REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


PANORAMA DE LA ENFERMEDAD INFANTIL EN GALDÓS

Antonio D. García Ramos

 (Universidad de Murcia)

 

RESUMEN:

El presente artículo pretende acercarnos a la significación de un prolífico recurso temático en las novelas de Benito Pérez Galdós: la enfermedad y mortandad infantiles, como denuncia vinculada a las carencias y fallas morales de sus progenitores y, en última instancia, como caja de resonancia de la simbólica descomposición de la nación en un nivel individual y social. Asimismo, se subraya el ascendiente de la naturaleza como correctora y fuerza compensatoria de ciertos elementos sociales que desafían sus órdenes.

PALABRAS CLAVE: enfermedad infantil, teratología, realidad social depauperada.

ABSTRACT:

The present article intends to approach us to the meaning of a prolific thematic resource in the novels of Benito Pérez Galdós: childhood disease and infant mortality, as a denunciation related to their parent´s deficiencies and moral faults and, in last instance, as sounding board for the symbolic breakdown at an individual and social level. Likewise, the influence of nature as a correcting and countervailing force of certain social elements that defy its orders is highlighted.

KEYWORDS: childhood disease, teratology, depauperate social reality

 

1. Introducción

En la línea de fiel testigo de la realidad circundante, Benito Pérez Galdós supo captar y explorar aspectos de la existencia humana a priori secundarios, pero que insertos en las tramas de sus novelas devienen en elementos de primer orden desde una dimensión netamente simbólica. La fusión de los planos histórico y literario en las novelas galdosianas origina una simbiosis peculiar que tiene como resultado más habitual la trascendencia de la factualidad materialista en un orden de naturaleza suprahistórica.

Con el fin de sancionar los indudables valores universales de Pérez Galdós, este artículo pretende acercarnos a la transposición novelesca de una realidad histórica lastimosa como la enfermedad y mortandad infantiles a finales del siglo XIX, periodo en el que se desarrolla la mayor parte de la obra narrativa de Pérez Galdós. Son profusas, en este sentido, las descripciones de niños afectados de extrañas patologías, consecuencia de una deficitaria atención y cuidado, casi siempre en íntima vinculación con los designios arcanos de una naturaleza que desafía la probidad moral de sus progenitores. Todas estas representaciones de una infancia frágil y quebradiza se hermanan en la mostración patológica de fenómenos insólitos de signo vario y diverso; niños que desarrollan sublimes cualidades, y talentos acuciados por extrañas enfermedades; o bien pequeños que potencian manías y depuran intuiciones como facultades inherentes a su enigmático carácter. Asimismo, el universo infantil galdosiano se manifiesta como receptáculo de la representación ínfima de la escala evolutiva, patente en su delectación por penetrar en el alcance simbólico de un muestrario heteróclito de criaturas deformes y monstruosas.

Profundizar en las motivaciones artísticas, epistemológicas y humanas que  impulsaron a Pérez Galdós al aquilatamiento de este sugestivo leitmotiv es uno de los propósitos primordiales de este trabajo que aspira a desambiguar el constitutivo concepto de Naturaleza en Galdós en todas sus dimensiones y posibilidades: concebida desde un planteamiento radicalmente biológico con la presentación de las causas y secuelas de un materialismo radical hasta las enriquecedoras implicaciones filosóficas, emanadas del amplio espectro de matices que la naturaleza ha resuelto dotar en el ser humano  influido, en contrapartida, por las regiones del espíritu y su dinámica trascendente.

Si bien es cierto que Galdós no fue el único novelista que focalizó su mirada sobre los más pequeños[1] ; sin embargo, la singularidad en la creación del alma infantil y el detenimiento en el trazado profundo de los caracteres infantiles, en conjunción con el ascendiente de sus circunstancias ambientales, revelan la acuidad observadora y la presciencia artística de quien supo conferir una suerte de naturaleza mágica a estos personajes.

Por tanto, en primer lugar, no debemos en nuestro acercamiento a este recurso temático disociar jamás al personaje infantil del ambiente en el adquiere autonomía y distintividad, incluidos progenitores, y en segundo lugar, obliterar los datos de índole histórica que inciden en el curso de los eventos, porque esto nos puede proporcionar una certera pista para la interpretación de los  matices configuradores de la esencia de estos personajes infantiles en las novelas[2].

 

2. Una preocupación del realismo literario: la enfermedad infantil

         Una de las premisas estéticas del realismo literario fue la decidida atención por trasladar miméticamente a la novela todos los aspectos de la realidad referencial susceptibles de ser poetizados y modelados conforme a unos presupuestos estéticos de proximidad y cercanía[3], frente a los mundos de ficción fabulosa propios del Romanticismo. Entre estos intereses figura el de examinar los fenómenos psíquicos del individuo en su relación con el entorno para averiguar el funcionamiento operable de las leyes físicas y sociales y, así, poder trascender la realidad artísticamente. Probablemente influido por el Naturalismo, el Realismo dio cabida a la enfermedad, a la patología psicosocial como indagación del novelista por ofrecernos un escrutinio integral de la psicología humana[4]. La enfermedad en la novela realista, normalmente, suele erigirse como telón de fondo de una realidad social depauperada, que, en grado último, remite a la denuncia de un aparato social anómico, carente de unas firmes estructuras políticas, sociales y, en concreto, médicas. A este respecto, la elección de Galdós por presentarnos niños enfermos no discurre por el mero sentido del capricho o azar literario, sino que la intrusión de la fuerza analítica en el conocimiento de la psicología infantil responde al compromiso del novelista por denunciar las luctuosas condiciones de uno de los estratos más vulnerables de la sociedad. De esta afección de Galdós por los niños, tenemos testimonio indirecto en boca del narrador de La de Bringas, cuando afirma:

Más que la diferencia de sexo, la de temperamento era causa de que los dos hermanos jugasen casi siempre aparte uno del otro. No miremos con indiferencia el retoñar de los caracteres humanos en estos bosquejos de personas que llamamos niños. Ellos son nuestras premisas; nosotros, ¿qué somos sino sus consecuencias? (p.202)[5].

La adjudicación de este papel relevante otorgado a la niñez desvela la consideración máxima que para el escritor merecían los más pequeños. Ruiz Ramón (1964:251) reconoce en su libro Tres personajes galdosianos: ensayo de aproximación a un mundo religioso y moral, la psicología de la infancia como un asunto inexplorado, y comenta de los niños en la obra galdosiana que: <<Galdós escribe páginas llenas de amor hacia ellos, intentando penetrar en su mundo cerrado y difícil. En el centro de su inocencia cree descubrir, en ocasiones, una terrible seriedad, una como certera visión del secreto de la vida>>. De este modo, los seres infantiles conforman el espéculo literario de su sensibilidad -de ello le debe mucho a Dickens-; y tras haber acometido la prospección literaria de la patología infantil, comprobaremos cómo éstos se manifiestan en reflectores de la evaluación de los eventos en apariencia ancilares, pero esencialmente decisivos para la progresión narrativa.

2.1 La figura del médico

 Ponderada la esencial misión concedida a los niños, hemos de calibrar el contexto sociohistórico en el que se inserta la morbilidad y la patología infantiles, y considerar la fascinación que siempre experimentó Galdós por la medicina. El espíritu racionalista y radicalmente reformista que ponía en entredicho las estructuras sustentadoras del poder político y social, influyó, sobremanera, en la concepción de la misión transformadora que para Galdós aglutinaba la ciencia hipocrática. El médico en las novelas de Galdós rebasa la mera carcasa costumbrista consignada a su figura en otras novelas realistas como las de Balzac, y se erige en prohombre y vademécum de la sociedad civil, subrayando en su diagnóstico las carencias de ésta. Ejercía una atracción singularísima la Medicina (Rubin 1970: 79), el conocimiento de las pasiones y secretos del individuo para el desarrollo de la capacidad observadora del novelista que aspira a posesionarse de sus misterios:

Envidio los que poseen la ciencia hipocrática, que considero llave del mundo moral; por eso vivo en continua flirtación con la Medicina, incapaz de ser verdadero novio suyo, pues para esto son necesarios muchos perendengues; pero la miro de continuo con ojos muy tiernos, porque tengo la certidumbre de que si lográramos conquistarla y nos revelara el secreto de los temperamentos y de los desórdenes funcionales, no sería tan misterioso y enrevesado para nosotros el diagnóstico de las pasiones.

La idealización de la ciencia médica encuentra a su más perfecto arquetipo en el personaje de Augusto Miquis[6], garante del positivismo y compendio del héroe naturalista. El credo racionalista y la atención a las causas humanitarias en su vertiente más filantrópica, sin duda, son inspirados en la figura del eminente pediatra Manuel Tolosa Latour que escribió innumerables obras sobre medicina, pedagogía y psicología de la infancia, aparte de promover la construcción de numerosos centros de acogida infantiles y para mujeres. En suma, el médico galdosiano asume para sí una comprometida misión: la transformación de la sociedad basada en el poder supremo de la razón y la libertad como cauces para despertar a una nación narcotizada por el oscurantismo de los dogmas religiosos y la esclerosis cultural.

Esta filia sincera por la medicina y por la divulgación científica como panacea social le hacen exaltar sus ánimos y censurar abiertamente el desinterés de los médicos para con los problemas sociales, donde, a su juicio, tendrían que aunarse indisolublemente ciencia y arte literaria. Así confiesa Galdós a su amigo Tolosa Latour (Rubin 1970: 79) que en el caso de los médicos:

existe indudable concordancia entre aptitudes científicas y artísticas pero que muchos de ellos no tienen tiempo ni ocasión de satisfacer su anhelo o retroceden ante las dificultades técnicas (...) y los más viven apartados de toda tendencia literaria (...), callándose muy buenas cosas, archivando experiencias y casos que serían muy útiles a los que tenemos por oficio el pintar la vida y el dolor, y estudiamos nuestro asunto menos directamente que el médico, a mayor distancia de las verdaderas causas, y fijándonos en la naturaleza moral antes que la física.

         La figura del médico y la actividad hipocrática configuran una especie de  heroísmo redentor de los males de la civilización a la cual los galenos aplican los principios fundados en la fe positiva y en la razón; son los llamados héroes naturalistas por Casalduero (1954:74), cuyo compendio es encarnado por Teodoro Golfín quien: <<de baja extracción social, luchando por la vida, formándose a sí mismo, ha triunfado>>. Este héroe naturalista no se limita a luchar contra sus semejantes, sino que pugna abiertamente contra la naturaleza, obedeciendo fatalmente sus <<leyes científicas, en las cuales se fundará la nueva moral>>. Figuras como Augusto Miquis o Teodoro Golfín son los consignatarios de un utópico proyecto que habrá de dinamitar los cimientos de una nación enferma, cuya caquexia constituye un obstáculo para el verdadero progreso social. Así nos lo recuerda Marañón (1951:145-146) al referirnos la sugestión que ejercía la ciencia hipocrática en Galdós: <<Siempre hubo en aquella casa un médico que tenía mágica autoridad. Su rastro aparece frecuentemente en las obras de Galdós>>. Tributado este homenaje literario, Galdós no dudo en servirse de un preciso asesoramiento clínico a la hora de elaborar el trazado patobiográfico de sus personajes,  lo que testimonia el débito literario con el saber médico que entreveró en su personalísima sustancia novelesca.

         Esta inclinación patente por ponderar y descubrir con fidelidad los procesos patológicos (Álvaro, Martín del Burgo 2007: 299) es un mérito reconocido por la medicina actual; y, a este respecto, son muchos los facultativos que han convenido en el fascinante y genuino poder visionario de Galdós por cuanto se refiere a la detección y taxonomía de cuadros clínicos complejos y patologías cuya etiología lo eran aún más:

En este ambiente realista, la enfermedad cobra una presencia significativa. De aquí, las descripciones clínicas, y más concretamente, las neurológicas. Están hechas en un lenguaje que, como el resto de su obra, ha sido descrito como prosaico. Creemos, sin embargo, que es fiel reflejo de las criaturas que describe, y que es realmente preciso. La precisión alcanza a los cuadros clínicos, pero también a los mecanismos de la enfermedad, a teorías médicas en vigor en su época, a tratamientos o a ambientes físicos, sean hospitalarios o de otros tipos.

         En resumen, podemos concluir con la excelsa ficcionalización literaria del médico por parte de Galdós; si Zola conceptuaba la figura del médico como portador del materialismo social, Galdós se afana en retribuirle una personalidad singularísima, una actitud intelectual siempre abierta y progresista y una praxis profesional humanitaria y abnegada.

 

3. La cualidad enigmática de la enfermedad infantil

         La enfermedad infantil nunca se presenta disgregada de un contexto específico cuya función primordial es acentuar la predisposición del personaje infantil a la enigmática asunción de una serie de facultades de índole suprasensorial e intuitiva de gran calado para el devenir de los acontecimientos de la trama. Los niños en Galdós, en el transcurso de la enfermedad, asignan el cabal sentido de los eventos en los que participan envuelven, al tiempo que involucran en esa evaluación integral de los hechos a sus propios progenitores bajo los que subyace una conducta, por lo general, inadecuada. La patología infantil actúa en los momentos de mayor clímax narrativo como revelación árida de las fallas morales de los progenitores ante conflictos que les atañen, lo que testimonia la laxitud de sus principios morales y el abandono ante sus insoslayables deberes paternales.

         Por así decirlo, muchos expiarán sus culpas mediante los desafíos éticos que la naturaleza o providencia les presente en forma de enfermedad de los infantes, y otros verán testada su fe mediante la angustia de un vacío existencial o crisis de conciencia, provocados por la muerte inminente de sus descendientes. Así les ocurre a Ángel Guerra con Ción en Ángel Guerra, quien en un arrebato blasfemo negocia con Dios trocar la muerte de su hija por la vida de su amada Dulce; o a Francisco de Torquemada, cuyo impostada conversión experimentada al conocer la enfermedad de su hijo prodigio Valentín supone un ademán insincero de arrepentimiento. En todos los casos, el personaje infantil en Galdós se halla particularmente configurado bajo el patrón de unos rasgos prodigiosos y sobrenaturales; en no pocas ocasiones, destacará por una vivaz inteligencia y una abrumadora sabiduría –Valentinito, Ción-, mientras que otros casos la patología infantil es la antesala para una penetrante capacidad de observación y la intuición sublimada de sus protagonistas –Isabelita Bringas, Luisito Cadalso-, aquejados de una patología epiléptica y un acceso narcoléptico respectivamente. Otros ejemplos inciden en la situación de desarraigo afectivo y marginación que parece marcar fatalmente a sus protagonistas, como les ocurre a Mariano Rufete en La desheredada o a  Nela en Marianela.

         Dentro de este inventario de personajes infantiles, Galdós, subyugado a partes iguales por la ciencia positiva y los misterios arcanos de las fuerzas supranaturales, trasciende este campo vedado, y se adhiere a la representación repugnante de la naturaleza elemental con sus criaturas deformes y primitivas, es decir, su inclinación a la teratología o la recreación de seres congénitamente desviados del patrón común de normalidad. Los casos teratológicos son abundantes, y de entre ellos podemos citar al primogénito de Isidora Rufete y Joaquin Pez, Riquín en La desheredada; el hermano pequeño de Leré, Juan, ser monstruoso que ha conseguido sobrevivir a otros hermanos también monstruos en Ángel Guerra; o el segundo vástago de Francisco de Torquemada, Valentín, en quien su progenitor confía reencarnar la sabiduría y excelsas cualidades de su primer hijo en Torquemada en el purgatorio.

         Este retrato de la morbilidad infantil exhibe el conocimiento profundo de Galdós sobre los dictados inexorables de la naturaleza que prescribe unas leyes de obligado cumplimiento e integración para sus súbditos. Las consecuencias de signo dispar del orden natural, favorables o devastadoras, suponen una suerte de ordalía o tormento existencial para aquellos que no actúan conforme a la ética exigida por los principios que armonizan el cosmos. Se trata del poder equilibrador de las leyes biológicas y sociales, la conciliación feliz que invade orgánicamente toda la novelística galdosiana.  Gustavo Correa (1963: 663) lo resume, acertadamente, por boca de uno de los personajes de Fortunata y Jacinta, Juan Pablo Rubín, para quien: <<la naturaleza con su función de renovación perpetua queda elevada a una categoría de divinidad autónoma y poderosa, que subraya su faz doblemente benéfica y malévola>>. Por tanto, el semantismo inherente a este recurso temático de la enfermedad infantil debe remitirnos a la acción benevolente o desfavorable de la Naturaleza para con sus criaturas. En ocasiones, se produce la conciliación o neutralización de las fuerzas naturales con las convenciones sociales; en otros casos, prevalecerá caprichosamente un sino desgraciado para sus criaturas, y esto lo debemos inscribir en una lectura simbólica.

 

3.1 El abandono afectivo: el caso de Marianela

         Dentro del patologismo infantil, descubrimos el personaje de Nela en Marianela, novela idilio escrita en 1878, que nos adentra en la historia de una desdichada huérfana que sirve de lazarillo a Pablo, un joven ciego. Tras el fortalecimiento de la amistad y la íntima comunión de los dos muchachos en el medio natural –Pablo idealiza a Nela por la bondad de su ser-, sobreviene un elemento distorsionador: la aparición del afamado médico Golfín que restituye la visión a Pablo. Éste, una vez restablecido, rechaza a la joven eclipsado por la belleza moral y física de su prima Florentina y, Nela, consternada, muere súbitamente. La novela se articula por el contraste de dos posiciones enfrentadas: la frialdad imperturbable de la ciencia y el avance positivista frente a la candorosa sencillez y la pureza espiritual de los sentimientos. Cada personaje encarna cada una de estas posturas filosóficas; unos, las bondades rousseaunianas de la naturaleza primitiva; y otros, los efectos devastadores de un radical positivismo en la conducta del individuo.

          En otro nivel de análisis, la caracterización de la protagonista, Nela, es precisa y constituye una prefiguración fidedigna del Naturalismo: Nela es hija de madre alcohólica que acaba suicidándose en una sima –se cumple así el precepto del fatalismo genético-, y, constitutivamente, es una joven con un crecimiento físico e intelectual mermado por las circunstancias adversas.

Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo que ha entrado o debido entrar en el juicio (…) Alguien la definía mujer mirada con vidrio de disminución; alguno, como una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso. (p.709)

         Asimismo, el lector va recabando más datos acerca de las penosas condiciones de la joven. Por el examen clínico de Golfín, nos enteramos de que está raquítica y mal alimentada; y por la propia Nela, sabemos que no trabaja: <<Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada>> (p.710). Asimismo, conocemos que su vivienda se reduce a un rincón en los aposentos del señor Centeno, padre del célebre Celipín: <<La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres vivos el último pedazo de suelo habitable>> (p.712).

         Paulatinamente, Nela, frente a una naturaleza adversa, depura su conducta por encima de lo mundano y ficciona una suerte de realidad creada por el tamiz del instinto y creatividad, refugio de sus miedos e inquietudes. La vía elegida será el cuidado del ciego Pablo Penáguilas, a quien transmite esa particular cosmovisión de la franca humanidad sensitiva, no desvirtuada por la oportunidad azarosa de lo externo. En conclusión, podemos sostener en un plano simbólico el código sensorial de las emociones íntimas, el cual se descubre infructuoso frente al lenguaje marmóreo y abrupto de la evidencia científica. Los esfuerzos de Nela por presentarse ante Pablo como un dechado esplendente de pureza y altruismo se estrellarán contra la imperante dinámica social.

3.2 El sueño regicida de Mariano Rufete

Otro de los personajes infantiles cuya configuración patológica revela la maestría galdosiana en la creación personalísima de seres auténticos como el hermano de Isidora Rufete, Mariano, alias Pecado. Su funcionalidad en el relato es remarcar casi como comparsa la megalomanía y corrupción de valores de la familia Rufete. La crítica, tradicionalmente, se ha debatido en asignar el valor taxativo otorgado al naturalismo en la estructura de la trama y la conformación de los personajes: el argumento de La desheredada (1881) aborda la vindicación estéril de una joven de pueblo llamada Isidora Rufete –hija de un orate- de la recuperación de un título nobiliario supuestamente usurpado; y, por ende, asistimos por parte de la protagonista a la conformación de un mundo ficcional paralelo en el que integra a parte de su entorno, entre ellos a su hermano Mariano, quien exhibe idénticas predisposiciones de aversión al esfuerzo y delirios de grandeza. En este sentido, La desheredada oscila entre una absoluta valoración naturalista con la vivisección de las ilusiones de una joven, sujeta a la ineluctabilidad de un sino predeterminado: padre alienado, delirio paranoico excitado por la firme creencia de ser noble, y final degradado tanto físico como moralmente; y, por otro, una interpretación pedagógica sustentada en la nociva educación que ha recibido de un entorno hostil con la subsiguiente oportunidad de la superación individual derivada del propio esfuerzo, y no subsidiaria de fuerzas inexorables que escapen a su volición.

En este proceso de catalogación de la obra, la configuración de Mariano Rufete arroja menos dudas en cuanto a su perfil naturalista. La estampa determinista de este personaje infantil adquiere su sentido cabal en el seno de las circunstancias del entorno hostil que lo han formado. Su temperamento indómito será la causa de que le resulte inviable asistir a la escuela y, en consecuencia, se vea forzado a trabajar en condiciones infrahumanas. Se trata de la primera noticia que el lector obtiene del personaje, y éste aparece como pieza integrada en la dura vida fabril, como comenta la Sanguijuelera: << ¿Sabes dónde está? Pues le puse en la fábrica de sogas de ese que llaman Diente, ¿estás?, y me trae dieciocho reales todas las semanas…>> (p.999). El retrato naturalista incorpora datos ambientales del medio social del personaje que evalúan diligentemente los acontecimientos novelescos; así el entorno infantil de Mariano reproduce fielmente los efectos perniciosos de una educación deficitaria: <<Granujas de la peor estofa, aspirantes a puntilleros, toda clase de rapaces desvergonzados y miserables, formaban su pandilla>> (p.1071); y, a este respecto, la voz del narrador se infiltra en el decurso novelesco para allegarnos una denuncia sorda del peligro que constituye el aislamiento de estos niños como germen de delincuencia:

Mayor variedad de aspecto y de fachas en la unidad de la inocencia picaresca no se ha visto jamás. Había caras lívidas y rostros siniestros entre la muchedumbre de semblantes alegres. El raquitismo heredado marcaba con su sello amarillo multitud de cabezas, inscribiendo la predestinación del crimen. Los cráneos achatados, los pómulos cubiertos de granulaciones y el pelo ralo ponían una máscara de antipatía sobre las siempre interesantes facciones de la niñez (p.1021).

De igual manera, Galdós funde artísticamente el hipotexto de la picaresca con los condicionantes de la estética naturalista para la configuración infantil de otros personajes como Zarapicos y Gonzalete. El narrador ha propiciado la peculiar asimilación a nivel formal de la doctrina zolesca, amalgamada con los ingredientes autóctonos de denuncia picaresca; de esta manera nos informa de que ante el abandono de sus progenitores, los rapaces han tenido que ejercitarse en un ambiente hostil: <<Zarapicos fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego; Gonzalete sirvió a una mujer que, al pedir en la puerta de la iglesia, le presentaba como hijo. Uno y otro se cansaron de aquella vida mercenaria y poco independiente, y, ansiosos de libertad, se lanzaron a trabajar por su cuenta>> (p.1023); y esta prematura ansia de libertad por parte de los pícaros, esa anarquía imperante en el lumpen infantil no tardará en mostrarnos su corolario trágico: en una riña entre Zarapicos y Mariano, éste acaba matándolo ante la indignación clamorosa de una sociedad dividida entre los que defienden la necesidad de más presidios o la conveniencia de más escuelas. Nótese aquí también la habilidad de Galdós por firmar el acta de defunción del pícaro clásico Zarapicos, que cede el testigo al criminal moderno.

Este determinismo condenatorio -orfandad, ambiente hostil, asesinato- actúa como sentencia vital que dificulta al personaje para redimirse de las condiciones adversas de su entorno. De igual modo, su cuadro caracteriológico se ve consumado con un trastorno epiléptico:

Cuando Mariano se retiró aquella noche a su miserable alojamiento, después de vagar toda la tarde y parte de la noche por las calles, sin tomar alimento, sufrió un ataque epiléptico (…) al volver en sí encontróse con una gran novedad en su cerebro: tenía una idea; pero una idea grande, clara, categórica, sinceramente adherida a su inteligencia (p.1158).

Más tarde, la idea categórica tomará forma en el conato de asesinato al rey, ingresando trágicamente su historial criminológico. En este sentido, las predisposiciones epilépticas de Mariano contribuyen a dotar de realismo la factura nosológica y delictiva del personaje; la enfermedad aparece inserta como la coartada del antihéroe naturalista en un intento del narrador de bucear en sus instintos, máxime cuando sólo se trata de un joven de doce años, víctima de una deficiente atención clínica. En ese intrincado laberinto de vasos comunicantes entre realidad histórica y ficción novelada, el retrato de Mariano Rufete surge del acopio de documentos médicos y periodísticos a los que Galdós tuvo acceso. M. Gordon ha examinado el personaje de Pecado, y demuestra cómo el escritor tuvo presente el caso de Francisco Otero González, un disminuido psíquico que atentó fallidamente contra el rey Alfonso XII y el de Juan Oliva, lo que le sirvió para transferir verosimilitud a su personaje de ficción. Ambos personajes fueron pacientes del doctor Esquerdo, un eminente psiquiatra que abanderó en España una corriente de sensibilización del enfermo mental, y al que Galdós trató. En este sentido, José María Esquerdo advertía en su obra Preocupaciones reinantes sobre la locura (Gordon 1972: 74), del peligro de no tratar a los enfermos mentales con los medios adecuados:

No hay que hacerse ilusiones; el imbécil, sin la debida asistencia médica es un presunto criminal; por ley de justicia, que desgraciadamente se cumple harto a menudo, él corresponde al abandono de la sociedad con horribles atentados contra la misma; aconsejaos de la previsión, ya que no os condoléis de la desgracia; recoged al niño imbécil si no queréis prender al bandido adulto.

 

3.3 La visión profética del mundo adulto: Isabelita Bringas y Luisito Cadalso

Otro de los personajes nosológicos dentro del inventario creativo galdosiano es la niña Isabelita Bringas en la novela La de Bringas (1884). La obra aborda los avatares de una familia acomodada, protegida por la realeza, en el periodo preseptembrino de 1868. La de Bringas presenta en clave simbólica la desintegración en paralelo de una familia y una nación, sustentadas por los inflexibles imperativos de las apariencias y la corrupción crematística. De estos sucesos es testigo excepcional la niña Isabelita Bringas que actúa de receptáculo de las percepciones íntimas e intuiciones del espacio doméstico, trocado en las formas de su agitado sueño. He aquí una descripción de su salud, según nos informa el narrador:

Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, se observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy a menudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómitos y convulsiones, y, a veces, faltando este síntoma, el precoz mal se manifiesta de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho en comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil (p.140).

Su papel sugestivo profetiza acontecimientos vitales para el viraje de la suerte familiar, y desenmascara aquellas situaciones que necesitan una evaluación profunda. Para ello, el narrador nos entera de su particular configuración nosológica: enferma –padece epilepsia, de salud quebradiza, con problemas en el sueño –disomnia-; y pronto averiguamos un rasgo significativo de su trazado psicológico: su hiperestesia o sensibilidad extrema que la llevarán a trasponer todos los eventos que la han sugestionado durante la vigilia, a las formas patológicas del sueño.

La niña de Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; pero bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se había acostado cuando fue acometida de fiebre y de delirio, y empezó a ver y sentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosas de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto (p.140).

Se trata de una de las vías de estimación a disposición del narrador naturalista para troquelar los eventos de la realidad sensible, cotidiana y extraer su verdadera significación. Es, en consecuencia, un ejercicio de perspectivismo, una deliberada desautomatización mediante la intensificación perceptiva de Isabelita que descubre la esencia moral (García Ramos 2009: 67) de cada de unos de los personajes que conforman su espacio novelesco, y desenmascara todas aquellas situaciones que merecen una reevaluación moral en el decurso narrativo. A este respecto, Ana L. Baquero Escudero (1987:40) en un estudio titulado <<Otro enfoque de la realidad: el punto de vista infantil>>, examina la elección del punto de vista infantil como foco narrativo del relato, partiendo del concepto de singularización del formalista ruso Schkolvsky. Dentro de los personajes que perciben de una forma nueva la realidad se encuentra el niño que, según Baquero: <<Si él no es un ser extraño y ajeno al mundo circundante, tampoco ha tenido tiempo para llegar a la edad en que su percepción se automatizará (…) y todavía puede percibir cosas dentro del mundo como auténticas revelaciones>>; si bien, en el caso de Isabelita, estas revelaciones tienen una particularidad puesto que se producen en el sueño. Finalmente, Isabelita ejercerá de profetisa ad hoc de la convulsión doméstica y política en ciernes, y en su sueño todo ello se cristalizará como espejo amplificado de la miseria moral de sus progenitores y allegados:

 Él y su papá hablaron de política, diciendo que unos pícaros muy grandes iban a cortarles la cabeza a todas las personas, y que correría por Madrid un río de sangre. El mismo río de sangre envolvía poco después en ondas rojas a su mamá y al propio señor de Pez (…) Después el señor de Pez se ponía todo azul y echaba llamas por los ojos y al darle a la niña un beso la quemaba (190).

         Si de Isabelita remarcábamos su poder presciente como intérprete de sucesos que habían desfilado de puntillas a ojos del lector, al personaje infantil de Miau (1888) podemos transferirle muchas de las facultades suprasensoriales que hallábamos en su homóloga Isabelita Bringas. Ambos personajes se nos revelan eminentemente cruciales para la tasación de los acontecimientos en la novela de la que forman parte. Recrea en esta ocasión Galdós una de sus figuras infantiles más enigmáticas por cuanto Luisito asume una funcionalidad trascendente y cuasi-mágica dentro de los prosaicos contornos novelescos en los que se desenvuelve. Luisito Cadalso es el nieto de Ramón Villaamil, un íntegro y fiel empleado del ministerio de Hacienda que ve con angustia cómo queda cesante a dos meses de su jubilación. Este hecho será el desencadenante de una serie de sucesos lacerantes, pivotados en el proceso de lucha estéril por recuperar el puesto en la administración que alcanzará la sublimación a partir de la peculiar vivencia que Luisito Cadalso atesora de sus visiones, accesos narcolépticos, donde el pequeño se comunica con el mismísimo Dios. A éste le da cumplida cuenta de los eventos cotidianos evaluándolos, y aventurando la trágica suerte de su abuelo. Así, la enfermedad de Luisito Cadalso desempeña un papel cardinal, al inscribir en un orden aparentemente naturalista de presentación fáctica de la realidad la visión candorosa y penetrante del nieto ante la cotidianeidad prosaica –en concreto, los avatares de su abuelo- dentro del ámbito de su enfermedad alucinatoria. El niño, pronto, ensayará una prodigiosa capacidad visionaria de los sucesos más notables y asumirá el papel de emisario, heraldo de un beatífico Creador, erigido ad hoc en interlocutor celestial para los seres terrenales como Villaamil. En uno de los diálogos claves para el desenlace de la novela el niño interpela al Creador para preguntarle si su abuelo va a morir, a lo que Dios responde: <<Es lo mejor que puede hacer. Adviérteselo tú. Dile que has hablado conmigo, que no se apure por la credencial, que mande al Ministro a freír espárragos, y que no tendrá tranquilidad sino cuando esté conmigo>> (p.1102); un mensaje que el abuelo entenderá como una revelación divina, ejecutando la advertencia al punto. Díez de Revenga (2004: 36-37) en su edición de Miau considera que uno de los mayores aciertos de Galdós en la novela es: <<haber construido a Luisito como personaje con capacidad para traspasar los límites de lo racional y, a través de los transportes, alucinaciones o sueños, permitirnos a los lectores penetrar en el terreno de lo subconsciente y examinar aspectos  reservados al destino que nos son dados a conocer en los diálogos>>.

         Dentro de la nómina de figuras infantiles afectadas por la epilepsia, aunque sólo la mencionemos someramente, hallamos el cuadro médico de la niña Obdulia en Misericordia. En este caso, la pormenorizada descripción de los aspectos clínicos relativos a su alimentación, enfatiza su carácter voluble e irascible, sólo aplacados por la intervención beatífica de Nina: <<la niña también daba mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor>> (p.703). Al igual que la niña Bringas, Obdulia presentas problemas digestivos unidos a trastornos de tipo nervioso:

La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa (…) Un día le daban, a costa de grandes sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse la causa de su duelo (p.704).

         De nuevo, se hace plausible una explicación que horade la superficialidad cotidiana doméstica, y subraye las faltas morales de su progenitora, la inflexible y vanidosa Francisca Juárez. Como contraejemplo, Nina será un dechado esplendente de pureza y abnegación.

4. La teratología en Galdós

         Uno de los emblemas estéticos del Naturalismo es la mostración de las relaciones de socialidad, fisiologismo y corporeidad del individuo en su vinculación con el medio. Derivado de esta delectación por lo fisiológico, por la realidad degradada, se encuentra la indagación del novelista por investigar los fenómenos que conducen a la variabilidad genética en su grado más ínfimo mediante el muestrario de criaturas dismórficas, seres monstruosos en el umbral de la animalidad. En este sentido, en Galdós se manifiesta esta recreación artística de lo monstruoso con insólita profusión a través de personajes -en su mayoría infantiles- que aluden siempre a circunstancias anexas de índole moral, con lo que consigue una remisión de la naturaleza fenotípica a las fallas esenciales de espiritualidad de los protagonistas adultos. De este modo, la manifestación precoz por la enfermedad en la novela de Galdós se fraguó en paralelo al desarrollo de la investigación teratológica. Fue Claire-Nicolle Robin quien en su obra Le naturalisme dans La desheredada de Pérez Galdós (Robin: 1976), advirtió sobre la inserción de este rasgo en algunos personajes de las novelas contemporáneas. Para una comprensión de esta temática, hemos de considerar el importante papel concedido a la Naturaleza en la novelística galdosiana, ya que ésta frecuentemente discurre por los cauces de lo arcano y lo inaprensible. En este sentido,  por mediación de uno de los personajes de la novela Torquemada y San Pedro (1895), Augusta, intuimos la particular concepción que se obtiene de ésta ante el pesimismo de Fidela por el desarrollo anormal del segundo Valentín: <<La Naturaleza tiene sus caprichos…, llamémosle así por no saber qué nombres darles…, no gusta de que le descubran sus secretos y da las grandes sorpresas>> (p.1560). La Naturaleza presenta una doble faz: al tiempo que proporciona refugio para muchas de sus criaturas, aniquila aquellas situaciones que actúan contraviniendo sus órdenes y leyes inherentes.

 

 

4.1 Riquín

         En La desheredada, novela donde se ponderan equidistantemente las leyes de la herencia en el individuo y la educación como fuerza motriz de la sociedad, nos encontramos con el caso teratológico de Riquín, hijo de Isidora Rufete y Joaquinito Pez. El pequeño que significativamente nace el día de Nochebuena[7], como si del advenimiento de un mesías se tratara, revelará su constitución deforme y peculiar: <<Es algo monstruoso, lo que llamamos un macrocéfalo, es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia fisiológica!>> (p.1083). El juicio que hace el doctor Miquis para tan exagerada macrocefalia es el delirio de ambición que posee su progenitora: <<Yo le digo que su delirante ambición y su vicio mental le darán una descendencia de cabezudos raquíticos>>. Parece como si la biología degradada fuera la contrafaz de ciertas regiones del espíritu en las novelas de Galdós, todo ello mitigado por el hábil manejo del humor y la ironía en la configuración simbólica de la teratología: <<Su deformidad incipiente no era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes pesos>> (1091). Una muestra de esta visión menos  torva de la monstruosidad constitutiva de Riquín es la semejanza que traza la Sanguijuelera, cuando insinúa que el pequeño es el anticristo: <<Pues digo que este chico es el anticristo. No te rías. Sí; por lo que sabe, parece que tiene cuatro años>> (1093).

         La hipertrofia de Riquín presenta diferentes lecturas en La desheredada: de un lado, la interpretación naturalista, basada en la continuidad de las taras genéticas en el linaje de los Rufete, parece plausible como perpetuación de un fatalismo genético que anule la volición del sujeto en su desarrollo social; aunque otra valoración justificable sostendría que el crecimiento desproporcionado de Riquín operaría en un nivel simbólico, como el correlato de las ínfulas nobiliarias y aparenciales de su progenitora y, por ende, en el diagnóstico de toda una nación. A este respecto, Wright (1971: 243) considera a Riquín como una criatura engendrada por el sistema político de la Restauración: <<a head a head without functioning body (…) a transitory, intermediate stage of embryonic growth -an ironic reflection of the government of the Restoration as an aborted, unfinished entity>>. Esta figura simbólica de Riquín se deja ver en una de las últimas pesadillas que sobrevienen a la protagonista Isidora Rufete, cuando precisamente se desvanecen las esperanzas de que prospere el litigio contra los Aransis:

Su sueño era entonces breve, erizado de pesadillas, como un camino incierto y tortuoso, lleno de obstáculos. Unas veces se le aparecía Riquín, ladeando con gracia la enorme cabeza bonita, fusil al hombro, marchando al paso del soldado. Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y, entre risotadas y gritos, la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befa de la multitud, que decía: “¡La marquesa, la marquesa!”(p.1150).

         Esta pesadilla supondrá un punto de inflexión en el curso de las ilusiones de la protagonista; y merece la pena que desentrañemos la presencia simbólica de Riquín: las imágenes de Riquín y el esqueleto infantil con los atributos bélicos prenuncian el camino tortuoso que ha de recorrer Isidora y, en consecuencia, España, por la corrupción moral en que se hallan ambas; y la estructura subyacente de la pesadilla relaciona circunstanciales individuales bajo un influjo social. La particularidad de relacionar los sueños individuales de la protagonista con la situación epocal de España origina los sueños arquetípicos (Doucet 1975: 204), un tipo de sueños portadores de sentido colectivo y universal. Por tanto, lejos de reforzar una megalomanía provocada por una disfunción hereditaria fantaseadora, es más plausible inclinarnos por la corrupción del entorno  de la joven que ha pervertido los valores folletinescos de Isidora Rufete; como se deja ver en sus sueños y pesadillas que constituyen estructuralmente la autognosis punitiva graduada de sus ilusiones fracasadas.

         Esta última interpretación parece desambiguarse al final de la novela cuando Isidora marcha camino del Viaducto, y Emilia le dice al pequeño: <<Tan huérfano eres tú como yo; pero en mí tendrás la madre que te falta. Aquella mamá tuya no existe ya, se ha ido para siempre y no volverá; se ha caído al fondo, hijo mío, al fondo… Ya lo entenderás más adelante>>. (p.1181).

 

4.2 Juan, hermano de Leré

         Otro caso teratológico peculiar se nos relata en la novela Ángel Guerra (1890), cuando Leré cuenta la historia de su familia a Ángel. En este relato genealógico, confiesa que sus anteriores hermanos, todos muertos, habían sido monstruos; y que el único que sobrevive es su hermano Juan del que hace una espeluznante descripción:

Para que usted comprenda lo desgraciada que fue mi madre, le contaré otra cosa: los primeros hijos que tuvo mi madre se volvieron monstruos a poco de nacer. Mi hermano Juan, el único que vive de los cuatro primeros, es monstruo…Usted no le ha visto, y si le viera se horrorizaría. De la cintura abajo, todo su ser es momio y blando como si no tuviera huesos; la cabeza de hombre, el cuerpo de niño, los brazos y piernas como fundas vacías. Ha cumplido veinticuatro años, no puede andar ni a gatas, y si le ve usted en la mesa donde le tienen, con los brazos y las piernas formando como un lío y en el centro la cabeza, no comprenderá que aquello es persona humana. Come por tres y no habla; sólo sabe gruñir como un animal y repetir con perfecta afinación los trozos de música que oye. Rarísima despide algún destello de inteligencia; pero tan poca cosa, que no llega ni a lo que vemos en perros y gatos  (p.71).

         La delectación galdosiana por recrear ejemplos primitivos y salvajes de seres privados de inteligencia halla en esta novela su sumun creativo con el relato exhaustivo de las rarezas genéticas y teratológicas de la familia de Leré. La descripción monstruosa de Juan representa un eslabón más de los caprichos de una naturaleza que no se ha mostrado pródiga para con los seres que conforman su fauna. Sin embargo, Leré contrasta esta radical animalidad con un espíritu misticista, de vocación religiosa que ha conseguido hacer de la adversidad, virtud, tal como ella misma confiesa a Ángel. Su tic ocular de naturaleza epiléptica –enfermedad consagrada en las novelas galdosianas-: <<sus ojos verdosos con radiaciones doradas, hallabánse afectados de una movilidad constitutiva, de una oscilación en sentido horizontal que la semejaba a esos muñecos de reloj que al compás del escape mueven las pupilas de derecha a izquierda>> no  representa óbice alguno para un proceso virtuoso, purificador del alma humana que Leré encuentra armónicamente, ayudando a sus congéneres y hermanos mediante  un acendrado humanitarismo. De este modo, el ser humano puede hallar significación trascendente a sus hechos, y elevar su materialidad mundana a las regiones superiores del espíritu. En el caso de Juan, su monstruosidad es concebida como uno de los designios de la providencia, como una criatura más del orbe que merece el cariño y el amor de Leré y de los tíos de ésta que lo han acogido como a uno más. Particularmente desgarrador es el relato de cómo su hermano Juan es abandonado en una caja de cartón en mitad de la calle siendo objeto de las burlas de los vecinos, lo que supone un testimonio del conocimiento y sensibilidad social que Galdós impregna en la sustancia novelesca.

          La superación de la tara familiar mediante un decidido afán de contradecir los designios genéticos e imponer un voluntarismo de carácter trascendental revela el peculiar concepto que Galdós poseía acerca de la casuística natural con sus verdades y enigmas. En este sentido, el personaje de Leré llega a ejercer tal poder de atracción en Ángel que produce en éste último una especie de alienación al inducirlo al sacerdocio. Es éste el eje sobre el que evoluciona la novela: adversidad frente a superación, materialismo frente a espiritualidad.

 

4.3  El segundo Valentín, la metempsicosis monstruosa

         Finalmente, otro de los fenómenos caprichosos de la variabilidad genética acaece en la novela Torquemada en el purgatorio (1894), encarnado en el segundo vástago del usurero Francisco de Torquemada, llamado Valentín con el fin de perpetuar el espíritu prodigioso del primer Valentín. El simbolismo onomástico del primer Valentín no consigue transferir sus admirables cualidades al remedo deforme y salvaje del segundo Valentín, esperanza de perpetuidad prodigiosa en el linaje.

         A fin de que comprendamos y evaluemos el simbolismo de los vástagos del usurero Torquemada, se hace necesario retrotraernos a la primera novela del ciclo Torquemada en la hoguera. El primer Valentín orgullo de su padre en Torquemada en la hoguera (1889) es un dechado de virtudes físicas: <<era el chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella cara, que se quedaba uno embobado mirándole>> e intelectuales <<En cuanto a su aptitud para el estudio llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela y orgullo y gala de los maestros>> (p.1340). Pronto, el niño revelará una inusitada facultad para las matemáticas casi con unos atributos angelicales: <<Si inocencia y celestial donosura casi nos permitían conocer a los ángeles casi como si los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo maravilloso>> (p.1342). Los infortunios del destino cambiarán de signo el júbilo que alberga Francisco de Torquemada cuando el pequeño Valentín enferme de meningitis.

         Este hecho lo inducirá por contrición a la tentativa frustrada de un acercamiento a la divinidad a través de un materialismo aritmético radicalmente opuesto a los sentimientos sinceros de la fe religiosa. Encarnando el perfecto arquetipo de usurero, no acierta a alcanzar los mecanismos espirituales que le fortifiquen en la enfermedad de Valentín; por eso, aplicará en su relación con la divinidad un burdo chantaje mediante obras venales, es decir, comprando la benevolencia divina: << ¡Ay Dios, qué pena, qué pena!... Si me pones bueno a mi hijo, yo no sé qué cosas haría; pero ¡qué cosas tan magníficas y tan…! Pero ¿quién es el sinvergüenza que dice que no tengo apuntada ninguna buena obra?>> (p.1348). Hasta que finalmente toda esperanza se desvanece, y Valentín muere.

         Sin embargo, capricho del destino o venganza inmisericorde de la genética, el segundo hijo de Torquemada y Fidela del Águila en Torquemada en el purgatorio (1894) nacido, como apuntamos, un día de Nochebuena, lejos de reencarnar en su prístina forma la portentosa inteligencia del primer Valentín, se nos presenta como un perfecto idiota, rayano en la animalidad. Su estampa evidenciará precozmente su carácter monstruoso y amorfo. Así lo advierte el médico Quevedo:

El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted el tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre? Pues no han adquirido sus piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San Eloy perfectamente idiota> (p.1515).

         Nótese el manejo humorístico desplegado por Galdós en el esperado nacimiento de Valentín: <<Vino al mundo con repique gordo de campanas el heredero de San Eloy>> en quien todos albergan la esperanza de un prodigio como su hermano. Hasta tal punto es la expectación generada en torno al segundo Valentín que el hermano ciego de las hermanas Cruz y Fidela, Rafael, concibe en el pequeño unos celos brutales.

Pronto, toda la expectación se transforma en pesimismo al verificar su constitutiva deformidad. En un plano simbólico, se trata de una de las pruebas terrenales que la providencia sirve a aquellos que con soberbia se han atrevido a cuestionar sus leyes. El crecimiento del niño despejará todas las dudas acerca de su rampante monstruosidad y singularidad: <<El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas con la repugnancia a mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida>> (p.1559).

 Si su aspecto físico es llamativo, la configuración de la conducta del pequeño corrobora sus predisposiciones extravagantes, tales como esconderse en rincones oscuros, maltratar animalitos o acumular objetos inservibles:

se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo; difícilmente se dejaba acariciar por nadie; ansiaba jugar con animales, pero que hubo que privarle de este deleite porque los martirizaba horrorosamente; por temporadas, lograba su mamá corregirle de la maldita maña de andar a cuatro pies; y no era éste el solo estrago de su andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos fueran o no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en sitios oscuros, debajo de las camas, o en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de cosas heterogéneas: botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y pedazos de moldura arrancados a las doradas sillas (p.1560).

         Esta particular representación conductual del pequeño nos remite a otras descripciones nosológicas de personajes infantiles como la conducta de la misma Isabelita Bringas: <<Tenía la manía coleccionista. Cuanta baratija inútil caía en sus manos, cuanto objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella tenía en un rincón a los pies de la cama>>, que exacerba cuando en ella concurre la enfermedad: <<Estos hábitos de urraca parecía que se exacerbaban cuando estaba más delicada de salud. Su único contento entonces era revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una variedad extraordinaria y, por lo común, de una inutilidad absoluta>> (p.203); o el personaje de Eloísa, prima de José Bueno de Guzmán en Lo prohibido, similar en cuanto a la rareza de sus manías:

Era de niña tan accesible al entusiasmo, que no la llevábamos nunca al teatro, porque siempre la traíamos a casa con fiebre. Gustaba de coleccionar cachivaches, y cuando un objeto cualquiera caía en sus manos lo guardaba bajo siete llaves. Reunía trapos de colores, estampitas, juguetes. Cuando ambicionaba poseer alguna chuchería y no se la dábamos, por la noche le entraba el delirio. (p.232)

         En líneas generales, podemos afirmar que la teratología, amén de enriquecer las descripciones físicas, biológicas de ciertos seres conformantes de la fauna más elemental en las novelas de Galdós, asume una funcionalidad simbólica cuya finalidad es subrayar las fallas morales de los progenitores que les han dado vida. La teratología, en cierto modo, presenta una cualidad ambivalente: en muchos casos, actúa como estímulo para el perfeccionamiento moral de sus protagonistas como Leré; en otros, simplemente, constata los efectos devastadores de una naturaleza que se ha ensañado en criaturas inocentes. En relación con la teratología del segundo Valentín, Gustavo Correa en su obra El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós (1962: 145), resume la conversión de ángel del vástago Valentín en demonio:

La monstruosidad moral del personaje se ha hecho evidente en una criatura biológica monstruosa, al participar el hijo de la naturaleza sustancial del padre. El destino de Valentín es, así, la historia moral del personaje, en cuanto despliega el interior de la conciencia de este último, y lleva implícito un sentido de retribución y de castigo. El monstruo se contempla a sí mismo en la figura horripilante de su propio engendro. Su soberbia, avaricia y rebeldía contra Dios precipitaron la caída de su hijo de la más alta condición angélica a la bajísima de animales fangosos y rastreros. En esta forma, Torquemada revela, en su misma incapacidad ontológica para el sentimiento trascendente, una dimensión que es esencialmente religiosa.

 

5. Conclusiones

         A través de este esbozo, hemos podido acercarnos a la significación última de un fecundo leitmotiv como el de la recurrencia nosológica de la enfermedad infantil. Ésta forma parte de las novelas, adhiriéndose íntimamente al desarrollo y evolución de los acontecimientos de la cotidianeidad. En casi todos los casos, el carácter infantil aparece descrito como la plenitud de unos valores de inocencia y pureza que contrastan con la degradación y el deterioro ético del mundo de los adultos en contacto con unos referentes morales erráticos. La creación de un universo propio con la inserción de elementos sobrenaturales conforma los rasgos más definitorios del alma infantil en Galdós, al tiempo que estos personajes infantiles se nos presentan investidos de cualidades superlativas: inteligencia y perspicacia admirable, penetrante observación rayana en la hiperestesia. Es sumamente llamativo que estas cualidades fenoménicas concurran siempre con la enfermedad, con lo que la exploración en la psicología infantil llevada a cabo por Galdós no bordea los límites de la superficialidad; sino que, al describir con profusión y roturar las condiciones ambientales y vivenciales del personaje, traspasa el mero caso particular y se inscribe en un aura de sabor universalizador. Quizás sea ésta la diferencia más acusada con el localismo descriptivo de Dickens.

  De igual modo, el carácter bifronte de la Naturaleza como elemento corrector o punitivo del alma humana adquiere una funcionalidad significativa en el análisis concreto de ciertos personajes: ya de índole religiosa o de índole biologicista, la contravención de los órdenes naturales implica la crisis espiritual del personaje que no llega a comprender el alcance de las determinaciones superiores. Por ello, personajes como Ángel Guerra o Francisco de Torquemada cifrarán su relación con la religión en un chantaje o en un vulgar trueque negociador con lo divino sin acercarse a la verdadera esencia de los designios naturales de una realidad ambivalente. Ciertamente, Galdós deja traslucir su visión krausista de la existencia en una armonía de opósitos, como señala Eamonn Rodgers (Rodgers 1986: 248-249)  en un artículo titulado <<El krausismo, piedra angular en la novelística de Galdós>>. Rodgers sostiene que Galdós <<siempre mantuvo firme su adhesión a la teoría del necesario equilibrio entre lo material y lo espiritual en consonancia con el racionalismo armónico>>, además de considerar que la <<representación de la vida externa está siempre encaminada hacia la realización literaria de valores éticos y espiritual>>. En suma, el realismo de Pérez Galdós supera en creces las etiquetas demeritorias adjudicadas por la crítica; y, en consecuencia, lejos de apriorismos doctrinarios que poco aportan a la concepción personalísima galdosiana de su arte narrativo, hemos de considerar su obra dentro del realismo psicológico o espiritual por cuanto tiene de indagación en la psique del individuo. Así lo considera Rutherford (1984:42) para quien la diferencia entre un autor naturalista y otro realista es que; mientras el naturalista aspira a confirmar la validez de un método científico en la novela, el realista no busca la confirmación de una hipótesis, sino que aspira a la exploración del mundo empírico. Un desiderátum literario, una asimilación ecléctica entre reproducción de la realidad y atención al espíritu que el Realismo supo condensar; en esta línea lo expresaba magistralmente en su excelente ensayo La cuestión palpitante Emilia Pardo Bazán (151):

Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo y del idealismo racional. En el realismo, cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivas.

 

 

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1 Emilia Pardo Bazán fue otra de las autoras del Realismo que dejó testimonio de la preocupante realidad infantil; recuérdense las desgarradoras descripciones de Perucho en Los pazos de Ulloa o los retazos naturalistas de La tribuna.

 

2 Puede consultarse el estudio María Dolores Illanas Duque, Carlos Plá Barniol <<El menor en situación de abandono en la novela del siglo XIX: la prehistoria del debate sobre la institucionalización del menor>>, en Cuadernos de trabajo social,  nº10, 1997, pp. 245-266.

 

3 Jean François Botrel en su artículo <<España, 1880-1890: El Naturalismo en situación>> en  Realismo y Naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX. Yvan Lissorgues (ed.). Barcelona: Anthropos, 1988, lleva a cabo una aproximación a la corriente naturalista analizándola desde la intersección con otras corrientes sociológicas y médicas. Destaca Botrel que, editorialmente hablando, se produce en este periodo la aparición de una corriente social en la medicina con la publicación de estudios fisiológicos y estudios <<medicohigiénicos>>, lo que manifiesta el interés por la medicina social en la época. En este sentido, puede consultarse la obra del profesor Chonon Berkowitz, La Biblioteca de Pérez Galdós, Museo Canario, nº8, (21-22), 1947, quien escrutó la documentación bibliográfica de la biblioteca del autor donde se encuentran ejemplares de psicología, medicina y biología.

 

4 Citaré a partir de la edición de Obras Completas de Benito Pérez Galdós, Madrid, Aguilar, 1971.

 

5 Véase el artículo de Ruth Schmidt, <<Manuel Tolosa Latour: prototype of Augusto Miquis>> en Anales galdosianos, Año III, 1968.

 

6 Véase el artículo <<La desesperanza de la Nochebuena: Larra y Galdós>> en Anales galdosianos de Martha Heard y Alfred Rodríguez, Año XVII, 1982, donde se analiza el manejo humorístico y las concomitancias expresivas con el recurso larriano del nacimiento de un retoño en Navidad, como ocurre con el nacimiento del falso Pituso en Fortunata y Jacinta o del segundo Valentín en Torquemada en el purgatorio.