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PANORAMA DE
Antonio D. García Ramos
(Universidad
de Murcia)
RESUMEN:
El presente artículo pretende acercarnos a la
significación de un prolífico recurso temático en las novelas de Benito Pérez
Galdós: la enfermedad y mortandad infantiles, como denuncia vinculada a las
carencias y fallas morales de sus progenitores y, en última instancia, como
caja de resonancia de la simbólica descomposición de la nación en un nivel
individual y social. Asimismo, se subraya el ascendiente de la naturaleza como
correctora y fuerza compensatoria de ciertos elementos sociales que desafían
sus órdenes.
PALABRAS CLAVE: enfermedad infantil, teratología,
realidad social depauperada.
ABSTRACT:
The present article intends
to approach us to the meaning of a prolific thematic resource in the novels of
Benito Pérez Galdós: childhood disease and infant mortality, as a denunciation
related to their parent´s deficiencies and moral faults and, in last instance,
as sounding board for the symbolic breakdown at an individual and social level.
Likewise, the influence of nature as a correcting and countervailing force of
certain social elements that defy its orders is highlighted.
KEYWORDS:
childhood
disease, teratology, depauperate social reality
1. Introducción
En la línea de fiel
testigo de la realidad circundante, Benito Pérez Galdós supo captar y explorar
aspectos de la existencia humana a priori secundarios, pero que insertos en las
tramas de sus novelas devienen en elementos de primer orden desde una dimensión
netamente simbólica. La fusión de los planos histórico y literario en las
novelas galdosianas origina una simbiosis peculiar que tiene como resultado más
habitual la trascendencia de la factualidad materialista en un orden de
naturaleza suprahistórica.
Con el fin de sancionar
los indudables valores universales de Pérez Galdós, este artículo pretende
acercarnos a la transposición novelesca de una realidad histórica lastimosa
como la enfermedad y mortandad infantiles a finales del siglo XIX, periodo en
el que se desarrolla la mayor parte de la obra narrativa de Pérez Galdós. Son
profusas, en este sentido, las descripciones de niños afectados de extrañas
patologías, consecuencia de una deficitaria atención y cuidado, casi siempre en
íntima vinculación con los designios arcanos de una naturaleza que desafía la
probidad moral de sus progenitores. Todas estas representaciones de una
infancia frágil y quebradiza se hermanan en la mostración patológica de
fenómenos insólitos de signo vario y diverso; niños que desarrollan sublimes
cualidades, y talentos acuciados por extrañas enfermedades; o bien pequeños que
potencian manías y depuran intuiciones como facultades inherentes a su
enigmático carácter. Asimismo, el universo infantil galdosiano se manifiesta
como receptáculo de la representación ínfima de la escala evolutiva, patente en
su delectación por penetrar en el alcance simbólico de un muestrario
heteróclito de criaturas deformes y monstruosas.
Profundizar en las
motivaciones artísticas, epistemológicas y humanas que impulsaron a Pérez Galdós al aquilatamiento
de este sugestivo leitmotiv es uno de
los propósitos primordiales de este trabajo que aspira a desambiguar el
constitutivo concepto de Naturaleza en Galdós en todas sus dimensiones y
posibilidades: concebida desde un planteamiento radicalmente biológico con la
presentación de las causas y secuelas de un materialismo radical hasta las
enriquecedoras implicaciones filosóficas, emanadas del amplio espectro de
matices que la naturaleza ha resuelto dotar en el ser humano influido, en contrapartida, por las regiones
del espíritu y su dinámica trascendente.
Si bien es cierto que
Galdós no fue el único novelista que focalizó su mirada sobre los más pequeños[1]
;
sin embargo, la singularidad en la creación del alma infantil y el detenimiento
en el trazado profundo de los caracteres infantiles, en conjunción con el
ascendiente de sus circunstancias ambientales, revelan la acuidad observadora y
la presciencia artística de quien supo conferir una suerte de naturaleza mágica
a estos personajes.
Por tanto, en primer
lugar, no debemos en nuestro acercamiento a este recurso temático disociar
jamás al personaje infantil del ambiente en el adquiere autonomía y
distintividad, incluidos progenitores, y en segundo lugar, obliterar los datos
de índole histórica que inciden en el curso de los eventos, porque esto nos
puede proporcionar una certera pista para la interpretación de los matices configuradores de la esencia de estos
personajes infantiles en las novelas[2].
2.
Una preocupación del realismo literario: la enfermedad infantil
Una
de las premisas estéticas del realismo literario fue la decidida atención por
trasladar miméticamente a la novela todos los aspectos de la realidad
referencial susceptibles de ser poetizados y modelados conforme a unos
presupuestos estéticos de proximidad y cercanía[3],
frente a los mundos de ficción fabulosa propios del Romanticismo. Entre estos
intereses figura el de examinar los fenómenos psíquicos del individuo en su
relación con el entorno para averiguar el funcionamiento operable de las leyes
físicas y sociales y, así, poder trascender la realidad artísticamente.
Probablemente influido por el Naturalismo, el Realismo dio cabida a la
enfermedad, a la patología psicosocial como indagación del novelista por
ofrecernos un escrutinio integral de la psicología humana[4].
La enfermedad en la novela realista, normalmente, suele erigirse como telón de
fondo de una realidad social depauperada, que, en grado último, remite a la
denuncia de un aparato social anómico, carente de unas firmes estructuras
políticas, sociales y, en concreto, médicas. A este respecto, la elección de
Galdós por presentarnos niños enfermos no discurre por el mero sentido del
capricho o azar literario, sino que la intrusión de la fuerza analítica en el
conocimiento de la psicología infantil responde al compromiso del novelista por
denunciar las luctuosas condiciones de uno de los estratos más vulnerables de
la sociedad. De esta afección de Galdós por los niños, tenemos testimonio indirecto
en boca del narrador de La de Bringas, cuando
afirma:
Más que la diferencia de sexo, la de temperamento
era causa de que los dos hermanos jugasen casi siempre aparte uno del otro. No
miremos con indiferencia el retoñar de los caracteres humanos en estos
bosquejos de personas que llamamos niños. Ellos son nuestras premisas;
nosotros, ¿qué somos sino sus consecuencias? (p.202)[5].
La
adjudicación de este papel relevante otorgado a la niñez desvela la
consideración máxima que para el escritor merecían los más pequeños. Ruiz Ramón
(1964:251) reconoce en su libro Tres
personajes galdosianos: ensayo de aproximación a un mundo religioso y moral, la
psicología de la infancia como un asunto inexplorado, y comenta de los niños en
la obra galdosiana que: <<Galdós escribe páginas llenas de amor hacia
ellos, intentando penetrar en su mundo cerrado y difícil. En el centro de su
inocencia cree descubrir, en ocasiones, una terrible seriedad, una como certera
visión del secreto de la vida>>. De este modo, los seres infantiles
conforman el espéculo literario de su sensibilidad -de ello le debe mucho a
Dickens-; y tras haber acometido la prospección literaria de la patología
infantil, comprobaremos cómo éstos se manifiestan en reflectores de la
evaluación de los eventos en apariencia ancilares, pero esencialmente decisivos
para la progresión narrativa.
2.1 La figura del médico
Ponderada la esencial misión concedida a los
niños, hemos de calibrar el contexto sociohistórico en el que se inserta la
morbilidad y la patología infantiles, y considerar la fascinación que siempre
experimentó Galdós por la medicina. El espíritu racionalista y radicalmente
reformista que ponía en entredicho las estructuras sustentadoras del poder
político y social, influyó, sobremanera, en la concepción de la misión
transformadora que para Galdós aglutinaba la ciencia hipocrática. El médico en
las novelas de Galdós rebasa la mera carcasa costumbrista consignada a su
figura en otras novelas realistas como las de Balzac, y se erige en prohombre y
vademécum de la sociedad civil, subrayando en su diagnóstico las carencias de
ésta. Ejercía una atracción singularísima
Envidio los que poseen la ciencia hipocrática,
que considero llave del mundo moral; por eso vivo en continua flirtación con
La idealización de la ciencia médica encuentra a su más perfecto
arquetipo en el personaje de Augusto Miquis[6],
garante del positivismo y compendio del héroe naturalista. El credo
racionalista y la atención a las causas humanitarias en su vertiente más
filantrópica, sin duda, son inspirados en la figura del eminente pediatra
Manuel Tolosa Latour que escribió innumerables obras sobre medicina, pedagogía
y psicología de la infancia, aparte de promover la construcción de numerosos
centros de acogida infantiles y para mujeres. En suma, el médico galdosiano
asume para sí una comprometida misión: la transformación de la sociedad basada
en el poder supremo de la razón y la libertad como cauces para despertar a una
nación narcotizada por el oscurantismo de los dogmas religiosos y la esclerosis
cultural.
Esta filia sincera por la medicina y por la divulgación científica
como panacea social le hacen exaltar sus ánimos y censurar abiertamente el
desinterés de los médicos para con los problemas sociales, donde, a su juicio,
tendrían que aunarse indisolublemente ciencia y arte literaria. Así confiesa
Galdós a su amigo Tolosa Latour (Rubin 1970: 79) que en el caso de los médicos:
existe indudable concordancia entre aptitudes
científicas y artísticas pero que muchos de ellos no tienen tiempo ni ocasión
de satisfacer su anhelo o retroceden ante las dificultades técnicas (...) y los
más viven apartados de toda tendencia literaria (...), callándose muy buenas
cosas, archivando experiencias y casos que serían muy útiles a los que tenemos
por oficio el pintar la vida y el dolor, y estudiamos nuestro asunto menos
directamente que el médico, a mayor distancia de las verdaderas causas, y
fijándonos en la naturaleza moral antes que la física.
La figura del médico y
la actividad hipocrática configuran una especie de heroísmo redentor de los males de la
civilización a la cual los galenos aplican los principios fundados en la fe
positiva y en la razón; son los llamados héroes naturalistas por Casalduero (1954:74),
cuyo compendio es encarnado por Teodoro Golfín quien: <<de baja
extracción social, luchando por la vida, formándose a sí mismo, ha
triunfado>>. Este héroe naturalista no se limita a luchar contra sus
semejantes, sino que pugna abiertamente contra la naturaleza, obedeciendo
fatalmente sus <<leyes científicas, en las cuales se fundará la nueva
moral>>. Figuras como Augusto Miquis o Teodoro Golfín son los
consignatarios de un utópico proyecto que habrá de dinamitar los cimientos de
una nación enferma, cuya caquexia constituye un obstáculo para el verdadero
progreso social. Así nos lo recuerda Marañón (1951:145-146) al referirnos la
sugestión que ejercía la ciencia hipocrática en Galdós: <<Siempre hubo en
aquella casa un médico que tenía mágica autoridad. Su rastro aparece
frecuentemente en las obras de Galdós>>. Tributado este homenaje
literario, Galdós no dudo en servirse de un preciso asesoramiento clínico a la
hora de elaborar el trazado patobiográfico de sus personajes, lo que testimonia el débito literario con el
saber médico que entreveró en su personalísima sustancia novelesca.
Esta inclinación patente
por ponderar y descubrir con fidelidad los procesos patológicos (Álvaro, Martín
del Burgo 2007: 299) es un mérito reconocido por la medicina actual; y, a este
respecto, son muchos los facultativos que han convenido en el fascinante y
genuino poder visionario de Galdós por cuanto se refiere a la detección y
taxonomía de cuadros clínicos complejos y patologías cuya etiología lo eran aún
más:
En este ambiente realista, la enfermedad cobra
una presencia significativa. De aquí, las descripciones clínicas, y más
concretamente, las neurológicas. Están hechas en un lenguaje que, como el resto
de su obra, ha sido descrito como prosaico. Creemos, sin embargo, que es fiel
reflejo de las criaturas que describe, y que es realmente preciso. La precisión
alcanza a los cuadros clínicos, pero también a los mecanismos de la enfermedad,
a teorías médicas en vigor en su época, a tratamientos o a ambientes físicos, sean
hospitalarios o de otros tipos.
En resumen, podemos
concluir con la excelsa ficcionalización literaria del médico por parte de
Galdós; si Zola conceptuaba la figura del médico como portador del materialismo
social, Galdós se afana en retribuirle una personalidad singularísima, una
actitud intelectual siempre abierta y progresista y una praxis profesional
humanitaria y abnegada.
3. La cualidad
enigmática de la enfermedad infantil
La enfermedad infantil
nunca se presenta disgregada de un contexto específico cuya función primordial
es acentuar la predisposición del personaje infantil a la enigmática asunción
de una serie de facultades de índole suprasensorial e intuitiva de gran calado
para el devenir de los acontecimientos de la trama. Los niños en Galdós, en el
transcurso de la enfermedad, asignan el cabal sentido de los eventos en los que
participan envuelven, al tiempo que involucran en esa evaluación integral de
los hechos a sus propios progenitores bajo los que subyace una conducta, por lo
general, inadecuada. La patología infantil actúa en los momentos de mayor
clímax narrativo como revelación árida de las fallas morales de los
progenitores ante conflictos que les atañen, lo que testimonia la laxitud de
sus principios morales y el abandono ante sus insoslayables deberes paternales.
Por así decirlo, muchos
expiarán sus culpas mediante los desafíos éticos que la naturaleza o
providencia les presente en forma de enfermedad de los infantes, y otros verán
testada su fe mediante la angustia de un vacío existencial o crisis de
conciencia, provocados por la muerte inminente de sus descendientes. Así les
ocurre a Ángel Guerra con Ción en Ángel
Guerra, quien en un arrebato blasfemo negocia con Dios trocar la muerte de
su hija por la vida de su amada Dulce; o a Francisco de Torquemada, cuyo
impostada conversión experimentada al conocer la enfermedad de su hijo prodigio
Valentín supone un ademán insincero de arrepentimiento. En todos los casos, el
personaje infantil en Galdós se halla particularmente configurado bajo el
patrón de unos rasgos prodigiosos y sobrenaturales; en no pocas ocasiones,
destacará por una vivaz inteligencia y una abrumadora sabiduría –Valentinito, Ción-, mientras que otros
casos la patología infantil es la antesala para una penetrante capacidad de
observación y la intuición sublimada de sus protagonistas –Isabelita Bringas,
Luisito Cadalso-, aquejados de una patología epiléptica y un acceso
narcoléptico respectivamente. Otros ejemplos inciden en la situación de
desarraigo afectivo y marginación que parece marcar fatalmente a sus
protagonistas, como les ocurre a Mariano Rufete en La desheredada o a Nela en Marianela.
Dentro de este
inventario de personajes infantiles, Galdós, subyugado a partes iguales por la
ciencia positiva y los misterios arcanos de las fuerzas supranaturales,
trasciende este campo vedado, y se adhiere a la representación repugnante de la
naturaleza elemental con sus criaturas deformes y primitivas, es decir, su
inclinación a la teratología o la recreación de seres congénitamente desviados
del patrón común de normalidad. Los casos teratológicos son abundantes, y de
entre ellos podemos citar al primogénito de Isidora Rufete y Joaquin Pez, Riquín en La desheredada; el
hermano pequeño de Leré, Juan, ser
monstruoso que ha conseguido sobrevivir a otros hermanos también monstruos en Ángel Guerra; o el segundo vástago de Francisco de Torquemada, Valentín,
en quien su progenitor confía reencarnar la sabiduría y excelsas cualidades de
su primer hijo en Torquemada en el
purgatorio.
Este retrato de la
morbilidad infantil exhibe el conocimiento profundo de Galdós sobre los
dictados inexorables de la naturaleza que prescribe unas leyes de obligado
cumplimiento e integración para sus súbditos. Las consecuencias de signo dispar
del orden natural, favorables o devastadoras, suponen una suerte de ordalía o
tormento existencial para aquellos que no actúan conforme a la ética exigida
por los principios que armonizan el cosmos. Se trata del poder equilibrador de
las leyes biológicas y sociales, la conciliación feliz que invade orgánicamente
toda la novelística galdosiana. Gustavo
Correa (1963: 663) lo resume, acertadamente, por boca de uno de los personajes
de Fortunata y Jacinta, Juan Pablo
Rubín, para quien: <<la naturaleza con su función de renovación perpetua
queda elevada a una categoría de divinidad autónoma y poderosa, que subraya su
faz doblemente benéfica y malévola>>. Por tanto, el semantismo inherente
a este recurso temático de la enfermedad infantil debe remitirnos a la acción benevolente
o desfavorable de
3.1 El abandono
afectivo: el caso de Marianela
Dentro del patologismo
infantil, descubrimos el personaje de Nela
en Marianela, novela idilio escrita
en 1878, que nos adentra en la historia de una desdichada huérfana que sirve de
lazarillo a Pablo, un joven ciego. Tras el fortalecimiento de la amistad y la
íntima comunión de los dos muchachos en el medio natural –Pablo idealiza a Nela por la bondad de su ser-,
sobreviene un elemento distorsionador: la aparición del afamado médico Golfín
que restituye la visión a Pablo. Éste, una vez restablecido, rechaza a la joven
eclipsado por la belleza moral y física de su prima Florentina y, Nela, consternada, muere súbitamente. La
novela se articula por el contraste de dos posiciones enfrentadas: la frialdad
imperturbable de la ciencia y el avance positivista frente a la candorosa
sencillez y la pureza espiritual de los sentimientos. Cada personaje encarna
cada una de estas posturas filosóficas; unos, las bondades rousseaunianas de la
naturaleza primitiva; y otros, los efectos devastadores de un radical
positivismo en la conducta del individuo.
En otro nivel de análisis, la caracterización
de la protagonista, Nela, es precisa
y constituye una prefiguración fidedigna del Naturalismo: Nela es hija de madre
alcohólica que acaba suicidándose en una sima –se cumple así el precepto del
fatalismo genético-, y, constitutivamente, es una joven con un crecimiento
físico e intelectual mermado por las circunstancias adversas.
Era como una niña, pues su estatura debía
contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su
busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no
tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un
organismo que ha entrado o debido entrar en el juicio (…) Alguien la definía
mujer mirada con vidrio de disminución; alguno, como una niña con ojos y
expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso
progreso o un deplorable atraso. (p.709)
Asimismo, el lector va
recabando más datos acerca de las penosas condiciones de la joven. Por el
examen clínico de Golfín, nos enteramos de que está raquítica y mal alimentada;
y por la propia Nela, sabemos que no trabaja: <<Dicen que yo no sirvo ni
puedo servir para nada>> (p.710). Asimismo, conocemos que su vivienda se
reduce a un rincón en los aposentos del señor Centeno, padre del célebre
Celipín: <<
Paulatinamente, Nela, frente a una
naturaleza adversa, depura su conducta por encima de lo mundano y ficciona una
suerte de realidad creada por el tamiz del instinto y creatividad, refugio de
sus miedos e inquietudes. La vía elegida será el cuidado del ciego Pablo
Penáguilas, a quien transmite esa particular cosmovisión de la franca humanidad
sensitiva, no desvirtuada por la oportunidad azarosa de lo externo. En
conclusión, podemos sostener en un plano simbólico el código sensorial de
las emociones íntimas, el cual se descubre infructuoso frente al lenguaje
marmóreo y abrupto de la evidencia científica. Los esfuerzos de Nela por presentarse ante Pablo como un
dechado esplendente de pureza y altruismo se estrellarán contra la imperante
dinámica social.
3.2 El sueño regicida de Mariano Rufete
Otro de los personajes infantiles cuya
configuración patológica revela la maestría galdosiana en la creación
personalísima de seres auténticos como el hermano de Isidora Rufete, Mariano,
alias Pecado. Su funcionalidad en el
relato es remarcar casi como comparsa la megalomanía y corrupción de valores de
la familia Rufete. La crítica, tradicionalmente, se ha debatido en asignar el
valor taxativo otorgado al naturalismo en la estructura de la trama y la
conformación de los personajes: el argumento de La desheredada (1881) aborda
la vindicación estéril de una joven de pueblo llamada Isidora Rufete –hija de
un orate- de la recuperación de un título nobiliario supuestamente usurpado; y,
por ende, asistimos por parte de la protagonista a la conformación de un mundo
ficcional paralelo en el que integra a parte de su entorno, entre ellos a su
hermano Mariano, quien exhibe idénticas predisposiciones de aversión al
esfuerzo y delirios de grandeza. En este sentido, La desheredada oscila entre una absoluta valoración naturalista con
la vivisección de las ilusiones de una joven, sujeta a la ineluctabilidad de un
sino predeterminado: padre alienado, delirio paranoico excitado por la firme
creencia de ser noble, y final degradado tanto físico como moralmente; y, por
otro, una interpretación pedagógica sustentada en la nociva educación que ha
recibido de un entorno hostil con la subsiguiente oportunidad de la superación
individual derivada del propio esfuerzo, y no subsidiaria de fuerzas
inexorables que escapen a su volición.
En este proceso de catalogación de la
obra, la configuración de Mariano Rufete arroja menos dudas en cuanto a su
perfil naturalista. La estampa determinista de este personaje infantil adquiere
su sentido cabal en el seno de las circunstancias del entorno hostil que lo han
formado. Su temperamento indómito será la causa de que le resulte inviable
asistir a la escuela y, en consecuencia, se vea forzado a trabajar en
condiciones infrahumanas. Se trata de la primera noticia que el lector obtiene
del personaje, y éste aparece como pieza integrada en la dura vida fabril, como
comenta
Mayor variedad de aspecto y de fachas en la
unidad de la inocencia picaresca no se ha visto jamás. Había caras lívidas y
rostros siniestros entre la muchedumbre de semblantes alegres. El raquitismo
heredado marcaba con su sello amarillo multitud de cabezas, inscribiendo la
predestinación del crimen. Los cráneos achatados, los pómulos cubiertos de
granulaciones y el pelo ralo ponían una máscara de antipatía sobre las siempre
interesantes facciones de la niñez (p.1021).
De igual
manera, Galdós funde artísticamente el hipotexto de la picaresca con los
condicionantes de la estética naturalista para la configuración infantil de
otros personajes como Zarapicos y Gonzalete. El narrador ha propiciado la
peculiar asimilación a nivel formal de la doctrina zolesca, amalgamada con los
ingredientes autóctonos de denuncia picaresca; de esta manera nos informa de
que ante el abandono de sus progenitores, los rapaces han tenido que
ejercitarse en un ambiente hostil: <<Zarapicos
fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego; Gonzalete sirvió a una mujer que, al pedir en la puerta de la
iglesia, le presentaba como hijo. Uno y otro se cansaron de aquella vida
mercenaria y poco independiente, y, ansiosos de libertad, se lanzaron a
trabajar por su cuenta>> (p.1023); y esta prematura ansia de libertad por
parte de los pícaros, esa anarquía imperante en el lumpen infantil no tardará
en mostrarnos su corolario trágico: en una riña entre Zarapicos y Mariano, éste acaba matándolo ante la indignación
clamorosa de una sociedad dividida entre los que defienden la necesidad de más
presidios o la conveniencia de más escuelas. Nótese aquí también la habilidad
de Galdós por firmar el acta de defunción del pícaro clásico Zarapicos, que cede el testigo al
criminal moderno.
Este determinismo
condenatorio -orfandad, ambiente hostil, asesinato- actúa como sentencia vital
que dificulta al personaje para redimirse de las condiciones adversas de su
entorno. De igual modo, su cuadro caracteriológico se ve consumado con un
trastorno epiléptico:
Cuando Mariano se retiró aquella noche a su
miserable alojamiento, después de vagar toda la tarde y parte de la noche por
las calles, sin tomar alimento, sufrió un ataque epiléptico (…) al volver en sí
encontróse con una gran novedad en su cerebro: tenía una idea; pero una idea
grande, clara, categórica, sinceramente adherida a su inteligencia (p.1158).
Más
tarde, la idea categórica tomará forma en el conato de asesinato al rey,
ingresando trágicamente su historial criminológico. En este sentido, las
predisposiciones epilépticas de Mariano contribuyen a dotar de realismo la
factura nosológica y delictiva del personaje; la enfermedad aparece inserta
como la coartada del antihéroe naturalista en un intento del narrador de bucear
en sus instintos, máxime cuando sólo se trata de un joven de doce años, víctima
de una deficiente atención clínica. En ese intrincado laberinto de vasos
comunicantes entre realidad histórica y ficción novelada, el retrato de Mariano
Rufete surge del acopio de documentos médicos y periodísticos a los que Galdós
tuvo acceso. M. Gordon ha examinado el personaje de Pecado, y demuestra cómo el escritor tuvo presente el caso de Francisco Otero González, un
disminuido psíquico que atentó fallidamente contra el rey Alfonso XII y el de
Juan Oliva, lo que le sirvió para transferir verosimilitud a su personaje de
ficción. Ambos personajes fueron pacientes del doctor Esquerdo, un eminente
psiquiatra que abanderó en España una corriente de sensibilización del enfermo
mental, y al que Galdós trató. En este sentido, José María Esquerdo advertía en
su obra Preocupaciones reinantes sobre la locura (Gordon 1972: 74), del peligro de no tratar a los
enfermos mentales con los medios adecuados:
No hay que hacerse ilusiones; el imbécil, sin la
debida asistencia médica es un presunto criminal; por ley de justicia, que
desgraciadamente se cumple harto a menudo, él corresponde al abandono de la
sociedad con horribles atentados contra la misma; aconsejaos de la previsión,
ya que no os condoléis de la desgracia; recoged al niño imbécil si no queréis
prender al bandido adulto.
3.3 La
visión profética del mundo adulto: Isabelita Bringas y Luisito Cadalso
Otro de
los personajes nosológicos dentro del inventario creativo galdosiano es la niña
Isabelita Bringas en la novela La de
Bringas (1884). La obra aborda
los avatares de una familia acomodada, protegida por la realeza, en el periodo
preseptembrino de 1868. La de Bringas
presenta en clave simbólica la desintegración en paralelo de una familia y una
nación, sustentadas por los inflexibles imperativos de las apariencias y la
corrupción crematística. De estos sucesos es testigo excepcional la niña
Isabelita Bringas que actúa de receptáculo de las percepciones íntimas e
intuiciones del espacio doméstico, trocado en las formas de su agitado sueño.
He aquí una descripción de su salud, según nos informa el narrador:
Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil,
espiritada, se observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era
muy a menudo turbado por angustiosas pesadillas,
seguidas de vómitos y convulsiones, y, a veces, faltando este síntoma, el
precoz mal se manifiesta de un modo
más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho en comprender las cosas,
perdiendo completamente la vivacidad infantil (p.140).
Su papel
sugestivo profetiza acontecimientos vitales para el viraje de la suerte
familiar, y desenmascara aquellas situaciones que necesitan una evaluación
profunda. Para ello, el narrador nos entera de su particular configuración
nosológica: enferma –padece epilepsia, de salud quebradiza, con problemas en el
sueño –disomnia-; y pronto averiguamos un rasgo significativo de su trazado
psicológico: su hiperestesia o sensibilidad extrema que la llevarán a trasponer
todos los eventos que la han sugestionado durante la vigilia, a las formas
patológicas del sueño.
La niña de Bringas se atracó de un plato de
leche, que le gustaba mucho; pero bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un
cuarto de hora que se había acostado cuando fue acometida de fiebre y de delirio,
y empezó a ver y sentir entre horribles disparates todos los incidentes,
personas y cosas de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto (p.140).
Se trata
de una de las vías de estimación a disposición del narrador naturalista para
troquelar los eventos de la realidad sensible, cotidiana y extraer su verdadera
significación. Es, en consecuencia, un ejercicio de perspectivismo, una
deliberada desautomatización mediante la intensificación perceptiva de
Isabelita que descubre la esencia moral (García Ramos 2009: 67) de cada de unos
de los personajes que conforman su espacio novelesco, y desenmascara todas
aquellas situaciones que merecen una reevaluación moral en el decurso
narrativo. A este respecto, Ana L. Baquero Escudero (1987:40) en un estudio
titulado <<Otro enfoque de la realidad: el punto de vista
infantil>>, examina la elección del punto de vista infantil como foco
narrativo del relato, partiendo del concepto de singularización del formalista ruso Schkolvsky. Dentro de los
personajes que perciben de una forma nueva la realidad se encuentra el niño
que, según Baquero: <<Si él no es un ser extraño y ajeno al mundo
circundante, tampoco ha tenido tiempo para llegar a la edad en que su
percepción se automatizará (…) y todavía puede percibir cosas dentro del mundo
como auténticas revelaciones>>; si bien, en el caso de Isabelita, estas
revelaciones tienen una particularidad puesto que se producen en el sueño.
Finalmente, Isabelita ejercerá de profetisa ad
hoc de la convulsión doméstica y política en ciernes, y en su sueño todo
ello se cristalizará como espejo amplificado de la miseria moral de sus
progenitores y allegados:
Él y su papá hablaron de política, diciendo
que unos pícaros muy grandes iban a cortarles la cabeza a todas las personas, y
que correría por Madrid un río de sangre. El mismo río de sangre envolvía poco
después en ondas rojas a su mamá y al propio señor de Pez (…) Después el señor de Pez se ponía todo azul y
echaba llamas por los ojos y al darle a la niña un beso la quemaba (190).
Si de Isabelita
remarcábamos su poder presciente como intérprete de sucesos que habían
desfilado de puntillas a ojos del lector, al personaje infantil de Miau (1888) podemos transferirle muchas
de las facultades suprasensoriales que hallábamos en su homóloga Isabelita
Bringas. Ambos personajes se nos revelan eminentemente cruciales para la
tasación de los acontecimientos en la novela de la que forman parte. Recrea en
esta ocasión Galdós una de sus figuras infantiles más enigmáticas por cuanto
Luisito asume una funcionalidad trascendente y cuasi-mágica dentro de los
prosaicos contornos novelescos en los que se desenvuelve. Luisito Cadalso es el
nieto de Ramón Villaamil, un íntegro y fiel empleado del ministerio de Hacienda
que ve con angustia cómo queda cesante a dos meses de su jubilación. Este hecho
será el desencadenante de una serie de sucesos lacerantes, pivotados en el
proceso de lucha estéril por recuperar el puesto en la administración que
alcanzará la sublimación a partir de la peculiar vivencia que Luisito Cadalso
atesora de sus visiones, accesos narcolépticos, donde el pequeño se comunica
con el mismísimo Dios. A éste le da cumplida cuenta de los eventos cotidianos
evaluándolos, y aventurando la trágica suerte de su abuelo. Así, la enfermedad
de Luisito Cadalso desempeña un papel cardinal, al inscribir en un orden
aparentemente naturalista de presentación fáctica de la realidad la visión
candorosa y penetrante del nieto ante la cotidianeidad prosaica –en concreto,
los avatares de su abuelo- dentro del ámbito de su enfermedad alucinatoria. El
niño, pronto, ensayará una prodigiosa capacidad visionaria de los sucesos más
notables y asumirá el papel de emisario, heraldo de un beatífico Creador,
erigido ad hoc en interlocutor celestial para los seres terrenales como
Villaamil. En uno de los diálogos claves para el desenlace de la novela el niño
interpela al Creador para preguntarle si su abuelo va a morir, a lo que Dios
responde: <<Es lo mejor que puede hacer. Adviérteselo tú. Dile que has
hablado conmigo, que no se apure por la credencial, que mande al Ministro a
freír espárragos, y que no tendrá tranquilidad sino cuando esté conmigo>>
(p.1102); un mensaje que el abuelo entenderá como una revelación divina, ejecutando la advertencia al punto. Díez de Revenga (2004: 36-37) en su edición
de Miau considera que uno de los
mayores aciertos de Galdós en la novela es: <<haber construido a Luisito
como personaje con capacidad para traspasar los límites de lo racional y, a
través de los transportes, alucinaciones o sueños, permitirnos a los lectores
penetrar en el terreno de lo subconsciente y examinar aspectos reservados al destino que nos son dados a
conocer en los diálogos>>.
Dentro de la nómina de figuras
infantiles afectadas por la epilepsia, aunque sólo la mencionemos someramente,
hallamos el cuadro médico de la niña Obdulia en Misericordia. En este caso, la pormenorizada descripción de los
aspectos clínicos relativos a su alimentación, enfatiza su carácter voluble e
irascible, sólo aplacados por la intervención beatífica de Nina: <<la
niña también daba mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el
neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella
gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor>> (p.703). Al
igual que la niña Bringas, Obdulia presentas problemas digestivos unidos a
trastornos de tipo nervioso:
La alimentación de Obdulia llegó a ser el
problema capital de la casa (…) Un día le daban, a costa de grandes
sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la
ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por
temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse la
causa de su duelo (p.704).
De nuevo, se hace plausible una
explicación que horade la superficialidad cotidiana doméstica, y subraye las
faltas morales de su progenitora, la inflexible y vanidosa Francisca Juárez.
Como contraejemplo, Nina será un dechado esplendente de pureza y abnegación.
4. La teratología en Galdós
Uno de los emblemas
estéticos del Naturalismo es la mostración de las relaciones de socialidad,
fisiologismo y corporeidad del individuo en su vinculación con el medio.
Derivado de esta delectación por lo fisiológico, por la realidad degradada, se
encuentra la indagación del novelista por investigar los fenómenos que conducen
a la variabilidad genética en su grado más ínfimo mediante el muestrario de
criaturas dismórficas, seres monstruosos en el umbral de la animalidad. En este
sentido, en Galdós se manifiesta esta recreación artística de lo monstruoso con
insólita profusión a través de personajes -en su mayoría infantiles- que aluden
siempre a circunstancias anexas de índole moral, con lo que consigue una
remisión de la naturaleza fenotípica a las fallas esenciales de espiritualidad
de los protagonistas adultos. De este modo, la manifestación precoz por la
enfermedad en la novela de Galdós se fraguó en paralelo al desarrollo de la
investigación teratológica. Fue Claire-Nicolle Robin quien en su obra Le naturalisme dans La desheredada de Pérez
Galdós (Robin: 1976), advirtió sobre la inserción de este rasgo en algunos
personajes de las novelas contemporáneas. Para una comprensión de esta
temática, hemos de considerar el importante papel concedido a
4.1 Riquín
En La desheredada, novela donde se ponderan equidistantemente las
leyes de la herencia en el individuo y la educación como fuerza motriz de la
sociedad, nos encontramos con el caso teratológico de Riquín, hijo de Isidora Rufete y Joaquinito Pez. El pequeño que
significativamente nace el día de Nochebuena[7],
como si del advenimiento de un mesías se tratara, revelará su constitución
deforme y peculiar: <<Es algo monstruoso, lo que llamamos un macrocéfalo,
es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia
fisiológica!>> (p.1083). El juicio que hace el doctor Miquis para tan
exagerada macrocefalia es el delirio de ambición que posee su progenitora:
<<Yo le digo que su delirante ambición y su vicio mental le darán una
descendencia de cabezudos raquíticos>>. Parece como si la biología
degradada fuera la contrafaz de ciertas regiones del espíritu en las novelas de
Galdós, todo ello mitigado por el hábil manejo del humor y la ironía en la
configuración simbólica de la teratología: <<Su deformidad incipiente no
era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle
erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante
predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes
pesos>> (1091). Una muestra de esta visión menos torva de la monstruosidad constitutiva de
Riquín es la semejanza que traza
La hipertrofia de Riquín presenta diferentes lecturas en La desheredada: de un lado, la
interpretación naturalista, basada en la continuidad de las taras genéticas en
el linaje de los Rufete, parece plausible como perpetuación de un fatalismo
genético que anule la volición del sujeto en su desarrollo social; aunque otra
valoración justificable sostendría que el crecimiento desproporcionado de Riquín operaría en un nivel simbólico,
como el correlato de las ínfulas nobiliarias y aparenciales de su progenitora
y, por ende, en el diagnóstico de toda una nación. A
este respecto, Wright (1971: 243) considera a Riquín como una criatura engendrada por el sistema político de
Su sueño era entonces breve, erizado de
pesadillas, como un camino incierto y tortuoso, lleno de obstáculos. Unas veces
se le aparecía Riquín, ladeando con gracia la enorme cabeza bonita, fusil al
hombro, marchando al paso del soldado. Y el pícaro Anticristo la miraba,
echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un
tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de
Riquín, y, entre risotadas y gritos, la cogían y la arrastraban por las calles.
Gran algazara y befa de la multitud, que decía: “¡La marquesa, la
marquesa!”(p.1150).
Esta pesadilla supondrá un punto de
inflexión en el curso de las ilusiones de la protagonista; y merece la pena que
desentrañemos la presencia simbólica de Riquín:
las imágenes de Riquín y el esqueleto
infantil con los atributos bélicos prenuncian el camino tortuoso que ha de
recorrer Isidora y, en consecuencia, España, por la corrupción moral en que se
hallan ambas; y la estructura subyacente de la pesadilla relaciona
circunstanciales individuales bajo un influjo social. La particularidad de
relacionar los sueños individuales de la protagonista con la situación epocal
de España origina los sueños arquetípicos (Doucet 1975: 204), un tipo de sueños
portadores de sentido colectivo y universal. Por tanto, lejos de reforzar una
megalomanía provocada por una disfunción hereditaria fantaseadora, es más
plausible inclinarnos por la corrupción del entorno de la joven que ha pervertido los valores
folletinescos de Isidora Rufete; como se deja ver en sus sueños y pesadillas
que constituyen estructuralmente la autognosis punitiva graduada de sus
ilusiones fracasadas.
Esta última
interpretación parece desambiguarse al final de la novela cuando Isidora marcha
camino del Viaducto, y Emilia le dice al pequeño: <<Tan huérfano eres tú
como yo; pero en mí tendrás la madre que te falta. Aquella mamá tuya no existe
ya, se ha ido para siempre y no volverá; se ha caído al fondo, hijo mío, al
fondo… Ya lo entenderás más adelante>>. (p.1181).
4.2 Juan, hermano de Leré
Otro caso teratológico
peculiar se nos relata en la novela Ángel
Guerra (1890), cuando Leré cuenta
la historia de su familia a Ángel. En este relato genealógico, confiesa que sus
anteriores hermanos, todos muertos, habían sido monstruos; y que el único que
sobrevive es su hermano Juan del que hace una espeluznante descripción:
Para que usted comprenda lo desgraciada que fue
mi madre, le contaré otra cosa: los primeros hijos que tuvo mi madre se
volvieron monstruos a poco de nacer. Mi hermano Juan, el único que vive de los
cuatro primeros, es monstruo…Usted no le ha visto, y si le viera se
horrorizaría. De la cintura abajo, todo su ser es momio y blando como si no
tuviera huesos; la cabeza de hombre, el cuerpo de niño, los brazos y piernas
como fundas vacías. Ha cumplido veinticuatro años, no puede andar ni a gatas, y
si le ve usted en la mesa donde le tienen, con los brazos y las piernas
formando como un lío y en el centro la cabeza, no comprenderá que aquello es
persona humana. Come por tres y no habla; sólo sabe gruñir como un animal y
repetir con perfecta afinación los trozos de música que oye. Rarísima despide
algún destello de inteligencia; pero tan poca cosa, que no llega ni a lo que
vemos en perros y gatos (p.71).
La delectación
galdosiana por recrear ejemplos primitivos y salvajes de seres privados de
inteligencia halla en esta novela su sumun creativo con el relato exhaustivo de
las rarezas genéticas y teratológicas de la familia de Leré. La descripción monstruosa de Juan representa un eslabón más
de los caprichos de una naturaleza que no se ha mostrado pródiga para con los
seres que conforman su fauna. Sin embargo, Leré
contrasta esta radical animalidad con un espíritu misticista, de vocación
religiosa que ha conseguido hacer de la adversidad, virtud, tal como ella misma
confiesa a Ángel. Su tic ocular de naturaleza epiléptica –enfermedad consagrada
en las novelas galdosianas-: <<sus ojos verdosos con radiaciones doradas,
hallabánse afectados de una movilidad constitutiva, de una oscilación en
sentido horizontal que la semejaba a esos muñecos de reloj que al compás del
escape mueven las pupilas de derecha a izquierda>> no representa óbice alguno para un proceso virtuoso,
purificador del alma humana que Leré encuentra
armónicamente, ayudando a sus congéneres y hermanos mediante un acendrado humanitarismo. De este modo, el
ser humano puede hallar significación trascendente a sus hechos, y elevar su
materialidad mundana a las regiones superiores del espíritu. En el caso de
Juan, su monstruosidad es concebida como uno de los designios de la
providencia, como una criatura más del orbe que merece el cariño y el amor de Leré y de los tíos de ésta que lo han
acogido como a uno más. Particularmente desgarrador es el relato de cómo su
hermano Juan es abandonado en una caja de cartón en mitad de la calle siendo
objeto de las burlas de los vecinos, lo que supone un testimonio del
conocimiento y sensibilidad social que Galdós impregna en la sustancia
novelesca.
La superación de la tara familiar mediante un
decidido afán de contradecir los designios genéticos e imponer un voluntarismo
de carácter trascendental revela el peculiar concepto que Galdós poseía acerca
de la casuística natural con sus verdades y enigmas. En este sentido, el
personaje de Leré llega a ejercer tal
poder de atracción en Ángel que produce en éste último una especie de
alienación al inducirlo al sacerdocio. Es éste el eje sobre el que evoluciona
la novela: adversidad frente a superación, materialismo frente a
espiritualidad.
4.3 El segundo Valentín, la metempsicosis
monstruosa
Finalmente, otro de los
fenómenos caprichosos de la variabilidad genética acaece en la novela Torquemada en el purgatorio (1894), encarnado
en el segundo vástago del usurero Francisco de Torquemada, llamado Valentín con
el fin de perpetuar el espíritu prodigioso del primer Valentín. El simbolismo
onomástico del primer Valentín no consigue transferir sus admirables cualidades
al remedo deforme y salvaje del segundo Valentín, esperanza de perpetuidad
prodigiosa en el linaje.
A fin de que
comprendamos y evaluemos el simbolismo de los vástagos del usurero Torquemada,
se hace necesario retrotraernos a la primera novela del ciclo Torquemada en la hoguera. El primer
Valentín orgullo de su padre en Torquemada
en la hoguera (1889) es un dechado de virtudes físicas: <<era el
chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella cara, que se
quedaba uno embobado mirándole>> e intelectuales <<En cuanto a su
aptitud para el estudio llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela y
orgullo y gala de los maestros>> (p.1340). Pronto, el niño revelará una
inusitada facultad para las matemáticas casi con unos atributos angelicales:
<<Si inocencia y celestial donosura casi nos permitían conocer a los
ángeles casi como si los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo
maravilloso>> (p.1342). Los infortunios del destino cambiarán de signo el
júbilo que alberga Francisco de Torquemada cuando el pequeño Valentín enferme
de meningitis.
Este hecho lo inducirá por contrición a la tentativa
frustrada de un acercamiento a la divinidad a través de un materialismo
aritmético radicalmente opuesto a los sentimientos sinceros de la fe religiosa.
Encarnando el perfecto arquetipo de usurero, no acierta a alcanzar los
mecanismos espirituales que le fortifiquen en la enfermedad de Valentín; por
eso, aplicará en su relación con la divinidad un burdo chantaje mediante obras
venales, es decir, comprando la benevolencia divina: << ¡Ay Dios, qué
pena, qué pena!... Si me pones bueno a mi hijo, yo no sé qué cosas haría; pero
¡qué cosas tan magníficas y tan…! Pero ¿quién es el sinvergüenza que dice que
no tengo apuntada ninguna buena obra?>> (p.1348). Hasta que finalmente
toda esperanza se desvanece, y Valentín muere.
Sin embargo, capricho del destino o venganza inmisericorde de
la genética, el segundo hijo de Torquemada y Fidela del Águila en Torquemada en el purgatorio (1894)
nacido, como apuntamos, un día de Nochebuena, lejos de reencarnar en su
prístina forma la portentosa inteligencia del primer Valentín, se nos presenta
como un perfecto idiota, rayano en la animalidad. Su estampa evidenciará
precozmente su carácter monstruoso y amorfo. Así lo advierte el médico Quevedo:
El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted el
tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre?
Pues no han adquirido sus piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo
dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San
Eloy perfectamente idiota> (p.1515).
Nótese el manejo humorístico desplegado
por Galdós en el esperado nacimiento de Valentín: <<Vino al mundo con
repique gordo de campanas el heredero de San Eloy>> en quien todos
albergan la esperanza de un prodigio como su hermano. Hasta tal punto es la
expectación generada en torno al segundo Valentín que el hermano ciego de las
hermanas Cruz y Fidela, Rafael, concibe en el pequeño unos celos brutales.
Pronto, toda la expectación se transforma en
pesimismo al verificar su constitutiva deformidad. En un plano simbólico, se
trata de una de las pruebas terrenales que la providencia sirve a aquellos que
con soberbia se han atrevido a cuestionar sus leyes. El crecimiento del niño despejará
todas las dudas acerca de su rampante monstruosidad y singularidad: <<El
crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la
longitud de las orejas y la torcedura de las piernas con la repugnancia a
mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella
crisis de la vida>> (p.1559).
Si su
aspecto físico es llamativo, la configuración de la conducta del pequeño
corrobora sus predisposiciones extravagantes, tales como esconderse en rincones
oscuros, maltratar animalitos o acumular objetos inservibles:
se metía debajo de las camas y se agazapaba en un
rincón con la cara pegada al suelo; difícilmente se dejaba acariciar por nadie;
ansiaba jugar con animales, pero que hubo que privarle de este deleite porque los
martirizaba horrorosamente; por temporadas, lograba su mamá corregirle de la
maldita maña de andar a cuatro pies; y no era éste el solo estrago de su
andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos
fueran o no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en
sitios oscuros, debajo de las camas, o en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que
hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de
cosas heterogéneas: botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de
cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y
pedazos de moldura arrancados a las doradas sillas (p.1560).
Esta particular representación
conductual del pequeño nos remite a otras descripciones nosológicas de
personajes infantiles como la conducta de la misma Isabelita Bringas:
<<Tenía la manía coleccionista. Cuanta baratija inútil caía en sus manos,
cuanto objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella
tenía en un rincón a los pies de la cama>>, que exacerba cuando en ella
concurre la enfermedad: <<Estos hábitos de urraca parecía que se
exacerbaban cuando estaba más delicada de salud. Su único contento entonces era
revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una variedad
extraordinaria y, por lo común, de una inutilidad absoluta>> (p.203); o
el personaje de Eloísa, prima de José Bueno de Guzmán en Lo prohibido, similar en cuanto a la rareza de sus manías:
Era de niña tan accesible al entusiasmo, que no
la llevábamos nunca al teatro, porque siempre la traíamos a casa con fiebre.
Gustaba de coleccionar cachivaches, y cuando un objeto cualquiera caía en sus
manos lo guardaba bajo siete llaves. Reunía trapos de colores, estampitas,
juguetes. Cuando ambicionaba poseer alguna chuchería y no se la dábamos, por la
noche le entraba el delirio. (p.232)
En líneas generales, podemos afirmar
que la teratología, amén de enriquecer las descripciones físicas, biológicas de
ciertos seres conformantes de la fauna más elemental en las novelas de Galdós,
asume una funcionalidad simbólica cuya finalidad es subrayar las fallas morales
de los progenitores que les han dado vida. La teratología, en cierto modo,
presenta una cualidad ambivalente: en muchos casos, actúa como estímulo para el
perfeccionamiento moral de sus protagonistas como Leré; en otros, simplemente, constata los efectos devastadores de
una naturaleza que se ha ensañado en criaturas inocentes. En relación con la
teratología del segundo Valentín, Gustavo Correa en su obra El simbolismo religioso en las novelas de
Pérez Galdós (1962: 145), resume
la conversión de ángel del vástago Valentín en demonio:
La monstruosidad moral del personaje se ha hecho
evidente en una criatura biológica monstruosa, al participar el hijo de la
naturaleza sustancial del padre. El destino de Valentín es, así, la historia
moral del personaje, en cuanto despliega el interior de la conciencia de este
último, y lleva implícito un sentido de retribución y de castigo. El monstruo
se contempla a sí mismo en la figura horripilante de su propio engendro. Su
soberbia, avaricia y rebeldía contra Dios precipitaron la caída de su hijo de
la más alta condición angélica a la bajísima de animales fangosos y rastreros.
En esta forma, Torquemada revela, en su misma incapacidad ontológica para el
sentimiento trascendente, una dimensión que es esencialmente religiosa.
5. Conclusiones
A través de este esbozo,
hemos podido acercarnos a la significación última de un fecundo leitmotiv como el de la recurrencia
nosológica de la enfermedad infantil. Ésta forma parte de las novelas,
adhiriéndose íntimamente al desarrollo y evolución de los acontecimientos de la
cotidianeidad. En casi todos los casos, el carácter infantil aparece descrito como
la plenitud de unos valores de inocencia y pureza que contrastan con la
degradación y el deterioro ético del mundo de los adultos en contacto con unos
referentes morales erráticos. La creación de un universo propio con la
inserción de elementos sobrenaturales conforma los rasgos más definitorios del
alma infantil en Galdós, al tiempo que estos personajes infantiles se nos
presentan investidos de cualidades superlativas: inteligencia y perspicacia
admirable, penetrante observación rayana en la hiperestesia. Es sumamente
llamativo que estas cualidades fenoménicas concurran siempre con la enfermedad,
con lo que la exploración en la psicología infantil llevada a cabo por Galdós
no bordea los límites de la superficialidad; sino que, al describir con
profusión y roturar las condiciones ambientales y vivenciales del personaje,
traspasa el mero caso particular y se inscribe en un aura de sabor
universalizador. Quizás sea ésta la diferencia más acusada con el localismo
descriptivo de Dickens.
De igual
modo, el carácter bifronte de
Si es real cuanto tiene existencia verdadera y
efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y
perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el
cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo y
del idealismo racional. En el realismo, cabe todo, menos las exageraciones y
desvaríos de dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivas.
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1 Emilia Pardo Bazán fue otra de las autoras del
Realismo que dejó testimonio de la preocupante realidad infantil; recuérdense
las desgarradoras descripciones de Perucho en Los pazos de Ulloa o los retazos naturalistas de La tribuna.
2 Puede consultarse el estudio María Dolores Illanas Duque, Carlos Plá Barniol <<El menor en situación de abandono en la novela del siglo XIX: la prehistoria del debate sobre la institucionalización del menor>>, en Cuadernos de trabajo social, nº10, 1997, pp. 245-266.
3 Jean François Botrel en su artículo <<España, 1880-1890: El
Naturalismo en situación>> en Realismo
y Naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX. Yvan Lissorgues
(ed.). Barcelona: Anthropos, 1988, lleva a cabo una aproximación a la corriente
naturalista analizándola desde la intersección con otras corrientes
sociológicas y médicas. Destaca Botrel que, editorialmente hablando, se produce
en este periodo la aparición de una corriente social en la medicina con la
publicación de estudios fisiológicos y estudios
<<medicohigiénicos>>, lo que manifiesta el interés por la medicina
social en la época. En este sentido, puede consultarse la obra del profesor
Chonon Berkowitz,
4 Citaré a partir de la edición de Obras Completas
de Benito Pérez Galdós, Madrid, Aguilar, 1971.
5 Véase el artículo de Ruth Schmidt, <<Manuel
Tolosa Latour: prototype of Augusto Miquis>> en Anales galdosianos, Año III, 1968.
6 Véase el artículo <<La
desesperanza de
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