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REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS
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NÚMERO 2 - NOVIEMBRE 2001

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Buscando el baúl de los recuerdos:
novela, sociedad, ideología y compromiso

Antonio Orejudo

(Universidad de Almería)


 

Las artes mantienen entre sí relaciones de poder, pugnan entre ellas contaminándose, robándose mutuamente técnicas y competencias. Esta lucha lejos de ser estéril, es el principal motor de su evolución. La aparición de la fotografía en el siglo XIX, por poner un ejemplo al margen de la literatura, liberó a la pintura de una de sus competencias: la de plasmar la realidad sensible. Este fenómeno hizo que los pintores buscaran nuevos derroteros, alejados de los retratos, los paisajes y los bodegones.

En este sentido, uno de los fenómenos más interesantes del pasado siglo XX es la irrupción del cine en un sistema artístico inmutable durante siglos. El nuevo arte se ha ido apropiando de competencias que hasta hace poco tiempo eran consideradas propiedad de la literatura, o ha modificado técnicas del discurso escrito. Esta suerte de invasión se manifiesta en hechos concretos: el cine de acción, por ejemplo, ha ocupado el lugar genérico de la literatura de aventuras; aquellas largas descripciones de rostros y ambientes que caracterizaban la narración decimonónica tienden a desaparecer en una sociedad cada vez más acostumbrada a pensar con imágenes que con palabras; las novelas se han reducido de tamaño, ya que hay menos tiempo para leer y más ofertas para entretener nuestro ocio. A los novelistas, que hemos vivido durante siglos sin preocuparnos por la competencia en el mercado del ocio nos cuesta asumir la nueva situación: que las novelas están obligadas hoy más que nunca a competir con enemigos muy poderosos para ganarse el favor del público. Aunque la lectura sigue siendo un placer solitario, el desarrollo tecnológico ha puesto a nuestra disposición muchos más donde elegir, desde el cambio compulsivo de canales con el mando a distancia hasta la audición de una sinfonía en un buen equipo estereofónico.

Este panorama, inédito para la escritura y lectura de novelas, es lo que ha llevado a algunos a hablar de la muerte de la novela. A este respecto, lo primero que habría que aclarar es que este óbito, de ser cierto, nada tendría de trágico. Hay que evitar la aplicación a la literatura de valores ecológicos, según los cuales la extinción de una especie constituye una catástrofe natural. La historia de la literatura, y quizás también la naturaleza, evoluciona gracias a la extinción de ciertas especies o géneros de escritura. Pero en literatura, al contrario de lo que sucede en la naturaleza, nada muere nunca para siempre.

Los géneros literarios viven una relación tan turbulenta como la que existe entre las artes. Géneros que parecían olvidados y que renacieron con inusitada fortaleza, mostrándose de pronto apropiados para expresar el mundo conforme a la sensibilidad de un determinado momento vuelven a caer en el olvido. Es el caso del diálogo, de la epístola o de la silva, géneros que tuvieron gran virulencia en la literatura latina, que se olvidaron durante la Edad Media, que volvieron a renacer en la literatura europea del siglo XVI, y que hoy nadie practica, como si fueran incapaces de expresar satisfactoriamente nuestro mundo y nuestros intereses. Ha habido épocas que no encontraban una forma artística eficaz, y que han creado un nuevo género de expresión, como la miscelánea del siglo XVII, o que han modificado uno existente para adaptarlo a las nuevas sensibilidades, como hizo Cervantes con las novelas de caballería o Galdós con el folletín.

Quitado hierro a la hipotética muerte de la novela, lo primero que cualquier persona que conserve la saludable costumbre de husmear librerías puede objetar a esta defunción es la extraordinaria capacidad de regeneración que tienen en España las mesas de novedades. ¿Cómo puede hablarse de muerte de la novela cuando lo difícil es encontrar a alguien que no haya escrito o esté escribiendo alguna?

Los números han cobrado mucha importancia a la hora de valorar las letras. Se habla por todas partes del gran número de narradores que ha dado la última década y del pequeño número de años que cuentan los recién nacidos. Hay quien dice que sólo en nuestro Siglo de Oro hubo tantos y tan jóvenes escritores, hecho que sería formidable si no fuera inexacto. Lo que hizo del siglo XVI y XVII la Edad de Oro de las letras españolas no fue un aumento de los escritores, sino una multiplicación de los lectores, exactamente lo contrario de lo que sucede hoy, cuando sólo dos de cada cien españoles declaran haber leído más de un libro.

El aumento del número de narradores y la disminución del número de sus años, lejos de ser una señal halagüeña es el síntoma de un panorama sombrío y el indicio de que a principios del siglo XXI la literatura ha dejado e ser en el pensamiento de la gente un arte, entendiendo esta palabra de modo general como la manipulación de lo natural mediante una técnica aprendida. La banalización de un arte trae aparejada la simplificación de su técnica, y consecuentemente aumenta el número de los que la dominan y se rebaja el número de años necesarios para aprenderla. Por eso últimamente ha aumentado el número de escritores y se celebran tanto sus cortas edades. Por eso también las llamadas novelas colectivas se han convertido en un número frecuente de los festejos culturales. Uno de los actos más frecuentes de las ferias del libro y demás acontecimientos culturales consiste en la composición de una novela que comienza un escritor ilustre y que es continuada por el público asistente. Recuerdo que hace unos años el político Joaquín Leguina, al término de su mandato como presidente de la Comunidad de Madrid y tras no resultar elegido, eligió comenzar otra de estas narraciones democráticas en la red informática Internet. Estos números no constatan la buena salud de las letras, sino su trivialización más absoluta. A nadie se le ocurre, por el momento, que un pentagrama en blanco cruce de norte a sur la geografía española como una antorcha olímpica, y que a su paso por los pueblos y las ciudades cada contribuyente estampe corcheas y bemoles a su antojo, para que el resultado final sea cantado por los tres tenores en la inauguración de la temporada del Teatro Real. ¿Por qué? Porque afortunadamente, hoy todavía se piensa que la composición de una sinfonía requiere el aprendizaje previo de una técnica, requisito que no se admite ya para la narración de historias.

Sin duda algo ha muerto. De lo que ya no estoy tan seguro es de que el cadáver pertenezca a la novela. Si algo caracteriza al género es su ausencia de cuerpo propio, su carácter proteico y camaleónico, capaz de adoptar la forma de una narración épica (Cien años de soledad), la de un ensayo (Josep Torres Campalans), la de una carta autobiográfica  (Lazarillo) o la de una obra teatral (El abuelo o La Celestina). Mantener que la novela ha muerto es algo así como decir que ha muerto la ficción en prosa. Yo más bien diría que hay una manera de narrar acontecimientos, proveniente del siglo XIX y considerada propia del discurso novelístico por antonomasia, que ha perdido vitalidad, que no se adecua a las necesidades del escritor ni del lector. Como escritor cada vez le encuentro menos sentido a comenzar un párrafo de la siguiente manera: «Exhausto por el trabajo realizado, Pedro alzó su triste mirada al cielo estrellado y exclamó».

La historia de la novela es la historia de su acomodación a las diferentes situaciones históricas. Y cuando digo situación histórica me refiero no sólo al contexto político, social y económico, sino también y sobre todo al resultado de todos ellos, es decir, al contexto del receptor de mensajes literarios, a lo que algunos llaman «horizonte de expectativas», es decir, aquello que esperamos encontrar cuando compramos un libro. En su evolución, la novela siempre ha adoptado los ropajes del género más prestigioso en cada época.

Cada época, como he dicho antes, tiene sus exigencias estéticas, sus condiciones artísticas, que son el resultado de una situación social y económica determinada. Hay formas que conectan mejor con la sensibilidad de los lectores de una época dada. Yo pienso que el talento de un novelista se mide en buena parte no por la agudeza de sus lamentos ante el estado de las artes en general y de la literatura en particular, sino por su capacidad para utilizar las formas prestigiadas en su época y trascenderlas. Los buenos novelistas han hecho siempre de la necesidad virtud. Cervantes, como se sabe, utilizó en beneficio de su arte el extraordinario predicamento que todavía  en el siglo XVIII gozaba la literatura caballeresca. Asumió las convenciones del género para transgredirlas e ir más allá. Galdós se encontró con que al público lector, que hasta ese momento había sido eminentemente masculino, se incorporaba masivamente  la mujer. Este fenómeno trastocó el sistema genérico de su tiempo al crear el folletín por entregas, que debe también su auge al desarrollo de la prensa periódica. Lejos de lamentarse, como hacen hoy muchos autores frente a nuestra particular circunstancia histórica, Galdós utilizó la suya en beneficio propio, en beneficio de su literatura. Así, Fortunata y Jacinta, es originariamente un folletín por entregas, pero también una obra que trasciende el género en el que fue concebida. Me gusta pensar que sus valores literarios son producto del constreñimiento estético que sufrió, de la necesidad que tuvo Galdós de escribir un folletín, y de publicarlo por entregas.

Resumiendo: ante las particularidades de nuestro principio de siglo (pérdida de lectores, desprestigio de las humanidades, banalización de la escritura, empobrecimiento cultural galopante, desarrollo de las tecnologías audiovisuales, falta de tiempo...), soy poco partidario de lamentos o de discusiones bizantinas sobre la agonía, muerte o resurrección de los géneros, que lo único que hacen es encubrir la alarmante incapacidad de los novelistas para interesar a sus contemporáneos. Partiendo de la base de que el sistema genérico es un organismo vivo en perpetuo cambio y evolución, cuyos componentes nacen, crecen, se reproducen y, ojo, se transforman, rara vez mueren, creo que es más eficaz tratar de acomodarse a los constreñimientos de nuestra época y a partir de ahí elaborar un producto duradero. Si fuéramos marxistas diríamos que la literatura es siempre coyuntural y ocasionalmente alguno de sus productos pasa a formar parte de la estructura.

Y hablando de marxismo, mis ideas sobre el género novelístico están muy cercanas a las expresadas por el crítico ruso Mijail Bajtin. Aunque sus ideas conciben la novela como un producto social, éstas no fueron aceptadas por la ortodoxia estalinista.

Aunque últimamente se escriben muchas novelas cuyo universo lo constituye el pequeño mundo individual, a mí me siguen interesando las novelas que reflejan la textura plural de la realidad. La vida, eso que llamamos realidad, sigue siendo, pese a los intentos de homogeneización lingüística e ideológica, un corredor de voces, un batiburrillo de primeras personas, de universos individuales, de cosmologías, de concepciones del mundo, de ideologías diferentes, de puntos de vista que se contraponen, enfrentan y  contaminan. El lenguaje, al fin y al cabo, es la materia prima de la literatura, es la manifestación más visible o audible de esta lucha cuerpo a cuerpo entre los diferentes estados sociales. Porque aunque hay una sola lengua, hay una riquísima variedad de lenguajes sociales, según sea la condición social de los hablantes. La naturaleza social del lenguaje es una realidad de la que todos somos más o menos conscientes. ¿Quién no ha tenido alguna vez la sensación de estar utilizando palabras que no le pertenecían o palabras en las que otros hablantes habían dejado una impronta tan profunda que, cuando las utilizamos, son ellas las que nos dan significado a nosotros y no al contrario? La capacidad de detectar y a continuación reproducir diferentes lenguajes sociales, es decir, diferentes ideologías y puntos de vista, es el talento que más aprecio en un novelista. Y este tipo de novela está en los antípodas de cierta literatura que podemos denominar metonímica o masturbatoria. Metonímica porque hace pasar por el todo, por el mundo completo, sólo una parte de él, el YO. Y masturbatorio porque toda la sustancia que extraemos de ella proviene de machacar, o majar (de ahí la palabra majadero) esa primera persona.

Por mi parte, cada vez agradezco más a los narradores que desaparezcan de sus narraciones y dejen hablar a los personajes, que me permitan oír voces ajenas, como si fueran ventrílocuos. El novelista que a mí me gustaría ser es un imitador de voces. Y cuando digo voces me refiero no sólo al registro puramente lingüístico, que es su manifestación externa, sino también a la ideología que subyace en él. Frente al actual predominio de la introspección, reclamo una actitud extravertida; frente a la tendencia a crear subjetividades y de contar el mundo sólo a través de sus ojos, prefiero las denominadas composiciones corales, en las que los personajes y las ideologías se rebaten y contaminan mutuamente.

Si hoy la novela se acerca por un lado a la subjetividad de la poesía o del ensayo, yo prefiero una novela más cercana al teatro, con un predominio de la acción sobre la introspección, prefiero que a los personajes les sucedan las cosas por fuera, incluso aquellas que les suceden por dentro; prefiero ser expuesto al discurrir de múltiples puntos de vista antes que ver la vida a través de una sola conciencia.

Hay una tendencia muy marcada de la última novela española a construir discursos en primera persona, discursos verbales que no se extienden a lo ancho, sino en vertical, como si no existiera otro universo que el universo individual. Se multiplican así las novelas que ofrecen visiones individuales del universo, voces unívocas, puntos de vista particulares, preocupaciones que quisieran ser universales, pero que no son sino inquietudes pequeñoburguesas. Estas novelas no confrontan estos puntos de vista con otros, opuestos e igualmente reales, se limitan simplemente a no darles cabida en sus universos literarios. Se crea de este modo una especie de dictadura ideológica que borra todo indicio de disidencia, elevando una sola voz individual a la categoría de universal. Bajo la coartada de estar asistiendo al discurrir de la conciencia del hombre moderno, asistimos a menudo en el mejor de los casos al hipnótico o masturbatorio monólogo de un hombre o una mujer muy concretos: blancos europeos, universitarios profesionales liberales con ingresos brutos superiores a diez millones de pesetas anuales. Cuando los oigo hablar o contar una historia echo en falta que alguien les lleve la contraria, se burle de ellos o los cuestione; me gustaría ver contrastados sus anhelos y sus frustraciones con las de otros hombres. Pero estos enfrentamientos se hurtan sistemáticamente en la última novela española, porque podrían de manifiesto la endeblez vital y literaria de esas voces ideológicas. Y precisamente por eso, una de las constantes de las últimas novelas es una alarmante ausencia de humor. De estas confrontaciones ideológicas saltan siempre chispas de humor, si es que no mueven físicamente a la carcajada diáfana, un valor literario secularmente despreciado y que personalmente aprecio cada día más. Si Cervantes no hubiera confrontado el discurso de Don Quijote con ningún otro, hubiera escrito una novela de caballerías más. Es la confrontación de Don Quijote, de su ideología y de su lenguaje con las múltiples y variadas ideologías y lenguajes de su tiempo lo que hace de la novela una buena novela, y sobre todo, una novela divertida que es capaz de arrancarnos carcajadas todavía, quinientos años después, quinientas lecturas después.

Esta absorta mirada hacia el yo que caracteriza mucha de la literatura que escriben los autores más jóvenes es la causa de la ausencia de humor que presentan la mayoría de ellas. Adustez esta que los emparenta con sus mayores más tristes. La falta de humor suele ser consustancial a los discursos autoritarios, entendiendo por discurso autoritario aquel que no se cuestiona, que no se contrasta y que consecuentemente se ofrece como único punto de vista, como único universo. La risa sigue siendo minusvalorada en la literatura española, fenómeno que siempre me ha resultado extravagante en una literatura que tiene al Quijote por su primer libro moderno. Seguimos confundiendo la seriedad con el aburrimiento. Y eso no es otra cosa que muestra palmaria de nuestro ancestral papanatismo. Seguimos teniendo un temor reverencial por los libros; seguimos teniendo serias dificultades para asociar la lectura con el juego y con el gozo.

Cervantes también vivió un auge del autoritarismo narrativo en primera persona, que hacia el 1600 recibía el nombre de picaresca. A Cervantes le resultaba intolerable la pretensión de este tipo de novela de alzar su visión del mundo a única visión del mundo. La picaresca hacía depender la verdad literaria de la distancia que hubiera entre la realidad y lo que se contaba: cuanto más corta fuera esa distancia, cuanto más real o realista fuera el relato, más verdadero resultaba ese tipo de literatura. Algo semejante en los últimos años, cuando un grupo de escritores que cabría identificar como los escritores picarescos de antaño, clamaban que sólo la literatura urbana y realista era la literatura que estaba viva. Conviene, digo, en este punto recordar que la verdad literaria, que la vitalidad literaria no depende de su cercanía con eso que llamamos realidad y que suele ser siempre parte de ella, no toda. El realismo es una sensación, una impresión de los sentidos, y ésta sólo puede conseguirse mediante una hábil manipulación de los elementos literarios, mediante una efectiva combinación de luces y sombras. El novelista es un prestidigitador, que consigue hechizar a un auditorio, y que hace pasar por verdaderos hechos que generalmente no suceden en nuestra experiencia cotidiana. Por su parte el espectador se deja hechizar, se deja contar, se deja maravillar sin perder nunca el control y la conciencia de encontrarse ante un juego. Si yo escribiera cien novelas, cien veces mandaría reproducir estas palabras de Cervantes en la portada, que resumen a la perfección el tipo de novela que me gustaría escribir: «Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras, digo sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan. Sí, que no siempre se está en los templos; no siempre se ocupan los oratorios; no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad, los jardines».


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