REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


UN VIAJE DE IDA Y VUELTA A MÉXICO: EL TESTIGO DE JUAN VILLORO[1]

 

Alejandro Hermosilla Sánchez

 (Universidad de Murcia)

 

 

Resumen: En el presente artículo nos proponemos llevar a cabo un análisis de la novela del mexicano Juan Villoro, El testigo. Este análisis nos permitirá no sólo conocer mejor cómo y de qué manera aparece México en esta y otras novelas de Villoro, sino, además y más importante aún, la importancia de López Velarde y la ironía en su obra así como su significado final. 

 

Palabras clave: ironía, México, modernidad, redención, tradición.

 

Abstract: our intention with the present article is to analyze the novel of the mexican writer Juan Villoro, The witness. This analysis will alow us, not only to improbé our knowledge of the way Mexico appears in this and other Villoro´s novels, but, besides and even more important, it will allow us know the importance of Lopez Velarde and irony in his novel and to inquire its final maining.

 

Key words: irony, Mexico, modernity, redemption, tradition.

   

                                        

  “Qué triste será la tarde

cuando a México regreses

     sin ver a López Velarde…!”

 

José Juan Tablada.

 

 

Introducción

 

 

Es bien conocido que una de las metáforas que mejor define al artista y, por extensión, al hombre moderno no es otra que la descrita por Franz Kafka en su famosa narración Un artista del hambre. Como recordaremos, en aquella procelosa fábula, el artista del ayuno era confundido con el pasto de la jaula en la que se encontraba y su destino era ignorado secretamente por todos los hombres. Su único cómplice momentáneo era un inspector que al preguntarle por el motivo de su ayuno, recibía como respuesta por parte del artista que su gesto no respondía sino a su imposibilidad de degustar cualquier alimento pues todos le disgustaban por igual. Finalmente, el artista hambriento era enterrado en la jaula en la que se hallaba obligándosele a compartirla con una pantera joven que con sus rugidos y ansias rapaces por la comida, volvía a atraer la atención de todos los espectadores que se encontraban frente a ella.

 

Exactamente, si he citado esta metáfora fascinante narrada con exquisita precisión por Kafka es porque se me antoja que la misma recrea con una pasmosa inteligencia, la situación del escritor o intelectual moderno enfrentado con orgullo, pasión y resignación a su tarea dentro de una sociedad que no le ofrece un manjar adecuado a la pureza e inocencia que, ilusamente, todavía persigue. Su voz y presencia que deberían ser emblemáticas dentro de nuestras sociedades por su voluntad y capacidad de pensarlas íntegramente, es sustituida, anulada y devorada por los voraces colmillos de las panteras que el capitalismo tardío ha colocado delante de los espectadores con el aparente propósito de reactivar sus vidas pero con el íntimo propósito de distraerlos de las cuestiones esenciales a las que el escritor de nuestro tiempo se refiere desde el silencio hambriento de su habitación.  Situación esta que, considero, se ajusta con una precisión rigurosa a los motivos ulteriores que llevaron a Juan Villoro a componer El testigo y, asimismo, a las tropelías internas a las que tendrá que asistir pasivamente su protagonista, Julio Valdivieso, dentro de la novela al tiempo que testifica su asombrado y hambriento deambular por el país que lo vio nacer: México.

 

1. El testigo: temas, argumento

 

Así podríamos resumir la trama urdida por Villoro en El testigo: como un Ulises perdido entre las islas, aventuras y sombríos cánticos de las sirenas de nuestra contemporaneidad, Valdivieso regresa a su Itaca particular (la hacienda de los Cominos) con el objeto de reencontrarse con el fantasma de la perdida Penélope que amó desesperadamente (Nieves) y la cultura que lo forjó como hombre y persona para descubrir que su añorada patria, después de estar encadenada por la alargada sombra del PRI, se encuentra ahora cercada por todo una serie de nuevos rivales (los mass-media, narcotraficantes y la clase política) que luchan enconadamente por hacerla suya sin querer compartir  las sobras de los pastos de la jaula feroz en  que  han convertido a su país, a nadie.

 

Por tanto, Villoro nos plantea un argumento que teje la metáfora  kafkiana y la de Homero con la formulada en Pedro Páramo por Rulfo -por más que en Los Cominos no encuentre Valdivieso un mundo de muertos sí que encuentra un ahogado y extrañificante paisaje de vivos en trance de descomposición- para narrarnos una historia de supervivencia en un país mexicano plagado de panteras dispuestas a cebarse en el festín incoloro que concede una tierra desprovista de Dioses. De hecho, la búsqueda emprendida por Valdivieso en la novela por reencontrarse a sí mismo y sus raíces originales en México, ocurre justo cuando el PRI, último bastión suplantador de las antiguas divinidades tan heroicas como trágicas de su país –Cuauhtemoc, Hernán Cortés, Benito Juárez, Porfirio Diaz, Emiliano Zapata, Pancho Villa o Venustiano Carranza- ha sido doblegado y vencido por vez primera en las elecciones democráticas celebradas en julio del año 2000.

 

Partiendo de esta situación, Valdivieso intentará encontrar un asidero a la nausea existencial que ha dirigido hasta entonces su vida, encontrar un refugio de libertad y un asidero ético providencial  que le permita encontrar, como a aquel famoso personaje construido por Theo Angelopoulos que protagonizara La mirada de Ulises, una mirada inocente dentro del corrupto mundo en que se encuentra.

 

En este sentido, El testigo continúa y extiende la búsqueda emprendida por Villoro en su primera novela, El disparo de Argón, y formula unas similares interrogantes que, en mi opinión, sobrevuelan de manera central toda su escritura y estética así como la de gran parte de la literatura mexicana moderna y la condicionan hasta forjarla tal y como ahora mismo la conocemos: ¿cómo sobrevivir en un mundo entregado a unos gobiernos que manejan el alma y el espíritu de su pueblo así como sus símbolos, signos y la sangre de sus muertes en pos de sus propios intereses?, ¿cómo crear un imaginario propio que concite un espacio de salvación para el ser humano dentro de un medio opaco en el que los rieles independentistas y revolucionarios que hubieran podido promover una auténtica teología liberadora terminaron por disolverse bajo los fastos ruines y depredadores del más vil economicismo?, ¿cómo llegar a concitar una cultura enraizada en la vida y no en la muerte que sea verdadera, no posea préstamos occidentales  y que pueda perdurar más allá de sí misma cuando la primera raíz mexicana, las culturas indígenas, fue cercenada sin piedad?

 

Exactamente, creo que es desde estas acuciantes preguntas, desde donde debemos comenzar a estudiar la obra literaria de Villoro partiendo de las distintas respuestas que en su quehacer artístico ha ido concediendo a las mismas hasta el punto de deformar y transformar su estética de manera definitiva.

 

 

2. México en las novelas de Villoro

 

Desde sus primeros cuentos y ensayos, la narrativa de Villoro –como la de Daniel Sada, Fernando del Paso o Juan García Ponce- se ha visto determinada e influida de manera decisiva por los ritmos y formas de vivir del país desde el que se ha construido: México. Por ejemplo, la vertiginosa, chispeante y acelerada prosa de la primera novela de Villoro, El disparo de Argón conseguía letalmente sumergirnos en esa inquietante experiencia que es vivir en el Distrito Federal: un mundo bifocal construido a partir de una óptica multicultural convexa y, por momentos, perversa en el que el ser humano no encuentra un ápice de respiro más que a través de la sonrisa o la ironía; sino es por su capacidad de reinventarse a sí mismo y metamorfosearse dentro de un espacio en el que está expuesto a todo tipo de peligros y puede ser sacrificado y, por tanto, condenado a la ceguera eterna y la oscuridad con procelosa facilidad.

 

Igualmente, su segunda novela, Materia dispuesta se construía a partir de un lenguaje vertiginoso con el fin de reflejar lúcidamente el espectro interno del irónico, paradójico y, por momentos, absurdo aprendizaje de su personaje sometido a un proceso de redefinición constante debido a la ambigüedad  simbólica y existencial del lugar que se desenvolvía: un espacio simbólico como Terminal Progreso donde se mezclan y conjugan de manera irreverente distintas partes de la ciudad de México con las aguas del antiguo lago de los aztecas.

 

Por el contrario, El testigo, -ya sea por su voluntad de presentarse como una obra de madurez o por la necesidad de acompasar el ritmo de la narración al más pausado ritmo europeo en el que se ha acostumbrado a desenvolverse Julio Valdivieso antes de su regreso a México- se caracteriza por un tono mucho más reposado y meditado que, a su vez, puede interpretarse como ese real y metafórico acercamiento a la edad adulta protagonizado por México tras la caída del PRI y el comienzo de su peregrinaje real por los territorios de la democracia.

 

Sin embargo, -y este es uno de los grandes méritos de la novela-, Villoro se va a encargar pronto de disolver estas ilusiones que son las de su personaje, generación y país. Si es el silencio unitivo, la meta final de todo viaje de retorno místico del alma a la patria, si hay algo que caracteriza el recorrido de Julio Valdivieso por México es la omnipresencia del ruido. Ruido de automóviles, ruido de las multitudes y ruido de historia mexicana; uno de cuyos episodios más trascendentales –la guerra cristera- va a ser protagonista de una especie de culebrón. Sometidos a los designios del quinto sol azteca y sumergidos bajo los vientos post-apocalípticos del mundo posmoderno, tras la demolición de los dioses y los ídolos pre-hispánicos, aparentemente, no hay salida alguna para los ciudadanos de México dentro del laberinto cercado en el que se ha convertido su existencia que no corresponda al ocaso final de la existencia motivado por un temblor de tierra.  

 

Como  ejemplificación de esta situación, un personaje como Juan Ruiz, el Vikingo, raudo para confrontar a Julio con las deudas perdidas del pasado, (una antigua amante llamada Olga Rojas) y las neblinas de un presente torrencial, vertiginoso y autodestructivo,  (la cocaína), sitúan al personaje de Villoro en una contradictoria realidad de la que, más allá de su voluntad, nunca había podido escapar: “La fragancia del chicharrón de pavo, los manteles verdes y blancos, el rostro asombrosamente familiar de un mesero –bigote canónico, nariz de muñeco de palo- le hicieron sentir que no había salido de México ni había dormido en los últimos veinticuatro años (Villoro, 2004, p.20)”.  

 

Una contradictoria realidad mexicana que se refleja con exactitud, por ejemplo, en una reveladora anécdota que le sucediera a Julio en aquella visita que realizara en el cementerio Montparnasse de París –siguiendo con los  discordantes exabruptos de la historia mexicana que Villoro irá filtrando por toda la novela revelando los desencantos y deudas adquiridas por toda su generación- a la tumba del prócer mexicano por excelencia, Porfirio Díaz,  de la que se nos da cuenta de la siguiente manera: 

 

“Al borde del piso, le sorprendió una placa de piedra, con la leyenda: “México lo quiere, México lo admira, México lo respeta”. El mensaje estaba firmado por un hombre de San Luis Potosí, con fecha al calce; “1994”. En el año del levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, un paisano de Julio, potosino como él, había decidido homenajear al tirano que provocó la Revolución mexicana. ¿Para colocar la placa habría contado con la anuencia de la familia? Ahora, el PRI había caído después de setenta y un años en el poder. Ese hombre, que añoraba el pasado porfirista, ¿se sentíría justificado por el cambio? (Villoro, 2004, p. 25)”.

 

De esta manera, Villoro nos enfrenta, lentamente, al vacío integral dejado en la sociedad mexicana por la ausencia de los primeros Dioses indígenas y la caída inevitable de sus sustitutos hispanos, que se ha ido acrecentando de forma progresiva por sus sucesores quienes no han podido resolver de manera eficaz los problemas que la sociedad y el país le plantearan. El estigma Porfirio Díaz más tarde repetido, a su particular manera, por el PRI ya nos indica que, de una u otra manera, el signo pantera de la narración de Kakfa así como la formulación de la metáfora totalitaria de Pedro Páramo se deslizan aún de manera sutil pero avasalladora por toda una estructura social que, como comprenderá Julio, aun y a pesar de la llegada del PAN, en su esencia no se modificará.  O al menos, estas reflexiones se pueden concluir del hecho de que en su visita a la tumba de Porfirio Díaz en París, Julio no pueda evitar recordar el famoso poema de Velarde, El retorno maléfico, cuyos primeros versos resuenan por toda la narración prefigurando la realidad que va a encontrar en su vuelta al hogar: “Mejor será no regresar al pueblo/ el edén subvertido que se calla/ en la mutilación de la metralla (López Velarde, 1986, p. 154).

 

 

3. López Velarde en la novela de Villoro

 

Teniendo en cuenta estos últimos aspectos tratados, es necesario destacar el papel protagónico que Villoro concede a Ramón López Velarde durante toda la narración pues como expresará Julio, en su figura se aunaban de manera  singular gran parte de las contradicciones del México revolucionario así como aquellas que fueron prefigurando su incipiente modernidad: “López Velarde admitía en sus poemas las pugnas favoritas de la cultura mexicana: la provincia y la capital, las santas y las putas, los creyentes y los escépticos, la tradición y la ruptura, nacionalismo y cosmopolitismo, barbarie y civilización. Su rara autenticidad dimanaba de las contradicciones como caso único en la historia para fundirse en la “lúcida neblina” de sus versos. En López Velarde la fe se tonificaba con “íntimo decoro”; al mismo tiempo, los habituales del table-dance podían encontrar en él a un cantor de las putas “distribuidoras de experiencia, provisionalmente babilónicas (Villoro, 2004, ps. 52 y 53).  

 

De la misma manera, afirmará el padre Monteverde en una lúcida reflexión sobre los movimientos discordantes producidos por la Revolución e imbricados en la vida y obra de López Velarde:

 

“-La Revolución tuvo dos caras (...) Pensemos en López Velarde. La política lo sacó de la provincia monótona, lo acercó a convicciones modernas que no hubiera tenido de otro modo, lo llevó a la capital. ¿Qué hubiera sido de él encerrado para siempre en Jerez? La nostalgia mejora las alacenas de compotas y los dulces de la infancia. Sin ese viaje no hubiera extrañado “el santo olor de la panadería” ni “la picadura del ajonjolí”. Fue progresista en la política pero entrañablemente reaccionario en los recuerdos. La Revolución le permitió ese doble movimiento” (Villoro, 2004, p. 80).

 

Por tanto, como entiende con lucidez Villoro y transmiten tanto Julio Valdivieso como otros personajes de El testigo como el tío Donasiano a lo largo de toda la novela, López Velarde, (merced a su poesía y su prosa poética tan moderna como tradicional) refleja en los avatares de su vida las diversas contradicciones a las que debería enfrentarse el país mexicano para construir un futuro libre y plural sin por ello dejar de lado sus raíces o hundir las mismas en un rancio olvido.

 

López Velarde es ubicado certeramente por Villoro en el punto nodal de su narración porque mostró, desde su particularidad regional abierta a los aires novedosos de la modernidad literaria, el cómo todo un país pudo haber también efectuado este cambio en lo que se refiere a su dirección política e histórica. Teniendo en cuenta que con López Velarde la poesía mexicana comenzó a utilizar recursos poéticos modernos capaces de saldar para siempre la deuda que Amado Nervo todavía poseía con el modernismo de Rubén Darío y los movimientos simbolistas franceses y sin dejar de huir de estas influencias, mostraba un talante único y exclusivo mexicano en un tiempo en que la revolución zapatista y el posterior advenimiento del PRI parecía que podían obrar este mismo milagro en la vida social y política del país, se comprenderá mejor el porqué de su protagonismo central en El testigo.  

 

Los sueños, frustraciones, tropelías, contradictorias resoluciones así como las novedosas invenciones de Velarde simbolizan, como pocas, el sueño inédito del país que pudo ser México así como aquel que, finalmente, fue. Representan tanto una imposible utopía modernista que concibiera un México integrado en las corrientes vivas de una imaginativa y fecunda modernidad que ubicara en primer plano la raíz indígena como un tapiz espiritual que permitiera que el progreso se humanizara así como las impotentes fuerzas vetustas de la tradición colonial ubicadas como inmovibles columnas sobre las soterrada arqueología indígena. Encarnan la radiografía de un pasado oscuro que se torna ideal ante el ataque desmedido de las fuerzas del capitalismo calibanesco así como las fuerzas ingobernables de una barbarie seminal que desbrozó y desarticuló en distintas partes las raíces de las culturas mexicanas y que, por una especie de reverberación cíclica, han de volver a imponerse nuevamente en el trasfondo de la sociedad por más que la misma se disfrace con un traje revolucionario, contrarrevolucionario o democrático.

 

Reflexionará Julio acerca de lo que hubiera podido suceder con Velarde si hubiera llegado a la vejez:

 

“También él fue un católico maderista, un liberal, pero no vio el país roto; la revuelta revolucionaria “subvirtió” su provinciano edén sin mancillarlo del todo. Compartía el afán del cambio, la necesidad de aire fresco; al mismo tiempo, repudiaba la barbarie, la cuota de la sangre de la Revolución, y estaba arraigado a tradiciones a punto de desaparecer. Su alma dividida lo volvió atractivo para bandos irreconciliables. ¿Cómo hubieran coexistido esas contradicciones en los años que no llegó a vivir? (…) El poeta expiró antes de que la realidad lo forzara a simplificar su espíritu escindido”. (Villoro, 2004, p.235).

 

En este sentido, Velarde es el padre del México moderno. Admirado por los artistas de la vanguardia o los integrantes de la revista Contemporáneos así como por los aldeanos que recuerdan, levemente, el título y estrofas de algunos de sus poemas aún sin comprenderlos del todo, su voluntad creativa pone de acuerdo a todos. Sin embargo, su muerte anónima, visceral y casi azarosa como metáfora cruenta de la soledad de una nación que Samuel Ramos concibiera como ansiosa de muerte, también lo hace. Por ello, si es entre el recuerdo ideal de su vida y la vergüenza de la memoria de su muerte, en donde se ubica el intelectual mexicano para concitar respuestas ante los nuevos e indefinidos tiempos, nada más natural que en la novela de Villoro, Velarde llegue a ser declarado santo, se le intente canonizar y se le aparezca resucitado y redivivo a varios personajes en el pueblo de Los Cominos. Negar la muerte de Velarde es afirmar la vida de México y resucitarlo en un momento político tan crucial para el país gracias al advenimiento del PAN como lo fue la época revolucionaria, significa volver a creer en las promesas que nadie cumplió y en los fracasos y estertores del país justo e igualitario que, en tiempos de Velarde, muchos ciudadanos llegaron a creer e incluso a entrever.

 

A su vez, resulta lógico –teniendo en cuenta estas reflexiones- que Velarde sea asimilado de manera muy sui generis con un Cristo mexicano. De esta manera, desde las primeras páginas de la novela, se realiza un explícito juego meta-narrativo entre el número de la habitación del hotel en el que se alberga Julio, el 33, y la edad en que murió Velarde que se corresponde, asimismo, con la supuesta edad que tendría Cristo al morir: 33 años. Lo que, teniendo en cuenta la función que Villoro le ofrece a Velarde en la novela, le permite ir vertebrando una mirada tragicómica del México moderno gracias a la resurrección posmoderna que de su figura de poeta crístico y mesiánico se realizará para consolidar esa telenovela de futuro éxito que se realizará en Los Cominos llamada  Por el amor de Dios.

 

4. La ironía y la redención en El testigo

 

A este respecto, resulta bastante importante destacar este matiz sarcástico que irá entretejiendo la narración de Villoro – afín a la actitud del individuo mexicano que debe armarse de una profunda y sutil ironía así como debe escudarse en los subterfugios que le ofrece el humor para conseguir reinventarse en la lucha por la supervivencia de todos los días- de suaves anécdotas gracias a las cuales los fracasos de su protagonista y de su generación quedarán suavizados dentro de la, por momentos, hilarante narración. Así, por ejemplo, se nos refiere la manera en que la mujer italiana de Julio, Paola, se enamoró de él en un momento en que se encontraba destrozado por su fracasado amor con Nieves: “Por suerte para ambos, ella asoció su insoportable tristeza con la cultura mexicana. Había leído El laberinto de la soledad y se disponía a traducir a autores de ese país desgarrado, que reía mejor en los velorios. En los ojos de Julio vio el culto a la muerte y la vigencia de los espectros (Villoro, 2004, p. 39).

 

Por tanto, -y esto es importante destacarlo-  como otros febriles narradores mexicanos como, por ejemplo, Jorge Ibargüengoitia que se han ocupado de descifrar las convenciones de la realidad política y social de su país desde el cónclave irónico y el recurso tragicómico del equívoco, Villoro no duda en utilizar este recurso en la medida en que le permite matizar el fracaso recurrente de su generación y personajes y, sobre todo, atestiguar la esencia histórica del país en que se desenvuelve su narración. Pues, como todos sabemos, el signo distintivo de la historia de México no es sino el equívoco producido por el inesperado encuentro entre Cortés y los aztecas sorprendidos irónicamente, en primera instancia, por las profecías en las que hasta entonces habían sustentado gran parte de su Imperio.

 

Partiendo de esta historia de equívocos y la suplantación fantasmagórica que la cultura occidental ha producido en México, no parece en absoluto casual el que Julio consiguiera salir de su país y emprender su huida hacia delante y de sí mismo, meditante el plagio de una, al parecer, excelente y singular tesis sobre una generación tan importante para la incipiente modernidad mexicana llamada  “Maquinas solteras en la poesía mexicana. La generación de Contemporáneos” escrita, precisamente, por un uruguayo.

 

Pues si algo se encarga de manifestar de manera soterrada o abierta, con sutil ironía y desparpajo o con rigor trágico, Juan Villoro por toda la narración –y para ello, inteligentemente y de manera voluntaria  ignora la sombra de los tristes sucesos de Tlatelolco cuya onda expansiva debió haber influido de una manera u otra en la generación de Julio- es la impermanencia e inconsistencia del ensamblaje del mundo occidental en el territorio mexicano que genera un individualismo caótico y deslavazado en una sociedad que cuando mira hacia su origen percibe un vacío que únicamente se puede llenar por medio de la figura del prócer o la ley del más fuerte. Lo que se atestigua, precisamente, en el mismo momento en que Julio –utilizando su fuerza intelectual a la manera de un prócer político que buscara en los territorios extranjeros las soluciones a los problemas de su patria y revolcándose sobre un cimiento de ruinas aztecas que perfilan su necesidad y deseo de autoafirmación– decide que plagiará la tesis uruguaya sobre México que le catapultará fuera de su país:

 

“En el Cerro de la Estrella los aztecas encendían el fuego nuevo cuando comprobaban que se acababa el año sin que se acabara el mundo. Un sitio castigado y duro que fomentaba ritos de supervivencia. Pionero de esa tierra baldía, entre mujeres presas, basura y monjas vicentinas, Julio podía forjarse una ley a su medida. Este impulso de far west encontró condensación y fuerza decisiva en una imagen desoladora”.(Villoro, 2004, 187).

 

 De esta manera, lentamente, vamos comprendiendo –más allá del definitivo acontecimiento trágico amoroso que enmarca su fallida relación con Nieves- los resortes inconscientes que  llevaron a Valdivieso a emigrar a otros confines manifestando con su gesto el éxodo de toda una generación de intelectuales incapacitados para hacer escuchar su voz frente al rugir de las distintas panteras que, por ejemplo, en nombre de la revolución, expatriaron a familias como la de Julio de gran parte de sus tierras o silenciaron hábilmente los flecos ocultos de la guerra cristera. Sin más asideros desde la Independencia mexicana para el intelectual mexicano que la búsqueda exportada de las ideas culturales occidentales para frenar la rapiña económica que motivó a los distintos gobiernos que se fueron sucediendo en su país, la emigración hacia Europa se consideró tabla de salvación utópica a través de la que abolir el incierto destino. Nos referirá Julio: “¿Había algo más extraño para un mexicano que estar en México? (Villoro, 2004, 254)”.

 

Sin embargo, Julio irá entendiendo, gracias y a pesar de la realidad surreal en la que se encuentra, que le era preciso volver al lugar de su nacimiento y que su huida a Europa, motivada por un plagio, era un intento infructuoso de buscar la fotocopia del alma implantada de Europa en México. Un intento de abolir sus responsabilidades como hombre y de realizar la búsqueda de su verdadera identidad confrontándose con la realidad difusa que lo categoriza como individuo en la que encontrará una última redención.

                                                                                     

Redención que se producirá por su nuevo amor furtivo –gracias al que cierra la herida abierta de su antiguo amor adolescente con su prima Nieves y su actual matrimonio aburguesado con Paola- con Agustina y el incendio de la finca que contenía gran parte de los manuscritos de López Velarde, por medio de los cuales, Julio tomará conciencia de la fugacidad y vanidad de gran parte de los hechos de la vida y transmutará su conciencia, definitivamente, con la tierra de su infancia. Una tierra que, a pesar de todos los golpes que le ha concedido la historia, se mantiene en pie con toda dignidad y es capaz de conceder figuras tan desinteresadas como las de la propia Agustina que concitan una última esperanza en Julio Valvidieso: la plena vivencia del tiempo presente merced a la paralización de toda voluntad racional gracias a la  integración con las memorias tejidas de una tierra que le muestra un aleph abierto e inmortal a través del amor y el arte. En otras palabras, el último sentido buscado por Octavio Paz en aquel monumental poema, Pasado en claro, que tanto deleitara a Julio y a Nieves durante su adolescencia en donde tanto la unidad indivisible de los individuos como la resistencia monolítica de las culturas terminaba por fusionarse infinitamente en “un solo tiempo que ya no” era “tiempo, un tiempo donde siempre es ahora y a todas horas siempre (Paz, 1978, 43)”: el tiempo originario anterior a los mismos Dioses.

 

Tiempo infinito e imperecedero que conjuga los ritmos vacilantes y cósmicos de distintas cosmologías, cuya sabiduría y sutil vibración, golpeará a Julio Validivieso, como le sucederá al perverso protagonista retratado por Giovanni Papini en la última escena de Gog, gracias, como hemos referido anteriormente, a la visita inesperada de un amor sin aditamentos egoístas.  Un amor que se muestra cotidiano y austero pero real, profundamente real, en la comida con grato sabor a tierra que le preparará Agustina a Julio Valvidivieso en los momentos finales de la novela y que, como no podía ser menos, y recurriendo a una explicación contenida por el propio Villoro en su magnífico artículo Retrato de grupo: cien millones de mexicanos remiten de nuevo a López Velarde y a la profunda y real historia de ese país, crisol de razas y culturas y de varios tiempos llamado México cuya fortaleza se encuentra mucho más allá de cualquier telenovela o falseamiento de su propio mito se quiera hacer.

 

Nos referirá Villoro en el citado artículo que, teniendo como punto de referencia el poema La suave patria de López Velarde, Jorge Luis Borges se sentía intrigado particularmente por un verso concreto del mismo que no es sino “Suave patria, vendedora de chía”. Y comenta Villoro que, ya ciego y anciano, en un encuentro que tuvo con Octavio Paz, Borges no dudó en preguntarle a qué sabía el agua de chía hallando como respuesta por parte del poeta mexicano, la misma que exclamará Julio Valdivieso al final de la narración: “sabe a tierra”.

 

No se me ocurre mejor metáfora o explicación para terminar este breve estudio sobre esta novela de búsqueda obsesiva de la mexicanidad por parte de sus protagonistas que la explicación que el mismo Villoro concede de este episodio, en apariencia, anecdótico pero nada azaroso con el que concluye su novela: “La escena sugiere una parábola: durante un siglo los mexicanos buscaron un país esencial sin advertir que lo bebían a diario” (Villoro, 2005, p. 44).  Estaba, efectivamente, en el corazón y la esencia de tantos ciudadanos como Julio, nacidos en sus confines, y que, de una manera u otra, llevaban su cicatriz y marca indeleble a su paso. En todos aquellos que no desistieron, a pesar de las tretas del destino y las trampas cotidianas de la vida, de buscarse en esos bellos versos que dejara grabados López Velarde sobre esta tierra real y viva , tremendamente viva, por más que diferentes e interesadas cosmogonías hayan intentado ocultar a sus ciudadanos la verdad de este hecho y diversos partidos políticos se continúen alternando cruentamente en el poder en pos de su dominio: “Suave Patria: te amo no cual mito/ sino por tu verdad de pan bendito/ como a niña que asoma por la reja /con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito (López Velarde, 1986, p.211)”.

 

Conclusión

 

En suma, si una lección última podemos aprender de estos versos recién citados de López Velarde y de la última escena de la novela de Villoro es que es justo allí, en la suave tierra y el dulce agua de chía que concede Agustina, donde se encuentra el seguro alimento espiritual que podría alentar a que los diferentes artistas hambrientos y hombres solitarios de México encontraran una razón para seguir nutriéndose con palabras, versos y arte puro capaz de, silenciosamente, invalidar los rugidos de las panteras y seguir postergando el advenimiento del temblor de tierra que devolverá estos parajes al dominio de sus Dioses originales. Sin equívocos y, sí, por una vez, sin ironía.

 

Bibliografía

 

IBARGÜENGOITIA, JORGE, El Atentado: Los Relámpagos de agosto. París: ALLCA XX, 2002.

 

KAFKA, FRANZ, Cuentos completos (textos originales). Madrid: Valdemar 2001.

 

LÓPEZ VELARDE, RAMÓN. Obras. México: Fondo de Cultura Económica, 1986.

 

PAZ, OCTAVIO, Pasado en claro. México: Fondo de Cultura Económica, 1978.

 

RULFO, JUAN, Pedro Páramo. México: Fondo de Cultura Económica, 1973.

 

VILLORO, JUAN, El disparo de argón. Madrid: Alfaguara, 1991.

 

VILLORO, JUAN, El testigo. Barcelona: Anagrama, 2004.

 

VILLORO, JUAN, Materia dispuesta. México: Alfaguara, 1997.

 

VILLORO, JUAN, Safari accidental. México: Joaquín Mortiz, 2005.



[1] Este artículo se ha realizado gracias a la concesión de una beca posdoctoral por parte de la Fundación Séneca de Murcia (España) para el desarrollo de una investigación sobre narrativa, estética y filosofía mexicana del siglo XX.