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La predisposición al testimonio en la literatura del exilio
Javier Sánchez Zapatero
(Universidad de Salamanca)
Resumen
El artículo repasa las relaciones
existentes entre la condición de exiliado y la escritura autobiográfica. Además
de su por carácter liberador en momentos traumáticos como los del alejamiento
de la patria, la escritura de uno mismo cobra importancia en el exilio por la
posibilidad que ofrece de dar una versión diferente de los hechos de la del
poder establecido. A través del estudio de la obra de diversos autores
–Benedetti, Nabokov, Barea o Zweig-, el artículo
intentará analizar los elementos definitorios del género testimonial en la
“literatura del exilio”, así como la presencia de elementos autobiográficos en
los textos ficcionales.
Palabras clave: Literatura
comparada, Teoría de la Literatura, exilio, autobiografía, compromiso,
experiencia, Mario Benedetti, Vladimir Nabokov, Arturo Barea,
Stefan Zweig.
Abstract
This
paper is an approximation to the autobiographicals texts of some authors –Benedetti,
Nabokov, Barea, Zweig...- who during the 20th century
suffered the exile. Our intention is to show how the image of the past can not
be complete until the societies have the version from people who were excluded
for a long time from the society. Also, we try to clarify questions related to
the way of constructing and perceiving the testimonies. It is interesting for
us to discover how it is possible to reflect the reality with the convencional
language or how it is possible to develop a cognitive function with texts as
novels -based on invention-.
Key
words: Theoretical Literature, Comparative Literature, Exile, autobiography, commitment,
experience, Mario Benedetti, Vladimir Nabokov, Arturo Barea, Stefan Zweig.
Sin posibilidad de interactuar con los lectores de su país de origen,
alejados de la esfera pública en la que su labor contestataria podía tener
algún sentido, la palabra es el único medio eficaz de que disponen los autores
exiliados para llevar a cabo la función de resistencia y oposición que contra
el régimen que les ha condenado a la dispersión han de vertebrar. Así lo ha defendido
Michael Ugarte (1999, p. 20) al afirmar que “el exilio es uno de los escasos
fenómenos en la historia en el que el lenguaje se considera un instrumento más
eficaz para el cambio social que la acción política”.
Francisco Caudet (1997, p. 13), en su
análisis sobre la diáspora republicana española de 1939, insistió en la labor
política que desarrolló la creación literaria en el exilio en cuanto revisión interpretativa y adquisición de un espacio
público negado por las instancias oficiales:
Durante
largos años el régimen de Franco silenció la labor que estos intelectuales [los
exiliados] estaban desarrollando en los países de acogida, de ahí el empeño de los
propios desterrados por oponer a esa barrera de silencio inexistente el
resultado de su quehacer.
Enric Bou (2004, p. 81) ha vinculado la labor de
“resistencia” de los exiliados con la escritura autobiográfica, por la
posibilidad que tienen quienes han sido expulsados del proyecto nacional de
integrar sus recuerdos individuales con la memoria colectiva del grupo al que
pertenecen, procurando con ello una versión de la historia diferente a la que
se da desde los centros de poder:
En situaciones de exilio (…) el
escritor traza un fondo de memoria individual a partir de los destellos que le
facilita la memoria colectiva. Estos autores, como tantos otros en situaciones
semejantes, encuentran una vía para la construcción de la autobiografía. A
partir de la difícil conciliación entre anécdota individual y experiencia
colectiva consiguen una versión de la historia: ambigua y parcial, de
intervención y amago. Definitiva. Acentuando las contradicciones de la
autobiografía.
La pertinencia de la escritura de autobiografías,
memorias y diarios por parte de los exiliados vendría dada, por tanto, por su
carácter de “sujetos-históricos”. Como víctimas de una experiencia dramática y
cruel, pueden ofrecer un testimonio basado tanto en la descripción de lo vivido
como en las sensaciones generadas por todo lo sufrido y convertir su obra en un
ejercicio de memoria ejemplar, tal y como manifestó Corpus Barga (1985, p. 5)
en el prólogo de su libro de memorias al afirmar que “podía contar mucho de lo
que había visto de cerca y oído directamente en el gran teatro del mundo”.
Asimismo, Max Aub definía a los exiliados como “supervivientes” que hacen que
“el naufragio no sea total” (Fundación Max Aub, Caja 7, 17, 1), evidenciando
con ello la excepcionalidad –y, al mismo tiempo, la necesidad- de su
testimonio, único capaz de contrarrestar las versiones oficiales. Stefan Zweig
(2001, p. 14), por su parte, señaló en las páginas iniciales de sus memorias,
en las que dio cuenta de las convulsiones que transformaron Europa –y, por
extensión, su vida- durante la primera mitad del siglo XX, cómo concibió su
relato autobiográfico como reacción a un imperativo moral:
Considero un deber dar fe de esta vida nuestra, una vida
tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque –repito- todo el mundo ha
sido testigo de esas gigantescas transformaciones, todo el mundo se ha visto
obligado a convertirse en ese testigo. Para nuestra generación no había
escapatoria ni posibilidad de quedarse fuera de juego, (…) vivíamos siempre
incluidos en el tiempo.
Para Josebe Martínez (1998, p. 328), el
deber de los exiliados de testimoniar viene provocado por el hecho de que su
memoria implica “la otredad, la alteridad, el otro, [pues] es la que contesta y
contradice, la que cuestiona los postulados históricos hegemónicos”:
[Con el
recuerdo, el exiliado] trasciende claramente la mera recolección y reproducción
de datos pasados, siendo una posición ideológica frente al olvido y el
desentendimiento histórico nacional. En este sentido se establece una
dialéctica entre el olvido [propuesto por el poder “del interior”] y la memoria
[del exilio].
Según han advertido Felman
y Laub (apud
Martínez, 1998, p. 327), “en casos de memorias traumáticas, no basta con (…)
que los escritores dejen constancia de los hechos, sino que (…) hay que hacer
que los otros revivan la experiencia, se contagien, la padezcan, la entienda”.
La suma de los relatos de sus experiencias
vitales configura una voz común que permite unificar, aunque sea desde el
imaginario intelectual, a un colectivo caracterizado por la dispersión desde el
momento en que ha de abandonar su país de origen. Antonio Muñoz Molina (2000,
p. 9) ha estudiado la formación de esa identidad grupal a partir de testimonios
históricos individuales:
[Los
escritores exiliados] se empeñan obsesivamente en rememorar el pasado, en
reconstruirlo, en dar testimonio de lo que vivieron. (...) La mejor literatura
del exilio es un gran empeño de recapitulación, una tentativa de comprensión
del desastre, y en ella con frecuencia la memoria histórica personal desemboca
en los sobresaltos del tiempo histórico, de modo que lo privado y lo público se
confunden en un solo relato.
La vivencia individual se funda con la colectiva, de forma que “todo
propósito de allegar las experiencias personales remite necesariamente a referentes
históricos” (Caudet, 2005, p. 22). La importancia del
contexto viene determinada por la imposibilidad para controlar la propia vida.
Condicionado por el desarrollo de los acontecimientos políticos y por
decisiones ajenas sobre las que no puede ejercer influencia alguna, el exiliado
carece de referentes personales que puedan organizar y dar sentido a su
existencia, marcada por los hitos históricos que jalonaron su exclusión del
proyecto colectivo nacional y su salida del país, como ha detectado Pilar
Rodríguez Verde (apud Caudet 2005, p. 392):
Existen recuerdos que ayudan a estructurar y rememorar el pasado. Son
los que organizan y configuran el desarrollo de la exposición y corresponden a
etapas biográficas, es decir, sucesos considerados socialmente como decisivos
en la vida de una persona: nacimiento, estudios, trabajo, boda… Estas etapas
clásicas han sido transgredidas en la trayectoria del exiliado y por esta
razón, en sus relatos individuales son sustituidos por sucesos históricos:
estallido de la guerra, derrota de los republicanos, huida al extranjero,
creación de los campos de exterminio… Ello supone un cambio esencial en la
historia individual: el refugiado no traza su trayectoria con decisiones
personales; es el contexto histórico-político el que decide y determina su
suerte. De ahí que la historia sea lógicamente un punto de referencia constante
en su discurso autobiográfico.
Lo que ponen de manifiesto estas aportaciones es que la recuperación
de la memoria está asociada de forma intrínseca a la predisposición al
testimonio de los autores exiliados. Así lo han expresado también Neus Samblancat (1997, p. 177),
para quien “la literatura del exilio cuenta, por su mismo carácter de
literatura emigrada, con un número considerable de memorias, recuerdos o
testimonios del destierro” o Manuel Alberca (1997, p. 297), quien ha advertido
de la “evidente relación entre exilio y autobiografía”. Sin embargo, no sólo en
la posibilidad de hacer de la escritura de la propia vida una fuente de
conocimiento de un colectivo condenado al olvido y a la deformación han de
encontrarse las razones para la proliferación de textos autobiográficos.
También hay que tener en cuenta que el exilio es una situación caracterizada
por su condición crítica, no sólo por el cambio que conlleva, sino también por
su capacidad para remover los más profundos cimientos de la identidad del individuo.
Michael Ugarte (1999, p. 24) ha aludido a ello al sostener que “el yo del
expatriado necesita pruebas que atestigüen lo que está experimentando” y la
reflexión sobre la propia vida es una forma de ellas.
Las vidas de los desterrados parecen preparadas para ser contadas, no
sólo por la posibilidad de mostrar a través de la propia experiencia la versión
histórica que se considera verdadera y de comprometerse con una cosmovisión
identificada con un tiempo pasado al que se vuelve a través de la memoria, sino
también por la necesidad de descubrir la verdadera esencia del sujeto creador.
En el exilio, el ser humano se encuentra en su estado más puro, sin el manto
protector de su comunidad, por lo que necesita afirmar su personalidad a través
de la palabra. La confesión sobre su propio ser es el único medio existente
para dotar de sentido a una experiencia que, además de truncar expectativas
vitales, provoca el aislamiento total del hombre de sus asideros sociales y
afectivos. Según Manuel Cedena (2004, p. 343), “el
sentimiento trágico de la vida del exiliado ofrecía, sin duda, el caldo de
cultivo más infelizmente apropiado para dejarse asaltar por las palabras”. A
través de ellas además, queda delimitado el tiempo difuso en el que vive todo
exiliado –“limbo que anula el presente”, en palabras de Paul
Ilie (1982, p. 158)-, a medio camino entre el pasado
reiterativo y el futuro soñado.
La traumática experiencia del exilio
provoca la consciente adquisición en quien lo sufre de una nueva identidad. El
hecho de que el alejamiento forzoso del país de origen sea concebido como el
final abrupto de un ciclo vital, como si de una “muerte en vida” se tratase,
motiva la concepción de la existencia anterior como un todo completo y,
consecuentemente, la creación de una nueva identidad que puede mirar desde un
prisma diferente, el que constituyen la distancia y el cambio, a la antigua.
Por eso la autobiografía ocupa un lugar destacado entre las obras de los
exiliados, porque todo testimonio de una vida implica, más que una mimética
reproducción de unos acontecimientos históricos, la formación de una nueva
identidad del sujeto creador a través de múltiples identidades anteriores. La
nota de despedida que dejó escrita Stefan Zweig (apud Pérez, 2008, p. 344) antes de su suicidio expone
elocuentemente esta interpretación de nuevo ciclo que puede tener el exilio:
He aprendido a querer a este país [Brasil, territorio en
que se refugió al salir de Europa] más cada día y en ningún otro lugar me
hubiese gustado más reconstruir de nuevo mi vida, una vez que el mundo de mi
propia lengua se ha hundido para mí, y Europa, mi patria espiritual, se ha
destruido a sí misma. Pero una vez cumplidos los sesenta años haría falta una
fuerza especial para empezar otra vez de nuevo. Y las mías están agotadas por
los largos años de peregrinar sin patria. Por eso mejor concluir a tiempo y con
ánimo sereno una vida para la que el trabajo intelectual siempre fue la alegría
más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra.
José Ramón Marra-López (1963, p. 100)
expresó el difícil equilibrio que los autores obligados a vivir fuera de su
patria habían de mantener entre el recuerdo y la esperanza a la hora de
enfrentarse al género confesional:
Las memorias se redactan al final de una vida, clausurada
ya la acción, como final de acto, antes de que caiga el telón. Esta es otra
ambigüedad del emigrado. Durante muchos años no hace más que escribir memorias,
recuerdos, pero sin que la edad y el talante le inviten a clausurar su posible
acción futura, pues lógicamente se considera perteneciente a esta tierra y en
activo todavía. Mientras, al revés de Segismundo, hace del sueño vida que le
apuntale y proporcione la fuerza suficiente para continuar esperando, esa
espera que es jugo nutricio indispensable en su existencia.
Al considerar su ciclo vital anterior
clausurado –y estructurado, por tanto, bajo un nítido esquema de planteamiento,
nudo y desenlace-, resulta lógico que sean muchos los exiliados que se decanten
por la escritura de sí mismos, ya que “la condición de exilio conduce al
exiliado a experimentar la sensación de que éste supone el fin de la vida [y]
la víctima del destierro percibe una sensación ficticia de que su vida es un
libro con una estructura coherente” (Ugarte, 1999, p. 51). Un ejemplo de la
literatura del exilio republicano español resulta ejemplar para ilustrar esta
concepción coherente del pasado anterior al exilio: La forja de un rebelde, la trilogía autobiográfica de Arturo Barea, cuyo límite temporal está circunscrito al final de
la guerra civil y la decisión del autor de huir del país, convertidos así en
símbolos de la “muerte de la primera vida”. Con la escritura del texto, parece
querer decir Barea que todo lo que vino después del
exilio no fue sino una nueva existencia, diferente a la anterior, susceptible
de ser interpretada como un todo estructurado. También El mundo de ayer, la autobiografía de Stefan Zweig, se clausura con
la marcha al exilio de su autor.
De esta forma, los textos autobiográficos
y el fenómeno del exilio aparecen estrechamente vinculados por la intrínseca
relación que ambos tienen con los conceptos de nacimiento y de muerte:
Tal y como muchos textos del destierro demuestran, el
exilio se sitúa paralelo a la muerte, no como una copia o una reproducción,
sino como una distorsión, una interpretación y una alteración conscientes de la
muerte. La vida muere en el exilio, y sin embargo continúa; el propio yo está
dividido por una noción de temporalidad que permite al propio yo actual
examinar y recrear al yo anterior, ofrecerle una nueva vida. La autobiografía
es exactamente eso, una interpretación, una recreación de un propio yo hecho
posible gracias a una división fundamental. Y a pesar de que no todas las
autobiografías incluyen un final, o al menos aluden a él –la muerte- la noción
de principio y final siempre está implícita, siquiera en la mera necesidad de
un comienzo y de un fin para la obra. El autobiógrafo se enfrenta a una tarea
difícil: unir el nacimiento y la muerte de una vida con el principio y el fin
de una obra (Ugarte, 1999, p. 89).
Para Alexandra Hadzelek
(1998, p. 312), la relación del exilio con la crisis de identidad no reside
sólo en su analogía con la muerte, sino también en el hecho de que la escritura
sobre uno mismo puede suponer “una forma de defensa ante la interrupción vital
que supone el exilio” y, en consecuencia, “una manera de establecer la
continuación con la vida anterior”. Y es que, a través del recuerdo, los
exiliados no sólo pueden dar rienda a sus deseos y acercarse a la geografía y al tiempo soñados, sino que también pueden dar sentido a su
actual situación con el recuerdo de las circunstancias que les condujeron a
ella. La incertidumbre que sobre su personalidad crea el alejamiento de las
estructuras a las que antiguamente se aferraba en la sociedad de origen lleva
al exiliado a reforzar su identidad a través de la escritura de su pasado,
poniendo así además de manifiesto que el recuerdo de sus experiencias
anteriores es la única forma de comprender su presente. La necesidad de
ejercitar la memoria se explica si se tiene en cuenta que la propia existencia
del exiliado depende de sus imágenes del pasado. Sin ellas no es capaz de
comprender por qué está alejado de su patria ni puede tampoco alimentar sus
deseos de vuelta.
Para demostrar la evidente relación entre la condición de exiliado y
la predisposición al testimonio, basta con precisar cómo las fundacionales Tristes de Ovidio eran, en esencia, un
texto autobiográfico en el que el poeta romano daba cuenta de su situación. Del
mismo modo, emblemáticos casos de autores exiliados inscritos en la tradición
de la literatura española –Antonio Alcalá Galiano, autor Recuerdos de un anciano o José María Blanco White, creador de Vida del reverendo Blanco White,
compuesta originalmente en inglés- exponen la intrínseca relación que existe
entre la condición de exiliado y la escritura autobiográfica. En el caso de la
diáspora republicana española en la que se he enmarcar la obra de Max Aub, la
prolijidad de testimonios vendría demostrada gracias a obras como Recuerdos y olvidos –de Francisco
Ayala-, Desde el amanecer. Autobiografía
de mis primeros años –de Rosa Chacel-, Vida en claro –de José Moreno Villa-, Memorabilia –de
Juan Gil Albert-, Doble esplendor –de
Constancia de la Mora-, Los pasos
perdidos –de Corpus Barga-, La
arboleda perdida –de Rafael Alberti- o Memoria
de la melancolía –de María Teresa León-… Otros ejemplos de intelectuales
exiliados en el contexto de la literatura europea del siglo XX, como pueden ser
Stefan Zweig, Vladimir Nabokov y Klauss Mann, también
dejaron constancia de su trayectoria vital en El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Habla, memoria y Cambio de
rumbo. Junto a estos casos, hay que tener en cuenta que la experiencia del
exilio ha sido narrada por gente anónima que aporta a su testimonio el valor de
la veracidad y, con ello, el de mantener dos funciones relevantes: una cognitiva,
por la que dan a conocer cuál fue la situación de un colectivo al que se
intentó ignorar, y otra ética, por la que contribuyen a que las sociedades a
las que pertenecen tengan una percepción más rica y compleja de su pasado.
Además de en los textos autobiográficos,
los recuerdos de los exiliados son reflejados en novelas en las que aparecen de
forma sistemática muchas de las obsesiones típicas de quien vive alejado
forzosamente de su patria. Ugarte (1999, p. 24), de hecho, ha afirmado cómo la
predisposición a escribir sobre uno mismo de los autores exiliados se produce
“incluso cuando aparentemente la intención del autor sea muy distinta”. De ahí
que la narrativa del exilio mantenga la misma relación con la noción de
“sujeto-histórico” que los textos autobiográficos, pues aunque los escritores
no testimonien los sucesos que jalonan su peripecia vital en el destierro,
filtran sus sentimientos en los mundos ficcionales
que crean, en los que parece imposible no detectar las huellas de su situación.
Así, sus novelas evocan territorios geográficos del pasado, rememoran las
circunstancias que rodearon su salida del país, se centran en obsesiones y
esperanzas típicas de los exiliados –la vuelta al país de origen, la
inadaptación al nuevo medio o la ineficacia de la lucha política-…
Una de las formas más frecuentes de
llevar a cabo esta transposición es la creación de narraciones protagonizadas
por exiliados. Los personajes de estas obras actúan muchas veces como
alter-egos de sus autores, que utilizan sus creaciones para dar rienda suelta a
sus obsesiones y transmitir su nostalgia, sus ganas de regresar, su incapacidad
para adaptarse al nuevo país, etc. Piénsese, por ejemplo, en cómo Mario
Benedetti relata en Primavera con una esquina rota y Andamios dos dimensiones del drama del
exilio. En la primera de las obras citadas, a través de una estructura
fragmentaria y caleidoscópica que incluye numerosos cambios de voz narrativa,
se relata la situación de una familia rota por la dictadura uruguaya y
desperdigada entre las prisiones y el exilio. En la segunda, el protagonista,
tras más de diez años exiliado en España, regresa a Montevideo para comprobar
que nada es cómo recordaba y que todo aquello que simbolizaba la vuelta con la
que tanto ha ansiado ha desaparecido o se ha modificado de forma tan intensa
que resulta irreconocible. Evidentemente, conocer la experiencia vital de
Benedetti y saber de los problemas que le hicieron abandonar Uruguay tras el
golpe de Estado de 1973, de su exilio en Francia, España, Perú y Cuba o de su
separación de la familia se convierten en necesarias e imprescindible claves de
lectura para ambas obras. De hecho, en Primavera con una
esquina rota la propia voz de Benedetti se funde en diversos fragmentos con
las del coro de narradores para relatar su propia experiencia, análoga a la de
sus personajes. Ejemplos típicos de novelas autobiográficas, ambas obras
generarían un pacto de lectura ambiguo, ya que, si bien lo presentado en ellas
pertenece a la ficción –pues inventados son los personajes y las peripecias en
que se ven envueltos-, es posible interpretarlas como si de una transmisión
autobiográfica se tratase.
Las primeras obras de Vladimir Nabokov admiten una lectura análoga a
la de las de Benedetti, al tener como tema las peripecias vitales de los
miembros del universo del exilio ruso en la Alemania prehitleriana,
donde pasó el autor varios años antes de instalarse de forma definitiva en
Estados Unidos. El ojo o Mashenka pueden
ser interpretadas como crónicas de un tiempo y un
lugar concretos, y como documentos al servicio de la descripción de un
colectivo determinado. La segunda de las obras citadas –en la que se narra la
vida en una pensión en la que residen varios rusos que han debido abandonar el
país- comienza con un pasaje de elevado nivel simbólico, en el que se cuenta
cómo dos de los huéspedes permanecen encerrados en un ascensor por un problema
eléctrico. La novela comienza, pues, con una espera, pues hasta la resolución
del fallo técnico no podrán salir del cubículo, y esa espera se convierte en
icono de la situación de todos los exiliados que aparecen a lo largo de la
narración, deseosos de cambios en su país de origen para poder volver. Del
mismo modo, el personaje femenino que da nombre a la obra, de la que el
protagonista está obsesiva e infructuosamente enamorado, puede ser interpretado
como icono del país perdido. Como si de la patria a la que todo exiliado ansía
volver, caracterizada por su nivel de concreción temporal –y, por tanto, de
imposibilidad de acceder a ella-, en las líneas finales de la novela se dice de
Mashenka que “ni existía ni podía existir” (Nabokov,
2006, p. 166).
También el exilio en territorio
norteamericano fue tema de una de las novelas de Nabokov. Pnin, en su condición de “novela
de campus”, relata las andanzas de un exiliado ruso que se dedica a la docencia
y que parece sentirse superado por todos los acontecimientos que le rodean,
desde los avances técnicos hasta la incomprensión que le produce el
comportamiento de ciertos colegas de los círculos universitarios pasando por
sus problemas para controlar todos los giros y expresiones de la lengua
inglesa. La permanente sensación de zozobra que rodea al profesor Pnin, incapaz de entender ni de adaptarse a nada, puede ser
interpretada como el reflejo de una de las sensaciones típicas de los exiliados
y como un modo de llamar la atención a los lectores para que puedan recapacitar
sobre el sufrimiento que acompaña a la emigración forzosa.
En el caso del exilio que prosiguió a la
instalación de los nazis en el poder alemán, hay varios casos que ejemplifican
cómo la anómala situación que viven los autores queda indeleblemente unida a su
producción narrativa. Sólo así pueden entenderse, por ejemplo, los dieciocho
fragmentos de Diálogos de refugiados
de Bertold Brecth, en los
que no sólo se demuestra la condición de su autor, sino que también se defiende
la misma implicación en la lucha contra los totalitarismos por la que él
abogaba. También El volcán, una de
las primeras novelas escritas por Klauss Mann después
de instalarse en Estados Unidos, tiene como protagonistas a una serie de
personajes que han huido de la Alemania nazi. De hecho, es habitual entre la
crítica especializada señalar que la obra reproduce algunas de las vivencias
personales de Mann y de su hermana para reflejar la situación del colectivo
exiliado. Lion Feuchtwanger
se ocupó del tema en Exilio, mientras
que en la novela Tránsito –que en
México se publicó bajo el título Vida en
tránsito- Anne Seghers expuso, a través de la
peripecia de un innominado personaje que ha huido de los campos de
internamiento alemanes y franceses, el caótico panorama se vivió en Marsella
cuando se concentraron en la ciudad multitud de personas deseosas de huir ante
los avances de la ocupación nazi en Francia. El título, en cualquiera de las
dos versiones –traducciones del original Transit- no sólo hace referencia a los “visados de
tránsito” que se necesitaban para poder salir de Francia –objeto de deseo de
quienes quieren marchar, obligados a vivir una kafkiana
pesadilla para obtenerlo-, sino también y sobre todo al tránsito que supone
toda vida en el exilio, punto intermedio y paralizador.
La existencia de estas obras –y con la de
otras muchas del corpus de la diáspora republicana que presentan personajes
susceptibles de transmitir las penalidades, obsesiones y esperanzas de sus
autores, como La raíz rota, de Arturo
Barea o Perico
en Londres, de Esteban Salazar Chapela, protagonizadas por exiliados
desorientados e incapaces de encontrar su sitio en la nueva sociedad de acogida-
viene a demostrar cómo “la militancia política de la literatura del exilio se
reflejó en la creación de una novelística que exploraba los efectos del éxodo
forzoso en la vida del ser humano” (Camarena, 2006, p. 307).
La evidente
vinculación que estas páginas han expuesto entre la condición de exiliado y la
“literatura del yo”- no siempre coincidente con prismas autobiográficas, puesto
que también en la ficción pueden establecerse las trazas personales del sujeto
creador- confirma la especial importancia que cobra la escritura testimonial en
momentos de intensidad emocional, perceptible también en la predisposición al
testimonio que caracteriza otras etapas vitales caracterizadas por el cambio, como
pueden ser la adolescencia, la senectud o determinadas situaciones
excepcionales como la maternidad, el desamor o el duelo. A estas explicación se
ha de añadir la ya mencionada consideración de etapa clausurada y finiquitada
que todo ciclo vital parece mantener del inmediatamente anterior, permitiendo
con ello referirse a él como si de un todo completo se tratase y asemejarlo a
la condición existencial.
En el caso del
exilio, la relación de los géneros autobiográficos no sólo viene motivada por
la consideración de momento crítico y traumático en el desarrollo de la
personalidad, sino que también se ha de tener en cuenta el carácter pragmático
que puede tener la escritura de las propias vivencias. Asumiendo que la
escritura es la forma más habitual de materialización y transmisión del
recuerdo y que la memoria colectiva se nutre de diversas interpretaciones
individuales del pasado, parece lógico pensar que la literatura autobiográfica
y la creación de ficciones a partir de la propia experiencia pueden servir en
ocasiones de instrumento contra el olvido. Al mismo tiempo, pueden ser
herramientas a favor del conocimiento, pues en toda configuración del mundo hay
una realidad sepultada que, en ocasiones, sólo los testimonios individuales son
capaces de transmitir. Las autobiografías de los exiliados pueden convertirse en
la única fuente de información y, por extensión, de actuación frente a lo
sucedido. Frente a la deformación histórica propuesta por totalitarismos como
el nazi, el soviético o el franquismo, la voz de quienes fueron condenados al
exilio sirve de resistencia: por ella sabemos de todo aquello que intentó
silenciar el poder.
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