (Peña 1996: 80)
[13] «Conocí a Ángel
Petisme cuando publicó Cosmética y terror
(1984). Llevaba ese libro una foto provocadora y un tanto Mishima, y yo caí
en la trampa. La poesía era como la foto: aguerrida, rotunda, moderna, llena de
guiños y deslices de sombra. Recuerdo, poco después, una noche madrileña con
Petisme. Íbamos de bar en bar y decididamente jugamos al psicodrama. A fines de
1985 lo incluí en Postnovísimos.»
(Villena 2000: 125)
[14] He aquí un fragmento,
que creemos certero, de ese artículo: «Nunca una generación [la de los 80] [...] recibió desde el
principio más atenciones de la crítica. [Esto] se explica por la urgencia que
han tenido los mayores en apadrinar a los menores para no perder las riendas de
la situación. La teoría se anticipó a la obra de los poetas jóvenes. Se
establecieron unos presupuestos estéticos y se marcaron unos cauces y unos
límites antes de que los autores publicaran sus libros, de manera que estos
vieron la luz en un territorio previamente acotado, nacieron gregarios,
prejuzgados, malinterpretados. Por eso llama tanto la atención el frecuente
contraste entre los análisis de la crítica y lo que luego uno se encuentra al
leer los poemas. Por decirlo con claridad, estamos ante una farsa sin
precedente.» (Alas 1993: 74)
Y he aquí también lo que tres años
después escribirá Villena (2000: 149-150) al reseñar el tercer poemario de
Alas: «En un movimiento muy característico de algunos poetas jóvenes —que no
quieren desligarse del decir básico de su generación, sobre todo si ese decir
es exitoso— Leopoldo Alas se acercó en ese libro [el segundo del autor, La condición y el tiempo, 1992] al modo
de la llamada poesía de la experiencia,
que algo después denostaba en un artículo autoliberador (“El gran momento de la
versiprosa”). Con su tercer libro —La posesión del miedo— Alas confirma que
su enfado con la, probablemente mal llamada, poesía de la experiencia, era ocasional y más teórico que
práctico.»
[15] Por ejemplo:
Jiménez Millán 1994, Provencio 1994, Martín 1995 o Prieto de Paula 1995. Por lo
general, la repercusión que este tipo de trabajo publicado en revista tiene es
prácticamente nulo; dudamos mucho que alguien que no sea crítico o poeta —y no
todos— lea, pongamos por caso, los números dedicados a la poesía del momento en
la veterana revista Ínsula. Tales
trabajos son sobre todo pasto de ese tipo de estudioso estatal —en las
bibliotecas y hemerotecas universitarias es cómodo y gratuito el acceso a esas
páginas— capaz de escribir sobre la poesía española de los últimos treinta años
sin apenas haber leído poesía española de ese periodo, aunque sí mucha —qué
digo, toda— la bibliografía sobre el
tema. Lo cierto es que, tal y como ha señalado José Luis Falcó (1994: 39), a lo
largo del posfranquismo la importancia de las antologías poéticas y de la
historia literaria (es decir, fundamentalmente los prólogos de esas antologías,
puesto que son probablemente la principal fuente de información de muchos
historiadores de la literatura), ha coincidido con el declive de las revistas
literarias en la formación del canon crítico y generacional de la poesía
española.
[16] La siguiente
cita es un buen ejemplo de ello, a la par que aporta datos complementarios a
los que nosotros ofrecemos más arriba (Alicia Bajo Cero 1997: 78-79): «Durante la elaboración
de este trabajo conocemos el fallo del VI Premio Internacional de Poesía
Fundación Loewe, dotado con un millón y medio de pesetas, en favor del libro Habitaciones separadas, de Luis García
Montero. Las declaraciones que acompañan la noticia en prensa subrayan la
oposición al vacío ideológico actual. Tales afirmaciones no dejan de ser
problemáticas a la luz de lo aquí analizado. El jurado estaba presidido por
Octavio Paz y formado por Francisco Brines, Carlos Bousoño, Pere Gimferrer (que
votó por teléfono), Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena y Felipe Benítez,
ganador de la edición del premio pasado (El
País, 25-11-1993). Empezamos a entender mejor, no obstante, cuando leemos
las declaraciones del presidente del jurado en el sentido de que el libro es
“una aproximación a la poética de lo cotidiano, sugerente y sensible, en línea
con la mejor tradición poética española”. Paz, echando un cable, ayuda su
poquito a que este modelo de escritura se exporte a los sectores de escritura
divergentes y en ascenso: “constituye un ejemplo no sólo para los creadores
jóvenes, sino incluso para los de más larga trayectoria” (Las Provincias, 6-12-93). Las dos notas básicas, por tanto, de las
declaraciones de Paz son que ésta es la mejor tradición de las que aquí pueden
seguirse y que debe ser tomada como paradigma. La noticia es todavía más
curiosa al considerar que coincide con el momento de la publicación de Marginados, de Villena [...], que dice
lo mismo de su propia práctica en otras palabras. Recordemos que en 1992 se
produjo la publicación simultánea, o casi, de cuatro textos profundamente
solidarios entre sí: García Martín (1992 y 1992a), Villena (1992) y García
Montero (1992, 1993 y 1993a). Año y medio después, surgen, al mismo ritmo,
textos de Villena (1993) y García Montero (1994) iniciando un giro en la misma
dirección.»
[17] «Éste [Gimferrer]
tuvo la suerte (o acertó) a ser el primero en mostrar su obra, y en hacerlo
además con calidad; pero coetáneamente muchos poetas laboraban en tendencias
parecidas. Citaré mi caso. En 1966 ó 1967 yo desconocía por completo no sólo la
poesía de Gimferrer, sino prácticamente cualquier poesía española posterior a
Lorca (tenía yo quince o dieciséis años) pero mis lecturas, y lo que mi
incipiente escritura trataba de imitar, eran los simbolistas franceses, y los
modernistas hispanos...» (Villena 2000: 20).
[18] «El novísimo más
joven de todos tiene hoy treinta y cuatro años» escribía Villena (2000: 125) en
1985. ¿A quién se refería Villena, nacido en 1951, sino a sí mismo? ¿A Jaime
Siles...?
[19] «[...] hacia las
fechas que digo [1975], cada poeta que cuenta comienza a buscar su propia tradición. Esto es, a encontrar
la senda que le es debida dentro de la gran
tradición conjunta. Y así, mientras un Jaime Siles —otro ejemplo—
reencuentra la tradición de la poesía
pura, entendida como una poética de lo intelectual, Colinas profundiza en
la tradición romántica más genuina, y yo en una reelaboración de la tradición
clásica.» (Villena 2000: 35)
[20] «[...] si ha habido
cierto influjo novísimo en los poetas
de esta nueva promoción (y yo creo que sí lo ha habido) tal relación, en cierto
modo por práctica muy natural, se silencia o ladea [...]»(Villena 2000: 40).
[21] Hablando del
«punto de encuentro entre irracionalismo y realismo», afirma (Villena 2003:
24): «Yo, desde luego, lo intenté desde Asuntos
de delirio (1996)».
[22] Ya que en este
apartado no vamos a discutir o citar, sino meramente a aludir a una enorme
cantidad de trabajos críticos, y ya que es posible encontrar sus referencias en
las bibliografías de bastantes publicaciones (García Martín 1992a y 1996, Lanz
1998, Gracia 2000 y 2001, Virtanen 2001), hemos decidido no incluirlas aquí por
motivos de espacio y para facilitar, en alguna medida, la lectura.
[23] Las excepciones son
Jorge Riechmann y Esperanza López Parada, ambos antologados por Villena en 1986
y en 1992 respectivamente.
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