El mundo, Juan José Millás
(Círculo de Lectores, Barcelona, 2007)
Las palabras adquirieron algunas
cualidades de los objetos sólidos, de las cosas macizas. Podía tomar una
palabra y darle vueltas dentro de la boca, como a un caramelo, antes de
tragármela o escupirla. Me hacía preguntas locas sobre el lenguaje. ¿Por qué,
por ejemplo, todo el mundo comía lentejas, cuando lo lógico era que los hombres
comieran lentejos? Estoy hablando de un mundo en el
que la frontera entre lo masculino y lo femenino era brutal (quizá sigue
siéndolo). No es que no hubiera educación mixta, es que no había nada mixto. En
un mundo así, resultaba contradictorio que ellas comieran garbanzos, en vez de
garbanzas; que ellos se sentaran en sillas, en vez de en sillos;
que ellas tuvieran cabello, o pelo, en vez de cabella, o pela; que ellos usaran
camisas, en vez de camisos… Estaba todo patas arriba
y así se lo dije a mi madre, con un hilo de voz, cuando salió a darme una yema
de huevo batida con azúcar y vino dulce, que era el reconstituyente de la
época. Mi madre me escuchó con perplejidad y me pidió que no le contara a nadie
aquella reflexión, que ella se ocuparía de arreglarlo todo. Otra promesa falsa,
como la de su inmortalidad. Mi madre no arregló la realidad, lo que tardé mucho
tiempo en perdonarle. En cuanto a mí, caí en la obsesión de corregir, para mis
adentros, todas las frases mal empleadas por los demás. Si uno de mis hermanos
decía, por ejemplo, que se había hecho daño en una pierna, yo susurraba pierno, se ha hecho daño en un pierno.
Si era una de mis hermanas, se había hecho daña en una pierna. Arreglar la
realidad resultaba agotador, pero alguien se tenía que ocupar de ello.
No todo, en el lenguaje, resultaba así
de imperfecto. Me asombraba, por ejemplo, la capacidad de las palabras para
encontrarse con los objetos que nombraban. Así, una mesa no podía ser otra cosa
que una mesa, la misma palabra lo decía, mesa. O caballo. Decías caballo y
estabas viendo las crines del animal, su cola, sus ojos inquietos… ¿Acaso habríamos
podido llamar caballo a la mesa y mesa al caballo? Imposible. ¿Cómo habría sido
la operación por la que las palabras y las cosas, en un tiempo remoto, se
habían encontrado? Había en el mundo tantas palabras, y tantas cosas, que
podría haberse producido con facilidad alguna confusión, algún matrimonio
equivocado. Pero no hallé ninguno. Cada cosa se llamaba como decía. Me parecía
inexplicable en cambio que si al pronunciar la palabra gato aparecía un gato
dentro de mi cabeza, al decir «ga» no apareciera medio
gato. No le dije nada a mi madre para no preocuparla, pues me pareció que
escuchaba mis reflexiones acerca de las palabras con cierta angustia.
(pp. 68-70)