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ROMANCE DE DOS VIDAS EN PUNTOS SUSPENSIVOS
Héctor Sánchez Minguillán
Entré
en coma una tarde de domingo de un mes de marzo de hace mucho tiempo. Sufrí un
infarto cerebral que me dejó algunas lesiones, quizá mantuvo en vilo a los doctores
que llevaron mi caso y, seguramente, propició que rezara por mi suerte hasta mi
hermano pequeño, un ateo redomado que hace documentales. Finalmente, después de
mucha conjetura médica y de (me jugaría el cuello) un despilfarro en velas por
parte de la parte religiosa de mi familia, adquirí el estado indefinido de coma
que es, como ya saben, estar y no estar, como dormir y no dormir; una cosa muy
rara y fantasmagórica que no hay dios ni científico que la entienda. Y esto lo
digo con conocimiento de causa, pues aquel estado me procuró una vida paralela
que nada tuvo que ver con mi vida pongamos (para que se entienda) terrenal. Me
explico:
Lo primero que vi en cuanto perdí todo
contacto con la realidad fue el maldito túnel; sí, efectivamente, el túnel de
toda la vida, el de la archiconocida luz y el que hemos visto siempre alegorizado
en películas y leído en diferentes relatos con más o menos acierto. Pues
existe, se lo pueden creer. Y yo llegué a ese túnel (que era oscuro y parecía
el agujero de un culo enorme) por medio de un pasillo angosto y de bajo techo, ataviado
con mi pijama de hospital y con unas ganas tremendas de fumar. Al fondo del
conducto resplandecía un fulgor desatado, y en los laterales se amontonaba un
arsenal de ropa abandonada en el que había desde chilabas a chaquetas de cuero,
pasando por faldas con lentejuelas, túnicas, chándales que no tenían perdón y
hasta calzones o ropa de baño extrañísima. Yo caminaba hacia la luz, pues era
lo que teóricamente pensaba que era mi cometido, pero al llegar casi al final
del túnel, justo cuando la irradiación del fondo resultaba odiosa por tanto
estallido y tanta intensidad, dos gorilas me detuvieron el paso y me preguntaron
en inglés por mi idioma materno. Español, les dije. Y en un perfecto español me
exhortaron a que esperase en los laterales del túnel o, si no era molestia, al
fondo del todo, como hacía todo el mundo. Yo no supe a qué fondo del todo y a qué
todo el mundo se referían, entonces les pregunté por qué diablos no me dejaban
pasar, y uno de ellos me dijo, con una voz infame y perezosa, que no estaba
clínicamente muerto, que tenía que hacer tiempo hasta que mi muerte decidiera
tomarse en serio lo de dejarme sin vida. Por lo tanto, tenía que dar la vuelta
y buscarme un sitio dentro del túnel para esperar a morir con todas las de la
ley. Les pedí un cigarro y negaron con la cabeza. Uno de los gorilas metió su
zarpa derecha en una caja de cartón (que se estaba rompiendo por un lado) y me
dio una linterna. La necesitarás, me dijo, y yo le di las gracias por no poder
darle otra cosa.
El túnel parecía no tener fin por el
lado contrario al de la luz. Encendí la linterna y me puse a caminar con la
sensación de hacerlo en un infame desierto y bajo un cielo ominoso. Me moría
por un cigarro. Miré hacia atrás y vi la sombra de los gorilas que, desde
lejos, parecían dos borrones estropeando un dibujo ya de por sí horrendo. Una
voz surgió de no se sabía donde y pronunció el nombre y apellidos de alguien. Supuse
que la voz sería de uno de los gorilas. Seguí caminando por el mero hecho de no
tener más opción que la de seguir caminando. No se oía nada. Los laterales
continuaban ofreciendo hileras de ropa esparcida como en un mercadillo. Descubrí
alguna que otra colilla y mi ánimo se vio fortalecido. De repente me llevé un
susto de muerte, si se me consiente tal expresión. La luz de mi linterna
alumbró la silueta de un hombre que venía a buen ritmo en contra dirección. Por
supuesto, le paré. Le pedí un cigarro y me dijo en inglés que no me entendía.
Le pregunté en inglés adónde iba y me explicó que le habían llamado, que su
muerte había llegado y, por lo tanto, se encaminaba hacia la luz. Me dijo que
siguiera mi rumbo si quería juntarme con los demás, y enseguida se despidió
porque confesó que se moría de ganas de morir, comentario chistoso cuya gracia
todavía estoy buscando. Seguí caminando hacia-entre-por las tinieblas
intentando asumir aquella situación, si es que era posible. Un brote de
nostalgia irrumpió tímidamente, y me puse a pensar en cosas del lado
trascendental como mi familia y mis amigos, y otras de un lado más frívolo o
incluso diríase ramplón como la nicotina enfilando mis pulmones o mi polla
restregando unas buenas nalgas.
Pronto
escuché voces cuyo volumen aumentaba conforme yo avanzaba. No tardé mucho en
dar con un grupo de gente que se agolpaba a oscuras en los laterales del túnel
como indigentes en un pasillo del metro. En cuanto me vieron se hizo el silencio
y se desenvainaron otras linternas, pequeñas luces que se cruzaban entre sí en
la oscuridad. Anduve por entre aquella gente algo desconfiado, lento, con
fingida entereza y mirándoles con cierto desafío en mis ojos. Oí frases sueltas
en distintos idiomas. Un poco más adelante, alguien dijo algo en español. Allá
me fui para romper el hielo y sociabilizarme con aquellos muertos pero todavía
vivos (o vivos pero ya muertos, tanto daba) e intentar paliar mis necesidades
más primarias. Durante varios minutos estuve preguntando a la moribunda
afluencia por un condenado cigarro, pero nadie tenía. Llegué a emplear hasta
cuatro lenguas. Descubrí que aquella gente estaba tan enferma como aburrida.
Algunos hablaban en voz baja y otros, estrictamente, se tocaban los testículos con
fruición o se rascaban heridas cuyo aspecto era demencial en los casos más
piadosos. Todos, sin excepción, parecían molestos y patéticamente chiflados.
Alguien me preguntó qué me había pasado. Expliqué lo del infarto cerebral con
más pelos y más señales de lo que era necesario. Como no podía ser de otra
manera, yo les pregunté a algunos presentes qué les había pasado a ellos. Una
mujer se había medio ahogado en su piscina (conservaba el bikini puesto encima
de un vestido); un joven se había lanzado sin fortuna desde un cuarto piso; un
ciclista se había despeñado por un barranco (debajo de un albornoz que dijo
haberse encontrado en el túnel llevaba un aterrador atuendo de ciclista); un
par de infartos tratados a destiempo y alguna que otra curiosidad, como el caso
de una niña que había salido volando de un columpio para caer de cabeza sobre
uno de esos gnomos de yeso que se ponen a la entrada de algunas casas. Todos,
al igual que yo, estaban en ese estado en el cual se está y no se está. Todos
en fase de coma con las vidas como en puntos suspensivos.
Las
primeras horas me parecieron un coñazo. La gente era latosa y cuando alguien
abría la boca era para lamentarse de su estado y recordar en voz alta la vida
que tenían en vida, o sea, al otro lado. Algunos se dedicaban a vender la
religión que profesaban, anteponiendo sus conceptos del más allá por encima de
la insipidez de otros dogmas. Surgían entonces debates en los que, de una
manera extática y autocomplaciente, se discutía sobre qué dios tenía la polla
más larga. Por lo demás, sólo se oían quejas demasiado simples para mi gusto y
súplicas demasiado místicas para mi paciencia. Pensé que la muerte debía ser un
estado mucho mejor que estar entre aquel pelotón de plañideros que recordaban a
sus mamás, a sus sábanas y a la paella de los domingos. Me puse a caminar en
busca de alguien que me proporcionara una compañía sin sollozos, y fue en aquella
búsqueda estrafalaria cuando conocí a la mujer de mi vida, bueno, de mi casi
muerte. En fin, qué más da, ustedes ya me entienden.
Se
llamaba Zulema y estaba sentada en cuclillas, cantando vivamente una canción en
mi idioma que, en su día, interpretó una mujer célebre que ya estaba muerta.
Junto a ella se hallaba una magullada víctima de un brutal accidente en la
ronda litoral de Barcelona. El mero hecho de que alguien cantara en semejante
cloaca ya me resultó algo fascinante, pero más fascinante fue comprobar que la
dueña de aquella voz era una mujer cuya belleza reivindicaba la invención de un
nuevo término, una palabra flamante que definiera con justicia esa
incontestable belleza que sólo Zulema tenía. Le corté en secó su tonadilla y le
dije que se viniera conmigo hacia-entre-por la tenebrosidad de aquel
subterráneo y nos perdiéramos como dos ratoncillos. La estaba enfocando con la
luz y mi demanda parecía más una horrible imposición que una propuesta candorosa.
Por alguna bendita razón sonrió como sólo lo hacen los niños y, en ocasiones,
algunos ancianos vivaces. Se levantó de un salto. Me dijo que estaba dispuesta
a dejarse llevar adonde hiciera falta y que necesitaba diversión. Me guiñó un
ojo y me ofreció un brazo. La cogí y andamos en dirección opuesta a la luz
mortal, sirviéndonos de nuestra linterna y sorteando todo tipo de seres que
hablaban en todo tipo de idiomas. Nuestro objetivo: perdernos.
Nos
perdimos a lo largo y ancho del túnel, donde supuestamente ya no había nadie. Nos
fuimos lejos, muy lejos. Estuvimos hablando por el camino de lo que no
echábamos de menos y de las cosas que se pueden hacer sin prejuicios. En un
momento dado nos desnudamos y nos pusimos a follar como salvajes. No
necesitamos ningún tipo de preámbulo ni el uso de baratas alusiones. Fuimos
directos y calladamente febriles. Durante un breve instante, justo antes de
correrme, me sentí como una rata de alcantarilla en pleno éxtasis, sensación
que tuve, a partir de ese día, cada vez que me revolqué con Zulema.
Decidimos
quedarnos solos por un tiempo allá en las tinieblas de ese túnel eterno que era
nuestra nueva casa. No queríamos la compañía de agonizantes quejicas
estropeando el albor de nuestro idilio. No había días ni noches y, como nuestro
estado correspondía a una versión incorpórea de nosotros mismos, no
necesitábamos comer ni beber, cagar ni mear, dormir ni soñar. Todo el conjunto
de necesidades fisiológicas corrían a cuenta de esa parte que se reducía a
nuestro cuerpo inerme en la cama de un hospital, por lo que en aquel corredor
de espera, lúgubre y espantosamente enojoso, teníamos la sensación de tener un
precioso tiempo libre carente de toda infraestructura. Sin embargo, yo tenía a
Zulema, ella me tenía a mí, y nuestro romance nos proporcionó la coyuntura de
vivir intensamente a pesar de todas las limitaciones. Olvidé incluso el tabaco.
Vivíamos
a oscuras, en pelotas y, básicamente, nos dedicábamos a follar y a hablar de
las cosas genéricas desde una perspectiva lúcida y por lo tanto sarcástica. Es
increíble el desprecio que uno llega a despachar por las cosas que en vida
presuntamente necesitaba. Yo hablaba de mi vida al otro lado como si desvelara
los secretos de alguien a quien repudiaba. Susana, mi familia, mis amigos…,
todos parecían garabatos integrando un grabado desprovisto de sentido. Llegué a
plantearme que, si salía del coma, debía tomar decisiones drásticas y
necesarias. Zulema compartía aquella misma postura y también concebía como
nefasta la visión de su propia vida. Nos autocondescendíamos como si fuéramos
nihilistas por definición y enemigos de cuanto habíamos tenido. Resultaba un
ejercicio extraño y algo masturbatorio. A veces jugábamos a escondernos por el
túnel y encontrarnos de cualquier manera. Otras veces nos disfrazábamos y
forjábamos grotescas escenas que hacían desternillarnos de risa. Todos los
juegos terminaban en un polvo bárbaro, y todos los polvos me hacían sentir,
como ya he dicho antes, como si fuera una rata de alcantarilla viciosa y mefítica,
una rata entregada a sucias fruiciones de subsuelo.
De
vez en cuando oíamos el nombre de alguien rebotando en las paredes del
corredor. Una vida en puntos suspensivos pasaba a ser un punto final y le
tocaba su paseo último hacia el lado de la luz. Zulema y yo deseábamos no ser
llamados nunca por aquella voz de ultratumba, de la misma manera que, a
diferencia de todos los allí presentes en el túnel, suspirábamos con la idea de
que nuestro estado de coma se eternizara testarudamente. Llegamos a acordar que
si alguno de los dos era llamado plantearía una resistencia férrea por no
cruzar la luz, sin saber muy bien qué consecuencias podría acarrear semejante
osadía. Nos sentíamos rebeldes ante la muerte, pero también ante la vida. Aquel
lugar, negro y silencioso pero no exento de nitidez, una nitidez de
disquisición metafísica, sin responsabilidades ni metas ni presiones ni policía
ni banderas, reflejaba para nosotros lo más parecido a un nirvana obtenido al
azar, muy lejos de los tramposos paraísos de cartón-piedra que existían al otro
lado.
A
veces decidíamos volver con la multitud y tener un poco de contacto social.
Aquellos ratos nos daban la impresión, por no decir la seguridad, de ser los
únicos en todo el túnel que mostrábamos una tendencia casi imperiosa por tener una
existencia del todo hedonista. Todos los demás agonizaban de una manera tan
resignada y tan anodina que resultaba patética; todos tumbados a oscuras y
soltando frases aisladas que no tenían sentido; todos esperando la muerte como
si la muerte fuera lo único que pudiera preocuparles. Zulema y yo tratábamos,
en ocasiones, de animar a aquellas almas en pena montando numeritos de baile o
contando cuentos o, qué se yo, ingeniando cualquier cosa que les hiciera pasar
un grato agradable. Lo cierto es que costaba lo suyo. Pasado un tiempo, en el
que tuvimos el mismo número de bajas como de nuevas incorporaciones, las
linternas que teníamos se quedaron sin pilas. Fue entonces cuando Zulema y yo
resolvimos, por voluntad propia, acercarnos hasta la luz maldita (o bendita,
según casos) y pedirles a los dos gorilas que nos dieran más pilas o más linternas
o más de ambas cosas.
Los
gorilas parecían estar también espantosamente aburridos. Yo creo que
agradecieron nuestra visita. Uno de ellos bostezaba de un modo rupestre y su
morrocotuda boca evocaba a las cavernas prehistóricas. Cuando les pedimos más
linternas se rieron de lo lindo, soltando ja ja jas con una sincronía que
parecía ensayada en largos ratos de hastío común. Por un momento, Zulema y yo
nos miramos y creo que también tuvimos pensamientos sincronizados. Finalmente
accedieron y nos dieron seis linternas, aduciendo que tenían de sobra. Ya nos
disponíamos a ir cuando Zulema les preguntó quién era el de la voz que
pronunciaba los nombres. La respuesta fue: unas veces uno y otras veces otro.
Zulema les preguntó cómo sabían cuándo tenían que llamar. La respuesta fue: nos
mandan un comunicado. Zulema les preguntó quién les mandaba dicho comunicado.
La respuesta fue: no te lo quiero decir. Zulema les preguntó qué había al otro
lado de la luz. La respuesta fue: si te lo dijera, como es lógico, perdería toda
la gracia.
Nos
despedimos de los gorilas como si nos despidiéramos de dos vecinos a quienes
habíamos pedido un pelín de aceite o unas velitas. Iniciamos el regreso pero
Zulema tuvo una idea y se paró en seco. De repente, con una voz ronca y digamos
también que penetrante, gritó cuanto pudo el nombre y los apellidos de alguien.
¿Quién es ése?, le pregunté. El del accidente, me dijo. Los dos gorilas
preguntaron qué tipo de tontería era aquélla. Zulema y yo nos sentamos,
divertidos y algo infantiles, a esperar a que viniese, engañado y ansioso, el
pobre hombre del accidente de la ronda litoral. No tardó en venir. Reflejado
por la luz del fondo, apareció la figura del herido encaminándose hacia la
muerte. Zulema y yo apenas podíamos aguantar la risa. Pasó junto a nosotros sin
mirarnos y parecía obcecarle la idea de esfumarse definitivamente. Llegó hasta
los gorilas y éstos le cortaron el paso. Detrás de ellos estallaba la luz,
espléndida y llameante, que le hacía achinar los ojos. Es mi hora, dijo el
incauto. Los gorilas negaron con la cabeza. Me habéis llamado, chilló el iluso.
Los gorilas negaron de nuevo. ¡Qué coño pasa aquí!, exclamó el ultrajado. Sólo
comenzó a comprender cuando nuestras risas retumbaban ya por toda la extensión
del túnel.
Pasamos
una temporada en la que compaginábamos huidas al fondo del túnel y estancias
con el resto del grupo. Las huidas eran básicamente para hacer el amor y
recrearnos en lo que llamamos cariño, y las estancias estaban concebidas para
dar un poco de alegría a la muchedumbre. Juntamos una cantidad considerable de
ropa y elaboramos vestidos estrafalarios para representaciones en vivo. Las
linternas hacían de improvisados focos y los guiones nos los íbamos inventando.
Cada cierta hora hacíamos una función, en donde encarnábamos personajes
insólitos inmersos en situaciones de toda clase menos normales. La propuesta
tuvo una acogida un tanto fría al principio, pero no tardó en notarse que el
ambiente se iba poco a poco levantando. Después de las primeras diez funciones,
cada vez que terminábamos, nuestro moribundo público ya nos aplaudía con un
entusiasmo yo diría que extraordinario, sin ánimo de abarcar la soberbia. Las
representaciones teatrales se sucedieron. Hubo gente que se animó a actuar.
Organizamos grupos de manera que unos inventaran historias y otros las
plasmaran, poniéndose unos harapos que otro grupo había escogido y arreglado
previamente. Hicimos los malditos bailes de salón que yo tanto había odiado y
hasta grotescas carreras de sacos, todo con la única intención de que aquellos
desgraciados se lo pasaran bien. Zulema y yo pusimos en aquel propósito todo el
altruismo que tanto a ella como a mí nos había faltado siempre en vida. Nos
sentíamos como los animadores de los hoteles, como payasos voluntarios en zonas
de guerra, y nuestra recompensa se veía plasmada cuando a aquellos
semicadáveres les daba por sonreír, por poco que fuera. Sólo bastaba con eso.
Yo, por mi parte, sentí que hacía algo útil por una puñetera vez en toda mi
existencia.
Hasta
que la voz pronunció mi nombre.
Estaba
tumbado junto a Zulema en nuestra zona íntima y diciéndole al oído esas
majaderías de hombre enamorado que uno considera graciosas en boca de otros. Entonces
la voz dijo mi nombre y Zulema se incorporó como un rayo. Tienes que huir, me
dijo. Me levanté y cogí una linterna. Le di a Zulema uno de esos besos
iracundos que se ven en las películas antiguas y eché a correr hacia el fondo
del túnel, entre aquella basta negrura por la que hasta entonces nos habíamos
adentrado hacia los abismos del sexo más primitivo y que ahora se me antojaba
un abismo diabólico y desapacible. Poco después de marcharme, me pregunté por
qué narices no le había pedido a Zulema que me acompañara. También me pregunté
por qué narices a ella no se le había ocurrido. Y por último me pregunté, en el
caso de que se le hubiese ocurrido a ella, por qué narices no lo había hecho. No
sé el tiempo que estuve corriendo sin parar, el caso es que poco a poco fui
entrando en una claridad de manera que tuve que apagar la linterna, pues no me
hacía falta. Seguí caminando, oyendo los sonidos aflautados de mi propia
respiración. Al fondo, una luz cegadora se hacía cada vez más intensa. De
pronto advertí la presencia de dos gorilas nuevos custodiando otro fondo del
túnel. ¡Ven aquí!, me dijeron. En seguida comprendí que aquel túnel era una
especie de canuto con dos salidas. No había escapatoria. Aún así, me negué en
rotundo a ceder ante la muerte y eché a correr nuevamente hacia el interior del
canuto. Los gorilas comenzaron a seguirme. Mientras corría, pensaba en Zulema y
en la cantidad de cosas que me encantaría hacer con ella. Aquellos pensamientos
me daban alas y hacían que corriese más y más rápido. De repente apareció ella
de la oscuridad, sin previo aviso y corriendo a oscuras como una loca. No tuve
tiempo de verla. Nuestras cabezas chocaron como dos trenes compartiendo vía y
tendencias suicidas. Caímos al suelo lamentando nuestra mutua torpeza. Los
gorilas llegaron y observé que se estaban descojonando de risa, yo creo que más
por el hecho de presenciar algo festivo, por superficial que fuera, que les
sacara de sus rutinas. Uno de ellos (con una voz tan infame y tan perezosa como
la que tenía uno de los gorilas de la otra salida) me dijo que me habían
llamado por buenas noticias: mi hora no había llegado todavía, sino todo lo
contrario. Debía abandonar de inmediato el túnel porque mi estado de coma
estaba a punto de expirar. Milagrosamente, la otra parte de mí se recuperaba en
un hospital para regresar a su vida normal. Miré a Zulema, que a su vez me
miraba con unos ojos que mezclaban un poco de desdén y un mucho de acatamiento.
Ni ella ni yo podíamos hacer nada.
Los
gorilas me acompañaron hasta una especie de saliente lateral por donde yo debía
irme. Se trataba del mismo pasadizo angosto de bajo techo por donde había
llegado el primer día de mi entrada al túnel. Zulema me acompañó en todo
momento, diciéndome frases alentadoras que ya no recuerdo. Yo llegué a jurarle
que, una vez en vida, me induciría yo mismo un coma para estar con ella. No
digas tonterías, contestó ella, y luego añadió que la vida afuera era
infinitamente mejor que la del túnel, y que lo único que habíamos hecho
consistía en convertir una condena a priori ingrata en una experiencia más o
menos llevadera. Me puso como ejemplo las cárceles. Acto seguido nos abrazamos
con las fuerzas que nos quedaban y nos deseamos suerte, mucha suerte.
Salí
del túnel.
Abrí
los ojos y vi a Susana. Estaba mirándome y sollozando al mismo tiempo. Me dijo
algo muy largo en cuyas frases distinguí las palabras quiero, aquí, médicos,
corazón, casa, siempre y felices. Me dio un beso y después soporté chistes de
resucitados por parte de mis hermanos y amigos que, por alguna extraña razón,
parecían estar pasándoselo en grande. No tardé mucho en cerrar los ojos para
hacerme el dormido y evocar sin miramientos la belleza de Zulema, una belleza
que, nunca mejor dicho, la tenía como enmarcada en otra dimensión. En la
demencial habitación de aquel hospital, la echaba ya de menos dolorosamente.
Había
estado sólo dos meses en puntos suspensivos, un tiempo que se me antojó corto a
tenor de lo vivido en el túnel. Cuando salí del hospital, mi vida regresó a sus
habituales parámetros anteriores al estado de coma, exceptuando el trabajo, al
que todavía no debía acudir porque los de las batas blancas así lo
recomendaron. Volví a mi casa, a mis costumbres y a mis miserias de siempre, con
la añadidura un tanto abusiva de ver a todo el mundo tratándome con una
condescendencia injuriosa, casi humillante. Daba la impresión de que uno
necesitaba enfermar para ser tratado con cierto respeto, pero no sólo me
trataba la gente con ese respeto infundado, sino que a veces me hacía sentir un
gilipollas legítimo. La gente canalizaba una compasión incomprensible hacia mí
por medio de una camaradería de lo más irascible. Entre todos consiguieron que
odiara el mundo todavía más y que mis ganas de vivir fueran a menos. Asimismo,
el recuerdo de Zulema era cada vez más atormentado, y mis deseos de estar con
ella se traducían en un anhelo casi incomprensible de estar nuevamente en coma.
Pasaron
varias semanas y mi vida con Susana irradiaba un patetismo de película.
Evidentemente ya no la amaba, y la mera circunstancia de que Zulema, en tan
solo dos meses, hubiese provocado en mí lo que Susana no había conseguido en
ocho años, damnificaba su imagen sin remedio. Ella no tenía la culpa, pero
empezaba a odiarla sin freno y la convivencia se estaba haciendo insoportable.
Además Susana era la que, con más empeño que nadie, me regalaba esa solicitud
piadosa que tanto me crispaba. Supongo que lo hacía motivada por un ansia
lógica de darme una ayuda que yo supuestamente necesitara, pero lo cierto es
que aquellas atenciones me sacaban de quicio. En la cama no funcionábamos y
nuestros diálogos eran terriblemente empalagosos. Susana no paraba de venderme
un futuro en el que las cosas, cariño mío, nos iban a ir de perlas, y en ese
futuro de perlas yo no veía otra cosa que un martirio por el que no estaba
dispuesto a pasar. Por supuesto volví a fumar e intenté hacer vida normal, pero
mi cabeza seguía evocando a las cloacas, a la maravillosa Zulema, y a los
disolutos placeres de aquella rata de alcantarilla que había sido yo.
Una
tarde le pregunté a un conocido, estudiante de medicina, cómo se me podía
inducir un coma con total garantía, y lo único que me dijo fue que visitara a un
psicólogo por si las cosas no me iban del todo bien. Me puse a leer libros de
medicina para hacérmelo yo solito, sin embargo me frenaba la idea de excederme
con la dosis o no hacerlo de forma correcta y abrazar la muerte sin pasar por
coma alguno. En momentos extremos también barajaba la idea del suicidio para
ver a Zulema de nuevo en el túnel, aunque fuera unos segundos, pero aquella
idea de verla tan efímeramente no me convencía. Me pasaba los días pensando en
cómo me las podía apañar para verla. Estaba enamorado de una persona que en
realidad no existía, de una suerte de diosa etérea que reinaba en un cosmos
cuyo acceso estaba precedido por circunstancias extremadamente azarosas. A
veces pensaba que en aquel túnel seguirían entrando más hombres, y algunos de
esos hombres quizá se perdían con ella hacia-entre-por las tinieblas del canuto
para revolcarse como perros. Lo cierto es que la creencia de sentirme
suplantado por otras ratas de alcantarilla me sumía en un estado de celos que
yo jamás había experimentado.
Un
día cogí un tren y me fui a ver el cuerpo abandonado de Zulema. En el túnel me
había dicho que era de Salamanca, y creía estar segura de hallarse en un
hospital universitario llamado Virgen de
No es
agradable contemplar a la persona amada inmersa en esa inmovilidad sombría que
ensaya la muerte en los hospitales. Uno se siente impotente y perdido y te dan
ganas de llorar y de gritar y de romper muchas cosas. Recuerdo que abracé el
cuerpo exánime de Zulema con la sensación de estar estrechando su cadáver. Comprendí
que es imposible concebir como viva a una persona que está en coma, y de eso me
di cuenta aquel día mientras abrazaba a Zulema. Resultaba paradójico verla sin
vida en la vida misma, y haberla amado en ese abismo donde estaba más muerta
que otra cosa. Recordé su risa y su cuerpo insinuándose entre tinieblas como un
prodigio lustrando la negrura. Entonces noté que me estaba excitando. Mi polla
se erguía como buscando algo mas allá de lo comprensible, y entonces salí
despavorido del cuarto antes de que pudiera plantearme diligencias necrofílicas.
La
visita a Zulema fue tan corta como traumática. Aquel día me busqué un hotel
barato en Salamanca donde pasar la noche y tratar de asumir lo inconcebible. Mi
vida no tenía sentido sin ella y lo más siniestro consistía en no saber cómo
podría volver a verla. Estuve toda la noche barajando las posibilidades reales
que podrían provocar un nuevo encuentro. Lo primero que pensé fue que Zulema podría
salir, al igual que yo, del maldito coma. En ese caso no habría problema alguno
y nuestra relación proseguiría en esa especie de mundo al aire libre con la
misma intensidad que tuvo en aquella especie de mundo subterráneo. Al menos es
lo que yo quería pensar. Puede que Zulema me rechazara en vida, pero no merecía
la pena plantearse dicha conjetura. También existía, claro está, la enorme
posibilidad de que Zulema no volviera nunca y se quedara en coma eternamente.
Me resultaba arrebatador el hecho de esperarla, haciendo de mi vida una locura
diaria pendiente del regreso de una mujer, sin embargo no consideré óptimo el
esperar a alguien cuyo regreso no dependía de ninguno de los dos. Estar en
manos del azar nunca resulta ventajoso. Por lo tanto la única opción que
contemplé era la de volver yo al túnel, sumergirme de nuevo en aquella
tenebrosa antesala donde Zulema seguía esperando volver a la vida o dirigirse a
la muerte.
Aquella
decisión no estaba exenta de contrariedades. Desde un punto de vista egoísta
(aunque no creo que haya otro) me frenaba la idea de que yo me indujera un coma
(vete tú a saber cómo) y que, tras regresar a las cloacas, Zulema me rechazara
porque estaba con otro, o porque simplemente no quería estar más conmigo, o que
me recibiera con las manos abiertas y las piernas abiertas y siguiéramos
nuestra tórrida relación pero se diera la fatalidad de que yo me tuviera que
morir, o que se tuviera que morir ella, y otros supuestos que pensé a cual más
pesimista. Y, en cualquiera de aquellos casos, el acto hermoso de sacrificar mi
vida por estar en el túnel con ella se vería reducido a un acto estúpido si no
se alcanzaba el objetivo. Y puestos a estar sin Zulema prefería estarlo en el
mundo normal con alcohol y navajas, con aviones y máquinas tragaperras, antes
que quedarme sin ella a oscuras en aquel túnel repleto de lloricas. Era una
situación difícil cuya decisión me estaba volviendo loco. Llegué a sopesar la
idea (nada descabellada, por cierto) de que existían diferentes túneles y que,
cada persona, una vez muriese o entrara en coma, era conducida a uno u otro dependiendo
de la capacidad que hubiese en todos ellos. En realidad todo se reducía a la
ignorancia antiquísima de no saber qué coño pasa una vez te mueres. Si Zulema o
yo hubiéramos sabido si acaso detrás de aquella luz cegadora se encontraba otro
espacio donde uno pudiera esperar al otro... Y resulta que este último pensamiento
un tanto ingenuo fue el que me hizo ver la luz, valga como nunca la expresión.
Eran
las ocho de la mañana y acababa de tomar una decisión.
Cogí
un cuchillo del hotel y me fui al hospital. Estaba tan seguro de lo que me
disponía a hacer que, durante el trayecto, no tuve ningún pensamiento que
planteara otra alternativa. Además, la seguridad de ver a Zulema con vida en
cuestión de minutos me fortalecía de una manera yo diría que irracional. No había
dormido en toda la noche ni comido desde hacía muchas horas, pero eso no
impidió que subiera las escaleras del hospital con un frenesí casi quinceañero.
Llegué a la habitación, donde afortunadamente no había ningún familiar haciendo
acto de presencia. Le di a mi princesa un beso ceniciento en sus preciosos
labios inanimados. Saqué el cuchillo y lo apreté con fuerza entre mis manos. Le
dije al oído que la amaba como preludio de su muerte inmediata. La amaba, ya lo
creo que la amaba. Levanté mis manos y le clavé el cuchillo en el pecho hasta
cuatro veces, con un ímpetu asesino del que gocé cosa bárbara. Imaginé a uno de
los gorilas gritando el nombre de Zulema en el interior del túnel. Sin pensarlo
dos veces me clavé el mismo cuchillo en mi propio pecho y con la misma pasión,
teniendo sensaciones relacionadas con el dolor que prefiero no relatar. Mi
muerte fue fulminante. Muy pronto me sentí en el pasadizo angosto de bajo techo
que daba acceso al túnel. Todo estaba saliendo según lo previsto. Ahora tan
solo quedaba llegar hasta la luz antes de que Zulema lo hiciera, esperarla al
final del túnel para rompernos en un abrazo y cogernos de la mano y marchar
juntos adonde tuviéramos que irnos más allá de la luz, más allá de la vida y de
la muerte y más allá de todo; a tenernos el uno al otro como dos periquitos que
se aman en la jaula o, francamente, a tomar por culo si hacía falta.
Salió
tal y como lo había planeado. Llegué corriendo al final del túnel y saludé a
los gorilas como si fueran dos colegas con los que había quedado. Les pregunté
por Zulema y me informaron de que recién acababan de llamarla. Les pedí unos
segundos para esperarla y no hubo problema. Zulema no tardó en llegar. Venía
con un caminar un tanto desanimado, pero en cuanto me vio se puso a correr con
una notoria sensación de alegría dibujada en su rostro. Ante la mirada atónita
de los gorilas, nos dimos un abrazo con tanta efusión que, tratándose de dos
muertos como éramos, ya hubiesen querido disfrutar muchos de los vivos. Sin
decirnos una palabra nos cogimos de la mano y corrimos hacia la luz,
lanzándonos contra ella con un entusiasmo mecánico y gritando como dos
energúmenos.
Primer premio del
certamen de relatos “Antonio Vilanova”
(Universidad de Barcelona, marzo de 2008)
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