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ELOGIO DE LOS PÉSOLES (‘LAUDATIO
PISULORUM’)
La verdad. 27.02.2009
ANTONIO
DÍAZ BAUTISTA
Hace muchos años le preguntaron al chiquillo si le gustaban los
guisantes. Él se encogió de hombros y respondió que jamás los había probado.
Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió, a la hora de comer, que los tales
guisantes no eran otra cosa que los pésoles de toda la vida, e inquirió por qué
les ponían a las legumbres apelativos tan raros y novedosos. Le explicaron que
así los llamaban los de Madrid, de donde se deducía que aquella denominación
era más elegante, pero a él le siguió gustando más la de pésoles por ser
palabra esdrújula y, por ende, más sonora, como cítara, sílfide o música.
Seguramente ningún crío de ahora, y pocos entre los mayores, sabrá lo que es un
pésol, palabra, por cierto, más culta que la de guisante, pues deriva
directamente del latín pisulum, que es como
los romanos llamaban a esta hortaliza. También es verdad que los pésoles de
antaño apenas comparecen hoy en el condumio, por su elevado precio, y esas
postas loberas, que nos venden congeladas en bolsas de plástico, no merecen el
antiguo nombre, ya que parecen más bien garbanzos de cocido teñidos con
colorante; cualquiera sabe si, en realidad, lo son.
El tiempo de los pésoles era por ahora, cuando el invierno comenzaba a
envejecer y los rigores cuaresmales anunciaban ya, en el horizonte, el triunfo
de la primavera. Se compraban siempre en su vaina y los zagales, sentados en la
mesa camilla, y escuchando los cuentos de la radio, teníamos que colaborar en
la trabajosa tarea de desgranarlos, siempre bajo vigilancia, porque, al menor
descuido, nos comíamos crudas aquellas rodantes esmeraldas, tan tiernas y
dulces, que nos traían a la boca el húmedo frescor de las noches invernizas.
Así como las habas son mozas lozanas y carnales, que apetecen el maridaje de
companajes recios, como el tocino entreverado, la saladura o el embutido, son
los pésoles damiselas delicadas y finústicas, proclives al idilio con manjares
más comedidos y elitistas.
Tengo para mí que a alguna náyade u ondina, de las que habitan los
umbríos lagos verdes de las leyendas románticas, se le rompió el collar de
pésoles, que rodeaba su torneado cuello, y se le derramaron las cuentas, para
gloria de la gastronomía y regodeo de los paladares. Aunque también podría ser
que fueran las glaucas pupilas de Palas Atenea, diosa de la sabiduría, las que
encandilaron a la planta y le hicieron imitarlas. Quizá la armonía de las
esferas, de la que habla Platón, no
tenga sólo su reflejo en el deambular de los cuerpos celestes, sino también en
estas mínimas y humildes canicas vegetales, que tan armoniosamente circundaban
a los alcaciles, en las menestras de vigilia, verdeaban en las, hoy casi
olvidadas, cazuelicas de ternera en salsa y jaspeaban
el redondo as de oros de las tortillas.
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