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CUENTOS
ORDINARIAMENTE ASOMBROSOS
Juan
Gómez Capuz
PRÓLOGO
Desde las profundidades de mi torturada
alma humana surgen feraces y feroces voces y seres nefandos y nefastos que me
persiguen, me alcanzan y me atacan sutilmente en mis diáfanas pesadillas de
interminables noches sin luz. Pero es esta torturada alma humana mía y, sobre
todo, los monstruos que la acechan, los que han hecho posible mi privilegiada
visión de los casos y las cosas.
Porque las historias que contaré sólo han
sido posibles mediante mi sutil introducción en la mente de sus protagonistas.
En efecto, tan vívido realismo, tan perspicaz escrutinio de las ideas,
sentimientos e intenciones de estos ordinarios personajes no tienen su
motivación en el dominio de las técnicas narrativas (aunque éstas siempre
ayudan). No, no se trata de que haya sabido ponerme en la piel de estos
personajes cotidianos sino que, más bien, realmente he traspasado su piel y he
accedido a los más recónditos rincones de su mente y aun de su alma (aunque
algunos de ellos la tenían tan débil e inmunda que me costó océanos de tiempo
encontrarla y sacar algo en limpio de ella).
Los estatutos de mi Secta me impiden
ofrecer al común de los mortales las claves de mi técnica, pero baste saber que
he sido capaz de conocer las más íntimas verdades de estos individuos y hablar
por su propia boca gracias a una demiúrgica experiencia de la consciencia
extrasensorial que ha realizado una proyección astral hasta las consciencias de
estos personajes, ordinarios en la superficie pero de riquísimas implicaciones
psicológicas. Podrá apreciar el lector profano la verdad -a medias- de mi
explicación cuando compruebe que el uso de la primera persona en la mayoría de
estos cuentos ordinariamente asombrosos no es un recurso retórico para
proporcionar mayor realismo y verosimilitud sino la apropiación temporal que la
consciencia de estos personajes hizo de la mía propia durante el breve tiempo
que duró la proyección astral. De hecho, estos personajes se sirvieron de mi
etérea consciencia como médium para dar a conocer al mundo ideas,
fobias, obsesiones, convicciones e intenciones que habían mantenido largos años
agazapadas en las telarañas de su subconsciente. Y aunque no me dieron nada a
cambio por esta peculiar terapia psicoanalítica, yo me he cobrado con creces
mis servicios pasando estos secretos saberes al texto escrito que permanece
para siempre y ofreciéndolos -casi desnudos, con la mínima ornamentación
literaria, para que no pierdan su siniestra sinceridad- a ese lector culto,
ávido de confesiones escandalosas, pero que tiene demasiado buen gusto para
perderse en la infame turba de nocturnos programas, diarios amarillos y
revistas del corazón.
EL
CASERO (retratos del lado oscuro)
I. INTROITO
Soy licenciado en Historia, soy diplomado en
Magisterio, he trabajado en la enseñanza pública y en la privada, he hecho
cursillos, he hecho novillos y hasta he hecho ganchillo, y he hecho mil cosas
más, pero, ante todo, soy casero. No, no me refiero con ello a que haya
sentido la llamada de la vocación arbitral y juzgue con excesiva benevolencia a
los equipos que juegan en su propio feudo (aunque he de reconocer que el fútbol
es la mayor de mis aficiones y desde pequeño he sido fiel seguidor de mi equipo
local). Y tampoco quiero decir que sea afecto a permanecer todo el día en mi
humilde morada, sin salir apenas (aunque no salgo todo lo que yo quisiera, en
parte porque no me dejan).
No, nada de eso. Con la palabra casero quiero expresar mi condición -humana, al fin
y al cabo- de copropietario de bienes inmuebles arrendados a inquilinos diversos
(y perversos, como más tarde se verá). Y es esta ocupación -que algunos creerán
morosa, usurera y cruel- la causa de gran parte de las desdichas que diré y de
pesadillas que cada vez se están haciendo más pesadas.
Quiso la Fortuna que mi familia poseyera en la postguerra
algunos edificios en una estrecha calle de una selecta zona de la ciudad,
llamada Ensanche -aunque no sé si
el término incluía a nuestra angosta calle- a imitación del Eixample barcelonés,
porque todo lo que hacemos en esta ciudad es imitar mal a los demás.
Pero igualmente quiso la Fortuna, que no sólo es
ciega sino a veces aciaga, que nos viéramos obligados (bueno, yo no, porque aún
no había nacido), por la delicada situación postbélica, a alquilar los pisos de
uno de esos edificios a familias modestas pero ejemplares. O al menos eso era
lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy adelantados para aquella época y
ya pedían estrictas referencias a los aspirantes a inquilinos (como vemos en
las películas, cuando buscan a una institutriz inglesa). Los que superaban el casting
-perdón, la entrevista- tenían acceso a uno de aquellos pisos, porque la
vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil en aquella época. Y como
entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de la cosa
pública llevaran los mismos apellidos), se fijaron unos alquileres asequibles,
es decir, irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la
risa fue para los inquilinos, que se encontraron durante años con viviendas
supremas a precios ínfimos.
Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y
somos las nuevas generaciones de la familia las que colaboramos en las ingratas
tareas de recaudación. Por su parte, los inquilinos también han cedido su paso
a nuevas generaciones, pero a diferencia de las nuestras, aquellas evidencian
un notable declive de la raza y no hubieran pasado bajo ningún concepto el
estricto casting de antaño. De
todas formas, también hay que reconocer que algunos de los inquilinos
primigenios no han resultado ser tan buenas personas como parecían, bien porque
se han ido degenerando con la edad y por el trato con sus hijos, bien porque
nuestros mayores no disponían de una máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña
electoral. Y para complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren
(¡ojalá hubieran sido rockeros, que siempre la palman pronto!) y no podemos
reemplazarlos por otros nuevos que firmen un contrato de alquiler adaptado a
los tiempos y dineros que corren.
Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve
pesetas y nunca nos perdonan la diminuta peseta, aunque se tengan que poner la gafas
de ver) tenemos que seguir porfiando con esta gente para que nos pague el
alquiler de estos bienes inmuebles
que poseemos (porque si fueran móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro que
habríamos llevado el edificio al borde de un acantilado para abandonarlo allí o
dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de suspense, donde todo
pende de un delgado hilo fatuo y al final se despeña sin remisión).
Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy
en mis cabales, que soy un sádico que hace sufrir a los demás y luego se
complace en rememorar sus hazañas, o que soy un masoquista que disfruta sufriendo
para recolectar una ínfima cantidad de dinero o, en fin, que estos peculiares
inquilinos me han ablandado los sesos como los requesones se lo hicieron a Don
Quijote. Pues puede que sí, pero lo cierto es que cada visita a aquel edificio
causa en mí una honda impresión. Y de nuevo puede pensar el lector que exagero,
pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una vez cada dos meses. A pesar
de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún objeto
contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico, y
cuando empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado
los dos meses y tengo que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del
mito del eterno retorno. Lo único que consigue mitigar la inminente llegada de
la fecha aciaga es que mi familia es numerosa y nos turnamos en esta tarea
recaudatoria para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y hermanos.
Aún así, ocurre con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con excusas
dudosas y me toca a mí bailar con los más feos.
Así pues, recordemos que este repetitivo rito
iniciático (bueno, son tantas veces que ya somos unos maestros... o maestres
) de descenso en el Averno (para situarme, siempre releo el final de la Divina
Commedia antes de ir allí, por si
falla el ascensor) que tan insalubres secuelas me produce, tiene lugar un día
(sin duda, el día más largo) en el que dos miembros de la familia (como hemos
dicho, yo soy casi siempre titular en las alineaciones), como si fuéramos una
pareja de la guardia civil (incluso este cuerpo podría salir descabezado y
mutilado de allí, para que el lector se haga una idea de lo que vamos a
encontrar), nos dirigimos al vetusto edificio, que a nuestra vista (y no
digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo que
pueda uno imaginar.
He dicho que vamos en parejas y es siempre así
por varias razones. Primero, por el más elemental instinto de supervivencia.
Segundo, porque nos permite representar un ardid teatral que parece haber
impresionado a algunos de los inquilinos, y hay que explotar hasta el máximo
esta pequeña victoria en tan gran guerra. En efecto, como mis hermanos y yo
vivimos los conflictivos años de la adolescencia en los conflictivos años
setenta, tenemos interiorizados en nuestra consciencia los patrones de
comportamiento ilustrados por los telefilmes de la época. Entre ellos abundaban
los de signo policíaco, donde era frecuente ver parejas de policías que
ejercitaban con los raterillos (porque con los peces gordos no se atrevían) un
ardid dual, esquizoide, maniqueo, bífido y carnavalesco, fértil simbiosis de
contrarios que hoy recibiría sin duda el apelativo de bicefalia : el de policía
malo -irascible, visceral, de mano
(y más cosas) tonta- y policía bueno
-comprensivo, tolerante, amigo de tratos y desfacedor de los entuertos
que estaba a punto de cometer su compañero.
He de advertir al lector que yo siempre
desempeñaba el papel de policía bueno, cosa que me exasperaba aún más
ante estos siniestros inquilinos. Ahora bien, lo que nunca acabé de comprender
es que los inquilinos pensaran que me dedicaba a la abogacía, pues nunca he
asociado este oficio con los buenos oficios del policía bueno.
Pero para no entretener al estresado lector con
más preliminares, y aprovechando que hace justo dos meses que fuimos a cobrar,
le invito a que nos acompañe a esta peculiar casa de los horrores, lo
más bajo de la zona alta de la ciudad. Aunque advierto al lector (y el que
avisa no es traidor) que esta visita puede agravarles el ya agudo estrés que
padecen algunos y, aún más, puede producirles (aunque en casos aislados,
como se dice siempre que hay una epidemia) insomnio, úlcera gastroduodenal,
jaqueca, hidrofobia, polisemia, parasíntesis, filatelia y serios trastornos de
la personalidad. Ahora bien, si quiere acompañarnos, hágalo bajo su completa
responsabilidad, coja el chaleco antibalas y el casco de albañil y ahí vamos.
II.
“LOS MARCAPASOS”
En el primero derecha, vivían doña Águeda y don
Cecilio, dos venerables ancianos más conocidos entre sus vecinos como los
marcapasos. Tenía este apodo el origen en que ambos llevaban implantado
este mecanismo para intentar frenar el envejecimiento de sendos corazones que
estaban empezando a querer dejar de latir. Porque si de algo pecaban doña
Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con todos los vecinos y aun con
nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su empecinada obstinación por
resistirse al inexorable paso del tiempo.
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en
sus tiempos mozos atractiva pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta
fama. Actuaban para público selecto, para extranjeros (fueron de los primeros
en cantar en inglés, razón por la que nosotros también los llamábamos los pacemakers)
y hasta grabaron un disco y actuaron en varias películas. Decían que fueron
geniales, los mejores sin duda, en diversos géneros: canción española, bailes
tropicales, flamenco, tap-dancing
a lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y
hasta algo del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras
veinte años de intensa dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio
empezaron a habitar en el olvido de los empresarios de espectáculos: su
apoderado (en esa época aún no se llamaban managers) los dejó por otra
pareja artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la
espalda y a quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los
empresarios mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último
momento no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido:
deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en
la calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes
seguidores de la pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente
cuerda)- se apiadaron de ellos y les concedieron el alquiler de un piso del
edificio.
Situados en una posición algo menos dramática de
la que parecía augurar su prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se
rehicieron. Aprovecharon su ubicación en un barrio con clase para dedicarse a
dar clases de canto y baile a los hijos e hijas de familias pudientes que
adoraron a la pareja en su tiempo de gloria. Y todo esto les animó a no
envejecer. Él iba siempre impecablemente vestido, con trajes de crooner o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier o Yves
Montand, con sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía
con mallas de baile, como si fuera a participar en un decadente remake de
Cabaret. Pero ella no le iba a la zaga: aún trataba de lucir vestidos
ajustados y provocadores que ella llamaba, con una nueva palabra aprendida, sexys;
o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards; disimulaba
vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba siempre el
cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía estética, sin duda
fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar que entre los
restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográficos a sus
vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo de Gloria
Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia, por
todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de
ser, creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo,
discípulos aventajados de Fausto y Dorian Gray, creían firmemente en la esencia
de su arte y en la eterna juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo
en la apariencia tenían fe. Quien los veía por primera vez no podía sospechar
que se trataba de una pareja de ancianitos ya octogenarios; quien los veía más
de una vez, se desesperaba ante tan patética ficción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado
completa descripción, es necesario añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A
pesar de sus constantes cuidados, afeites y mejunjes, la muerte ha terminado
por vencer a quien durante tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no era
quien fue. Sic transit Gloria Swanson.
III.
“LA BRUJA”
En el primero izquierda vivía la Bruja,
perdón, doña Celeste. Era doña Celeste una mujer madura, una de las originarias
inquilinas que, en un momento de debilidad mental, nuestros mayores creyeron
apacible y honrada. Porque, como bien pronto se pudo comprobar, doña Celeste
era la maldad hecha carne: hablaba mal de todos, era rencorosa y vengativa,
siempre tramaba algo contra los demás y difundía bulos que acabaron con más de
un matrimonio. Ningún vecino salía a la calle cuando estaba ella en el balcón,
no fuera a ser que difundiera en voz alta un bulo o le tirara una maceta en la
cabeza. Infundía el pánico en todos cuantos la trataban. Pero lo peor no era
esto. No. Doña Celeste había enviudado pronto de su marido, un apocado abogado
llamado don Fructuoso. Y contaban las malas lenguas (malas, pero nunca tanto
como la de doña Celeste) que el marido no murió de muerte natural (como
certificó la autopsia) sino que ella lo mató. Y es más, algunas de esas malas
lenguas aseguraban que ella lo apuñaló, lo cual constituía evidencia palmaria
de la maldad de doña Celeste (pues se sabe que, entre las mujeres, el modus
operandi habitual consiste en suministrar
veneno) y, de paso, levantó leve sospecha de la ineptitud del forense.
Pero, por lo visto, nadie se molestó en dar crédito a esos rumores y ella evitó
cualquier roce con la justicia. Además, doña Celeste, siempre muy hábil y
astuta, trató de mejorar su imagen mostrándose como una mujer bondadosa y
apesadumbrada durante el tiempo en que duró el luto. Tenía, además, un niño
pequeño al que alimentar, lo cual le sirvió para redondear su ficción como
madre coraje, viuda y abandonada. Pero cuando pasó el luto, ella volvió a las
andadas. Y el niño se hizo grande y demostró tener los mismos genes de su madre
(pues del padre parecía no haber heredado ninguno): era sanguíneo, violento,
irritable y visceral (si que es que el significado de todos esos adjetivos se
puede sumar); amenazaba a los vecinos, amenazaba a los tenderos para que
perdonaran las deudas contraídas por su madre, nos amenazaba a nosotros. Y la
madre, peor aún: nos tenía ojeriza, a pesar de ser bizca (razón por la cual los
vecinos decían que tenía una mirada torva); nos azuzaba a su hijo a la primera
de cambio, sobre todo cuando no teníamos cambio de la difunta peseta del pico
del alquiler que, por supuesto, nunca nos perdonaba. Y todavía seguimos así con
la dichosa señora y su hijo: a veces, en estado de guerra fría; a veces en
estado de guerra caliente (aunque esperemos que nunca desentierren el puñal).
Tan sólo en contadas ocasiones nos conceden la tregua y nos hablan como personas
civilizadas, pero aun en esas ocasiones nos estremecemos de la sibilina maldad
de doña Celeste: de hecho, hace poco, en verano, vimos en su puerta un crespón
negro; sin que fuera día de cobro de alquiler, nos atrevimos a llamar (aunque
casi era un suicidio hacerlo) y a interesarnos por tan luctuosa situación; doña
Celeste abrió y, de manera distendida y casi alegre, nos explicó que ponía ese
crespón porque así los ladrones pensarían que en esa casa estaban de luto y
entonces, movidos por la compasión, se abstendrían de entrar a robar, para no
acrecentar más la pena de los que allí aún vivían.
IV.
“LOS CONTORSIONISTAS”
En otro de los pisos, el segundo derecha, vivía
una pareja joven. El piso había sido alquilado, hace años, por la madre de la
mujer, pero a la madre nunca la vimos allí. La habrían convencido para
abandonar el piso y la tendrían en un asilo comiendo pienso, pienso. Al llegar
a este piso nos sorprendieron con frecuencia ruidos extraños en el interior de
la vivienda. Se trataba siempre de gemidos, suspiros, gritos, estrépito de
sillas y mesas, pero nunca oímos a nadie pedir auxilio, aunque más de una vez
estuvimos a punto de llamar a la policía al oído (que nunca a la vista) de tan
estremecedores lamentos. Nuestra primera hipótesis, por tanto, fue pensar que
la relación entre la pareja no era buena y que eran frecuentes las peleas y los
malos tratos, pero todo quedaba desmentido por la ausencia de hematomas
externos en ambos inquilinos así como por su perenne y exultante cara de
felicidad las pocas veces que les vimos bajar precipitadamente la escalera. Por
ello, nuestra siguiente hipótesis fue pensar que esta joven pareja se pasaba el
santo día viendo películas para adultos (poco santas precisamente) y que, de
vez en cuando, ponía en práctica las sugerencias presentes en estas. Sin
embargo, al poco tiempo pudimos comprender lo que pasaba realmente cuando los
restantes vecinos se refirieron despectivamente a ellos como los
contorsionistas. ¡Claro, cómo no lo pensamos antes! Esos gemidos, esos suspiros,
esos gritos desgarradores, ese estrépito de sillas, mesas y muebles de cocina,
ese abrir y cerrar de armarios, esa algaraza general y estrepitosa, como si se
escenificaran todas las batallas de la Ilíada y la Odisea juntas, la vida
cotidiana de Sodoma y Gomorra o todas las bacanales y orgías grecorromanas
también juntas, no podían ser producto de ficciones cinematográficas, sino que
respondían a la pura realidad (en este caso, tampoco muy pura, al menos desde
el punto de vista moral), porque la realidad siempre supera a la ficción.
Quedaba por delimitar el sentido exacto que
tenía, para los vecinos, el apodo de los contorsionistas. Por lo visto -
quiero decir, por lo que habían visto los vecinos, siempre al acecho de los
demás- esta joven pareja, ambos fogosos y atléticos, se daba con frecuencia a
los apetitos carnales, a pesar de ser ambos vegetarianos radicales (ésa ha sido
una de las contradicciones que más me llamaba la atención). Y cualquier lugar
del piso era bueno para la faena (a pesar de estar ambos en el paro, otra
curiosa contradicción que merece ser señalada): la mesa del salón, los
sillones, los armarios, la galería, la mesa de la cocina, la lavadora en pleno
centrifugado. Y todo en plan aquí te pillo aquí te mato, sin preocuparse
por cerrar ventanas ni cortinas, sin reparar en la caída de muebles o en los
posibles destrozos del piso y su infraestructura, pues al fin y al cabo la
arrendataria del piso era la madre de ella. Por su parte, los vecinos de
mediana y avanzada edad del edificio disfrutaban viendo el espectáculo, aunque
no sé si por el espectáculo mismo o por tener algo que contar luego a los demás
en sus interminables chismorreos en voz baja.
Y todo esto nos lo contaban ellos a nosotros,
también en voz baja, pero sin dar demasiados detalles, de manera que nuestra
pequeña historia sobre los contorsionistas no es más la imperfecta
combinación de un puzzle de informaciones fragmentarias y quizá no sea
el fiel reflejo de lo que realmente allí ocurría. Pero al menos, esto que nos
contaron se acerca más a la verdad que lo poco que nosotros pudimos ver, porque
cuando llamábamos tardaban bastante en abrir la puerta y tan sólo nos permitían
ver sus cabezas, parte de sus albornoces de emergencia y el dinero justo del
alquiler, con las cuatro diminutas pesetas del pico. Porque hay que reconocer
que en todo eso, salvo en lo de los albornoces, esta pareja se comportaba
exactamente igual que los demás vecinos; y, por tanto, no debemos ensañarnos
con tan briosos amadores, ya que a diferencia de otros muchos vecinos, si
tardaban en abrir era porque realmente sí estaban haciendo algo.
V.
“DOÑA PAQUIDERMO/PARQUE JURÁSICO”
En el segundo izquierda vivía doña Paquita.
Aunque se me hace difícil emplear el diminutivo para nombrar a tan superlativa
mujer, pues doña Paquita era una mujer cincuentona, de perfil cuadrangular,
cuyo peso excedía con donosura las tres cifras en el sistema métrico decimal.
Quizá por tan ponderosa razón, era conocida por sus vecinos como doña
Paquidermo, en consonancia con su nombre real. ¡Y vaya si lo parecía! Doña
Paquita vivía sola (era realmente difícil hacer sitio en nadie más en su casa)
y cuando correteaba rauda y alegre por el largo pasillo para abrir la puerta a
un lejano pariente que la visitaba de tarde en tarde, aquello parecía una
estampida africana tipo Mogambo. Todos los vecinos -y aun los de los
edificios colindantes- se veían súbitamente sorpendidos por lo que parecía, con
toda claridad, un alud de rinocerontes, hipopótamos y elefantes, animales con
los que doña Paquita guardaba un razonable parecido, como revelaba nítidamente
su apodo. Ahora bien, en tiempos recientes estaba ganando terreno la nueva
apelación de Parque Jurásico, en virtud de los años que iba acumulando
la buena señora así como del efecto de colectividad cinematográficamente
amenazante que sus carreritas provocaban en el vecindario.
Las piernas garridas, las piernas farrucas, las
piernas macizas, doña Paquita era una mujer de armas tomar, capaz de dejar
fuera de combate a una brigada entera de antidisturbios, capaz de lanzar un
balón de portería a portería en Maracaná, capaz de hundir el escenario de la
Scala de Milán con sólo posarse en él (cosa que ni siquiera Pavarotti hubiera
conseguido).
Pero las apariencias engañan y lo cierto que la
bondad y amabilidad de doña Paquita eran tan grandes como ella misma. De hecho,
era la única persona del edificio que nos recibía con una sonrisa y nos
perdonaba la peseta del pico del alquiler. E incluso a veces se ofreció a
hacernos pasar e invitarnos a tomar un café con pastas, pero razones de tiempo
(íbamos siempre muy aprisa, porque las tareas ingratas hay que pasarlas pronto)
y de espacio (ya hemos dicho que en su piso apenas cabía nadie más cuando
estaba ella) nos obligaban a declinar amablemente la sincera invitación de la
solitaria y entrañable doña Paquita.
VI.
“LA NOCHE DE LA IGUANA”
En el tercero derecha vivían doña Isabel y don
Luis, matrimonio también mayor, de los que accedió a la vivienda en tiempos
difíciles. Pero no estaban solos: allí residían también (aunque, como siempre,
la distribución de la escasa dimensión espacial del piso sigue siendo un
enigma) su hija y su yerno, con dos hijos pequeños. Pero que conste que no se
trataba de un caso ilegal de subarrendamiento; muy al contrario, doña Isabel y
don Luis habían tenido la gentileza de alojar a su hija, yerno y nietos sólo el
tiempo estrictamente necesario para que éstos pudieran encontrar una vivienda
digna en la que habitar. Claro que lo de “tiempo estrictamente necesario” se
había dilatado tanto como el espacio del piso, pues la prole ya llevaba allí
seis años y no había perspectivas de cambios inmediatos.
Ocurría, entre otras cosas, que don Isidoro, el
yerno, era militar y cuando estaba a punto de acceder a una vivienda
subvencionada por el Ministerio de Defensa, pasó prematuramente a la Reserva,
razón por la cual perdió el derecho a ocupar una vivienda militar.
Las causas por las que don Isidoro pasó en plena
lozanía, a sus treinta y seis años, a la Reserva forman parte del cúmulo de
leyendas que guardan afanosamente los vecinos del edificio -sobre todo los más
chismosos- en alguna caja fuerte de Suiza o, más bien, en su inconsciente colectivo.
De lo poco que pudimos oír, porque nosotros éramos personas poco gratas y se
callaban cuando andábamos cerca, colegimos que don Isidoro había pasado a la
Reserva por algún tipo de incapacidad.
La versión “oficial” que don Isidoro se esforzaba
en contarnos abiertamente a nosotros mismos -lo cual resultaba demasiado
hipócrita, interesado y artificial para que pudiera ser cierto- es que se
trataba de una incapacidad física transitoria, relacionada con algún prematuro
proceso degenerativo de las articulaciones (reumatismo o artrosis); pero
insistía en que estaba en manos de buenos médicos y que confiaba en curarse y
volver pronto al servicio activo en el Ejército, con lo cual podría solicitar
nuevamente al Ministerio de Defensa una “vivienda digna” (¿es que acaso la
nuestra no lo era? ¿o lo que no era
digna era su actitud?).
En cambio, la versión “comunal” que oíamos
fragmentariamente a los demás vecinos era muy diferente. Parecían insinuar los
vecinos que la incapacidad de don Isidoro ni era física ni era transitoria y
que, en consecuencia, jamás volvería al Ejército, porque allí no lo querían ver
ni en pintura. Apoyaban este durísimo diagnóstico en el comportamiento de que
hacía gala don Isidoro con su familia. Por lo visto, don Isidoro tenía una
innata vocación histriónica y gustaba de imitar fónicamente a todo tipo de
animales, sobre todo a requerimiento de sus hijos pequeños, con lo cual se
podían ahorrar el dinero del cine. Por ello, muchas veces, a las nueve de la
noche, cuando los adultos están cenando y los niños pequeños están intentando
ser dormidos, se oían por el vecindario nítidos sonidos de perros, gatos,
tigres, leones, lobos, loros, vacas, y otros componentes de la fauna mundial,
como si de un cásting para el Waku
Waku se tratara. Aunque al principio
los vecinos se estremecieron ante la posibilidad de que hubiera tales animales
en el edificio (pues no se daban cuenta de que ellos, en cierto modo, también
lo eran), pronto captaron que dichos sonidos procedían del piso de doña Isabel
y don Luis, que venían acompañados por risas de niños pequeños, y que el cabo
de cierto tiempo todos esos ruidos cesaban.
Eso sí, don Isidoro siempre se abstuvo de imitar
sonidos de rinocerontes, hipopótamos y elefantes, para no ser injustamente
confundido por los demás vecinos con doña Paquita. En cambio, uno de los
sonidos más estremecedores y que, por lo visto, más le gustaba imitar a don
Isidoro y a sus hijos oírlo era el de la iguana (de hecho, los vecinos alguna
vez oyeron a lo lejos a don Isidoro decir, orgulloso, que también sabía hacer
la iguana). Se me hace difícil describir con palabras el sonido de la iguana,
en parte porque nunca lo he oído, pero no dudo de que a las nueve de la noche
tal sonido puede causar gran espanto (la verdad es que, movidos por la
curiosidad, nosotros pensamos en acceder al edificio una noche en aquel sublime
momento, pero desistimos porque nuestra mera presencia a tales horas, incluso
en fechas cercanas al cobro del alquiler, habría desatado entre los vecinos
mayor pánico que todas las iguanas de Centroamérica). En todo caso, lo cierto
es que los vecinos se habían resignado a tal sonido y habían aprovechado tal
contingencia para bautizar a la familia de doña Isabel, don Luis y sus
descendientes como La noche de la iguana, siguiendo esa costumbre tan
particular de poner apodos cinematográficos a los demás vecinos.
VII.
“CARLOS Y DIANA”
Pero sin duda, las excentricidades de los vecinos
a los que hemos ido visitando palidecían ante las de doña Diana, vecina del
tercero izquierda. Era doña Diana, mujer arisca y cincuentona, profesora de
Física y Química en un Instituto de las afueras de la capital. Desde hacía
mucho tiempo tenía fama de ser extraña, pero era obvio que este detalle no nos
llamó demasiado la atención, si la comparábamos con sus otros vecinos. Parece
cierto, no obstante, que sus alumnos, conocedores de su singular carácter, se
comportaban de manera inestable y curiosa en su presencia, como si se vieran
contaminados por su propia forma de ser: a veces le tomaban el pelo y
convertían las clases en un desbarajuste mayor de lo habitual cuando ella
parecía estar mentalmente ausente; pero otras veces se quedaban todos sentados
y callados cuando intuían que doña Diana iba a sacar lo peor de su lado más
salvaje.
Doña Diana era una empedernida solterona, de misa
casi diaria, y jamás se la había visto en compañía de ningún hombre. Por esta
razón, sus vecinos del edificio encontraron más sorprendente que de costumbre
la presencia casi constante de un hombre en casa de doña Diana. No es que les
pareciera mal -pues el subrarrendamiento estaba a la orden del día en el
edificio, como hemos visto- pero a los vecinos les entraba una insoportable
comezón por no saber quién era tan misterioso caballero. Y digo misterioso porque nunca lo llegaban a ver, fuera día o
noche, a pesar de establecer incluso un riguroso y perfecto turno de guardia
(digno del búnker más
inaccesible) con el objeto de encontrar una respuesta a sus especulaciones cada
vez más inquietantes.
En todo caso, algunos vecinos tuvieron el raro
detalle de advertirnos de la nueva contingencia cuando acudimos a cobrar:
-Tengan ustedes cuidao en el piso de doña
Diana, que ahora vive con un hombre y están siempre discutiendo de manera muy
violenta.
Como la acción exterior fallaba, los vecinos
cambiaron de estrategia y trataron de espiar los más íntimos comportamientos de
doña Diana y su misterioso acompañante en su piso. Y en este caso todo era más
fácil: no tuvieron que recurrir a sus habituales métodos sutiles (vasos en las
paredes, altavoces, micrófonos ocultos colocados por la señora de la limpieza),
pues desde el principio las conversaciones entre doña Diana y el caballero
fueron de interés general y se podían oír en abierto. En estas conversaciones de alto nivel
auditivo (forma culta y políticamente correcta de denominar a las discusiones
a grito pelao que tanto nos separan de Europa), los vecinos pudieron
desechar finalmente su hipótesis inicial, según la cual el caballero debía de
ser algún pariente lejano al que doña Diana había tenido la gentileza de alojar
temporalmente en su piso. En efecto, los vecinos, habida cuenta del perfil
severo y puritano de doña Diana, habían preferido la hipótesis del pariente
lejano a la hipótesis del amante. Pero las discusiones que se llevaban y traían
doña Diana y el misterioso individuo -al que ella llamaba Carlos- no dejaban
resquicio alguno para la duda: así que a la vejez, viruelas, pensaron los
vecinos.
Porque hay que reconocer -y yo puedo dar fe de
haberlo oído- que estas discusiones convertían a doña Diana y don Carlos en una
especie de Pimpinela en versión hardcore, y nadie hubiera pensado
que una respetable y cincuentona profesora de misa casi diaria pudiera hablar
así. En el nivel más suave, doña Diana le recriminaba a don Carlos su escasa
disponibilidad en las tareas domésticas:
-Eres un vago indeseable, todo el día repantingado
en el sillón y ni siquiera bajas la basura
(¡lo que hubieran dado los vecinos por ver a don
Carlos bajar la basura!)
Claro que don Carlos, con una voz recia, viril,
aunque algo cascada por el alcohol, siempre replicaba a doña Diana, de manera
certera y con malos modos:
-Tú calla, gorfa, que no pegas golpe en el
Instituto y siempre traes comida congelada. Y no bajo la basura porque pesas
mucho.
El tono -de voz y de hardcore - iba
aumentando cuando las discusiones entraban en los hábitos privados. Nuevamente,
doña Diana atacaba y don Carlos se defendía:
-Ya estoy harta de tus andanzas, un día sí y otro
también vienes de picos pardos, de fulaneo y con una tajada que pa qué. Sólo falta que
me traigas aquí a una de tus amiguitas.
-Pues un día de estos lo haré, porque tú no me
sirves para nada, vacaburra frígida, beatona estrecha.
Ahora bien, lo que más llamaba la atención a los
vecinos -aparte de la escondida versatilidad verbal de que hacían gala ambos
“amantes”- es que ellos nunca hubieran sido capaces de ver a don Carlos, pese a
sus continuas escapadas nocturnas a lugares poco recomendables. Los vecinos
estaban empezando a perder los nervios, y eso que alguno se ofreció voluntario
para ir a esos lugares de perdición por si veía a alguien que pudiera encajar
en el perfil de don Carlos. Pero era imposible saber cómo era don Carlos. Los
vecinos nunca se había encontrado ante nada igual: fuera un espectro, un
fantasma, un ectoplasma, un cataplasma o una vaga ilusión, don Carlos parecía
traspasar las barreras del espacio, el tiempo y la materia, siendo imposible de
aprehender por los tenaces vecinos, cada vez más desquiciados.
Nunca se les veía juntos, ni en misa (iba ella
sola), ni paseando (paseaba ella sola), ni cuando nosotros íbamos a cobrar
(siempre nos atendía ella), pero un día empezó a circular el rumor de que doña
Diana y don Carlos habían ampliado el espacio vital de sus agrias discusiones
al laboratorio de química del Instituto donde ella daba sus clases. Eso ya era
demasiado. En el Instituto no podían permitir que nadie aireara sus trapos
sucios ante angelicales (?) adolescentes, y menos aún en un laboratorio lleno
de sustancias nocivas e inflamables. Por ello, una mañana en la que la
discusión entre doña Diana y don Carlos se hacía especialmente virulenta en la
congestionada atmósfera del laboratorio, las autoridades académicas (incluido
un inspector de educación desplazado para tal efecto), se introdujeron en
aquella guarida de Merlín y Celestina y desde un discreto rincón, sin hacer
ruido, pudieron contemplar un espectáculo dantesco, del que aún me estremezco
al recordarlo (y el inspector aún más, pues lo vio con sus propios ojos y
todavía se encuentra de baja). En consecuencia, me creo en la obligación de
recomendar al lector que no lo lea si no se siente muy preparado, o que se tome
una tila o dos antes de conocer el desenlace.
Porque resultaba, llana y simplemente, que don
Carlos era doña Diana. Ella, en
un magistral ejercicio de polifonía y esquizofrenia, era la que hacía ambas
voces, cambiando incluso de lugar al interpretar cada uno de los egos de su alma. Era ella, y sólo ella, diabólica,
diacústica, diádica, diafónica, dialéctica, diandra, dicótoma, diglósica,
dimorfa, díptica, dioica, Diana.
No nos debemos extrañar, por tanto, de que los
vigilantes vecinos fueran incapaces de ver nunca a don Carlos.
Pero, a pesar de todo, doña Diana sigue en su
piso, aunque desde aquella infausta mañana nadie ha vuelto a oír a don Carlos.
Las autoridades académicas le han recomendado que se tome una baja indefinida y
el psiquiatra considera que el caso no reviste la suficiente gravedad como para
internarla en un centro, pues -cito palabras textuales del informe oficial- “se
trata de una mujer culta y respetable, que sin duda ha sufrido un leve acceso
de esquizofrenia a causa de la presión a que ha sido sometida por un alumnado
díscolo, inmoral y rebelde, el cual ha hecho tambalear las más íntimas
convicciones de la profesora, obligándola a desdoblarse en un personaje de baja
catadura moral que ejerciera una función catárquica y purificadora con respecto
a esas nefastas influencias”. Además, tras examinar detalladamente a los
vecinos del edificio, el psiquiatra ha concluido que la “ligera inestabilidad
psíquica de los vecinos que han convivido con doña D. durante largos años ha
jugado [sic] sin duda un papel de implemento coadyuvante en el empeoramiento
temporal de la condición anímica y mental de la paciente”. Y en esto -pero sólo
en esto- le damos la razón al psiquiatra.
VIII.
EPÍLOGO
Estos son, pues, mis inquilinos. Mientras bajo
por la escalera, y a mi paso ellos van entreabriendo, con temor, sus puertas,
espero con ansia el momento de deshacerme de todas esas diminutas pesetas, con
las que ni siquiera podría hacer un plato de lentejas. Ha sido un día duro,
pero me queda el consuelo de saber que no volveré aquí hasta dentro de dos meses,
y espero que sea tiempo suficiente para recuperarme de las últimas impresiones:
la muerte de doña Águeda; el crespón negro de la Bruja ; los contorsionistas van a tener, por fin, un hijo; el piso de
doña Paquita, cuyo suelo está empezando a ceder, y me temo que seremos nosotros
los que pagaremos la reforma; la iguana de don Isidoro; y, sobre todo, la
inquietante dualidad de doña Diana, que, sin duda, me provocará muchas noches
de insomnio.
Pero acepto con resignación tamaño sufrimiento,
porque cada vez tengo más claro que mi verdadera vocación es ser casero.
RÉQUIEM CHILENO (2000)
Mi nombre es Augusto Pinochet Ugarte.
Augusto como el gran emperador romano,
aunque en mi caso, debo reconocer que mi llegada al poder no fue seguida
precisamente de un período de paz, por muy artificial e impuesta que fuera la pax del augusto emperador. Augusto, también
como el clown que realiza el rol de serio y adusto, frente a la comicidad
delirante de los restantes payasos; en este caso, el nombre sí guarda cierta
relación conmigo, porque aunque siempre me he caracterizado por mi semblante
adusto y serio, mis adversarios me han ridiculizado numerosas veces como si
fuera un payaso.
Pinochet, apellido de raigambre europea, como los que suelen llevar los
civilizados criollos de la alta burguesía chilena. Sin embargo, algunos de mis
lejanos parientes parecen abominar de tan ilustre apellido, no sé por qué
razón. Y Pinochet, también -esto ha sido sin duda un filón para mis
detractores- como supuesto diminutivo galorrománico de un itálico personaje de
fuste y apéndice nasal retráctil, poco amigo de verdades (no sé, entonces, por
qué lo comparan conmigo, cuando yo he sido siempre fiel a mis principios, he
ido con la verdad -armada- por delante y, en todo caso, lo más que he hecho ha
sido maquillar algunas cifras).
Ugarte, otro nombre de estirpe europea, en este caso euskalduna, otra de las
etnias que dan origen a la selecta burguesía criolla del Cono Sur. Aunque me
temo que también compartirán ese noble apellido otros muchos exilados en Europa
y, lo que es peor, "verdaderos" euskaldunes que simpatizan con
doctrinas marxistas y separatistas. Y como botón de muestra, mucho tiempo ha
-yo no era aún siquiera famoso- que en una ficción cinematográfica llamada Casablanca asignaron tan noble apellido a un vasco
republicano, pequeño, repugnante y de mirada aterrorizada, que acababa muy mal
(menos mal) a manos de mis admirados pero lejanos mentores, de quienes he
heredado al menos sus jubilados, sus ideas y sus yelmos.
Habrá observado el lector que mi nombre y
apellidos, tan nobles y solemnes ellos, son presa fácil de la ironía y la
paradoja. Pero desafortunadamente esto no sólo afecta a mi identidad nominal.
Por desgracia, la ironía y la paradoja me han perseguido a lo largo de mi vida
y mucho me temo que lo harán incluso después de mi muerte.
Siempre fui un militar eficiente, disciplinado y
serio, pero hasta aquel punto de inflexión en mi vida me faltó carácter y
decisión. Carácter y decisión que sí tenía, por cierto, mi señora esposa.
Recuerdo que cuando algunos militares decidimos que había que poner fin a la
espantosa aventura marxista de Allende y asaltar el Palacio de la Moneda, nadie
se atrevió a ponerse al frente de la conjuración e incluso estuvimos a punto de
jugárnoslo a los chinos. Pero esa noche, mi señora esposa me recordó las
humillaciones que había sufrido por parte de otros oficiales a causa de mi
bondadoso carácter y me animó a sacar el militar de verdad que llevaba dentro.
Y lo hice.
Así que llegué al poder y yo, el payaso Augusto,
el mentiroso Pinochet y el republicano Ugarte, serví con seriedad y sinceridad
a mi República limpiándola de esos subversivos marxistas que en América son
todavía más peligrosos que en la civilizada y decadente Europa.
Pasados los años, y cansado de tan intensa
dedicación a la Patria, decidí devolver el Poder a manos de los civiles. No
obstante, me quedé con un puesto de senador vitalicio, siguiendo en esto las
sanas costumbres de los antiguos romanos, los cuales reservaban un lugar en su influyente
Senado a aquellos brillantes militares que -como yo- se habían destacado en
peligrosas campañas guerreras (claro que también hubo -porque la romana
monarquía entró pronto en la Decadencia que afecta de manera endémica a los
inestables europeos- quien nombró Senador a su propio caballo, y me temo que
esta circunstancia pueda llegar a repetirse algún día en los vastos territorios
del antiguo Imperio Romano, aunque espero no vivir para verlo). Ello me
permitió erigirme en árbitro de la elegancia y de la transición. Una Transición
a la chilena, como navajas chilenas, pues fue un proceso tutelado, en el filo
de la navaja y siempre a merced de las bayonetas (porque está claro que los
civiles no saben regir bien el país y por muy rectos que sean siempre acaban
siendo engañados por los taimados y diabólicos marxistas).
Así pues, vivía yo feliz en mi condición de Jefe
de las Fuerzas Armadas (porque ser militar es una noble vocación que sólo se
abandona cuando la edad obliga) y de Senador vitalicio, privilegiado observador
de la disciplinada Transición a la democracia que experimentaba mi país, para
ejemplo y envidia de todo el Orbe.
Pero es sabido que la dicha nunca es eterna y que
las cosas se pueden torcer en el momento más inesperado. Y la desgracia, que
hoy aflige mi alma, me alcanzó ya anciano y lejos de mi Patria. Y fue este
infortunio el que desencadenó el alud de ironías y paradojas que siempre me han
perseguido como si fueran mi propia sombra.
Así pues, hace unos meses, pensando que, a estas
alturas, mi infausto recuerdo no era más que un disco rayado en la voz de
soporíferos cantautores y que el Occidente pragmático y olvidadizo ya no
recordaba quién había sido yo, marché a la Gran Bretaña para someterme a una
operación de hernia de disco. No pensaba que la desgracia me golpease allí,
pues se trataba de una nación amiga a la que yo había ayudado durante la Guerra
de las Malvinas. Pero Albión siempre ha sido pérfida y se complace en
traicionar a sus amigos. Esa fue la primera ironía del destino.
La segunda, que la orden de detención procediera
de mi amada Madre Patria y, más aún, ahora que gobernaban los conservadores,
herederos más o menos directos de mi admirado General (aunque a alguno de ellos
parecían habérsele ablandado los sesos y se complacía en ir a visitar al
mismísimo diablo barbado cerca de Barbados). Pero ocurría que en España, donde
se había realizado una Transición demasiado completa y se había dado manga
ancha a los infames marxistas, existía la detestable división de poderes que
predicó el decadente Montesquieu. Y también constituyó otra fatal ironía del
destino el que fueran precisamente los conservadores los encargados de
rehabilitar esa división de poderes que había quedado algo maltrecha tras
largos años de gobierno pseudo-semi-marxista (y semi-pseudo-todo). En esas
circunstancias, la independencia de los jueces españoles era sagrada, al menos
para aquellas cuestiones que no afectasen directamente al poder ejecutivo,
como por ejemplo, ciertos asuntos exteriores que a su vez no comprometían en
exceso la fidelidad al Vigía de Occidente. Eso permitió que un juez con nombre
de chico, que incoaba con ahínco un suma y sigue de sumarios y que, al parecer,
procedía en origen de las infames filas marxistas, advirtiera por (des)ventura
mi terapéutica presencia en la Pérfida Albión. Puso este juez chico en rápido
movimiento su gran maquinaria judicial y su impresora escupió pronto un
voluminoso sumario sobre mi vida y milagros (aunque él los juzgaba, no
sé por qué, crímenes contra la humanidad).
A ello se sumó, como si se tratara de una ironía
en cadena, el hecho de que en Gran Bretaña ya no gobernaba con mano de hierro
mi amiga la Duquesa (no la de Alicia, sino la Thatcher) y que hubieran subido
al poder los laboristas. Y aunque estos laboristas estaban cada vez más
descafeinados y preocupados por el trazado ferroviario (vía 3, sector A), se
les notaba a la legua (o mejor, a la milla) el pelo de la dehesa y su antigua
dedicación en favor de marxistas irredentos de Ultramar. Por ello, recibieron
con agrado la orden de detención del juez chico y quisieron volver a sentirse
grandes, a ser el ombligo del mundo, como en la época dorada del Imperio
Británico.
Así que, con pompa, circunstancia y peluca, como
en sus mejores tiempos y con sus mejores galas, los lores decidieron que yo no
podía volver a casa, mientras que un ministro alto y delgado -como mi país- se
encargó de trasladar al poder ejecutivo tan aristocrática decisión judicial.
Afortunadamente, en Chile la división de poderes
es una quimera, en parte porque siempre han mandado más los poderes fácticos
que los constitucionales. Por ello, mis correligionarios -y aun los que no lo
eran- hicieron frente a mi favor, esgrimiendo razones de lo más diverso y
perverso. Pero esto, que pudiera ser un alivio para mi delicada situación,
parece haberse trastocado en otra cruel paradoja. Porque sé bien que la persona
que más puede hacer por mí en estos difíciles momentos es el presidente Eduardo
Frei. Y por tanto, yo, Pinochet, me veo abocado a confiar en que Frei sea mi
salvador allende los mares, lo cual constituye una de las más grandes ironías
que me ha deparado la vida. Claro que en esto de las paradojas Frei tampoco
sale muy bien parado, porque a pesar de su apellido, no es libre para decidir nada (así es la democracia
chilena) y si me presta su apoyo (supongo que con intereses) es a causa de la
presión de los militares y los círculos políticos próximos a mi persona.
También elogiaron mi labor de gobierno algunos
próceres de la Madre Patria, de apellidos eclesiales y fungiformes, pero lo
tuvieron que hacer con la boca pequeña, con sutiles sofismas, casi en privado
(uno de ellos lo era), y aun así provocaron un inesperado revuelo entre la
opinión pública de aquel país.
Pero la labor frenética de Frei, de los próceres
españoles, y aun la de un ministro de exteriores chileno socialista, y aun las
declaraciones intempestivas (como casi siempre) de un ex presidente socialista
español (¡qué curiosos aliados circunstanciales!) no parecen haber derribado el
muro que se levanta frente a mí. Bueno, más que muro es una amplia casa de la
campiña inglesa, donde me encuentro cómodo pero recluido, y eso no sienta nada
bien a quien a estado acostumbrado a regir durante quince años un gran país. De
hecho, ni siquiera me consuelan las visitas de Margaret Thatcher, que sin duda
viene para quitarle hierro al asunto, tomar el mate de las cinco (perdón, el té,
sigo sin acostumbrarme a este caliginoso país, pucha) y para hacerme salir en
todas las portadas de los tabloides (o para hacerse salir ella misma, quién
sabe).
Y el tiempo pasa y pasa en la campiña inglesa, a
las afueras de Londres. Y cada día soy más viejo, y tengo más achaques, más
nostalgia de mi patria, mi escaño y mi poder. Y presiento que voy a ver aquí
(si es que la niebla me deja) la luz postrera. Así que yo, Augusto Pinochet
Ugarte, correcto militar y político honrado, que he dedicado toda mi vida a
perseguir con saña y con maña a miles de marxistas subversivos, ya anciano he
cruzado océanos para acabar mis días en la misma ciudad que vio morir al
mismísimo Carlos Marx. ¿No es ésta, acaso, la mayor y más cruel de las ironías?
EL
JUEZ
Soy juez, soy de Jaén y nunca pensé que pudiera
hacer cosas de este jaez. Pero es que soy juez.
Nací en una familia humilde, que vivía de los
olivos (y a veces llegó a vivir en los olivos). Fui desde pequeño estudiante
notable y obtuve becas que me permitieron seguir el camino del saber. Pero lo
cortés no quita lo valiente, y siempre que podía ayudaba a mis padres con los
aperos de labranza, porque el hombre sabio también puede ser aceitunero altivo.
Llegado a los dieciocho años, con otra beca más,
partí rumbo a Sevilla para comenzar mis estudios de Derecho. Alojado en un
cuartucho de un pariente lejano (tan lejano que apenas lo veía en la casa), sin
más compañía que un flexo encorvado y herrumbroso, apuntes, hojas de ciclostil
y desencuadernados manuales comprados de segunda mano, fui sacando adelante la
carrera. Nunca fui amigo de tunas ni de tunos, ni de tapeo con aceitunas, y ni
siquiera me escapé a la playa de Zahara de los Atunes, como solían hacer en
junio mis compañeros. Sabía que mi deber era estudiar y convertirme en un
hombre de provecho.
No es de extrañar, por tanto, que acabara la
carrera de Derecho con brillantez, para asombro de los niños ricos que sabían
de mi humilde condición (pero no se sabían los textos legales). Y una vez
licenciado, me dediqué a preparar con igual concentración las oposiciones para juez.
Las saqué a la primera, como no podía ser de otra forma, y me destinaron a un
pequeño pueblo de Huelva. Aguanté un par de años y esperé pacientemente otro
destino para estar de vuelta en mi tierra natal: por fin conseguí ser juez en
Jaén, para júbilo de mi padre jubilado, que así vio aliviada su humilde vejez.
Desde entonces todo han sido progresos, lentos
pero constantes, hasta la alta condición que detento ahora. Ahora bien, ha sido
una trayectoria larga y costosa, cuyo éxito se ha cimentado en mi sólido
sentido del deber y mi fe ciega en la Justicia.
Algunos me reprochan mi dureza, pero yo sólo he
aplicado la ley, eso sí, haciendo gala de vez en cuando del sentido común que
debe poseer todo juez.
Así, por ejemplo, he sido implacable con los
ladronzuelos, porque creo a pie juntillas que si no se les paran los pies a
tiempo llegarán a ser peligrosos delincuentes (por eso mismo, tampoco veo mal
la doctrina coránica de amputarles alguna extremidad). Así pues, sus futuros
efectos letales deben ser contrarrestados con medidas legales, por duras y
desproporcionadas que éstas puedan parecer. Y entre los ladronzuelos, he sido
especialmente duro con los que roban botes de café soluble, pues tengo la firme
convicción de que lo hacen para mantenerse despiertos y así poder seguir
robando. Por cierto, que nunca he tenido en cuenta la distinción que establecen
los leguleyos entre el hurto y el robo, pues me parece tan
abominable hurtar algo a una víctima descuidada como robar algo mediante la
fuerza y la coacción. En consecuencia, he aplicado siempre a los reos la pena
correspondiente al robo, por ser ésta la más severa.
También he sido implacable con los estafadores,
no porque se lleven dinero de los contribuyentes, sino porque lo hacen sin
ofrecerles nada a cambio, y me parece que eso envenena el correcto
funcionamiento de la sociedad.
Hasta he sido implacable con los testigos, porque
son la base de la justicia. Yo siempre he dicho que un mal testigo es como un
mal árbitro, y por ello les he exigido (a los testigos, no a los árbitros) una
exhaustiva reconstrucción verbal de los hechos delictivos que han observado,
porque un buen ciudadano no puede ampararse en excusas infantiles como el
miedo, los nervios o la mala visibilidad. Esa es la razón por la que he llegado
a imponer castigos a testigos incompetentes, a pesar de las críticas de otros
jueces sin duda celosos de mi eficiencia (porque he de denunciar que en esta
profesión no existe un verdadero espíritu corporativo al servicio de la
Justicia).
Pero quienes me han sacado de quicio han sido los
suicidas. Porque si todos los asesinatos son viles y ruines, creo que no hay
nada más cobarde que matarse a sí mismo, pues entonces la víctima no tiene
posibilidad alguna de defensa. Y aunque he actuado con la máxima severidad en
estos casos, debo reconocer que muchos de los reos se me han escapado. Lástima,
porque entonces no he podido ir más allá en su busca, en parte porque no creo
en el Más Allá, sino sólo en la Justicia.
En todo caso, sigo manteniendo la convicción de
que mi método era el correcto, y la prueba de ello es que fui ascendiendo en la
carrera judicial hasta incorporarme a los juzgados más importantes de la
capital y participar de forma destacada en los casos más importantes y en las
polémicas que afectaban al mundo de la Justicia.
En este sentido, he de confesar que vi con enorme
desconfianza la implantación en España de la ley del Jurado, a imitación del
decadente sistema judicial anglosajón que cualquier españolito medio conoce
mejor que el nuestro (por ello, abogo por que la Jurispridencia española se
incorpore al nuevo sistema de enseñanza obligatoria). Y sigo pensando que esta
ley del Jurado es un craso error: primero, porque como ya advertían los
viajeros ingleses que recorrían España en los albores de la Edad Contemporánea,
resulta más fácil poner de acuerdo a todo el Mundo que a una docena de
españoles (incluso si son doce hombres sin piedad); segundo, porque los
incultos ciudadanos carecen de los brillantes conocimientos jurídicos que tiene
un juez y nunca sabrán captar los sutiles matices en que se basa la Justicia (y
además, el juez es siempre una sola persona y difícilmente puede entrar en
contradicción consigo mismo, pues no sufre de esquizofrenia, a diferencia de
ciertos escritores de dudoso prestigio). Aun así, mi frontal oposición a la ley
del Jurado fue duramente criticada por la prensa, ante la cual aparecí -para mi
sorpresa- como un juez elitista, de acusado espíritu corporativista (algunos
afrancesados aún lo llamaban éprit de corps), desdeñoso con los incultos
ciudadanos y distanciado del mundo real, ¡yo, precisamente yo, que me había
criado entre los olivos!
Por ello, resultará obvio decir que nunca me he
llevado bien con la prensa. Cuando me han buscado, les he hecho caso omiso,
porque se sienten muy prepotentes (se hacen llamar, nada menos, cuarto poder,
justo detrás del nuestro) y yo estoy acostumbrado a que todos me hagan caso
sumiso. Ahora bien, tampoco me ha irritado salir en algunas portadas, no por
afán de notoriedad, sino porque ya es hora de que en este país se conceda la
debida importancia a los que velamos por la Justicia, pues somos ciudadanos
ejemplares y útiles, a diferencia de los artistas pendencieros, los empresarios
corruptos, los deportistas dopados y las señoritas de dudosa reputación (y eso
concediéndoles el beneficio de la duda). Por cierto, no me importa que los
plumillas me llamen super-juez, porque el prefijo intensifica mi
condición pero no la altera; en cambio, sí detesto la calificación de juez
estrella, pues me equipara con la escoria que acabo de nombrar, altera mi
humilde y honrada condición de juez y, además, preludia mi ocaso (porque
todas las estrellas acaban por apagarse, cosa que a mí no me ocurrirá).
Cansado de aplicar la ley con eficiencia, sentido
común y -según mis detractores- dureza, y cansado también de las insidias de
mis colegas y de la prensa, probé suerte en la política. Pero la política no es
lo mío. No. Yo estoy acostumbrado a dictar sentencias, pero eso de soltar
largos discursos me viene grande, me parece ampuloso, falso y retórico. Yo soy
conciso, sobrio, directo, quizá poco diplomático, y el mundo de la política es
un mar todavía más proceloso que el de la judicatura, porque en la política las
promesas nunca se cumplen (ni siquiera las promesas que se hacen unos políticos
a otros). Es un mundo galopante, delirante e infernal. Y cansado de este trote,
al poco tiempo salí de él.
Pensará el lector que soy un fue, un es y un será
cansado, pero lo cierto es que mis períodos de desengaño y abatimiento pasan
pronto, porque me guía la fe en la Justicia, sólo comparable a la fuerza
inagotable que guiaba a los caballeros andantes.
Por ello, pronto me recuperé y volví a mi alta
dedicación en los juzgados de la capital. Y siempre sobre la base de mis firmes
convicciones. He abierto tantos sumarios que no sé ni lo que suman, porque a mí
no me interesa la adición sino perseguir la adicción a las sustancias que
nublan el recto proceder. Porque ahora ya no me dedico a condenar a
ladronzuelos, estafadores, suicidas o testigos incompetentes, aunque echo de
menos aquellos tiempos. No, ahora pico más alto, pero siempre en nombre de la
Justicia, porque yo nunca he tenido afán alguno de protagonismo. Son ahora las
verdaderas lacras de la sociedad las que reclaman mi privilegiada atención:
narcotraficantes, traficantes de armas, terrorismo de Estado y terrorismo
contra el Estado.
Y gracias a mi abnegada labor, sigo saliendo en
las portadas, y aun en la televisión, con lo cual todo el mundo puede conocer
mi dedicación a la Justicia. Hasta tengo -no sé por qué- más guardaespaldas que
los infames políticos y empresarios a los que persigo.
En estos últimos meses he superado incluso la
dimensión nacional y mi labor, firme y callada, ha sido conocida en todo el
Orbe. Espero que mi aportación al derecho internacional contribuya a poner algo
de orden en este desalmado y caótico mundo que llega al fin del milenio.
Para terminar, quiero advertir al lector que, a
pesar de tan merecida fama, no me he endiosado. No. No tengo intención alguna
de aspirar a ser Juez Supremo, aunque sí quisiera llegar algún día a ser Juez
en el Tribunal Supremo para poder servir mejor al sistema judicial de la mi
país. Porque a pesar de todo lo que digan de mí, sólo soy un Juez.
EL
PERSEGUIDO
Me siento asediado. Me siento cercado,
defendiendo encarnizadamente los aledaños de mi ser. Porque tengo la absoluta
convicción de que me persiguen. Sé que me persiguen. Sé que van a por mí. Sé
que vais a por mí. Sí, vosotros, los que os regocijáis interiormente ante mis
noches de insomnio, los que aguardáis como agua de mayo mis lagunas creativas,
los que abortáis mis fantasías lascivas.
Sí, sois vosotros los que os introducís en mi
mente para producirme un intenso dolor de cabeza, los que me embotáis los
oídos, los que me nubláis el sentido.
Pero por muchos que seáis, sabed que vuestro
esfuerzo será en vano. Porque me encuentro física, moral y hasta bélicamente
bien pertrechado para resistir vuestros embates.
Y al final, no sin fatigas, no sin sangre, no sin
hambre, seré yo quien venceré.
Tenéis envidia de mi genio, de mi superioridad,
de mi magnificencia, y sois vosotros los culpables, los únicos culpables, de
vuestra propia ignominia y de vuestra propia mediocridad.
Conozco todos y cada uno de vuestros movimientos,
y también a todos y cada uno de los miembros que formáis este vasto ejército
que me persigue sin tregua. Pero yo tampoco os doy tregua, aunque a veces creo
haberme excedido en mi celo protector y en mi justificada violencia contra este
ejército fantasmal que se transmuta constantemente en personas aparentemente
inofensivas que comparten mis espacios más cotidianos. Y en ese caso, quiero
que quede claro -ante aquellos que se mantienen imparciales y que en el futuro
habrán de juzgarme- que no he sido acosado por un ejército convencional, sino
por una infame caterva de espías y que, por tanto, he procedido correctamente
dándoles muerte. Y la prueba más palmaria de ello es que las autoridades nunca
me han podido implicar en ninguna de estas muertes: por supuesto que saben que
soy yo, porque controlan todos mis movimientos, pero no habrían sido capaces de
explicar el comportamiento de sus esbirros y habrían quedado en evidencia ante
todo el mundo, incluso ante aquellos que no son capaces de pensar por sí
mismos. Las autoridades (en especial, la policía del pensamiento) asumen que
están sufriendo muchas bajas en la guerra no declarada que libran contra mí,
pero siguen teniendo ciertas esperanzas de que algún día podrán acabar conmigo.
De todas formas, me queda un poso de frustración,
porque tengo el presentimiento de que sólo he podido actuar directamente contra
los eslabones más débiles de esta cadena que intenta ceñir mi cuerpo, mi mente
y mi alma, que tan sólo he podido aniquilar a los peones de este siniestro
ajedrez que pretende a toda costa darme jaque mate. Pero también tengo el
presentimiento de que poco a poco iré subiendo peldaños en la jerarquía de mis
enemigos y descubriendo a los testaferros, cabecillas, capos, caudillos y aun a
las propias cabezas pensantes de esta monumental conspiración que se ha tejido,
no sé aún por qué, en torno a mí.
Sé que el lector ordinario (que quizá incluso
forma parte de este infame y sutil ejército al que me enfrento) pensará que he
cometido execrables y espantosos crímenes en nombre de una vaga quimera, en
nombre de una injustificada manía persecutoria, y que soy por tanto un peligro
para la sociedad. No, no os dejéis engañar por quienes, desgraciadamente, ya
controlan vuestras mentes a través de las nuevas tecnologías de la información.
Ocurre justamente al revés: es la sociedad la que constituye un peligro para
mí. Sé que no podré convenceros, que ya tenéis una venda en los ojos para el
resto de vuestros días, pero confío y espero que algunos lectores de
sensibilidad e inteligencia superior se sientan identificados con mi situación.
Sé que no soy la única víctima, aunque quizá la más apetecible, sé que van a
correr mi misma suerte (o, más bien, desgracia) las personas que no se han
rendido ante el control omnímodo que sobre nosotros ejercen esas dañinas,
invisibles y subliminales nuevas tecnologías de la información. Que somos un
reducido grupo de elegidos ante los cuales se lanzan sin cesar esos buitres
callados, esa infame turba de personas mediocres que tan sólo entienden lo que
Ellos quieren que entiendan.
Por tanto, para esas almas superiores que se
encuentran tan acosadas como yo, para esos vestigios de la racionalidad en un
mundo adocenado, para esos rescoldos de crítica en un mundo infelizmente feliz,
escribo esta dura y sincera confesión, aunque temo que pronto será captada por
nuestros enemigos y dudo que alguna vez llegue a mano de mis secretos y
aislados aliados.
Dura y sincera confesión porque reconozco que,
aun en legítima defensa, he cometido innumerables crímenes y asesinatos contra
esas hordas carentes de voluntad y de consciencia que me han perseguido durante
cinco años. Y no descarto que, en alguna ocasión excepcional, mi exceso de celo
me haya llevado a quitar la vida a algún inocente. Pero en una guerra sin
cuartel como esta todo está permitido y, además, ¿quién puede ser hoy
completamente inocente?
La crueldad de mis enemigos no tiene límites,
pues utilizaron en primer lugar a miembros de mi propia familia como peones,
como esbirros en la infame persecución de que soy objeto. Esperaban, quizá, que
mis sentimientos personales neutralizaran mi perfecta mentalización bélica.
Esperaban situarme ante un dilema, y aprovechar así la debilidad de mi mente y
mi voluntad para capturarme. Pero erraron: mis tribulaciones, que existieron,
fueron pronto superadas por mi ejercitada concentración transensorial y, no sin
dolor por mi parte, pude abatir a tiempo a todos estos enemigos que otrora
fueron amantísimos componentes de mi gran familia.
Mis enemigos se sirvieron de una táctica similar
al manipular vilmente a las pocas mujeres que en esta vida se han interesado
por mí. En este caso, me fue mucho más fácil desenmascararlas: me seguían a
todas partes, se metían en mi hogar, trataban de acaparar mi atención y mis
sentimientos, no me permitían seguir en guardia contra los demás enemigos pues
ellas se sentían celosas. Ahora bien, eran como las mismísimas sirenas de
Ulises, atractivas, etéreas, lisonjeras, subyugantes; y, como el héroe, yo
mismo estuve a punto de sucumbir. Sin embargo, en el último instante, en uno de
esos escasos momentos de lucidez que sobrevienen cuando uno está aletargado por
lo que llaman amor, cuando uno está encadenado por la materia y los
sentimientos, me di cuenta del sutil engaño y obré en consecuencia. Fue duro,
fue triste, fue humillante, sobre todo para el ego de quien durante algún tiempo se sintió amado
por ser quien era, pero no podía caer de una manera tan banal: tenía que
deshacerme de ellas, una a una, tenía que hacerlo, y lo hice.
Estos son mis crímenes: ni uno más, pero tampoco
ni uno menos. Porque vuelvo a insistir en que casi todos ellos están
justificados. Y seguiré así mientras me sienta perseguido.
M. (historia de una obsesión)
Conocí a M. (permitidme que la llame así, por su
inicial verdadera, pues su nombre completo aún hoy me inspira una profunda
melancolía del ánimo que se prolonga durante semanas enteras) en una umbría
tarde de septiembre, mientras aguardábamos a que los ociosos bedeles colocaran
los listados de los alumnos admitidos para cursar la carrera de Letras. Y
aquella tarde no hubo sorpresas, pues en estos malos tiempos que corren para la
Lírica fuimos todos admitidos en nuestro particular purgatorio que, cinco años
más tarde nos conduciría inexorablemente al averno del desempleo.
Pero, a pesar de todo, aquella tarde fue
especial. Porque allí estaba M., en todo su esplendor. Los mortecinos rayos de
sol en el crepúsculo del verano eran suficientes para iluminar aquellas compactas
hebras doradas y aquella blanca palidez.
Siempre había pensado que los poetas exageraban,
que estaban tocados de algún mal incurable, y que por ello sublimaban sus
frustraciones describiendo seres angelicales que sobrepasan todo lo que se
juzga normal entre las cualidades humanas. Pero en aquel momento les di la
razón. Porque allí estaba M., en todo su esplendor, carnal y rosa, blanca en su
blanca palidez.
Comienzo por los cabellos, madejas de oro delgado
dispuestas en perfecta armonía clásica: de un rubio trigueño para no cegar de
luz a sus admiradores, no muy largos para no dilatar en exceso el arrobamiento
de quien los ve como maná caído del cielo, disciplinadamente recogidos en su
extremo en forma de sublime casco dorado que jamás ciñó en sus sienes diosa
alguna de la Antigüedad. Y todo, como veis, en su justo medio, como la virtud
misma.
Sigo con la frente, amplia y límpida, perfecto
altozano que daba la bienvenida sus ojos, correctamente precedidos, a modo de
dintel, por una cejas algo más oscuras de lo que su blanca palidez haría
presagiar. Y por fin sus ojos, microcosmos de la mar océana, verdiazules densos
e intensos, discretamente semiocultos por unos párpados levemente caídos que
revelaban su aparente timidez; pero a su vez armados con mortíferas pestañas,
largas y separadas, espolones de la flota argólica. Porque M. era siempre el
justo medio, la armonía, la perfecta síntesis de contrarios, el yin y el yang, la media aritmética de diez
más diez.
La nariz pequeña, progresivamente adelgazada vista
de frente, sutilmente cóncava vista de perfil, entre angelical e infantil. La
boca pequeña, los labios finos pero colorados, siendo el superior arqueado como
nuevo dintel que dejaba entrever algunas blanquísimas perlas de este
interminable templo de la belleza.
El torno del rostro amable y redondeado, de nuevo
en perfecta síntesis de niña-mujer-angelical, sabiamente apartado de esos
rostros de modelos al uso, tan estirados y reveladores de huesudas quijadas que
más bien parecen imitar la estremecedora mueca de las Parcas.
El resto del cuerpo, en cambio, era más de mujer
que de niña, para recuperar la armonía momentáneamente perdida.
Y, last but not least, la tez lisa,
blanca, blanca en su blanca palidez de mármol de Carrara y tan perfecta que
ningún escultor se habría atrevido siquiera a usar de modelo, porque lo único
no es repetible y ni tan sólo imitable.
Aquella tarde umbría, la contemplación de la
belleza fue efímera, como efímeros son también el placer, la vanidad y la
belleza misma. Pero al ser humano siempre le queda la capacidad del recuerdo,
de la imaginación y de la contemplación interior. Y así se empezó a forjar el videoclip de mis mejores sueños.
Dijeron los clásicos que el hombre apetece la
virtud, que se esfuerza por seguirla de cerca. Y eso es lo que yo hice en los
días y meses sucesivos. A pesar de que el aula estaba muy masificada procuré
ocupar un asiento cercano a M., aunque no demasiado próximo, por miedo a
abrasarme como Ícaro. Más importante que la proximidad era el hecho de que la
ubicación permitiera una buena visibilidad y
-pese a desconocer las reglas del espacio tridimensional, pues era de
letras- pude hallar un ángulo inverosímil que me daba el acceso perfecto al
templo de la suprema belleza.
En aquellas nuestras primeras clases de
aprendices a gramáticos y poetas, me sentí cada vez más letraherido por su
aura, su belleza y su voz. Sobre todo su voz, sonora, equilibrada, cristalina,
de bellas cadencias autóctonas, de tonemas ascendentes finales que parecían una
escalera al cielo. Era su voz el barniz ideal de tanta perfección.
Entramos en el otoño y empezaron a caer sobre
nosotros las hojas secas de la literatura española y universal. Y ella se
convirtió en mi Beatriz, mi Laura, mi Lisi, mi Berenice. Y comprendí a Dante,
comprendí a Petrarca, comprendí a Garcilaso, comprendí a Bécquer, los comprendí
a todos. Vi con excepcional nitidez que ninguno de ellos pretendía buscar un
dolor gratuito y exhibicionista, que no eran profesionales del sadomasoquismo,
como a veces ciertas mentes ingenuas han querido pensar. Muy al contrario, su
dolorido sentir en busca de un ser sublime e intangible era un sentimiento
nuevo y sincero, del que no saben ni sabrán nunca esa infame turba de nocturnas
aves que tan sólo conocen los platos precocinados de la belleza y del amor.
Y como el hombre apetece la virtud, pronto
comprobé que cinco horas diarias de abnegado guardián del templo de la belleza
sabían a poco. Y por ello, con los primeros fríos, comencé mi particular odisea
siguiendo de cerca a mi única y verdadera sirena, aunque aquello conllevara la
desolación de la quimera y el incierto porvenir de una vaga ilusión.
Sé que la mayoría de los lectores juzgará mi
comportamiento como un enfermiza obsesión, y que quizá la sociedad neoliberal,
pragmática y tecnificada me dará la espalda por haber sucumbido a los estériles
hábitos de literatos dipsomaníacos y depresivos, seres completamente
improductivos en este nuevo mundo feliz. Pero también sé que algunos
comprenderéis mis motivos, y que puedo con mis palabras encender la tenue llama
de una íntima rebelión.
Mi viaje iniciático me llevó a descubrir, en
primer lugar, todos los rincones de nuestra alma mater, en una especie
de visita guiada por la belleza. Y así, espoleado por ese inexplicable
sentimiento, seguí de cerca sus pasos en la Biblioteca (robándole miradas por
encima de los libros y los atriles), el salón de actos, las aulas vacías y los
pasillos iluminados por amplios ventanales que multiplicaban su belleza. Tan
sólo me detuve a las puertas en la cantina, pues me resistía a admitir la
naturaleza humana del etéreo ente al que (in)discretamente seguía.
Y pronto, los rincones de la Facultad me supieron
a poco, pues la curiosidad y el deseo son dos poderosas drogas que te hacen
anhelar al punto algo que llegue más allá. Y, en efecto, allende la Facultad
pude encontrar nuevos universos para mi obsesiva persecución, en los cuales mi
imaginación pudiera volar como la libélula vaga de una vaga ilusión.
Los parques cercanos eran, por ejemplo, un marco bucólico
ideal para ver como la belleza de M. se fundía con la de la naturaleza, en una
simbiosis que ya retrataron a la perfección los poetas del Renacimiento y en la
que, por tanto, no vale la pena demorarse. Desde alguna atalaya privilegiada
pasaba yo horas y horas de delectación morosa, contemplando tan sublime
espectáculo de la creación. Y en ocasiones pude advertir deliciosos gestos de
M., gentil ninfa de natural alegre y vital. Fue, por ejemplo, en uno de esos
parques, cuando ella coincidió con un apolíneo doncel, que sin duda debía de
ser su hermano, y con el que se fundió en un tierno abrazo. Y pude admirar,
desde la distancia, el radiante fulgor de sus ojos y la más encantadora de sus
sonrisas, motivadas por tan fraternal encuentro.
Su alegría de vivir era inmensa y contagiosa.
Siempre saludaba cordialmente a sus conocidos y yo, pese a mi observante
distanciamiento, no iba a ser menos. De hecho, recuerdo un día en que, tras
verla en la misma acera pero en dirección contraria, fui capaz de dar la vuelta
a una gran manzana de edificios sólo para poderme encontrar de frente con M. y,
casi sin resuello, poder disfrutar una vez más de su radiante sonrisa y su alegre mirada.
Incluso una vez llegué a pensar que mi presencia provocaba en M. una excelsa
exaltación del espíritu: no sé dónde ni cuándo (pues cuando me encontraba con
ella perdía la noción del tiempo y del espacio), la vi de frente y, de pronto,
advertí que ella empezaba a sonreír con la mejor de sus sonrisas y a mover las
manos en forma de saludo entusiasta; y he de reconocer que, presa de la
excitación, yo mismo me puse a saludarla con idéntico entusiasmo. Fueron para
mí unos sublimes, aunque efímeros, segundos de la más completa felicidad, casi
quince segundos de gloria, hasta que constaté que a mis espaldas se encontraba
el mismo apolíneo doncel de días atrás. Y entonces me retiré cortésmente, para
no importunar el alegre reencuentro entre hermanos.
Mi seguimiento no tenía límites y escapaba a toda
consideración sobre lo que se juzga razonable. Pronto descubrí qué autobús
tomaba para volver a casa, y decidí que ése sería también mi autobús, aunque tuviera que andar luego media
hora para llegar a la mía. Simulé que yo vivía cerca, tras haberme documentado
previamente sobre su barrio, para hacer más creíble la ficción. Y en aquel
autobús viví momentos verdaderamente felices. A veces nos sentábamos y
charlábamos sobre nuestra carrera, nuestros singulares profesores y sobre
nuestros compañeros (y de algunos de ellos, a los que notaba más inclinados
hacia M., hacía yo crueles comentarios que ella reía con discreción y con
mesura). Pero me gustaba más verla de lejos, sentada y pensativa en los
asientos del fondo, y contemplar cómo los rayos de sol se rendían ante su
figura de deidad nórdica y grecorromana a un tiempo o cómo el viento de la
tarde oreaba sus cabellos, fuego rubio cortado.
Y también me producía un inexplicable placer
espiarla en otros lugares, seguirla hasta que casi se diera cuenta, hasta que
sospechara que alguien estaba sobre sus pasos, como si esa descarga de adrenalina
que experimenta quien se pone al límite de lo permisible fuera la única droga
que me permitiera seguir viviendo.
De hecho, cada año me sentía presa de un pánico
indescriptible, contemplando, cómo iba acabando el curso, cómo llegaba el
verano, tan callando. Era para mí el verano, en aquellas circunstancias, el
desierto del sentimiento, el desierto del seguimiento, el desierto en que se
borraban paulatinamente sus huellas, pues nunca fui capaz de descubrir dónde
veraneaba mi luz y mi guía. Pero como también ocurre en las áridas tierras de
aquella región, al cabo de tres meses volvían a surgir de la nada esos
temporales ríos cristalinos que dibujaban de nuevo ante mí su imagen perfecta,
como dos brillantes soles rodeados por dunas de arena.
De vuelta al curso (con alegría), en esta mi
odisea alimentada por el deseo, también coincidí con ella en el teatro, una de
sus principales aficiones. Y recuerdo -con especial satisfacción, in dulce
jubilo - el momento más dulce. Se trataba de una representación -de ámbito
universitario, para amateurs (y
de paso, para amadores)- en la que M. fue escogida para representar el papel de
princesa, como toda lógica hacía presagiar. Y sin dudarlo, me embarqué en la
aventura. Pensaba que, al menos, podría espiarla desde bambalinas, dando así
nuevo fuego a ese amor secreto, que pretendo y que me esquiva, que se escapa
como el humo de puntillas. Sorprendentemente, tuve cierta fortuna y, pese a no
conocer apenas el texto y ser bisoño en las lides talíacas, me asignaron un
pequeño papel cómico (pues quedé muy lejos de obtener el de galán). Pero este
papel cómico resulto ser una nueva bendición en mi abnegado servicio a M.
Porque, completamente vestido de bufón, mi función en la obra consistía en hacer
gracias que aliviaran la melancolía de la triste princesa, lánguidamente
postrada en su silla de oro, ausente y febril la mirada, sin aliento vital
alguno, a causa de la indiferencia de un malvado príncipe en el que ella había
depositado todas sus esperanzas (¡qué amarga coincidencia!). Y fue para mí una
experiencia inigualablemente deliciosa, que aún recuerdo vivamente, ver cómo
mis chanzas iban alegrando paulatinamente el angélico rostro de la más bella
princesa que jamás vieron los siglos pasados ni verán los venideros. Y cómo,
finalmente, brotaban unas sonoras carcajadas de su boca de fresa, síntoma de
que la triste princesa vencía su locura de amor mientras yo aliviaba la mía.
Mas me quedó para siempre la duda de si M. realmente se sentía tan feliz a
causa de mi presencia o simplemente, como todos iban diciendo a la salida, es
que era una excelente actriz.
Es fácil adivinar, por tanto, la influencia que
ejercían sobre mí las inquietudes artísticas de M. Me esforzaba por captar al
vuelo sus opiniones sobre arte, literatura y espectáculos, y procuraba asistir
a las exposiciones y conciertos a los que ella previsiblemente iría. Y casi
siempre acertaba. Y lo curioso es que en estas ocasiones yo no me escondía; al
contrario, me mostraba ante ella de la forma más ostentosa, simulando conocer a
la perfección la vida y el estilo de sus más idolatrados músicos o pintores,
ayudado en esta tarea por la rápida memorización de los folletos de
presentación que M. aún no había tenido tiempo de leer. Y, en consecuencia,
ella admiraba mis conocimientos y se sorprendía de la perfecta empatía que
existía entre nosotros. Por esa razón, poco a poco me iba concediendo un trato
especial entre sus amistades, y me fui convirtiendo en su consejero artístico e
intelectual, teniéndola cerca sin necesidad de sutiles industrias y arriesgados
seguimientos. Y hasta quiso saber quién era la musa que inspiraba mis versos,
pero tuve que mentirle otra vez. Porque volví a ver que ella, en el fondo, sólo
tenía ojos para el apolíneo doncel que sin duda debía de ser su hermano.
M. se convirtió así en mi sueño, mi son, mi chanson,
mi pasión, mi comezón y mi desazón porque, aunque durante varios años la seguí
y aun la perseguí (ya os he dado completa relación), no es menos cierto que
jamás, jamás la conseguí.
A pesar de todo, M. y yo hemos sido amantes en
infinidad de sueños y ensoñaciones, durante los cuales he disfrutado y he
sentido más y mejor que ninguna persona humana pueda haberlo hecho durante las
horas de vigilia. Y aunque esa sensación pueda resultar extraña y difícilmente
comprensible, me duele, me sigue doliendo, me duele muchísimo, que cuando
expongo en voz alta esos sublimes momentos de amor subliminal, algunas personas
vulgares, prosaicas, sin la más mínima sensibilidad literaria, me critiquen
diciendo que todavía vivo anclado y sumido en un mundo de ficción, y que jamás,
jamás me haré mayor.
De todas formas, el lector -incluso el lector con
sensibilidad literaria- seguramente se preguntará por qué nunca fui capaz de
comunicarle a M. la verdadera naturaleza de mis sentimientos. Quizá fue por
timidez, quizá fue por creer no estar a la altura de su excelsa belleza, quizá
fue por temor al que yo esperaba que fuera su hermano. Pero sobre todo, la
razón determinante fue ésta: yo no quería que los inestables y oscuros
sentimientos del amor y del deseo interfirieran en la sublime contemplación de
la belleza y en la perfecta armonía que existía entre nosotros dos.
Pero pasaron los años y nuestras vidas paralelas
se convirtieron en rectas paralelas: ni una mirada lejana, ni un cruce casual,
ni una exposición, ni un concierto. Que yo iba por un camino y ella por otro
era tristemente cierto. Quizá se fue al extranjero, quizá habite en el olvido,
quizá dé clases en un remoto pueblo. Soy ya veinte años de ausencia, pero a mí
me parecen doscientos. Una eternidad en el recuerdo.
Y he comprobado, con pesar, que por mucho que uno
se esfuerce, las ilusiones perdidas juguetes del viento son y los horizontes
perdidos no regresan jamás.
Desde entonces he ido llenando álbumes y álbumes
con las fotos de actrices que vagamente se parecían a M. Pero esta peculiar
terapia, esta extraña sublimación que algunos juzgarán enfermiza, tan sólo
parcialmente ha podido mitigar la aguda nostalgia de una ilusión perdida; porque
esas actrices quizá sean más bellas, más altas, más ricas y más famosas, pero
en el fondo son sólo el sucedáneo de lo que aún persigo en vano, vano fantasma
de niebla y luz.
M. pareció desvanecerse en las caliginosas brumas
del pasado, y luego vinieron otras. Pero aún hoy, en las tardes umbrías de
primavera y de otoño, me viene a la mente, en forma de huella indeleble, su
imagen, nítida, radiante, alegre, lozana, justo como quiero recordarla.
LA
SECTA
Estoy en posesión de la Verdad absoluta. Pero no
me lo tengo creído.
EL
TREN DE LA TOLERANCIA
No era un commuter train inglés, ni un TGV francés, ni uno de esos
fugaces trenes japoneses que casi parecen deslizarse machihembrados a la vía.
Era, tan sólo, un humilde tren de cercanías, casi una pieza de museo, recuerdo
de tiempos pasados, que invertía casi hora y media en un trayecto para el que,
en otros lugares de la aldea global, sólo se hubiera necesitado media hora. Le
costaba arrancar, iba a golpes, parecía ser presa de una timidez impropia de
las gentes que lo usaban y de los lugares por los que pasaba. Pero a pesar de
todo eso (o quizá precisamente por todo eso), este tren tenía su encanto.
Decían, además, que era una de las
líneas más rentables, abarrotada por profesores, estudiantes, turistas,
inmigrantes, charlatanes y comerciantes. Iba siempre lleno de público
expectante. Desde la provinciana Murcia hasta la cosmopolita Alicante, surcando
a su pasito Orihuela (y su poeta), Elche (y su Dama) y otras ciudades
importantes.
El lento traqueteo del tren aportaba
otra inesperada ventaja, pues permitía al viajero, no sólo ver, sino incluso
saborear la inmensa variedad del paisaje: la huerta y el desierto, las urbes y
los eriales, y aún se permitía el lujo de completar el trayecto rozando los
mares, el mar, la mar, nuestro Mediterráneo azul y cálido, lleno de luz y de
suaves oleajes. Parecía mentira que en tan poco espacio cupieran tantos
paisajes.
Pero tan diversos como el paisaje
eran los viajeros: gitanas de luto eterno, huertanos de rostros soleados,
estudiantes bulliciosos, funcionarios adormilados, representantes con
maletines, nórdicos sonrosados, magrebíes parlanchines, ecuatorianos sosegados,
algún oriental como los del cine y subsaharianos disciplinados. Era un inmenso
crisol de razas casi imposible de clasificar; maleza humana que ni el
nacionalista más acérrimo hubiera sido capaz de desbrozar, en vano intento por
tratar de determinar quién era de aquí y quién no lo era. Porque puestos a
otorgar una patria común a toda esta gente, esta patria de compromiso no era
otra que el tren, nuestro tren.
Paco aconsejaba a Ahmed, en un tono
suave y paternalista a la vez, que ahorrase cuanto pudiera para poder comprase
un piso y. Ahmed, por su parte, lamentaba lo rápido que se le iba el buen
dinero que ganaba. Porque por lo visto,
Ahmed era amigo de salir, de la juerga, de tomar copas, de irse a Torrevieja o
a Benidorm, de estar todo el fin de semana de parranda, lo cual demostraba -por
cierto- su perfecta aclimatación al modo de vida español. Pero eso estaba
minando semanalmente su economía y Paco volvía a su discurso paternalista
diciéndole que tenía que sacrificarse, no salir, o salir sólo un fin de semana
al mes, y reservar una parte fija de la paga para ingresarla en una cuenta
bancaria, única forma posible -parecía que hablaba por experiencia propia- de
ahorrar algo en la vida. Sin embargo, Ahmed estaba en la flor de la vida y no
parecía muy dispuesto al retiro monacal que le sugería el español.
Y como una cosa lleva a la otra,
entre lo de establecerse definitivamente en España y lo de estar siempre de
parranda, Paco planteó a Ahmed que con un piso propio y unos ahorros podría
casarse. Ahmed expresó cierta desesperanza, pues las españolas le parecían casi
inalcanzables y para traerse a una paisana suyas tendría que pagar una elevada
dote al padre (“es más caro que comprar una vaca”, dijo literalmente), lo cual
acabaría por quebrantar su ya maltrecha economía. No obstante, Ahmed elogió
-con palabras y gestos anhelantes, casi eufóricos- la libertad existente en
España, ejemplificándola con una nueva comparación semítica, aunque en este
caso bastante más comprensible para el oído -y la vista- occidentales:
-Allí en Argelia apenas le pude ver
la pierna a ninguna mujer, y aquí se lo puedes ver todo.
Y como estábamos a finales de junio,
Paco, que conocía el percal, se atrevió a darle un nuevo consejo -esta vez
menos paternalista- a Ahmed:
-Pues aprovecha ahora, que en
Torrevieja es un desmadre total.
Ahmed entendió a la perfección este
sabio consejo español revestido de lenguaje coloquial. Pero Paco no se detuvo
ahí, sino que recordó el caso de otro inmigrante argelino que trajo un par de
semanas a la costa alicantina a su padre, el cual no había salido nunca de Argelia;
y ocurrió que el pobre padre tuvo serios problemas cardíacos a la vista de la
liberalidad de las playas levantinas.
Convinieron, pues, Paco y Ahmed, que
lo que atraía a las masas de inmigrantes que cruzan el Estrecho no era el
hambre sino más bien el hambre de libertad, de unos horizontes nuevos, de mayor
independencia, de saltarse las estrictas restricciones de su país, de vivir
plenamente la vida en los años de juventud, pues no sólo de pan vive el hombre.
Sabiendo la afección de Ahmed por
todo tipo de fiestas y jolgorios, Paco le comentó que pronto comenzarían en
Orihuela las fiestas de Moros y Cristianos, y que allí habría música, pólvora y
alcohol a raudales. Ahmed no comprendió muy bien el sentido de estas fiestas y
pareció molestarse un tanto cuando comprendió que celebraban la expulsión de
los musulmanes de España. Pero Paco, siempre al quite, hábil y diplomático,
replicó que aquí habíamos echado a mucha gente -como los judíos- y que no era
nada particular en contra de los musulmanes. Antes bien, el pueblo de Ahmed
había dejado una fértil impronta en la Península, sobre todo en el Sur y en
Levante, de la que el propio Paco se sentía orgulloso, a la vez que enfatizaba
el sentimiento de hermandad que, tanto a nivel de Estado como del pueblo, nos unía
con la otra orilla del Mediterráneo. Y para rematar la faena, en un singular
regate dialéctico, Paco le recordó a Ahmed, que, tras la independencia, en
Marruecos y Argelia habían expulsado a numerosos franceses y españoles, pies
negros que se sentían tan magrebíes
como los nativos de aquellas tierras, demostrando implícitamente a la vez que
uno es de allí donde vive y trabaja, mensaje que rápidamente captó el aspirante
a español. Y además, era evidente que a Ahmed le interesaba bastante más la
alegría del vivir cotidiano y festivo que las luchas de nuestros antepasados,
por lo cual no sólo no se sintió ofendido sino que quedó abierta la posibilidad
de verlo pronto en las de Moros y Cristianos de Orihuela.
Para tratar de situarse cortésmente
en la otra orilla, Paco hizo gala de los conocimientos que tenía de la cultura
musulmana. Había visitado varias veces Marruecos, hospedado y agasajado por
naturales del lugar, y cuando estaba a punto de tomar el ferry para ir a Argelia, empezaron soplaron malos
tiempos para todo tipo de turismo, razón por la cual no conocía el país de
Ahmed. Este, por su parte, también deploraba la radicalización de unos
colectivos que, por lo visto, llegaban a maltratar a todo varón que fumara
tabaco y jugara a las cartas o al dominó.
El tren enfilaba la curva final para
llegar a Alicante (hay que ver, cuántas vueltas para setenta y cinco
kilómetros) mientras a un lado, junto a los arábigos palmerales, los carteles
se teñían de inglés y al otro, en cambio, apenas a diez metros de los raíles se
extendía hasta el horizonte el Mar Mediterráneo, el mar de los nuestros,
surcado por cien pueblos, cuna de todas las culturas. Y ante su plácida visión
y sus calmas olas que venían a morir lánguidamente a la playa, Paco y Ahmed
sonrieron alegremente hermanados, pensando que no se trataba de un mar sino
acaso de un caudaloso río que separaba dos riberas no tan distantes y quizá no
tan distintas.
Aunque Ahmed vio inundársele la
mente, el alma y aun las mejillas, viendo el mar que conducía a su tierra,
recordando cuando, casi obligado, salió de su tierra y volvió la cara llorando
porque lo que más quería atrás se lo iba dejando.
Y llegamos, por fin a Alicante,
mientras los carteles se inundaban de inglés y resonaban los avisos en la
lengua vernácula. Y todo el crisol humano del tren fue bajando poco a poco para
incorporarse a sus trabajos, a sus papeleos y a su devenir cotidiano.
Eran las cinco de la tarde. Las cinco
de la tarde. Cuando el sol del joven verano aún caía como una losa sobre la
ciudad, buena parte de las gentes que llegaron por la mañana se disponían a
abandonar la ciudad y volver a sus hogares, fueran pisos o mansiones,
apartamentos o chabolas. Y bajo ese injusto sol de justicia decenas de
individuos hacían un sprint final
para poder adelantarse al fatídico pitido del revisor, que convertiría su
denodado esfuerzo en una carrera nula. Porque otra de las características de
este tren era el lento y constante goteo de pasajeros desde que llegaba a la
estación hasta que arrancaba, desde la tranquilidad del que llegaba media hora
antes de la salida hasta el suspense hitchcockiano del que llegaba, con la
prisa en los talones, una décima de segundo antes de que se cerraran
automáticamente las puertas del tren.
Esa tarde, Carmen había llegado con
el tiempo justo, y pese al esfuerzo, daba gracias por ello: no se hubiera
sentido con fuerzas de esperar otros eternos sesenta minutos al próximo tren.
Había sido una jornada agotadora en los grandes almacenes donde trabajaba:
estaban preparando el maratón de las rebajas de verano, la gente compraba a la
desesperada artículos para las vacaciones, llegaban en tropel los turistas
hablando en lenguas extrañas. El día le había parecido una semana, con el
agravante de que tan sólo era lunes y aún quedaban otras cuatro semanas. Por
todo ello, Carmen se desplomó en su asiento, con el propósito de olvidar lo
antes posible su vida laboral, con el objeto de dejar vagar su imaginación sin
objeto alguno, con el deseo de abandonarse a las cálidas y placenteras
ensoñaciones del verano.
Pero justo antes de que el tren
arrancara, subió, con toda la tranquilidad del mundo, como si no supiera de qué
tren se trataba, otra persona al vagón. Era una diminuta mujer de aspecto
andino, sin duda alguna recién llegada del otro lado del charco, como revelaban
sus desvencijadas maletas de cuero parcheado, grises y pardas, tan sólo
iluminadas por la rojigualda y flambeante etiqueta de Iberia en sendas asas.
Quizá ni siquiera sabía en qué tren había subido, parecía encogida y asustada,
completamente sola en tierra extraña, pero en ningún momento parecía perder la
calma.
Viendo que el único asiento libre en
aquel tren desbordante, repleto de oficinistas de mañana y tarde, era el que
estaba justo enfrente de Carmen, le preguntó amablemente si estaba libre.
Carmen pareció sorprendida, extrañamente sorprendida por una extraña que
interrumpía su letargo, pero contestó también amablemente que el asiento estaba
libre. Le intrigó la voz débil y a la vez segura, susurrante y oscura, parca en
vocales y rica en consonantes de la mujer andina. Siempre había pensado, por
las películas, que los hispanoamericanos hablaban más o menos como en el sur de
España, como ella misma, sin eses, con asimilaciones (aunque nunca había
entendido por qué la gente del norte se reía tanto con eso de Encanna o canne, cuando lo decía gente
respetable y con mucha cultura, lo había oído a sus maestros, lo decían sus
hijos, lo decía ella misma), con vocales tan abiertas como las puertas de sus
grandes almacenes al empezar las rebajas, en vano intento (de las vocales,
claro) por compensar la deserción masiva de consonantes. Pero la mujer andina
no hablaba así, aunque seseara, cosa que Carmen no hacía, porque el dialecto de
Carmen estaba en tierra de nadie, como lo estaba ahora la inmigrante de los
Andes.
Presintió Carmen que aquella tarde
vería derrumbarse muchos tópicos que se había forjado en su tediosa vida de
dependienta y madre de familia, esclava del cine y la televisión, de los
programas vespertinos para amas de casa que ella programaba en el vídeo para
poderlos ver cuando llegara. Y por ello se sintió repentinamente atraída por
aquella diminuta extraña, que no sabía sin duda ni dónde se encontraba ni,
quizá tampoco, adónde iba.
Sus sospechas se confirmaron cuándo
la buena mujer andina le preguntó si este tren le llevaría a Lorca. Carmen le
replicó que no, pero le servía porque podría enlazar con otro tren de cercanías
que le llevaría a la ciudad deseada, ya cuando sobre el cielo sólo ondeara la
luna de plata. Vio claro que la mujer andina, que dijo llamarse Gladys, había
venido, como otras muchas, en busca de un vago Eldorado, atraída por las
palabras henchidas de muchos compatriotas suyos para los que malvivir en España
era casi vivir a lo grande. Por todo ello, Carmen fue olvidando rápidamente sus
pesares, su tedio de vivir, y se sintió repentinamente afortunada, como el
sabio que ve que tras él viene alguien todavía más desgraciado. Intuyó Carmen
que aquella mujer aparentemente tan frágil había cruzado el Atlántico, sola,
desvalida, con todos sus ahorros y el dinero justo, dejando quizá marido e
hijos, sin conocer aquí a nadie más que a algunos lejanos parientes alejados a
los que vio partir cuando sólo era adolescente, y que seguramente no la irán a
recoger a la estación en plena noche, a los que ella tendrá que buscar en
destartalados pisos ínfimos alquilados a precios supremos, sólo por el delito
de ser extranjero. Por contra, Carmen, comprendió que tenía muchas cosas y que
debía valorarlas: tenía un hogar, aunque con hipoteca; tenía un marido, aunque
estuviera siempre fuera trabajando o en casa viendo la televisión; tenía dos
hijos en la edad más difícil, y debía ser más comprensiva ante sus problemas;
tenía un trabajo relativamente estable, no mal pagado, aunque fuera un poco
lejos de su hogar y en determinadas épocas -como ésta- resultara un poco
estresante. La verdad es que, bien mirado, lo tenía todo.
El tren trazó una inverosímil curva
de ballesta en torno a Alicante para situarse de nuevo ante el Mar Mediterráneo
CITAS. Ante lo repentino y abrupto de la maniobra, Gladys esbozo una mueca de
espanto, la primera desde que subió al tren, como si pensara que tras
sobrevivir al Pacífico y al Atlántico, fuera a acabar sus días empotrada contra
las primeras olas del Mediterráneo. Había algo en sus ojos y en su gesto que
delataban una aversión atávica al mar, pero Carmen aún no podía saberlo.
Todavía permanecía Gladys ojo avizor,
intranquila ante la marcha paralela del tren a la línea de la costa, llegando
en algún momento a situarse visualmente casi encima de las olas. Miraba el mar
como quien mira a un carterista en el autobús, o como mira un carterista a un
polícia que ya le conoce, de reojo y apartando la cabeza en un inútil gesto
instintivo. Y a este sobresalto pronto su sumó otro. Llegó el revisor y Gladys
-que había entrado en el tren en el último momento, tras llegar a la estación
en un taxi que le había comido buena parte de sus ahorros- no tenía billete.
Afortunadamente, en aquel tren era práctica habitual que el revisor vendiera
los billetes allí mismo, con un pequeño aparato expendedor. Pero los ahorros de
Gladys habían disminuido considerablemente, no le quedaban billetes de mil, tan
sólo acertó a mostrar unas cuantas monedas, muchas de ellas fuera de curso
legal, lejano recuerdo de otras oleadas de inmigrantes ecuatorianos que algún
día volvieron a su patria tras ver convertido en pesadilla lo que pudo ser un
sueño. Rápidamente, Carmen se ofreció a pagar la diferencia: íntimanente,
consideraba que era un abyecto crimen privar a esta mujer de su oportunidad
cuando ya sólo estaba a ciento cincuenta kilómetros de su ansiado destino,
pensaba que era como si a uno le matan la ficha en el parchís cuando ya ha
recorrido casi todo el tablero y está a punto de llegar a su zona.
Gladys se mostró muy agradecida y
trató de perder su timidez, su carácter autodefensivamente circunspecto,
comenzó a sentirse entre gente amiga. Y esto, unido al interés y la curiosidad
que picaban a Carmen con más fuerza que el insolente sol de la tarde, abrió las
puertas a la conversación.
Conversación tímida al principio, sin
palabras, con gestos y miradas de Gladys que parecían despojarse de la coraza
que había llevado consigo durante todo el viaje. Se sorprendía Carmen de la
fuerza interior que poseían aquellos ojos diminutos, el rostro cetrino, curtido
por el sol ecuatorial y ya surcado de arrugas en su juventud, el envejecimiento
prematuro de quien ya es adulto a los diez años, de quien cambia los pupitres
por el campo, como todavía podemos ver aquí con los más viejos del lugar. Pero
a Carmen aquella cara también le recordó a la de la hija de sus primos, una
niñita peruana adoptada que les cambió la vida y les devolvió la alegría.
Gladys representaba el pasado, pero también el futuro: era una gota más en el
torrente incesante de gente de fuera, de gente fuerte y aguerrida, de gente con
ilusión y con tesón, que envuelta en sus harapos, hacinada en casuchas
insalubres, haría las tareas que la gente de aquí, ayer mísera y hoy
dominadora, tanto despreciaba e ignoraba.
Y con los gestos y las miradas, casi
telepáticos, fueron llegando las palabras, y éstas a su vez se fueron
armonizando: Gladys trató de pronunciar con claridad las vocales, Carmen las
consonantes. Precisamente, Carmen rompió el hielo y abrió el fuego manifestando
su sorpresa por la forma de hablar de Gladys. La mujer andina respondió que
ella procedía del interior del país, del altiplano, y que allí hablaban así, de
manera tranquila, pronunciando las palabras de manera tenue y casi callada,
respetando disciplinadamente las consonantes para evitar equívocos, pero
oscureciendo y confundiendo las vocales, contaminados por la parquedad de
vocales del quechua.
-No hablamos como la gente de la
costa, de los puertos, del mar, de la tierra baja, que son quienes mandan,
quienes se muestran afuera una imagen que no corresponde al resto del país,
quienes nos alteran con sus telenovelas y con su corrupción. Ellos sí, se comen
las consonantes, se comen los finales de las palabras y se nos comen nuestras
cosechas -concluyó la mujer andina.
Carmen se mostró muy impresionada por
las palabras de Gladys, trató de reducir al máximo sus rasgos dialectales parea
que la mujer andina se sintiera más a gusto, comprendió aquellos gestos de
desagrado ante la proximidad amenazadora del mar y los palmerales, y celebró
que el tren ya marchara directo hacia el interior.
Quiso saber cómo era la vida de
Gladys allí en el altiplano, si estaba casada, si tenía hijos, si había dejado
seres queridos.
-Allá vivimos como gente humilde,
pero feliz y honrada, comemos de lo que cosechamos y nos abrigamos con la lana
de nuestras llamas. No llegué a casarme, mis papás no me podían mantener y me
enviaron a la costa a servir a unos parientes lejanos. Pero no me gustaba
aquella vida. La gente de la tierra baja es presuntuosa, engreída,
derrochadora. Los hombres son lascivos y las mujeres, malas. Conocí en el
puerto a algunos parientes que habían trabajado en España y pronto tomé la
decisión de venirme acá. No tuve tiempo de volver al altiplano para despedirme
de mis padres y los demás vecinos. Con lo que había ahorrado durante dos años,
me embarqué, y ahora estoy por fin acá.
Carmen se estremeció de la historia
de Gladys, de su sufrimiento, de su aislamiento, de su dolorosa madurez pese a
ser bastante más joven que ella. Se interesó también por sus expectativas en
España.
-En Lorca viven algunos vecinos y
parientes de las tierras altas, y en Totana creo que también. Trabajaré en lo
que sea, recogiendo frutas y verduras en la huerta, limpiando casas, cuidando
niños. También lo hacía allá, pero creo que acá podré ser más feliz. Quienes
han venido y han trabajado duro han prosperado, o al menos eso es lo que me han
dicho.
Carmen se sintió esperanzada por el
vital optimismo de Gladys. Le mostró con todo detalle la feraz huerta del
Segura, que el tren mostraba con todo detenimiento, parando en casi todos los
pueblos, con el ritual de la subida y bajada de otros muchos inmigrantes como
ella que volvían de una agotadora jornada laboral, como si no se tratara de un
tren normal sino un minucioso montaje para esos documentales o reportajes de
investigación que emiten, en horario de minorías, algunas cadenas de
televisión. Gladys, por su parte, se sintió en los albores de una nueva vida,
como un adolescente en su primer día de Instituto, pero con la madurez ya
plenamente alcanzada.
Media hora después el tren llegó a
Murcia, pueblo artificialmente convertido en metrópoli de la huerta, a duras
penas capital de provincia y comunidad, perenne oasis del lejano reino alfonsí.
Eran las seis y media, cuando la gente empezaba a despertarse de las primeras
siestas, cuando el calor aún era pegajoso e insoportable. Era el final del
trayecto para Carmen, y la penúltima etapa para Gladys. La española se esperó a
que llegara el tren de cercanías para Lorca, llevó a la andina al andén y
sector adecuados, le dio dinero para el taxi que tomaría al llegar a Lorca, le
recordó cómo eran los taxis de aquí, pues Gladys apenas recordaba cómo era el
que le había traído desde el aeropuerto, porque apenas recordaba casi nada de
este eterno viaje que aún no había terminado.
Ya en el crepúsculo de esas
interminables tardes del recién estrenado verano, cuando el sol se retiraba
tímido después de haber imperado todo el día, desde el tren de cercanías con
destino a Lorca, Gladys agitaba las manos, contenta y nerviosa, como quien se
va para no volver jamás. Desde el andén, Carmen no quería dejarse vencer por el
desaliento y recordaba con avidez todo lo que había aprendido y sentido aquella
tarde. Pero una profunda sensación de melancolía la invadía: ella se había
convertido, casi sin quererlo, casi sin saberlo, en la primera amiga de Gladys
en España, su primera amiga, pero no sabía si la volvería a ver en la vida.
Aquel tren con destino a Lorca dejaba su corazón malherido por cinco espadas.
APUNTES
CARPETOVETÓNICOS
1.EL SEÑOR LUCAS.
El señor Lucas era uno de nuestros vecinos. El
señor Lucas, andaluz de hablar gracioso y extraño, una especie de Paco Rabal
trufado de Rafael Alberti y Chanquete, había sido marino durante muchos años y
presumía ante nosotros, los más jóvenes, cuando su mujer no le oía, de haber
conocido muchas ciudades y de haber tenido una puta en cada puerto. Nos lo imaginábamos,
en una estampa romántica, vestido con una camiseta de rayas blanquiazules
horizontales, una gorra blanca, el rostro cetrino, la barba de lobo de mar, con
una guitarra en bandolera, tratando de conquistar a mujeres a las que no hacía
falta conquistar. Pero cuando uno es joven, todo es vanidad.
El señor Lucas no comulgaba con la iglesia,
excepto el día de su primera comunión. El señor Lucas era anticlerical, pero a
la antigua usanza. Es decir, que acompañaba, a regañadientes quizás, a su
mujer, doña María, a multitud de actos religiosos. En cambio, luego, cuando
decía que iba a dar un paseo él solo, se dedicaba a esperarnos, a los chavales
del barrio, delante de la iglesia, para llamarnos beatos y otras cosas cuando salíamos de la
preparación para la comunión. Y si no se atrevía a hacer lo mismo con los que
se preparaban para la confirmación, sin duda era por temor a que le pudieran
agredir.
Porque el señor Lucas, robusto y lozano en sus
tiempos mozos, era ya un anciano encorvado que se apoyaba en un bastón. Lejanos
quedaban aquellos tiempos de juventud, en los que un apuesto y galante señor
Lucas surcaba los mares y se mantenía durante días apoyado en el quicio de la
mancebía. Ahora, en cambio, ni con la ayuda de su inseparable bastón conseguía
mantenerse totalmente apoyado en el quicio de la puerta. Y lo que era aplicable
al todo, también era aplicable a la parte, como en la mejor de las sinécdoques:
en una heterodoxa muestra de filosofía moral del Barroco, nuestro Séneca
afirmaba que aquello que en otro tiempo le pudrió el alma (si es que creía en
ella, que no lo sabemos) ahora sólo le pudría las zapatillas. La edad, la mar y
las enfermedades secretas habían minado su salud más que la silicosis la de un
minero. El señor Lucas ya no era ni la sombra de lo que fue, aunque le gustaba
estar al sol.
Su mujer, doña María, que sí era una beata, no
quería ni oír hablar del pasado del señor Lucas. Ella aborrecía su vida
disipada, sus conquistas, sus viajes por tierras de infieles, su poca fe.
Incluso algunas veces doña María llegaba a decir que el señor Lucas no tenía
corazón. Pero eso es radicalmente falso y puedo aducir una prueba irrefutable:
hace pocos días, el señor Lucas falleció de un infarto.
2.ANGÉLICA SIMÓN.
Una de nuestras compañeras de la Facultad en los
primeros años se llamaba Angélica Simón. La recuerdo porque siempre se hacía de
notar y tenía vocación de líder, y una persona así siempre se te queda fijada
en la memoria con el paso del tiempo, aunque no sea siempre para bien.
Lo curioso es que la recuerdo con otro nombre, y
eso que el suyo propio (aunque ella no creía en la propiedad privada) era de
por sí brillante y sonoro. Angélica era la típica líder de una Facultad de
Letras: socialmente humilde, políticamente concienciada, torrencialmente activa
y ciertamente atractiva, al menos para los cánones que regían entonces (y
ahora, me temo) en aquella Facultad. Angélica no era muy alta, pero lo parecía:
era muy delgada, algo huesuda de los pies a la cabeza, con el torno del rostro
bastante más alargado que redondo; la boca grande y los labios grosezuelos; la
nariz recta, fina y algo larga; los ojos claros de mirada penetrante,
desafiante y felina, aparentemente alegre y extrovertida pero en el fondo
melancólica y hasta algo enfermiza, como si no le gustase el papel que
desempeñaba o la gente que la rodeaba. Tenía Angélica poco pecho y estaba
orgullosa de ello: como siempre mezclaba la política con todo lo demás (aunque
no tuviera relación), Angélica sostenía que las mujeres con mucho pecho constituían
un modelo de belleza burgués que había que desterrar (en cambio, algunos de
nosotros, quizá disidentes en potencia, pensábamos para nuestros adentros si no
sería mucho más acertado desterrarla a ella). Como además la buena moza
pasábase el día tarareando la Internacional, algunos de nosotros dimos
con el sobrenombre perfecto: la llamaríamos Famélica Legión, que tenía
la misma sonoridad y consonancia que el nombre original, y era además mucho más
ajustado a la realidad de los hechos. Hay que ver qué risas, qué algaraza,
cuando Angélica se levantaba en clase para preguntar algo (porque lo preguntaba
todo, incluso lo que no tenía respuesta), y nuestra pequeña columna de
disidentes, en voz muy baja para que no nos oyeran los numerosos admiradores de
Angélica, susurraba en pie famélica legión. La verdad es que era un
sobrenombre bonito y verosímil, que quizá le hubiera gustado a Angélica, aunque
nunca nos atrevimos a proponérselo: porque resultaba que a Angélica no le
gustaba su nombre, por ser demasiado piadoso y burgués; y tampoco le gustaban
otras alternativas, como Angie, por ser anglosajón, imperialista y haber
dado título a una canción de los Rolling Stones, a quienes ella detestaba (a
pesar de ciertas similitudes físicas con Mick Jagger) por decadentes y por
haber abandonado el compromiso proletario en pos de la molicie burguesa.
Quedaban, pues, pocas opciones para su nombre, pero ella halló una solución:
aunque su familia toda era de tierras de Poniente, Angélica había abrazado la
lucha nacionalista del Gran Vecino del Norte y por ello se hizo llamar Àngels,
que es exactamente lo mismo pero en otro idioma. Este nombre le permitió
incluso duplicar los pseudónimos, porque al principio, Angélica, heredera pese
a todo del determinismo mesetario que los hace poco dúctiles para aprender
otros idiomas que no sean la lengua del Imperio, pronunciaba Àngels como
si sonara Engels, y le pareció éste un magnífico nombre de guerra (o
mejor, de lucha obrera), aunque en el fondo, y si se traduce literalmente, Engels
fuera también un nombre piadoso.
Angélica (Àngels, Engels, Famélica Legión o como
gustéis de llamarla, pues en un sistema capitalista se puede elegir) era la
típica abeja obrera que juega a ser reina. Por ello, siempre andaban en
derredor suyo numerosos zánganos (incluso algunos que presentaban voz meliflua
y evidentes pérdidas oleaginosas). Pero ella rechazaba, con su mirada felina y
superior, a todos cuantos compañeros de Facultad osasen flirtear con ella
(aunque ella nunca pronunció la palabra flirtear), pues seguramente
pensaba que el templo de la lucha obrera y nacionalista no era el lugar
apropiado para dar rienda suelta a las bajas pasiones. Angélica (la llamaremos
finalmente así, de manera que podéis no leer todo lo anterior) decía en voz
alta, con esa boca grande y esa voz mitinera y no demasiado femenina (al menos,
para mi gusto burgués), que su modelo de hombre (pues ya decía, con dieciocho
años, mi modelo de hombre, y no de chico, con lo cual parecía que
nos dejaba fuera a todos sus compañeros de primer curso) tenía que ser
(imperativo kantiano tamizado por la izquierda hegeliana) sensible, inteligente
y con sentido del humor. Por ello, algunos de nosotros nunca entendimos (aunque
nos abstuvimos de preguntar, al contrario que hacía ella) por qué oscura razón
Angélica siempre iba acompañada de gañanes musculosos y morenos de sol de obra,
callados, serios y de mirada torva, que nos recordaban a una mezcla entre Poli
Díaz y Steven Seagal, y que siempre se bebían media botella de anís del Mono
para desayunar.
Angélica no tenía ni un solo disco de música rock
y presumía de ello. Bueno, sí que tenía discos, pero todos eran de cantautores,
porque decía que la música rock era la quinta columna del imperialismo
anglosajón y clara muestra del decadentismo y desviacionismo burgueses
(recuerdo aún, por cierto, el siniestro efecto que me producían aquellas
palabras tan largas pronunciadas por la boca tan grande de Angélica). Además, a
mediados de los años ochenta, con una democracia normalizada y un país integrado
en Europa, resultaba anacrónico -excepto en nuestra Facultad- que alguien
siguiera escuchando y tarareando las canciones de los cantautores, y para más
inri, siempre canciones de la época del tardofranquismo y la transición, pues
Angélica sostenía que los cantautores de los años ochenta ya no eran tan
auténticos (aunque muchos de ellos siguieran siendo los mismos que antes) y que
se habían dejado contaminar por la mediocridad burguesa (lo cual me hacía
añorar a Horacio y Fray Luis, a quien nadie les ha puesto música todavía). Por
ello, cuando participaba como líder incendiaria en las asambleas de la huelga,
Angélica intercalaba versos de cantautores en sus arengas y recibía cerradas
ovaciones de un público entregado e iniciado en esos textos sagrados; incluso
yo mismo he de reconocer que aquellos manidos y vetustos versos de los
cantautores eran, con mucho, lo mejor de las encendidas soflamas de Angélica.
Pese a todos estos recuerdos, he de reconocer que
durante aquellos años apenas trabé contacto directo con Angélica. Ella estaba
muchos peldaños por encima de mí, yo no participaba en las asambleas donde ella
desplegaba su atractivo liderazgo, yo no tenía discos de cantautores. Y, por
supuesto, yo no era su modelo de hombre, sensible, inteligente y con sentido
del humor, en parte porque siempre he sido muy blanco de piel y apenas pruebo
el anís.
3.FILOMENO BARÓN.
Otro de los compañeros de los primeros años de
Facultad que más recuerdo ahora era un tal Filomeno Barón. Y si lo recuerdo,
fue sobre todo por el contraste que representaba frente a Angélica Simón.
Filomeno Barón era el hijo menor de una familia
acomodada. Había recibido una educación exquisita, viajaba a Inglaterra todos
los veranos, y se matriculó en Filología porque quería ser un nuevo Lord Byron.
Su madre lo había educado a conciencia para que fuera un señorito, pero algo
debió de salir mal, porque lo que Filomeno ansiaba era llegar a ser una
señorita.
Filomeno era enemigo encarnizado de Angélica, o
más bien era al revés. Y eso que, mirándolo bien, tenían algunas coincidencias:
ambos tenían vocación de líder y ambos tenía debilidad por el sexo masculino.
Además, a Filomeno, al igual que a Angélica, no le gustaba su nombre: Filomeno,
como su padre y su abuelo, le parecía un mal nombre, no por piadoso y burgués,
sino por vulgar y poco estético. Por ello, también hizo esfuerzos por
cambiárselo. En un primer momento, lo acortó en Filo (aunque las malas lenguas, entre ellas la de
Angélica, lo llamaban la Filo), pero no quedo satisfecho. Como resulta
que a Filomeno -a diferencia de Angélica- le pirraba todo lo que fuera
anglosajón o grecolatino, encontró un sobrenombre perfecto en Phyllis,
pero pronto tuvo que desistir de llevarlo a la práctica, porque resultaría a
los demás muy difícil de escribir (un líder no puede permitirse semejantes
debilidades) y porque se arriesgaba a que muchos lo pudieran confundir con un
vulgar electrodoméstico.
Como hemos dicho, Filomeno también tenía vocación
de líder, pero de una manera muy distinta a Angélica. Frecuentaba otros
ambientes, tenía otro público, se movía por otros círculos: casi se podría
decir que no había punto de intersección entre ellos. Ahora bien, Angélica
detestaba a Filomeno y aprovechaba la más mínima ocasión para meterse con él:
así, en un mitin -perdón, asamblea- lo llegó a llamar desviacionista, y
a mí me pareció muy cruel que Angélica acusara a Filomeno de algo tan evidente
y además tan bien visto en la Facultad (aunque semejantes críticas entraban
perfectamente en la ética política de nuestra querida Angélica). Pero yo era
neófito en esas lides y no entendía (Filomeno sí) que desviacionista era una grave acusación reservada para
aquellos que abandonaban la gloriosa lucha del proletariado y se dejaban
contaminar por la barbarie burguesa (nunca entendí ese oxímoron y nunca
me gustó esa aliteración). Y estaba claro que Filomeno, con su origen social
acomodado, sus trajes blancos y su aire de dandy, iba a ser el primer
sospechoso de desviacionismo en el terreno sociopolítico. Porque Filomeno, a su
pesar, por no encajar, no encajaba ni en nuestra Facultad.
Lo cierto es que Filomeno nunca ocultó su
desviacionismo, en el sentido sociopolítico, se entiende. Había escuchado
terribles relatos de gentes de su condición que lo habían pasado muy mal bajo
regímenes marxistas, y por ello desviaba el odio acumulado durante muchos años
hacia sus nuevos compañeros. En efecto, Filomeno había recibido muchos palos
durante su vida, en la rígida familia y en el rígido colegio, y ya estaba de
vuelta de todo. Es comprensible que no tuviese la más mínima esperanza en que
la utopía marxista que aún estaba anclada en nuestra Facultad pudiera mejorar
su triste destino.
Pero la procesión iba por dentro y Filomeno
aprovechó las licencias existentes en la Facultad para sacar lo mejor de su
personalidad. Organizaba obras de teatro (y hacía varios papeles a la vez),
recitales poéticos (gracias a él descubrí que existía poesía lírica, además de
poesía comprometida, aunque el objeto de nuestros desvelos fueran distintos),
revistas literarias (donde escribía la mayor parte de las páginas), y aún le
sobraba tiempo para sacar buenas notas y sabotear los mítines de Angélica con
preguntas surrealistas. Filomeno era un vendaval sin orden ni concierto, justo
como tienen que ser los vendavales. Filomeno era como el carnaval del Venecia
en medio de un desfile del Ejército Rojo.
Desde mi impuesta neutralidad (porque yo no
contaba nada, era un ingenuo y no compartía ni los amigos de uno o de la otra),
siempre tuve cierta simpatía hacia Filomeno, aunque sólo fuera por el hecho de
constituir la única alternativa seria (o cómica) al férreo liderazgo de
Angélica. Porque en aquellos tiempos grises de disciplina y ortodoxia, la falta
de compromiso ideológico, el escepticismo, la ironía y la extravagancia payasil
de Filomeno Barón y Ruiz de Lihory fueron la única nota de color que recuerdo
en mi Facultad de Letras.
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