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Mal de escuela,
Daniel Pennac
Anochecer de invierno. Natalie baja
sollozando las escaleras del colegio. Un pesar que quiere hacerse oír. Que
utiliza el cemento como caja de resonancia. Es todavía una niña, su cuerpo deja
caer su peso de antiguo bebé sobre los resonantes peldaños de la escalera. Son
las cinco y media, casi todos los alumnos se han marchado. Soy uno de los
últimos profesores que quedan por allí. El tam-tam de los pasos en los peldaños, el estallido de los sollozos:
¡hala, mal de escuela, piensa el profesor, desproporción, desproporción, un
malestar probablemente desproporcionado! Y Nathalie
aparece al pie de la escalera. Bueno, Nathalie,
bueno, bueno, ¿a qué viene tanto pesar? Conozco a la alumna, la tuve el año
anterior. Una niña insegura, a la que había que tranquilizar a menudo. ¿Qué
ocurre, Nathalie? Resistencia por principio: Nada,
señor, nada. Entonces, es mucho ruido para nada, ¡chiquilla! Los sollozos se
multiplican, y Nathalie finalmente expone su desgracia
entre hipidos:
- Se… se… señor… no lo… no lo consigo…
No consigo… com… com… No
consigo comprender.
- ¿Comprender qué? ¿Qué es lo que no
consigues comprender?
- Lapro… lapro…
Y de pronto el tapón salta, todo sale
de golpe:
- La… proposición-subordinada-conjuntiva-adversativa-y-concesiva.
Silencio.
Nada de reírse.
Sobre todo no reírse.
-¿La proposición subordinada conjuntiva
adversativa y concesiva? ¿Eso es lo que te pone en semejante estado?
Alivio. El profe
se pone a pensar muy deprisa y muy seriamente en la proposición de que se
trata; cómo explicar a esta alumna que no hay motivo para hacer una montaña,
que utiliza, sin saberlo, esa jodida proposición (una de mis preferidas, por
otra parte, si es que puede preferirse una conjuntiva a otra…), la proposición
que hace posibles todos los debates, primera condición para la sutileza, tanto
en la sinceridad como en la mala fe. Bien hay que reconocerlo, pero, a fin de
cuentas, no hay tolerancia sin concesión, pequeña, todo está ahí, basta con
enumerar las conjunciones que introducen esta subordinada: aunque, sin embargo, no obstante, tras semejantes palabras te das
cuenta de que nos encaminamos hacia la sutileza, de que vamos a buscarle los
tres pies al gato, de que esa proposición te convertirá en una muchacha
mesurada y reflexiva, dispuesta a escuchar y a no responder a tontas y a locas,
en una mujer de argumentos, una filósofa tal vez, ¡en eso va a convertirte la
conjuntiva concesiva y adversativa!
(pp. 54-55)
- Nunca lo conseguiré, señor.
- ¿Cómo dices?
- ¡Nunca lo conseguiré!
- ¿Qué quieres conseguir?
- ¡Nada de nada! ¡No quiero conseguir
nada!
- ¿Y entonces por qué tienes tanto
miedo a no conseguirlo?
- ¡No quería decir eso!
- ¿Qué querías decir pues?
- ¡Que nunca lo conseguiré, eso es todo!
- Escríbelo en la pizarra: nunca lo
conseguiré.
Nunca
le conceguiré.
- Te has
equivocado de pronombre. Este es para el complemento indirecto, más tarde te lo
explicaré. Corrige. Has de utilizar el lo.
Y conseguir va con s.
Nunca
lo conseguiré.
-Bueno. ¿Y qué te
parece que es ese «lo»?
- No lo sé.
- ¿Qué quiere decir?
- No lo sé.
- Pues bien, es absolutamente necesario
que averigüemos lo que quiere decir, porque eso es lo que te da miedo, ese
«lo».
- No tengo miedo.
- ¿No tienes miedo?
- No.
- ¿No tienes miedo de no conseguirlo?
- No, me la trae floja.
- ¿Cómo?
- ¡Que me da igual, vamos, que me
importa un higo, paso de eso!
- ¿Te importa un higo no conseguirlo?
- Me importa un higo, eso es todo, yo
paso.
- Y eso, ¿puedes escribirlo en la
pizarra?
- ¿Qué, que me importa un higo, que
paso?
- Sí.
Mimporta un igo. Paso deso.
- Me y luego importa. Ahí has descubierto un nuevo
verbo, mimportar,
en la primera persona del presente de indicativo. Y tu higo lleva h. Además, pasas de eso.
Me
importa un higo. Paso de eso.
- Bueno, ¿y qué es precisamente «eso»
de lo que pasas?
- …
- ¿Qué es «eso»?
- No lo sé… ¡Todo eso!
- ¿Todo eso, qué?
- ¡Todo eso que me toca las narices!
(pp. 99-100)
Cuántas veces, de niño, les dije a mis
profesores lo que mis alumnos a su vez me repetían tan a menudo:
- De todos modos siempre tendré un cero
en dictado.
- Ah, caramba, Nicolas.
¿Y por qué crees una cosa así?
- ¡Siempre he tenido un cero!
-¡Y yo también, señor!
- ¿También tú, Véronique?
- ¡Y yo también, yo también!
- ¡Entonces, es una verdadera epidemia!
Que levanten el dedo los que siempre han tenido un cero en ortografía.
Era una conversación de principio de
curso, durante nuestra toma de contacto, con los de trece años, por ejemplo;
que conducía sistemáticamente al primero de los dictados:
- De acuerdo, veámoslo. Tomad una hoja,
escribid Dictado.
- ¡Oh, no, señooooor!
- Está decidido. Dictado. Escribid: Nicolas dice que
siempre tendrá un cero en ortografía… Nicolas dice…
Un dictado no preparado, que yo
inventaba sobre la marcha, como instantáneo eco de su confesión de nulidad:
Nicolas dice que siempre
tendrá un cero en ortografía, por la única razón de que nunca ha obtenido otra
nota. Frédéric, Sami y Véronique comparten su opinión. El cero, que les persigue
desde su primer dictado, les ha alcanzado y devorado. Por lo que dicen, habitan
un cero del que no pueden salir. Ignoran que tienen la llave en su bolsillo.
Mientras me
inventaba el texto, dando un pequeño papel a cada uno de ellos, solo para
cosquillear su curiosidad, yo hacía mis cuentas gramaticales: un participio
conjugado con haber, objeto directo colocado detrás; un presente singular
precedido de un pronombre como complemento plural y de un pronombre relativo
como sujeto; dos participios más con haber, el objeto directo colocado delante;
un infinitivo precedido de un pronombre como complemento, etcétera.
Terminado el
dictado, iniciábamos su inmediata corrección:
- Bueno, Nicolas, léenos la primera frase.
- Nicolas dice que siempre tendrá un cero en
ortografía.
- ¿Esa es la
primera frase? ¿Termina aquí, estás seguro?
- …
- Lee
atentamente.
- ¡Ah, no!, por la única razón de que nunca ha obtenido
otra nota.
- Bien.
¿Cuál es el primer verbo conjugado?
- ¿Dice?
- Sí.
¿Infinitivo?
- Decir.
- ¿De qué
conjugación?
- Hum…
- Tercera,
luego te lo explicaré. ¿Qué tiempo?
- Presente.
- ¿Y el
sujeto?
- Yo. Bueno,
Nicolas.
- ¿Qué
persona?
- Tercera
persona del singular.
- Tercera
persona del singular del presente de decir. Prestad atención a la terminación.
Y ahora tú, Véronique, ¿cuál es el segundo verbo de
esta frase?
- ¡Ha!
- ¿Ha? ¿El verbo haber? ¿Estás segura?
Vuelve a leerlo.
- …
- …
- No,
perdón, señor, es ha obtenido. ¡Es el
verbo obtener!
- ¿En qué
tiempo?
Una corrección
que vuelve a empezar de cero puesto que afirmamos partir de ahí. ¿Con alumnos
de trece años? ¡Pues sí! ¡Volver a empezar de cero con alumnos de trece años!
Incluso en el curso siguiente, nunca es demasiado tarde para volver a empezar
de cero, ¡se piense lo que se piense de los imperativos del programa! A fin de
cuentas, no voy a ratificar una perpetua carencia de base, pasarle
sistemáticamente la patata caliente al siguiente colega. Vamos, volveremos a
empezar de cero: interrogamos cada verbo, cada nombre, cada adjetivo, cada
vínculo, paso a paso, una lengua que tienen la misión de reconstruir a cada
dictado, palabra a palabra, grupo a grupo.
- Razón, nombre común,
femenino singular.
- ¿Un determinante?
- ¡La!
- ¿Qué clase
de determinante es?
- ¡Un
artículo!
- ¿Qué tipo
de artículo?
-
¡Determinado!
- ¿Tiene razón un adjetivo calificativo?
¿Delante? ¿Detrás? ¿Lejos? ¿Cerca?
- Delante,
sí: única. Detrás… ninguno. No hay
adjetivo detrás. Sólo única.
- Haced la
concordancia si lo habéis olvidado.
Estos
dictados cotidianos ya en las primeras semanas adoptaban la forma de breves
relatos en los que llevábamos el diario de clase. No estaban preparados. A
partir del punto final, iniciaban aquella corrección inmediata, milimétrica y
colectiva. Luego venía la corrección secreta del profesor, la mía, en mi casa,
y la entrega de las hojas al día siguiente, con la nota, la famosa nota, que
permitiría ver la cara que pondría Nicolas al
abandonar por primera vez su cero. La jeta de Nicolas, de Véronique o de Sami el día en que rompían la cáscara del huevo
ortográfico. ¡Liberados de la fatalidad! ¡Por fin! ¡Oh,
encantadora eclosión!
(pp. 123-125)
Lo cierto es
que una de las acusaciones que con más frecuencia hacen la familia y los
profesores al mal alumno es el inevitable «¡Lo haces
adrede!». Bien como imputación directa («¡No me vengas
con historias, lo haces adrede!»), bien como exasperación consecutiva a una
enésima explicación («¡Parece imposible, lo haces adrede!»), o bien como
información destinada a un tercero, que el sospechoso habrá captado, digamos,
escuchando tras la puerta de sus padres («¡Te digo que ese mocoso lo hace
adrede!»). Cuántas veces oí yo mismo esta acusación y la pronuncié más tarde,
con el índice señalando a un alumno o a mi propia hija, cuando aprendía a leer,
cuando silabeaba un poco. Hasta el día en que me pregunté qué estaba diciendo.
Lo haces adrede.
En todos los
casos contemplados, la estrella de la frase es el adverbio adrede. Despreciando la gramática, se asocia directamente al
pronombre tú, implícito. ¡Tú adrede!
El verbo hacer es secundario y el
pronombre lo, perfectamente incoloro
aquí. Lo importante, lo que suena a oídos del acusado es efectivamente ese tú adrede, que hace pensar en el índice
extendido.
Tú eres el
culpable,
y voluntariamente
culpable, además.
El mensaje
es ese.
El «Lo haces
adrede» de los adultos forma pareja con el «No lo he hecho adrede» que te
sueltan los niños una vez cometida la tontería.
Dicho con
vehemencia aunque sin muchas ilusiones, «No lo he hecho adrede» acarrea casi
automáticamente una de las siguientes respuestas:
- ¡Eso
espero!
- ¡Pues
menos mal!
- ¡Faltaría
más!
Este diálogo
reflejo no es cosa de ayer y todos los adultos del mundo encuentran su
respuesta ingeniosa, al menos la primera vez.
En «No lo he
hecho adrede», el adverbio adrede
pierde algo de su potencia, el verbo hacer
no la gana en absoluto, sigue siendo una especie de auxiliar. Y el pronombre lo no deja de ser pura filfa. Lo que el
culpable intenta hacer llegar a nuestros oídos, aquí, es el sujeto implícito yo asociado a la negación no.
Al tú adrede del adulto responde el yo no del niño.
Nada de
verbo, nada de pronombre, ahí sólo está el yo, ese yo acompañado por ese no,
que afirma que, en este asunto, no me pertenezco.
- ¡Claro que
sí, lo has hecho adrede!
- ¡No, no lo
he hecho adrede!
- ¡Tú
adrede!
- ¡Yo no!
Diálogo de
sordos, necesidad de tirar pelotas fuera, de aplazar el desenlace. Nos
separamos sin solución y sin ilusiones, convencidos los unos de no ser obedecidos,
los otros de no ser comprendidos.
(pp.
163-164)
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