|
Correo interior, de Dionisia García,
por José María Jiménez Cano
Correo interior, de
Dionisia García. Editorial Renacimiento. Sevilla. 2009. 174 páginas.
![]() |
He tenido la fortuna de conocer el nuevo libro de Dionisia García cuando
todavía no venía abrigado por la acuarela de Pedro Serna que le sirve de
portada, enfundado por el prólogo-aguafuerte de Soren Peñalver, coronado con la
cita-propuesta de poética de Natalia Ginzbug, atado con el agradecimiento a
Arántzazu Berasategui y etiquetado en el colofón con el día 1 de octubre de
2009. Hace tiempo que
La dedicatoria, sin embargo, estaba ya clara en el manuscrito, prueba
de la fuerza del sentimiento que la liga a sus destinatarios, al igual que esa
carta-aviso al lector en botella de náufrago, testimonio inequívoco de que la
teleología de la obra, su intención más recóndita, estaba concebida desde hacía
mucho tiempo. El tiempo precisamente dirá si la ‘intentio auctoris’ se
terminará correspondiendo con la ‘intentio lectoris’ y si los privilegiados protagonistas,
directos o indirectos, sabrán reconocerse en las direcciones que figuran en
este juego de correos, cuya remitente ha tardado tantos años en depositar en el
buzón de la editorial Renacimiento. En cualquier caso, mientras esta obra siga
viendo la luz de la imprenta, estará por producirse el milagro de que cada
lector se reconozca en los espejos de las semejanzas entre la vida narrada y la
propia vida recordada.
El pasado es un territorio desconocido en el que muchas veces “los
recuerdos desearan quedarse en lo escondido”, como nos dice la autora en esa
alocución inicial a los lectores. Cada uno de nosotros es el artífice de los
mapas que delimitan los territorios de la geografía de su memoria. Mapas
ordenados o laberínticos. Mapas originales o heredados. Mapas reales o soñados.
En este atlas de infancia y juventud, la autora nos da diferentes escalas para
la interpretación. Desde la que, según los cánones, es una autobiografía
novelada (pág. 17), hasta la más íntima del recuerdo, de los recuerdos, de una
mirada (pág. 174). Una mirada sobre el trasvase del aceite, sobre las lilas
caídas en la ventana, sobre el ritual de los fumadores, sobre el pañuelo
abombado agitado en el agua congelada, sobre los hombres que pisaban uvas y
setenta veces siete miradas más. El mapa nos sitúa a veces con precisión de
agrimensor la cama-cuna y el patio de la nueva casa, el descubrimiento del
mundo mágico del cine, las primeras fotografías, los primeros libros.
![]() |
Cuando sucumbimos al encanto de esta escritura íntima, de este correo
interior, nos damos cuenta de que no estamos ante una catedral ‘egótica’ que
nos pretende castigar con un perfil o, peor aun, nos abruma con un currículum, sino con las acuarelas –como
la de Pedro Serna- del alma de una niña, Alejandra, que quisiera atesorar con el
dibujo de las palabras la vida de la personas amadas, de los paisajes rotundos
de Alendero (resonancias de ‘allende’, ‘alondra’, ‘sendero’), ese pueblo de la
Mancha baja, que pesa con gravedad noventaiochista, pero sin la amargura de El Sur de Víctor Erice. Aquí no hay
opiniones, ni axiomas. No hay ánimo de crónica ni, muchos menos, de remoto
diario. No obstante, sí se nos regalan a menudo brillantes aforismos escondidos
como esmeraldas en la más prosaica realidad: “Lo cotidiano se hace vil, frase
robada a los antiguos”. Estas piedras preciosas no se extraen de oscuras y
siniestras galerías –de ‘un armario lleno de sombra’ como Antonio Gamoneda ha
titulado sus recientes memorias de infancia-, sino en una arqueología de la
memoria a cielo abierto, en la que ‘more proustiana’ se evocan las primeras impresiones
de luz, color y las primigenias sensaciones de olor y sabor. En contadas
ocasiones se asoma a la labor enunciativa la figura del narrador y, cuando lo
hace, se reviste del plural de modestia. Más raros son todavía los recuentos
moralizantes. Los recuerdos quedan abiertos, sin desenlaces. Las dudas de
Alejandra quedan sin resolver. Muchas de sus preguntas quedan sin respuesta:
“¿Nacemos como los cerdos?”. Muchos de sus miedos quedan sin curar. Todo se
resuelve en el silencio: “Alejandra se encerró en el silencio” (pág. 61);
“Alejandra se sumió en el habitual
silencio” (pág. 72). Son escenas improvisadas del teatro de la vida y, sobre
todo, de la omnipresencia de la muerte, a las que la autora llega a etiquetar
como “cuadros solanescos”. En estos cuadros, el retrato de Alejandra queda
dibujado en juego de perspectivas –como le gustaba señalar a Don Mariano
Baquero-, en las miradas de los otros, en sus tímidas y, a veces, acomplejadas
reacciones. En estas páginas, no hay fiscal ni inquisidor que quiera hacer
cuentas con el propio pasado.
Me apremia la curiosidad de escuchar a Alejandra en la voz de Dionisia
García. Mil preguntas –algunas indiscretas- me asaltan después de haber tenido
la suerte de recibir –no sé si de entender- este correo interior. El título de
la segunda parte –“La guerra y después”- me hace albergar la esperanza de que
ese ‘después’ se convierta pronto en un ‘hic et nunc’ en el que una Alejandra
madura nos vuelva a regalar el correo de sus miradas por segunda vez, porque siempre
he creído en eso de que el cartero siempre llama dos veces. Muchas gracias[1].
[1] Texto leído en el Hemiciclo de
|