REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Mal de escuela, Daniel Pennac

(Mondadori, Barcelona, 2008)

 

 

 

         Anochecer de invierno. Natalie baja sollozando las escaleras del colegio. Un pesar que quiere hacerse oír. Que utiliza el cemento como caja de resonancia. Es todavía una niña, su cuerpo deja caer su peso de antiguo bebé sobre los resonantes peldaños de la escalera. Son las cinco y media, casi todos los alumnos se han marchado. Soy uno de los últimos profesores que quedan por allí. El tam-tam de los pasos en los peldaños, el estallido de los sollozos: ¡hala, mal de escuela, piensa el profesor, desproporción, desproporción, un malestar probablemente desproporcionado! Y Nathalie aparece al pie de la escalera. Bueno, Nathalie, bueno, bueno, ¿a qué viene tanto pesar? Conozco a la alumna, la tuve el año anterior. Una niña insegura, a la que había que tranquilizar a menudo. ¿Qué ocurre, Nathalie? Resistencia por principio: Nada, señor, nada. Entonces, es mucho ruido para nada, ¡chiquilla! Los sollozos se multiplican, y Nathalie finalmente expone su desgracia entre hipidos:

         - Se… se… señor… no lo… no lo consigo… No consigo… comcom… No consigo comprender.

         - ¿Comprender qué? ¿Qué es lo que no consigues comprender?

         - Laprolapro

         Y de pronto el tapón salta, todo sale de golpe:

         - La… proposición-subordinada-conjuntiva-adversativa-y-concesiva.

         Silencio.

         Nada de reírse.

         Sobre todo no reírse.

         -¿La proposición subordinada conjuntiva adversativa y concesiva? ¿Eso es lo que te pone en semejante estado?

         Alivio. El profe se pone a pensar muy deprisa y muy seriamente en la proposición de que se trata; cómo explicar a esta alumna que no hay motivo para hacer una montaña, que utiliza, sin saberlo, esa jodida proposición (una de mis preferidas, por otra parte, si es que puede preferirse una conjuntiva a otra…), la proposición que hace posibles todos los debates, primera condición para la sutileza, tanto en la sinceridad como en la mala fe. Bien hay que reconocerlo, pero, a fin de cuentas, no hay tolerancia sin concesión, pequeña, todo está ahí, basta con enumerar las conjunciones que introducen esta subordinada: aunque, sin embargo, no obstante, tras semejantes palabras te das cuenta de que nos encaminamos hacia la sutileza, de que vamos a buscarle los tres pies al gato, de que esa proposición te convertirá en una muchacha mesurada y reflexiva, dispuesta a escuchar y a no responder a tontas y a locas, en una mujer de argumentos, una filósofa tal vez, ¡en eso va a convertirte la conjuntiva concesiva y adversativa!

(pp. 54-55)

 

 

         - Nunca lo conseguiré, señor.

         - ¿Cómo dices?

         - ¡Nunca lo conseguiré!

         - ¿Qué quieres conseguir?

         - ¡Nada de nada! ¡No quiero conseguir nada!

         - ¿Y entonces por qué tienes tanto miedo a no conseguirlo?

         - ¡No quería decir eso!

         - ¿Qué querías decir pues?

         - ¡Que nunca lo conseguiré, eso es todo!

         - Escríbelo en la pizarra: nunca lo conseguiré.

         Nunca le conceguiré.

         - Te has equivocado de pronombre. Este es para el complemento indirecto, más tarde te lo explicaré. Corrige. Has de utilizar el lo. Y conseguir va con s.

         Nunca lo conseguiré.

         -Bueno. ¿Y qué te parece que es ese «lo»?

         - No lo sé.

         - ¿Qué quiere decir?

         - No lo sé.

         - Pues bien, es absolutamente necesario que averigüemos lo que quiere decir, porque eso es lo que te da miedo, ese «lo».

         - No tengo miedo.

         - ¿No tienes miedo?

         - No.

         - ¿No tienes miedo de no conseguirlo?

         - No, me la trae floja.

         - ¿Cómo?

         - ¡Que me da igual, vamos, que me importa un higo, paso de eso!

         - ¿Te importa un higo no conseguirlo?

         - Me importa un higo, eso es todo, yo paso.

         - Y eso, ¿puedes escribirlo en la pizarra?

         - ¿Qué, que me importa un higo, que paso?

         - Sí.

         Mimporta un igo. Paso deso.

         - Me y luego importa. Ahí has descubierto un nuevo verbo, mimportar, en la primera persona del presente de indicativo. Y tu higo lleva h. Además, pasas de eso.

         Me importa un higo. Paso de eso.

         - Bueno, ¿y qué es precisamente «eso» de lo que pasas?

         - …

         - ¿Qué es «eso»?

         - No lo sé… ¡Todo eso!

         - ¿Todo eso, qué?

         - ¡Todo eso que me toca las narices!

         (pp. 99-100)

 

 

         Cuántas veces, de niño, les dije a mis profesores lo que mis alumnos a su vez me repetían tan a menudo:

         - De todos modos siempre tendré un cero en dictado.

         - Ah, caramba, Nicolas. ¿Y por qué crees una cosa así?

         - ¡Siempre he tenido un cero!

         -¡Y yo también, señor!

         - ¿También tú, Véronique?

         - ¡Y yo también, yo también!

         - ¡Entonces, es una verdadera epidemia! Que levanten el dedo los que siempre han tenido un cero en ortografía.

         Era una conversación de principio de curso, durante nuestra toma de contacto, con los de trece años, por ejemplo; que conducía sistemáticamente al primero de los dictados:

         - De acuerdo, veámoslo. Tomad una hoja, escribid Dictado.

         - ¡Oh, no, señooooor!

         - Está decidido. Dictado. Escribid: Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía… Nicolas dice…

         Un dictado no preparado, que yo inventaba sobre la marcha, como instantáneo eco de su confesión de nulidad:

 

Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía, por la única razón de que nunca ha obtenido otra nota. Frédéric, Sami y Véronique comparten su opinión. El cero, que les persigue desde su primer dictado, les ha alcanzado y devorado. Por lo que dicen, habitan un cero del que no pueden salir. Ignoran que tienen la llave en su bolsillo.

 

 

         Mientras me inventaba el texto, dando un pequeño papel a cada uno de ellos, solo para cosquillear su curiosidad, yo hacía mis cuentas gramaticales: un participio conjugado con haber, objeto directo colocado detrás; un presente singular precedido de un pronombre como complemento plural y de un pronombre relativo como sujeto; dos participios más con haber, el objeto directo colocado delante; un infinitivo precedido de un pronombre como complemento, etcétera.

         Terminado el dictado, iniciábamos su inmediata corrección:

         - Bueno, Nicolas, léenos la primera frase.

         - Nicolas dice que siempre tendrá un cero en ortografía.

         - ¿Esa es la primera frase? ¿Termina aquí, estás seguro?

         - …

         - Lee atentamente.

         - ¡Ah, no!, por la única razón de que nunca ha obtenido otra nota.

         - Bien. ¿Cuál es el primer verbo conjugado?

         - ¿Dice?

         - Sí. ¿Infinitivo?

         - Decir.

         - ¿De qué conjugación?

         - Hum

         - Tercera, luego te lo explicaré. ¿Qué tiempo?

         - Presente.

         - ¿Y el sujeto?

         - Yo. Bueno, Nicolas.

         - ¿Qué persona?

         - Tercera persona del singular.

         - Tercera persona del singular del presente de decir. Prestad atención a la terminación. Y ahora tú, Véronique, ¿cuál es el segundo verbo de esta frase?

         - ¡Ha!

         - ¿Ha? ¿El verbo haber? ¿Estás segura? Vuelve a leerlo.

         - …

         - …

         - No, perdón, señor, es ha obtenido. ¡Es el verbo obtener!

         - ¿En qué tiempo?

         Una corrección que vuelve a empezar de cero puesto que afirmamos partir de ahí. ¿Con alumnos de trece años? ¡Pues sí! ¡Volver a empezar de cero con alumnos de trece años! Incluso en el curso siguiente, nunca es demasiado tarde para volver a empezar de cero, ¡se piense lo que se piense de los imperativos del programa! A fin de cuentas, no voy a ratificar una perpetua carencia de base, pasarle sistemáticamente la patata caliente al siguiente colega. Vamos, volveremos a empezar de cero: interrogamos cada verbo, cada nombre, cada adjetivo, cada vínculo, paso a paso, una lengua que tienen la misión de reconstruir a cada dictado, palabra a palabra, grupo a grupo.

         - Razón, nombre común, femenino singular.

         - ¿Un determinante?

         - ¡La!

         - ¿Qué clase de determinante es?

         - ¡Un artículo!

         - ¿Qué tipo de artículo?

         - ¡Determinado!

         - ¿Tiene razón un adjetivo calificativo? ¿Delante? ¿Detrás? ¿Lejos? ¿Cerca?

         - Delante, sí: única. Detrás… ninguno. No hay adjetivo detrás. Sólo única.

         - Haced la concordancia si lo habéis olvidado.

         Estos dictados cotidianos ya en las primeras semanas adoptaban la forma de breves relatos en los que llevábamos el diario de clase. No estaban preparados. A partir del punto final, iniciaban aquella corrección inmediata, milimétrica y colectiva. Luego venía la corrección secreta del profesor, la mía, en mi casa, y la entrega de las hojas al día siguiente, con la nota, la famosa nota, que permitiría ver la cara que pondría Nicolas al abandonar por primera vez su cero. La jeta de Nicolas, de Véronique o de Sami el día en que rompían la cáscara del huevo ortográfico. ¡Liberados de la fatalidad! ¡Por fin! ¡Oh, encantadora eclosión!

(pp. 123-125)

 

 

         Lo cierto es que una de las acusaciones que con más frecuencia hacen la familia y los profesores al mal alumno es el inevitable «¡Lo haces adrede!». Bien como imputación directa («¡No me vengas con historias, lo haces adrede!»), bien como exasperación consecutiva a una enésima explicación («¡Parece imposible, lo haces adrede!»), o bien como información destinada a un tercero, que el sospechoso habrá captado, digamos, escuchando tras la puerta de sus padres («¡Te digo que ese mocoso lo hace adrede!»). Cuántas veces oí yo mismo esta acusación y la pronuncié más tarde, con el índice señalando a un alumno o a mi propia hija, cuando aprendía a leer, cuando silabeaba un poco. Hasta el día en que me pregunté qué estaba diciendo.

         Lo haces adrede.

         En todos los casos contemplados, la estrella de la frase es el adverbio adrede. Despreciando la gramática, se asocia directamente al pronombre , implícito. ¡Tú adrede! El verbo hacer es secundario y el pronombre lo, perfectamente incoloro aquí. Lo importante, lo que suena a oídos del acusado es efectivamente ese tú adrede, que hace pensar en el índice extendido.

         Tú eres el culpable,

         y voluntariamente culpable, además.

         El mensaje es ese.

         El «Lo haces adrede» de los adultos forma pareja con el «No lo he hecho adrede» que te sueltan los niños una vez cometida la tontería.

         Dicho con vehemencia aunque sin muchas ilusiones, «No lo he hecho adrede» acarrea casi automáticamente una de las siguientes respuestas:

         - ¡Eso espero!

         - ¡Pues menos mal!

         - ¡Faltaría más!

         Este diálogo reflejo no es cosa de ayer y todos los adultos del mundo encuentran su respuesta ingeniosa, al menos la primera vez.

         En «No lo he hecho adrede», el adverbio adrede pierde algo de su potencia, el verbo hacer no la gana en absoluto, sigue siendo una especie de auxiliar. Y el pronombre lo no deja de ser pura filfa. Lo que el culpable intenta hacer llegar a nuestros oídos, aquí, es el sujeto implícito yo asociado a la negación no.

         Al tú adrede del adulto responde el yo no del niño.

         Nada de verbo, nada de pronombre, ahí sólo está el yo, ese yo acompañado por ese no, que afirma que, en este asunto, no me pertenezco.

         - ¡Claro que sí, lo has hecho adrede!

         - ¡No, no lo he hecho adrede!

         - ¡Tú adrede!

         - ¡Yo no!

         Diálogo de sordos, necesidad de tirar pelotas fuera, de aplazar el desenlace. Nos separamos sin solución y sin ilusiones, convencidos los unos de no ser obedecidos, los otros de no ser comprendidos.

                                                                                                              (pp. 163-164)