REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


El libro de las ilusiones, Paul Auster

(Barcelona, Círculo de Lectores, 2003)

 

 

          Don Nadie es una respuesta a esa creciente frustración. El villano de la historia se llama C. Lester Chase, y una vez que se descifran los orígenes del extraño y artificial nombre de ese personaje, resulta difícil no verlo como un doble de Hunt. Si se traduce hunt al francés, tendremos chasse (caza); si quitamos la segunda s de chasse, acabaremos con chase (persecución). Si luego nos damos cuenta de que Seymour se lee igual que see more (ve más), y de que Lester puede abreviarse en Les (menos), lo que convierte C. Lester en C. Les-see less (ve menos), todo salta claramente a la vista. Chase es el personaje más malintencionado de todas las películas de Hector.

(pp. 48-49)

 

 

          Me llamó aquella misma noche, tan sorprendido como satisfecho de que hubiese aceptado. Te lo dije simplemente por decir, me explicó, pero no habría estado bien que no te lo ofreciera a ti primero. No te imaginas lo contento que estoy.

          Me alegro, le contesté.

          Les diré que te envíen el contrato mañana. Simplemente para confirmarlo todo.

          Lo que tú digas. El caso es que me parece que ya he dado con la traducción del título.

          Memoires d’outre-tombe. Memorias de ultratumba.

          Me resulta un poco burdo. En cierto modo es demasiado literal, y al mismo tiempo difícil de entender.

          ¿Y qué se te ha ocurrido?

          Memorias de un muerto.

          Interesante.

          No está mal, ¿verdad?

          No, no está nada mal. Me gusta mucho.

          Lo importante es que tiene sentido. Chateaubriand tardó treinta y cinco años en escribir ese libro, y no quería que lo publicaran hasta cincuenta años después de su muerte. Está escrito literalmente con la voz de un muerto.

(p. 71)

 

 

          Aquel verano, Hector, con bastante dificultad, intentaba leer a Shakespeare y Nora leía las obras con él, ayudándole con las palabras que no entendía, explicándole uno u otro momento histórico o alguna convención teatral, explorando la psicología y las motivaciones de los personajes. En una de las sesiones de la trastienda, tras tropezar en la pronunciación de las palabras Thou ow’st del tercer acto de El rey Lear, le confesó lo mucho que le avergonzaba su acento. Nunca aprendería a hablar bien aquel puñetero idioma, le dijo, y siempre parecía un cretino cuando se expresaba ante personas como ella. Nora se negó a aceptar ese pesimismo. En State había estudiado logopedia como asignatura secundaria, le dijo, y existían soluciones concretas, técnicas y ejercicios prácticos que permitían mejorar. Si estaba dispuesto a enfrentarse al desafío, le prometió que le libraría del acento, que haría desaparecer de su pronunciación hasta el último vestigio de acento español. Hector le recordó que no se encontraba en posición de pagarle las clases. ¿Quién ha dicho algo de dinero?, replicó Nora. Si estaba dispuesto a trabajar, ella le ayudaría con mucho gusto.

          En septiembre, cuando empezó el colegio, la nueva maestra de cuarto curso ya no estaba libre a la hora del almuerzo. En cambio, ella y su alumno trabajaban por la noche, reuniéndose los martes y los jueves de siete a nueve en el salón de O’Fallon. Hector pasaba muchos apuros con la i y la e breves, la r semivocal y el sonido ceceante de la th. Vocales mudas, oclusivas interdentales, inflexiones labiales, fricativas, oclusivas palatales, fonemas diversos. La mayor parte del tiempo no entendía nada de lo que explicaba Nora, pero el ejercicio pareció dar resultado. Su lengua empezó a formar sonidos que nunca había pronunciado antes, y finalmente, al cabo de nueve meses de esfuerzos y repetición, había realizado progresos hasta el punto de que cada vez era más difícil adivinar dónde había nacido.

(pp. 166-167)

 

 

          Chateaubriand no era un autor desconocido, pero me conmovió saber que Hector había leído aquel libro, entrando en el mismo laberinto de recuerdos por el otro que yo erraba desde hacía dieciocho meses. Era otro punto de contacto, en cierto modo, otro eslabón en la cadena de encuentros fortuitos y afinidades curiosas que me habían atraído hacia él desde el principio. Saqué el primer volumen del estante y lo abrí. Sabía que Alma y yo debíamos darnos prisa, pero no pude resistir el impulso de pasar la mano por un par de páginas, de tocar algunas de las palabras que Hector había leído en el sosiego de aquella habitación. El libro se abrió por la mitad y vi que había una frase subrayada con un tenue trazo a lápiz. Les moments de crise produisent un redoublement de vie chez les hommes. Los momentos de crisis producen una vitalidad redoblada en los hombres. O más sucintamente, quizá: los hombres sólo empiezan a vivir plenamente cuando se ven entre la espada y la pared.

(p. 249)

 

 

          La acción se reanuda en el salón. Martin y Claire han abierto una botella de vino, pero él sigue pareciendo nervioso, no muy seguro de lo que hacer con aquella extraña y atractiva estudiante de filosofía. En un torpe intento de decir algo gracioso, señala la camiseta de Claire y dice: ¿Pone Berkeley porque estás leyendo a Berkeley? ¿Te pondrás una que ponga Hume cuando empieces a leer a Hume?

          Claire ríe. No, no, contesta. Las dos palabras se pronuncian de manera diferente: Berk- ley y Bark-ley. La primera es la universidad, la segunda es la persona. Ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.

          Se escriben igual, objeta Martin. Por tanto, es la misma palabra.

          Se escriben igual, confirma Claire, pero son dos palabras distintas.

(pp. 262-263)