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Implicaciones históricas, literarias y léxicas del
exilio en España: 1700-1833
Javier Sánchez Zapatero
(Universidad de Salamanca)
Resumen
Durante el siglo XVIII y los
primeros años del siglo XIX, las convulsiones políticas y los continuos
enfrentamientos bipolares provocaron la constante repetición del fenómeno del
exilio, que afectó a diversos sectores de la sociedad española. Este artículo
repasa las circunstancias históricas rodearon a esos desplazamientos masivos de
población, así como sus implicaciones léxicas, y estudia de qué forma se
enfrentaron los escritores al exilio. Asimismo, analiza de qué modo sus obras quedaron marcadas
por la especial situación vital sufrida por sus autores.
Palabras clave: Historia del siglo
XVIII, Exilio, Escritor exiliado.
Abstract
During
the 18th century and the first years of the 19th century, the political
convulsions and the continuous two-pole clashes caused the constant repetition
of the phenomenon of the exile, which concerned diverse sectors of the Spanish
society. This article revises the historical circumstances of the massive
displacements of population, as well as it lexical implications, and it studies
the literature of exiled writers as a literary
reaction to their particular context situation.
Key
words: History of 18th century, Exile, Exiled writer.
1. El exilio en la historia de España
El fenómeno del
exilio se ha repetido casi sin excepciones en todos los periodos de la historia
de España, en la que diferentes grupos sociales y políticos se han visto afectados
por él.
La expulsión de
los judíos en 1492, que culminó una serie de decisiones discriminatorias
anteriores, supuso el primer gran éxodo de la historia de España, en la que, de
todos modos, el fenómeno del exilio estaba ya plenamente configurado, como lo
demuestra la existencia incluso de un modelo literario en el Poema de Mío
Cid. La diáspora, unida al fin de
“La
constitución de la nacionalidad española se construyó sobre una base
estructural que, al identificar unidad política y unidad religiosa, propiciaba
los exilios” (Abellán, 2001, p. 17).
Esta
identificación no sólo provocaría el desarrollo de lo que se ha denominado “mentalidad
inquisitorial” –que, grosso modo,
implicaría el castigo de todo aquel considerado diferente-, sino también la
progresiva eliminación de las minorías religiosas. Durante el siglo XVI, y en
el contexto de
“A
principios del siglo XVII, los moriscos de los reinos de España, aunque
sometidos, seguían formando un cuerpo extraño a la nación. Y como la unidad
política-religiosa constituía cada vez con más fuerza el principio fundamental
de la monarquía española, es comprensible que el problema no hubiera de
solucionarse mediante fórmulas conciliatorias” (Llorens, 1967, p. 39).
Alrededor de 300.000
moriscos abandonaron el país durante la primera mitad del siglo XVII. El norte
de África fue el principal destino para una masa social de carácter
eminentemente obrero y rural cuya marcha, unida a la de los judíos un siglo
antes, trastocó gravemente las capas sociales productivas y generadoras de
riqueza.
Exceptuando el
exilio masivo que trajo consigo el final de
2. Concepto y etimología de exilio
A pesar de esta constante presencia histórica, el uso del término
“exilio”, así como de su derivado “exiliado”, es de muy raro uso en español
hasta 1939. Según el Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico
(DCECH) de Joan Corominas y José Antonio Pascual[2], la palabra, procedente de
la voz latina exsilium (“destierro”), derivada a su vez de exsilire
(“saltar afuera”), reactivó su uso por influjo del término catalán exili
y del francés exil, utilizados para referirse a la marcha de miles de
simpatizantes republicanos durante y después de
Hasta entonces, “exilio” siempre había sido empleado como sinónimo de
“destierro”. De hecho, aunque figura desde el principio en las sucesivas
ediciones del Diccionario de la lengua de
“Destierro” es el término más usado para designar la pena de
expulsión, siendo registrada su utilización en 1216 documentos del Corpus
Diacrónico del Español (CORDE) de la Real Academia Española de la Lengua (RAE),
casi diez veces más de los que contienen “exilio”. La adquisición de la
conciencia nacional gracias a las ideas románticas de principios del siglo XIX
provocó la generalización de la palabra “expatriación” para referirse al
castigo, que siguió utilizándose como elemento disuasorio del enfrentamiento
político hasta la finalización, en 1930, de la dictadura del general Primo de
Rivera.
Durante los siglos XVIII y XIX, la palabra que designaba a lo que
actualmente se conoce como “exilio” –es decir, a la marcha del país como fruto
de una decisión libre adoptada por considerar insoportable en él la convivencia
o imposible la vida en libertad- era “emigración”. El término “emigración” fue
introducido en la lengua española a través del francés émigré[4] y de la experiencia
histórica de
“La voz emigración, aplicada a los que, o
desterrados o huyendo del peligro de padecer graves daños por fallos de
Tribunales, o por la tiranía de los soberanos o Gobiernos, o de las turbas, se
refugian en tierra extraña, es nueva, y comenzó a estar en uso para señalar con
un dictado al conjunto de hombres que, de resultas o de reformas, (...) o de
excesos atroces, y de una persecución feroz, huyeron de su patria” (Alcalá
Galiano, 2004, p. 206).
La estabilidad política que dio al país el periodo de
Sólo a partir de la contienda bélica iniciada en 1936 se consolidó el
uso del término “exiliado” –que hasta entonces sólo se aplicaba, de forma muy
limitada, a aquellos que sufrían penas de destierro-, limitando ya
definitivamente el uso de “emigrado” a aquellos casos en que la salida del país
se produce por causas voluntarias, relacionadas con el deseo de medrar o,
frecuentemente, la necesidad de subsistir. A partir de ese momento, se
considera el exilio no tanto una marcha impuesta por los poderes jurídicos del
país como una salida provocada por el miedo a ser perseguido y apresado por
motivos políticos o por la imposibilidad de vivir en libertad y con plenos
derechos. De ahí que actualmente haya unanimidad en definir al exiliado como la
“persona que se ve obligada a salir o a permanecer fuera de su país a raíz de
un bien fundado temor a la persecución por motivos de raza, credo, nacionalidad
o ideas política (…) [y que] considera
que su exilio es temporal –a pesar de que pueda durar toda la vida-, deseando regresar
a su patria cuando las condiciones lo permitan -pero incapaz o no dispuesto a
hacerlo si persisten los factores que lo convierten en un exiliado-” (Da
Cunha-Giabbai, 1992, p. 15).
3. El exilio en
los siglos XVIII y XIX: repercusiones literarias
Al igual que
ocurrió en el resto del mundo occidental, los siglos XVIII y XIX supusieron el
periodo en el que el exilio se configuró definitivamente como arma política al
servicio del poder. Desde los inicios del periodo dieciochesco hasta el final
del reinado de Fernando VII, límite temporal de estudio de este artículo, el
exilio afectó a prácticamente todos los grupos de población de la sociedad
española, siendo muy destacado el número de intelectuales y artistas que
hubieron de sufrirlo.
La progresiva consolidación
de una esfera de debate público en las sociedades occidentales a partir del
siglo XVIII, motivada por la gestación de una masa lectora burguesa, provocó
que los escritores adquiriesen una función social –incluso política en muchas
ocasiones- en la sociedad y que sus opiniones formaran parte del espacio
público (Haberlas, 1981, 60-135). La producción literaria pasó a configurar
así, tanto por lo dicho como por lo callado, el posicionamiento de sus
creadores ante la realidad social. La palabra del intelectual comenzó a ser
temida por el poder, al convertirse en una potencial amenaza para él, al
haberse convertido su figura pública en “conciencia y guía de una sociedad en
la que se tambalean las instituciones portadoras de valores” (Guillén, 1995, p.
140).
Junto a este nuevo rol intelectual, la repetición de pronunciamientos e insurrecciones
armadas y los consiguientes cambios de gobierno que caracterizan buena parte de
esta época de la historia española explican que la figura del “emigrado” se
convirtiera en la época en un personaje prototípico, tal y como ha apuntado
Juan Francisco Fuentes:
“El emigrado español es (...) una figura
insoslayable del paisaje humano del siglo XIX, dentro y fuera de España, como
expresión dramática de una época marcada por un sinfín de revoluciones,
contrarrevoluciones y guerras civiles” (Fuentes, 2002, p. 55).
De hecho, uno de
los cuadros costumbristas incluidos en la publicación Los españoles pintados
por sí mismos se ocupa del tipo social del “emigrado”, lo que atestigua la
importancia de éste como actor social en la época. En él se dice que “emigrado
(...) es el hombre que no puede residir en la patria bajo la protección de la
ley común” (De Ochoa, 1992, p. 316).
3.1. La Guerra de Sucesión
Los inicios del
siglo XVIII en España, de hecho, estuvieron marcados por el conflicto, y el
consiguiente exilio, que supuso
“Las
‘dos Españas’ (…) son el producto intelectual de sectores encontrados de la
sociedad española, uno de los cuales se arroga la pretensión de ser el único
válido, pretensión a partir de la cual le niega al otro el pan y la sal”
(Abellán, 2001, p. 35).
El enfrentamiento
irreconciliable entre los partidarios del archiduque Carlos y de Felipe de
Anjou, que tras la victoria de su ejército terminaría reinando como Felipe V,
no hace sino poner de manifiesto la imposibilidad de acuerdo entre las diversas
formas de interpretar la situación del país y gestionarla, convertida con el
tiempo en constante del desarrollo del país. El odio que los partidarios de los
dos pretendientes al trono llegaron a sentir por toda idea de España diferente
a la suya motivó la imposibilidad de convivencia una vez terminado el
conflicto, pues, como ha señalado José Luis Abellán, “si hay dos principios –el
Bien y el Mal- luchando a muerte, ambos deben encarnarse en sus respectivos
representantes personales” (Abellán, 2001, p. 32), con lo que resultaba inaceptable
que partidarios de quien era considerado defensor del mal fuesen incluidos en
el proyecto colectivo nacional liderado por su acérrimo enemigo. De ahí que, al
terminar la guerra en 1715, seguidores del archiduque Carlos –procedentes de
Aragón, Cataluña y Levante casi todos- abandonasen el país. De entre todos
ellos destacó la figura de Antonio Folch y Cardona, arzobispo de Valencia que
hubo de instalarse en Valencia y que fue nombrado consejero áulico y presidente
del Consejo de España e Italia, es decir, presidente del gobierno español en el
exilio. Su designación supone, por tanto, el precedente de lo que había de
suceder más tarde: el mantenimiento de las instituciones republicanas en el
destierro tras una guerra civil y la consiguiente expatriación del partido
derrotado.
3.2. La expulsión de los jesuitas
Las tensiones político-religiosas
provocaron la expulsión, en la segunda mitad del siglo XVIII, de la orden de
los jesuitas, acusados de servir a la curia romana en detrimento de las
prerrogativas regias, de fomentar las doctrinas probabilísticas y de ser
causantes, fomentando actos de protesta como el motín de Esquilache, de la
inestabilidad social del país. La orden de expulsión fue dictada por Carlos III
en 1767 y permaneció vigente hasta 1814, aunque algunos pudieron acogerse a
diversas medidas de gracia durante el reinado de Carlos IV para regresar antes.
De poca importancia cuantitativa –afectó
a poco más de 4.000 personas-, el éxodo estuvo revestido de peculiares
características. Evidentemente, sólo afectó a hombres solteros y fue además
similar al producido en la misma época en otros países como Portugal o Francia.
Los afectados recibieron un subsidio estatal –que, aunque precario, suponía una
medida absolutamente excepcional en la historia de los exilios en España- y su
recibimiento en los territorios de acogida –los Estados Pontificios en casi
todos los casos- fue muy cálido. Consecuentemente, la adaptación a sus nuevos
lugares de residencia estuvo marcada por su rapidez y su ausencia de problemas,
como demuestra el hecho de que algunos jesuitas como Manuel Lassala, Juan
Francisco Masdeu o Juan Bautista Colomes escribieron diversas obras literarias
en el exilio en la lengua del país que les había albergado. No aparecen en
ellas, además, tópicos universales de la literatura del exilio como el
desarraigo, la nostalgia o la imposibilidad de afrontar el presente en sus
nuevas residencias sin pensar de forma constante y obsesiva en el pasado
perdido, manifestados en las obras de los exiliados desde el fundacional caso
de Ovidio, primer autor para el que el destierro se convirtió en germen
expresivo y la literatura en catalizadora de la tristeza inherente a su
alejamiento del hogar.
Caracterizado por su elevado nivel
intelectual, del colectivo jesuita expulsado del país destacaron las
personalidades del Padre Isla y de Pedro de Montengón. El autor de Historia del famoso predicador Fray Gerundio
de Campazas no siguió con su labor literaria en su exilio italiano, en el que
no escribió más que una serie de cartas que siguieron mostrando el tono
satírico y ofensivo con
Montengón, por su parte, desarrolló una
fructífera labor compositiva en el exilio. Especialmente recordado por su
tratado educativo Eusebio, el autor
podía ser leído en España –tras ser sometido a los pertinentes controles
censores de
3.3.
Guerra de la Independencia y exilios liberales
A partir de 1808,
diversos sectores de la población española intentaron, en plena Guerra de
“El
enfrentamiento bélico entre ‘dos Españas’ irreconciliables exige que el
maniqueísmo se lleve a sus últimas consecuencias, [convirtiendo] las ‘dos Españas’
dialécticas en dos Españas que combaten despiadadamente con las armas”
(Abellán, 2001, p. 32).
La disidencia política
era castigada en la época con el exilio, con lo que a cada cambio de gobierno
le sucedía el éxodo forzoso de un amplio sector de población. En total, se
calcula que más de 200.000 personas hubieron
de marcharse del país durante este periodo al ser objeto de persecuciones
motivadas por causas ideológicas.
3.3.1.
Refugiados de guerra
El primero de los grandes desplazamientos
forzosos de población producidos entre 1808 y 1833 se produjo como consecuencia
de la resistencia armada contra la ocupación francesa. Aunque tradicionalmente
se había aceptado que el número de españoles que abandonaron el país huyendo de
la contienda y de las miserables condiciones vitales que ésta generó había sido
superior a 100.000, tal y como determinó Gregorio Marañón en su estudio Españoles fuera de España (Marañón,
1947, p.81), las investigaciones de Jean-René Aymes han cifrado en 65.000 el
total de personas afectadas por el exilio. La mayoría de ellos fueron
prisioneros de guerra a los que se obligaba a abandonar España acompañados de sus familias para ser
confinados en Francia[6].
Su traslado al país galo se debía, como ha detectado Consuelo Soldevilla, a
razones estratégicas:
“El interés de
Napoleón de retirar de suelo español tanto a los prisioneros de guerra como a
todos aquellos acusados de no apoyar con suficiente firmeza al nuevo rey de
España, su hermano José I, fue la causa de la deportación de este número
elevado de prisioneros, que conllevó una importante carga económica para el
suelo francés. Sin embargo, la llegada de prisioneros también representa la
entrada de abundante mano de obra barata y como tal se destinará a obras
nacionales” (Soldevilla Oria, 2001, p. 18).
A pesar del conflicto en el que estaban
envueltos ambos países y de que las autoridades los trataron con hostilidad, la
población francesa acogió sin mayores problemas a los refugiados. De hecho, “la
permanencia, por primera vez, de un considerable número de españoles en Francia
propició un conocimiento de ambos pueblos que contribuyó a su acercamiento”
(Llorens, 1977a, p. 19).
No todos los exiliados huyeron al país
galo. Uno de los más notables, José María Blanco-White, viajó hasta Inglaterra,
donde permanecería ya prácticamente toda su vida. Allí desarrolló una ingente
obra literaria y periodística en español y en inglés con la que, entre otras
cosas, se dedicó a difundir en el país británico determinados aspectos de la
cultura, las costumbres y la literatura española. Además de por los orígenes
irlandeses de su familia, su adopción de la lengua inglesa a la hora de
escribir ha de explicarse por lo que Claudio Guillén ha denominado “bilingüismo
latente”:
“El bilingüismo
latente como fruto de la estancia en un país extranjero
es condición propia de la persona culta y viajera, obligada por su vocación
literaria a efectuar un tajo en su ser interior cuando escribe y quizás, en el
fondo, a simplificarse” (Guillén, 1985, p. 328).
El de Blanco-White fue un exilio atípico,
ya que se adaptó sin problemas a la vida cotidiana británica. Tremendamente
crítico con las autoridades de su país de origen, a las que atacó desde las
páginas del periódico El español, nunca
mostró interés por regresar a España, a pesar de que pudo hacerlo en diversas
ocasiones aprovechando los vaivenes políticos o acogiéndose a alguna de las
amnistías promulgadas durante el primer tercio del siglo XIX. De ahí que su
caso parezca corresponderse, más que con un exilio, con un “autoexilio”, que,
según Francisco Ayala, responde a la “particular decisión [de un escritor] que
se expatría, toma distancia, corre mundo, vive aparte y luego (…) se encuentra
con que han mudado las cosas y, enseguida, al reflexionar sobre sí mismo,
descubre que él también ha sufrido entre tanto mutaciones” (Ayala, 1958, pp. 22-23).
Aunque, como ocurre en el caso de Blanco-White, la asfixia socio-política y la
imposibilidad de alcanzar un desarrollo pleno en un ambiente opresor suelen
estar en la base del “autoexilio”, la posibilidad de elección de los que optan
por la marcha voluntaria o pueden regresar en cualquier momento marca la
diferencia con los que se ven obligados a abandonar su país sin que les resulte
posible volver.
3.3.2.
El exilio de los afrancesados
El final de la guerra y la marcha de José
I no sólo propiciaron la vuelta a España de la mayoría de los deportados, sino
que fueron la causa del segundo gran movimiento migratorio del siglo, cuyos
principales afectados fueron los sectores de población que colaboraron
activamente en la gestión del reinado –dentro de los que destacaba un gran
número de militares “juramentados” que, al servicio del nuevo rey, lucharon
contra sus propios compatriotas- o que simplemente mostraron su adhesión al nuevo
proyecto gubernamental. Denominados “afrancesados”[7],
los partidarios del hermano de Napoleón fueron declarados traidores por las
Cortes Constituyentes de Cádiz de 1812 y condenados por un decreto aprobado en
mayo de 1814, que establecía la pena de destierro para quienes hubieran ocupado
cargos públicos y la de alejamiento de veinte leguas de Madrid en régimen de
libertad vigilada e inhabilitación para los simpatizantes. A la represión legal
se sumó la presión de la ciudadanía, incapaz de convivir con aquellos que
habían colaborado con el enemigo invasor contra el que el pueblo se levantó en
armas en 1808. Así, alrededor de 12.000 españoles hubieron de dejar el país. De
nuevo, Francia fue el destino elegido por la mayoría de quienes se exiliaron.
La vehemencia con la que el pueblo
rechazó a los partidarios de José I no sólo se explica por la traición que se
consideraba que habían cometido, sino también y sobre todo por la encarnizada
oposición que se estableció en la sociedad entre Napoleón, responsable de la
invasión y de la presencia en el trono de su hermano, y Fernando VII, verdadero
y legítimo rey para los españoles que se levantaron en armas. Según Abellán,
surgió así la contraposición entre el primero, “expresión del Mal absoluto”, y
el segundo, puro Bien”:
“Napoleón aparece
como encarnación del más desatado impulso satánico, mientras que la exaltación
de Fernando VII lleva a considerarle como un verdadero redentor” (Abellán,
2001, p. 36).
Dentro del grupo de “afrancesados” que
hubo de abandonar el país, el número de intelectuales fue amplio, destacando entre
ellos representantes del mundo de las letras como José Marchena –que ya sufrió
el exilio cuando, en 1792, fue castigado por escribir Oda a la revolución francesa y mostrar su entusiasmo por los
cambios acaecidos en el país galo, condenados por el tradicionalismo español- ,
Juan Antonio Melón o dos de los más importantes e influyentes escritores de la
época, Juan Meléndez Valdés y Leandro Fernández de Moratín. El primero,
responsable de varias odas laudatorias dirigidas a José I, de quien llegó a ser
consejero, murió en 1817 en el destierro francés, donde continuó componiendo.
Al segundo, “la guerra y la emigración [le] cortaron su carrera como
dramaturgo” (Llorens, 1977a, p. 54).
3.3.3.
El exilio liberal de 1814
A pesar de su activa participación en
defensa de la independencia española en la guerra contra Francia y del
patriotismo exhibido durante los procesos conducentes a la redacción de
El exilio liberal se caracterizó por su
elevado nivel de compromiso político y su activa participación en movimientos
conspirativos y revolucionarios destinados a terminar con el régimen
absolutista imperante en España. De ahí que la labor intelectual de sus
miembros estuviese relacionada con la acción de iniciativas periodísticas y
literarias destinadas a criticar la gestión de Fernando VII y mantener vigente
la herencia liberal de
3.3.4.
El exilio absolutista de 1820
La restauración del régimen liberal de
1820, por la que se obligó a Fernando VII a acatar
3.3.5.
El exilio liberal de 1823
Además de provocar la restauración
absolutista, la irrupción del ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis en
España fue el germen de la segunda emigración liberal del siglo, que se
extendió durante los diez años de “Década ominosa” en la que Fernando VII
gobernó de forma autoritaria y profundamente represiva.
El reiterado carácter de víctimas y
potenciales exiliados de los liberales durante los primeros años del siglo XIX
forjó la asociación entre el binomio “emigrado” –nombre usual para referirse a
quienes sufrían el exilio en la época- y “liberal”. Así, en 1835 escribía Mariano José de Larra que “por poco liberal
que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta a ella, o disponiéndose
para otra; el liberal es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su
eterno flujo y reflujo” (Larra, 2000, p. 310). A pesar de que la inestabilidad
política del siglo XIX obligó a todas las ideologías y formas de pensar
existentes en España a sufrir la experiencia del exilio, desde que los
partidarios liberales hubieron de huir de España ante el regreso de Fernando
VII en 1814, el término quedó irremediablemente marcado por su connotación
liberal.
La vinculación del exilio a la causa liberal hizo que los adversarios
de los patriotas de Cádiz y sus herederos políticos presentaran ante la
sociedad a los emigrados como personas “que se habían dado la gran vida en el
extranjero” (Fuentes, 2002, p. 44). Así, el abate Marchena, que entró y salió
de España en varias ocasiones desde que tuviera que abandonar el país por
primera vez tras su ya mencionado apoyo a
Se calcula que más de 20.000 personas se
vieron afectadas por este segundo gran exilio liberal. En un primer momento,
los españoles que hubieron de dejar el país fueron instalados en campos de
refugiados en el sur de Francia, aunque con el paso del tiempo pudieron
instalarse en diversas ciudades galas como Marsella, Burdeos o París –donde vivió
el literato Francisco Martínez de
Afincados en el barrio londinense de
Somers Town, los exiliados españoles no se adaptaron al país británico, a pesar
de que su acogida fue muy cálida debido a
su carácter liberal y a su pasado de enemigos de Napoleón, como ha
expuesto Soldevilla:
“No se
familiarizaron con la lengua ajena ni se integraron en la vida inglesa sino que
españolizaron su entorno. Las tertulias (…), en parques, cafés o casas privadas
ayudaban a reforzar el sentimiento de exilio de una población (…) a la que no
le será fácil encontrar trabajo sin relaciones personales y con la dificultad
del idioma” (Soldevilla Oria, 2001, p. 25).
Autores como el Duque de Rivas, José
Joaquín de Mora o Telésforo de Trueba y Cosío hubieron de instalarse en
Londres, exilio escogido también por José de Espronceda, quien, debido a su
juventud –emigró en 1826, cuando contaba con dieciocho años-, apenas había
iniciado su obra literaria, que sólo contaba con una primera e inconclusa
versión de su poema épico El Pelayo.
El Duque de Rivas entró en contacto en
Inglaterra con la obra de los poetas románticos[9]
y, atraído por ella, compuso en 1834 el poema El moro expósito, que, según Alcalá Galiano, que lo prologó en su
primera edición, supone la primera muestra del Romanticismo español. Además,
escribió varios poemas[10]
en los que daba cuenta de su situación de exiliado siguiendo los tópicos ovidianos
de desarraigo y nostalgia y, sobre todo, lamentándose por no poder seguir en
contacto con la lengua española más que en las reuniones con otros exiliados.
Su obsesión por el idioma de su país natal, manifestada por hechos como su
insistencia en recitar en voz alta pasajes de obras españolas, parece provocada
por la sensación de soledad y abandono consustancial inherente a los exiliados,
causante de que éstos se aferren con fuerza a su propio idioma, uno de los
pocos bienes que aún no han perdido. Aunque la extrañeza del idioma de la
patria de acogida es perceptible por todos los exiliados, son los escritores
los que más sufren la imposibilidad de comunicarse de forma satisfactoria con
quienes les rodean. Vicente Llorens analizó la angustia del problema del
idioma, motivada en muchos desterrados por el temor a deteriorar su lengua de
origen o incluso por considerar la adaptación lingüística un paso más en la
aclimatación en el país de acogida y, por tanto, una barrera al ansiado
regreso:
“Esta muerte
muda, en que el habla se extingue por falta de su natural aliento, ¿a quién
puede afectar más sensiblemente que al poeta, cuya razón de vida parece
inseparable de la lengua? Se comprende que tema como nadie su pérdida y se
esfuerce por mantenerla viva de algún modo bajo la dolorosa sensación de vacío
que experimenta al no oírla más a su alrededor” (Llorens, 1967, p. 36).
Eugenio de Ochoa, instalado en Francia, y
Antonio Alcalá Galiano, miembro de la masiva emigración que convivió en
Inglaterra, dejaron testimonio escrito de su paso por el exilio. Mientras que
el primero trazó un cuadro costumbrista de la cotidianeidad de los españoles en
Francia, el segundo narró en su libro de memorias Recuerdos de un anciano su peripecia vital en el barrio londinense
de Somers Town, “donde vivía una España que no dejado de tener influencia en
“Había en nuestra
situación algo y no poco que la suavizase: la amistad, que se hace más tierna
en la desdicha, algo de lícito orgullo de lo que estimábamos nuestro honrado
proceder, y esperanzas, aunque lejanas y débiles, nunca del todo perdidas, que
nos presentaban un futuro incierto, distante; pero hermoso, como es en sí todo
porvenir halagüeño, a lo cual nunca pueden llegar las realidades” (Alcalá
Galiano, 2004, p. 364).
El deseo de volver al país de origen, uno
de los sustentos vitales del exiliado, que soporta las penurias de su situación
pensando en que algún día regresará a su hogar, es el germen de un fenómeno tan
traumático como el exilio, denominado “desexilio”. El reencuentro produce un choque entre los recuerdos sublimados en el
extranjero y la verdadera imagen del país que inevitablemente lleva al
desencanto y a la frustración. La dureza de esta situación se acrecienta si se
tiene en cuenta que todo exiliado piensa que su estancia en el extranjero es
eventual y que el regreso le devolverá al mismo punto en que abandonó su vida
antes de marchar. El individuo que vuelve siempre intenta encontrar aquello que
dejó en su partida, sin aceptar que el tiempo que él ha pasado en el extranjero
también ha discurrido en su patria natal, que ha cambiado sin que lo haya
hecho, evidentemente, la imagen mental que se tenía de ella. Se evidencia así
que todo destierro implica también un “destiempo”, como expresó Antonio Alcalá
Galiano en un poema en el que ponía de manifiesto el desengaño que había
supuesto su vuelta:
“Si la vista giro / ¡mísero! a cualquier lado, / en la
patria que amé solo me miro / de nuevo desterrado / si, alrededor de mí todo
trocado, / hallo madrastra dura / la que
madre dejé (...) / no es ésta, no, mi España suspirada” (Alcalá Galiano, 1955,
p. 212).
La vuelta de Alcalá Galiano coincidió con la de otros muchos españoles
instalados en el extranjero. Desde 1832, coincidiendo con el inicio de la
enfermedad de Fernando VII y el progresivo debilitamiento de su gobierno,
diversas medidas contribuyeron al gradual regreso de los exiliados a España. El
final del masivo éxodo liberal no significó, sin embargo, la desaparición de
las emigraciones forzosas en el paisaje cotidiano de la sociedad de la época.
El bipartidismo político e ideológico, los conflictos carlistas, y, en general,
la voluntad de los diversos bandos en lid de no reconocer a su adversario como
interlocutor válido y legítimo provocó la proliferación del fenómeno a lo largo
de todo el siglo XIX.
4. Configuración del exilio como arma
política y generador expresivo
Durante el periodo analizado en este
artículo (1700-1833), la importancia del exilio viene dada, más que por su
innegable importancia cuantitativa, por sus aspectos cualitativos. Por primera
vez en la historia de España, intelectuales y artistas se convirtieron en víctimas
habituales, por lo que un recorrido a la historia de los exilios de los siglos
XVIII y XIX puede ser de utilidad no sólo para comprobar el ascenso a la esfera
pública de los escritores –independizados de las fuentes de poder a las que
acostumbraban a servir y convertidos en lo que Paul Benichou ha denominado
“autoridad laica” (Benichou, 1981, p. 22) - sino también para observar cómo afecta
su alejamiento forzoso a sus creaciones, pues en muchas ocasiones su situación
personal se convirtió en tema recurrente e incluso en germen expresivo, convirtiendo
a la literatura en catalizador de sus penurias.
Por tanto, la experiencia del exilio de
los autores dieciochescos españoles presenta una doble vertiente. Por un lado,
como acontecimiento concreto y sincrónico, es necesaria para comprender los
convulsos acontecimientos de un siglo marcado por los enfrentamientos
bipolares. Por otro, ha de conectarse con un acontecimiento universal y
diacrónico como es el exilio, repetido a lo largo de toda la historia del mundo
y generador de una serie de respuestas literarias análogas en todo quien lo
sufre, independientemente de sus características particulares. De ahí que los
tradicionales marcos epistemológicos sincrónicos y nacionales se antojen
insuficientes para llevar a cabo el estudio de una literatura de alcance
multisecular e intercultural cuyas características se repiten de forma
recurrente en la obra de autores tan dispares y tan distantes en el tiempo como
Séneca, Chü Yüan, Dante, Stäel, Mann, Benedetti, Aub o, por ejemplo, el
mencionado en este artículo Alcalá Galiano. Para estos autores –como para el
resto de escritores españoles que hubieron de dejar el país en alguno de los
múltiples desplazamientos de población producidos entre 1700 y 1833- las
repercusiones del exilio presentan una naturaleza dual, pues además de afectar
al desarrollo de su propia existencia modifican los parámetros de su creación. Sus
obras no podrían entenderse en su totalidad, por tanto, sin tener en cuenta la
experiencia histórica personal que condiciona su gestación, dotada de alcance
intercultural, por lo que el estudio comparativo de la rica tradición
conformada por estos escritores a lo largo de la historia ha de ser, por tanto,
uno de los retos que la crítica literaria se proponga afrontar los años
venideros.
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VVAA. Destierros
aragoneses. Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1988.
[1] La siempre difícil cuantificación
de los movimientos de población presenta aún más problemas en el caso del
exilio de
[2] El artículo del DCECH
referido a “exilio” aporta la siguiente información sobre su origen etimológico:
“EXILIO, derivado de salir [lat. salire
“saltar”. 1ª doc. PMC, con el sentido de “pasar de dentro a fuera”]. Exilio
[Berceo, San Millán, 34; 1435, Juan de Mena; no en Covarrubias; desusado en
Aut.; ant. Acade. 1936; ha vuelto a ponerse en uso por influjo del cat. exili
y fr. exil desde 1939], tomado del lat. exsilium “destierro”,
derivado de exsilire “saltar afuera”; exiliado [1939], del cat. exilat
“desterrado” [galicismo corriente en lugar del correcto exiliat]” (Corominas
y Pascual, 1983, p. 140).
[3] El DRAE, en su
vigésima segunda edición, da cuatro acepciones de la palabra “exilio”, ninguna
de las cuales recoge ya el sentido punitivo: “exilio. (Del lat. exigens, -entis) m.
Separación de una persona de la tierra en que vive.
[4] Entre las acepciones de émigré-ée
recogidas en el Diccionario Petit-Robert
se incluye aún la de “personne qui se réfuigia hors de France sous
[5] La edición de 1889 del DRAE
elimina la connotación política de la definición del término, del que dice que
“se aplica más bien al que toma este partido obligado por las circunstancias
económicas”.
[6] Su periplo recuerda al que algo
más de un siglo después sufrirían los refugiados republicanos: marchas hacia la
frontera en pésimas condiciones físicas y morales, reclusión en campos de
concentración, uso como voluntarios en campañas de trabajo y de guerras, etc.
[7] Según Miguel Artola, “afrancesados
son aquellas personas que con motivo de la dominación francesa ocuparon cargos
en la administración o colaboraron con los ocupantes en fines diversos. Los
afrancesados solían defender tres principios doctrinales: régimen monárquico
–no necesariamente adherido a una dinastía-, autoridad fuerte –lo que les
oponía al radicalismo de los sublevados- y necesidad de reformas sociales y
políticas que modernizasen el país” (Artola, 1989, p. 21).
[8] En 1830, tras los sucesos
revolucionarios acaecidos en Francia, muchos españoles se desplazaron al país
galo.
[9] Del mismo modo, José Joaquín de
Mora conoció la obra de los novelistas románticos ingleses y se convirtió en el
primer traductor al español de Walter Scott.
[10] El sintomático título de uno de
ellos era “El desterrado”.
[11] Tradicionalmente, esa ambivalencia
se ha identificado con la postura de dos autores clásicos ante su exilio:
Ovidio y Plutarco. Mientras el primero es el paradigma del escritor
desarraigado, en constante tristeza por la falta de su patria, el segundo se ha
convertido en símbolo de aquéllos para quien el exilio supone un fenómeno de
crecimiento y enriquecimiento personal.
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