REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Correo interior, de Dionisia García,

por José María Jiménez Cano

 

 

Correo interior, de Dionisia García. Editorial Renacimiento. Sevilla. 2009. 174 páginas.

 

He tenido la fortuna de conocer el nuevo libro de Dionisia García cuando todavía no venía abrigado por la acuarela de Pedro Serna que le sirve de portada, enfundado por el prólogo-aguafuerte de Soren Peñalver, coronado con la cita-propuesta de poética de Natalia Ginzbug, atado con el agradecimiento a Arántzazu Berasategui y etiquetado en el colofón con el día 1 de octubre de 2009. Hace tiempo que la Crítica textual les dio a estos textos satélites la importancia que se merecen. Las pinceladas de Pedro Serna están hechas desde un maravilloso Cerro de las Estrellas donde “los vencejos rasgaban al atardecer el cielo protector de Alendero”. Las palabras de Soren Peñalver son hermenéutica del discurso autobiográfico y anticipo allanador de los pasos del lector. En rápida percursio nos adelanta el elenco de protagonistas y de situaciones dramáticas. De sus palabras me aprovecho: “Dimas el vendedor de harina, el beso dado a la madre muerta, el fuego prendido a la falda de la abuela, las cartas manuscritas del soldado muerto en Cuba, los despojos de la rosa del azafrán, la muchacha enamorada ahogada en la tinaja del aceite; el padre, Herminia, abuela Teresa, prima Genoveva, Sebastián, doña Sofía Delgado, tío Juan, tía Jerónima y sus hogazas de pan; los cuentos de la criada Aquilina, aquellas palabras que no están en los diccionarios; Rosa e Indalencio, Ángela Amores, Dolores Estepa; Demetrio Tejedor tocando al piano El Vals de las Olas; Cristina Aguado y Roberto Flores, tía Emilia, Trinidad y su misterio, Hugo Núñez y sus pájaros; Tebas el resucitado; el teniente Franco di Mauro y su asistente Juan Zurita; la tartana y la vieja yegua «Estrella», conducida por Horacio; «el pimienta»; la lectura de Corazón de D´Amicis, el descubrimiento de Bécquer, el internado y sus compañeras, la hermana Oñoro; los hermanos pequeños, Juan Antonio y Sara; Rufina la bordadora, las gachas de Crescencio; el azafranal de Darío y el triste fin de la jovencísima recolectora de azafrán, Salomé; Felipe Sarabia, milagroso domador de metales; tantos otros …Y Alendero, el pueblo de nuestra historia.” Las palabras de Natalia Ginzburg son, en mi opinión, el mejor reflejo de las inquietudes profundas de la Poética de Dionisia García: “sobre el valor de lo que puedo escribir no sé nada”.

 

 

La dedicatoria, sin embargo, estaba ya clara en el manuscrito, prueba de la fuerza del sentimiento que la liga a sus destinatarios, al igual que esa carta-aviso al lector en botella de náufrago, testimonio inequívoco de que la teleología de la obra, su intención más recóndita, estaba concebida desde hacía mucho tiempo. El tiempo precisamente dirá si la ‘intentio auctoris’ se terminará correspondiendo con la ‘intentio lectoris’ y si los privilegiados protagonistas, directos o indirectos, sabrán reconocerse en las direcciones que figuran en este juego de correos, cuya remitente ha tardado tantos años en depositar en el buzón de la editorial Renacimiento. En cualquier caso, mientras esta obra siga viendo la luz de la imprenta, estará por producirse el milagro de que cada lector se reconozca en los espejos de las semejanzas entre la vida narrada y la propia vida recordada.

El pasado es un territorio desconocido en el que muchas veces “los recuerdos desearan quedarse en lo escondido”, como nos dice la autora en esa alocución inicial a los lectores. Cada uno de nosotros es el artífice de los mapas que delimitan los territorios de la geografía de su memoria. Mapas ordenados o laberínticos. Mapas originales o heredados. Mapas reales o soñados. En este atlas de infancia y juventud, la autora nos da diferentes escalas para la interpretación. Desde la que, según los cánones, es una autobiografía novelada (pág. 17), hasta la más íntima del recuerdo, de los recuerdos, de una mirada (pág. 174). Una mirada sobre el trasvase del aceite, sobre las lilas caídas en la ventana, sobre el ritual de los fumadores, sobre el pañuelo abombado agitado en el agua congelada, sobre los hombres que pisaban uvas y setenta veces siete miradas más. El mapa nos sitúa a veces con precisión de agrimensor la cama-cuna y el patio de la nueva casa, el descubrimiento del mundo mágico del cine, las primeras fotografías, los primeros libros.

Cuando sucumbimos al encanto de esta escritura íntima, de este correo interior, nos damos cuenta de que no estamos ante una catedral ‘egótica’ que nos pretende castigar con un perfil o, peor aun, nos abruma con  un currículum, sino con las acuarelas –como la de Pedro Serna- del alma de una niña, Alejandra, que quisiera atesorar con el dibujo de las palabras la vida de la personas amadas, de los paisajes rotundos de Alendero (resonancias de ‘allende’, ‘alondra’, ‘sendero’), ese pueblo de la Mancha baja, que pesa con gravedad noventaiochista, pero sin la amargura de El Sur de Víctor Erice. Aquí no hay opiniones, ni axiomas. No hay ánimo de crónica ni, muchos menos, de remoto diario. No obstante, sí se nos regalan a menudo brillantes aforismos escondidos como esmeraldas en la más prosaica realidad: “Lo cotidiano se hace vil, frase robada a los antiguos”. Estas piedras preciosas no se extraen de oscuras y siniestras galerías –de ‘un armario lleno de sombra’ como Antonio Gamoneda ha titulado sus recientes memorias de infancia-, sino en una arqueología de la memoria a cielo abierto, en la que ‘more proustiana’ se evocan las primeras impresiones de luz, color y las primigenias sensaciones de olor y sabor. En contadas ocasiones se asoma a la labor enunciativa la figura del narrador y, cuando lo hace, se reviste del plural de modestia. Más raros son todavía los recuentos moralizantes. Los recuerdos quedan abiertos, sin desenlaces. Las dudas de Alejandra quedan sin resolver. Muchas de sus preguntas quedan sin respuesta: “¿Nacemos como los cerdos?”. Muchos de sus miedos quedan sin curar. Todo se resuelve en el silencio: “Alejandra se encerró en el silencio” (pág. 61); “Alejandra se sumió en el habitual silencio” (pág. 72). Son escenas improvisadas del teatro de la vida y, sobre todo, de la omnipresencia de la muerte, a las que la autora llega a etiquetar como “cuadros solanescos”. En estos cuadros, el retrato de Alejandra queda dibujado en juego de perspectivas –como le gustaba señalar a Don Mariano Baquero-, en las miradas de los otros, en sus tímidas y, a veces, acomplejadas reacciones. En estas páginas, no hay fiscal ni inquisidor que quiera hacer cuentas con el propio pasado.

Me apremia la curiosidad de escuchar a Alejandra en la voz de Dionisia García. Mil preguntas –algunas indiscretas- me asaltan después de haber tenido la suerte de recibir –no sé si de entender- este correo interior. El título de la segunda parte –“La guerra y después”- me hace albergar la esperanza de que ese ‘después’ se convierta pronto en un ‘hic et nunc’ en el que una Alejandra madura nos vuelva a regalar el correo de sus miradas por segunda vez, porque siempre he creído en eso de que el cartero siempre llama dos veces. Muchas gracias[1].

 



[1] Texto leído en el Hemiciclo de la Facultad de Letras el día 20 de octubre de 2009 con motivo de la inauguración del Taller de Creación Literaria de la Universidad de Murcia.