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LOS
ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”
(III: 2009) “Making Friends” Special Edition
Juan Gómez Capuz
EL
“CÓDIGO ALMERÍA”
Bienvenidos,
amigos del misterio. Ya hemos hablado en otras ocasiones de diversos lugares de
España en los que se concentran enormes energías telúricas y que se han
convertido en lugares mágicos y, por qué no decirlo, inquietantes.
Sin embargo,
apenas se ha hablado del protagonismo que la ciudad y la provincia de Almería
han tenido en el desarrollo de acontecimientos cuyo alcance ha superado el
ámbito nacional. Almería se ha convertido en un lugar de poder, en un reino
enigmático cuyas similitudes con el paisaje desértico e incluso, por qué no
decirlo, con el paisaje marciano le han conferido un aura de reino que no es de
este mundo. Repasemos brevemente la historia.
La importancia estratégica de Almería ya se remonta a la Antigüedad clásica. En sus costas griegos y fenicios establecieron factorías; posteriormente este territorio fue ocupado por los cartagineses y finalmente fue testigo de las guerras púnicas entre los cartagineses y el naciente poder romano. Incluso algunos estudiosos piensan que las costas a las que llegó Ulises en la Odisea, al desviarse tanto de su trayecto a Ítaca y acercarse a las Columnas de Hércules, correspondían al litoral de Almería (quizá el país de los feacios), e incluso la isla de Calipso pudiera ser la isla de Alborán. Algunos investigadores también apuntan a que María Magdalena hizo escala en las costas de Almería en su trayecto hacia Marsella, pues en la antigua colonia griega de Adra el Priorato de Sión tuvo una de sus primeras bases. Recordemos también que, durante el período visigótico, el siempre enigmático Imperio Bizantino ocupó durante breves decenios las costas almerienses. Sin duda, todos estos avanzados pueblos y todos estos intrépidos viajeros fueron atraídos por el carácter mágico y el potencial telúrico que encerraba la provincia. Esto también se puso de manifiesto con la importante corriente de místicos sufíes que habitaron el territorio durante los largos siglos de dominio islámico.
Tras la
decadencia durante la Edad Moderna, debida al despoblamiento tras la expulsión
de los moriscos y la inseguridad de sus costas frente a la piratería
berberisca, en el siglo XIX comienza a recuperarse gracias al descubrimiento de
filones metalíferos, otra prueba más de las energías telúricas subyacentes.
Pero el
verdadero siglo de oro de Almería y su provincia es el siglo XX. Durante esa
convulsa centuria destacados artistas y políticos de relevancia internacional
han estado estrechamente vinculados con este pequeño territorio del Sureste
español. La genialidad de sus nativos queda confirmada por el origen almeriense
de Walt Disney, que como todo el mundo sabe nació en Mojácar y fue llevado de
muy niño a Estados Unidos. Las fuerzas telúricas que se daban cita en la
provincia motivaron en 1937 el ataque a la capital de los barcos de
Kriegsmarine de Hitler, sin duda alertado por los círculos ocultistas del
Tercer Reich y por las investigaciones de Himmler y Hess, grandes conocedores
de la España mágica, del sufismo (Hess nació en Egipto) y de la tradición
griálica (Himmler visitó el monasterio de Montserrat en busca del Grial). Desde
mediados de los años 50, el carácter mágico del paisaje almeriense atrajo el
interés de los grandes estudios cinematográficos, los cuales rodaron en la
provincia grandes superproducciones como Lawrence de Arabia, y que de
hecho continuaron hasta entrados los años 80 con Conan el Bárbaro: eso
implicó la presencia en Almería de figuras tan diversas como Peter O´Toole,
Anthony Quinn o Arnold Schwarzenegger. La existencia de tan potente
infraestructura propició el surgimiento de un género propio, el
spaghetti-western, que dio lugar a cientos de películas entre las que destacan
la trilogía de Sergio Leone, Por un puñado de dólares, La muerte
tenía un precio y El Bueno, el feo y el malo, las cuales dieron a
conocer a un actor norteamericano llamado Clint Eastwood. Durante esos años, se
rodaron en Almería rarezas como la película antibelicista inglesa How I won
the war, de Richard Lester. En ella participó John Lennon, quien pasó
varios meses en Almería y se llevó de vuelta a Inglaterra tres grandes tesoros:
la fantasía psicodélica Strawberry Fields Forever (sin duda inspirada en
el carácter mágico del paisaje almeriense), la costumbre de imprimir las letras
de las canciones en las portadas de los vinilos y, la más importante, sus
inseparables gafas redondas.
Más aún. Por
las mismas fechas, en 1966, la localidad almeriense de Palomares fue objeto de
atención de la opinión pública mundial cuando la colisión de un bombardero
norteamericano B-52 con otro aparato supuso la caída al mar de dos bombas
atómicas (por supuesto, esa fue la versión oficial. Sin embargo, los
investigadores de lo paranormal consideran que el mar de la costa de Almería es
un vórtice que succiona la energía que fluye del espacio hacia la Tierra, y por
ello estos lugares han sido utilizados como puertas de entrada de viajeros de
otros mundos, como en el Triángulo de las Bermudas y Roswell; sólo que en el
caso que nos ocupa la energía no era extraterrestre sino que se hallaba
concentrada en grandes dosis en el núcleo de uranio de sendas bombas atómicas).
El escándalo intentó ser aplacado por el famoso baño de Manuel Fraga, pero sin
duda puso de manifiesto e hizo aumentar las energías telúricas (y en este caso,
silúricas) de Almería.
Supongo que el lector habrá reparado no sólo
en la importancia de los personajes históricos citados sino también en su
longevidad, y quién sabe si en su inmortalidad: quizá sea un efecto colateral
de los poderes mágicos que emanan de Almería. No es casualidad, por tanto, que
numerosas leyendas urbanas mencionen a Walt Disney, Hitler y Lennon como las
personas que siguen vivas en una isla desierta. De hecho, yo no pongo en duda
que los tres sigan vivos en una isla desierta; en todo caso, niego la menor y
lo que pongo en duda es que se trate de una isla “desierta”. En el caso de
Fraga, parece ser que su baño en Palomares le infundió las energías del mar
almeriense (como a Obélix cuando cayó en la marmita) hasta el punto de darle
esa longevidad rayana en la eternidad. En los casos de Clint Eastwood y Arnold
Schwarzenegger, su presencia en Almería fue la antesala de una carrera llena de
éxitos y de una incipiente labor política, algo que parece común a todos los
famosos relacionados con Almería: fueron mitad artistas y mitad políticos.
Y,
finalmente, el lector se preguntará qué relación tiene Iker Jiménez con
Almería. Pues muy sencillo: Iker Jiménez es el hermano gemelo (o dídimo)
de Unai Emery, el cual fue entrenador del Almería. Ese es el eslabón final de
toda la trama (o, por qué no decirlo, conspiración), a la que propongo llamar
el “Código Almería”.
ENREDADOS
Me cuenta mi
amigo Harold Tannenbaum, de la University of Stanford (quien, por cierto, tiene
en su casa un abeto con las hojas siempre verdes), que es posible conciliar la
teoría del Big Bang y el Creacionismo. Según él, en su interesante libro Big Bang Theory and Creationism:
Towards a Human Understanding
(University of Stanford Press, 2007), el Big Bang fue como una tremenda
explosión de gas, ergo alguien tuvo que haberse dejado dado el gas y ese
alguien, contingentemente, podría haber sido Dios la noche antes de la creación
del mundo. Sin embargo, su ecléctica teoría ha sido severamente criticada por
fanáticos de ambos bandos, los cuales acusan a mi amigo Tannenbaum de
heterodoxo e, incluso, de loco. Lo cierto es que mi amigo Harold no tiene mucha
suerte con sus hipótesis. Él fue el creador de ingeniosa metáfora que comparaba
los agujeros negros con canastas de baloncesto en el artículo “Are black holes
good basketball players?” (Scientific American, 45, págs.108-121); sin
embargo, la metáfora fue considerada políticamente incorrecta porque alguien
advirtió que los negros son grandes jugadores de baloncesto y que la expresión black
holes iba con segundas. Ni siquiera
su argumento de que él mismo era judío y que también se sentía muy preocupado
por la discriminación racial logró aplacar a sus detractores. A pesar de esos
pequeños contratiempos, mi amigo Harold sigue siendo un apasionado de la
ciencia y te fascina con multitud de anécdotas. Por ejemplo, me relata que en
su juventud, paradójicamente a pesar de su ascendencia judía, fue uno de los
discípulos predilectos de Wernher von Braun y que el padre de la energía
atómica (y de las V2) solía contar muchos chistes sobre Hitler y los nazis para
relajar el ambiente (y quizás para limpiar su reputación): se reía mucho de la
absurda creencia nazi en la Tierra Hueca y comentaba que las dos únicas
personas que consiguieron “poner negro” a Hitler fueron Franco y Jesse Owens
(sin duda, hoy en día ese chiste también habría sido tildado de racista y
políticamente incorrecto).
Las
historias de Harold me demuestran que la historia de la ciencia está hecha de
pequeñas anécdotas, muchas veces banales y, en ocasiones, casi surrealistas. Me
contaba también todos los debates a los que asistió sobre la manzana de Newton.
Habrá de saber el lector que la comunidad científica se halla dividida en
varios bandos irreconciliables acerca de la anécdota de Newton con la manzana y
su subsiguiente descubrimiento de la teoría de la gravedad. El bando más
radical es el llamado “Non Apple Theory”, el cual niega rotundamente que a
Newton le cayera una manzana en la cabeza porque el parque en el que estaba, en
aquella época, carecía de manzanos. A su vez, dentro del amplio bando de los
que defienden que a Newton realmente sí le cayó una manzana, nos encontramos
con dos escisiones (a su vez violentamente enfrentadas entre sí): los que
postulan que le cayó una manzana y luego se la comió (“Eaten Apple Theory”) y
los que defienden de manera vehemente que no se la comió sino que la guardó
como recuerdo o trofeo de aquella intuición genial (“Non Eaten Apple Theory” o
“Apple-as-a-Trophy Theory”). Podríamos añadir que en los últimos años ha
surgido una escisión de esta última teoría, constituida por autores que admiten
que Newton se guardó la manzana, pero al carecer en aquella época de mecanismos
eficaces de conservación de los alimentos en frío, la manzana se pudrió muy
pronto (es la “Rotten Apple Theory”). El lector podrá encontrar abundante
información sobre esos interesantes debates en H.Rottenmeyer & W.Appleby
(eds.) Proceedings
of “Newton´s Apple” Discussion for the Benefit of Gravitational Theory (Oxford, OUP, 2006). Incluso un excéntrico físico austriaco, Egon
Arsloch, llegó a proponer (basándose en las observaciones sobre la aceleración
del objeto que constató el propio Newton) que la fruta en cuestión no era una
manzana sino una pera (la llamada “Birne Theorie”), aunque al final se demostró
que Arsloch era un obseso sexual influenciado por las teorías de Freud y
Wilhelm Reich, y de hecho pasó sus últimos años en un sanatorio psiquiátrico
acosando a las enfermeras.
Por cierto,
ahora que he mencionado los sanatorios psiquiátricos, he de confesar a mis
lectores que suelo escribir mis libros en las salas de espera de los
aeropuertos, mientras rememoro las conversaciones que he tenido con mis famosos
amigos científicos. Lamentablemente, no puedo continuar mi tarea dentro de los
aviones, porque no me permiten subir ningún lápiz o bolígrafo, aunque esa es
otra historia. En todo caso, quisiera recordar la anécdota que me sucedió con
un guardia de seguridad en el aeropuerto JFK de New York: en un impecable
inglés, yo trataba de explicarle que la normativa de no dejar llevar en el
equipaje de mano recipientes que llevaran líquidos dentro era científicamente
insostenible, porque las fibras vegetales y las pieles de las que están hechas
esos equipajes de mano contienen cierta cantidad de agua, y por tanto, en
rigor, cualquier equipaje de mano contiene líquidos dentro, aunque no sean
perceptibles por el ojo humano. Parece ser que mi explicación (“All-Water
Theory”) no le debió de convencer del todo, porque me tuvo treinta y seis horas
retenido en una sala oscura acusado de terrorismo químico, hasta que vino a
liberarme el embajador.
Volviendo a
las anécdotas de los científicos y a las grandes discusiones de la ciencia
actual, también circula la leyenda de que Einstein descubrió que el espacio era
curvo mientras tocaba el violín (la llamada “Violin Theory”). No se sabe
exactamente si la analogía surgió a causa de la forma del arco o por la
difusión de las ondas sonoras. Incluso hoy en día hay científicos que niegan
que el espacio sea curvo a pesar de las claras evidencias de la teoría de la
relatividad. Por ejemplo, algunos plantean la siguiente objeción: si la luz se
propaga en línea recta, ¿cómo puede ser el espacio curvo? Sería una
contradicción. Otros sostienen que la luz se propaga en línea recta porque nada
es más rápido que la luz y la línea recta es siempre la distancia menor entre
dos puntos (“Straight Light Theory”). Sin embargo, algunos científicos apoyan
la intuición de Einstein argumentando que la luz viaja tan aprisa que al final
se cansa y adopta una trayectoria curva (“Tired Light Theory”), pero niegan que
sea porque objetos de gran masa (como las estrellas) son capaces de curvar los
haces lumínicos por efecto de la gravedad, como sostenía el gran Einstein. Como
ven, nos encontramos ante otro gran dilema y diversas teorías contrapuestas que
el lector puede contrastar en el ameno manual de Aaron Kugelschreiber Is
Space Bent or Flat?: One hundred Theories and no Agreement, Ann Arbor,
Michigan, 2003.
Y para
terminar el capítulo, una última pregunta para que los lectores puedan
reflexionar: si el hidrógeno y el oxígeno son gases, ¿por qué el agua, el agua
que bebemos, el agua con la que nos lavamos, el agua que damos al canario, es
líquida a temperatura ambiente?
HISTORIA
DE UN AUTOBÚS
Hoy les voy a hablar de
algo cercano y cotidiano. La línea de autobús que suelo utilizar cuando quiero
ir al centro de mi ciudad o a la zona universitaria. Aunque el guarismo que le
fue asignado a dicha línea es el 10 (quizá porque su recorrido se asemejaba al
que ya hacían las líneas 9 y 11, y el número 10 aún no estaba pillado), lo
cierto es que se trata de un cruel ironía del destino, pues –como verán- esta
línea de autobús es lo más opuesto a la perfección.
Para empezar, cabría reconsiderar con
criterios racionales el trayecto que realiza dicho autobús para cruzar la
ciudad de sur a norte. Y digo con “criterios racionales”, porque seguramente
quien creó la línea debía de ser un friki entusiasta de los laberintos
cretenses y de los jardines versallescos, pues el autobús recorre la ciudad en
un interminable zigzag, aventurándose por callejuelas estrechas del centro
histórico en las que queda inevitablemente atascado. El resultado es que para
ir de una punta a otra de la ciudad invierte prácticamente una hora, tiempo en
el cual un modesto tren de cercanías recorrería 70 kilómetros y se saldría de
la provincia. Uno de los ejemplos más sangrantes, aunque ahora ha sido
abandonado (porque esa era otra, cada dos meses la línea cambiaba su itinerario
para confusión de los usuarios) era la odisea (creo que es lícita la analogía
homérica) a través de la larga y estrecha calle Bailén. Además, el nombre de la
calle era una metáfora perfecta del callejón sin salida en el que se metía el
autobús: evocaba diáfanamente el avispero español en el que se metieron las
invencibles tropas de Napoleón, en aquella “maldita guerra de España”, como
dijo el pequeño gran corso (no el de ahora). Porque uno sabía cuándo entraba el
autobús en la calle Bailén, pero nunca sabía cuándo saldría… si es que salía.
Entre hoteles, hostales, hostaluchos y pensiones, bazares chinos, chinos con
paquetes para los bazares, coches en doble fila y multitud de personas cruzando
en rojo para poder llegar a tiempo a la estación de tren, el autobús quedaba
eternamente atascado en tan larga travesía. Incluso algún pasajero llegó a
comprobar empíricamente que podía bajarse del autobús poco antes de entrar en
la calle Bailén, entrar en el sex-shop que está a mitad de la calle (por lo que
me han contado), ver una película hasta el final (por si se casan), llegar al otro
extremo de la calle y coger el mismo
autobús, pero no un autobús de la misma línea, sino el mismo autobús
material y concreto del que se había bajado bastantes minutos antes.
Además, también era
frecuente que en su ímpetu por cruzar el tiempo récord los zigzagueantes
obstáculos de la gincana que constituía su trayecto, el autobús colisionase con
otros vehículos menos hábiles. Y entonces el autobusero se ponía en jarras, aparcaba y decía que no
se movía hasta que el conductor del otro vehículo accediera a redactar un parte
amistoso. Y así nos tenía diez o veinte minutos a todo el pasaje, virtualmente
secuestrados y con los móviles sonando como si fuera el fin del mundo.
Pero no todos los
aspectos llamativos y esperpénticos del autobús eran achacables al laberíntico
trayecto y a las maniobras kamikazes del autobusero . La fauna que
poblaba –y puebla- dicho autobús tampoco tenía desperdicio y era un reflejo
fiel de la decadencia de nuestra sociedad.
Abundaban en el autobús
los jóvenes estudiantes que se desplazaban a la Universidad desde el
extrarradio. Como es habitual en nuestros jóvenes, solían ir con pantalones de
dos tallas más anchos hechos unos harapos, con rotos y descosidos presuntamente
intencionados; los pelos largos y greñudos, llenos de grasa y hormonas y a
veces hasta con trenzas rastas; innumerables piercings, hasta el punto
de que piensas si el líquido que beben no les saldrá por tantos orificios; el
MP3 y los auriculares a toda virolla, a un volumen propio de macrodiscoteca
bakaladera, pero que ellos, catatónicos y ausentes del mundo exterior, no
percibían como demasiado alto ni se preocupaban porque casi se le reventasen
los tímpanos al pasajero que estaba a su lado.
Las nuevas tecnologías también habían hecho su
estrago en el colectivo de las amas de casa. Todas ellas iban “armadas” de un
móvil de última generación y, dado que dentro del autobús había mucho ruido de
fondo y poca cobertura, hablaban a gritos con “la Mari” de todo tipo de
intimidades que bien podrían haber aparecido en algún reality vespertino. Y encima se ofendían cuando se
daban cuenta de que todo el autobús había escuchado “en abierto” tan
inconfesables perversiones.
Otro colectivo en auge
eran los inmigrantes. Como el autobús conectaba dos barrios con viviendas de
precio asequible (es decir, pisos antiguos sin ascensor), eran muy numerosos en
el autobús. El problema de “espacio vital” que siempre aquejaba a nuestro
autobús se agravaba cuando entraba la mujer ecuatoriana con un bebé en un
supercochecito de niño que tenía más extras y accesorios que el bólido de
Fernando Alonso (y al que a veces incluso aventajaba en velocidad y
maniobrabilidad) y que por sí sólo ya ocupaba casi medio autobús, a lo que
había que sumar un par de niños más de corta edad que intentaban asirse a la
mano de su madre. En todo caso, como prueba palpable de la integración de los
inmigrantes en nuestra sociedad, podríamos decir que los más jóvenes imitaban
la moda grunge, los piercings y
los MP3 a toda virolla de nuestros jóvenes, mientras que las madres eran
capaces de manejar a la vez con suma habilidad el supercochecito de niño y el
móvil de última generación, oye que hisiste, mami, qué bueno que viniste.
Al menos, los hijos de
los inmigrantes eran un poco más educados que los nuestros. Porque cuando,
sabiendo que el trayecto a Ítaca iba a ser largo y rogabas a los dioses por
ello, intentabas echar una cabezadita en el asiento, empezabas a oír sonidos
agudos y penetrantes, como si se hubiera colado en el autobús un afilaor
con su ancestral silbato o como si
estuvieras en medio de una feria. Intentabas dirigir tu mirada hacia el origen
de tan asesinas ondas sonoras y veías a un niño español de tres o cuatro años
que jugaba con un móvil, una guitarrita o una PSP, artefactos todos que
producían tan lacerante sonido. Todo ello ante la más absoluta pasividad de sus
padres (como si fueran cascos azules). Hay que ver cómo los padres de hoy
consienten que sus hijos malcriados den el coñazo a todos los demás siempre y
cuando a ellos los dejen tranquilos. Sólo cuando el estridente sonido se hacía
insoportable y la gente empezaba a protestar, los padres se veían obligados a
hacerle una tímida recomendación al niño, pero muy tímida, no sea que lo
traumatizara.
Ajenos a lo que las
ciencias adelantan estaban nuestros mayores, también cada vez más numerosos,
que cogían el autobús simplemente para pasearse, como si fuera –y casi lo era-
un autobús turístico de los guiris pero más barato, porque ellos iban de trinqui.
Lo único que les preocupaba a nuestros mayores, hasta el punto de montar un
pollo por ello y amenazar con llamar a los municipales, era que las personas
más jóvenes no les dejaran libres los asientos. Y en esto tienen razón, porque
por experiencia puedo afirmar que el 90 de los jóvenes y de los extranjeros no
ceden el asiento del autobús a nuestros mayores.
Sin duda alguna, la
fauna de individuos del autobús “imperfecto” era y es un fiel reflejo de
nuestra “imperfecta” sociedad. Y cada día que cojo el 10, los vuelvo a
encontrar.
EL
PLAN-E Y LAS COSTUMBRES DE LOS OBREROS
Durante este
verano, muchos obreros han encontrado un asidero ante la crisis y la destrucción
de empleo gracias a las variopintas obras emprendidas al amparo del llamado
Plan-E. Sin duda, para ellos han sido tres o cuatro meses de gran alivio, pero
para muchos vecinos han sido meses de caos, ruido e intranquilidad
(entendámoslo como “efectos colaterales” del Plan E).
En primer lugar, cabría juzgar la necesidad de muchas de esas obras.
Era mucho dinero del que disponía alegremente el Gobierno. Y ese dinero ha ido
a parar a las manos de muchos ayuntamientos de muy diverso signo, los cuales lo
han gastado alegremente en proyectos faraónicos de dudosa utilidad. Por
ejemplo, un tipo de obra muy común ha sido ensanchar las aceras de calles por
las que apenas pasan personas, o crear un carril bici en zonas donde casi nadie
va en bicicleta. Otro detalle curioso ha sido que después de ensanchar una
acera, han tenido que abrirla otra vez para colocar conductos de agua o
electricidad que no habían sido previstos al principio. Igualmente, se han
construido polideportivos gigantes en algunos pueblos donde casi nadie practica
deporte. También me comentan algunas personas que en algunas calles de barrios
antiguos han colocado desagües en los bordes de las aceras, y el efecto
colateral ha sido la aparición de cucarachas y ratas en lugares donde nunca
antes las había habido porque no tenían “acceso directo” al pavimento.
Todo ese
desbarajuste y falta de planificación ha supuesto un gran derroche de dinero
pero, sobre todo, un gran derroche de ruido. Y los grandes perjudicados hemos
sido quienes teníamos largas vacaciones (como los profesores) o quienes no
tenían obligaciones profesionales (como los numerosos jubilados o los parados
que no sólo veían no sólo cómo otros les quitaban el puesto de trabajo sino que
encima no les dejaban descansar).
Porque este boom de las obras municipales nos lleva a
reflexionar acerca de las atávicas costumbres de los obreros. La primera de
ellas –y la más hiriente- es la costumbre de los obreros de empezar a trabajar
muy temprano, hacia las ocho de la mañana (y aun un poco antes si la luz solar
acompaña). Además, como mucha gente me comenta a menudo, cuando comienzan a
trabajar a las ocho suelen hacer mucho ruido, sobre todo con los grandes
taladros mecánicos. De ocho a nueve de la mañana los obreros hacen un ruido
infernal, quizá con el propósito oculto de despertar a todos los “ociosos” (que
algunos de ellos juzgarán como “capitalistas improductivos, rentistas y pequeño
burgueses”) que viven en un radio de tres o cuatro manzanas. Sin duda, se trata
de una costumbre antigua, como podemos ver en la letra de una canción del grupo
heavy Barón Rojo (“Son como
hormigas” en el elepé Volumen Brutal, 1982): “Son ya las ocho / el ruido
en mi calle es infernal / levantan la acera / por cuarta vez o quinta ya / Son
como hormigas / que buscan comida sin parar / La abren, la cierran / Y otra vez
vuelta a empezar”. Lo más absurdo del caso es que poco después, hacia las nueve
o nueve y media, cesan repentinamente su ruidosa actividad profesional y se van
a almorzar, actividad lúdico-gastronómica en la que invierten casi una hora.
Pero ya han despertado a todo el personal que podía estar descansando, sobre
todo en estas faraónicas obras veraniegas del Plan-E. Y mucha gente se
pregunta: ¿Y no sería más sencillo que los obreros comenzaran a trabajar una
hora más tarde y que vinieran ya almorzados de casa? Por ello, he llegado a
barruntar la hipótesis de que Plan-E
no es la abreviatura de Plan España (como sostiene el Gobierno) sino de Plan
Espabílate (porque han llegado los
obreros a las ocho y están haciendo un ruido del carajo y no vas a poder dormir
ni un minuto más).
Otro detalle
que me ha llamado la atención –y me ha sumido en la más absoluta desesperación-
es que los obreros del Plan-E ni siquiera dan un respiro a los sufridos vecinos
durante la que debiera ser la teórica hora española de comer, de 2 a 3 de la
tarde. Resulta difícil de entender, aunque se podrían plantear tres hipótesis
explicativas. La primera es que han almorzado tanto que ya no tienen gana de
comer, pero no me convence. La segunda es que sí van a comer pero, como los
capataces quieren terminar las obras faraónicas a tiempo (algo imposible en
España), sobre todo para evitar el caos circulatorio que provocan ahora que
estamos en septiembre y circulan más coches y los mastodónticos autobuses
escolares (otro efecto colateral), siempre hay un obrero “de guardia” con el
taladro mecánico, agujereando la acera por cuarta vez o quinta ya e impidiendo
comer en paz a los pobres vecinos. La tercera hipótesis es que, como entre los
obreros hay personas de tantas nacionalidades y culturas, les ha resultado
imposible consensuar una hora común para comer (ya que el respeto a las
costumbres del país de acogida suele brillar por su ausencia, aunque
–paradójicamente- eso de no llegar a ningún acuerdo sí es una costumbre muy
española).
Y así pasan
los días del verano en los barrios donde nos ha tocado la china del Plan-E (que
son casi todos). Y septiembre amenaza con ser igual (agravado por ser el mes
del Ramadán para los musulmanes, con lo cual seguro que no se van a comer hasta
que se ponga el sol y asumen con entusiasmo ponerse “de guardia” con el taladro
mecánico de 2 a 3). Menos mal que muchos ya tenemos que ir a trabajar y no lo
notaremos tanto, pero para los jubilados y los parados continuará siendo una
tortura. Y eso es todo porque ya llegan los obreros.
SOBRE
EL TRASFONDO IDEOLÓGICO DE LOS CÓMICS JUVENILES Y LOS PRODUCTOS DE FICCIÓN
INFANTIL
Últimamente
me ha llamado la atención y me ha hecho reír a carcajadas (aunque ellos lo
plantean muy en serio) la paranoia de quienes creen ver en los cómics juveniles
y en los diversos productos mediáticos dirigidos al público infantil y juvenil
(series de animación, muñecos, canciones) un clarísimo trasfondo, cuando no una
clara manipulación, de tipo ideológico. Curiosamente, en esta paranoia han
caído tanto sesudos pensadores marxistas como severos telepredicadores
fundamentalistas protestantes (y recientemente numerosos internautas que, por
lo visto, parecen tener mucho tiempo libre). Como veremos a lo largo del
artículo, creo que a todos ellos se les podría aplicar el estribillo de aquella
sublime canción de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán llamada “Señora azul” (por
cierto, la favorita de Risto Mejide) en la que se denuncia a los críticos
musicales que “desde la barrera suele[n] ver / toros que no son / ni parecen
ser”.
El pistoletazo de salida de semejante paranoia ideológica se atribuye
al libro de Ariel Dorfman y Armand Mattelart Para leer al Pato Donald (Buenos Aires, Siglo XXI, 1972), texto
clásico de la crítica marxista de los medios de comunicación de masas. En este
libro, concebido por Dorfman en el Chile de Allende, se critica el fuerte
componente ideológico de los cómics producidos en Estados Unidos y dirigidos al
público juvenil de América Latina. A partir de estos “productos” (palabra muy grata
a los pensadores marxistas y a Risto Mejide, aunque a mí me suena más bien a
término capitalista…) en general y de la obra de Walt Disney en particular, Dorfman explica de qué manera las historietas del
pato Donald inducen en los niños una clara ideología de clase dominante en la
que se enseña que no se puede luchar contra el orden establecido. Apunta
también el autor que, en las aventuras protagonizadas por el Tío Gilito, Donald
y sus sobrinitos, todo intercambio humano toma la forma mercantil y la
solidaridad entre iguales desaparece, ya que sólo existe la competencia. En la
incesante y codiciosa búsqueda de oro, a menudo se encuentran con pueblos
salvajes y primitivos, los cuales son manipulados por los patos para hacerse
con su tesoro, y todos tan felices. El saqueo imperialista y la sumisión
colonial no aparecen en su carácter como tales. El consumismo o el menosprecio
machista son algunos de los valores que pululan por el mundo Disney, y la
violencia simbólica que encontramos en sus viñetas conducen a interpretaciones
ideológicas muy concretas. (En mi opinión, se trata de la versión culta de la
conocida leyenda urbana que dice que las autoridades ponen droga en el Cola-Cao
para mantener dóciles y adocenados a los niños). Quien busque referencias sobre
este libro en Internet, se encontrará con una farragosa sarta de citas
literales de la obra, quizá porque quien las copió (como yo) no acababa de
entender lo que significaban, o quizá porque el contenido de los pensadores
marxistas debe ser reproducido palabra por palabra, verbatim, como en
una liturgia laica, para que su contenido no sea malinterpretado por
desviacionistas pequeñoburgueses (como yo). Por cierto, que muchas personas e
internautas (la mayoría de los internautas son personas, aunque parezca lo
contrario) han señalado en blogs y foros la contradicción de que Ariel Dorfman,
después de criticar con tanta vehemencia el modo de vida americano y sus
productos artísticos, se refugiara en diversas universidades de Estados Unidos
a mediados de los setenta tras el brutal golpe de estado de Pinochet; a mí no
me extraña tanto, si tenemos que cuenta que el apellido Dorfman se traduce en
inglés, más o menos, como “Village People”.
Otro cómic
célebre que también ha sufrido el ataque masivo de aquellos que ven oscuras intenciones
(como decía Serrat) o manipulaciones ideológicas ha sido Tintín. En este
caso, es un hecho constatable que su creador, Hergé, profesó ideas claramente
derechistas y racistas. Una de las entregas más polémicas fue el segundo
volumen, Tintín en el Congo (1931-1932). De este cómic se ha dicho de
todo: que es una apología del racismo y del colonialismo, ya que los indígenas
son mostrados como indolentes y estúpidos, hasta el punto de que los elefantes
hablan en perfecto francés mientras que los indígenas lo hablan de manera
incorrecta; que es un cómic que muestra una crueldad innecesaria hacia los
animales en las escenas de caza, pues –por ejemplo- Tintín hace estallar a un
rinoceronte con un cartucho de dinamita. Por todo ello, este cómic está
prohibido en diversos países (como China, siempre preocupada por los derechos
humanos) o se vende en la sección de adultos de las librerías (como en Reino
Unido), aunque, paradójicamente, es un cómic muy popular en la República
Democrática del Congo (antes Zaire, término ahora “políticamente
incorrecto”). Por si todo esto fuera poco, en un reciente artículo “serio”
publicado en The Times, el periodista, exparlamentario conservador
británico y activista gay (todo a la vez) Matthew Parris ha intentado demostrar
que Tintín es homosexual: Parris se sirve de indicios como la ambigua relación
de Tintín con el capitán Haddock (con el que comparte casa) y la casi total
ausencia de mujeres jóvenes y atractivas en las aventuras del joven andrógino.
En todo caso, no es el primer héroe de cómic cuya orientación sexual es
cuestionada: también se dicen cosas parecidas en la Red acerca de Supermán,
Batman y Robin y Mortadelo y Filemón.
Por cierto,
que hablando de cómics o series de animación prohibidos en algunos países,
podemos citar un caso más cercano en el tiempo. Resulta que hace poco saltó la
noticia de que Hugo Chávez había prohibido la emisión en Venezuela de las
series de animación Los Simpsons y Padre de familia, y todo
porque en sendos episodios de ambas series algunos personajes hacen apología de
la marihuana (Posteriormente, se ha comprobado la falsedad de la noticia, difundida
en un principio por fuentes solventes como la BBC y El País, pero como
dicen los italianos, si non è vero, è ben trovato). Personalmente, me
parece un razonamiento extraño e hipócrita, porque cada vez que Hugo Chávez
sale en pantalla parece que vaya fumao. En todo caso, veo mucho más
clara la apología de la marihuana en el estribillo de la famosa canción de
James Brown Sex Machine, cuando dice “guiroppa, que rule” (no me extraña
que a James Brown lo metieran tantas veces en la cárcel).
En el otro
lado del espectro político, tenemos a los severos telepredicadores protestantes
norteamericanos, herederos de los Calvinos quemabrujas y quemaservets, a los
cuales se han sumado recientemente los devotos fundamentalistas católicos
polacos. Todos ellos tienen especial obsesión por descubrir y denunciar el
nefando efecto que pueden producir en nuestros tiernos infantes las andanzas de
¡muñecos homosexuales!, como Tinki Winki o Epi y Blas. ¡Pero, hombres de Dios,
cómo puede ser homosexual un muñeco!
A partir de
todos estos ejemplos “reales”, creo que no le será difícil al lector ir “más
allá” en la denuncia de la manipulación ideológica subyacente en los cómics
juveniles y personajes infantiles. Por ejemplo, Barrio Sésamo es muy
perjudicial para los niños: no sólo está clarísimo que Epi y Blas son dos
homosexuales que cohabitan desde hace tiempo (más que en Barrio Sésamo deberían
salir en Sálvame; de hecho, en un episodio de Padre de Familia aparecen compartiendo cama como una pareja
homosexual cualquiera), sino que además el Monstruo de las Galletas es una
apología de los comportamientos bulímicos y el consumo de grasas saturadas (y por
si eso fuera poco, en uno de los primeros episodios se lleva a una niña pequeña
a su casa, presuntamente para “comer galletas”), mientras que Peggy oscila
entre la bulimia y la anorexia (y un claro desorden disociativo de la
personalidad, pues es incapaz de asumir lo fea que es) y Coco tiene una
inteligencia límite. Todo ello ha motivado que la edición en DVD de la primera
temporada haya sido prohibida para el público infantil en numerosos países. Las
series infantiles de los setenta (algunas de las cuales ahora se convierten en
películas para disfrute nostálgico de los recién estrenados cuarentones) son
también un vivero de perversos ejemplos: Vickie el Vikingo es una
descarada apología de la raza aria y de la agresiva política colonialista
occidental; La abeja Maya
mostraba una sociedad totalitaria y uniformada al estilo del 1984 de Orwell, frente a la cual la rebelión de la
simpática abeja resultaba inútil; Heidi es una apología de la sociedad
burguesa centroeuropea de finales del siglo XIX, mientras que Marco muestra
con delectación morbosa las accidentadas peripecias transoceánicas de un menor
en busca de su madre emigrante; por último, Pippi Calzaslargas muestra el modelo claramente desaconsejable
de una niña rebelde que vive sola y sin escolarizar, producto sin duda de una
familia desestructurada y que además mantiene un extraño vínculo con un pequeño
mono (como Marco). Tampoco los libros de aquella época están libres de culpa:
las historias de Los Cinco, de Enid Blyton, muestran claramente la
ideología dominante del Establishment británico en los años de posguerra, donde cualquier
comportamiento rebelde (como las historias que transcurren en un circo
ambulante y con gitanos) es severamente criticado; sin embargo, esa ortodoxia
no le impide a la autora presentar a un personaje con una clara desorientación
de su identidad sexual, como es el caso de Georgina, que lleva el pelo muy corto,
tiene una actitud poco femenina y se hace llamar Jorge, o a un científico
misántropo que vive permanentemente recluido en su despacho sin relacionarse
con nadie. Incluso las aparentemente inocentes canciones de los Payasos de la
Tele tienen también su lado oscuro, si nos ponemos a buscar cosas raras: Hola
don Pepito, Hola don José habla en realidad de las dificultades que tenían
dos homosexuales “requetefinos y desbarataos, casi divinos” (uno de ellos menor
de edad, don Pepito; y el otro un adulto pasivo, don José, que siempre hablaba
“con voz muy fina”) para relacionarse en la España franquista (algunos
internautas van más lejos e interpretan que, como Pepito y José son el mismo
nombre, la canción habla de un esquizofrénico que dialoga consigo mismo, al
estilo de Dr.Jekyll y Mr.Hyde… ¿y ya puestos, por qué no combinar ambas
hipótesis y decir que la canción habla de un esquizofrénico gay?); Borra,
borra eso es una sátira de la censura franquista; Cómo me pica la nariz
parece aludir a los efectos del consumo de cocaína; La gallina Turuleka ha
sido interpretada, bien como una defensa de la familia numerosa tradicional,
bien como un avance profético de los milagros de la clonación; El auto de
papá habla de las relaciones prematrimoniales; e incluso algunos perversos
han querido ver en Susanita tiene un ratón ciertas prácticas
autoeróticas (“un ratón chiquitín / que come chocolate y turrón / y bolitas de
anís”) que nos hacen pensar inmediatamente en aquella leyenda urbana que
implicaba a Ricky Martin, una fan y un cariñoso can.
Después de
todos estos ejemplos, creo que Dorfman, Chávez y los telepredicadores
protestantes tienen razón. Los cómics juveniles y los productos de ficción
infantil son seriamente perjudiciales para la salud moral y mental de nuestros
niños y jóvenes. Hagamos una inmensa pira de libros, celuloide y deuvedés, y
purifiquemos así nuestra decadente sociedad.
REALIDAD
O FICCIÓN
La frontera entre
realidad y ficción en literatura siempre ha sido mucho más borrosa de que
muchas personas pudieran pensar. Por una parte, encontramos la frase tópica la
de que “la realidad supera la ficción”, sobre todo en países donde reina el
esperpento. Y por otra parte, es creciente el número de personas que no saben
trazar la frontera entre ficción y realidad, sobre todo en la sociedad actual,
donde los medios de comunicación de masas (televisión, cine, internet) han
incrementado exponencialmente las realidades de ficción. El arquetipo de Don
Quijote podría tener perfectamente su correlato actual en las amas de casa que
consideran reales las ficciones de un culebrón o individuos ingenuos que van en
busca de sus ídolos televisivos (como ocurre en las películas Persiguiendo a
Betty y Borat, dos road
movies claramente cervantinas en las que sus respectivos protagonistas
cruzan el Medio Oeste norteamericano para buscar a su ídolo de ficción en la
soleada California). Y también lo podemos ver en esos jóvenes internautas que
piensan que la realidad es como el mundo virtual al que están acostumbrados y
del que apenas son capaces de salir.
En la creación
propiamente literaria, la confusión entre realidad y ficción también es notable
y a veces puede desembocar en equívocos y paradojas. Por ejemplo, durante casi
30 siglos la Humanidad vivió convencida de que Troya fue una ciudad de ficción
creada por Homero. Sólo la obstinación de un arqueólogo aficionado y
aventurero, Heinrich Schliemann, -el cual, quizá medio loco de tanto leer la Ilíada,
emprendió una búsqueda también quijotesca- nos pudo sacar del error: Troya
existió en la realidad como ciudad próspera y hubo una larga guerra que la
destruyó. De todo eso ya no hay duda. En cambio, hoy en día todavía se discute
si Homero existió o no como escritor de carne y hueso. Es decir, que llegamos a
la inmensa paradoja de que la ciudad de ficción sí existió en la realidad pero
su creador quizá no existiera nunca, muchos siglos antes de que Unamuno
planteara ese mismo problema casi metafísico en su novela Niebla.
Incluso en la propia
cultura moderna y popular, de las películas y las canciones, la frontera
borrosa entre realidad y ficción aparece con frecuencia. En el cine,
encontramos una reflexión similar a la de Unamuno en la película La rosa
púrpura de El Cairo de Woody Allen.
Y en la cultura pop de las canciones, los descubrimientos posteriores nos han
hecho replantear cuánto hay de realidad o de ficción en la de letra de una
canción. El ejemplo más notorio es la canción Eleanor Rigby, del álbum Revolver
de The Beatles (1966), considerada por muchos la canción más triste de la
historia del rock. Durante muchos años la “versión oficial” de esta canción
escrita por Paul McCartney fue que todo era una ficción en torno a la triste
historia de una solterona que trabaja como ama de llaves de un clérigo, el
padre McKenzie; ella vive en un sueño y en una ilusión quijotesca que le lleva
a recoger el arroz vertido al final de las bodas y echárselo encima como si
ella fuera la novia; finalmente muere en la iglesia y es enterrada por el
propio clérigo, quien oficia por ella un funeral al cual no asiste nadie. Todo
ello muy triste, pero ficción. Resulta además curioso y paradójico que estando
en la cumbre de su fama, entre 1965 y 1966, Lennon y McCartney escribieran un
puñado de canciones inmensamente tristes y desesperanzadas, como Help
(la llamada de auxilio de quien ya no se reconoce a sí mismo), Nowhere man (la identificación con un don nadie que va
dando tumbos por la vida), In my life
(el recuerdo agridulce y nostálgico del pasado perdido y de las personas
o lugares que ya no existen), Yesterday (la evocación del amor perdido)
y For no one (una resignada
canción de desamor), hasta culminar en la nihilista Eleanor Rigby, con
su frase final de que “nadie se salvó”. Quizá no era oro todo lo que relucía.
Incluso el propio McCartney, el más “optimista” de los cuatro respecto a los
tiempos de la beatlemanía, suele señalar en las entrevistas que su principal
recuerdo de aquellos intensos (pero quizá no tan no maravillosos) años son los
interiores cromados de las furgonetas policiales en las que los encerraban para
que la multitud idólatra no los aplastara en un arrebato iconoclasta colateral.
Se puede estar muy solo en la cumbre del éxito. Volviendo a la pobre Eleanor
Rigby, a la que se la había “pasado el arroz”, todo el mundo creyó que era una
ficción arropada por un inquietante octeto de cuerda. Incluso su creador,
McCartney, se esforzó por buscarle lógica al nombre: dijo que la llamó Eleanor
Rigby por Eleanor Bron, una actriz que los acompañó en la película Help,
y por Rigby, una tienda de licores que había en Bristol. Pero la verdad estaba
mucho más cerca. La verdad siempre está muy cerca, aunque las personas –y sobre
todo las autoridades- se esfuercen por alejarla e incluso por ocultarla.
Resulta que a mediados a los años ochenta, con una beatlemanía renacida tras el
asesinato de Lennon, a un periodista no se lo ocurrió mejor cosa que darse un
garbeo por el pequeño cementerio adjunto a la parroquia de St. Peter´s, en el
suburbio de Woolton, a las afueras de Liverpool, pues allí, en una fiesta
campestre de julio de 1957 se conocieron unos jovencísimos John Lennon y Paul
McCartney, los cuales además solían pasar las tardes tomando el sol junto a las
tumbas del modesto cementerio. Pensaba el periodista que quizá allí encontraría
alguna pequeña pista del universo literario que puebla las canciones de los
Beatles. Y lo cierto es que encontró el premio gordo. Porque al poco de
comenzar su búsqueda se topó con una gran lápida familiar en la que destacaba,
en la parte central, un nombre vagamente conocido, acompañado de unas fechas: Eleanor
Rigby, 1895-1939 . ¡Así que no era ficción! Más aún, a unos pocos metros
encontró la lápida de un tal McKenzie. Rigby no estaba en Bristol, sino en el mismo lugar
donde John y Paul se conocieron y tomaban el sol. La verdad siempre está más
cerca y siempre es la solución más simple de todas, como hubiera sentenciado
Guillermo de Ockham. McCartney no escondía “un cadáver en el armario” (como
reza la proverbial expresión inglesa) sino “un cadáver en el patio”.
Obviamente, Paul se sintió incómodo con la revelación y se vio obligado a
confesar que quizá leyó el nombre de la lápida, y años más tarde,
“inconscientemente” ese recuerdo emergió en forma de canción. A partir de
entonces comenzó la búsqueda del personaje fantasma, al que todos habían tomado
por ficticio. Y afloraron las similitudes entre la Eleanor Rigby ficticia
y la Eleanor Rigby real. Para empezar, resultaba muy sospechoso que nadie
hubiera advertido, durante casi veinte años, que la protagonista de una canción
tan célebre había sido una persona de carne y hueso enterrada en un cementerio
tan ligado a los comienzos de John y Paul… a no ser que nadie recordara su
nombre ni su existencia. Por lo visto, la Eleanor Rigby real sí que se casó,
pero no tuvo hijos y murió relativamente joven, a los 44 años. Tuvo dos
hermanastras que sí fueron longevas solteronas, pero a las que apenas trató.
Con todas ellas se extinguió la rama familiar, como en un sombrío relato de
Edgar Allan Poe. De ahí que nadie la recordara. Para rizar el rizo, cuando en
1990 una maestra de una escuela especial solicitó a Paul McCartney una donación
económica porque un alumno autista había aprendido a tocar la canción Yellow
submarine (deliciosa fantasía infantil en las antípodas de Eleanor Rigby
con la que, paradójicamente, comparte autor –Paul–, elepé –Revolver – y
single, pues ambas fueron doble cara A de un mismo single que alcanzó el número
uno de las listas), el exbeatle le envió, en lugar de dinero, un viejo
estadillo salarial de un hospital de Liverpool fechado en 1911. La maestra
estuvo a punto de deshacerse de los viejos legajos, pero pensó que quizá
aquello fuera una pista. Y, efectivamente, allí aparecía el nombre de E.Rigby,
una limpiadora de 16 años que percibía un ínfimo salario de apenas 20 libras al
año. Una humilde limpiadora llamada E.Rigby que al tener 16 años en 1911 tenía
que haber nacido en 1895, como la Eleanor Rigby de la lápida sobre la que
habitaba el olvido hasta que un periodista la descubrió, como Schliemann a
Troya. Tan sólo nos queda imaginar (Imagine ) que quizá algún frío día
de finales de 1938, al mismo tiempo que Freud agonizaba en Londres y
Chamberlain llevaba hasta el esperpento su política de apaciguamiento, en
alguna callejuela del penique con sabor a mar, unas jovencísimas Julia Stanley
(de casada, Julia Lennon, la Julia de Doble Álbum Blanco) y Mary Patricia Monahin
(de casada, Mary McCartney, la “Mother Mary” de Let it be, casualmente
enfermera algún hospital de Liverpool), ambas también fallecidas antes de
cumplir los 50, se cruzaron, sin saberlo, con una triste, solitaria, fracasada
y yerma Eleanor Rigby que se aproximaba al final de su existencia y que pocos
meses después sería enterrada bajo una lápida que lleva su nombre. Una lápida
que hoy es más importante que la de muchos personajes famosos, una lápida que
figura en innumerables páginas de Internet, una lápida que aparece incluso en
el propio videoclip que los Beatles supervivientes realizaron para la canción
resucitada Free as a bird en la Beatles
Anthology de 1995, una lápida que desde mediados de los años ochenta ha
sido visitada por miles de personas que se sienten fascinadas por la paradoja
(o por el morbo) de que el personaje de ficción haya acabado por ser una
persona de carne y hueso con todas nuestras debilidades. Sólo que entonces, en
1939, nadie acudió. ¿Realidad o ficción?
MIS PROBLEMAS CON LAS MUJERES
La mujer,
ese gran desconocido. Cherchez la femme. No es de extrañar que surjan
tantos libros sobre el diálogo entre hombres y mujeres o, mejor, sobre los
problemas del diálogo, porque siempre he tenido la sensación de que las
mujeres, al responder, o dan más información de la que corresponde, o dan poca
información explícita y te obligan a comerte el coco sobre el contenido
implícito que los hombres debemos descubrir. Son casos muy similares a la
anécdota de Voltaire, quien señalaba que cuando una dama dice no quiere
decir quizá, cuando dice quizá quiere decir sí y cuando
dice sí deja de ser una dama, maravilloso ejemplo de divergencia entre
lo dicho y lo comunicado y que sirve de punto de partida a los manuales de
Pragmática y al lenguaje de diplomáticos, políticos y publicistas (excepto
Risto Mejide). Recuerdo, por ejemplo, que en el primer curso de Facultad, nos
sentábamos en aulas inmensas con bancos “tipo iglesia” (aunque nuestra Facultad
era muy laica) que obligaban a salir a todos los de la fila para que entrara
uno. Pues bien, cuando coincidías varias veces con la misma compañera en el
banco, para no tener que decirle ye u oye, le preguntabas ¿cómo
te llamas? y ella te respondía mi novio se llama Carlos. Yo pensaba:
¡pero si no le he preguntado eso!; ¿por qué me responde algo que no le he
preguntado y no me contesta lo que sí le he preguntado?; ¿me ha querido decir
algo “especial” con esa respuesta? De la misma manera, muchos pensadores
masculinos han tratado de averiguar en vano durante siglos qué quieren decir
realmente las mujeres cuando te preguntan ¿en qué estás pensando? Es una pregunta que te deja roto y,
personalmente, creo que esa es la pregunta fatal que motiva que la inmensa
mayoría de los filósofos y científicos hayan decidido quedarse solteros
(incluso algún científico casado, como Stephen Hawking, ha llegado a confesar
que le resulta más fácil comprender el funcionamiento del Universo que cómo
piensan las mujeres). Más problemáticas me resultan las respuestas que te dan
las mujeres cuando les pides salir. Recuerdo que una vez, hace dos o tres años,
le pregunté a una chica ¿te apetece venir al cine? y me contestó no
lo sé; lo tendré que consultar con mi pareja. Yo lo interpreté como un quizás
y de hecho todavía estoy esperando la respuesta.
Otra
cuestión en la que se demuestra la diferente concepción que hombres y mujeres
tienen de los recursos comunicativos es la relativa al sentido del humor. Hace
algunos años comprobé en carne propia la proverbial afirmación de que las
mujeres no tienen sentido del humor. Las compañeras de los primeros cursos de
Facultad, siempre tan distantes y tan altivas, tan descaradas, vocingleras,
peleonas y folloneras (como una mezcla de Belén Esteban y esas odiosas actrices
que se pasan toda la película huyendo en coches a toda pastilla y pegando
tiros, tipo Angelina Jolie y Milla Jovovich), tan orgullosas de sus novios
musculosos, siempre tan comprometidas ideológicamente, tan estalinistas y tan
laicas (que no tienen catedral), censuraban agriamente mi sentido del humor
diciendo que era “absurdo, frívolo, pequeñoburgués y reaccionario”. Resulta que
algunos años después tuve una novia (eso en sí ya es una noticia), de buena
familia, directa, de derecho, de derechas, estricta, estrecha, íntegra y
entera. Pero a pesar de estar en las antípodas ideológicas y vitales de mis
compañeras de Facultad, también censuraba duramente mi sentido del humor porque
lo consideraba “absurdo, inmoral y subversivo” (y a continuación me soltaba ¿en
qué estás pensando?). ¿En qué quedamos? En todo caso, he de reconocer que,
en el fondo, me gusta recordar aquella etapa porque fue muy halagador tener
tantas admiradoras. En cambio, debo admitir que en la actualidad las mujeres sí
han evolucionado y han desarrollado un sentido del humor, al menos, aceptable.
Por ejemplo, las compañeras de promociones recientes de la misma Facultad donde
estudié sí aprecian mi sentido del humor (lo cual, al principio, me resultaba
bastante sorprendente). Más aún, ciertos personajes femeninos creados recientemente
por mujeres y dirigidos al público femenino parecen cortados por las hechuras
del humor masculino, como es el caso de Bridget Jones, la réplica femenina al solitario
y torpe Míster Bean: hasta entonces se podía admitir que un personaje femenino
fuera pérfido, promiscuo y violento, pero no que tropezara y se cayera de
manera tonta, como hace Renée Zellweger imitando los gags de Marilyn Monroe.
Item más: el humor típicamente masculino de cómicos como Woody Allen, Sacha
Baron Cohen, Santiago Segura y Álex de la Iglesia cada vez tiene mayor
seguimiento entre el público femenino, al igual que ocurre con showmen y monologuistas como Buenafuente, Pablo Motos
y Wyoming.
En cambio,
un terreno donde creo que las mujeres parecen haber retrocedido es el relativo
a los criterios para elegir pareja, y no se debe únicamente a que yo quede
siempre eliminado (aunque supongo que influye en mi valoración, ya que se trata
de “algo personal”, como diría Serrat). Este asunto me resultó especialmente grave
y doloroso en ciertos pueblos de la España profunda en los que yo desempeñaba
mi actividad profesional. Resulta que en aquellos parajes las mujeres españolas
(aunque les encajaría mejor la designación antropológica de aborígenes)
me consideraban totalmente inaceptable porque juzgaban que mis aficiones
literarias y musicales eran “impropias de un hombre” (nuevamente, ¿estaban
insinuando algo implícito?) y que ellas buscaban por encima de todo “un hombre
tradicional”. Además, en cuanto les contaba mis aficiones, ponían cara de asco
y estupefacción, daban media vuelta y se iban; cuando aún estaban a una
distancia prudencial, yo les preguntaba ¿eso es un no? y ni siquiera me
respondían, así que interpreté que no llegaba a ser del todo un no (¿o
quizá no captaba la sutilidad del lenguaje femenino, incluso en el caso de
aquellas aborígenes?). Eso sí, afortunadamente nunca me preguntaban ¿en qué
estás pensando? porque daban por hecho que los hombres de aquellas tierras
no piensan. En el caso de las grandes ciudades, por el contrario, el problema
es que las mujeres de hoy en día ponen el listón muy alto: la primera
característica tuya que no les guste se convierte en eliminatoria (dicho en
términos masculinos: tu primera “deficiencia” es merecedora de roja directa).
De nada sirve tener un empleo estable y bien pagado si no lo tienes al ladito
de casa, y de nada sirve tenerlo al ladito de casa si no tienes un buen coche.
Siempre te pillan por algún lado. Parecen que se pasen la vida buscando al
hombre perfecto y cuando su reloj biológico empieza a sonar acaban eligiendo al
primero que encuentran, aunque no cumpla ni una de las condiciones que ellas
antes habían exigido de otros (y aunque tenga oscuros orígenes y discutibles
valores culturales). Parece que de tanto desechar candidatos medianamente
aceptables (y no hablo de mí), han perdido por completo los puntos de
referencia, aparte de que hoy en día uno de los principales criterios de
elección de las mujeres urbanas es el excesivamente simplista (para ellas) es
que me mola más. ¿En qué estarán pensando?
Ah, la
mujer, ese gran desconocido.
LAS
NIEVES DEL KILIMANJARO
(delirio filosófico)
“El filósofo
Immanuel Kant nació en el Kilimanjaro”. Así, como suena, sin trampa ni cartón,
como me lo contaron os lo cuento. Y que conste que esta extraña atribución
genealógica no proviene de un alumno de la malhadada ESO (en parte porque en la
ESO ni siquiera llegan a saber quién fue Kant, ya que en la programación de
esta etapa se considera más importante, por ejemplo, que el alumno sepa cuál es
el tipo de tambor que se utiliza en las fiestas de su comarca).
Al
contrario. Tamaño dislate de tantos quilates procedía de los últimos de
Filipinas, es decir, de los pocos sabios que en este mundo aún cursaban COU.
Como vemos, aún nos pueden deparar sorpresas los alumnos de este plan a
extinguir. [Y digo plan a extinguir, porque este otrora horrendo
galicismo se ha convertido en medio consuetudinario para expresar lo que en
castellano requiriría un extraño e impreciso adjetivo, como extinguible,
o un catoniano y severo giro del tipo que ha de ser extinguido. Y sigo
diciendo a extinguir, a pesar de las siniestras connotaciones jurásicas
y pirómanas que suscita este verbo, como si COU fuera una reliquia de la Edad
de Oro (quizá lo sea) o como si nos encontráramos ante las llamas que
calcinaron a Giordano Bruno por decir que hay otros mundos pero no están en
éste. Y digo, en fin, a extinguir, porque el tiempo pasa
inexorablemente, lo presente en un punto se es ido y conviene cortar las rosas
antes de que sucumban a los incendios veraniegos].
Ahora bien,
tras la extinta digresión, volvamos a nuestro tema. Porque decir que Kant nació
en el Kilimanjaro, ¿es realmente un dislate? No lo creo. Al contrario, pienso
que el alumno debió de encontrar alguna escondida analogía -escondida y tal vez
genial- entre Kant y el Kilimanjaro. Analogía que el mediocre y positivista
profesor, condicionado por los datos inmediatos de la conciencia, no supo
descubrir y, con el objeto de ocultar su ignorancia y medianía, decidió
calificar injustamente como error.
Yo, en
cambio, siempre he sido fiel al espíritu de la Reforma Educativa, según la cual
el alumno nunca dice disparates sino que -como bien explica la pedagogía
constructivista- trata de relacionar inteligentemente los contenidos nuevos con
los ya aprendidos, y así poder integrarlos de manera coherente en las complejas
redes conceptuales de su mente, aunque en ocasiones el vínculo entre los
conceptos nuevos y los viejos sea oscuro, pues oscura es también la sabiduría.
Por ello, es
mi deber romper una lanza por tan avezado alumno y tratar de encontrar una
explicación racional a la valiente analogía entre Kant y el Kilimanjaro.
Una
hipótesis, la más sencilla, consiste en relacionar el Kilimanjaro con el
“verdadero” lugar de nacimiento de Kant. Kant nació en Königsberg, que es
también el verdadero apellido de Woody Allen, por lo cual también sería
pedagógicamente aceptable decir que Kant nació en Manhattan. Ahora bien,
concedo que Königsberg y el Kilimanjaro apenas se parecen en nada (puestos así,
más admisible hubiera sido que el alumno dijera que Kant nació en Carlsberg,
pues fue probablemente el mejor filósofo del mundo). Pero resulta que los
avatares históricos del siglo XX convirtieron a la prusiana Königsberg en la
rusa Kaliningrado, minúscula porción de la extinta Prusia Oriental que pasó a
manos de la extinta Unión Soviética (de ahí también lo de plan a extinguir).
Y ahora sí, ¡eureka!, ¡aleluya!, todo encaja por fin, pues Kaliningrado sí se
parece a Kilimanjaro. Es decir, que siguiendo un minucioso y riguroso
procedimiento cartesiano (perdona Manolo, por citar a la competencia) hemos
llegado a la conclusión de que el alumno, presa del nerviosismo propio de un
examen, pudo haber confundido comprensiblemente Kaliningrado con Kilimanjaro.
Pero esta
interpretación, pese a ser racional y plausible, dejaría en mal lugar los
conocimientos interdisciplinares de este brillante alumno de COU. Porque queda
fuera de toda duda que este alumno sabía la inmensa distancia que separaba
Kaliningrado de Kilimanjaro, incluso en línea recta. Sus diáfanos conocimientos
de geografía le hubieran impedido cometer el dislate de confundir la latitud de
ambos puntos geográficos.
En
consecuencia, se impone una explicación alternativa, por complicada que ésta
pueda parecer. Así, comencemos dando por cierto que este alumno conocía a la
perfección el contexto histórico y de pensamiento en que surge la filosofía de
Kant. Kant representa el engarce entre el pensamiento racionalista y el
incipiente romanticismo. Lugar similar en la historia de las ideas ocupa el
francés Rousseau. A Rousseau se le debe el perfeccionamiento del mito del buen
salvaje (a Rousseau, no a Truffaut). El buen salvaje es el individuo que, ajeno
al contacto con la civilización degradada, desarrolla una inteligencia
privilegiada en un marco bucólico y natural. He aquí la clave: el alumno ha
interpretado de manera muy brillante que Kant pudo nacer en el Kilimanjaro,
incontaminado por la civilización europea siempre decadente; en ese marco
incomparable, de bella flor cubierto, sin temer a las fieras, fieles
compañeras, el niño Kant desarrolló una espléndida inteligencia natural y
superior, y comprendió los misterios del universo; rescatado por misioneros
protestantes, fue trasladado a Königsberg, donde fácilmente transfiguró ese
saber superior y natural en Ética, Física y Metafísica. Esta es la historia. Ni
más ni menos. La culminación del saber.
Y si la
Enseñanza Media sigue así, Kant seguirá en las nieves del Kilimanjaro, en el
Olimpo de los sabios, en el Xanadú africano o, como bien decía el buen Lázaro
de Tormes, en la cumbre de toda buena fortuna.
(Publicado
originariamente en la revista Agua, 36, Cartagena, octubre 2001)
MALENTENDIDOS
En estos
nuestros días, la sociedad de la información ha alcanzado cotas inigualables,
impensables, inenarrables, tan sólo hace diez años. Y todo hace prever que esta
evolución siga con idéntico ritmo vertiginoso. Pero también es cierto que últimamente
hemos asistido a un proceso de degeneración de los procesos comunicativos, no
sólo desde el punto de vista ético, sino también desde la perspectiva más
aséptica de la teoría de la información: no hay mensaje, por pulcro y perfecto
que sea el medio (prensa, radio, televisión, internet), que no venga cargado de
ruidos e interferencias que dificultan e incluso vuelven del revés su correcta
interpretación: son los malentendidos, malas interpretaciones, interpretaciones
maliciosas o tendenciosas y otros tantos términos que se utilizan para ocultar
que lo dicho no es lo comunicado y que el medio no es el mensaje.
Porque a
veces uno tiene la inquietante sensación de que más de la mitad de lo que
aparece en un periódico se dedica a conjeturas sobre lo que realmente quiso
decir Fulanito, de cuáles eran sus intenciones ocultas o de la carga nuclear
que albergaban sus palabras, aunque se tratara de una simple oración simple más
o menos bien construida y generalmente sacada de contexto; como si el lenguaje
fuera tan arbitrario como pensaba Humpty-Dumpty y como si, finalmente concluía
el ovoide semiólogo, lo importante no es lo que significan las palabras sino
quién manda aquí. Manda huevos.
Y todo ello,
repito, resulta extraño en nuestros días, pues cualquier conocedor de los
rudimentos de la teoría de la información sabrá que cuando más perfecto es el
sistema comunicativo, menor cantidad de ruidos e interferencias debe haber. O
al menos, buenas cantidades de dinero han invertido durante medio siglo las
compañías de telecomunicaciones para que así sea. Es decir, que el
perfeccionamiento de los sistemas comunicativos y la disminución del ruido y la
interferencia deberían mantener una relación directamente proporcional. Y sin
embargo ambas variables divergen de tal manera que tienden hacia una relación
inversamente proporcional. Ahora bien, como la teoría de la información es una
ciencia exacta (a diferencia de nuestras queridas y menospreciadas
humanidades), si esto no cuadra es porque falla algo. Y en consecuencia se
impone una única hipótesis rectificadora: que los ruidos e interferencias no
sean tales, sino una manera sutil y maquiavélica de disimular mensajes poco
recomendables; en suma, una forma ultramoderna y cibernética del viejo refrán
de tirar la piedra y esconder la mano, aunque la piedra y la mano sólo sean
virtuales, o como mucho verbales, pues algo hemos evolucionado respecto del homo
antecessor que salía en 2001 y respecto de nuestros tatarabuelos de
las pinturas negras de Goya.
Los
clásicos, hoy en día también menospreciados, ya dijeron que es humano errar, y
del acervo popular también extraemos la idea de que también es humano tropezar
dos veces en la misma piedra. Aunque en esos casos se supone la buena intención
(como el valor), por parte del ser humano. Pero nuestro inigualable refranero
pone el dedo sobre la llaga, cuando en una síntesis perfecta de culteranismo y
conceptismo, afirma que el ser humano -y quizá mayormente el español- se sirve
con frecuencia de la prevaricación y donde dije digo, digo Diego, e
incluso Santiago, Jaime, Yago y Jacobo. Sí, ya sé que también es humano
desdecirse e incluso que rectificar es de sabios, pero aquí entra con facilidad
la mala intención. Y parece ser que lo que enturbia el correcto proceso
comunicativo de muchos mensajes recientes emitidos por políticos no es un fallo
cibernético sino una voluntad de sembrar cizaña, maledicencia, mala intención y
mala fe, que después el emisor transforma hábilmente en una confusión sin
importancia, a la vez que en un gesto de victimismo atribuye la magnificación
del error a la saña con que lo persiguen sus enemigos y detractores. Y aquí ya
no queda el recurso a Shannon y Weaver, ni siquiera a MacLuhan, sino
directamente a Maquiavelo como facedor de entuertos y a Voltaire como desfacedor
de ellos.
Que cuando
dije hilo y aguja para la mujer y látigo para el varón, el fin justifica los
medios, un monarca, un imperio y una espada, la religión es el opio del pueblo,
el trabajo os hará libres, delenda est monarchia, el que no está conmigo está
contra mí, Dios ha muerto, somos una unidad de destino en lo universal, más
vale morir de pie que vivir de rodillas, del rey abajo ninguno, tan sólo
quería glosar algunos pensamientos célebres y exhibir un poco de culturilla,
para que no se piensen que soy como esos famosillos semianalfabetos que salen
en la tele en los programas de marujeo, que yo tengo mi carrera de Derecho, que
me costó diez años de sacarla porque me estudiaba los temarios por partida
doble.
Que cuando
dije la mujer con la pata quebrada y en casa, otra guerra es lo que haría
falta, quien con niños se acuesta mojado se levanta, se pilla antes a un
mentiroso que a un cojo, con su pan se lo coman, ojo por ojo diente por diente,
quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, tan sólo quería mostrar
la sapiencia popular que encierra nuestro refranero así como su innegable
vigencia actual; y que esas cosas también las dijeron Celestina, Lázaro de
Tormes y Sancho Panza y nadie les ha recriminado nada sino que, al contrario,
los ponen como ejemplo para nuestros hijos.
Que cuando
di vítores a Hitler, Mussolini, Stalin, Mao, Fidel Castro, Pinochet o Gadaffi,
no tenía la más mínima intención de suscribir el testamento político de estos
grandes estadistas, ni de aprobar sus métodos de regulación de la población, ni
de simpatizar con sus ideologías ligeramente alejadas del centro político. Tan
sólo quería épater le bourgeois, mostrar una brizna de inconformismo
hacia el sistema, coquetear con las filosofías del underground y con las
masas trabajadoras que disfrutan del deporte rey; y que eso también lo hicieron
muchos escritores y estrellas del Rock, y bien que los citan en los libros de
Historia y los jóvenes los llevan en sus camisetas.
Que todo eso
lo dije por hacer una gracia, aunque haya caído en desgracia, porque pensaba
que la política era muy aburrida y que hacía falta un poquito de sal y
pimienta.
Que hice
públicos pensamientos privados, y reconozco que eso no está bien en un
personaje público; que metí la pata por pensamiento, obra y omisión, que ha
sido mi culpa, mi culpa y mi gran culpa, que he sido infiel a los estrictos
mandamientos del lenguaje políticamente correcto y que pido sinceramente
disculpas a quien hubiere podido ofender.
Que soy
humano, soy imperfecto, que de vez en cuando se me va la olla (como a los
mejores cocineros), se me cruzan los cables (como a los mejores electricistas)
y se me va la bola (como a los mejores futbolistas).
Que los de
tal periódico y los de tal emisora me tienen manía, van a por mí, me la tienen jurá,
soy objeto de acoso y derribo, soy carne de cañón, miran con lupa todo lo que
yo digo, me espían, pinchan mis teléfonos (e incluso un monigote con mi foto,
como si fuera un vudú), que todo lo que digo me lo malinterpretan,
malentienden, malversan y maltratan, que me siento como en el show de Truman,
que a los políticos nos hacen como en Luz de Gas y en Gran Hermano
(y que no se dan cuenta de que el Gran Hermano somos nosotros), que no hay
derecho, que esto es una injusticia y que me quiero ir con mi mamá.
Y
devolviendo la pelota al otro tejado, es justo advertir que, cuando los
periodistas recogen con fruición estas declaraciones innaturales y perversas
que llenan sus diarios, telediarios y ciberdiarios, deberían recordar que
existe libertad de opinión y pensamiento, y que no es justo medir con distinta
vara a los seres marginales (a los que siempre se les permite todo) y a los
políticos y los profesores (que siempre salimos mal parados), y que no echen
más leña al fuego, que la cosa está que arde, ni más gasolina, que está muy
cara. Y sobre todo, que no es lo mismo lo dicho que lo comunicado. O en
palabras de Voltaire, con dos siglos de adelanto sobre Grice y Ducrot, que
cuando un diplomático dice sí quiere decir quizá, que cuando dice
quizá quiere decir no y que cuando dice no deja de ser un diplomático (aunque en
comparación con los casos mencionados, el ejemplo del diplomático sea casi
ejemplar en lo ético y en lo pragmático). Porque no estaría nada mal que los
periodistas y los columnistas (incluyendo a los quintacolumnistas) se leyesen
algún manualito de Pragmática, aunque también hay otras prioridades y antes
deberían leerse sendos manualitos de Ortografía y Gramática. Y sólo entonces
podrán lanzarse a la compleja de tarea de interpretar lo que han querido
decir los demás. Porque de lo
contrario, los árboles no nos dejarán ver el bosque, y los ruidos e
interferencias impedirán entender correctamente los mensajes, aunque ya no haya
apenas ni árboles ni bosques y los mensajes puedan transmitirse en un sólo
segundo al mundo entero.
(Publicado
originariamente en la revista Agua, 36, Cartagena, octubre 2001)
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