REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

La predisposición al testimonio en la literatura del exilio

 

Javier Sánchez Zapatero

(Universidad de Salamanca)

 

 

Resumen

El artículo repasa las relaciones existentes entre la condición de exiliado y la escritura autobiográfica. Además de su por carácter liberador en momentos traumáticos como los del alejamiento de la patria, la escritura de uno mismo cobra importancia en el exilio por la posibilidad que ofrece de dar una versión diferente de los hechos de la del poder establecido. A través del estudio de la obra de diversos autores –Benedetti, Nabokov, Barea o Zweig-, el artículo intentará analizar los elementos definitorios del género testimonial en la “literatura del exilio”, así como la presencia de elementos autobiográficos en los textos ficcionales.

Palabras clave: Literatura comparada, Teoría de la Literatura, exilio, autobiografía, compromiso, experiencia, Mario Benedetti, Vladimir Nabokov, Arturo Barea, Stefan Zweig.

 

Abstract

This paper is an approximation to the autobiographicals texts of some authors –Benedetti, Nabokov, Barea, Zweig...- who during the 20th century suffered the exile. Our intention is to show how the image of the past can not be complete until the societies have the version from people who were excluded for a long time from the society. Also, we try to clarify questions related to the way of constructing and perceiving the testimonies. It is interesting for us to discover how it is possible to reflect the reality with the convencional language or how it is possible to develop a cognitive function with texts as novels -based on invention-.

Key words: Theoretical Literature, Comparative Literature, Exile, autobiography, commitment, experience, Mario Benedetti, Vladimir Nabokov, Arturo Barea, Stefan Zweig.

 

 

 

 

Sin posibilidad de interactuar con los lectores de su país de origen, alejados de la esfera pública en la que su labor contestataria podía tener algún sentido, la palabra es el único medio eficaz de que disponen los autores exiliados para llevar a cabo la función de resistencia y oposición que contra el régimen que les ha condenado a la dispersión han de vertebrar. Así lo ha defendido Michael Ugarte (1999, p. 20) al afirmar que “el exilio es uno de los escasos fenómenos en la historia en el que el lenguaje se considera un instrumento más eficaz para el cambio social que la acción política”.

Francisco Caudet (1997, p. 13), en su análisis sobre la diáspora republicana española de 1939, insistió en la labor política que desarrolló la creación literaria en el exilio en cuanto revisión interpretativa y adquisición de un espacio público negado por las instancias oficiales:

 

Durante largos años el régimen de Franco silenció la labor que estos intelectuales [los exiliados] estaban desarrollando en los países de acogida, de ahí el empeño de los propios desterrados por oponer a esa barrera de silencio inexistente el resultado de su quehacer.

 

Enric Bou (2004, p. 81) ha vinculado la labor de “resistencia” de los exiliados con la escritura autobiográfica, por la posibilidad que tienen quienes han sido expulsados del proyecto nacional de integrar sus recuerdos individuales con la memoria colectiva del grupo al que pertenecen, procurando con ello una versión de la historia diferente a la que se da desde los centros de poder:

 

En situaciones de exilio (…) el escritor traza un fondo de memoria individual a partir de los destellos que le facilita la memoria colectiva. Estos autores, como tantos otros en situaciones semejantes, encuentran una vía para la construcción de la autobiografía. A partir de la difícil conciliación entre anécdota individual y experiencia colectiva consiguen una versión de la historia: ambigua y parcial, de intervención y amago. Definitiva. Acentuando las contradicciones de la autobiografía.

 

La pertinencia de la escritura de autobiografías, memorias y diarios por parte de los exiliados vendría dada, por tanto, por su carácter de “sujetos-históricos”. Como víctimas de una experiencia dramática y cruel, pueden ofrecer un testimonio basado tanto en la descripción de lo vivido como en las sensaciones generadas por todo lo sufrido y convertir su obra en un ejercicio de memoria ejemplar, tal y como manifestó Corpus Barga (1985, p. 5) en el prólogo de su libro de memorias al afirmar que “podía contar mucho de lo que había visto de cerca y oído directamente en el gran teatro del mundo”. Asimismo, Max Aub definía a los exiliados como “supervivientes” que hacen que “el naufragio no sea total” (Fundación Max Aub, Caja 7, 17, 1), evidenciando con ello la excepcionalidad –y, al mismo tiempo, la necesidad- de su testimonio, único capaz de contrarrestar las versiones oficiales. Stefan Zweig (2001, p. 14), por su parte, señaló en las páginas iniciales de sus memorias, en las que dio cuenta de las convulsiones que transformaron Europa –y, por extensión, su vida- durante la primera mitad del siglo XX, cómo concibió su relato autobiográfico como reacción a un imperativo moral:

 

Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque –repito- todo el mundo ha sido testigo de esas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto obligado a convertirse en ese testigo. Para nuestra generación no había escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego, (…) vivíamos siempre incluidos en el tiempo.

 

Para Josebe Martínez (1998, p. 328), el deber de los exiliados de testimoniar viene provocado por el hecho de que su memoria implica “la otredad, la alteridad, el otro, [pues] es la que contesta y contradice, la que cuestiona los postulados históricos hegemónicos”:

 

[Con el recuerdo, el exiliado] trasciende claramente la mera recolección y reproducción de datos pasados, siendo una posición ideológica frente al olvido y el desentendimiento histórico nacional. En este sentido se establece una dialéctica entre el olvido [propuesto por el poder “del interior”] y la memoria [del exilio].

 

Según han advertido Felman y Laub (apud Martínez, 1998, p. 327), “en casos de memorias traumáticas, no basta con (…) que los escritores dejen constancia de los hechos, sino que (…) hay que hacer que los otros revivan la experiencia, se contagien, la padezcan, la entienda”. La suma de los relatos de sus experiencias vitales configura una voz común que permite unificar, aunque sea desde el imaginario intelectual, a un colectivo caracterizado por la dispersión desde el momento en que ha de abandonar su país de origen. Antonio Muñoz Molina (2000, p. 9) ha estudiado la formación de esa identidad grupal a partir de testimonios históricos individuales:

 

[Los escritores exiliados] se empeñan obsesivamente en rememorar el pasado, en reconstruirlo, en dar testimonio de lo que vivieron. (...) La mejor literatura del exilio es un gran empeño de recapitulación, una tentativa de comprensión del desastre, y en ella con frecuencia la memoria histórica personal desemboca en los sobresaltos del tiempo histórico, de modo que lo privado y lo público se confunden en un solo relato.

 

La vivencia individual se funda con la colectiva, de forma que “todo propósito de allegar las experiencias personales remite necesariamente a referentes históricos” (Caudet, 2005, p. 22). La importancia del contexto viene determinada por la imposibilidad para controlar la propia vida. Condicionado por el desarrollo de los acontecimientos políticos y por decisiones ajenas sobre las que no puede ejercer influencia alguna, el exiliado carece de referentes personales que puedan organizar y dar sentido a su existencia, marcada por los hitos históricos que jalonaron su exclusión del proyecto colectivo nacional y su salida del país, como ha detectado Pilar Rodríguez Verde (apud Caudet 2005, p. 392):

 

Existen recuerdos que ayudan a estructurar y rememorar el pasado. Son los que organizan y configuran el desarrollo de la exposición y corresponden a etapas biográficas, es decir, sucesos considerados socialmente como decisivos en la vida de una persona: nacimiento, estudios, trabajo, boda… Estas etapas clásicas han sido transgredidas en la trayectoria del exiliado y por esta razón, en sus relatos individuales son sustituidos por sucesos históricos: estallido de la guerra, derrota de los republicanos, huida al extranjero, creación de los campos de exterminio… Ello supone un cambio esencial en la historia individual: el refugiado no traza su trayectoria con decisiones personales; es el contexto histórico-político el que decide y determina su suerte. De ahí que la historia sea lógicamente un punto de referencia constante en su discurso autobiográfico.

 

Lo que ponen de manifiesto estas aportaciones es que la recuperación de la memoria está asociada de forma intrínseca a la predisposición al testimonio de los autores exiliados. Así lo han expresado también Neus Samblancat (1997, p. 177), para quien “la literatura del exilio cuenta, por su mismo carácter de literatura emigrada, con un número considerable de memorias, recuerdos o testimonios del destierro” o Manuel Alberca (1997, p. 297), quien ha advertido de la “evidente relación entre exilio y autobiografía”. Sin embargo, no sólo en la posibilidad de hacer de la escritura de la propia vida una fuente de conocimiento de un colectivo condenado al olvido y a la deformación han de encontrarse las razones para la proliferación de textos autobiográficos. También hay que tener en cuenta que el exilio es una situación caracterizada por su condición crítica, no sólo por el cambio que conlleva, sino también por su capacidad para remover los más profundos cimientos de la identidad del individuo. Michael Ugarte (1999, p. 24) ha aludido a ello al sostener que “el yo del expatriado necesita pruebas que atestigüen lo que está experimentando” y la reflexión sobre la propia vida es una forma de ellas.

Las vidas de los desterrados parecen preparadas para ser contadas, no sólo por la posibilidad de mostrar a través de la propia experiencia la versión histórica que se considera verdadera y de comprometerse con una cosmovisión identificada con un tiempo pasado al que se vuelve a través de la memoria, sino también por la necesidad de descubrir la verdadera esencia del sujeto creador. En el exilio, el ser humano se encuentra en su estado más puro, sin el manto protector de su comunidad, por lo que necesita afirmar su personalidad a través de la palabra. La confesión sobre su propio ser es el único medio existente para dotar de sentido a una experiencia que, además de truncar expectativas vitales, provoca el aislamiento total del hombre de sus asideros sociales y afectivos. Según Manuel Cedena (2004, p. 343), “el sentimiento trágico de la vida del exiliado ofrecía, sin duda, el caldo de cultivo más infelizmente apropiado para dejarse asaltar por las palabras”. A través de ellas además, queda delimitado el tiempo difuso en el que vive todo exiliado –“limbo que anula el presente”, en palabras de Paul Ilie (1982, p. 158)-, a medio camino entre el pasado reiterativo y el futuro soñado.

La traumática experiencia del exilio provoca la consciente adquisición en quien lo sufre de una nueva identidad. El hecho de que el alejamiento forzoso del país de origen sea concebido como el final abrupto de un ciclo vital, como si de una “muerte en vida” se tratase, motiva la concepción de la existencia anterior como un todo completo y, consecuentemente, la creación de una nueva identidad que puede mirar desde un prisma diferente, el que constituyen la distancia y el cambio, a la antigua. Por eso la autobiografía ocupa un lugar destacado entre las obras de los exiliados, porque todo testimonio de una vida implica, más que una mimética reproducción de unos acontecimientos históricos, la formación de una nueva identidad del sujeto creador a través de múltiples identidades anteriores. La nota de despedida que dejó escrita Stefan Zweig (apud Pérez, 2008, p. 344) antes de su suicidio expone elocuentemente esta interpretación de nuevo ciclo que puede tener el exilio:

 

He aprendido a querer a este país [Brasil, territorio en que se refugió al salir de Europa] más cada día y en ningún otro lugar me hubiese gustado más reconstruir de nuevo mi vida, una vez que el mundo de mi propia lengua se ha hundido para mí, y Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma. Pero una vez cumplidos los sesenta años haría falta una fuerza especial para empezar otra vez de nuevo. Y las mías están agotadas por los largos años de peregrinar sin patria. Por eso mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo intelectual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra.

 

José Ramón Marra-López (1963, p. 100) expresó el difícil equilibrio que los autores obligados a vivir fuera de su patria habían de mantener entre el recuerdo y la esperanza a la hora de enfrentarse al género confesional:

 

Las memorias se redactan al final de una vida, clausurada ya la acción, como final de acto, antes de que caiga el telón. Esta es otra ambigüedad del emigrado. Durante muchos años no hace más que escribir memorias, recuerdos, pero sin que la edad y el talante le inviten a clausurar su posible acción futura, pues lógicamente se considera perteneciente a esta tierra y en activo todavía. Mientras, al revés de Segismundo, hace del sueño vida que le apuntale y proporcione la fuerza suficiente para continuar esperando, esa espera que es jugo nutricio indispensable en su existencia.

 

Al considerar su ciclo vital anterior clausurado –y estructurado, por tanto, bajo un nítido esquema de planteamiento, nudo y desenlace-, resulta lógico que sean muchos los exiliados que se decanten por la escritura de sí mismos, ya que “la condición de exilio conduce al exiliado a experimentar la sensación de que éste supone el fin de la vida [y] la víctima del destierro percibe una sensación ficticia de que su vida es un libro con una estructura coherente” (Ugarte, 1999, p. 51). Un ejemplo de la literatura del exilio republicano español resulta ejemplar para ilustrar esta concepción coherente del pasado anterior al exilio: La forja de un rebelde, la trilogía autobiográfica de Arturo Barea, cuyo límite temporal está circunscrito al final de la guerra civil y la decisión del autor de huir del país, convertidos así en símbolos de la “muerte de la primera vida”. Con la escritura del texto, parece querer decir Barea que todo lo que vino después del exilio no fue sino una nueva existencia, diferente a la anterior, susceptible de ser interpretada como un todo estructurado. También El mundo de ayer, la autobiografía de Stefan Zweig, se clausura con la marcha al exilio de su autor.

De esta forma, los textos autobiográficos y el fenómeno del exilio aparecen estrechamente vinculados por la intrínseca relación que ambos tienen con los conceptos de nacimiento y de muerte:

 

Tal y como muchos textos del destierro demuestran, el exilio se sitúa paralelo a la muerte, no como una copia o una reproducción, sino como una distorsión, una interpretación y una alteración conscientes de la muerte. La vida muere en el exilio, y sin embargo continúa; el propio yo está dividido por una noción de temporalidad que permite al propio yo actual examinar y recrear al yo anterior, ofrecerle una nueva vida. La autobiografía es exactamente eso, una interpretación, una recreación de un propio yo hecho posible gracias a una división fundamental. Y a pesar de que no todas las autobiografías incluyen un final, o al menos aluden a él –la muerte- la noción de principio y final siempre está implícita, siquiera en la mera necesidad de un comienzo y de un fin para la obra. El autobiógrafo se enfrenta a una tarea difícil: unir el nacimiento y la muerte de una vida con el principio y el fin de una obra (Ugarte, 1999, p. 89).

 

Para Alexandra Hadzelek (1998, p. 312), la relación del exilio con la crisis de identidad no reside sólo en su analogía con la muerte, sino también en el hecho de que la escritura sobre uno mismo puede suponer “una forma de defensa ante la interrupción vital que supone el exilio” y, en consecuencia, “una manera de establecer la continuación con la vida anterior”. Y es que, a través del recuerdo, los exiliados no sólo pueden dar rienda a sus deseos y acercarse a la geografía y al tiempo soñados, sino que también pueden dar sentido a su actual situación con el recuerdo de las circunstancias que les condujeron a ella. La incertidumbre que sobre su personalidad crea el alejamiento de las estructuras a las que antiguamente se aferraba en la sociedad de origen lleva al exiliado a reforzar su identidad a través de la escritura de su pasado, poniendo así además de manifiesto que el recuerdo de sus experiencias anteriores es la única forma de comprender su presente. La necesidad de ejercitar la memoria se explica si se tiene en cuenta que la propia existencia del exiliado depende de sus imágenes del pasado. Sin ellas no es capaz de comprender por qué está alejado de su patria ni puede tampoco alimentar sus deseos de vuelta.

Para demostrar la evidente relación entre la condición de exiliado y la predisposición al testimonio, basta con precisar cómo las fundacionales Tristes de Ovidio eran, en esencia, un texto autobiográfico en el que el poeta romano daba cuenta de su situación. Del mismo modo, emblemáticos casos de autores exiliados inscritos en la tradición de la literatura española –Antonio Alcalá Galiano, autor Recuerdos de un anciano o José María Blanco White, creador de Vida del reverendo Blanco White, compuesta originalmente en inglés- exponen la intrínseca relación que existe entre la condición de exiliado y la escritura autobiográfica. En el caso de la diáspora republicana española en la que se he enmarcar la obra de Max Aub, la prolijidad de testimonios vendría demostrada gracias a obras como Recuerdos y olvidos –de Francisco Ayala-, Desde el amanecer. Autobiografía de mis primeros años –de Rosa Chacel-, Vida en claro –de José Moreno Villa-, Memorabilia –de Juan Gil Albert-, Doble esplendor –de Constancia de la Mora-, Los pasos perdidos –de Corpus Barga-, La arboleda perdida –de Rafael Alberti- o Memoria de la melancolía –de María Teresa León-… Otros ejemplos de intelectuales exiliados en el contexto de la literatura europea del siglo XX, como pueden ser Stefan Zweig, Vladimir Nabokov y Klauss Mann, también dejaron constancia de su trayectoria vital en El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Habla, memoria y Cambio de rumbo. Junto a estos casos, hay que tener en cuenta que la experiencia del exilio ha sido narrada por gente anónima que aporta a su testimonio el valor de la veracidad y, con ello, el de mantener dos funciones relevantes: una cognitiva, por la que dan a conocer cuál fue la situación de un colectivo al que se intentó ignorar, y otra ética, por la que contribuyen a que las sociedades a las que pertenecen tengan una percepción más rica y compleja de su pasado.

Además de en los textos autobiográficos, los recuerdos de los exiliados son reflejados en novelas en las que aparecen de forma sistemática muchas de las obsesiones típicas de quien vive alejado forzosamente de su patria. Ugarte (1999, p. 24), de hecho, ha afirmado cómo la predisposición a escribir sobre uno mismo de los autores exiliados se produce “incluso cuando aparentemente la intención del autor sea muy distinta”. De ahí que la narrativa del exilio mantenga la misma relación con la noción de “sujeto-histórico” que los textos autobiográficos, pues aunque los escritores no testimonien los sucesos que jalonan su peripecia vital en el destierro, filtran sus sentimientos en los mundos ficcionales que crean, en los que parece imposible no detectar las huellas de su situación. Así, sus novelas evocan territorios geográficos del pasado, rememoran las circunstancias que rodearon su salida del país, se centran en obsesiones y esperanzas típicas de los exiliados –la vuelta al país de origen, la inadaptación al nuevo medio o la ineficacia de la lucha política-…

Una de las formas más frecuentes de llevar a cabo esta transposición es la creación de narraciones protagonizadas por exiliados. Los personajes de estas obras actúan muchas veces como alter-egos de sus autores, que utilizan sus creaciones para dar rienda suelta a sus obsesiones y transmitir su nostalgia, sus ganas de regresar, su incapacidad para adaptarse al nuevo país, etc. Piénsese, por ejemplo, en cómo Mario Benedetti relata en Primavera con una esquina rota y Andamios dos dimensiones del drama del exilio. En la primera de las obras citadas, a través de una estructura fragmentaria y caleidoscópica que incluye numerosos cambios de voz narrativa, se relata la situación de una familia rota por la dictadura uruguaya y desperdigada entre las prisiones y el exilio. En la segunda, el protagonista, tras más de diez años exiliado en España, regresa a Montevideo para comprobar que nada es cómo recordaba y que todo aquello que simbolizaba la vuelta con la que tanto ha ansiado ha desaparecido o se ha modificado de forma tan intensa que resulta irreconocible. Evidentemente, conocer la experiencia vital de Benedetti y saber de los problemas que le hicieron abandonar Uruguay tras el golpe de Estado de 1973, de su exilio en Francia, España, Perú y Cuba o de su separación de la familia se convierten en necesarias e imprescindible claves de lectura para ambas obras. De hecho, en Primavera con una esquina rota la propia voz de Benedetti se funde en diversos fragmentos con las del coro de narradores para relatar su propia experiencia, análoga a la de sus personajes. Ejemplos típicos de novelas autobiográficas, ambas obras generarían un pacto de lectura ambiguo, ya que, si bien lo presentado en ellas pertenece a la ficción –pues inventados son los personajes y las peripecias en que se ven envueltos-, es posible interpretarlas como si de una transmisión autobiográfica se tratase.

Las primeras obras de Vladimir Nabokov admiten una lectura análoga a la de las de Benedetti, al tener como tema las peripecias vitales de los miembros del universo del exilio ruso en la Alemania prehitleriana, donde pasó el autor varios años antes de instalarse de forma definitiva en Estados Unidos. El ojo o Mashenka pueden ser interpretadas como crónicas de un tiempo y un lugar concretos, y como documentos al servicio de la descripción de un colectivo determinado. La segunda de las obras citadas –en la que se narra la vida en una pensión en la que residen varios rusos que han debido abandonar el país- comienza con un pasaje de elevado nivel simbólico, en el que se cuenta cómo dos de los huéspedes permanecen encerrados en un ascensor por un problema eléctrico. La novela comienza, pues, con una espera, pues hasta la resolución del fallo técnico no podrán salir del cubículo, y esa espera se convierte en icono de la situación de todos los exiliados que aparecen a lo largo de la narración, deseosos de cambios en su país de origen para poder volver. Del mismo modo, el personaje femenino que da nombre a la obra, de la que el protagonista está obsesiva e infructuosamente enamorado, puede ser interpretado como icono del país perdido. Como si de la patria a la que todo exiliado ansía volver, caracterizada por su nivel de concreción temporal –y, por tanto, de imposibilidad de acceder a ella-, en las líneas finales de la novela se dice de Mashenka que “ni existía ni podía existir” (Nabokov, 2006, p. 166).

También el exilio en territorio norteamericano fue tema de una de las novelas de Nabokov. Pnin, en su condición de “novela de campus”, relata las andanzas de un exiliado ruso que se dedica a la docencia y que parece sentirse superado por todos los acontecimientos que le rodean, desde los avances técnicos hasta la incomprensión que le produce el comportamiento de ciertos colegas de los círculos universitarios pasando por sus problemas para controlar todos los giros y expresiones de la lengua inglesa. La permanente sensación de zozobra que rodea al profesor Pnin, incapaz de entender ni de adaptarse a nada, puede ser interpretada como el reflejo de una de las sensaciones típicas de los exiliados y como un modo de llamar la atención a los lectores para que puedan recapacitar sobre el sufrimiento que acompaña a la emigración forzosa.

En el caso del exilio que prosiguió a la instalación de los nazis en el poder alemán, hay varios casos que ejemplifican cómo la anómala situación que viven los autores queda indeleblemente unida a su producción narrativa. Sólo así pueden entenderse, por ejemplo, los dieciocho fragmentos de Diálogos de refugiados de Bertold Brecth, en los que no sólo se demuestra la condición de su autor, sino que también se defiende la misma implicación en la lucha contra los totalitarismos por la que él abogaba. También El volcán, una de las primeras novelas escritas por Klauss Mann después de instalarse en Estados Unidos, tiene como protagonistas a una serie de personajes que han huido de la Alemania nazi. De hecho, es habitual entre la crítica especializada señalar que la obra reproduce algunas de las vivencias personales de Mann y de su hermana para reflejar la situación del colectivo exiliado. Lion Feuchtwanger se ocupó del tema en Exilio, mientras que en la novela Tránsito –que en México se publicó bajo el título Vida en tránsito- Anne Seghers expuso, a través de la peripecia de un innominado personaje que ha huido de los campos de internamiento alemanes y franceses, el caótico panorama se vivió en Marsella cuando se concentraron en la ciudad multitud de personas deseosas de huir ante los avances de la ocupación nazi en Francia. El título, en cualquiera de las dos versiones –traducciones del original Transit-  no sólo hace referencia a los “visados de tránsito” que se necesitaban para poder salir de Francia –objeto de deseo de quienes quieren marchar, obligados a vivir una kafkiana pesadilla para obtenerlo-, sino también y sobre todo al tránsito que supone toda vida en el exilio, punto intermedio y paralizador.

La existencia de estas obras –y con la de otras muchas del corpus de la diáspora republicana que presentan personajes susceptibles de transmitir las penalidades, obsesiones y esperanzas de sus autores, como La raíz rota, de Arturo Barea o Perico en Londres, de Esteban Salazar Chapela, protagonizadas por exiliados desorientados e incapaces de encontrar su sitio en la nueva sociedad de acogida- viene a demostrar cómo “la militancia política de la literatura del exilio se reflejó en la creación de una novelística que exploraba los efectos del éxodo forzoso en la vida del ser humano” (Camarena, 2006, p. 307).

La evidente vinculación que estas páginas han expuesto entre la condición de exiliado y la “literatura del yo”- no siempre coincidente con prismas autobiográficas, puesto que también en la ficción pueden establecerse las trazas personales del sujeto creador- confirma la especial importancia que cobra la escritura testimonial en momentos de intensidad emocional, perceptible también en la predisposición al testimonio que caracteriza otras etapas vitales caracterizadas por el cambio, como pueden ser la adolescencia, la senectud o determinadas situaciones excepcionales como la maternidad, el desamor o el duelo. A estas explicación se ha de añadir la ya mencionada consideración de etapa clausurada y finiquitada que todo ciclo vital parece mantener del inmediatamente anterior, permitiendo con ello referirse a él como si de un todo completo se tratase y asemejarlo a la condición existencial.

En el caso del exilio, la relación de los géneros autobiográficos no sólo viene motivada por la consideración de momento crítico y traumático en el desarrollo de la personalidad, sino que también se ha de tener en cuenta el carácter pragmático que puede tener la escritura de las propias vivencias. Asumiendo que la escritura es la forma más habitual de materialización y transmisión del recuerdo y que la memoria colectiva se nutre de diversas interpretaciones individuales del pasado, parece lógico pensar que la literatura autobiográfica y la creación de ficciones a partir de la propia experiencia pueden servir en ocasiones de instrumento contra el olvido. Al mismo tiempo, pueden ser herramientas a favor del conocimiento, pues en toda configuración del mundo hay una realidad sepultada que, en ocasiones, sólo los testimonios individuales son capaces de transmitir. Las autobiografías de los exiliados pueden convertirse en la única fuente de información y, por extensión, de actuación frente a lo sucedido. Frente a la deformación histórica propuesta por totalitarismos como el nazi, el soviético o el franquismo, la voz de quienes fueron condenados al exilio sirve de resistencia: por ella sabemos de todo aquello que intentó silenciar el poder.

 

 

 

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