REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


“HÁGATE TEMEROSO EL CASO DE RAQUEL”: EL MOTÍN CONTRA ESQUILACHE ESCENIFICADO EN LA RAQUEL DE GARCÍA DE LA HUERTA.

 

Miguel Soler Gallo

(Universidad de Cádiz)

 

RESUMEN: En este artículo se analiza la relación de la sublevación popular del Madrid de 1766 con la Raquel de Vicente García de la Huerta. Incluye algunas de las teorías que defienden que el verdadero sentido de la tragedia de Huerta queda puesto en evidencia si se la reinserta en las circunstancias que rodearon su nacimiento: los primeros años del reinado de Carlos III.

 

PALABRAS CLAVES: Raquel, Judía, Toledo, Tragedia Neoclásica, Motín, Esquilache.

 

ABSTRACT: This article discusses the relationship of the popular uprising of Madrid in 1766 with Raquel Vicente García de la Huerta. It includes some of the theories that argue that the true sense of the tragedy is revealed Huerta if the reinserted into the circumstances surrounding his birth: the early years of the reign of Carlos III.

 

KEY WORDS:  Raquel, Jewish, Toledo, Tragedy Neoclassical, Mutiny, Esquilache.

 

Grabado que reproduce una representación de Raquel en el siglo XVIII.

Los tumultos acaecidos el 23 de marzo de 1766 en Madrid han sido analizados por el grueso de la historiografía como la culminación de unas protestas populares en oposición a las reformas emprendidas por el gabinete de Carlos III. Aunque no se hayan encontrado ninguna fuente que pruebe de manera inequívoca la existencia de alguna conspiración elitista, ha habido historiadores que defienden la tesis de la planificación del movimiento para la destitución del ministro extranjero Esquilache por ciertos sectores sociales, entre los cuales cabría destacar el denominado partido ensenadista, la Compañía de Jesús, la burguesía o la legación diplomática francesa en la corte de Madrid. En relación a esto, el propio autor de la tragedia que analizamos, Vicente García de la Huerta, que en 1754 había sido nombrado bibliotecario del duque de Alba, y, un año después, miembro honorario de la Real Academia Española, también de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, fue procesado y condenado, tanto por el conde de Aranda en 1767 como por el conde de Floridablanca en 1769, por formar parte de la sublevación y, a causa de ello, fue desterrado a Orán donde permaneció hasta su regreso a Madrid en 1777.

No obstante, la crítica es unánime al considerar que el asidero en el que se apoya el motín es fundamentalmente popular, que sufría, entre otros problemas, el fracaso de España en la Guerra de los Siete Años, la elevación de los precios de los productos alimenticios provocada por la inflación y una serie de malas cosechas, así como los elevados impuestos exigidos por Esquilache para financiar la Guerra de Carlos III y sus propias reformas. Veamos en primer lugar unos someros apuntes sobre los hechos históricos que analizamos.

Durante los meses precedentes a la sublevación, la situación se venía haciendo insostenible, fundamentalmente por el hambre y la miseria que se cegaba prácticamente con todo el pueblo llano. A este respecto, si a los pobres censados añadimos los inmigrantes que todos los años llegaban a Madrid, una buena parte de la población femenina e infantil y los trabajadores eventuales, resultaría que en 1751 la mitad de sus vecinos ya no pagaban impuestos directos, vivían –quienes podían– de un salario mínimo que rondaba la pobreza[1]. Las razones por las cuales unos venían a la corte y otros se quedaban en ella eran muy similares: al ser el centro residencial por antonomasia de las clases privilegiadas y la burocracia real, las expectativas de encontrar un trabajo honrado eran muy superiores a las que podían tener en el resto de ciudades castellanas[2]. Si queremos realizar una interpretación más correcta de la evidencia histórica, no sólo debemos conformarnos con la información que acerca del motín nos suministran numerosas fuentes documentales, sino también requiere que previamente analicemos la difícil coyuntura que a partir de 1760 iba a padecer Madrid y el papel que en la misma desempeñaba el marqués de Esquilache.

En diciembre de 1759, Carlos III regresaba a Madrid para tomar posesión del trono que su hermano Fernando VI había dejado vacante al morir sin descendencia. Como era costumbre en la Casa Real española, la entrada no se produjo hasta mediados del año siguiente, con el fin de que se engalanasen los espacios más emblemáticos de la Villa, y de la Corte, y ofreciesen un espectáculo en consonancia con la grandeza de su nuevo monarca; el coste de dicha ceremonia ascendió a 1.235.599 reales de vellón, los cuales fueron sufragados en su mayor parte por el ayuntamiento madrileño[3]. Así pues, desde los mismísimos inicios del nuevo reinado, los madrileños sintieron en sus propios bolsillos la presencia de Carlos III, un fenómeno que se agudizaría como consecuencia de las disposiciones que pronto empezaría a promulgar su equipo de gobierno encabezado por el marqués de Esquilache. En efecto, aunque nada más acceder al trono el soberano confirmó a casi todos los secretarios de Despacho, que habían servido a Fernando VI, vino de Nápoles acompañado por don Leopoldo Di Gregorio marqués de Squillace[4]. Al llegar a España, fue nombrado Ministro de Hacienda en 1759 y cuatro años después, tras la ocupación británica de La Habana y Manila, durante la Guerra de los Siete Años, secretario de Despacho de Guerra. Simultáneamente, fue presidente de la Junta de Comercio, Monedas y Minas, de la encargada del Tabaco, gerente de Rentas, Fábricas y Cecas, y secretario de la Casa de la reina. Y además, hasta 1765, año en que tomó posesión de su cargo Roda, ejerció interinamente la Secretaría de Gracia y Justicia, al tiempo que su nombre sonaba para las Indias con anterioridad al de Arriaga[5]. Las dos carteras que simultaneaba Esquilache le convertían en la piedra angular del gobierno de Carlos III, pues desde ellas se podían acometer las reformas necesarias para incrementar los recursos financieros de la Corona. A comienzos de la década de los sesenta, el soberano, y su favorito, deciden acometer un ambicioso plan para transformar Madrid en una de las cortes más limpias y seguras de Occidente. Algunos de sus decretos agravaron el malestar del pueblo llano: las mejoras realizadas en el alcantarillado y en el empedrado de las calles provocaron el encarecimiento de los alquileres; el alumbrado nocturno para facilitar la lucha contra la delincuencia supuso la subida del aceite y el agotamiento de las velas de sebo, motivo por el cual muchos hogares humildes se quedaron a oscuras. A este endurecimiento de las condiciones de vida, se sumó el incremento de la presión fiscal, ya que las intervenciones urbanísticas, la construcción de edificios monumentales y las bodas y ceremonias reales se financiaron con nuevas contribuciones, indefectiblemente pagadas por los pequeños consumidores y artesanos.

Lo hasta aquí expuesto, con ser irritante, habría tenido un calado social menor si no se hubiese producido en medio de una de las peores crisis de subsistencia de la centuria. Durante los primeros meses de 1766, el precio del pan se dobló y, como quiera que en Madrid fueran muchos los trabajadores que ganaban cuatro reales diarios, con dicho jornal solo podían adquirir tres panes. Éste sí era un problema grave que no pudo ser mitigado importando trigo del Báltico, Nápoles y Sicilia, ni a través de la liberalización del comercio de granos, debido a que la entrada en vigor de dicha medida se pospuso en la capital por motivos de seguridad pública, lo que de hecho acentuó la escasez y fomentó todavía más la especulación.

 En suma, Esquilache cometió el error de promover una costosa política de modernización de la villa y Corte en un momento inoportuno, pues el aumento de los tributos, que la misma ocasionó, fue trasladado a unos contribuyentes sobre los cuales planeaba el fantasma del hambre.

Es en este delicado contexto donde debemos situar la conmoción popular que culminó con el llamado “Motín contra Esquilache”. A mediados de 1765, el ministro italiano tuvo un anuncio de posibles problemas cuando comenzaron a oírse quejas en las calles y otros políticos se mantuvieron a distancia. En cierto sentido, fue víctima de la política de guerra del monarca y del rearme de posguerra:

 

Como el precio del pan se ha elevado considerablemente, se han dejado sentir clamores por parte del pueblo de Madrid; y el día que la corte regresó aquí [desde El Escorial], la multitud se arremolinó en torno al carruaje de la reina, con gritos de que estaba hambrienta. Su Majestad comunicó esto al rey al día siguiente y éste envió a buscar a Esquilache, reprochándole que en cierta medida era la causa de ese disturbio; y me ha comunicado alguien que escuchó la conversación que Esquilache replicó que era imposible conciliar la guerra con los ahorros que exigía la situación económica […][6]

 

Finalmente, la chispa que encendió el levantamiento lo originó el decreto de Esquilache del 20 de marzo de 1766 ordenando la observancia de una vieja ley que prohibía a los hombres llevar sombreros redondos y capas largas, en razón de que constituían un camuflaje para los posibles criminales[7]. El gobierno no prestó mucha atención a este levantamiento hasta el 23 de marzo, Domingo de Ramos, con el estallido de un tumulto de unas 6.000 personas que reunidas en la Plaza Mayor avanzaban hacia la casa de Esquilache. Por fortuna para él, estaba en viaje de regreso del campo y, mientras que la multitud saqueaba su casa, se refugió en el Palacio Real. A la mañana siguiente, una gran multitud, entre 20-30.000 personas, acudió a la Puerta del Sol, de ahí fueron hacia el Palacio Real y se enfrentaron a los guardias valones. Allí sufrieron las primeras bajas. Mientras aumentaba la tensión y la violencia, los ministros y los militares, en medio de la confusión, eran incapaces de decidir qué hacer y qué consejo ofrecer al rey. Una serie de representantes del monarca fueron autorizados a reducir el precio de los alimentos y otorgar la libertad para que cada uno vistiera como quisiese, al mismo tiempo que se movilizaban las tropas en la región de Madrid y se enviaban sacerdotes a las calles para que instaran a la calma. En cualquier caso, la oferta no satisfizo a los rebeldes, el pueblo reivindicó la eliminación de los sujetos e instituciones que encarnaban la injusticia: el marqués de Esquilache, máximo responsable político y símbolo por excelencia del despotismo ministerial; la Junta de Abastos, un organismo central encargado del aprovisionamiento de los productos básicos que consumía Madrid, cuya gestión solo había acarreado inflación y penurias, y las Guardias Valonas, integradas por mercenarios belgas, a quienes el pueblo odiaba por haber protagonizado dos años atrás una dura carga en el Buen Retiro en la que murieron veintisiete personas. Finalmente, el rey apareció personalmente en el balcón del palacio, mientras un fraile con un crucifijo en la mano leía los artículos en los que insistía la multitud, manifestando el rey su aprobación. Pero un suceso calentaría aún más el ánimo de los asaltantes, ocurrió cuando el rey huyó por la noche a Aranjuez llevando consigo a Esquilache. Una vez allí, como si nada sucediese, decidió salir a cazar.

Al día siguiente, 25 de marzo, las noticias de la huida del rey y del movimiento de las tropas enfurecieron a los sublevados, que se movilizaron de nuevo, tomaron armas y ocuparon las calles gritando: “¡Viva el Rey, muera Esquilache!”. También las mujeres se unieron a la multitud, con antorchas encendidas. Emisarios rebeldes fueron enviados a Aranjuez, añadiendo dos nuevas premisas a las ya presentadas: que el rey regresara a Madrid y que se otorgara un perdón general. Los ánimos se calmaron cuando volvieron con una carta del monarca, que fue leída el 26 de marzo en la Plaza Mayor y que prometía cumplir lo que había sido reclamado. Aquella noche todo quedó tranquilo, los habitantes de Madrid devolvieron las armas, estrecharon las manos a los soldados y se regresaron a sus casas.

Una vez superado el desconcierto inicial, que creó la victoria en toda regla del pueblo llano, las autoridades emprendieron una serie de investigaciones destinadas a esclarecer sus raíces y, poco tiempo después, éstas arrojaron unos resultados contundentes: todo apuntaba hacia una autoría y organización popular. Un análisis de la lista de heridos revela que el motín de Madrid estuvo protagonizado por sujetos que constituían un excelente corte transversal de su población trabajadora, algo que concuerda con la extracción social de quienes protagonizaron las principales revueltas urbanas acaecidas en la Europa del siglo XVIII.

Estos hechos, como no podía ser de otra manera, se reflejaron en el ambiente cultural del momento. Así se ve en la Raquel de García de la Huerta. En la obra se recoge una serie de planteamientos, que ya estaban en los ambientes políticos de la nobleza española, desde mucho antes del levantamiento popular. Para ello, García de la Huerta, toma como escenario de su velada crítica una leyenda nacional que se remonta a finales del siglo XIII, la del tormentoso romance entre Alfonso VIII y una hermosa judía de Toledo llamada Raquel, lo cual no dejaba de ser una de las características de la tragedia neoclásica, como era la plasmación de un hecho histórico contemporáneo camuflado en algún episodio legendario español. No obstante, el tema de la judía de Toledo ha sido muy repetido en la historiografía literaria.

La primera noticia de la conocida leyenda nos sitúa a finales del siglo XIII, varios cronistas castellanos aluden por primera vez a un episodio de la vida de Alfonso VIII, que había muerto setenta años antes. Según la leyenda (o realidad), el rey pasó siete años retirado de la corte y de las tareas del Estado, conviviendo con una judía que finalmente fue asesinada por los nobles de Castilla. El episodio fue transmitido a través de romances, así, con nuevas alusiones al tema, se recogió en las primeras Crónicas impresas. La historia de la judía de Toledo, o de Raquel, pasó a ser más tarde uno de los temas predilectos del teatro y la poesía, llegando, ya en el siglo XIX, a convertirse en uno de los motivos recurrentes del “medievalismo” propugnado por los escritores románticos.

El primer testimonio de la dramática historia de los amores de Alfonso VIII con una judía aparece en los Castigos e documentos para bien vivir de Sancho IV “El bravo” (1284-1295), en donde advierte a su hijo que debe guardarse de los “pecados de fornicio”, para que no le ocurra como al rey don Alfonso,

 

…que por siete annos que viscó mala vida con una judía de Toledo, diole Dios grand llaga e grand majamiento en la batalla de Alarcos en que fue vençido […][8]

 

De allí pudo pasar a la Primera Crónica General[9]. El mito crece y se perfecciona en la Crónica de 1344, llamada Segunda Crónica General, en la que se encuentran nuevos datos: son siete los meses que dura la relación del rey con la judía y ésta utiliza sortilegios de magia y aparece caracterizada como hechicera. Este rasgo va a pervivir en algunas de las obras dramáticas que recogen la historia: en Lope se compara la judía con Circe o Medea, mientras que en Mira aparece también como encantadora[10].

Entre 1426-1488 la leyenda aparece en un cuento popular de Diego Rodríguez de Almela, Valerio de las Estorias Escolásticas e de España, bajo el título de La judía de Toledo.

En la llamada tercera Crónica General, esto es, la edición de Florián de Ocampo (1541) es donde la leyenda aparece ya redondeada: la historia amorosa dura de nuevo siete años y la judía se le da el nombre de “Fermosa”. De aquí es tomado el argumento que le sirve de perpetuo comentario histórico:

 

Pues el Rey, Don Alonso oyo passados todos estos trabajos en el comienzo quando reynó, e fue casado fuese para Toledo con su muger Doña Leonor; e estando y, pagóse mucho de una Judía que avíe nombre Fermosa, e olvidó la muger, e encerrase con ella gran tiempo en guisa que non se podíe partir de ella por ninguna manera, nin se pagaba tanto de cosa ninguna; e estubo encerrado con ella poco menos de siete años, que non se membraba de sí nin de su Reyno nin de otra cosa ninguna. Estonce ovieron su acuerdo los omes buenos del Reyno cónto pusiesen algún recaudo en aquel fecho tan malo, e tan desaguisado; e acordaron que la matasen, e que así cobraríen a su Señor, que allá, e entraron al Rey diciendo que querían labrar con él; e mientras los unos labraron con el Rey, entraron otros donde estaba aquella Judía en muy nobles strados e degollárosla.

 

A partir de la crónica de Ocampo la leyenda se difunde en la literatura áurea y aparece por ejemplo en un breve romance titulado Del rey Alfonso y de la judía, recogido en el Cancionero de romances de Lorenzo de Sepúlveda. Más tarde también el célebre predicador fray Hortensio Paravicino, con el pseudónimo de Félix de Arteaga, escribiría un romance titulado “Muerte de la judía Raquel, manceba de Alfonso VIII”.

Pero será  Lope de Vega el responsable de que esta leyenda entre definitivamente en la literatura. En 1609, daba a la imprenta La Jerusalén conquistada, en cuyo canto XIX recogía la historia de la famosa judía en 386 versos[11]. En esta versión hay también nuevos elementos que vienen a aderezar la leyenda, como el hecho de que el rey Alfonso VIII aparezca como cruzado en la conquista de los Santos Lugares, dato que se repetirá también en Las paces de los Reyes y judía de Toledo de Lope y en García de la Huerta. Igualmente, se encuentra en este poema la aparición del ángel que anuncia al Rey el castigo que le espera: la privación de descendencia de varón que pueda heredarle.

En 1617, sale a la luz Las paces de los Reyes y judía de Toledo en la Séptima parte de las comedias de Lope, la primera versión dramática de la famosa leyenda, probablemente escrita entre 1610 y 1612.

El tema de la judía de Toledo se va repitiendo. De 1643 data la edición de La Raquel hecha por Luís de Ulloa y Pereira. Pero parece ser que esta fecha se podría adelantar, según varios autores, hacia 1637, y otros sobre 1634. En 1635 sale La desgraciada Raquel de Mira de Amescua. En 1667, se imprimía por primera vez la obra titulada La judía de Toledo a nombre de Juan Bautista Diamante.

Por último, la que comentamos, La Raquel de García de la Huerta, que constituye la versión más acabada y conocida de la leyenda, la cual seguirá utilizándose como argumento literario durante el siglo XIX y XX.

Centrándonos ya en la Raquel de Huerta, el crítico René Andioc[12] considera la tragedia como una obra fuertemente politizada, en la que se reflejan las tensiones sociales que desembocaron en el motín. Asimismo, nos dice que hay una condena del absolutismo, encabezada por el verdadero héroe de la obra que es Hernán García, vasallo auténticamente leal y justo que se enfrenta a Garcerán Manrique en el que la aceptación del poder es incondicional. Hernán García es partidario de un régimen aristocrático y antiabsolutista, que será el que triunfe a la postre.

Raquel fue estrenada en Madrid en diciembre de 1778, aunque se representó por primera vez en Orán el 22 de enero de 1772. Ahora bien, el autor anónimo de un proyecto de reforma teatral dirigido al corregidor Antonio de Armona unos años después del estreno de la tragedia en Madrid, afirma que

 

“la Raquel de nuestro García de la Huerta, cuio mérito hará en nuestra península eterna su memoria, sabemos de su boca que le mereció seis años de incesante desvelo…”[13]

 

Si estas palabras constituyen un testimonio fidedigno, la tragedia empezó a redactarse en 1766, año del motín. Sea lo que fuere, la posible aunque incierta anterioridad de Raquel con relación al motín, no impide observar la correspondencia casi total que ofrecen las ideas políticas expresadas por los ricoshombres de Toledo, con las que profesan las proclamas de Madrid durante los disturbios de marzo del 66. Además, el propio García de la Huerta fue traicionado por el duque de Alba, que había recibido[14] su protección anteriormente, al entregar al conde de Aranda unas correspondencias que Huerta le había enviado desde París el 28 de julio de 1766, en donde se aludía a que el motivo de su huida a tierras francesas respondía a su vinculación directa con los amotinados y de haber escrito una tragedia sediciosa.

En la Raquel, las ideas expuestas por García de la Huerta, poco amigo del absolutismo borbónico, se enfrentan, pues, a los intereses del conde de Aranda y el grupo ilustrado. Raquel representa un grupo social que se ha apoderado ilegalmente del mando: “intruso poder” lo llama el ricohombre en la jornada primera[15], o, refiriéndose a la hebrea, “privanza”[16]. La misma Raquel, en un momento de desesperación y arrepentimiento, exclama:

 

“Tomen ejemplo en mí los ambiciosos,

y en mis temores el sobervio advierta

que quien se eleva sobre su fortuna

por su desdicha y por su mal se eleva”[17]

 

Estos versos ponen de manifiesto la incompatibilidad entre el humilde origen y la elevación a un puesto de gobierno. Además, el clima que predominó, en la época de Carlos III, fue un sentimiento xenófobo, explotado por el pensamiento de que los males económicos, la ruina de la institución monárquica, la suplantación del poder real y todo tipo de desgracia, son consecuencia de la existencia de un gobierno regido por extranjeros. No se acusa al rey, sino al advenedizo foráneo Leopoldo de Gregorio, marqués de Squillace. En Raquel, el autor presenta una monarquía arruinada y sin prestigio en donde el poder real ha sido traspasado a una advenediza que no sólo es judía, sino que, además, actúa despóticamente. Esto permitía la utilización demagógica de la xenofobia, es decir, la oposición vasallo oprimido - extranjero colmado de favores, se encuentra en el personaje de Raquel en la tragedia de Huerta.

Uno de los textos más difundidos durante el motín de Esquilache es la siguiente décima:

 

      Yo, el gran Leopoldo primero

marqués de Esquilache augusto,

a España rijo a mi gusto

y a su rey Carlos tercero.

Entre todos me prefiero,

ni lo consulto ni lo informo,

al que obra bien lo reformo,

a los pueblos aniquilo,

y el buen Carlos, mi pupilo,

dice a todo: me conformo.

 

Esta sátira refleja la visión de la “opinión pública” sobre la dejación del poder por parte del rey en manos de Esquilache. Se insiste en que éste último ejerce un dominio absoluto sobre el monarca, lo cual permite que la figura real quede absuelta de cualquier crítica directa. La semejanza de esta situación histórica con lo sucedido en la tragedia es fácil de establecer. Recordemos que Raquel, una advenediza judía, llega a ocupar el trono a instancias del propio Alfonso VIII. Veámoslo en el siguiente fragmento:

 

      Yo soy Raquel; Raquel, la que no ha mucho

 insultasteis soberbios y atrevidos.

Raquel soy, ¿qué dudáis?, a quien Alfonso

substituye en un mando, a quien él mismo

en su solio Real ha colocado,

con quien ya sus vasallos más leales

tributan los obsequios más rendidos,

soy quien traidores castigar pretende;

quien del rigor esgrimirá los filos

en cuellos alevosos; quien alfombras

hará a sus pies de espíritus altivos

y será con asombros y rigores,

de audacias escarmiento y exterminio[18]

 

Durante los sucesos de 1766, existió una contraseña invariable que bajo diversas formas contraponía lo español a lo extranjero, al rey a Esquilache, el  buen gobierno de los españoles al malo de los italianos. Esto ocurre también en la Raquel, vemos como al comienzo se contrapone el pasado casi mítico de Alfonso VIII con la caótica situación que refleja la tragedia al llegar Raquel. Cuando los nobles-españoles y el rey se sentían unidos en el gobierno todo era esplendor, pero cuando el monarca abandona su poder en manos de una judía extranjera, dejando a los nobles, el reino se convierte en un caos total. Así lo vemos en la obra:

 

     Toda júbilo es hoy la gran Toledo:

el popular aplauso y alegría

unidos al magnífico aparato

las victorias de Alfonso solemnizan.

Hoy se cumplen diez años que triunfante

le vio volver el Tajo a sus orillas,

después de haber las del Jordán bañado

con la Persiana sangre y con la Egipcia,

segundo Godofredo, cuya espada

de celestial impulso dirigida,

al cuello amenazó del Saladino,

tirano pertinaz de Palestina,

cuando el poder, y esfuerzo Castellano

cobró en Jerusalén la joya rica

del Sepulcro de Cristo, con desdoro

del Francés Lusiñán antes perdida;

y hoy también hace siete, que postrado

el orgullo feroz de la Morisma,

le aclamaron las Navas de Tolosa

por sus proezas Marte de Castilla,

y ofreciendo los bárbaros pendones

por tapetes del Templo de María,

perpetuó de la hazaña la memoria

con la celebridad hoy repetida.

En confuso tropel el Pueblo corre

por volver a su Monarca, que este día

dejándose gozar de sus Vasallos,

hacer mayor la fiesta determina[19].

 

Por otra parte, las reivindicaciones de los rebeldes de la tragedia concuerdan con las de los amotinados del 66. Las causas económicas de la sublevación popular: escasez de las cosechas, alza del precio del pan y de varios productos de primera necesidad, y el peso financiero de las innovaciones urbanísticas de Madrid recayeron sobre el público de la villa. Pero Huerta no alude a las reivindicaciones de los castellanos en la tragedia, sí del pueblo toledano según se infiere por los versos que declaman al empezar la jornada 3ª:

 

“… y pues se advierte tanta indiferencia

en los nobles, la hazaña que a otros toca

de la abatida plebe empresa sea”[20]

 

 

Otro aspecto importante, que ocurrió en la monarquía española en tiempos del motín, fue la quiebra de la alianza entre la monarquía y la nobleza a favor de un advenedizo. Ésta parece ser la tesis que defienden algunos críticos como causa de la sublevación popular, los amotinados madrileños, hábilmente manipulados por determinados sectores de la nobleza y el clero, pusieron de manifiesto este peligro para el rey. En la Raquel las voces amenazantes que vienen desde fuera, la presencia acechante del pueblo alrededor del Alcázar de Toledo, es un aviso para recalcar la necesidad de respetar una alianza que, en el plano histórico, se había quebrado al buscar Carlos III sus gobernantes entre sectores no necesariamente vinculados a los nobles españoles, como era el caso de Esquilache. Una de las consignas más repetidas por los amotinados era “Viva el rey, muera Esquilache”, en Raquel es: “¡Muera Raquel, para que Alfonso viva!”. Aguilar Piñal[21], ve la tragedia como “una apología de la aristocracia y una implícita condena de la clase burguesa que estaba suplantando aquélla en el ejercicio del poder”. Aquí pudo estar el motivo de la buena acogida de la obra por parte de la nobleza, hasta el punto de que se representara privadamente en algunos salones aristocráticos de la corte.

Otra similitud la encontramos en el momento de la sublevación: los Castellanos de la tragedia se sublevan mientras Alfonso está entregado al “placer de la caza”[22], al igual que Carlos III, ocupado el día del motín en la misma diversión en la Casa de Campo.

En la Raquel todos los personajes están caracterizados ideológicamente en correspondencia con los primeros años del reinado de Carlos III. El triunfo de Hernán García de Castro en la última jornada, subraya la ejemplaridad de la doctrina que se defiende en la tragedia. Alfonso renuncia a vengarse, y el perdón que concede a sus vasallos, equivale a una aprobación implícita del homicidio que acaban de cometer[23]. No sólo reconoce la lealtad de Hernán García, sino que la misma Raquel, antes de expirar confiesa: “Sólo Hernando es leal”[24].

El desenlace de Raquel es el triunfo de la monarquía tal y como lo concibe Hernán García (= el mismo autor): una concepción de tipo aristocrático y antiabsolutista.

Es evidente, pues, que con lo apuntado se comprende que la obra de Vicente García de la Huerta responde al mismo ambiente histórico que el motín de 1766. El autor planteó en su tragedia temas como el de la relación nobleza-monarquía y la responsabilidad del poder.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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VEGA, Lope de: Jerusalén conquistada, ed. Joaquín de Entrambasaguas, 3 vols., Madrid: CSIC, 1951-54.

 

 



[1] Datos extraídos de LÓPEZ GARCÍA, J. M. (dir.): El impacto de la corte en Castilla. Madrid y su territorio en la época moderna, EUROCIT/Siglo XXI, Madrid, 1998, pp. 436-439.

[2]LÓPEZ GARCÍA, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Alianza Editorial, 2006, pp. 69-79. El autor desarrolla ampliamente la causa de la pobreza como consecuencia del levantamiento popular, establece la década de 1730 como inicio de la crisis, no sólo alimenticia, sino que, por extensión de esto, desembocó en enfermedades, homicidios, robos…, que de manera laberíntica conllevaría a los levantamientos que analizamos.

[3]Debido a la gran cantidad de fuentes que se pueden consultar para resumir la llegada al trono de Carlos III, me he basado fundamentalmente en los siguientes estudios para realizar estas anotaciones: AGUILAR PIÑAL, F: La España del absolutismo ilustrado, Madrid, Espasa Calpe, 2005, pp. 36- 61; LYNCH, J.: Historia de España, Siglo XVIII, Barcelona, Crítica, 1987, pp. 223-235 y LÓPEZ GARCÍA, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVIII, op. cit, pp. 85-95.

 

[4]No me detendré en resumir su biografía por considerarlo que se alejaría de mi objetivo de estudio, pero una reconstrucción detallada de sus orígenes y biografía se puede encontrar en ANDRÉS-GALLEGO, J.: El motín de Esquilache, América y Europa, Fundación MAPFRE Tavera /CSIC, Madrid, 2003, pp. 295-303 y 665-678.

[5]LÓPEZ GARCÍA, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVIII, op. cit, p. 86.

 

[6]En este fragmento se aprecia muy bien como el pueblo se subleva contra el gobierno al ver que los precios de los alimentos habían subido considerablemente. El mismo está tomado de LYNCH, J., op. cit., p. 235.

[7]Para más información se puede consultar LYNCH, J., op.cit., pp. 235-241, y LÓPEZ GARCÍA, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVIII, op.cit., pp. 86- 95.

 

[8] GAYANGOS, P., Castigos e documentos del rey don Sancho, en Escritores en prosa anteriores al siglo XV, Madrid, BAE, Tomo 51, 1860, pp. 79-228.

[9] Primera Crónica General de España, tomo II, ed. Ramón Menéndez Pidal, con un estudio actualizador de Diego Catalán, Madrid, Seminario Menéndez Pidal, Gredos, 1977, p.685.

[10] Estos datos los he recogido de Felipe B. PEDRAZA JIMÉNEZ, “la judía de Toledo: génesis y cristianización de un mito literario”, en Marañón en Toledo (sobre “Elogio y nostalgia de Toledo”), Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 1999, pp. 19-37.

 

[11]Lope de VEGA, Jerusalén conquistada, ed. Joaquín de Entrambasaguas, 3 vols., Madrid CSIC, 1951-54.

 

[12]ANDIOC, R.: “La Raquel de García de la Huerta y el antiabsolutismo”, en Historia y crítica de la Literatura Española, coord. por Francisco Rico, Vol. 4, Tomo I, (Ilustración y Romanticismo), coord. por José Miguel Caso Martínez, Barcelona, Crítica, 1983, pp. 288-294.

[13] Lo cito de la edición hecha para Castalia por René ANDIOC de la Raquel, p. 20.

 

[14]Cfr. RÍOS CARRATALÁ, J. A.: “Nuevos datos sobre el proceso de V. García de la Huerta”, en Anales de Literatura Española, 3, 1984, pp. 413-427.

[15] Todas las alusiones que a partir de ahora expongo, que se refieren a la Raquel, son extraídas de García de la Huerta, V.: Raquel, ed. de René ANDIOC, Madrid, Clásicos Castalia, 2001. Las mismas estarán señaladas con los datos identificados como Jorn. o jornada correspondiente y V. o versos donde se encuentran según la edición utilizada. Asimismo, los textos están transcritos siguiendo los criterios de edición que utiliza René Andioc para su edición de Castalia.

[16] Jorn. 1ª, v. 125.

[17] Jorn. 3ª, v. 298-301.

[18] Jorn. 2ª, v. 722-735.

 

[19] Jorn. 1ª, v. 1-34.

 

[20] V. 30-32. Asimismo, al oír los clamores de los Castellanos en la Jorn 3ª (v. 376-377), comenta Manrique: “Voces del pueblo son alborotado”.

[21] AGUILAR PIÑAL, F.: “Las primeras representaciones de la Raquel de García de la Huerta”, en Revista de Literatura, XXXI, 1967, pp. 133-135.

[22] Jorn. 3ª, v. 278.

 

[23]Recordemos que Raquel es asesinada pagando así su ascenso por encima de lo que le correspondía, en el plano histórico Esquilache fue desterrado a Nápoles, aunque unos años después se le rehabilitó. En 1772 fue nombrado embajador en Venecia, cargo que ocupó hasta su muerte en esa ciudad, en 1785.

[24] Jorn. 3ª, v. 698.