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EL NOMBRE DE
Javier Rodríguez
Pequeño
(Universidad Autónoma de Madrid)
In this work one is the laughter,
essentially human element, very of this world, like the most important factor
in the crimes that take place in the benedictine abbey of The name of the rose of Umberto Eco. The laughter is dangerous for
the Church of the time because it causes that the men are not scared, causes
that they lose the fear of God, one of the foundations of the benedictine
order. And it is more dangerous still if who it legitimizes the laughter is
Aristotle, a recognized authority. By means of the laughter, Eco perfectly
shows to the struggle between the assassin and the detective, bad and the good
one, the medieval man and the Renaissance one, between the past and future, the
Metafisica and
the Physics.
Palabras clave: Detective novel, The name of the rose, U. Eco, Laugther. (Novela
policiaca, El nombre de la rosa,
Umberto Eco, la risa)
En el primer
libro hemos tratado de la tragedia y de cómo, suscitando piedad y miedo, ésta
produce la purificación de esos sentimientos. Como habíamos prometido, ahora
trataremos de la comedia (así como de la sátira y del mimo) y de cómo,
suscitando el placer de lo ridículo, ésta logra la purificación de esa pasión.
Sobre cuan digna de consideración sea esta pasión, ya hemos tratado en el libro
sobre el alma, por cuanto el hombre es —de todos los animales— el único capaz
de reír. De modo que definiremos el tipo de acciones que la comedia imita, y
después examinaremos los modos en que la comedia suscita la risa, que son los
hechos y la elocución. Mostraremos cómo el ridículo de los hechos nace de la
asimilación de lo mejor a lo peor, y viceversa, del sorprender a través del
engaño, de lo imposible y de la violación de las leyes de la naturaleza, de lo
inoportuno y lo inconsecuente, de la desvalorización de los personajes, del uso
de las pantomimas grotescas y vulgares, de lo inarmónico, de la selección de
las cosas menos dignas. Mostraremos después cómo el ridículo de la elocución nace
de los equívocos entre palabras similares para cosas distintas y palabras
distintas para cosas similares, de la locuacidad y de la reiteración, de los
juegos de palabras, de los diminutivos, de los errores de pronunciación y de
los barbarismos... (U. Eco, El nombre
de la rosa, Barcelona, Lumen, 1982, 566-567).
Esto es lo que lee Guillermo de
Baskerville la séptima noche que pasa en
Aristóteles dice, supuestamente en esa Comedia, pero con seguridad en Sobre las partes de los animales, que el
hombre es el único animal que ríe. Luego dirá Bergson que además es el único
que hace reír. Parece por tanto que la risa es algo esencialmente humano, y,
sin embargo, aunque hay algunos trabajos sobre este aspecto, sorprende que no
haya merecido más atención por parte de los filósofos, psicólogos, antropólogos
o etólogos. Es curioso también que el gremio que más se ha acercado al estudio
de la risa sea el de los clérigos, obispos, sacerdotes, padres de
Bien, parto de la idea aristotélica según la cual la risa
es algo esencialmente humano. Ya he dicho antes que me interesa aquí más el
efecto de la risa que sus causas, pero es importante no olvidar que la risa es
esencialmente humana, porque más allá de consideraciones positivas o negativas
por parte de los filósofos, psicólogos… me interesa la que se observa en El nombre de la rosa, y que pone de
manifiesto una más de las oposiciones que encarnan los personajes principales:
Guillermo y Jorge, defensores cada uno de una posición distinta en cuanto a la
risa: la aristotélica que defiende el de Baskerville, la de los doctores de
Veamos qué opiniones hay sobre este
aspecto antes de la aparición de nuestros personajes en la abadía del norte de
Italia.
Entre los presocráticos es famosa la contraposición entre
el alegre Demócrito de Abdera, y el triste Heráclito. También se sabe que para
Epicuro el estado natural del hombre es la apacible alegría. Pero la verdadera
oposición se produce entre Platón y Aristóteles.
Platón no es muy favorable a las manifestaciones jocosas,
ni a la risa ni al canto, ni siquiera a
Aristóteles sí trata sobre la risa, y además lo hace de
forma consciente y amplia, en diferentes facetas de la sabiduría: En
Además de las reflexiones sobre la risa desde un punto de
vista fisiológico que hace en Sobre las
partes de los animales, en
La justa medida es importante, porque si te excedes
consigues un efecto no deseado. Un orador no debe aparecer nunca como alguien
ridículo, pues pondría en cuestión su credibilidad (es decir, que si te ríes
demasiado con alguien puedes terminar por no tomártelo en serio). Más tarde,
Quintiliano en las Institutio y
Cicerón en De inventione, XVIII,
aconsejan introducir algún episodio que produzca risa cuando el cansancio
amenace con apoderarse del público.
Para Aristóteles la
risa siempre es buena (incluso dice que es un ejercicio corporal valioso para
la salud, como también dijera Galeno y dirán todos los médicos desde entonces
hasta ahora). Lo que es cuestionable es lo que la produce. Es decir, lo malo no
es reírse, es la vulgaridad que produce la risa. Lo malo no es reírse, lo malo
es hacerlo de un pobre hombre. Y de aquí resultaría una distinción que
artísticamente es interesante, pues distingue entre las causas y los efectos.
La risa produce placer, felicidad, alegría, bienestar, olvido de los males,
liberación del temor… pero puede ser producida (además de por estas mismas
cosas, pues es altamente contagiosa y se retroalimenta, de ahí su peligrosidad
para la autoridad) por la sátira, por el chiste, por la comedia, por una broma… y se podría empezar a
hablar de distintos géneros asociados. Y nosotros nos vamos a detener,
obviamente en
Aristóteles, al comienzo del capítulo VI de
“A propósito del
ridículo y dado que parece tener alguna utilidad en los debates y que conviene
–como decía Gorgias, que en esto hablaba rectamente– "echar a perder la
seriedad de los adversarios por medio de la risa y su risa por medio de la
seriedad", se han estudiado ya en
Y antes, en la misma Retórica,
dice también a propósito de la risa:
“Sobre lo risible hemos tratado, no obstante, por
separado en los libros sobre
Lo cierto en cualquier caso es que a propósito de la
comedia, en el inicio del capítulo V de
“La
comedia es, como hemos dicho, imitación
de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que
lo risible es parte de lo feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad que
no causa dolor ni ruina, así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y
contrahecho sin dolor”
Fragmento
éste de que no tenemos que quedarnos con el hecho de que diga que es feo sino
en el hecho de que lo distingue del lance patético de la tragedia, que “es una
acción destructora o dolorosa” (1452b11). Es decir, que lo risible no causa
daño.
Los filósofos antiguos no defendían con entusiasmo la risa
pero tampoco, salvo en casos concretos, suponía un gran problema. Nos legan la
teoría de los cuatro humores del cuerpo de su medicina, que regulaban el estado
de ánimo: la bilis, la flema, la sangre y la bilis negra, correspondiendo,
según Teofrasto el carácter humorístico al predominio de humor sanguíneo, el
flemático a la flema, el colérico a la bilis y el melancólico a la bilis negra.
Desde el punto de vista médico nunca nadie tuvo dudas de los beneficios de la
risa. El mismo Galeno utilizaba la risa como método terapéutico. Los problemas
llegan con el Cristianismo, y son los que aparecen en El nombre de la rosa.
Ya en el siglo IV, algunas autoridades religiosas se mostraban
contrarias a la risa y al juego y pretendieron desterrar de la cultura el
sentido del humor. San Basilio (330-379),
obispo de Cesarea y fundador del modelo conventual cristiano (basado en la
dicotomía entre el exterior y el interior de los muros monacales con el objeto
de separarse del resto del mundo), prohibió de modo terminante reír a
carcajadas. La risa no entraba en el plan de la redención cristiana. Era algo
propio de los condenados (¿reírse como un condenado?). Dijo Basilio: “El Señor ha condenado a los
que ríen en esta vida.” (PG 31, col. 1104).
Uno de los hombres más influyentes de la
iglesia en esta época fue san Ambrosio (333-397),
quien sostenía que la gente reía indefectiblemente porque lloraría. Creía que
debía prescindirse no sólo de los excesos sino también de todos los juegos. San
Ambrosio escribe «Pienso
que hay que evitar no solo los juegos inmoderados, sino todos... aunque sean
juegos honestos,
porque se oponen a las reglas eclesiásticas».
También San Juan Crisóstomo (349-407) se levantaba contra el juego y el humor en general,
decía que al juego no lo daba Dios, sino el diablo; que el pueblo se sentaba
para comer y beber y se levantaba para jugar, y que no se podía desplegar
ninguna virtud que se ocupara del juego. Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla
(354-407), aventuró una afirmación que sería capital en el pensamiento
medieval: Cristo nunca había reído
(PG 62, col. 69). (Recuerden lo del principio: la risa es esencialmente humana;
Cristo no ríe porque no es humano, es prueba de su divinidad y la risa lo
hubiera convertido en hombre). Combatiendo a los arrianos, les reprochó el
haber introducido en el oficio religioso elementos de los mimos: canto,
gesticulación y risa.
Por
otra parte, San Agustín (356-430) se muestra muy tímidamente a favor de la
risa, porque, decía, apoyar a los histriones equivale a sacrificar al demonio
(cit. en R. Menéndez Pidal: 1924, p. 96). Dice san Agustín:
"Quiero que seas indulgente contigo mismo, porque
conviene que el sabio relaje de vez en vez el rigor de su aplicación a las
cosas que debe hacer. Ahora bien: esta relajación del ánimo respecto de las
cosas que deben hacerse se realiza mediante palabras y acciones de recreo.
Luego conviene que el sabio y el virtuoso recurran a ellas alguna vez. El
Filósofo, por su parte, pone una virtud que se ocupa de los juegos, que él
llama eutrapelia y que nosotros podemos llamar alegría”.
Pero al menos en ninguno de los
7 capítulos de
En el
siglo VI Benito de Nursia (480-547), el santo patriarca del monasticismo
occidental, fundador de la orden de los benedictinos, y el primero en concebir
todo el cristianismo como una religión monacal, excluyó absolutamente la risa
de su famosa Regla (RB 6,8). Benito de Nursia escribió a principios del siglo VI
una regla destinada a los monjes de los monasterios. Cuando le destinaron al
norte de Italia como abad de un grupo de monjes, éstos no aceptaron
La risa (y lo lúdico y la fiesta en general) es mala para
el Cristianismo medieval porque su doctrina se basa entonces en el temor de
Dios. Quien ríe no tiene temor de Dios, no teme siquiera morir, y el Paraíso se
devalúa muchísimo. Fíjense en el capítulo VII, el dedicado a
Así, pues, el primer grado de humildad consiste en que uno
tenga siempre delante de los ojos el temor de Dios, y nunca lo olvide.
Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios ha mandado, y medite sin cesar
en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de sus pecados, a aquellos que desprecian
a Dios, y cómo la vida eterna está
preparada para los que temen a Dios.
O en el dedicado a los sacerdotes que trabajan lejos del monasterio
(50):
Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a
la hora debida, y el abad reconoce que es así, hagan
O en el penúltimo capítulo (72):
Así
como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, hay también un celo bueno que separa de los
vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Practiquen, pues, los monjes este
celo con la más ardiente caridad, esto es, "adelántense para honrarse unos
a otros"; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales
como morales; obedézcanse unos a otros a porfía; nadie busque lo que le parece
útil para sí, sino más bien para otro; practiquen la caridad fraterna
castamente; teman a Dios con amor;
amen a su abad con una caridad sincera y humilde; y nada absolutamente
antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna.
Propiamente, en
cuanto a la risa, fíjense en el capítulo VI de
Hagamos
lo que dice el Profeta: "Yo dije: guardaré mis caminos para no pecar con
mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar
aun cosas buenas". El Profeta nos muestra aquí que si a veces se deben
omitir hasta conversaciones buenas por amor al silencio, con cuanta mayor razón
se deben evitar las palabras malas por la pena del pecado. Por tanto, dada la
importancia del silencio, rara vez se dé permiso a los discípulos perfectos
para hablar aun de cosas buenas, santas y edificantes, porque está escrito:
"Si hablas mucho no evitarás el pecado", y en otra parte: "La muerte
y la vida están en poder de la lengua". Pues hablar y enseñar le
corresponde al maestro, pero callar y escuchar le toca al discípulo. Por eso,
cuando haya que pedir algo al superior, pídase con toda humildad y respetuosa
sumisión. En cuanto a las bromas, las
palabras ociosas y todo lo que haga reír, lo condenamos a una eterna clausura
en todo lugar, y no permitimos que el discípulo abra su boca para tales
expresiones.
Aunque también es verdad que el propio san Benito dice en Eclesiástico
XXI, 23 que “el hombre sabio reirá calladamente”. Lo que no admite es la risa a
carcajadas, pero parece que de una forma moderada, lo acepta. Por esta cita lo
alude Guillermo en
“El 10º grado de
humildad de
“Y el 11º grado
consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con
humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la
voz, pues está escrito “se reconoce al sabio por sus pocas palabras” Cap. VII,
60-61.
Ya en el XIII, el santo Tomás de Aquino (1225-1274), aristotélico y por tanto
a contracorriente en este momento, parte una lanza a favor del disfrute, de las
diversiones y los juegos en tanto que es necesario proporcionar un remedio
contra el cansancio del alma, procurando un relajamiento en la tensión del
espíritu.
"Por otra parte, los bienes
sensibles son connaturales al hombre. Por ello, cuando el alma se eleva sobre
lo sensible mediante obras de la razón, aparece un cansancio en el alma, bien
sea porque el hombre practica obras de la razón práctica o bien de la
especulativa. En ambos casos sufre un cansancio del alma, tanto mayor cuanto
mayor es el esfuerzo con el que se aplica a las obras de la razón. Y del mismo
modo que el cansancio corporal desaparece por medio del descanso corporal,
también la agilidad espiritual se restaura mediante el reposo espiritual. Ahora
bien: el descanso del alma es deleite, como ya dijimos (1-2 q.25 a.2; q.31 a.1
ad 2). Por eso es conveniente proporcionar un remedio contra el cansancio del
alma mediante algún deleite, procurando un relajamiento en la tensión del
espíritu. Así leemos, en las Colaciones de los Padres, que el evangelista San
Juan, cuando algunos se escandalizaron al encontrarlo jugando con sus
discípulos, mandó a uno de ellos, que tenía un arco, que tensara una flecha.
Después de haberlo hecho muchas veces, le preguntó si podía hacerlo
ininterrumpidamente, a lo que el otro respondió que, si lo hiciera así, se
rompería el arco. San Juan hizo notar, entonces, que se rompería también el
alma humana si se mantuviera siempre en la misma tensión.
Estos dichos o hechos, en los que no se
busca sino el deleite del alma, se llaman diversiones o juegos. Por eso es
necesario hacer uso de ellos de cuando en cuando para dar algo de descanso al
alma"
El mismo santo de Aquino
establece tres condiciones que el juego debe cumplir: que no incluya palabras
torpes ni nocivas, que atente contra la gravedad del espíritu, y que se acomode
a la dignidad de la persona y al tiempo. Tres ideas razonables que intentan
evitar la desmedida, pero importantes porque consideran al juego y a la
comicidad aptas para el alma.
Por cierto, entre
las cosas que santo Tomás de Aquino dice que Dios no puede hacer no está que no
pueda reír. Son:
Dios no puede ser
cuerpo, ni cambiarse a sí mismo.
No puede fracasar, cansarse, arrepentirse, olvidar, encolerizarse ni
entristecerse.
No puede hacer que un hombre no tenga alma.
No puede anular el pasado.
No puede cometer pecado.
No puede crear a otro Dios.
No puede dejar de existir.
Eran los fundamentos de
un orden religioso y político particular: una civilización conducida
férreamente por las autoridades de
A este orden se enfrenta
poco a poco el pensamiento de santo Tomás de Aquino, con una gran influencia de
Aristóteles, especialmente en la ontología, con ideas como la contraposición
entre forma y materia, acto y materia, la existencia de los universales…, en la
Ética, con la clasificación aristotélica de la virtud, la división del mundo…
No podemos detenernos en estas cosas, pero lo cierto es que el cambio en
Bien,
este es, más o menos, el ambiente ideológico que se encuentra el joven Adso
cuando llega a
nos hablan de aquella región a la que
se llega cabalgando sobre una oca azul, donde se encuentran gavilanes pescando
en un arroyo, osos que persiguen halcones por el cielo, cangrejos que vuelan
con las palomas, y tres gigantes cogidos en una trampa, mientras un gallo los
ataca a picotazos. (U. Eco, El nombre
de la rosa, cit., p. 100).
Las
risas que entre los monjes producen estas imágenes inverosímiles provocará la
reprimenda de Jorge de Burgos (“Verba
vana aut risui apta non loqui”, haciendo referencia directamente al
capítulo IV de
En
línea con su pensamiento platónico, Jorge rechaza las fábulas paganas porque
“así
como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten
acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe
ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los
siglos hasta el fin de los tiempos” (Ibídem, p. 101)
en lo que claramente es un rechazo a la
ficción, porque representa un mundo opuesto al que Dios ha creado, motivo por
el que no son válidas tampoco para enseñar: “Dios nunca necesitó tantas necedades para indicarnos el recto camino”.
Es importante, sin embargo, el hecho de que cuando Venancio hace referencia a
una discusión erudita que Jorge mantuvo con Adelmo en el scriptorium Jorge dice no recordarla, sin duda (se nos revela
después) porque tiene que ver con santo Tomás de Aquino y especialmente con
Aristóteles y con una forma de representación de la realidad ingeniosa y
enigmática. Jorge discute sobre la risa, pero no quiere hablar de Aristóteles…
El
segundo día, a la hora tercia, hacia las nueve de la mañana se produce la
discusión más intensa sobre la risa y que está fundamentada en las autoridades
que E. R. Curtius cita al final del segundo volumen de su magnífica Literatura europea y Edad Media latina,
concretamente en el apéndice titulado “Bromas y veras en la literatura
medieval”. Comienza, como la anterior, con el cuestionamiento de las fábulas
paganas. El monje ciego español dice que los paganos hacen mal escribiendo
comedias para hacer reír, como prueba el hecho de que Cristo nunca contara
comedias, sino parábolas de donde se puede y se debe aprender a ganar el
paraíso. Guillermo no comprende la insistencia de Jorge en que Cristo nunca
había reído pero Jorge no acepta ni siquiera que la risa sea comparable a los
baños que curan los humores, porque la risa deforma los rasgos del cuerpo y
hace a los hombres parecerse al mono. El franciscano de Baskerville por el
contrario dice que precisamente los monos no ríen, que la risa es un atributo
específicamente humano, un signo de racionalidad. La réplica de Jorge es
contundente, la palabra también es signo de racionalidad y con ella se puede
ofender a Dios, no todo lo humano es esencialmente bueno, y de pronto da un
salto cualitativo y dice que la risa es signo de estulticia. El que ríe ni cree
ni odia aquello de lo que se ríe, por eso reírse del mal no significa que se
combata al mal y reírse del bien no significa que se crea en él, por eso reírse
es de tontos y entonces Jorge cita
Guillermo
no encuentra ninguna autoridad para oponer a la cita de Jorge y sólo puede
acudir a los clásicos, como que Quintiliano habla de estimular la risa, que
Tácito alababa la ironía de Calpurnio Pisón y que Plinio el Joven, decía “de
vez en cuando río, bromeo, juego, soy hombre”. Jorge de ninguna manera acepta
esas autoridades porque son paganas, y cita en su ayuda
Entonces
Guillermo contraataca con Sinesio de
Cirene, cuando dice que la divinidad ha combinado armoniosamente lo cómico
y lo trágico, y también cita en su argumentación a Ausonio, que igualmente aboga por esa mezcla sabia de lo serio y lo
jocoso. Después, llegando al final de la conversación, Jorge opone precisamente
la autoridad del amigo de Ausonio, Paulino
de Nola, y de Clemente de Alejandría, que según la interpretación de Jorge,
advierten del peligro de lo jocoso y lo cómico. Y añade que según Sulpicio Severo,
San Martín de Tours nunca fue presa
ni de la risa ni de la hilaridad. Aunque sí le atribuye Guillermo respuestas de
cierta gracia. Jorge argumenta que eran respuestas rápidas y sabias, no
risibles. Luego Jorge cita al Eclesiástico, expresamente, y a otros
autores ya más cercanos a sus días e insiste, Cristo no reía, porque la risa
fomenta la duda. A lo que replica el franciscano que a veces es justo dudar. Se produce una discusión sobre la risa
que habla de la duda para terminar en una disputa entre la fe y la razón.
Evidentemente, Guillermo es racionalista (la razón, la principal arma del
detective)
Jorge trae a colación a san Efraín Sinesio de Cirene (muerto
en 373), porque efectivamente condena el jolgorio monacal en su Parénesis
contra la risa de los monjes. Sinesio de Cirene, igual que Ausonio, propone con su ejemplo la
mezcla armónica de lo cómico y lo serio.
Paulino
de Nola es citado también por Eco, concretamente el pasaje que sigue:
multa iocis pateant; liceat quoque ludere
fictis.
sed lingua mulcente grauem interlidere dentem,
ludere blanditiis urentibus et male dulces
fermentare
iocos satirae mordacis aceto
saepe
poetarum, numquam decet esse parentum.
(poema
X 260) Concedo que se hagan bromas; que
se pueda incluso juguetear con la fantasía. Pero hundir profundo el diente,
acompañándolo con el dulzor de la lengua, jugar con caricias que queman y
fermentar bromas nada dulces dentro del vinagre mordaz de la sátira, le cuadra
a menudo a los poetas, pero nunca a los padres.
Pero hay que tener cuidado con este pasaje, porque Paulino
de Nola no habla en el pasaje de la relación festiva con la divinidad, con el
culto, sino que se refiere únicamente a la concepción de la literatura, no a la
manera de entender la relación del hombre con Dios, el culto cristiano
concretado en la veneración a los santos y a los mártires especialmente. Si
hubiera que situar a Paulino de Nola en uno de los bandos habría que alinearlo
junto a los defensores de la fiesta más que de la risa.
Clemente de Alejandría es citado por Jorge de Burgos. (Hablando
de libros Borges cita precisamente a Clemente de Alejandría porque recelaba de
la palabra escrita, “Lo más prudente es
no escribir, aprender y enseñar de viva voz”, dice el alejandrino en la
línea del argumento de Platón contra la escritura). Lo que realmente dice
Clemente de Alejandría en el texto que citan Curtius y Umberto Eco por boca de
Jorge es esto:
“No se puede negar
lo que es natural al hombre, como la risa, pero hay que ponerle límite y
sentido de la oportunidad. Se admite la sonrisa pero no la carcajada. Pero
hasta la sonrisa ha de ser controlada. No se puede sonreír constantemente ni
delante de personas mayores, salvo que a ellas les complazca.”
No es del todo prohibitivo, no es tajante para negar la
risa. Admite que la risa es algo natural del hombre. De modo que el argumento
de Jorge no es demasiado sólido en este punto.
Asimismo, Sulpicio Severo dice de san Martín de Tours Nemo unquam
illum vidit iratum, nemo commotum, nemo maerentem, nemo ridentem, que
“nadie lo vio nunca enfadado, ni commovido ni triste ni riéndose”.
Parece un buen testimonio en contra de la risa pero obsérvese sin embargo que
lo mismo que niega la risa también está diciendo que tampoco nadie le vio
triste ni enfadado, o sea, que parece que lo que niega es que el santo fuera
desmesurado en ningún sentido de modo que Sulpicio alaba el autocontrol de san
Martín, un tópico del elogio ampliamente empleado en este tipo de vitae.
Claro que Guillermo de
Baskerville también cita autoridades en su discusión con Jorge: la propia Regla
de San Benito, san Antonio y san Pablo a los Colosenses, además de los ya
vistos san Martín de Tours, Sinesio de Sirene y Ausonio.
Efectivamente, dentro de la literatura referida al
monacato hay algunos textos a favor de la licitud de la risa. Así, San
Benito calló el pasaje, también del Eclesiástico XXI 23: Vir autem
sapiens uix tacite ridebit. El hombre
sabio reirá calladamente. La regla de san Benito, por tanto, admitía
implícitamente una risa moderada, porque lo prohibido es risum multum aut
excussum, risa abundante o carcajadas.
Asimismo, el discurso de san Antonio, según su Vita
escrita por san Atanasio cap. 73, estaba “sazonado de divino ingenio”, pues
seguía la recomendación de san Pablo a los Colosenses, IV 6: “sermo
vester semper in gratia sale sit conditus”: Que vuestra conversación sea
siempre amena, sazonada con sal.
Esta discusión del segundo día por la
mañana en el scriptorium es uno de
los pasajes más citado de El nombre de la
rosa porque probablemente es donde mejor se aprecia la personalidad de cada
uno de los protagonistas y porque es donde más extensamente discuten sobre la
licitud de la risa. Pero es muy interesante también ver cómo Jorge desvía la
conversación desde un principio hacia la risa para evitar hablar de la comedia.
Ante la insinuación de Guillermo:
“Y ahora también comprendo por qué,
durante la conversación que mencionaron ayer, Venancio se interesó tanto por
los problemas de la comedia. En efecto: también este tipo de fábulas puede
asimilarse a las comedias de los antiguos. A diferencia de las tragedias, no
narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la realidad” (U. Eco, El nombre de la rosa, cit., p. 160)
El
ciego responde:
Aquel día el tema
de discusión no eran las comedias, sino sólo la licitud de la risa —dijo
frunciendo el ceño.
Yo recordaba muy
bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había referido a aquella
discusión, Jorge había dicho que no recordaba sobre qué había versado.
—¡Ah! —dijo
Guillermo como al descuido—. Creí que habíais hablado de las mentiras de los
poetas y de los enigmas ingeniosos...
—Se habló de la risa —dijo secamente
Jorge—. (Ibídem., pp. 160-161).
Por
otra parte es importante observar cómo la discusión empieza siendo
efectivamente sobre la risa (si nos remitimos a lo que se remiten ellos, a la
conversación del día anterior, a los marginalia,
a la representación invertida, alegórica del mundo y del hombre), pero en un
momento gira hacia la duda y de ahí inevitablemente al quid de la cuestión: a la disputa entre la razón y la fe, la
disputa entre el dogmático Jorge y el racionalista Guillermo, que se esconde
tras lo que aparentemente es una simple cita anecdótica: la de san Bernardo y
el castrado Abelardo. Más concretamente las citas en este sentido comienzan
cuando Guillermo alude a Hidelberto (del que se conserva un texto con
fragmentos de Cicerón, Horacio (se dice que se lo sabía de memoria), Juvenal,
Persio, Séneca, Terencio y otros) y a Juan de Salisbury (1110-1180), que fue
discípulo de Pierre Abelard, Pedro Abelardo o Abelardo el Castrado. Para Juan
de Salisbury, no son convincentes ni el dogmatismo absoluto ni el escepticismo
radical, proponiendo el equilibrio entre razón y fe, entre certeza y
escepticismo, entre teoría y práctica. Está convencido de que son pocas las
cosas de las que se puede tener certeza absoluta y hay que indagar en ellas por
medio de los sentidos, la razón y la inteligencia. Juan de Salisbury era uno de
esos lógicos de París a los que se refiere Jorge, concretamente la que se llamó
Escuela de Chartres, fundadores de
En esa línea está Pedro
Abelardo, que en la cita de Jorge de Burgos aparece ridiculizado como
simplemente castrado y que es el centro de la discusión ideológica, pues tiene
que ver absolutamente con la duda, con la fe y con la razón, aspectos
fundamentales de la controversia. Pedro Abelardo está considerado como el mejor
lógico de su época. Era muy polémico; le gustaba ridiculizar a sus maestros y
perseguía dialécticamente a sus oponentes hasta destruirlos. La castración
tiene que ver con el encargo que le hace el canónigo de la catedral de París
para que se ocupara de la educación de su sobrina Eloísa. Pero se enamoraron y
mantuvieron en secreto una relación amorosa muy intensa, que se descubrió al
quedar Eloísa embarazada y tener a su hijo Astrolabio. Abelardo secuestra a Eloísa
y se van a casa de una hermana de él. Ante la insistencia del canónigo
(Fulberto se llama) se casan y el clérigo lo proclama a los cuatro vientos para
salvaguardar el honor de ella, pero a Abelardo no le gusta y la envía a un
monasterio. Fulberto se siente engañado y junto con unos criados una noche le
cortan los testículos. Los criados son castigados con la misma castración y les
sacan también los ojos y al canónigo le destierran de París y le confiscan
todos los bienes. Abelardo se esconde como monje en Sanint Denis y Eloísa se
hace monja. Tras un tiempo, Abelardo vuelve a su magisterio.
Abelardo, uno de los primeros escolásticos, se había iniciado en la
dialéctica y mantenía que se debían buscar los fundamentos de la fe con semejanzas
basadas en la razón humana. En Historia
calamitatum decía:
Me dispuse a explicar los
fundamentos de nuestra fe mediante similitudes basadas en la razón humana. Mis
alumnos me pedían razones humanas y filosóficas, y me reclamaban aquello que
pudiesen entender y no aquello sobre lo que no pudiesen discernir. Decían que
no servía de nada pronunciar muchas palabras, si no se hacía con inteligencia;
que no se podía creer nada que previamente no se hubiese entendido; y que es
ridículo que alguien predique nada que ni él ni sus alumnos no puedan abarcar
con el intelecto.
Estas nuevas ideas de Abelardo fueron rechazadas por los que pensaban
de forma tradicional, entre ellos el abad de Cluny. Así en 1139, Guillermo de
Saint-Thierry encontró diecinueve proposiciones supuestamente heréticas de
Abelardo, y Bernardo de Claraval, a quien cita Jorge de Burgos, las remitió a
Roma para que fuesen condenadas. En el sínodo de Sens le exigieron a Abelardo
retractarse y al no hacerlo, el papa confirmó al sínodo y lo condenó. Es
acusado de herejía y obligado a quemar sus obras en público y a abandonar la
enseñanza.
Abelardo tiene un gran enemigo ideológico: Bernardo de Claraval (1090-1153), poderoso monje cisterciense,
predicador en la segunda cruzada, muy polémico también y que acusaba a Abelardo
de no aceptar la fe.
Bernardo en carta a Inocencio II —Contra errores Petri Abaelardi—,
refutó los supuestos errores de Abelardo, pues consideraba que la fe sólo debe
ser aceptada:
Puesto que estaba dispuesto a
emplear la razón para explicarlo todo, incluso aquellas cosas que están por
encima de la razón, su presunción estaba contra la razón y contra la fe.
Porque, ¿hay algo más hostil a la razón que tratar de trascender la razón por
medio de la razón? y ¿qué hay más hostil a la fe que negarse a creer lo que no
puede alcanzarse con la razón? (Contra
quaedam capitula errorum Abaerlardi. Citado
en Mundy, John H., 1980: 474).
Para Bernardo, la verdad que hay tras la creencia en Dios es un hecho
directamente infundido por la divinidad y por lo tanto incuestionable.
Contra la
pretensión de los racionalistas de que la teología debía apoyarse en pruebas,
afirmó en un argumento muy conocido:
La conocemos (
La opinión de Bernardo, acerca del mal empleo que hacía Abelardo de la
razón, se ganó el apoyo de místicos, irracionalistas y filósofos que estuvieron
de acuerdo con él.[]
Son algunas de las discusiones que mantienen Guillermo y
Jorge, ambos con muchas características en común (sagaces, perspicaces y
retóricos) pero esencialmente distintos. Cada uno representa a su facción y se
convierte en el rostro de toda una estructura de pensamiento. Y se enfrentan en
el scriptorium y finalmente en la
biblioteca en un combate incluso físico.
Por un lado Guillermo, franciscano, con un pensamiento más
abierto, sin negar a Dios, pero tomando una postura mucho más sensata en cuanto
a sus preceptos, adoptando constantemente una postura racional de la mano de
Francis Bacon y que defiende la posición de Aristóteles en casi todos los
aspectos, sin duda en la defensa de la risa, de la comedia y de las ficción.
Por otra parte está Jorge, benedictino, herméticamente
cerrado en una exégesis antigua y rígida, basada en la fe ciega y que se apoya
y representa un pensamiento conservador y platónico. Jorge de Burgos mantiene
esta postura en la abadía a partir del silencio que exige
Su punto de divergencia se centra en el
temor de
Como hemos visto, ambos justifican sus
discursos en citas de gran erudición, pero el argumento básico al parecer no es
ni filosófico, ni siquiera teológico sino histórico, ambos contrincantes son
conscientes de que el discurso histórico posee un nivel de legitimidad que
puede volver aceptable cualquier proposición, la única condición es que entre
en los cánones del discurso de la historia. Esta será una cuestión fundamental
al final de la novela, en la última disputa entre el aristotélico Guillermo y
el platónico Jorge.
La discusión ya no se va a centrar en
demostrar si Cristo reía o no. Ya han debatido sobre la humanidad de Cristo y
sobre la licitud de la risa y de las fábulas paganas, de las ficciones. Ahora
la novela nos mostrará que lo que están disputando tiene un trasfondo mucho más
fuerte, vinculado a la recuperación de un poder que
Sobre el final de la novela, y después de muchos
sacrificios, Guillermo y Adso logran llegar hasta el libro por el cual se
desatan todos los crímenes, el segundo libro de
Aristóteles
en
El
efecto que causa la tragedia es la catarsis, que vendría a ser un efecto de
misericordia o temor en los espectadores. Se deben purificar estos males que el
espectador presenció en la tragedia y se hace a través de una experiencia
dolorosa.
En
Jorge de Burgos se siente aterrorizado por la expansión de
este libro, ya que cree que así como la risa trastocó la imagen de Jesús, estos
conceptos trastocarían la imagen de Dios. Pero lo más grave de todo, el motivo
por el que Jorge teme
Pero ahora dime -estaba diciendo
Guillermo-, ¿por qué? ¿Por qué quisiste proteger este libro más que tantos
otros? ¿Por qué, si ocultabas tratados de nigromancia, páginas en las que se
insultaba, quizá, el nombre de Dios, sólo por las páginas de este libro
llegaste al crimen, condenando a tus hermanos y condenándote a ti mismo? Hay
muchos otros libros que hablan de la comedia, y también muchos otros que
contienen el elogio de la risa. ¿Por qué éste te infundía tanto miedo?
-Porque era del
Filósofo. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber
que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. […] Cada
palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha
trastocado la imagen del mundo. Pero aún no había llegado a trastocar la imagen
de Dios. Si este libro llegara… si hubiese llegado a ser objeto de pública
interpretación, habríamos dado ese último paso. (U. Eco, 1982: 572-573)
Aristóteles estaba destruyendo la mentalidad medieval que
había fortalecido a
"La risa libera al aldeano del
miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece
pobre y tonto, y, por tanto, controlable. Pero este libro podría enseñar que
liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. Cuando ríe, mientras el
vino gorgotea en su garganta, el aldeano se siente amo, porque ha invertido las
relaciones de dominación: pero este libro podría enseñar a los doctos los
artificios ingeniosos, y a partir de entonces ilustres, con los que legitimar
esa inversión. Entonces se transformaría en operación del intelecto aquello que
en el gesto impensado del aldeano aún, y afortunadamente, es operación del
vientre. […] La risa distrae,
por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del
miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la
chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo; y la risa
sería el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el
miedo" (Ibídem: 574)
Al
final de la historia, después de que Guillermo encuentre el libro y se enfrente
con Jorge, justo antes de que éste comience a comerse las páginas de
La
pugna entre Jorge y Guillermo no es casual, y va más allá de la disputa entre
el malo y el bueno, entre el asesino y el detective. Se trata además, y sobre
todo, de la disputa entre el antiguo y el moderno, entre el hombre medieval y
el humanista, entre el pasado y el futuro, entre el Gótico y el Renacimiento,
caracterizado culturalmente además de por la sofisticación de la cultura y el
arte por la secularización del saber.
El
Renacimiento representa la organización laica y municipal de la vida. Supone
una visión del mundo natural y científica, empírica como dirá Francis Bacon, el
preferido de Guillermo, liberada de la tiranía de
La
cultura, que hasta ese momento había sido eclesiástica se seculariza, se hace
laica, y pasa a manos de los humanistas que, dentro del ámbito eclesiástico van
rompiendo paulatinamente dogmas tras traducir y comentar, y leer esas
traducciones y esos comentarios de textos antiguos, que llegan en traducciones
y comentarios árabes, griegos y latinos.
Jorge
de Burgos representa al monje monacal, ciego defensor de una visión del mundo
que gira alrededor de Dios que tiene como una de sus principales armas el miedo
que infunde. Su poder está en el castigo, y su arma es la represión. Jorge está
en contra de la divulgación de la sabiduría todo el mundo, mientras que
Guillermo cree que todo el mundo tiene el derecho a conocer y debe conocer.
Guillermo representa al monje humanista, racionalista, empirista, tolerante,
que lucha por desbancar una idea anticuada de Dios, cuyo poder en todo caso
debe residir en el amor y no en el odio, en el premio y no en el castigo, en la
risa y no en el miedo. Para Guillermo el hombre es importante por sí mismo, y
es poseedor de alma pero también de cuerpo, por lo que disciplinas como la
Ética,
Referencias bibliográficas:
ARISTÓTELES
(1992), Poética, Madrid, Gredos, edición de V. García Yebra.
ARISTÓTELES
(), Retórica, Madrid, Gredos.
ECO,
U. (1982), El nombre de la rosa,
Barcelona, Lumen.
MENÉNDEZ PIDAL, R. (1924)
“Poesía juglaresca y juglares”, Madrid.
MUNDY, J. H. (1980), Europa en
UEDING,
G. (1988), “Retórica de lo ridículo”, en Retórica
hoy, Teoría/Crítica, 5, pp.
99-111.
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