REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LOS ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”

(III: 2009) “Making Friends” Special Edition

Juan Gómez Capuz

 

EL “CÓDIGO ALMERÍA”

 

Bienvenidos, amigos del misterio. Ya hemos hablado en otras ocasiones de diversos lugares de España en los que se concentran enormes energías telúricas y que se han convertido en lugares mágicos y, por qué no decirlo, inquietantes.

Sin embargo, apenas se ha hablado del protagonismo que la ciudad y la provincia de Almería han tenido en el desarrollo de acontecimientos cuyo alcance ha superado el ámbito nacional. Almería se ha convertido en un lugar de poder, en un reino enigmático cuyas similitudes con el paisaje desértico e incluso, por qué no decirlo, con el paisaje marciano le han conferido un aura de reino que no es de este mundo. Repasemos brevemente la historia.

 La importancia estratégica de Almería ya se remonta a la Antigüedad clásica. En sus costas griegos y fenicios establecieron factorías; posteriormente este territorio fue ocupado por los cartagineses y finalmente fue testigo de las guerras púnicas entre los cartagineses y el naciente poder romano. Incluso algunos estudiosos piensan que las costas a las que llegó Ulises en la Odisea, al desviarse tanto de su trayecto a Ítaca y acercarse a las Columnas de Hércules, correspondían al litoral de Almería (quizá el país de los feacios), e incluso la isla de Calipso pudiera ser la isla de Alborán. Algunos investigadores también apuntan a que María Magdalena hizo escala en las costas de Almería en su trayecto hacia Marsella, pues en la antigua colonia griega de Adra el Priorato de Sión tuvo una de sus primeras bases. Recordemos también que, durante el período visigótico, el siempre enigmático Imperio Bizantino ocupó durante breves decenios las costas almerienses. Sin duda, todos estos avanzados pueblos y todos estos intrépidos viajeros fueron atraídos por el carácter mágico y el potencial telúrico que encerraba la provincia. Esto también se puso de manifiesto con la importante corriente de místicos sufíes que habitaron el territorio durante los largos siglos de dominio islámico. 

Tras la decadencia durante la Edad Moderna, debida al despoblamiento tras la expulsión de los moriscos y la inseguridad de sus costas frente a la piratería berberisca, en el siglo XIX comienza a recuperarse gracias al descubrimiento de filones metalíferos, otra prueba más de las energías telúricas subyacentes.

Pero el verdadero siglo de oro de Almería y su provincia es el siglo XX. Durante esa convulsa centuria destacados artistas y políticos de relevancia internacional han estado estrechamente vinculados con este pequeño territorio del Sureste español. La genialidad de sus nativos queda confirmada por el origen almeriense de Walt Disney, que como todo el mundo sabe nació en Mojácar y fue llevado de muy niño a Estados Unidos. Las fuerzas telúricas que se daban cita en la provincia motivaron en 1937 el ataque a la capital de los barcos de Kriegsmarine de Hitler, sin duda alertado por los círculos ocultistas del Tercer Reich y por las investigaciones de Himmler y Hess, grandes conocedores de la España mágica, del sufismo (Hess nació en Egipto) y de la tradición griálica (Himmler visitó el monasterio de Montserrat en busca del Grial). Desde mediados de los años 50, el carácter mágico del paisaje almeriense atrajo el interés de los grandes estudios cinematográficos, los cuales rodaron en la provincia grandes superproducciones como Lawrence de Arabia, y que de hecho continuaron hasta entrados los años 80 con Conan el Bárbaro: eso implicó la presencia en Almería de figuras tan diversas como Peter O´Toole, Anthony Quinn o Arnold Schwarzenegger. La existencia de tan potente infraestructura propició el surgimiento de un género propio, el spaghetti-western, que dio lugar a cientos de películas entre las que destacan la trilogía de Sergio Leone, Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El Bueno, el feo y el malo, las cuales dieron a conocer a un actor norteamericano llamado Clint Eastwood. Durante esos años, se rodaron en Almería rarezas como la película antibelicista inglesa How I won the war, de Richard Lester. En ella participó John Lennon, quien pasó varios meses en Almería y se llevó de vuelta a Inglaterra tres grandes tesoros: la fantasía psicodélica Strawberry Fields Forever (sin duda inspirada en el carácter mágico del paisaje almeriense), la costumbre de imprimir las letras de las canciones en las portadas de los vinilos y, la más importante, sus inseparables gafas redondas.

Más aún. Por las mismas fechas, en 1966, la localidad almeriense de Palomares fue objeto de atención de la opinión pública mundial cuando la colisión de un bombardero norteamericano B-52 con otro aparato supuso la caída al mar de dos bombas atómicas (por supuesto, esa fue la versión oficial. Sin embargo, los investigadores de lo paranormal consideran que el mar de la costa de Almería es un vórtice que succiona la energía que fluye del espacio hacia la Tierra, y por ello estos lugares han sido utilizados como puertas de entrada de viajeros de otros mundos, como en el Triángulo de las Bermudas y Roswell; sólo que en el caso que nos ocupa la energía no era extraterrestre sino que se hallaba concentrada en grandes dosis en el núcleo de uranio de sendas bombas atómicas). El escándalo intentó ser aplacado por el famoso baño de Manuel Fraga, pero sin duda puso de manifiesto e hizo aumentar las energías telúricas (y en este caso, silúricas) de Almería.

 Supongo que el lector habrá reparado no sólo en la importancia de los personajes históricos citados sino también en su longevidad, y quién sabe si en su inmortalidad: quizá sea un efecto colateral de los poderes mágicos que emanan de Almería. No es casualidad, por tanto, que numerosas leyendas urbanas mencionen a Walt Disney, Hitler y Lennon como las personas que siguen vivas en una isla desierta. De hecho, yo no pongo en duda que los tres sigan vivos en una isla desierta; en todo caso, niego la menor y lo que pongo en duda es que se trate de una isla “desierta”. En el caso de Fraga, parece ser que su baño en Palomares le infundió las energías del mar almeriense (como a Obélix cuando cayó en la marmita) hasta el punto de darle esa longevidad rayana en la eternidad. En los casos de Clint Eastwood y Arnold Schwarzenegger, su presencia en Almería fue la antesala de una carrera llena de éxitos y de una incipiente labor política, algo que parece común a todos los famosos relacionados con Almería: fueron mitad artistas y mitad políticos.

Y, finalmente, el lector se preguntará qué relación tiene Iker Jiménez con Almería. Pues muy sencillo: Iker Jiménez es el hermano gemelo (o dídimo) de Unai Emery, el cual fue entrenador del Almería. Ese es el eslabón final de toda la trama (o, por qué no decirlo, conspiración), a la que propongo llamar el “Código Almería”.


ENREDADOS

 

Me cuenta mi amigo Harold Tannenbaum, de la University of Stanford (quien, por cierto, tiene en su casa un abeto con las hojas siempre verdes), que es posible conciliar la teoría del Big Bang y el Creacionismo. Según él, en su interesante libro Big Bang Theory and Creationism: Towards a Human Understanding  (University of Stanford Press, 2007), el Big Bang fue como una tremenda explosión de gas, ergo alguien tuvo que haberse dejado dado el gas y ese alguien, contingentemente, podría haber sido Dios la noche antes de la creación del mundo. Sin embargo, su ecléctica teoría ha sido severamente criticada por fanáticos de ambos bandos, los cuales acusan a mi amigo Tannenbaum de heterodoxo e, incluso, de loco. Lo cierto es que mi amigo Harold no tiene mucha suerte con sus hipótesis. Él fue el creador de ingeniosa metáfora que comparaba los agujeros negros con canastas de baloncesto en el artículo “Are black holes good basketball players?” (Scientific American, 45, págs.108-121); sin embargo, la metáfora fue considerada políticamente incorrecta porque alguien advirtió que los negros son grandes jugadores de baloncesto y que la expresión black holes  iba con segundas. Ni siquiera su argumento de que él mismo era judío y que también se sentía muy preocupado por la discriminación racial logró aplacar a sus detractores. A pesar de esos pequeños contratiempos, mi amigo Harold sigue siendo un apasionado de la ciencia y te fascina con multitud de anécdotas. Por ejemplo, me relata que en su juventud, paradójicamente a pesar de su ascendencia judía, fue uno de los discípulos predilectos de Wernher von Braun y que el padre de la energía atómica (y de las V2) solía contar muchos chistes sobre Hitler y los nazis para relajar el ambiente (y quizás para limpiar su reputación): se reía mucho de la absurda creencia nazi en la Tierra Hueca y comentaba que las dos únicas personas que consiguieron “poner negro” a Hitler fueron Franco y Jesse Owens (sin duda, hoy en día ese chiste también habría sido tildado de racista y políticamente incorrecto).

 Las historias de Harold me demuestran que la historia de la ciencia está hecha de pequeñas anécdotas, muchas veces banales y, en ocasiones, casi surrealistas. Me contaba también todos los debates a los que asistió sobre la manzana de Newton. Habrá de saber el lector que la comunidad científica se halla dividida en varios bandos irreconciliables acerca de la anécdota de Newton con la manzana y su subsiguiente descubrimiento de la teoría de la gravedad. El bando más radical es el llamado “Non Apple Theory”, el cual niega rotundamente que a Newton le cayera una manzana en la cabeza porque el parque en el que estaba, en aquella época, carecía de manzanos. A su vez, dentro del amplio bando de los que defienden que a Newton realmente sí le cayó una manzana, nos encontramos con dos escisiones (a su vez violentamente enfrentadas entre sí): los que postulan que le cayó una manzana y luego se la comió (“Eaten Apple Theory”) y los que defienden de manera vehemente que no se la comió sino que la guardó como recuerdo o trofeo de aquella intuición genial (“Non Eaten Apple Theory” o “Apple-as-a-Trophy Theory”). Podríamos añadir que en los últimos años ha surgido una escisión de esta última teoría, constituida por autores que admiten que Newton se guardó la manzana, pero al carecer en aquella época de mecanismos eficaces de conservación de los alimentos en frío, la manzana se pudrió muy pronto (es la “Rotten Apple Theory”). El lector podrá encontrar abundante información sobre esos interesantes debates en H.Rottenmeyer & W.Appleby (eds.) Proceedings of “Newton´s Apple” Discussion for the Benefit of Gravitational Theory (Oxford, OUP, 2006). Incluso un excéntrico físico austriaco, Egon Arsloch, llegó a proponer (basándose en las observaciones sobre la aceleración del objeto que constató el propio Newton) que la fruta en cuestión no era una manzana sino una pera (la llamada “Birne Theorie”), aunque al final se demostró que Arsloch era un obseso sexual influenciado por las teorías de Freud y Wilhelm Reich, y de hecho pasó sus últimos años en un sanatorio psiquiátrico acosando a las enfermeras.

Por cierto, ahora que he mencionado los sanatorios psiquiátricos, he de confesar a mis lectores que suelo escribir mis libros en las salas de espera de los aeropuertos, mientras rememoro las conversaciones que he tenido con mis famosos amigos científicos. Lamentablemente, no puedo continuar mi tarea dentro de los aviones, porque no me permiten subir ningún lápiz o bolígrafo, aunque esa es otra historia. En todo caso, quisiera recordar la anécdota que me sucedió con un guardia de seguridad en el aeropuerto JFK de New York: en un impecable inglés, yo trataba de explicarle que la normativa de no dejar llevar en el equipaje de mano recipientes que llevaran líquidos dentro era científicamente insostenible, porque las fibras vegetales y las pieles de las que están hechas esos equipajes de mano contienen cierta cantidad de agua, y por tanto, en rigor, cualquier equipaje de mano contiene líquidos dentro, aunque no sean perceptibles por el ojo humano. Parece ser que mi explicación (“All-Water Theory”) no le debió de convencer del todo, porque me tuvo treinta y seis horas retenido en una sala oscura acusado de terrorismo químico, hasta que vino a liberarme el embajador.

Volviendo a las anécdotas de los científicos y a las grandes discusiones de la ciencia actual, también circula la leyenda de que Einstein descubrió que el espacio era curvo mientras tocaba el violín (la llamada “Violin Theory”). No se sabe exactamente si la analogía surgió a causa de la forma del arco o por la difusión de las ondas sonoras. Incluso hoy en día hay científicos que niegan que el espacio sea curvo a pesar de las claras evidencias de la teoría de la relatividad. Por ejemplo, algunos plantean la siguiente objeción: si la luz se propaga en línea recta, ¿cómo puede ser el espacio curvo? Sería una contradicción. Otros sostienen que la luz se propaga en línea recta porque nada es más rápido que la luz y la línea recta es siempre la distancia menor entre dos puntos (“Straight Light Theory”). Sin embargo, algunos científicos apoyan la intuición de Einstein argumentando que la luz viaja tan aprisa que al final se cansa y adopta una trayectoria curva (“Tired Light Theory”), pero niegan que sea porque objetos de gran masa (como las estrellas) son capaces de curvar los haces lumínicos por efecto de la gravedad, como sostenía el gran Einstein. Como ven, nos encontramos ante otro gran dilema y diversas teorías contrapuestas que el lector puede contrastar en el ameno manual de Aaron Kugelschreiber Is Space Bent or Flat?: One hundred Theories and no Agreement, Ann Arbor, Michigan, 2003.

Y para terminar el capítulo, una última pregunta para que los lectores puedan reflexionar: si el hidrógeno y el oxígeno son gases, ¿por qué el agua, el agua que bebemos, el agua con la que nos lavamos, el agua que damos al canario, es líquida a temperatura ambiente?

 


HISTORIA DE UN AUTOBÚS

 

Hoy les voy a hablar de algo cercano y cotidiano. La línea de autobús que suelo utilizar cuando quiero ir al centro de mi ciudad o a la zona universitaria. Aunque el guarismo que le fue asignado a dicha línea es el 10 (quizá porque su recorrido se asemejaba al que ya hacían las líneas 9 y 11, y el número 10 aún no estaba pillado), lo cierto es que se trata de un cruel ironía del destino, pues –como verán- esta línea de autobús es lo más opuesto a la perfección.

 Para empezar, cabría reconsiderar con criterios racionales el trayecto que realiza dicho autobús para cruzar la ciudad de sur a norte. Y digo con “criterios racionales”, porque seguramente quien creó la línea debía de ser un friki entusiasta de los laberintos cretenses y de los jardines versallescos, pues el autobús recorre la ciudad en un interminable zigzag, aventurándose por callejuelas estrechas del centro histórico en las que queda inevitablemente atascado. El resultado es que para ir de una punta a otra de la ciudad invierte prácticamente una hora, tiempo en el cual un modesto tren de cercanías recorrería 70 kilómetros y se saldría de la provincia. Uno de los ejemplos más sangrantes, aunque ahora ha sido abandonado (porque esa era otra, cada dos meses la línea cambiaba su itinerario para confusión de los usuarios) era la odisea (creo que es lícita la analogía homérica) a través de la larga y estrecha calle Bailén. Además, el nombre de la calle era una metáfora perfecta del callejón sin salida en el que se metía el autobús: evocaba diáfanamente el avispero español en el que se metieron las invencibles tropas de Napoleón, en aquella “maldita guerra de España”, como dijo el pequeño gran corso (no el de ahora). Porque uno sabía cuándo entraba el autobús en la calle Bailén, pero nunca sabía cuándo saldría… si es que salía. Entre hoteles, hostales, hostaluchos y pensiones, bazares chinos, chinos con paquetes para los bazares, coches en doble fila y multitud de personas cruzando en rojo para poder llegar a tiempo a la estación de tren, el autobús quedaba eternamente atascado en tan larga travesía. Incluso algún pasajero llegó a comprobar empíricamente que podía bajarse del autobús poco antes de entrar en la calle Bailén, entrar en el sex-shop que está a mitad de la calle (por lo que me han contado), ver una película hasta el final (por si se casan), llegar al otro extremo de la calle y coger el mismo  autobús, pero no un autobús de la misma línea, sino el mismo autobús material y concreto del que se había bajado bastantes minutos antes.

Además, también era frecuente que en su ímpetu por cruzar el tiempo récord los zigzagueantes obstáculos de la gincana que constituía su trayecto, el autobús colisionase con otros vehículos menos hábiles. Y entonces el autobusero  se ponía en jarras, aparcaba y decía que no se movía hasta que el conductor del otro vehículo accediera a redactar un parte amistoso. Y así nos tenía diez o veinte minutos a todo el pasaje, virtualmente secuestrados y con los móviles sonando como si fuera el fin del mundo.

Pero no todos los aspectos llamativos y esperpénticos del autobús eran achacables al laberíntico trayecto y a las maniobras kamikazes del autobusero . La fauna que poblaba –y puebla- dicho autobús tampoco tenía desperdicio y era un reflejo fiel de la decadencia de nuestra sociedad.

 

 

Abundaban en el autobús los jóvenes estudiantes que se desplazaban a la Universidad desde el extrarradio. Como es habitual en nuestros jóvenes, solían ir con pantalones de dos tallas más anchos hechos unos harapos, con rotos y descosidos presuntamente intencionados; los pelos largos y greñudos, llenos de grasa y hormonas y a veces hasta con trenzas rastas; innumerables piercings, hasta el punto de que piensas si el líquido que beben no les saldrá por tantos orificios; el MP3 y los auriculares a toda virolla, a un volumen propio de macrodiscoteca bakaladera, pero que ellos, catatónicos y ausentes del mundo exterior, no percibían como demasiado alto ni se preocupaban porque casi se le reventasen los tímpanos al pasajero que estaba a su lado.

 Las nuevas tecnologías también habían hecho su estrago en el colectivo de las amas de casa. Todas ellas iban “armadas” de un móvil de última generación y, dado que dentro del autobús había mucho ruido de fondo y poca cobertura, hablaban a gritos con “la Mari” de todo tipo de intimidades que bien podrían haber aparecido en algún reality  vespertino. Y encima se ofendían cuando se daban cuenta de que todo el autobús había escuchado “en abierto” tan inconfesables perversiones.

Otro colectivo en auge eran los inmigrantes. Como el autobús conectaba dos barrios con viviendas de precio asequible (es decir, pisos antiguos sin ascensor), eran muy numerosos en el autobús. El problema de “espacio vital” que siempre aquejaba a nuestro autobús se agravaba cuando entraba la mujer ecuatoriana con un bebé en un supercochecito de niño que tenía más extras y accesorios que el bólido de Fernando Alonso (y al que a veces incluso aventajaba en velocidad y maniobrabilidad) y que por sí sólo ya ocupaba casi medio autobús, a lo que había que sumar un par de niños más de corta edad que intentaban asirse a la mano de su madre. En todo caso, como prueba palpable de la integración de los inmigrantes en nuestra sociedad, podríamos decir que los más jóvenes imitaban la moda grunge, los piercings  y los MP3 a toda virolla de nuestros jóvenes, mientras que las madres eran capaces de manejar a la vez con suma habilidad el supercochecito de niño y el móvil de última generación, oye que hisiste, mami, qué bueno que viniste.

Al menos, los hijos de los inmigrantes eran un poco más educados que los nuestros. Porque cuando, sabiendo que el trayecto a Ítaca iba a ser largo y rogabas a los dioses por ello, intentabas echar una cabezadita en el asiento, empezabas a oír sonidos agudos y penetrantes, como si se hubiera colado en el autobús un afilaor  con su ancestral silbato o como si estuvieras en medio de una feria. Intentabas dirigir tu mirada hacia el origen de tan asesinas ondas sonoras y veías a un niño español de tres o cuatro años que jugaba con un móvil, una guitarrita o una PSP, artefactos todos que producían tan lacerante sonido. Todo ello ante la más absoluta pasividad de sus padres (como si fueran cascos azules). Hay que ver cómo los padres de hoy consienten que sus hijos malcriados den el coñazo a todos los demás siempre y cuando a ellos los dejen tranquilos. Sólo cuando el estridente sonido se hacía insoportable y la gente empezaba a protestar, los padres se veían obligados a hacerle una tímida recomendación al niño, pero muy tímida, no sea que lo traumatizara.

Ajenos a lo que las ciencias adelantan estaban nuestros mayores, también cada vez más numerosos, que cogían el autobús simplemente para pasearse, como si fuera –y casi lo era- un autobús turístico de los guiris  pero más barato, porque ellos iban de trinqui. Lo único que les preocupaba a nuestros mayores, hasta el punto de montar un pollo por ello y amenazar con llamar a los municipales, era que las personas más jóvenes no les dejaran libres los asientos. Y en esto tienen razón, porque por experiencia puedo afirmar que el 90 de los jóvenes y de los extranjeros no ceden el asiento del autobús a nuestros mayores.

Sin duda alguna, la fauna de individuos del autobús “imperfecto” era y es un fiel reflejo de nuestra “imperfecta” sociedad. Y cada día que cojo el 10, los vuelvo a encontrar.

 

 


EL PLAN-E Y LAS COSTUMBRES DE LOS OBREROS

 

Durante este verano, muchos obreros han encontrado un asidero ante la crisis y la destrucción de empleo gracias a las variopintas obras emprendidas al amparo del llamado Plan-E. Sin duda, para ellos han sido tres o cuatro meses de gran alivio, pero para muchos vecinos han sido meses de caos, ruido e intranquilidad (entendámoslo como “efectos colaterales” del Plan E).

 En primer lugar, cabría juzgar la necesidad de muchas de esas obras. Era mucho dinero del que disponía alegremente el Gobierno. Y ese dinero ha ido a parar a las manos de muchos ayuntamientos de muy diverso signo, los cuales lo han gastado alegremente en proyectos faraónicos de dudosa utilidad. Por ejemplo, un tipo de obra muy común ha sido ensanchar las aceras de calles por las que apenas pasan personas, o crear un carril bici en zonas donde casi nadie va en bicicleta. Otro detalle curioso ha sido que después de ensanchar una acera, han tenido que abrirla otra vez para colocar conductos de agua o electricidad que no habían sido previstos al principio. Igualmente, se han construido polideportivos gigantes en algunos pueblos donde casi nadie practica deporte. También me comentan algunas personas que en algunas calles de barrios antiguos han colocado desagües en los bordes de las aceras, y el efecto colateral ha sido la aparición de cucarachas y ratas en lugares donde nunca antes las había habido porque no tenían “acceso directo” al pavimento.

Todo ese desbarajuste y falta de planificación ha supuesto un gran derroche de dinero pero, sobre todo, un gran derroche de ruido. Y los grandes perjudicados hemos sido quienes teníamos largas vacaciones (como los profesores) o quienes no tenían obligaciones profesionales (como los numerosos jubilados o los parados que no sólo veían no sólo cómo otros les quitaban el puesto de trabajo sino que encima no les dejaban descansar).

Porque este boom  de las obras municipales nos lleva a reflexionar acerca de las atávicas costumbres de los obreros. La primera de ellas –y la más hiriente- es la costumbre de los obreros de empezar a trabajar muy temprano, hacia las ocho de la mañana (y aun un poco antes si la luz solar acompaña). Además, como mucha gente me comenta a menudo, cuando comienzan a trabajar a las ocho suelen hacer mucho ruido, sobre todo con los grandes taladros mecánicos. De ocho a nueve de la mañana los obreros hacen un ruido infernal, quizá con el propósito oculto de despertar a todos los “ociosos” (que algunos de ellos juzgarán como “capitalistas improductivos, rentistas y pequeño burgueses”) que viven en un radio de tres o cuatro manzanas. Sin duda, se trata de una costumbre antigua, como podemos ver en la letra de una canción del grupo heavy  Barón Rojo (“Son como hormigas” en el elepé Volumen Brutal, 1982): “Son ya las ocho / el ruido en mi calle es infernal / levantan la acera / por cuarta vez o quinta ya / Son como hormigas / que buscan comida sin parar / La abren, la cierran / Y otra vez vuelta a empezar”. Lo más absurdo del caso es que poco después, hacia las nueve o nueve y media, cesan repentinamente su ruidosa actividad profesional y se van a almorzar, actividad lúdico-gastronómica en la que invierten casi una hora. Pero ya han despertado a todo el personal que podía estar descansando, sobre todo en estas faraónicas obras veraniegas del Plan-E. Y mucha gente se pregunta: ¿Y no sería más sencillo que los obreros comenzaran a trabajar una hora más tarde y que vinieran ya almorzados de casa? Por ello, he llegado a barruntar la hipótesis de que Plan-E  no es la abreviatura de Plan España  (como sostiene el Gobierno) sino de Plan Espabílate  (porque han llegado los obreros a las ocho y están haciendo un ruido del carajo y no vas a poder dormir ni un minuto más).

Otro detalle que me ha llamado la atención –y me ha sumido en la más absoluta desesperación- es que los obreros del Plan-E ni siquiera dan un respiro a los sufridos vecinos durante la que debiera ser la teórica hora española de comer, de 2 a 3 de la tarde. Resulta difícil de entender, aunque se podrían plantear tres hipótesis explicativas. La primera es que han almorzado tanto que ya no tienen gana de comer, pero no me convence. La segunda es que sí van a comer pero, como los capataces quieren terminar las obras faraónicas a tiempo (algo imposible en España), sobre todo para evitar el caos circulatorio que provocan ahora que estamos en septiembre y circulan más coches y los mastodónticos autobuses escolares (otro efecto colateral), siempre hay un obrero “de guardia” con el taladro mecánico, agujereando la acera por cuarta vez o quinta ya e impidiendo comer en paz a los pobres vecinos. La tercera hipótesis es que, como entre los obreros hay personas de tantas nacionalidades y culturas, les ha resultado imposible consensuar una hora común para comer (ya que el respeto a las costumbres del país de acogida suele brillar por su ausencia, aunque –paradójicamente- eso de no llegar a ningún acuerdo sí es una costumbre muy española).

Y así pasan los días del verano en los barrios donde nos ha tocado la china del Plan-E (que son casi todos). Y septiembre amenaza con ser igual (agravado por ser el mes del Ramadán para los musulmanes, con lo cual seguro que no se van a comer hasta que se ponga el sol y asumen con entusiasmo ponerse “de guardia” con el taladro mecánico de 2 a 3). Menos mal que muchos ya tenemos que ir a trabajar y no lo notaremos tanto, pero para los jubilados y los parados continuará siendo una tortura. Y eso es todo porque ya llegan los obreros.

 

 


SOBRE EL TRASFONDO IDEOLÓGICO DE LOS CÓMICS JUVENILES Y LOS PRODUCTOS DE FICCIÓN INFANTIL

                                           

Últimamente me ha llamado la atención y me ha hecho reír a carcajadas (aunque ellos lo plantean muy en serio) la paranoia de quienes creen ver en los cómics juveniles y en los diversos productos mediáticos dirigidos al público infantil y juvenil (series de animación, muñecos, canciones) un clarísimo trasfondo, cuando no una clara manipulación, de tipo ideológico. Curiosamente, en esta paranoia han caído tanto sesudos pensadores marxistas como severos telepredicadores fundamentalistas protestantes (y recientemente numerosos internautas que, por lo visto, parecen tener mucho tiempo libre). Como veremos a lo largo del artículo, creo que a todos ellos se les podría aplicar el estribillo de aquella sublime canción de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán llamada “Señora azul” (por cierto, la favorita de Risto Mejide) en la que se denuncia a los críticos musicales que “desde la barrera suele[n] ver / toros que no son / ni parecen ser”.

 El pistoletazo de salida de semejante paranoia ideológica se atribuye al libro de Ariel Dorfman y Armand Mattelart Para leer al Pato Donald  (Buenos Aires, Siglo XXI, 1972), texto clásico de la crítica marxista de los medios de comunicación de masas. En este libro, concebido por Dorfman en el Chile de Allende, se critica el fuerte componente ideológico de los cómics producidos en Estados Unidos y dirigidos al público juvenil de América Latina. A partir de estos “productos” (palabra muy grata a los pensadores marxistas y a Risto Mejide, aunque a mí me suena más bien a término capitalista…) en general y de la obra de Walt Disney en particular, Dorfman explica de qué manera las historietas del pato Donald inducen en los niños una clara ideología de clase dominante en la que se enseña que no se puede luchar contra el orden establecido. Apunta también el autor que, en las aventuras protagonizadas por el Tío Gilito, Donald y sus sobrinitos, todo intercambio humano toma la forma mercantil y la solidaridad entre iguales desaparece, ya que sólo existe la competencia. En la incesante y codiciosa búsqueda de oro, a menudo se encuentran con pueblos salvajes y primitivos, los cuales son manipulados por los patos para hacerse con su tesoro, y todos tan felices. El saqueo imperialista y la sumisión colonial no aparecen en su carácter como tales. El consumismo o el menosprecio machista son algunos de los valores que pululan por el mundo Disney, y la violencia simbólica que encontramos en sus viñetas conducen a interpretaciones ideológicas muy concretas. (En mi opinión, se trata de la versión culta de la conocida leyenda urbana que dice que las autoridades ponen droga en el Cola-Cao para mantener dóciles y adocenados a los niños). Quien busque referencias sobre este libro en Internet, se encontrará con una farragosa sarta de citas literales de la obra, quizá porque quien las copió (como yo) no acababa de entender lo que significaban, o quizá porque el contenido de los pensadores marxistas debe ser reproducido palabra por palabra, verbatim, como en una liturgia laica, para que su contenido no sea malinterpretado por desviacionistas pequeñoburgueses (como yo). Por cierto, que muchas personas e internautas (la mayoría de los internautas son personas, aunque parezca lo contrario) han señalado en blogs y foros la contradicción de que Ariel Dorfman, después de criticar con tanta vehemencia el modo de vida americano y sus productos artísticos, se refugiara en diversas universidades de Estados Unidos a mediados de los setenta tras el brutal golpe de estado de Pinochet; a mí no me extraña tanto, si tenemos que cuenta que el apellido Dorfman se traduce en inglés, más o menos, como “Village People”.

Otro cómic célebre que también ha sufrido el ataque masivo de aquellos que ven oscuras intenciones (como decía Serrat) o manipulaciones ideológicas ha sido Tintín. En este caso, es un hecho constatable que su creador, Hergé, profesó ideas claramente derechistas y racistas. Una de las entregas más polémicas fue el segundo volumen, Tintín en el Congo  (1931-1932). De este cómic se ha dicho de todo: que es una apología del racismo y del colonialismo, ya que los indígenas son mostrados como indolentes y estúpidos, hasta el punto de que los elefantes hablan en perfecto francés mientras que los indígenas lo hablan de manera incorrecta; que es un cómic que muestra una crueldad innecesaria hacia los animales en las escenas de caza, pues –por ejemplo- Tintín hace estallar a un rinoceronte con un cartucho de dinamita. Por todo ello, este cómic está prohibido en diversos países (como China, siempre preocupada por los derechos humanos) o se vende en la sección de adultos de las librerías (como en Reino Unido), aunque, paradójicamente, es un cómic muy popular en la República Democrática del Congo (antes Zaire, término ahora “políticamente incorrecto”). Por si todo esto fuera poco, en un reciente artículo “serio” publicado en The Times, el periodista, exparlamentario conservador británico y activista gay (todo a la vez) Matthew Parris ha intentado demostrar que Tintín es homosexual: Parris se sirve de indicios como la ambigua relación de Tintín con el capitán Haddock (con el que comparte casa) y la casi total ausencia de mujeres jóvenes y atractivas en las aventuras del joven andrógino. En todo caso, no es el primer héroe de cómic cuya orientación sexual es cuestionada: también se dicen cosas parecidas en la Red acerca de Supermán, Batman y Robin y Mortadelo y Filemón.

Por cierto, que hablando de cómics o series de animación prohibidos en algunos países, podemos citar un caso más cercano en el tiempo. Resulta que hace poco saltó la noticia de que Hugo Chávez había prohibido la emisión en Venezuela de las series de animación Los Simpsons y Padre de familia, y todo porque en sendos episodios de ambas series algunos personajes hacen apología de la marihuana (Posteriormente, se ha comprobado la falsedad de la noticia, difundida en un principio por fuentes solventes como la BBC y El País, pero como dicen los italianos, si non è vero, è ben trovato). Personalmente, me parece un razonamiento extraño e hipócrita, porque cada vez que Hugo Chávez sale en pantalla parece que vaya fumao. En todo caso, veo mucho más clara la apología de la marihuana en el estribillo de la famosa canción de James Brown Sex Machine, cuando dice “guiroppa, que rule” (no me extraña que a James Brown lo metieran tantas veces en la cárcel).

En el otro lado del espectro político, tenemos a los severos telepredicadores protestantes norteamericanos, herederos de los Calvinos quemabrujas y quemaservets, a los cuales se han sumado recientemente los devotos fundamentalistas católicos polacos. Todos ellos tienen especial obsesión por descubrir y denunciar el nefando efecto que pueden producir en nuestros tiernos infantes las andanzas de ¡muñecos homosexuales!, como Tinki Winki o Epi y Blas. ¡Pero, hombres de Dios, cómo puede ser homosexual un muñeco!

A partir de todos estos ejemplos “reales”, creo que no le será difícil al lector ir “más allá” en la denuncia de la manipulación ideológica subyacente en los cómics juveniles y personajes infantiles. Por ejemplo, Barrio Sésamo es muy perjudicial para los niños: no sólo está clarísimo que Epi y Blas son dos homosexuales que cohabitan desde hace tiempo (más que en Barrio Sésamo deberían salir en Sálvame; de hecho, en un episodio de Padre de Familia  aparecen compartiendo cama como una pareja homosexual cualquiera), sino que además el Monstruo de las Galletas es una apología de los comportamientos bulímicos y el consumo de grasas saturadas (y por si eso fuera poco, en uno de los primeros episodios se lleva a una niña pequeña a su casa, presuntamente para “comer galletas”), mientras que Peggy oscila entre la bulimia y la anorexia (y un claro desorden disociativo de la personalidad, pues es incapaz de asumir lo fea que es) y Coco tiene una inteligencia límite. Todo ello ha motivado que la edición en DVD de la primera temporada haya sido prohibida para el público infantil en numerosos países. Las series infantiles de los setenta (algunas de las cuales ahora se convierten en películas para disfrute nostálgico de los recién estrenados cuarentones) son también un vivero de perversos ejemplos: Vickie el Vikingo es una descarada apología de la raza aria y de la agresiva política colonialista occidental; La abeja Maya  mostraba una sociedad totalitaria y uniformada al estilo del 1984  de Orwell, frente a la cual la rebelión de la simpática abeja resultaba inútil; Heidi es una apología de la sociedad burguesa centroeuropea de finales del siglo XIX, mientras que Marco muestra con delectación morbosa las accidentadas peripecias transoceánicas de un menor en busca de su madre emigrante; por último, Pippi Calzaslargas  muestra el modelo claramente desaconsejable de una niña rebelde que vive sola y sin escolarizar, producto sin duda de una familia desestructurada y que además mantiene un extraño vínculo con un pequeño mono (como Marco). Tampoco los libros de aquella época están libres de culpa: las historias de Los Cinco, de Enid Blyton, muestran claramente la ideología dominante del Establishment  británico en los años de posguerra, donde cualquier comportamiento rebelde (como las historias que transcurren en un circo ambulante y con gitanos) es severamente criticado; sin embargo, esa ortodoxia no le impide a la autora presentar a un personaje con una clara desorientación de su identidad sexual, como es el caso de Georgina, que lleva el pelo muy corto, tiene una actitud poco femenina y se hace llamar Jorge, o a un científico misántropo que vive permanentemente recluido en su despacho sin relacionarse con nadie. Incluso las aparentemente inocentes canciones de los Payasos de la Tele tienen también su lado oscuro, si nos ponemos a buscar cosas raras: Hola don Pepito, Hola don José habla en realidad de las dificultades que tenían dos homosexuales “requetefinos y desbarataos, casi divinos” (uno de ellos menor de edad, don Pepito; y el otro un adulto pasivo, don José, que siempre hablaba “con voz muy fina”) para relacionarse en la España franquista (algunos internautas van más lejos e interpretan que, como Pepito y José son el mismo nombre, la canción habla de un esquizofrénico que dialoga consigo mismo, al estilo de Dr.Jekyll y Mr.Hyde… ¿y ya puestos, por qué no combinar ambas hipótesis y decir que la canción habla de un esquizofrénico gay?); Borra, borra eso es una sátira de la censura franquista; Cómo me pica la nariz parece aludir a los efectos del consumo de cocaína; La gallina Turuleka ha sido interpretada, bien como una defensa de la familia numerosa tradicional, bien como un avance profético de los milagros de la clonación; El auto de papá habla de las relaciones prematrimoniales; e incluso algunos perversos han querido ver en Susanita tiene un ratón ciertas prácticas autoeróticas (“un ratón chiquitín / que come chocolate y turrón / y bolitas de anís”) que nos hacen pensar inmediatamente en aquella leyenda urbana que implicaba a Ricky Martin, una fan y un cariñoso can.

Después de todos estos ejemplos, creo que Dorfman, Chávez y los telepredicadores protestantes tienen razón. Los cómics juveniles y los productos de ficción infantil son seriamente perjudiciales para la salud moral y mental de nuestros niños y jóvenes. Hagamos una inmensa pira de libros, celuloide y deuvedés, y purifiquemos así nuestra decadente sociedad.


REALIDAD O FICCIÓN

 

La frontera entre realidad y ficción en literatura siempre ha sido mucho más borrosa de que muchas personas pudieran pensar. Por una parte, encontramos la frase tópica la de que “la realidad supera la ficción”, sobre todo en países donde reina el esperpento. Y por otra parte, es creciente el número de personas que no saben trazar la frontera entre ficción y realidad, sobre todo en la sociedad actual, donde los medios de comunicación de masas (televisión, cine, internet) han incrementado exponencialmente las realidades de ficción. El arquetipo de Don Quijote podría tener perfectamente su correlato actual en las amas de casa que consideran reales las ficciones de un culebrón o individuos ingenuos que van en busca de sus ídolos televisivos (como ocurre en las películas Persiguiendo a Betty  y Borat, dos road movies claramente cervantinas en las que sus respectivos protagonistas cruzan el Medio Oeste norteamericano para buscar a su ídolo de ficción en la soleada California). Y también lo podemos ver en esos jóvenes internautas que piensan que la realidad es como el mundo virtual al que están acostumbrados y del que apenas son capaces de salir.

En la creación propiamente literaria, la confusión entre realidad y ficción también es notable y a veces puede desembocar en equívocos y paradojas. Por ejemplo, durante casi 30 siglos la Humanidad vivió convencida de que Troya fue una ciudad de ficción creada por Homero. Sólo la obstinación de un arqueólogo aficionado y aventurero, Heinrich Schliemann, -el cual, quizá medio loco de tanto leer la Ilíada, emprendió una búsqueda también quijotesca- nos pudo sacar del error: Troya existió en la realidad como ciudad próspera y hubo una larga guerra que la destruyó. De todo eso ya no hay duda. En cambio, hoy en día todavía se discute si Homero existió o no como escritor de carne y hueso. Es decir, que llegamos a la inmensa paradoja de que la ciudad de ficción sí existió en la realidad pero su creador quizá no existiera nunca, muchos siglos antes de que Unamuno planteara ese mismo problema casi metafísico en su novela Niebla.

Incluso en la propia cultura moderna y popular, de las películas y las canciones, la frontera borrosa entre realidad y ficción aparece con frecuencia. En el cine, encontramos una reflexión similar a la de Unamuno en la película La rosa púrpura de El Cairo  de Woody Allen. Y en la cultura pop de las canciones, los descubrimientos posteriores nos han hecho replantear cuánto hay de realidad o de ficción en la de letra de una canción. El ejemplo más notorio es la canción Eleanor Rigby, del álbum Revolver de The Beatles (1966), considerada por muchos la canción más triste de la historia del rock. Durante muchos años la “versión oficial” de esta canción escrita por Paul McCartney fue que todo era una ficción en torno a la triste historia de una solterona que trabaja como ama de llaves de un clérigo, el padre McKenzie; ella vive en un sueño y en una ilusión quijotesca que le lleva a recoger el arroz vertido al final de las bodas y echárselo encima como si ella fuera la novia; finalmente muere en la iglesia y es enterrada por el propio clérigo, quien oficia por ella un funeral al cual no asiste nadie. Todo ello muy triste, pero ficción. Resulta además curioso y paradójico que estando en la cumbre de su fama, entre 1965 y 1966, Lennon y McCartney escribieran un puñado de canciones inmensamente tristes y desesperanzadas, como Help (la llamada de auxilio de quien ya no se reconoce a sí mismo), Nowhere man  (la identificación con un don nadie que va dando tumbos por la vida), In my life  (el recuerdo agridulce y nostálgico del pasado perdido y de las personas o lugares que ya no existen), Yesterday (la evocación del amor perdido) y For no one  (una resignada canción de desamor), hasta culminar en la nihilista Eleanor Rigby, con su frase final de que “nadie se salvó”. Quizá no era oro todo lo que relucía. Incluso el propio McCartney, el más “optimista” de los cuatro respecto a los tiempos de la beatlemanía, suele señalar en las entrevistas que su principal recuerdo de aquellos intensos (pero quizá no tan no maravillosos) años son los interiores cromados de las furgonetas policiales en las que los encerraban para que la multitud idólatra no los aplastara en un arrebato iconoclasta colateral. Se puede estar muy solo en la cumbre del éxito. Volviendo a la pobre Eleanor Rigby, a la que se la había “pasado el arroz”, todo el mundo creyó que era una ficción arropada por un inquietante octeto de cuerda. Incluso su creador, McCartney, se esforzó por buscarle lógica al nombre: dijo que la llamó Eleanor Rigby por Eleanor Bron, una actriz que los acompañó en la película Help, y por Rigby, una tienda de licores que había en Bristol. Pero la verdad estaba mucho más cerca. La verdad siempre está muy cerca, aunque las personas –y sobre todo las autoridades- se esfuercen por alejarla e incluso por ocultarla. Resulta que a mediados a los años ochenta, con una beatlemanía renacida tras el asesinato de Lennon, a un periodista no se lo ocurrió mejor cosa que darse un garbeo por el pequeño cementerio adjunto a la parroquia de St. Peter´s, en el suburbio de Woolton, a las afueras de Liverpool, pues allí, en una fiesta campestre de julio de 1957 se conocieron unos jovencísimos John Lennon y Paul McCartney, los cuales además solían pasar las tardes tomando el sol junto a las tumbas del modesto cementerio. Pensaba el periodista que quizá allí encontraría alguna pequeña pista del universo literario que puebla las canciones de los Beatles. Y lo cierto es que encontró el premio gordo. Porque al poco de comenzar su búsqueda se topó con una gran lápida familiar en la que destacaba, en la parte central, un nombre vagamente conocido, acompañado de unas fechas: Eleanor Rigby, 1895-1939 . ¡Así que no era ficción! Más aún, a unos pocos metros encontró la lápida de un tal McKenzie. Rigby   no estaba en Bristol, sino en el mismo lugar donde John y Paul se conocieron y tomaban el sol. La verdad siempre está más cerca y siempre es la solución más simple de todas, como hubiera sentenciado Guillermo de Ockham. McCartney no escondía “un cadáver en el armario” (como reza la proverbial expresión inglesa) sino “un cadáver en el patio”. Obviamente, Paul se sintió incómodo con la revelación y se vio obligado a confesar que quizá leyó el nombre de la lápida, y años más tarde, “inconscientemente” ese recuerdo emergió en forma de canción. A partir de entonces comenzó la búsqueda del personaje fantasma, al que todos habían tomado por ficticio. Y afloraron las similitudes entre la Eleanor Rigby ficticia y la Eleanor Rigby real. Para empezar, resultaba muy sospechoso que nadie hubiera advertido, durante casi veinte años, que la protagonista de una canción tan célebre había sido una persona de carne y hueso enterrada en un cementerio tan ligado a los comienzos de John y Paul… a no ser que nadie recordara su nombre ni su existencia. Por lo visto, la Eleanor Rigby real sí que se casó, pero no tuvo hijos y murió relativamente joven, a los 44 años. Tuvo dos hermanastras que sí fueron longevas solteronas, pero a las que apenas trató. Con todas ellas se extinguió la rama familiar, como en un sombrío relato de Edgar Allan Poe. De ahí que nadie la recordara. Para rizar el rizo, cuando en 1990 una maestra de una escuela especial solicitó a Paul McCartney una donación económica porque un alumno autista había aprendido a tocar la canción Yellow submarine (deliciosa fantasía infantil en las antípodas de Eleanor Rigby con la que, paradójicamente, comparte autor –Paul–, elepé –Revolver – y single, pues ambas fueron doble cara A de un mismo single que alcanzó el número uno de las listas), el exbeatle le envió, en lugar de dinero, un viejo estadillo salarial de un hospital de Liverpool fechado en 1911. La maestra estuvo a punto de deshacerse de los viejos legajos, pero pensó que quizá aquello fuera una pista. Y, efectivamente, allí aparecía el nombre de E.Rigby, una limpiadora de 16 años que percibía un ínfimo salario de apenas 20 libras al año. Una humilde limpiadora llamada E.Rigby que al tener 16 años en 1911 tenía que haber nacido en 1895, como la Eleanor Rigby de la lápida sobre la que habitaba el olvido hasta que un periodista la descubrió, como Schliemann a Troya. Tan sólo nos queda imaginar (Imagine ) que quizá algún frío día de finales de 1938, al mismo tiempo que Freud agonizaba en Londres y Chamberlain llevaba hasta el esperpento su política de apaciguamiento, en alguna callejuela del penique con sabor a mar, unas jovencísimas Julia Stanley (de casada, Julia Lennon, la Julia  de Doble Álbum Blanco) y Mary Patricia Monahin (de casada, Mary McCartney, la “Mother Mary” de Let it be, casualmente enfermera algún hospital de Liverpool), ambas también fallecidas antes de cumplir los 50, se cruzaron, sin saberlo, con una triste, solitaria, fracasada y yerma Eleanor Rigby que se aproximaba al final de su existencia y que pocos meses después sería enterrada bajo una lápida que lleva su nombre. Una lápida que hoy es más importante que la de muchos personajes famosos, una lápida que figura en innumerables páginas de Internet, una lápida que aparece incluso en el propio videoclip que los Beatles supervivientes realizaron para la canción resucitada Free as a bird  en la Beatles Anthology de 1995, una lápida que desde mediados de los años ochenta ha sido visitada por miles de personas que se sienten fascinadas por la paradoja (o por el morbo) de que el personaje de ficción haya acabado por ser una persona de carne y hueso con todas nuestras debilidades. Sólo que entonces, en 1939, nadie acudió. ¿Realidad o ficción?

 

 


MIS PROBLEMAS CON LAS MUJERES

 

La mujer, ese gran desconocido. Cherchez la femme. No es de extrañar que surjan tantos libros sobre el diálogo entre hombres y mujeres o, mejor, sobre los problemas del diálogo, porque siempre he tenido la sensación de que las mujeres, al responder, o dan más información de la que corresponde, o dan poca información explícita y te obligan a comerte el coco sobre el contenido implícito que los hombres debemos descubrir. Son casos muy similares a la anécdota de Voltaire, quien señalaba que cuando una dama dice no quiere decir quizá, cuando dice quizá quiere decir y cuando dice deja de ser una dama, maravilloso ejemplo de divergencia entre lo dicho y lo comunicado y que sirve de punto de partida a los manuales de Pragmática y al lenguaje de diplomáticos, políticos y publicistas (excepto Risto Mejide). Recuerdo, por ejemplo, que en el primer curso de Facultad, nos sentábamos en aulas inmensas con bancos “tipo iglesia” (aunque nuestra Facultad era muy laica) que obligaban a salir a todos los de la fila para que entrara uno. Pues bien, cuando coincidías varias veces con la misma compañera en el banco, para no tener que decirle ye u oye, le preguntabas ¿cómo te llamas? y ella te respondía mi novio se llama Carlos. Yo pensaba: ¡pero si no le he preguntado eso!; ¿por qué me responde algo que no le he preguntado y no me contesta lo que sí le he preguntado?; ¿me ha querido decir algo “especial” con esa respuesta? De la misma manera, muchos pensadores masculinos han tratado de averiguar en vano durante siglos qué quieren decir realmente las mujeres cuando te preguntan ¿en qué estás pensando?  Es una pregunta que te deja roto y, personalmente, creo que esa es la pregunta fatal que motiva que la inmensa mayoría de los filósofos y científicos hayan decidido quedarse solteros (incluso algún científico casado, como Stephen Hawking, ha llegado a confesar que le resulta más fácil comprender el funcionamiento del Universo que cómo piensan las mujeres). Más problemáticas me resultan las respuestas que te dan las mujeres cuando les pides salir. Recuerdo que una vez, hace dos o tres años, le pregunté a una chica ¿te apetece venir al cine? y me contestó no lo sé; lo tendré que consultar con mi pareja. Yo lo interpreté como un quizás y de hecho todavía estoy esperando la respuesta.

Otra cuestión en la que se demuestra la diferente concepción que hombres y mujeres tienen de los recursos comunicativos es la relativa al sentido del humor. Hace algunos años comprobé en carne propia la proverbial afirmación de que las mujeres no tienen sentido del humor. Las compañeras de los primeros cursos de Facultad, siempre tan distantes y tan altivas, tan descaradas, vocingleras, peleonas y folloneras (como una mezcla de Belén Esteban y esas odiosas actrices que se pasan toda la película huyendo en coches a toda pastilla y pegando tiros, tipo Angelina Jolie y Milla Jovovich), tan orgullosas de sus novios musculosos, siempre tan comprometidas ideológicamente, tan estalinistas y tan laicas (que no tienen catedral), censuraban agriamente mi sentido del humor diciendo que era “absurdo, frívolo, pequeñoburgués y reaccionario”. Resulta que algunos años después tuve una novia (eso en sí ya es una noticia), de buena familia, directa, de derecho, de derechas, estricta, estrecha, íntegra y entera. Pero a pesar de estar en las antípodas ideológicas y vitales de mis compañeras de Facultad, también censuraba duramente mi sentido del humor porque lo consideraba “absurdo, inmoral y subversivo” (y a continuación me soltaba ¿en qué estás pensando?). ¿En qué quedamos? En todo caso, he de reconocer que, en el fondo, me gusta recordar aquella etapa porque fue muy halagador tener tantas admiradoras. En cambio, debo admitir que en la actualidad las mujeres sí han evolucionado y han desarrollado un sentido del humor, al menos, aceptable. Por ejemplo, las compañeras de promociones recientes de la misma Facultad donde estudié sí aprecian mi sentido del humor (lo cual, al principio, me resultaba bastante sorprendente). Más aún, ciertos personajes femeninos creados recientemente por mujeres y dirigidos al público femenino parecen cortados por las hechuras del humor masculino, como es el caso de Bridget Jones, la réplica femenina al solitario y torpe Míster Bean: hasta entonces se podía admitir que un personaje femenino fuera pérfido, promiscuo y violento, pero no que tropezara y se cayera de manera tonta, como hace Renée Zellweger imitando los gags de Marilyn Monroe. Item más: el humor típicamente masculino de cómicos como Woody Allen, Sacha Baron Cohen, Santiago Segura y Álex de la Iglesia cada vez tiene mayor seguimiento entre el público femenino, al igual que ocurre con showmen  y monologuistas como Buenafuente, Pablo Motos y Wyoming.

En cambio, un terreno donde creo que las mujeres parecen haber retrocedido es el relativo a los criterios para elegir pareja, y no se debe únicamente a que yo quede siempre eliminado (aunque supongo que influye en mi valoración, ya que se trata de “algo personal”, como diría Serrat). Este asunto me resultó especialmente grave y doloroso en ciertos pueblos de la España profunda en los que yo desempeñaba mi actividad profesional. Resulta que en aquellos parajes las mujeres españolas (aunque les encajaría mejor la designación antropológica de aborígenes) me consideraban totalmente inaceptable porque juzgaban que mis aficiones literarias y musicales eran “impropias de un hombre” (nuevamente, ¿estaban insinuando algo implícito?) y que ellas buscaban por encima de todo “un hombre tradicional”. Además, en cuanto les contaba mis aficiones, ponían cara de asco y estupefacción, daban media vuelta y se iban; cuando aún estaban a una distancia prudencial, yo les preguntaba ¿eso es un no? y ni siquiera me respondían, así que interpreté que no llegaba a ser del todo un no (¿o quizá no captaba la sutilidad del lenguaje femenino, incluso en el caso de aquellas aborígenes?). Eso sí, afortunadamente nunca me preguntaban ¿en qué estás pensando? porque daban por hecho que los hombres de aquellas tierras no piensan. En el caso de las grandes ciudades, por el contrario, el problema es que las mujeres de hoy en día ponen el listón muy alto: la primera característica tuya que no les guste se convierte en eliminatoria (dicho en términos masculinos: tu primera “deficiencia” es merecedora de roja directa). De nada sirve tener un empleo estable y bien pagado si no lo tienes al ladito de casa, y de nada sirve tenerlo al ladito de casa si no tienes un buen coche. Siempre te pillan por algún lado. Parecen que se pasen la vida buscando al hombre perfecto y cuando su reloj biológico empieza a sonar acaban eligiendo al primero que encuentran, aunque no cumpla ni una de las condiciones que ellas antes habían exigido de otros (y aunque tenga oscuros orígenes y discutibles valores culturales). Parece que de tanto desechar candidatos medianamente aceptables (y no hablo de mí), han perdido por completo los puntos de referencia, aparte de que hoy en día uno de los principales criterios de elección de las mujeres urbanas es el excesivamente simplista (para ellas) es que me mola más. ¿En qué estarán pensando?

Ah, la mujer, ese gran desconocido.


 

LAS NIEVES DEL KILIMANJARO

(delirio filosófico)

 

“El filósofo Immanuel Kant nació en el Kilimanjaro”. Así, como suena, sin trampa ni cartón, como me lo contaron os lo cuento. Y que conste que esta extraña atribución genealógica no proviene de un alumno de la malhadada ESO (en parte porque en la ESO ni siquiera llegan a saber quién fue Kant, ya que en la programación de esta etapa se considera más importante, por ejemplo, que el alumno sepa cuál es el tipo de tambor que se utiliza en las fiestas de su comarca).

Al contrario. Tamaño dislate de tantos quilates procedía de los últimos de Filipinas, es decir, de los pocos sabios que en este mundo aún cursaban COU. Como vemos, aún nos pueden deparar sorpresas los alumnos de este plan a extinguir. [Y digo plan a extinguir, porque este otrora horrendo galicismo se ha convertido en medio consuetudinario para expresar lo que en castellano requiriría un extraño e impreciso adjetivo, como extinguible, o un catoniano y severo giro del tipo que ha de ser extinguido. Y sigo diciendo a extinguir, a pesar de las siniestras connotaciones jurásicas y pirómanas que suscita este verbo, como si COU fuera una reliquia de la Edad de Oro (quizá lo sea) o como si nos encontráramos ante las llamas que calcinaron a Giordano Bruno por decir que hay otros mundos pero no están en éste. Y digo, en fin, a extinguir, porque el tiempo pasa inexorablemente, lo presente en un punto se es ido y conviene cortar las rosas antes de que sucumban a los incendios veraniegos].

Ahora bien, tras la extinta digresión, volvamos a nuestro tema. Porque decir que Kant nació en el Kilimanjaro, ¿es realmente un dislate? No lo creo. Al contrario, pienso que el alumno debió de encontrar alguna escondida analogía -escondida y tal vez genial- entre Kant y el Kilimanjaro. Analogía que el mediocre y positivista profesor, condicionado por los datos inmediatos de la conciencia, no supo descubrir y, con el objeto de ocultar su ignorancia y medianía, decidió calificar injustamente como error.

Yo, en cambio, siempre he sido fiel al espíritu de la Reforma Educativa, según la cual el alumno nunca dice disparates sino que -como bien explica la pedagogía constructivista- trata de relacionar inteligentemente los contenidos nuevos con los ya aprendidos, y así poder integrarlos de manera coherente en las complejas redes conceptuales de su mente, aunque en ocasiones el vínculo entre los conceptos nuevos y los viejos sea oscuro, pues oscura es también la sabiduría.

Por ello, es mi deber romper una lanza por tan avezado alumno y tratar de encontrar una explicación racional a la valiente analogía entre Kant y el Kilimanjaro.

Una hipótesis, la más sencilla, consiste en relacionar el Kilimanjaro con el “verdadero” lugar de nacimiento de Kant. Kant nació en Königsberg, que es también el verdadero apellido de Woody Allen, por lo cual también sería pedagógicamente aceptable decir que Kant nació en Manhattan. Ahora bien, concedo que Königsberg y el Kilimanjaro apenas se parecen en nada (puestos así, más admisible hubiera sido que el alumno dijera que Kant nació en Carlsberg, pues fue probablemente el mejor filósofo del mundo). Pero resulta que los avatares históricos del siglo XX convirtieron a la prusiana Königsberg en la rusa Kaliningrado, minúscula porción de la extinta Prusia Oriental que pasó a manos de la extinta Unión Soviética (de ahí también lo de plan a extinguir). Y ahora sí, ¡eureka!, ¡aleluya!, todo encaja por fin, pues Kaliningrado sí se parece a Kilimanjaro. Es decir, que siguiendo un minucioso y riguroso procedimiento cartesiano (perdona Manolo, por citar a la competencia) hemos llegado a la conclusión de que el alumno, presa del nerviosismo propio de un examen, pudo haber confundido comprensiblemente Kaliningrado con Kilimanjaro.

Pero esta interpretación, pese a ser racional y plausible, dejaría en mal lugar los conocimientos interdisciplinares de este brillante alumno de COU. Porque queda fuera de toda duda que este alumno sabía la inmensa distancia que separaba Kaliningrado de Kilimanjaro, incluso en línea recta. Sus diáfanos conocimientos de geografía le hubieran impedido cometer el dislate de confundir la latitud de ambos puntos geográficos.

En consecuencia, se impone una explicación alternativa, por complicada que ésta pueda parecer. Así, comencemos dando por cierto que este alumno conocía a la perfección el contexto histórico y de pensamiento en que surge la filosofía de Kant. Kant representa el engarce entre el pensamiento racionalista y el incipiente romanticismo. Lugar similar en la historia de las ideas ocupa el francés Rousseau. A Rousseau se le debe el perfeccionamiento del mito del buen salvaje (a Rousseau, no a Truffaut). El buen salvaje es el individuo que, ajeno al contacto con la civilización degradada, desarrolla una inteligencia privilegiada en un marco bucólico y natural. He aquí la clave: el alumno ha interpretado de manera muy brillante que Kant pudo nacer en el Kilimanjaro, incontaminado por la civilización europea siempre decadente; en ese marco incomparable, de bella flor cubierto, sin temer a las fieras, fieles compañeras, el niño Kant desarrolló una espléndida inteligencia natural y superior, y comprendió los misterios del universo; rescatado por misioneros protestantes, fue trasladado a Königsberg, donde fácilmente transfiguró ese saber superior y natural en Ética, Física y Metafísica. Esta es la historia. Ni más ni menos. La culminación del saber.

Y si la Enseñanza Media sigue así, Kant seguirá en las nieves del Kilimanjaro, en el Olimpo de los sabios, en el Xanadú africano o, como bien decía el buen Lázaro de Tormes, en la cumbre de toda buena fortuna.

 

                       (Publicado originariamente en la revista Agua, 36, Cartagena, octubre 2001)


MALENTENDIDOS

 

En estos nuestros días, la sociedad de la información ha alcanzado cotas inigualables, impensables, inenarrables, tan sólo hace diez años. Y todo hace prever que esta evolución siga con idéntico ritmo vertiginoso. Pero también es cierto que últimamente hemos asistido a un proceso de degeneración de los procesos comunicativos, no sólo desde el punto de vista ético, sino también desde la perspectiva más aséptica de la teoría de la información: no hay mensaje, por pulcro y perfecto que sea el medio (prensa, radio, televisión, internet), que no venga cargado de ruidos e interferencias que dificultan e incluso vuelven del revés su correcta interpretación: son los malentendidos, malas interpretaciones, interpretaciones maliciosas o tendenciosas y otros tantos términos que se utilizan para ocultar que lo dicho no es lo comunicado y que el medio no es el mensaje.

Porque a veces uno tiene la inquietante sensación de que más de la mitad de lo que aparece en un periódico se dedica a conjeturas sobre lo que realmente quiso decir Fulanito, de cuáles eran sus intenciones ocultas o de la carga nuclear que albergaban sus palabras, aunque se tratara de una simple oración simple más o menos bien construida y generalmente sacada de contexto; como si el lenguaje fuera tan arbitrario como pensaba Humpty-Dumpty y como si, finalmente concluía el ovoide semiólogo, lo importante no es lo que significan las palabras sino quién manda aquí. Manda huevos.

Y todo ello, repito, resulta extraño en nuestros días, pues cualquier conocedor de los rudimentos de la teoría de la información sabrá que cuando más perfecto es el sistema comunicativo, menor cantidad de ruidos e interferencias debe haber. O al menos, buenas cantidades de dinero han invertido durante medio siglo las compañías de telecomunicaciones para que así sea. Es decir, que el perfeccionamiento de los sistemas comunicativos y la disminución del ruido y la interferencia deberían mantener una relación directamente proporcional. Y sin embargo ambas variables divergen de tal manera que tienden hacia una relación inversamente proporcional. Ahora bien, como la teoría de la información es una ciencia exacta (a diferencia de nuestras queridas y menospreciadas humanidades), si esto no cuadra es porque falla algo. Y en consecuencia se impone una única hipótesis rectificadora: que los ruidos e interferencias no sean tales, sino una manera sutil y maquiavélica de disimular mensajes poco recomendables; en suma, una forma ultramoderna y cibernética del viejo refrán de tirar la piedra y esconder la mano, aunque la piedra y la mano sólo sean virtuales, o como mucho verbales, pues algo hemos evolucionado respecto del homo antecessor que salía en 2001 y respecto de nuestros tatarabuelos de las pinturas negras de Goya.

Los clásicos, hoy en día también menospreciados, ya dijeron que es humano errar, y del acervo popular también extraemos la idea de que también es humano tropezar dos veces en la misma piedra. Aunque en esos casos se supone la buena intención (como el valor), por parte del ser humano. Pero nuestro inigualable refranero pone el dedo sobre la llaga, cuando en una síntesis perfecta de culteranismo y conceptismo, afirma que el ser humano -y quizá mayormente el español- se sirve con frecuencia de la prevaricación y donde dije digo, digo Diego, e incluso Santiago, Jaime, Yago y Jacobo. Sí, ya sé que también es humano desdecirse e incluso que rectificar es de sabios, pero aquí entra con facilidad la mala intención. Y parece ser que lo que enturbia el correcto proceso comunicativo de muchos mensajes recientes emitidos por políticos no es un fallo cibernético sino una voluntad de sembrar cizaña, maledicencia, mala intención y mala fe, que después el emisor transforma hábilmente en una confusión sin importancia, a la vez que en un gesto de victimismo atribuye la magnificación del error a la saña con que lo persiguen sus enemigos y detractores. Y aquí ya no queda el recurso a Shannon y Weaver, ni siquiera a MacLuhan, sino directamente a Maquiavelo como facedor de entuertos y a Voltaire como desfacedor de ellos.

Que cuando dije hilo y aguja para la mujer y látigo para el varón, el fin justifica los medios, un monarca, un imperio y una espada, la religión es el opio del pueblo, el trabajo os hará libres, delenda est monarchia, el que no está conmigo está contra mí, Dios ha muerto, somos una unidad de destino en lo universal, más vale morir de pie que vivir de rodillas, del rey abajo ninguno, tan sólo quería glosar algunos pensamientos célebres y exhibir un poco de culturilla, para que no se piensen que soy como esos famosillos semianalfabetos que salen en la tele en los programas de marujeo, que yo tengo mi carrera de Derecho, que me costó diez años de sacarla porque me estudiaba los temarios por partida doble.

Que cuando dije la mujer con la pata quebrada y en casa, otra guerra es lo que haría falta, quien con niños se acuesta mojado se levanta, se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, con su pan se lo coman, ojo por ojo diente por diente, quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, tan sólo quería mostrar la sapiencia popular que encierra nuestro refranero así como su innegable vigencia actual; y que esas cosas también las dijeron Celestina, Lázaro de Tormes y Sancho Panza y nadie les ha recriminado nada sino que, al contrario, los ponen como ejemplo para nuestros hijos.

Que cuando di vítores a Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Fidel Castro, Pinochet o Gadaffi, no tenía la más mínima intención de suscribir el testamento político de estos grandes estadistas, ni de aprobar sus métodos de regulación de la población, ni de simpatizar con sus ideologías ligeramente alejadas del centro político. Tan sólo quería épater le bourgeois, mostrar una brizna de inconformismo hacia el sistema, coquetear con las filosofías del underground y con las masas trabajadoras que disfrutan del deporte rey; y que eso también lo hicieron muchos escritores y estrellas del Rock, y bien que los citan en los libros de Historia y los jóvenes los llevan en sus camisetas.

Que todo eso lo dije por hacer una gracia, aunque haya caído en desgracia, porque pensaba que la política era muy aburrida y que hacía falta un poquito de sal y pimienta.

Que hice públicos pensamientos privados, y reconozco que eso no está bien en un personaje público; que metí la pata por pensamiento, obra y omisión, que ha sido mi culpa, mi culpa y mi gran culpa, que he sido infiel a los estrictos mandamientos del lenguaje políticamente correcto y que pido sinceramente disculpas a quien hubiere podido ofender.

Que soy humano, soy imperfecto, que de vez en cuando se me va la olla (como a los mejores cocineros), se me cruzan los cables (como a los mejores electricistas) y se me va la bola (como a los mejores futbolistas).

Que los de tal periódico y los de tal emisora me tienen manía, van a por mí, me la tienen jurá, soy objeto de acoso y derribo, soy carne de cañón, miran con lupa todo lo que yo digo, me espían, pinchan mis teléfonos (e incluso un monigote con mi foto, como si fuera un vudú), que todo lo que digo me lo malinterpretan, malentienden, malversan y maltratan, que me siento como en el show de Truman, que a los políticos nos hacen como en Luz de Gas y en Gran Hermano (y que no se dan cuenta de que el Gran Hermano somos nosotros), que no hay derecho, que esto es una injusticia y que me quiero ir con mi mamá.

Y devolviendo la pelota al otro tejado, es justo advertir que, cuando los periodistas recogen con fruición estas declaraciones innaturales y perversas que llenan sus diarios, telediarios y ciberdiarios, deberían recordar que existe libertad de opinión y pensamiento, y que no es justo medir con distinta vara a los seres marginales (a los que siempre se les permite todo) y a los políticos y los profesores (que siempre salimos mal parados), y que no echen más leña al fuego, que la cosa está que arde, ni más gasolina, que está muy cara. Y sobre todo, que no es lo mismo lo dicho que lo comunicado. O en palabras de Voltaire, con dos siglos de adelanto sobre Grice y Ducrot, que cuando un diplomático dice quiere decir quizá, que cuando dice quizá quiere decir no y que cuando dice no  deja de ser un diplomático (aunque en comparación con los casos mencionados, el ejemplo del diplomático sea casi ejemplar en lo ético y en lo pragmático). Porque no estaría nada mal que los periodistas y los columnistas (incluyendo a los quintacolumnistas) se leyesen algún manualito de Pragmática, aunque también hay otras prioridades y antes deberían leerse sendos manualitos de Ortografía y Gramática. Y sólo entonces podrán lanzarse a la compleja de tarea de interpretar lo que han querido decir  los demás. Porque de lo contrario, los árboles no nos dejarán ver el bosque, y los ruidos e interferencias impedirán entender correctamente los mensajes, aunque ya no haya apenas ni árboles ni bosques y los mensajes puedan transmitirse en un sólo segundo al mundo entero.

 

                       (Publicado originariamente en la revista Agua, 36, Cartagena, octubre 2001)