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VIVIR EN UN PUEBLO: EL “DESOCUPO”
José S. Carrasco Molina
(IES
“Diego Tortosa” de Cieza)
Decía
Azorín en uno de los sabrosos capítulos de su libro
“Las confesiones de un pequeño filósofo” que “en los pueblos sobran las horas”, que “hay en ellos ratos interminables en que no se sabe qué hacer”.
Esto,
escrito a principios del siglo pasado, aún conserva parte de su vigencia pues,
aunque justo es reconocer que esa vorágine de prisas y de lucha contra el
reloj, tan propia de la vida en la ciudad,
también ha salpicado la vida de nuestros pueblos, no es menos cierto que,
especialmente en las poblaciones más pequeñas, aún se puede saborear el tiempo
sin devorarlo, aún es posible sacarle el jugo a cada momento sin necesidad de
consumirlo de manera atropellada. Y es relativamente fácil encontrar momentos
para la conversación entrañable, para la tertulia amistosa, para el “mandao” misterioso o simplemente para la contemplación
pasiva y sosegada del paso y el devenir de la gente. Y eso es saborear el
tiempo, masticar lentamente los minutos como dice un verso del desaparecido
Ángel González.
Es
por ello por lo que en estos pueblos pequeños hay lugar para el “desocupo”, o,
dicho en términos cultos, para la desocupación, para el “dolce
far niente” que dirían los
italianos. Porque hay lugar para la contemplación, para la tertulia, para la
conversación, para el saludo, para el encuentro…
Pero,
observando las situaciones o el contexto en el que se usa esta expresión, haciendo
de sociólogos aficionados, nos damos cuenta de que generalmente tiene un
carácter peyorativo para aquel que la usa refiriéndose a otro, pues en muchas
ocasiones nace de un sentimiento de cierta rabia o disgusto (a veces salpicada
de una pequeña dosis de envidia) por parte de alguien que está trabajando duramente
y ve a otro sin hacer nada o, en muchas ocasiones, haciendo algo que es inútil
o que no tiene ninguna finalidad práctica, a los ojos del “ocupao”.
Podríamos
imaginar muchas situaciones en donde esta expresión viene a colación y es
usada, generalmente así: “¡si el desocupo…!”, o “¡vaya un desocupo…!” o “¡te
parece el desocupo!...”.
Cuando
ahora vemos los paseos de nuestros pueblos o las riberas de nuestros ríos
salpicados de gentes que hacen footing o ejercicios
físicos para mantener su figura a punto, es explicable que, si muy temprano una
mujer va deprisa, en plena faena de fruta, al almacén a comenzar su dura
jornada, después de haber dejado la comida hecha, y se encuentra a uno de estos “deportistas”,
su expresión más normal sería: “¡Vaya un desocupo!”, contraponiendo su ajetreo
forzoso al ejercicio madrugador pero innecesario del “desocupao”
cuya única preocupación es que los músculos se mantengan firmes o que la
báscula no le dé algún disgusto.
Pero,
a veces, esta expresión nace incluso como juicio peyorativo ante alguna
actividad de orden cultural o intelectual del tipo que sea. Y esto es
experiencia propia. Tras la publicación en esta misma revista digital del
artículo sobre “el mandao” firmado por el que
suscribe, y tras la repercusión inesperada que dicho texto tuvo, en un
periódico digital, a un lector anónimo el artículo le inspiró el siguiente y
expresivo comentario:
-“¡Vaya
un desocupo! Mejor se fuera a cabar”.
Sí,
así puso el verbo cavar, con b. Este comentario refleja bien a las claras el
alcance y la intención de esta expresión tan sugerente y ambivalente que no
siempre es empleada de manera inocente, sino que en ocasiones esconde una
cierta dosis de antipatía hacia el que va dirigida o, como hemos dicho antes,
de cierta envidia de ver o su disfrute del ocio o su nivel de cultura o
formación que no se corresponden con el del emisor de la citada expresión.
No
obstante, en muchas ocasiones, esta expresión se emplea sin ninguna intención
crítica, sino de una manera limpia y sin doblez. Y así la empleó la mujer de la
siguiente anécdota. Hay que imaginarse la escena. Una mañana de diciembre, a
eso de las siete, cuando aún no había llegado el día. Era una de esas mañanas
de misas de gozo que en los pueblos preparan la navidad y donde ya se escuchan
los primeros villancicos y que atraían a la juventud de la época. Una mujer se
dirige al horno con su tabla de pan
amasado y con su ruilla sujetándola a la cabeza,
manteniendo perfectamente el equilibrio. Ella oye un ruido extraño para esa
hora tan temprana y, al pasar por un callejón, ve a dos hombres discutiendo,
gritándose y en el suelo peleándose a brazo partido, y la mujer de la anécdota
vuelve la cabeza, manteniendo la tabla
del pan en perfecto equilibrio y no se le ocurre gritar o intentar separarlos o
convencerlos para que cesen en su enfrentamiento, sino que se limita a exclamar:
-¡Si el desocupo, esta mañana temprano!
Y,
sin inmutarse, continuó su marcha.
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