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UN VIAJE DE IDA Y VUELTA A MÉXICO: EL TESTIGO DE JUAN VILLORO[1]
Alejandro Hermosilla Sánchez
Resumen: En el presente artículo nos
proponemos llevar a cabo un análisis de la novela del mexicano Juan Villoro, El testigo. Este análisis nos permitirá
no sólo conocer mejor cómo y de qué manera aparece México en esta y otras
novelas de Villoro, sino, además y más importante aún, la importancia de López
Velarde y la ironía en su obra así como su significado final.
Palabras clave: ironía, México, modernidad,
redención, tradición.
Abstract: our
intention with the present article is to analyze the novel of the mexican
writer Juan Villoro, The witness. This analysis will alow us, not only
to improbé our knowledge of the way Mexico appears in this and other Villoro´s
novels, but, besides and even more important, it will allow us know the
importance of Lopez Velarde and irony in his novel and to inquire its final
maining.
Key words:
irony,
“Qué triste será la tarde
cuando a México regreses
sin ver a López Velarde…!”
José Juan Tablada.
Introducción
Es bien conocido
que una de las metáforas que mejor define al artista y, por extensión, al
hombre moderno no es otra que la descrita por Franz Kafka en su famosa
narración Un artista del hambre. Como recordaremos, en aquella procelosa fábula,
el artista del ayuno era confundido con el pasto de la jaula en la que se
encontraba y su destino era ignorado secretamente por todos los hombres. Su único
cómplice momentáneo era un inspector que al preguntarle por el motivo de su
ayuno, recibía como respuesta por parte del artista que su gesto no respondía
sino a su imposibilidad de degustar cualquier alimento pues todos le
disgustaban por igual. Finalmente, el artista hambriento era enterrado en la
jaula en la que se hallaba obligándosele a compartirla con una pantera joven
que con sus rugidos y ansias rapaces por la comida, volvía a atraer la atención
de todos los espectadores que se encontraban frente a ella.
Exactamente, si
he citado esta metáfora fascinante narrada con exquisita precisión por Kafka es
porque se me antoja que la misma recrea con una pasmosa inteligencia, la
situación del escritor o intelectual moderno enfrentado con orgullo, pasión y
resignación a su tarea dentro de una sociedad que no le ofrece un manjar
adecuado a la pureza e inocencia que, ilusamente, todavía persigue. Su voz y
presencia que deberían ser emblemáticas dentro de nuestras sociedades por su
voluntad y capacidad de pensarlas íntegramente, es sustituida, anulada y
devorada por los voraces colmillos de las panteras que el capitalismo tardío ha
colocado delante de los espectadores con el aparente propósito de reactivar sus
vidas pero con el íntimo propósito de distraerlos de las cuestiones esenciales
a las que el escritor de nuestro tiempo se refiere desde el silencio hambriento
de su habitación. Situación esta que,
considero, se ajusta con una precisión rigurosa a los motivos ulteriores que
llevaron a Juan Villoro a componer El
testigo y, asimismo, a las tropelías internas a las que tendrá que asistir
pasivamente su protagonista, Julio Valdivieso, dentro de la novela al tiempo
que testifica su asombrado y hambriento deambular por el país que lo vio nacer:
México.
1. El testigo: temas, argumento
Así podríamos
resumir la trama urdida por Villoro en El
testigo: como un Ulises perdido entre las islas, aventuras y sombríos
cánticos de las sirenas de nuestra contemporaneidad, Valdivieso regresa a su
Itaca particular (la hacienda de los Cominos) con el objeto de reencontrarse
con el fantasma de la perdida Penélope que amó desesperadamente (Nieves) y la
cultura que lo forjó como hombre y persona para descubrir que su añorada
patria, después de estar encadenada por la alargada sombra del PRI, se encuentra
ahora cercada por todo una serie de nuevos rivales (los mass-media,
narcotraficantes y la clase política) que luchan enconadamente por hacerla suya
sin querer compartir las sobras de los
pastos de la jaula feroz en que han convertido a su país, a nadie.
Por tanto,
Villoro nos plantea un argumento que teje la metáfora kafkiana y la de Homero con la formulada en Pedro Páramo por Rulfo -por más que en
Los Cominos no encuentre Valdivieso un mundo de muertos sí que encuentra un
ahogado y extrañificante paisaje de vivos en trance de descomposición- para
narrarnos una historia de supervivencia en un país mexicano plagado de panteras
dispuestas a cebarse en el festín incoloro que concede una tierra desprovista
de Dioses. De hecho, la búsqueda emprendida por Valdivieso en la novela por
reencontrarse a sí mismo y sus raíces originales en México, ocurre justo cuando
el PRI, último bastión suplantador de las antiguas divinidades tan heroicas
como trágicas de su país –Cuauhtemoc, Hernán Cortés, Benito Juárez, Porfirio Diaz,
Emiliano Zapata, Pancho Villa o Venustiano Carranza- ha sido doblegado y
vencido por vez primera en las elecciones democráticas celebradas en julio del
año 2000.
Partiendo de esta
situación, Valdivieso intentará encontrar un asidero a la nausea existencial
que ha dirigido hasta entonces su vida, encontrar un refugio de libertad y un
asidero ético providencial que le
permita encontrar, como a aquel famoso personaje construido por Theo Angelopoulos
que protagonizara La mirada de Ulises,
una mirada inocente dentro del corrupto mundo en que se encuentra.
En este sentido, El testigo continúa y extiende la
búsqueda emprendida por Villoro en su primera novela, El disparo de Argón, y formula unas similares interrogantes que, en
mi opinión, sobrevuelan de manera central toda su escritura y estética así como
la de gran parte de la literatura mexicana moderna y la condicionan hasta
forjarla tal y como ahora mismo la conocemos: ¿cómo sobrevivir en un mundo
entregado a unos gobiernos que manejan el alma y el espíritu de su pueblo así
como sus símbolos, signos y la sangre de sus muertes en pos de sus propios
intereses?, ¿cómo crear un imaginario propio que concite un espacio de
salvación para el ser humano dentro de un medio opaco en el que los rieles
independentistas y revolucionarios que hubieran podido promover una auténtica
teología liberadora terminaron por disolverse bajo los fastos ruines y
depredadores del más vil economicismo?, ¿cómo llegar a concitar una cultura
enraizada en la vida y no en la muerte que sea verdadera, no posea préstamos
occidentales y que pueda perdurar más
allá de sí misma cuando la primera raíz mexicana, las culturas indígenas, fue
cercenada sin piedad?
Exactamente, creo
que es desde estas acuciantes preguntas, desde donde debemos comenzar a estudiar
la obra literaria de Villoro partiendo de las distintas respuestas que en su
quehacer artístico ha ido concediendo a las mismas hasta el punto de deformar y
transformar su estética de manera definitiva.
2. México en las
novelas de Villoro
Desde sus primeros cuentos y ensayos, la narrativa de
Villoro –como la de Daniel Sada, Fernando del Paso o Juan García Ponce- se ha
visto determinada e influida de manera decisiva por los ritmos y formas de
vivir del país desde el que se ha construido: México. Por ejemplo, la
vertiginosa, chispeante y acelerada prosa de la primera novela de Villoro, El disparo de Argón conseguía
letalmente sumergirnos en esa inquietante experiencia que es vivir en el
Distrito Federal: un mundo bifocal construido a partir de una óptica
multicultural convexa y, por momentos, perversa en el que el ser humano no
encuentra un ápice de respiro más que a través de la sonrisa o la ironía; sino
es por su capacidad de reinventarse a sí mismo y metamorfosearse dentro de un
espacio en el que está expuesto a todo tipo de peligros y puede ser sacrificado
y, por tanto, condenado a la ceguera eterna y la oscuridad con procelosa
facilidad.
Igualmente, su segunda novela, Materia dispuesta se construía a partir de un lenguaje vertiginoso
con el fin de reflejar lúcidamente el espectro interno del irónico, paradójico
y, por momentos, absurdo aprendizaje de su personaje sometido a un proceso de
redefinición constante debido a la ambigüedad
simbólica y existencial del lugar que se desenvolvía: un espacio simbólico
como Terminal Progreso donde se mezclan y conjugan de manera irreverente distintas
partes de la ciudad de México con las aguas del antiguo lago de los aztecas.
Por el contrario, El
testigo, -ya sea por su voluntad de presentarse como una obra de madurez o
por la necesidad de acompasar el ritmo de la narración al más pausado ritmo
europeo en el que se ha acostumbrado a desenvolverse Julio Valdivieso antes de
su regreso a México- se caracteriza por un tono mucho más reposado y meditado
que, a su vez, puede interpretarse como ese real y metafórico acercamiento a la
edad adulta protagonizado por México tras la caída del PRI y el comienzo de su
peregrinaje real por los territorios de la democracia.
Sin embargo, -y este es uno de los grandes méritos de
la novela-, Villoro se va a encargar pronto de disolver estas ilusiones que son
las de su personaje, generación y país. Si es el silencio unitivo, la meta
final de todo viaje de retorno místico del alma a la patria, si hay algo que
caracteriza el recorrido de Julio Valdivieso por México es la omnipresencia del
ruido. Ruido de automóviles, ruido de las multitudes y ruido de historia
mexicana; uno de cuyos episodios más trascendentales –la guerra cristera- va a
ser protagonista de una especie de culebrón. Sometidos a los designios del
quinto sol azteca y sumergidos bajo los vientos post-apocalípticos del mundo
posmoderno, tras la demolición de los dioses y los ídolos pre-hispánicos,
aparentemente, no hay salida alguna para los ciudadanos de México dentro del
laberinto cercado en el que se ha convertido su existencia que no corresponda
al ocaso final de la existencia motivado por un temblor de tierra.
Como ejemplificación de esta situación, un personaje como Juan Ruiz, el Vikingo, raudo para
confrontar a Julio con las deudas perdidas del pasado, (una antigua amante
llamada Olga Rojas) y las neblinas de un presente torrencial, vertiginoso y
autodestructivo, (la cocaína), sitúan al
personaje de Villoro en una contradictoria realidad de la que, más allá de su
voluntad, nunca había podido escapar: “La fragancia del chicharrón de pavo, los
manteles verdes y blancos, el rostro asombrosamente familiar de un mesero
–bigote canónico, nariz de muñeco de palo- le hicieron sentir que no había
salido de México ni había dormido en los últimos veinticuatro años (Villoro,
2004, p.20)”.
Una contradictoria realidad mexicana que se refleja
con exactitud, por ejemplo, en una reveladora anécdota que le sucediera a Julio
en aquella visita que realizara en el cementerio Montparnasse de París
–siguiendo con los discordantes exabruptos
de la historia mexicana que Villoro irá filtrando por toda la novela revelando
los desencantos y deudas adquiridas por toda su generación- a la tumba del
prócer mexicano por excelencia, Porfirio Díaz, de la que se nos da cuenta de la siguiente
manera:
“Al borde del piso, le sorprendió una placa
de piedra, con la leyenda: “México lo quiere, México lo admira, México lo
respeta”. El mensaje estaba firmado por un hombre de San Luis Potosí, con fecha
al calce; “
De esta manera, Villoro nos enfrenta, lentamente, al
vacío integral dejado en la sociedad mexicana por la ausencia de los primeros Dioses
indígenas y la caída inevitable de sus sustitutos hispanos, que se ha ido
acrecentando de forma progresiva por sus sucesores quienes no han podido
resolver de manera eficaz los problemas que la sociedad y el país le
plantearan. El estigma Porfirio Díaz más tarde repetido, a su particular
manera, por el PRI ya nos indica que, de una u otra manera, el signo pantera de
la narración de Kakfa así como la formulación de la metáfora totalitaria de Pedro Páramo se deslizan aún de manera
sutil pero avasalladora por toda una estructura social que, como comprenderá
Julio, aun y a pesar de la llegada del PAN, en su esencia no se modificará. O al menos, estas reflexiones se pueden
concluir del hecho de que en su visita a la tumba de Porfirio Díaz en París,
Julio no pueda evitar recordar el famoso poema de Velarde, El retorno maléfico,
cuyos primeros versos resuenan por toda la narración prefigurando la realidad
que va a encontrar en su vuelta al hogar: “Mejor será no regresar al pueblo/ el
edén subvertido que se calla/ en la mutilación de la metralla (López Velarde, 1986,
p. 154).
3.
López Velarde en la novela de Villoro
Teniendo en cuenta estos últimos aspectos tratados,
es necesario destacar el papel protagónico que Villoro concede a Ramón López Velarde
durante toda la narración pues como expresará Julio, en su figura se aunaban de
manera singular gran parte de las
contradicciones del México revolucionario así como aquellas que fueron
prefigurando su incipiente modernidad: “López Velarde admitía en sus poemas las
pugnas favoritas de la cultura mexicana: la provincia y la capital, las santas
y las putas, los creyentes y los escépticos, la tradición y la ruptura,
nacionalismo y cosmopolitismo, barbarie y civilización. Su rara autenticidad
dimanaba de las contradicciones como caso único en la historia para fundirse en
la “lúcida neblina” de sus versos. En López Velarde la fe se tonificaba con
“íntimo decoro”; al mismo tiempo, los habituales del table-dance podían
encontrar en él a un cantor de las putas “distribuidoras de experiencia,
provisionalmente babilónicas (Villoro, 2004, ps. 52 y 53).
De la misma manera, afirmará el padre Monteverde en
una lúcida reflexión sobre los movimientos discordantes producidos por
“-La Revolución tuvo dos caras (...) Pensemos en
López Velarde. La política lo sacó de la provincia monótona, lo acercó a
convicciones modernas que no hubiera tenido de otro modo, lo llevó a la
capital. ¿Qué hubiera sido de él encerrado para siempre en Jerez? La nostalgia
mejora las alacenas de compotas y los dulces de la infancia. Sin ese viaje no
hubiera extrañado “el santo olor de la panadería” ni “la picadura del
ajonjolí”. Fue progresista en la política pero entrañablemente reaccionario en
los recuerdos.
Por tanto, como
entiende con lucidez Villoro y transmiten tanto Julio Valdivieso como otros
personajes de El testigo como el tío Donasiano a lo largo de toda la
novela, López Velarde, (merced a su poesía y su prosa poética tan moderna como
tradicional) refleja en los avatares de su vida las diversas contradicciones a
las que debería enfrentarse el país mexicano para construir un futuro libre y
plural sin por ello dejar de lado sus raíces o hundir las mismas en un rancio
olvido.
López Velarde es
ubicado certeramente por Villoro en el punto nodal de su narración porque
mostró, desde su particularidad regional abierta a los aires novedosos de la
modernidad literaria, el cómo todo un país pudo haber también efectuado este
cambio en lo que se refiere a su dirección política e histórica. Teniendo en
cuenta que con López Velarde la poesía mexicana comenzó a utilizar recursos
poéticos modernos capaces de saldar para siempre la deuda que Amado Nervo
todavía poseía con el modernismo de Rubén Darío y los movimientos simbolistas
franceses y sin dejar de huir de estas influencias, mostraba un talante único y
exclusivo mexicano en un tiempo en que la revolución zapatista y el posterior
advenimiento del PRI parecía que podían obrar este mismo milagro en la vida
social y política del país, se comprenderá mejor el porqué de su protagonismo
central en El testigo.
Los sueños,
frustraciones, tropelías, contradictorias resoluciones así como las novedosas
invenciones de Velarde simbolizan, como pocas, el sueño inédito del país que
pudo ser México así como aquel que, finalmente, fue. Representan tanto una
imposible utopía modernista que concibiera un México integrado en las
corrientes vivas de una imaginativa y fecunda modernidad que ubicara en primer
plano la raíz indígena como un tapiz espiritual que permitiera que el progreso
se humanizara así como las impotentes fuerzas vetustas de la tradición colonial
ubicadas como inmovibles columnas sobre las soterrada arqueología indígena. Encarnan
la radiografía de un pasado oscuro que se torna ideal ante el ataque desmedido
de las fuerzas del capitalismo calibanesco así como las fuerzas ingobernables
de una barbarie seminal que desbrozó y desarticuló en distintas partes las
raíces de las culturas mexicanas y que, por una especie de reverberación
cíclica, han de volver a imponerse nuevamente en el trasfondo de la sociedad
por más que la misma se disfrace con un traje revolucionario, contrarrevolucionario
o democrático.
Reflexionará Julio acerca de lo que hubiera podido
suceder con Velarde si hubiera llegado a la vejez:
“También él fue un católico maderista, un
liberal, pero no vio el país roto; la revuelta revolucionaria “subvirtió” su
provinciano edén sin mancillarlo del todo. Compartía el afán del cambio, la
necesidad de aire fresco; al mismo tiempo, repudiaba la barbarie, la cuota de
la sangre de
En este sentido, Velarde es el padre del México
moderno. Admirado por los artistas de la vanguardia o los integrantes de la
revista Contemporáneos así como por los aldeanos que recuerdan, levemente, el
título y estrofas de algunos de sus poemas aún sin comprenderlos del todo, su
voluntad creativa pone de acuerdo a todos. Sin embargo, su muerte anónima, visceral
y casi azarosa como metáfora cruenta de la soledad de una nación que Samuel
Ramos concibiera como ansiosa de muerte, también lo hace. Por ello, si es entre
el recuerdo ideal de su vida y la vergüenza de la memoria de su muerte, en
donde se ubica el intelectual mexicano para concitar respuestas ante los nuevos
e indefinidos tiempos, nada más natural que en la novela de Villoro, Velarde
llegue a ser declarado santo, se le intente canonizar y se le aparezca
resucitado y redivivo a varios personajes en el pueblo de Los Cominos. Negar la
muerte de Velarde es afirmar la vida de México y resucitarlo en un momento
político tan crucial para el país gracias al advenimiento del PAN como lo fue
la época revolucionaria, significa volver a creer en las promesas que nadie
cumplió y en los fracasos y estertores del país justo e igualitario que, en
tiempos de Velarde, muchos ciudadanos llegaron a creer e incluso a entrever.
A su vez, resulta lógico –teniendo en cuenta estas
reflexiones- que Velarde sea asimilado de manera muy sui generis con un Cristo
mexicano. De esta manera, desde las primeras páginas de la novela, se realiza
un explícito juego meta-narrativo entre el número de la habitación del hotel en
el que se alberga Julio, el 33, y la edad en que murió Velarde que se
corresponde, asimismo, con la supuesta edad que tendría Cristo al morir: 33
años. Lo que, teniendo en cuenta la función que Villoro le ofrece a Velarde en
la novela, le permite ir vertebrando una mirada tragicómica del México moderno
gracias a la resurrección posmoderna que de su figura de poeta crístico y
mesiánico se realizará para consolidar esa telenovela de futuro éxito que se
realizará en Los Cominos llamada Por el amor de Dios.
4.
La ironía y la redención en El testigo
A este respecto, resulta bastante importante destacar
este matiz sarcástico que irá entretejiendo la narración de Villoro – afín a la
actitud del individuo mexicano que debe armarse de una profunda y sutil ironía
así como debe escudarse en los subterfugios que le ofrece el humor para
conseguir reinventarse en la lucha por la supervivencia de todos los días- de
suaves anécdotas gracias a las cuales los fracasos de su protagonista y de su
generación quedarán suavizados dentro de la, por momentos, hilarante narración.
Así, por ejemplo, se nos refiere la manera en que la mujer italiana de Julio,
Paola, se enamoró de él en un momento en que se encontraba destrozado por su
fracasado amor con Nieves: “Por suerte para ambos, ella asoció su insoportable
tristeza con la cultura mexicana. Había leído El laberinto de la soledad y se disponía a traducir a autores de
ese país desgarrado, que reía mejor en los velorios. En los ojos de Julio vio
el culto a la muerte y la vigencia de los espectros (Villoro, 2004, p. 39).
Por tanto, -y esto es importante destacarlo- como otros febriles narradores mexicanos como,
por ejemplo, Jorge Ibargüengoitia que se han ocupado de descifrar las
convenciones de la realidad política y social de su país desde el cónclave
irónico y el recurso tragicómico del equívoco, Villoro no duda en utilizar este
recurso en la medida en que le permite matizar el fracaso recurrente de su
generación y personajes y, sobre todo, atestiguar la esencia histórica del país
en que se desenvuelve su narración. Pues, como todos sabemos, el signo
distintivo de la historia de México no es sino el equívoco producido por el inesperado
encuentro entre Cortés y los aztecas sorprendidos irónicamente, en primera
instancia, por las profecías en las que hasta entonces habían sustentado gran
parte de su Imperio.
Partiendo de esta historia de equívocos y la
suplantación fantasmagórica que la cultura occidental ha producido en México,
no parece en absoluto casual el que Julio consiguiera salir de su país y
emprender su huida hacia delante y de sí mismo, meditante el plagio de una, al
parecer, excelente y singular tesis sobre una generación tan importante para la
incipiente modernidad mexicana llamada “Maquinas
solteras en la poesía mexicana. La generación de Contemporáneos” escrita,
precisamente, por un uruguayo.
Pues si algo se
encarga de manifestar de manera soterrada o abierta, con sutil ironía y
desparpajo o con rigor trágico, Juan Villoro por toda la narración –y para
ello, inteligentemente y de manera voluntaria ignora la sombra de los tristes sucesos de
Tlatelolco cuya onda expansiva debió haber influido de una manera u otra en la
generación de Julio- es la impermanencia e inconsistencia del ensamblaje del
mundo occidental en el territorio mexicano que genera un individualismo caótico
y deslavazado en una sociedad que cuando mira hacia su origen percibe un vacío
que únicamente se puede llenar por medio de la figura del prócer o la ley del
más fuerte. Lo que se atestigua, precisamente, en el mismo momento en que Julio
–utilizando su fuerza intelectual a la manera de un prócer político que buscara
en los territorios extranjeros las soluciones a los problemas de su patria y
revolcándose sobre un cimiento de ruinas aztecas que perfilan su necesidad y
deseo de autoafirmación– decide que plagiará la tesis uruguaya sobre México que
le catapultará fuera de su país:
“En
el Cerro de
De esta manera, lentamente, vamos
comprendiendo –más allá del definitivo acontecimiento trágico amoroso que
enmarca su fallida relación con Nieves- los resortes inconscientes que llevaron a Valdivieso a emigrar a otros
confines manifestando con su gesto el éxodo de toda una generación de
intelectuales incapacitados para hacer escuchar su voz frente al rugir de las
distintas panteras que, por ejemplo, en nombre de la revolución, expatriaron a
familias como la de Julio de gran parte de sus tierras o silenciaron hábilmente
los flecos ocultos de la guerra cristera. Sin más asideros desde la
Independencia mexicana para el intelectual mexicano que la búsqueda exportada
de las ideas culturales occidentales para frenar la rapiña económica que motivó
a los distintos gobiernos que se fueron sucediendo en su país, la emigración
hacia Europa se consideró tabla de salvación utópica a través de la que abolir
el incierto destino. Nos referirá Julio: “¿Había algo más extraño para un
mexicano que estar en México? (Villoro, 2004, 254)”.
Sin embargo,
Julio irá entendiendo, gracias y a pesar de la realidad surreal en la que se
encuentra, que le era preciso volver al lugar de su nacimiento y que su huida a
Europa, motivada por un plagio, era un intento infructuoso de buscar la
fotocopia del alma implantada de Europa en México. Un intento de abolir sus
responsabilidades como hombre y de realizar la búsqueda de su verdadera
identidad confrontándose con la realidad difusa que lo categoriza como
individuo en la que encontrará una última redención.
Redención que se
producirá por su nuevo amor furtivo –gracias al que cierra la herida abierta de
su antiguo amor adolescente con su prima Nieves y su actual matrimonio
aburguesado con Paola- con Agustina y el incendio de la finca que contenía gran
parte de los manuscritos de López Velarde, por medio de los cuales, Julio
tomará conciencia de la fugacidad y vanidad de gran parte de los hechos de la
vida y transmutará su conciencia, definitivamente, con la tierra de su
infancia. Una tierra que, a pesar de todos los golpes que le ha concedido la
historia, se mantiene en pie con toda dignidad y es capaz de conceder figuras
tan desinteresadas como las de la propia Agustina que concitan una última
esperanza en Julio Valvidieso: la plena vivencia del tiempo presente merced a
la paralización de toda voluntad racional gracias a la integración con las memorias tejidas de una
tierra que le muestra un aleph abierto e inmortal a través del amor y el arte.
En otras palabras, el último sentido buscado por Octavio Paz en aquel
monumental poema, Pasado en claro, que tanto deleitara a Julio y a Nieves durante
su adolescencia en donde tanto la unidad indivisible de los individuos como la
resistencia monolítica de las culturas terminaba por fusionarse infinitamente
en “un solo tiempo que ya no” era “tiempo, un tiempo donde siempre es ahora y a
todas horas siempre (Paz, 1978, 43)”: el tiempo originario anterior a los
mismos Dioses.
Tiempo infinito e
imperecedero que conjuga los ritmos vacilantes y cósmicos de distintas
cosmologías, cuya sabiduría y sutil vibración, golpeará a Julio Validivieso,
como le sucederá al perverso protagonista retratado por Giovanni Papini en la
última escena de Gog, gracias, como
hemos referido anteriormente, a la visita inesperada de un amor sin aditamentos
egoístas. Un amor que se muestra
cotidiano y austero pero real, profundamente real, en la comida con grato sabor
a tierra que le preparará Agustina a Julio Valvidivieso en los momentos finales
de la novela y que, como no podía ser menos, y recurriendo a una explicación
contenida por el propio Villoro en su magnífico artículo Retrato de grupo: cien millones
de mexicanos remiten de nuevo a López Velarde y a la profunda y real
historia de ese país, crisol de razas y culturas y de varios tiempos llamado
México cuya fortaleza se encuentra mucho más allá de cualquier telenovela o
falseamiento de su propio mito se quiera hacer.
Nos referirá
Villoro en el citado artículo que, teniendo como punto de referencia el poema La
suave patria de López Velarde, Jorge Luis Borges se sentía intrigado
particularmente por un verso concreto del mismo que no es sino “Suave patria,
vendedora de chía”. Y comenta Villoro que, ya ciego y anciano, en un encuentro
que tuvo con Octavio Paz, Borges no dudó en preguntarle a qué sabía el agua de
chía hallando como respuesta por parte del poeta mexicano, la misma que
exclamará Julio Valdivieso al final de la narración: “sabe a tierra”.
No se me ocurre
mejor metáfora o explicación para terminar este breve estudio sobre esta novela
de búsqueda obsesiva de la mexicanidad por parte de sus protagonistas que la
explicación que el mismo Villoro concede de este episodio, en apariencia,
anecdótico pero nada azaroso con el que concluye su novela: “La escena sugiere
una parábola: durante un siglo los mexicanos buscaron un país esencial sin
advertir que lo bebían a diario” (Villoro, 2005, p. 44). Estaba, efectivamente, en el corazón y la
esencia de tantos ciudadanos como Julio, nacidos en sus confines, y que, de una
manera u otra, llevaban su cicatriz y marca indeleble a su paso. En todos
aquellos que no desistieron, a pesar de las tretas del destino y las trampas
cotidianas de la vida, de buscarse en esos bellos versos que dejara grabados
López Velarde sobre esta tierra real y viva , tremendamente viva, por más que
diferentes e interesadas cosmogonías hayan intentado ocultar a sus ciudadanos
la verdad de este hecho y diversos partidos políticos se continúen alternando
cruentamente en el poder en pos de su dominio: “Suave Patria: te amo no cual
mito/ sino por tu verdad de pan bendito/ como a niña que asoma por la reja /con
la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito (López
Velarde, 1986, p.211)”.
Conclusión
En suma, si una
lección última podemos aprender de estos versos recién citados de López Velarde
y de la última escena de la novela de Villoro es que es justo allí, en la suave
tierra y el dulce agua de chía que concede Agustina, donde se encuentra el
seguro alimento espiritual que podría alentar a que los diferentes artistas
hambrientos y hombres solitarios de México encontraran una razón para seguir
nutriéndose con palabras, versos y arte puro capaz de, silenciosamente,
invalidar los rugidos de las panteras y seguir postergando el advenimiento del
temblor de tierra que devolverá estos parajes al dominio de sus Dioses
originales. Sin equívocos y, sí, por una vez, sin ironía.
Bibliografía
IBARGÜENGOITIA,
JORGE, El Atentado: Los Relámpagos de
agosto. París: ALLCA XX, 2002.
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PAZ, OCTAVIO, Pasado en claro. México: Fondo de
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VILLORO, JUAN, El disparo de argón. Madrid: Alfaguara,
1991.
VILLORO, JUAN, El
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1997.
VILLORO, JUAN, Safari
accidental. México: Joaquín Mortiz, 2005.
[1] Este artículo se ha realizado gracias a la concesión de una beca
posdoctoral por parte de
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