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AGUAS DE CENIZA
Gonzalo Gómez
Montoro[1]
(Universidad de Murcia)
Era
la tercera vez esa noche que Jonás oía ruido de pasos en la sombra mientras
caminaba, triste y solo, por las calles desiertas de la ciudad. Al torcer una
esquina, momentos atrás, había sentido alternar el eco de sus trancos con el de
otras pisadas desconocidas que parecían acecharle. El sonido inquietó a Jonás
que, desde ese momento, escuchó en silencio cómo aquellos pasos monótonos se
repetían cada vez más cercanos. Después de años volviendo a casa por el mismo
camino eran muchos los ruidos, bocinazos y saludos que había oído, pero esas
pisadas trajeron algo distinto y definitivo a la mente del viejo oficinista: un
rumor de presagios.
Venía de pasar la tarde en el ateneo, donde
solía acercarse a compartir soledad con la de otros colegas jubilados, y le
anocheció cuando apuraba el último cigarrillo para demorar su regreso a la
buhardilla carcomida y con goteras regida por el retrato ceñudo de su difunta
esposa. Asustado, Jonás apretó el paso y decidió cambiar el camino de regreso
más corto por un intrincado zigzagueo de callejuelas en un intento de burlar
aquel sonido premonitorio. Las aceras estaban humedecidas por la sábana del
relente y apenas iluminadas por la luz mortecina de las farolas. Jonás cruzó el
umbral de un arco adosado al lateral de una iglesia y se introdujo en el
laberinto moro de la capital. Allí, el ritmo cadencioso de los pasos rebotando
en las paredes sin lustrar parecía venir de todas partes, y Jonás temió hallar
el origen de aquel ruido siniestro a la vuelta de cualquier esquina o aguardándole
oculto en la penumbra de algún portal. Buscó desesperadamente el gesto de
auxilio de algún transeúnte y, tras errar durante varios minutos por la zona, abordó
al empleado que cerraba la persiana metálica de un establecimiento:
—¿Puede
ayudarme, joven? Me persiguen los pasos de una sombra.
—No
se preocupe —contestó—. Son cosas de la edad. Pregunte en la farmacia.
El
dependiente socarrón tecleó la clave de la alarma electrónica y se fue canturreando
por lo bajo una canción de moda. Jonás decidió seguir el consejo del muchacho y
pedir socorro en la farmacia, pero al llegar, como suele ocurrir en estos casos,
tan sólo encontró la reja oxidada y un micrófono aséptico para despachar calmantes
y aspirinas urgentes.
El
reflejo de su silueta en las lunas esplendentes de las boutiques quedaba ya muy
lejano, pues en su huida, Jonás se había ido alejando del glamour de la zona
céntrica de la ciudad, y hacía tiempo que deambulaba por calles sórdidas llenas
de gatos rebuscando en la basura. Siguió caminando sin descanso hasta llegar a un
callejón inmundo, baldeado por la luz de quirófano de una tienda de galas
nupciales. Exhausto, apoyó las manos sobre el escaparate para recuperar el
aliento y miró a través del cristal. El color pálido de los maniquíes le trajo el
recuerdo de la tez surcada por venas azules de su esposa, y le pareció que las
facciones del muñeco adquirían la mirada reprobatoria y severa que mantuvo su
mujer hasta el momento de partir hacia el otro mundo. En ese instante se
produjo el ruido de un charco desbaratado. Jonás lo intuyó tan cercano que ni
osó girar la cabeza. Sintió una mano sobre la chuleta y la voz desganada de un
macarra:
—¿Lleva
un cigarro, abuelo?
Ni
siquiera necesitó sacar la navaja. La mirada ausente y un leve balbuceo gutural
le bastaron para comprender que estaba ante un demente senil huido de casa. Tras
despojarle hasta los anillos, el quinqui de melena escarpada huyó por el mismo
enredo de callejuelas por donde había venido siguiendo a Jonás desde que lo
avistó al salir del ateneo. Momentos después, dos empleados del ayuntamiento le
hacían volver en sí tras zarandearlo enérgicamente. Intentaron que el viejo les
diera su dirección para llevarlo a casa, pero Jonás se sacudió brazos y manos
de encima, y echó a andar repitiendo ensimismado: «Qué susto, Señor, qué susto…»
No se enteró de que le habían robado hasta el momento en que se echó la mano a
la pechera de la chaqueta y la notó más ligera que de costumbre. Lo que más le
dolió fue perder el reloj de bolsillo con leontina que le regalaron los amigos
el día de su jubilación, pero seguía dando gracias al cielo por haber salido
vivo del asalto callejero. Después de todo, pensó, la vida no le trataba tan
mal. Jonás se sintió aliviado, y llegó a pensar que quizá las pisadas
amenazadoras se debieran a una alucinación por la edad, pero finalmente
consideró que habían sido imaginadas en el aturdimiento del desmayo.
Aún tenía
un buen trecho por delante hasta llegar a casa. Debía atravesar la urbe en diagonal
y cruzar el río, y ya entonces estaría en su barrio. Continuó arrastrando los
pies por la principal avenida de la ciudad, y la recorrió de principio a fin
indiferente a los reclamos fluorescentes de las discotecas y salas x. A esa
hora sólo quedaban divorciados en celo, prostitutas y mendigos en los cajeros.
Decidió atajar y seguir costanera abajo, pero cuando caminaba tranquilamente
por una callejuela de adoquines en penumbra el eco de los pasos volvió a
precipitarse hasta sus oídos con una contundencia feroz. Jonás, aterrorizado,
apresuró la marcha. Pensó en despertar a gritos a los vecinos para que llamaran
a la policía, pero en el momento crucial apenas tuvo fuerzas para soltar un
gallo desafinado. Esta vez, las pisadas sobre el empedrado llegaban tan nítidas
y cercanas que parecía ser él mismo quien las producía, y cuando Jonás sentía
ya el aliento fatal sobre la nuca, de repente, se produjo la epifanía.
El paraíso abierto, con ninfas incluido, se le
apareció bajo la forma de un bar de alterne. El jayán de cabeza afeitada que
controlaba el acceso esbozó un gruñido a modo de saludo y abrió la puerta. Jonás
pasó directamente al interior sin colgar la chaqueta y sin repasar el género
que se exhibía desparramado sobre los sillones de cuero negro raído. A
continuación se acodó en el peluche de la barra y pidió su primer güisqui doble
de la noche.
Unas
horas más tarde, el regente del establecimiento informaba a la clientela de que
se aproximaba la hora del cierre. Por tanto, los clientes restantes debían
abonar sus consumiciones en el acto. Intentando evadirse de aquellas pisadas
lúgubres, Jonás había pasado el tiempo pidiendo una bebida tras otra, y cuando
hubo de sacar el billetero se vio totalmente curda y sin un duro. Antes de
huir, el desarrapado le había restituido cívicamente la cartera después de
rebañarle los últimos cuartos al ver que se aproximaban los empleados del
ayuntamiento, y Jonás no había caído en comprobar si aún llevaba dinero. El
propietario, un caribeño con patillas de hacha, camisa de flores y chaleco de
cuero, interpretó la expresión desvalida de Jonás mientras éste se rascaba los
bolsillos:
—Nos
quedamos limpios, ¿eh, amigo?
De
nuevo se encontró solo en la calle. El jayán lo había sacado del local agarrándole
por las solapas, y aunque se libró de las dos guantadas reglamentarias por la
edad, quedó bien advertido de no volver a pisar el garito. Estaba a escasa
distancia del viejo edificio sin ascensor donde había vivido con su esposa desde
el día siguiente a su boda, y ahora era consciente de que los pasos no habían
sido imaginados y podían regresar en cualquier momento. Debía llegar cuanto
antes a casa, pero se encontraba tan mareado que empezó a caminar tanteando
lentamente las paredes para no caer de bruces al suelo.
De
todas formas, no tuvo que esperar demasiado. El sonido de las pisadas de sombra
pronto volvió a precipitarse sobre sus oídos. Llegó definitivo y atroz, y en la
lucidez de la borrachera Jonás comprendió que no había escapatoria: era el heraldo
fúnebre del destino que venía a dirimir aquel asunto entre los dos. Se sintió
más desvalido y al mismo tiempo más seguro de sí que nunca, y por primera vez
en su vida decidió no resignarse a la voluntad de los demás. Jonás logró
sobreponerse a la melopea cuando ya las pisadas resonaban a su lado con un
fragor de vértigo, y con las últimas fuerzas que le quedaban alcanzó el zaguán
del edificio. Mientras subía las escaleras con oleadas de sangre latiéndole en
la sien, se cruzó con el vecino que cada mañana bajaba con la carterilla de
representante de chacinas, pero ni siquiera pidió auxilio esta vez. Llegó hasta
su casa, abrió la puerta y entró. Allí le esperaba. Jonás intentó salir y escapar
a la calle, pero eso ya no estaba en el guión. Sintió una ráfaga oscura y un
golpe seco en su cuerpo. A continuación se desplomó y quedó tendido bocabajo.
Horas después, los vecinos avisaron a la policía alertados por un reguero grisáceo
que bajaba desde la buhardilla por la moqueta de las escaleras. Cuando la policía
derribó la puerta, el cadáver de Jonás presentaba una extraña y desafiante
sonrisa de satisfacción en medio de un enorme charco de aguas de ceniza.
[1]
Gonzalo Gómez Montoro nació en septiembre de 1982 en Murcia, ciudad en la que
reside. Es licenciado en Filología Inglesa y Filología Hispánica por la
universidad de Murcia. Estudió durante un año en la universidad de Lille III,
Francia, y ejerció la enseñanza del español a lo largo de un curso académico en
Clermont-Ferrand, también en Francia. Ha sido premiado en el certamen Mola
Joven 2005, donde recibió el primer premio en la modalidad de narrativa.
También ha sido distinguido con dos accésits en el certamen Murcia Joven en las
ediciones de 2005 y 2006. Fue finalista y seleccionado para su publicación en el
IV Certamen Universitario Nacional de Relato Corto Booket
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