REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Nunca pasa nada, de José Ovejero

 

(Alfaguara, Madrid, 2007, pp. 72-74)

 

 

 

A Olivia le cuesta reconocer el lugar en el que está tomada la foto. A su hermana pequeña le falta un diente. La madre lleva un pañuelo en la cabeza para ocultar el cráneo sin pelo. La mayor no mira a la cámara, como si estuviese en la foto de mala gana. La sonrisa de la mediana recuerda a la de un personaje de dibujos animados, aunque Olivia no podría decir cuál. El hermano no está. La segunda foto es prácticamente idéntica, salvo que la mayor mira al frente con el ceño fruncido, y una mujer rubia se ha sentado al lado de la madre y la estrecha por los hombros. Su marido –son turistas- en quien ha tomado las dos fotos, como le explica la madre en la carta; también le explica que todos están bien, que la mayor ha encontrado un trabajo, gracias a Dios, de dependienta en un almacén de abarrotes de Coca, que una enfermedad ha matado a los dos puercos –ni siquiera han podido comérselos-, que en la iglesia rezan todos los sábados por ella, que van a construir un hotel a poca distancia de la aldea, en terreno comunal, y la gente ya se está peleando por cuánto deben pagar los gringos y quién va a trabajar en el hotel, que se ha hundido una de las barcas de motor, pero que no ha habido ahogados –milagro: un bebé ha flotado lo menos diez minutos en el río sin hundirse; a pesar de todo, Dios sigue apiadándose de nosotros-. Olivia deja la carta sobre la mesa a la que está sentada. Vuelve a examinar las fotos. Descubre que la hermana pequeña se ha puesto aretes.

Carla se acerca por detrás, le toma las fotos de las manos, las examina, se abanica distraída con ellas.

-No se te parecen. Ninguna de las cuatro –Olivia se encoge de hombros. Carla bromea-. ¿Y si vamos a las barcas?

-Hace frío.

-Se estropeó el televisor.

-Era muy viejo.

-Habrá que llamar a que lo arreglen.

Carla vuelve a examinar las fotos, va a decir algo pero se calla. Sale del cuarto. En el reloj dan las tres.

No hay nada más aburrido que un domingo por la tarde cuando llueve.

Olivia abre la ventana. Suena distinto. Ver llover en la selva también era triste, pero más bonito, aunque entonces nunca se le ocurrió pensarlo: los caminos embarrados, el humo que salía de las chimeneas para mezclarse con el vapor que se levantaba del suelo y perderse en el cielo gris; el chapoteo sobre las hojas; el verde más oscuro que nunca; los perros refugiados bajo los aleros; niños asomados a las puertas, escarbando con un palo en el suelo, malhumorados, un pájaro que de todas formas se atrevía a volar bajo el aguacero, un vecino que salía empapado de entre los árboles, agua chorreando de la punta del machete. Quizá lo bonito era que una miraba las cosas porque no tenía nada que hacer, las miraba hasta aprendérselas; y sólo se escuchaba el ruido de la lluvia –ni máquinas, ni motores de coche, ni bocinas, ni portazos-, y aunque a Olivia se le encogía un poco el corazón, como cuando veía en las casas la foto colgada en la pared de algún pariente muerto, también era una tristeza sabrosa, como imaginaba que sería estar enamorada de un hombre que se había marchado lejos.

A Olivia lo que le gusta los domingos por la tarde cuando hace bueno es ir al parque del Retiro y alquilar una barca con sus amigas. Con los ojos cerrados, una mano colgando indolentemente sobre la borda, el frescor del agua trepando por los dedos, el sol calentándole la cara, el ruido de los remos al entrar y salir del agua, risas, gritos alegres, el lento mecerse de la barca. Olivia se imagina entonces muy lejos de ese estanque, en otra barca, rodeada de otras voces, en casa, no de regreso, sino como si no se hubiese marchado nunca.