REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


METALITERATURA, INTERTEXTUALIDAD Y AMBIGÜEDAD NARRATIVA EN LA PÉRDIDA DEL REINO DE JOSÉ BIANCO

Carolina Suárez Hernán

(IE Universidad. Segovia)

 

 

Resumen

El artículo presenta una lectura de La pérdida del reino centrada en de las características principales de la obra de José Bianco tales como la ambigüedad, la oposición entre realidad y ficción y la profundidad psicológica en el tratamiento de los personajes. Así mismo, se analiza la compleja estructura narrativa de la obra, basada en una reflexión metaliteraria en la que el lector debe participar activamente para desentrañar todos los significados. Igualmente, se expone la ambigüedad de una autobiografía ficticia que es la recuperación de una vida, la búsqueda del secreto que anida en toda existencia; así como la recuperación del reino literario y un homenaje a la literatura.

Abstract

This paper is an interpretation of Jose Bianco’s La pérdida del Reino based on the analysis of several of its salient traits, such as its ambiguity, its portrayal of the opposition between reality and fiction and the psychological depth of its characters. Also, an analysis of the complex, multi-level narrative structure of La pérdida del Reino is presented, which structure constitutes a meta-literary reflection in which the reader is invited to take part in the unraveling of the novel’s multiple meanings. Lastly, this paper exposes the ambiguity of this masked, fictitious autobiography —the revisiting of a life, the search of the secret at the heart of an individual’s existence.

Palabras clave: Literatura argentina, Bianco, ambigüedad, La pérdida del reino, metaliteratura, autobiografía.

Key words: Argentinian Literature, ambiguity, meta-literature, autobiography.

 

 

 

 

          José Bianco comienza a escribir su única novela larga a principios de la década de 1950, pero abandona su redacción hasta 1970, momento en el que recupera las viejas notas de la historia y la termina. A pesar de la discontinuidad temporal que llama la atención en su obra, el autor afirma que entre sus relatos anteriores y La pérdida del reino no hay un cambio intelectual ni literario. De hecho, están presentes las líneas y temas característicos de su obra, esto es, el carácter autorreflexivo, la profunda ambigüedad, la oposición entre la realidad y la ficción, entre otros. Ahora bien, Bianco dice que pretendía escribir una novela tradicional y huir de las técnicas modernas, si bien se propone trazar una historia que sea y no sea lineal, empezar por el final y conseguir que el lector pudiera olvidarlo. La pérdida del reino presenta una diferencia fundamental con respecto a las obras anteriores, y es que la realidad se presenta sin fisuras, no se cuestiona como en Las ratas y Sombras suele vestir, sino que la ambigüedad y la indeterminación se consiguen por otras vías.

 

Entre mis dos libros anteriores y La pérdida del reino no hay un cambio espiritual, ni intelectual, ni literario. Pero la intención es diferente. En La pérdida del reino me propuse contar la vida de un hombre desde la adolescencia hasta la edad madura. [...] El protagonista es un mediocre, con la suficiente inteligencia para darse cuenta de su mediocridad. Hasta el momento de iniciarse la historia no ha publicado más que artículos literarios que no considera dignos de reunir en un volumen. Después, cediendo a las instancias de una mujer que ama, decide escribir una novela. Como no tiene imaginación, no encuentra otra cosa para poner en la novela que su propia vida [...] En la última parte, cuando se relatan las dificultades con que tropieza el héroe de la fábula para escribir su novela, se hace la historia de la misma novela que el lector ha venido leyendo desde la primera parte. Es algo así como la novela de la novela. Mi propósito era hacer una novela tradicional, rehuir de las técnicas modernas que admiro mucho, pero que no son, dicho sea de paso, demasiado difíciles. Empezar por el fin y tratar de que el lector lo olvidara. Que fuera y no fuera una novela lineal (Bianco, 1988, p. 366).

         

El autor, refiriéndose a Marcel Proust, comenta que de la enfermedad y el sufrimiento surgen las obras admirables. Bianco no vivió grandes sufrimientos ni enfermedades; de manera que convirtió esta felicidad en la fuente de su tristeza y escribió acerca de la imposibilidad de poder escribir (Mercado, 1986). Enrique Mercado comenta también que Bianco hizo literatura a pesar de sí mismo y contra su voluntad, prueba de ello es que él mismo no creía ser un escritor y así lo afirma en su entrevista con Danubio Torres Fierro: “En la actualidad, tampoco me considero un escritor. Soy incapaz de escribir rápidamente y decorosamente sobre un tema que más o menos conozco. Me sigue faltando oficio” ((Bianco, 1988, p. 399). Quizá el pudor intelectual o la conciencia de los límites propios le impidieron forjar una obra literaria más extensa; además, prefirió dedicar mucho más tiempo a leer a sus autores preferidos y a su obra invisible, esto es, su labor en la revista Sur, la traducción y la crítica literaria a la que se dedicó profusamente. Gustave Flaubert dijo que Madame Bovary era él mismo; no sabemos si Bianco hubiera dicho lo mismo sobre su personaje, Rufino Velázquez, pero creemos que sí puso algunos elementos de sí mismo y, desde luego, muchas reflexiones y sentimientos propios en sus palabras.

 

          La pérdida del reino, como Sombras suele vestir, está introducida por un epígrafe que funciona como paratexto: “Y el pesar de no ser lo que hubiera sido, / la pérdida del reino que estaba para mí.” Los versos están extraídos del “Nocturno” de Rubén Darío y colocan en la primera página de la narración el tema fundamental; es decir, la pérdida del reino de la literatura por parte de Rufino Velázquez. Éste, a pesar de ser consciente de su mediocridad o de sus límites, parece a sus propios ojos y a los de todos los que le rodean destinado a forjar una obra literaria. La novela de Bianco es una crónica del fracaso de un escritor así como la historia de una novela que no pudo ser escrita; Rufino pretende escribir una novela, empujado por la mujer a la que ama, pero su falta de imaginación le lleva a relatar su propia vida a pesar de que sabe que ésta no se caracteriza por grandes hechos, sino más bien por pequeñas circunstancias, anhelos y deseos en su mayor parte frustrados.

 

En otro orden de cosas, La pérdida del reino es un retrato de la clase alta argentina del período de entreguerras; la narración de la vida de Rufo comienza de la Argentina de los años veinte y termina en el París de posguerra. La exactitud en las descripciones de lugares y la riqueza de detalles sobre personajes que recuerdan a miembros reales de la sociedad argentina han llevado a los críticos a afirmar que se trata de una novela en la que pueden establecerse paralelismos con la realidad; una historia en la que hay claves que podrían llevar al lector a descubrir a los verdaderos protagonistas de los hechos. Por otro lado, la obra ha sido interpretada como un reflejo de las consecuencias del abismo creado entre la clase dirigente y el resto de la sociedad argentina. Si Las ratas presentaba una familia burguesa como un agregado de personas entre las cuales la comunicación y el verdadero afecto están ausentes y, con ella, a la sociedad burguesa con toda su hipocresía, la autobiografía ficticia de Rufino Velázquez presenta la jerarquía social descarnadamente. Bianco muestra una interpretación de la historia de Argentina desde la libertad que aporta la autonomía de la ficción.

 

          Los conflictos y obsesiones que muestra la obra de Bianco se trasladan siempre al plano de la forma; los personajes se mueven en un ámbito de sustituciones y desencuentros que se reflejan en las técnicas narrativas adoptadas. En Sombras suele vestir, un narrador cuya omnisciencia es imperfecta adopta distintos puntos de vista; en Las ratas el narrador homodiegético despista y engaña a los lectores, además de plantear en su monólogo los conflictos no resueltos de su personalidad; en La pérdida del reino también encontramos el reflejo del conflicto temático en el aspecto formal. La historia narrada trasciende la realidad puesto que se trata de la búsqueda de la justificación de una vida, la de Rufino Velázquez; pero adquiere las dimensiones de una reflexión acerca del misterio sin fondo de toda vida y una narración épica del fracaso y el desaliento. El conflicto entre la realidad, el deseo y la ficción está reflejado en el nivel formal en los distintos planos de lectura y en la reflexión sobre el punto de vista y la creación del personaje central. Así, las interpretaciones contradictorias del enigma se relacionan con las convenciones de la autobiografía y la novela. Rufino Velázquez narra su propia vida, pero define su relato como una obra ficticia; este punto de partida sirve a Bianco para expresar sus dudas sobre los límites de la vida y la imaginación. La ambigüedad de la historia del protagonista y su carácter real o imaginado se reflejan también en la complicada formación de la misma novela transcrita por el narrador y la que el lector tiene en las manos. Así mismo, las alusiones a la vida del autor que aparecen en la obra instan al lector a interpretar esta novela como una autobiografía en clave del propio Bianco (Prieto Taboada, 1992, p. 129).

 

          Así mismo, Bianco se sirve en esta novela de un recurso literario de larga tradición, la transcripción de los textos escritos por otro. El planteamiento de la novela entraña gran complejidad, que es una constante en la obra de nuestro autor; la voz narrativa como complicación estructural junto a la fusión de identidades y a los desplazamientos y sustituciones conforman las líneas maestras de las narraciones de Bianco. El relato de la historia contenida en La pérdida del reino comienza con el desenlace y el proyecto de escritura de la novela, de manera que el lector encuentra la historia de la vida de Rufo y la narración de la gestación de una novela. La obra presenta varios niveles que aportan una profundidad estructural que tiene su correlato en los aspectos psicológicos. El primer nivel corresponde a la novela que el lector tiene en la mano, La pérdida del reino; el segundo nivel es el del marco narrativo con el asesor literario anónimo como figura fundamental; el tercer nivel es la historia de la vida de Rufino narrada por el transcriptor, que toma los papeles de Rufino como punto de partida; por último, el cuarto nivel corresponde a los momentos en los que el protagonista escribe su novela bajo la influencia de la mujer de la que está enamorado (Aponte, 1977/78). La estructura tradicional del procedimiento novelesco de la transcripción se difumina en La pérdida del reino puesto que no es utilizada para oscurecer la figura del autor y, además, se produce una ambigüedad de identidades porque no podemos separar la contribución literaria de Rufo de la del narrador-transcriptor.

 

“Hay hombres favorecidos por los sueños.” Estas son las primeras palabras del narrador de la introducción, que habla en primera persona, y se refiere a un sueño que ha tenido en el que aparece el rostro de Rufino Velázquez. Han pasado ocho años desde que se conocieron y recuerda que, recientemente, una amiga común, Luisa Doncel, le había hablado de Velázquez. El sueño es un preludio de la posterior identificación entre el narrador y el personaje, y el encuentro años atrás de ambos hombres es también antesala del fracaso literario de Rufino. Éste visitó al asesor literario para publicar un volumen de artículos, proyecto que después abandonó por considerarse poco capacitado para la crítica literaria.

 

El narrador colabora con Luisa Doncel en la redacción de una biografía y esta relación propicia el reencuentro del asesor literario y Rufino Velázquez. Néstor Sagasta y Rufo aparecen en una conversación; Luisa habla del talento de Velázquez, facultad que, en su opinión, ha sido malgastada. Luisa creía que Velázquez tendría un porvenir de escritor, pero a pesar de la lucidez y la inteligencia que le caracterizaban había fracasado en la empresa de construir una obra literaria. Se habla del talento aplicado a la actividad literaria, cuestión fundamental a lo largo de la novela; el talento y la inteligencia no bastan para poder escribir, pero escribir los libros que se llevan dentro es la única manera de vivir. Dice el narrador:

 

En realidad, la obra es el único índice del talento. Si esa obra no existe, o no es válida, ¿puede hablarse lícitamente de talento? En todo caso, de dotes. ¿Y por qué algunas personas, al parecer más dotadas que otras, no llevaban a cabo esa obra por la cual se reconoce el talento? ¿No serían bastante perseverantes? ¿No serían capaces de sobrellevar el cansancio de sentarse a trabajar todos los días y bostezar ante una página que juzgan inferior a sí mismas? ¿No sería una desventaja ser demasiado lúcido? [...] Quizá para realizar una obra válida, después de concebirla, se requiera cierta dosis de ingenuidad, de ceguera, si no de estupidez (Bianco, 1990, p.29).

 

          El sentido crítico es lo único que puede hacer que el escritor desista de escribirlo todo y se resigne a ofrecer obras imperfectas pero humanas y sinceras. Isabel Urdániz, en Las ratas, expone la misma idea; a saber, el artista que intenta expresarlo todo acaba por omitir lo fundamental y perderse por no tomar partido. La reflexión sobre la creación literaria continúa cuando Rufino Velázquez acude a casa de Luisa Doncel, donde intercambian opiniones que amplían las expuestas anteriormente. Rufino afirma que no preparó aquel libro de ensayos porque le parecía que su presencia no estaba en aquellas páginas y, por ello, no tenían vida. Además, en opinión de nuestro personaje, el escritor debe “ser atrevido, pero que el lector no lo advierta. Ganarse poco a poco su confianza, persuadirlo. Hacerse amigo del lector” (Bianco, 1990, p. 34). Las reflexiones de Rufino podrían ser del propio José Bianco, quien expresa algunas de sus convicciones poéticas a través de él.

 

Quiero decir que el autor debe decir cosas que le parezcan inteligentes, originales, diferentes, o seguir incluso una técnica difícil, pero sin abrumar al lector, sin que el libro le caiga encima como si fuera un ladrillo en la cabeza. El autor debe ir cautelosamente; tratar al lector como un amigo al que se quiere agradar ante todo. También se trata de sorprenderlo, de frustrar sus previsiones, pero esto debe hacerse siempre en términos de amistad entre el autor y el lector, no como esos autores que ejercen el terrorismo y que hacen que el lector casi no entienda lo que está leyendo. Si el lector sigue leyendo sus obras los hace por superstición, porque alguien ha dicho que son autores muy inteligentes y que se dirigen a un público inteligente, de modo que el lector quiere a toda costa formar parte de ese público (Prieto Taboada, 1988, p.85).

 

La conversación deriva hacia la crítica literaria, actividad que comparten el autor, José Bianco, el narrador anónimo y también Rufino Velázquez. Éste último opina que el crítico debe ampliar las ideas ajenas mediante la lucidez, que puede evitar la adhesión incondicional, y la precisión mental de la cual él mismo cree carecer. “Yo me he resignado a mi condición de filodoxo. Comprendí que no había nacido para expresar ideas, o juicios basados en el conocimiento, sino meras opiniones, en el sentido más estricto, más platónico de la palabra. Entonces le dije adiós a la crítica” (Bianco, 1990, p. 36). Por ello, Rufino se propone escribir una novela que, según él, requiere menos inteligencia que la crítica, pero más imaginación. La novela pensada y soñada sería un puente entre la realidad y la imaginación, una ampliación de la realidad y de él mismo. El narrador afirma que es necesario dejar a un lado las teorías en favor de la sinceridad y la libertad creativa; en esta línea afirma: “En una novela lograda la realidad se halla siempre presente, hasta cuando el escritor prescinde de ella. Alguien ha dicho que la ausencia de toda descripción de un medio externo, es ya la descripción de un estado interno. Podemos afirmar que cuando el escritor no dice, o no atina a decirnos cómo son las cosas, las cosas nos están diciendo cómo es él” (Bianco, 1990, p. 37). Rufino manifiesta su conformidad y añade: “La realidad admite pasar a segundo plano para que conozcamos mejor a quien se dedica a trabajar con ella, y el escritor prescinde de ella para verla con los ojos del alma y rehuir las imágenes convencionales que pudieran desorientarlo” (Bianco, 1990, p. 37). Rufino quiere superar la realidad convencional y el mundo de las apariencias para alcanzar una interpretación más profunda.

 

          Cuando la salud de Rufino se deteriora de forma alarmante, le entrega al narrador un paquete que contiene los materiales del libro sobre su vida que había estado escribiendo para que él lo concluya con total libertad. Rufino no se resigna a dejar inacabada la novela que dará sentido a su vida, quiso justificar su existencia con la redacción de su biografía literaria y ahora debe aceptar que él no la podrá terminar. Confía en la literatura como único modo de alcanzar la verdad sobre su vida y su carácter; además considera que el narrador estará más capacitado para iluminar aquellas zonas en las que él mismo no había podido penetrar.

 

Agregó que no habría de costarme poco trabajo descubrir las omisiones, las ambigüedades, los fingimientos, las astucias, las distracciones inconscientes o deliberadas del héroe; yo debería iluminar aquellas regiones que éste había sumido en las tinieblas, o esfumado en la penumbra. Sí tendría que luchar con él, y no me sería fácil arrancarle la verdad. Pero Velázquez confiaba en mi perspicacia. Y confiaba en la literatura, en la literatura de imaginación. Mejor que ningún otro género, la literatura de imaginación nos permitía explorar un carácter. A la vez, lejos de empobrecer la vida, preservaba, más aún, acrecentaba su riqueza. Gracias a la literatura de imaginación podíamos, si no conocer, sospechar esa verdad cuyo fulgor mismo nos deslumbra y que preside de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas (Bianco, 1990, p. 46).

 

          En el último capítulo de esta introducción que sirve de marco a la novela, se produce la muerte de Rufino Velázquez. El narrador se identifica con Rufino, como preludio de la comunión entre ambos que se dará a lo largo de la novela: “Por unos segundos, en el corredor del sanatorio, me pareció morir de la muerte de Velázquez, a la vez que prorrogaba el inmediato desenlace de su vida” (Bianco, 1990, p. 53). Así mismo, ve durante la vigilia el rostro de Rufino y recuerda un sueño anterior en el que tiraba a la chimenea los papeles de la novela en proyecto. En ese momento se convence de que debe escribir el libro para no ser culpable de una segunda muerte de Rufino Velázquez.

 

En los relatos anteriores de Bianco, el enigma se concentraba en el lector, que era quien debía intentar adoptar alguna solución para las posibilidades que se presentaban en el texto; en La pérdida del reino es el narrador intermediario quien reflexiona y plantea las ambigüedades y las dudas acerca de los hechos. Los lectores asisten al proceso de formación del personaje y la creación de la novela; el narrador decide continuar la novela de Velázquez y se plantea numerosas dudas que refleja tanto en el marco como a lo largo de la novela cuando interrumpe la narración para dirigirse directamente a los lectores:

 

Al obedecer las indicaciones de sus originales, ¿no lo estaba desobedeciendo? ¿No debía yo conservar la suficiente libertad de espíritu que me permitiese interpretar todas las afirmaciones y negaciones, igualmente significativas, de aquel largo soliloquio? Claro está que esa misma libertad de espíritu me alejaba del hombre cuya intimidad me proponía conquistar. En cambio, si dejaba que sus fantasmas empezaran a rondarme y a gravitar sobre mi conciencia, acaso lograra identificarme poco a poco con él. Cuando ya nada se interpusiera entre nosotros, cuando su voz fuera mi voz y yo no distinguiera entre lo cierto y lo incierto, lo ficticio y lo real, tal vez alcanzara esa realidad literaria que, más que ver, nos permite entrever como en un relámpago la verdad de un ser humano sin disipar por completo su misterio. Entonces, aunque avanzara en el conocimiento dramático y aventurado de su alma, no ahuyentaría esas sombras bienhechoras gracias a las cuales el héroe de una novela es, simultáneamente, comprensible e impenetrable (Bianco, 1990, p. 58).

 

El narrador escoge identificarse con su personaje, afirma que ha tratado de olvidarse de sí mismo y que pretende pensar y sentir como él. Por otro lado, teme introducir en el personaje algunos rasgos de su propio carácter porque la libertad con la que afronta la redacción de la novela podría alejarlo de Rufino. El narrador pretende hacer justicia al personaje, contar la verdad. Aunque tiene sus dudas sobre el resultado, como su personaje, confía en la literatura, en la disolución entre lo ficticio y lo real para alcanzar la verdad sin disipar su misterio:

 

En las páginas siguientes quisiera no haber defraudado al pobre Velázquez. Me hubiera gustado salvar parcialmente su experiencia en este mundo, concederle de algún modo, después de muerto, un hálito de vida. Ya dije que he tratado de olvidarme de mí mismo, de pensar y sentir como él. […] He tratado de verlo tal cual era, de hacerle justicia. Sin embargo, al término de mi viaje, tengo la impresión de no saber a qué atenerme. Por momentos, me parece haber contribuido a su carácter muchos rasgos del mío. En todo caso, no he inventado los hechos materiales que refiero. Ésos constan en sus papeles, le pertenecen (Bianco, 1990, p. 59).

         

El narrador intenta articular la autobiografía dispersa en las cajas que Rufino le entrega, fragmentos de una vida de quien no pudo alcanzar su destino escritor. “Rufo, que nunca ha sido dueño de su vida, tampoco puede serlo de su muerte ni de su novela. Esta última tendrá que ser escrita por el lenguaje mismo, por la voz de la narración” (García Ponce, 1982, p. 209) Ahora, un intermediario, el narrador, asume un compromiso con él y quiere rescatar un hálito de su vida concluyendo su obra. El narrador-transcriptor es un hombre de letras, pero no un escritor, es asesor de la editorial Galaxia y crítico literario; cuando asume la narración de la vida de Rufino, también se hace cargo de su propio reino literario. Así lo explica Susana Zanetti:

 

¿Acaso el narrador asume ahora vicariamente también su destino y su destino de escritor? La trama de desdoblamientos, de los relatos anteriores se vuelve en La pérdida del reino el resorte mismo de su constitución y de su reflexión sobre la escritura de la ficción [...] “¿La libertad de narrar estará siempre sujeta a los juegos, al sutil forcejeo entre la experiencia y los sueños de otros, ya sean los de los personajes o los del lector? ¿De qué modo la escritura estará sujeta a la lectura, a la lectura de los papeles de Rufino Velázquez, a la lectura de las peripecias de Rufo? (Zanetti, 1986, p. 73)

 

          Los lectores no pueden dejar de preguntarse quién es el verdadero autor de la novela; Rufino es autor de la obra y creación de ella, narrador y personaje. La vida es la materia de la novela y la literatura ha creado una vida. La perspectiva refleja la ambigüedad que surge de este conflicto; los lectores no pueden saber si lo que leen es la verdadera historia de Rufino o la imagen que tiene el narrador sobre la vida de éste; así como tampoco sabemos si Rufino mintió en algún momento sobre algún aspecto de su vida.

 

          El marco introductorio narrado en primera persona le aporta verosimilitud a la novela; permite al lector conocer al personaje antes de leer la historia de su vida. Además, el transcriptor se sitúa al nivel de los lectores, porque en principio es lector de lo escrito por otra persona. Recibe fragmentos, párrafos y capítulos inconexos y tiene la tarea de completar y componer la obra final; el material que Rufino le entrega es una suerte de palimpsesto y la intertextualidad es un mecanismo aludido en la obra. Se produce una equivalencia entre el autor y el lector en la que este último siempre tiene la oportunidad de contribuir a la obra literaria recreando el texto. Hay comentarios que refuerzan la impresión de que el narrador pertenece al mundo de los lectores, se logra una intimidad y complicidad entre los personajes, el narrador y los lectores creando la impresión de que todos ellos conocen o pertenecen a los mismos círculos sociales (Aponte, 1977/78, p. 40-41).

 

          Luz Arrigoni, en su artículo sobre La pérdida del reino, distingue tres niveles en el texto, que se encuentran relacionados magistralmente. Uno, el de la historia de Rufo; otro, el de la enunciación, el discurso de la historia del proceso de la escritura; y un tercero, el de la metanovela, porque la obra de Bianco desarrolla una teoría sobre la narración que abarca todos los elementos necesarios. La poética del autor está contenida en el desarrollo de la obra y en las opiniones expresadas por determinados personajes. Se expresan algunas de las constantes de la obra literaria y crítica de Bianco; a saber, la novela es un género que engloba realidad e imaginación; la literatura es un mundo autónomo, la realidad artística parte del mundo real pero es una superación, la verdadera realidad está en la ficción; por último, se expresa la idea de que toda obra es una búsqueda de identidad, el verdadero yo del escritor está en su obra literaria (Arrigoni de Allamand, 1994). Rufino no podrá encontrarse a sí mismo porque sólo es posible conocerse escribiendo la obra que se lleva dentro; por ello, la pérdida del reino es definitiva para Rufo. Bianco considera que la comparación de su novela con la obra de Marcel Proust no es adecuada porque éste se propone la búsqueda y recuperación del tiempo perdido y La pérdida del reino emprende la búsqueda de una identidad.

 

          La novela transcrita, la vida de Rufino, está contada en tercera persona a lo largo de cuatro partes, todas divididas en capítulos, en los que se entrecruzan las opiniones de los personajes sobre cuestiones de teoría del arte y de la literatura. La primera parte cuenta la infancia de Rufino, su formación de adolescente, la educación con los jesuitas y el descubrimiento del sexo. Los padres de Rufo representan en su infancia y adolescencia la seguridad y el apoyo; pero esta aparente perfección familiar pronto se resquebraja cuando el padre es asesinado en un consultorio clandestino en el que recibía mujeres. Una experiencia fundamental en la formación de Rufo es su temprana admiración por un compañero del colegio, Néstor Sagasta, intermediario a través del cual intenta modelar su vida. La fascinación de Rufo por Néstor tiene su base inicial en sus diferencias físicas y de carácter; Néstor tiene una personalidad enigmática y poderosa que supone para Rufo una poderosa vitalidad y ambigüedad moral por la manera en que se distancia de quienes lo rodean para situarse por encima. La admiración de Rufino sugiere una temprana inclinación homosexual a partir de frases como “Rufino sólo tenía ojos para Sagasta”, “Rufino lo seguía como un esclavo”. Rufo, a lo largo de toda su vida, busca unirse con Néstor sin tomar conciencia del deseo de posesión que alberga su fascinación. Néstor es la persona más importante para Rufo, y todos sus actos y opiniones condicionan el comportamiento del protagonista. Bianco no considera la homosexualidad no asumida como la explicación más completa para la relación de sus personajes, sino que apunta a vínculos que se establecen entre los seres humanos más allá de la sexualidad.

 

En La pérdida del reino no quise que la atracción de Rufo por Néstor Sagasta, su compañero de colegio, fuera evidente. Sin embargo, toda la vida de Rufo está marcada por Néstor. Rufo se convierte en el amante de las amantes de Néstor, por ejemplo. Lo admira desde el colegio secundario, y lo sigue admirando de adulto. Néstor es la persona que más le importa. Algunos críticos han hablado de homosexualidad no asumida, de la atracción vicaria que ejerce sobre Rufo todo lo relacionado con Néstor. Pero no creo que sea tan sencillo. Quizá Rufo sea mucho más que un homosexual. Hay cierto tipo de vínculos entre los seres humanos que exceden una mera definición sexual (Bianco, 1988, p. 381).

         

          Rufino adquirió la costumbre de la lectura y “empezó a mirar con indiferencia lo que llamamos realidad”; los personajes de las novelas le parecían más verdaderos que los seres reales. Por otro lado, comienza a sentirse “más interesante y patético que cualquier personaje imaginario”. Rufino está decepcionado por la realidad, pero sobre todo por sí mismo, lo avergüenza la blandura de su carácter que tan poco se parece al de Néstor Sagasta.

 

          En el capítulo séptimo se produce el asesinato del padre de Rufino en el consultorio clandestino. El asesino, Dimas Antún, es un pequeño industrial español en mala situación económica casado con una antigua amante del padre de Rufo, Morocha Hurtado. Rufino siente vergüenza por los actos de su padre y sus sentimientos son contradictorios; a la pena por la muerte de su padre se une el desprecio al conocer sus bajezas. El rencor por su padre sustituye al respeto y al cariño; Rufino siente arrepentimiento por no sentir un impulso de ternura hacia su padre. Decide alejarse de la religión, no volver a pensar en dios; Rufino pierde a la vez a su padre y a dios, arquetipo de la paternidad para el hombre. El muchacho se queda sin ninguna figura masculina con la que identificarse de manera sana en la adolescencia y la única imagen viril que le resta es la de Néstor Sagasta (Piña y Peltzer, 1979).

 

La segunda parte se abre con unos comentarios del narrador dirigidos a los lectores. El narrador hace explícitas sus dudas sobre la gestación de la novela, sobre todo, acerca de la psicología del personaje. En principio considera a Rufino Velázquez un alter ego, una vertiente de su propia persona; pero después siente su desconfianza y se distancia de él.

 

Empezaré este capítulo con una breve digresión. Por si el lector lo ha olvidado, le recuerdo que Velázquez me dio plenos poderes para interpretar los originales que tuvo el capricho de confiarme. Ya podía hacer con ellos lo que me diera la gana, inclusive destruirlos. Me concedía la más absoluta libertad. No obstante, aunque él tratara de ocultar su voluntad de dominio, la palabra libertad iba tomando en sus labios límites capciosos, restricciones, imposiciones. Es cierto que me ponía en guardia contra su punto de vista; sin embargo, por el solo hecho de ponerme en guardia, ¿no estaba apelando a mi delicadeza, a mis escrúpulos, y retaceando esa libertad tan amplia que me concedía? No ignora el lector que después de mucho cavilar decidí escribir la novela que me propuso. Adopté un término medio: obedecer las indicaciones de sus originales, siempre y cuando me parecieran oportunas, y en la medida de lo humano, sin olvidar que Velázquez era Velázquez, tratar en lo posible de confundirme con él. En los primeros tiempos, para qué negarlo, me halagaba sentirlo junto a mí como si aún viviera, consultarlo a cada rato como a una especie de alter ego, formar, en resumen, un insólito par de amigos. Esta situación duró varios meses. Una noche, arrastrado por el ímpetu de la novela, prescindí de sus indicaciones. Entonces creí advertir en el espíritu de Velázquez, no diré hostilidad, pero sí desconfianza (Bianco, 1990, p. 151).

         

Ahora bien, el narrador establece una clara diferencia entre el personaje del marco, Rufino Velázquez y Rufo, personaje de su novela, con quien decide identificarse, sentir y pensar como él pero, al mismo tiempo, reflexionar sobre su conducta para poder interpretarla. Velázquez se sitúa en un plano distinto de la narración y Rufo es el personaje recreado por el narrador. Mediante esta distinción, el narrador se desprende de las dudas sobre cómo afrontar el manuscrito de Rufino Velázquez, no quiere ser juez del personaje sino un testigo comprensivo. Además, queriendo al personaje como a un hijo, adquiere la libertad creativa que no encontró siguiendo los consejos de Velázquez.

 

Aceptar la alternativa de absoluta libertad que me ofrecía significaba abandonar su vida, matarlo demasiado pronto, y a mi libertad prefería su vida, su libertad, ni siquiera la suya, ya lo dije, sino la de Rufo. ¡Pobre, pobre Rufo, perseguido a la vez por Velázquez y por mí! Pero yo no sería su censor, su juez, sino un testigo benévolo, un amigo. Haría todo lo posible para que no dependiera, y a la vez (eso era lo triste) dependiera de nosotros (Bianco, 1990, p. 152).

 

Rufo y su madre se instalan a Tacuaras, en el centro de Córdoba y establecen una vida nueva junto a las personas de la zona, conocidos y familiares de la madre, con la que Rufo mantiene una relación un tanto proustiana. Cuando llega el momento de escoger una carrera, Rufo muestra interés por seguir Filosofía y Letras, pero se ve obligado por las circunstancias a estudiar Derecho, como le sucedió al propio Bianco.

          La tercera parte comienza con una referencia al viaje de ocho meses que Rufo y su madre realizan por Italia, España, Francia e Inglaterra. Cuando Rufo regresa a Buenos Aires entra en el círculo social de la familia Doncel, al que también pertenece Néstor Sagasta. La vuelta de éste a la vida de Rufo después de seis años provoca un aluvión de recuerdos de la infancia, del colegio y de la muerte de su padre. El narrador se refiere a la infancia de Rufo y Néstor, más concretamente, a la atracción que había entre ellos. El narrador habla directamente al lector acerca de la ambigüedad de la relación de los protagonistas y de la imposibilidad de saber con seguridad en qué consistía esa atracción. Se sugiere una inclinación sexual pero no se dice abiertamente en ningún momento y el narrador no se pronuncia sobre ello. El vínculo que se establece entre ellos es ahora más fuerte y va más allá de las palabras que intercambian entre ellos y con las otras personas, Rufo y Néstor se miran con complicidad y se entienden tácitamente.

 

Rufo escribe artículos, se interesa por la crítica, como el narrador y como el propio Bianco. Busca la opinión de Néstor y éste expresa argumentos que el mismo Rufino Velázquez desarrolla en su conversación con el narrador transcriptor y Luisa Doncel en el marco introductorio. Como ya se dijo anteriormente, estas palabras sobre la crítica podemos quizá atribuírselas a José Bianco. “La crítica no significa adhesión incondicional. Yo creo que hasta en beneficio de tu autor, deberías adelantarte a los reparos que puedan hacerle los lectores. Es como si te faltara independencia de criterio, hasta un poquito de perficia -en el buen sentido de la palabra” (Bianco, 1990, p. 223).

 

          Rufo intenta ser Néstor y encarnarse en él a través de las mujeres que le han amado antes, primero Inés Hurtado y después Laura Estévez. Rufo e Inés se conocen una noche en Les Ambassadeurs y se convierten en amantes en ese momento, de manera que Inés abandona a Néstor por él. Rufo se sincera con ella y le dice:

 

La vida es desconcertante. De chico, yo no pensaba sino en Néstor. No tenés idea de cómo lo quería. Me parecía alguien excepcional, diferente de todos mis compañeros. Yo era tres años menor, y un chico muy inocente, muy religioso, muy apasionado. Mi admiración, de la cual se daba cuenta, debía molestarlo. Quizá tuviera miedo de que lo pusiera en ridículo delante de los demás. Es el caso de que en sexto año sólo me prestara atención para burlarse de mí junto con los otros. Él era muchacho como todos, perfectamente normal. Más adelante, yo fui evolucionando hacia la normalidad, a pesar, o quizá a causa, de las cosas que me sucedieron, porque debo suponer que la muerte de mi padre dejó alguna huella en mi carácter. Decidí olvidarme de Néstor. Ahora, en los últimos tiempos, las circunstancias han vuelto a reunirnos. Lo he visto actuar como nunca hubiera pensado, y tengo que admitir que mis intuiciones de chico eran ciertas. Es alguien bastante excepcional, diferente de todos (Bianco, 1990, p. 255).

 

¿A qué se refiere Rufo con la palabra normal?, ¿por qué considera que de chico no era normal? Rufo dice que en su inclinación por Néstor en la infancia no había nada de sensualidad, creía que era algo más complejo. Además, dice que de niño sólo pensaba en Néstor y no reconoce que de adulto también piensa constantemente en él. En una ocasión, mientras hace el amor con Inés se sustituye a sí mismo imaginándose ser Néstor.

 

La Segunda Guerra Mundial prolonga la Guerra Civil española, el nacionalismo argentino se sitúa junto al fascismo y Rufo rompe de manera definitiva con algunas amistades por su apoyo a Hitler. Néstor Sagasta vive la guerra en París donde estaba destinado y Rufo pronto se reunirá con él. El narrador dice que la relación de Rufo e Inés duró diez años y terminó por la decisión de ella de casarse con otro hombre. La novela se carga en este punto de una creciente amargura; Rufo toma conciencia de su tristeza, de su falta de talento y de la falta de correspondencia entre lo que deseó para su vida y lo que realmente ha logrado alcanzar. Rufo se reconoce a sí mismo su derrota frente a sus propios deseos porque no se conforma con escribir artículos y dar clase, sino que quiere sobrevivir en la memoria de los hombres. Por ello, decide sobreponerse a su frustración y salir de la cárcel engañosa para intentar empezar en otro lugar.

 

Recordaba aquel extraño sueño erótico durante el cual creyó morir fulminado cuando descubrieron su identidad. Le habían arrancado una máscara. Y ahora, al cabo de tanto tiempo, seguía llevando una máscara que reproducía sus facciones pero que ocultaba a un Rufo desconocido, un Rufo que no se conformaba con dictar clase y escribir artículos literarios, que aspiraba ridículamente a ser alguien, a crear algo, a sobrevivir de alguna manera en la memoria desconcertante de los hombres. A los catorce años, se había imaginado viviendo en una cárcel. Pero no fue la suya una cárcel estéril. Lo instigó a toda clase de patéticas reflexiones e inducciones, y exaltó una tristeza que por su intensidad misma no estaba destinada a perdurar. Primero su enfermedad, después la muerte de su padre, le habían abierto las puertas de la cárcel. Y de pronto, a los treinta años, se sorprendía en otra cárcel mucho más vasta y monótona, una cárcel engañosa, como esos privados reales, caídos en desgracia, que paseaban por el parque de un recinto del cual no podían salir e iban olvidando, insensiblemente, su condición de reclusos (Bianco, 1990, p. 274).

 

          Rufo siente añoranza de su juventud y se siente un hombre infeliz y fracasado; pero en estos momentos duros sus pensamientos se dirigen hacia Néstor, quien encarna los valores masculinos en los que él querría verse reflejado. “Él no podía compararse con Néstor [...] Y ahora, con los años, no había realizado ninguna de las esperanzas de su juventud. No era más un muchacho. Era un hombre, un hombre infeliz, un fracasado. Qué triste era la vida” (Bianco, 1990, p. 284).

 

Rufo llega a París donde lo espera Néstor y se instala en un círculo de escritores, artistas y otras personas de la más variada procedencia social y geográfica. Conoce también a Laura Estévez, la mujer de la que Néstor está enamorado, y pronto se enamora de ella. La identificación de los amigos es cada vez mayor, Rufo desarrolla una dependencia afectiva que va más allá de la atracción hacia la pareja formada por Néstor y Laura, ambos son ahora igual de imprescindibles para él. Pero los celos empiezan a torturarlo. “¿Celos de quién? ¿De Laura o de Néstor? De ambos. Y ahora, a decir verdad, se complacía en el sufrimiento” (Bianco, 1990, p. 336).Este sentimiento lo impulsa a acostarse con Laura para cumplir con el rito de la posesión sustitutiva como única forma de unirse a Néstor.

 

          El mundo de Rufino se desintegra ante la imposibilidad de poseer a Laura o a Néstor y piensa en recobrar el mundo en una novela sobre su vida. Laura insta a Rufo a escribir, con su ayuda, una novela con imaginación “diferente de la vida y que por eso mismo se pareciera a la vida en sus momentos más altos”. Laura desea ser una fuerza positiva para Rufo y alentarlo a escribir porque ha descubierto que en un hombre como él, “lo importante es la obra” y, por ello, era necesario que la realizara. Rufo siente orgullo por la confianza de su amada, pero no encuentra otra cosa que reflejar en su novela que no sea su propia vida. Ahora bien, sólo de pensar en sí mismo siente ganas de llorar, no encuentra nada digno de consignarse salvo sus dos amores y la sombra de Néstor siempre sobre su vida. Rufo quiere medir sus virtudes y escribir con la mayor sinceridad en un estilo sencillo que respetara la verdad de los hechos.

 

No sería una novela poética. Volvía a decirse que sólo podía escribir sobre sí mismo, sobre su vida, y cuando pensaba en su vida no encontraba apenas otra cosa que pequeñeces, decepciones, traiciones, melancolía, sexo. Pero sentimientos tan mezquinos habían surgido de Rufino Velázquez, y Rufino Velázquez, a su vez, era el resultado de ellos. Lo redimía su afán de verdad. Quería no favorecer su carácter, ni siquiera con un defecto. Corría el peligro de aburrir a Laura, que soportaba todo menos el tedio. Pero como también Rufo sería el contenido de su propio libro, quizá inspirase a Laura cierta curiosidad (Bianco, 1990,p. 353).

 

Rufo se propone buscar la verdad, hecho que le podía redimir de sus carencias artísticas y de la tristeza de su vida; las palabras de Rufo sobre el esfuerzo por no favorecer su carácter son iguales a las expresadas por Delfín Heredia en Las ratas. Por otro lado, Rufo es también consciente de que toda autobiografía es también una historia inventada, una novela, y teme haberse inventado a sí mismo en las páginas que había redactado. Habla con Laura sobre el planteamiento y el desenlace de la novela. A ella le preocupa el plan de la novela porque sólo conoce algunos fragmentos inconexos; Rufo reconoce que aún no tiene una idea clara y que los capítulos y los apuntes aún no tienen ilación. En realidad, Rufo es cada vez más consciente de su incapacidad para terminar su obra. Además, su salud ha empeorado mucho y los médicos le recomiendan el regreso a Argentina. La perspectiva de volver a Buenos Aires llena a Rufo de tristeza por la posible soledad sentimental a la que se vería abocado. “Pero había dejado de ser Rufo para convertirse en Rufino Velázquez. Rufino Velázquez, con lágrimas en los ojos, contemplaba a un inválido a quien aguardaba un destino aciago. ¡Pobre Rufo! Era el héroe de una trágica fábula. Ya tenía el desenlace de su novela. ¿No era un desenlace lo que pedía Laura? Pues bien, el héroe se moría” (Bianco, 1990, p. 375).

 

          El narrador vuelve a establecer la sutil diferencia entre Rufo y Rufino Velázquez momentos antes de suspender el relato, que concluye con la subida de Rufo al barco que lo llevará de vuelta a Argentina y la despedida de Néstor, quien le expresa la necesidad de su existencia para alcanzar la felicidad. El último párrafo del libro vuelve a situarnos en el marco de los primeros capítulos, en el hospital donde Rufo está a punto de morir e Inés Hurtado está junto a él. Las últimas palabras de Rufo se refieren a Laura, a Néstor y a la novela que no pudo concluir. Al final del recorrido sólo queda una sensación de desamparo y desconsuelo, la historia narrada es la del fracaso y de Rufino como novelista y como hombre, una crónica del desaliento y de pequeñas cosas. Rufo ha perseguido siempre las sombras de sus fantasmas pero sólo la muerte termina con ellas. El afán de sinceridad de Rufo no ha logrado dilucidar la ambigüedad con la que el deseo se enfrenta a la realidad; así como tampoco ha recobrado el reino perdido de la literatura y de su propia vida. Juan García Ponce afirma que la lección última de la novela es la imposibilidad de acceder al misterio de nuestra propia vida.

 

La terrible o maravillosa ambigüedad con que la conciencia se proyecta sobre lo real y lo determina ha entrado en el ámbito de lo conocido destruyendo su seguridad; pero nada lo indica claramente. ¿Néstor Sagasta es la imagen del deseo de Rufo o el deseo de Rufo que encuentra su imagen? Nunca lo sabrá, es quizá el único que no pueda saberlo; nunca sentirá siquiera la necesidad de preguntárselo. A lo único a lo que jamás podremos entrar es a nuestra verdadera vida, parece decirnos la novela (García Ponce, 1982, p. 207).

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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